1: La montaña del norte

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La montaña del norte

Desiertos del Caos, primera semana del invierno.

El frío viento cambió para soplar a ráfagas que transportaban nieve desde el sudeste y susurrar atormentados lamentos en las ramas más altas de los árboles. Urghal se inmovilizó de pronto, acuclillado en medio del sotobosque cubierto de nieve. Las fosas nasales del hombre bestia se dilataron al olfatear la presa, y sus finos labios se contrajeron en un rictus de hambre feroz.

Urghal giró la astada cabeza a derecha e izquierda y atisbó a sus dos compañeros de caza, Aghar y Shuk, en el momento en que se separaban y también se ocultaban. El denso bosque de montaña había quedado en mortal silencio salvo por el aullido del viento, y las largas orejas peludas del hombre bestia se meneaban sin descanso al esforzarse por percibir movimientos procedentes de algún punto situado más abajo de la pendiente. A lo largo de los anchos hombros del hombre bestia se tensaban y relajaban pesados músculos, y los tatuajes que decoraban su grueso pellejo se contorsionaban y movían de un modo inquietante. Respiraba lenta y profundamente, y flexionaba los dedos provistos de garras en torno a la nudosa empuñadura de un garrote toscamente tallado que sujetaba con las anchas manos. La caza había sido escasa desde que la manada había regresado a la fisura de la montaña y había recuperado su antiguo territorio. Dentro de poco, el nuevo señor de la manada comenzaría a seleccionar a los débiles y los lentos para matarlos y asarlos en las hogueras. Urghal no tenía la más mínima intención de ser uno de ellos.

El silencio se extendía por el oscuro bosque, roto sólo por el zumbido de las moscas que volaban en círculos alrededor de las llagas abiertas que el hombre tenía en el huesudo hocico. Entonces, sin previo aviso, le llegó el crujir de la vegetación, de zarzas y helechos que eran aplastados, y Urghal oyó el repiqueteo de unas pezuñas que batían la tierra margosa.

El hombre bestia escuchó atentamente mientras la manada de ciervos corría en estampida cuesta arriba, directamente hacia él. Los animales, presas del pánico, aplastaban y rompían helechos y arbustos al abrirse paso a través del denso sotobosque. Urghal ya los olía; eran quizá una docena, y el olor de su miedo le causaba escozor dentro de la nariz. Se pasó una gruesa lengua negra por los dientes rotos, salivando al pensar en el sabor de la sangre salada, caliente.

Veinte metros. Diez. Ahora Urghal veía ramas que se mecían al acercarse la manada de ciervos. Débiles sonidos le indicaron que sus compañeros de cacería se preparaban para atacar. Los músculos del hombre bestia se tensaron como resortes que hubiesen estado encogidos justo cuando la manada se le echó encima como una ola.

Un ciervo salió del sotobosque por la izquierda de Urghal y esquivó ágilmente el tronco de un oscuro roble con un movimiento frenético. El hombre bestia atisbó unos ojos desorbitados a causa del terror en el momento en que saltó fuera del escondite y acometió al ciervo con el pesado garrote de roble endurecido, que se estrelló contra un costado del animal, le astilló las costillas y le partió el espinazo con un seco chasquido. El ciervo bramó de dolor y cayó de cabeza al suelo.

Aullidos y rugidos hambrientos estremecieron el aire cuando Aghar y Shuk se unieron al derramamiento de sangre y acometieron con dagas y garras a los animales, que avanzaban a saltos. Urghal olfateó amarga sangre en el aire y dejó escapar una cruel carcajada en el instante en que un ciervo enorme salió del sotobosque por la derecha. En el mismo momento, el ciervo vio al hombre bestia; consumido por el terror, el animal sacudió la astada cabeza e intentó alejarse de un salto, pero Urghal barrió el aire con el garrote manchado de sangre y, trazando un silbante arco, partió las lustrosas astas del ciervo y le hundió el cráneo. El animal se desplomó sobre el nevado suelo con un pesado golpe sordo, sus patas se agitaron debido a los estertores de la muerte. Urghal soltó el garrote y cayó sobre él para desgarrarle la tibia garganta con los dientes. El hombre bestia devoró con ansia la carne mientras el ciervo se estremecía y moría; arrancaba bocados que se tragaba enteros en un intento frenético de saciar el hambre que sentía.

Pasó un tiempo antes de que Urghal se diera cuenta de lo silencioso que estaba el bosque, y cuando comenzó a calmarse su desesperante hambre se preguntó qué podría haber aterrorizado de aquel modo a los ciervos, habituados a moverse por el bosque.

El hombre bestia alzó el hocico sucio de sangre, se lamió la nariz para limpiársela y olfateó una vez más el frío aire. El viento sopló y de nuevo se calmó; por encima del rico aroma de la sangre y las entrañas desgarradas percibió un leve rastro de algo extraño y amargo que hizo que un escalofrío le recorriera el espinazo. Sus compañeros continuaban comiendo, sin hacer caso de nada más que del humeante festín que tenían delante.

Urghal tuvo una premonición y el miedo le atenazó la garganta. El hombre bestia enseñó los dientes enrojecidos por la sangre y miró frenéticamente a su alrededor para buscar el garrote, que localizó caído sobre la ensangrentada nieve a una docena de pasos de distancia. Se lanzó hacia el arma y les ladró una advertencia a sus compañeros de manada justo en el momento en que el aire se estremecía con un rugido atronador y una forma enorme saltaba desde las sombras de los árboles.

La bestia era descomunal e hizo que la tierra temblara al caer sobre dos pies provistos de garras en medio de los sorprendidos hombres bestia. Medía casi diez metros desde el hocico a la punta de la cola, y ocupó completamente el pequeño claro donde los cazadores habían tendido la emboscada a las presas. Tenía la piel verde oscuro y escamosa como la de un dragón, y sus musculosas ancas estaban cubiertas de cicatrices sufridas en centenares de batallas mortales. Las largas y flacas extremidades delanteras estaban encogidas contra el estrecho pecho de la bestia. La fuerte cola, parecida a un cable, equilibró el cuerpo cuando se lanzó a recoger dos cadáveres de ciervo con las enormes fauces de lagarto; se los tragó tras masticarlos unas pocas veces. Por entre los dientes como dagas de la criatura cayeron hilos de espesa saliva mezclada con sangre. Sus ojos rojos se movieron frenéticamente dentro de las profundas y huesudas cuencas oculares para examinar los alrededores en busca de otras presas. Volvió a abalanzarse con la velocidad de una serpiente, lanzó al aire el cuerpo de otro ciervo y se lo tragó de un bocado.

Gritos y bramidos de miedo resonaron por el claro cuando los cazadores retrocedieron con paso tambaleante ante el repentino ataque. Urghal recogió bruscamente el garrote, gruñendo de cólera. El hambre guerreaba con el miedo mientras observaba cómo el monstruo se alimentaba de las presas que ellos habían capturado. Cuando la criatura se lanzó hacia otro ciervo, Urghal advirtió que no se había dado cuenta de la presencia de los tres hombres bestia, que la rodeaban. La poderosa cola estaba ahora caída y se arrastraba parcialmente por el suelo; la piel que cubría la huesuda cabeza estaba arrugada sobre el cráneo como grueso pergamino. Mientras comía, Urghal vio que se le marcaban mucho las costillas en los flancos. La criatura estaba muerta de hambre, según comprendió el hombre bestia, que entendía esa locura demasiado bien.

Reparó en la silla de montar desgastada por la exposición a la intemperie que el monstruo llevaba sujeta al lomo, justo detrás de los caídos hombros. Había unas alforjas con los lados maltrechos y desgastados por el uso y el indiferente descuido, atadas detrás de la silla. En las correosas mejillas de la bestia destellaban anillas de plata a las que se habían fijado unas riendas en otros tiempos. Entonces, vio la larga espada de negra empuñadura que iba sujeta mediante correas a un lado de la silla, y supo que el jinete tenía que haber muerto hacía mucho.

Urghal enseñó los ennegrecidos dientes y les ladró algunas órdenes a sus compañeros cazadores. Les dijo que la criatura era estúpida, y que estaba debilitada y hambrienta. Podían saltar sobre su lomo y matarla mientras comía, y alimentarse de su acre carne durante muchos días. Aghar y Shuk escucharon, y el encogido vientre les confirió una valentía que de otro modo podrían no haber tenido. Aferraron las armas con fuerza y dieron un rodeo hasta los flancos de la criatura. Aghar avanzó con cautela a lo largo del costado derecho de la bestia, mientras alzaba la daga para clavársela profundamente en el cuello. Shuk se acercó de forma sigilosa a la base de la cola de la criatura, preparado para descargar todo su peso sobre el apéndice e impedir que lo moviera. Urghal avanzó por el costado izquierdo para acercarse más a la silla de montar. Saltaría sobre ella para desenvainar la espada negra y clavarla luego en la parte posterior del cuello del monstruo. Moriría antes de darse cuenta de que estaba en peligro.

Con una sonrisa malvada, Urghal se volvió hacia Shuk…, y demasiado tarde, vio una forma oscura que saltaba desde las profundidades del bosque y caía sobre el lomo del hombre bestia con un chillido aterrador. Urghal oyó un entrechocar metálico cuando el atacante saltó sobre el torso desnudo de Shuk, y luego vio que unas manos pálidas rodeaban el amplio pecho del hombre bestia para clavar los dedos como garras en el pellejo cubierto de cicatrices y en los poderosos músculos. Shuk bramó de terror y dolor al mismo tiempo que echaba atrás la astada cabeza y pasaba las manos por encima de los hombros para intentar sacarse de encima al atacante, pero el agresor de pálida piel se aferró a su víctima como una araña cavernícola y se le pegó aún más al lomo.

Cuando la figura con armadura acometió la garganta de Shuk, Urghal atisbó una cara pálida y angulosa enmarcada por un pelo largo, negro, y enredado. Los ojos tan oscuros como el Abismo se clavaron en los de Urghal. Unos labios, azulados, se tensaron para dejar a la vista dientes blancos y perfectos, y el atacante desgarró la musculosa garganta del hombre bestia. Por los labios de Shuk salió un chorro de sangre mientras él intentaba contener la fuente roja que manaba con fuerza por la herida del cuello. Urghal observó cómo el monstruo de negros ojos hundía la cara en la herida abierta para arrancar bocados de carne como una rata frenética.

El agonizante hombre bestia cayó de rodillas, ahogándose con su propia sangre. Urghal aferró el garrote y bramó un desafío justo cuando la escamosa bestia que tenía al lado se volvía y acometía a Aghar. La cola como un látigo de la criatura azotó en la dirección contraria y se estrelló contra el pecho de Urghal. El poderoso golpe le partió algunas costillas como si fueran ramitas y lo lanzó de espaldas hasta el otro lado del claro, donde se estrelló contra el tronco de un enorme roble. Aturdido por el doble impacto, el hombre bestia se desplomó y sintió que los huesos rotos raspaban entre sí dentro de su pecho.

Mientras la respiración le resonaba en la garganta, Urghal vio que Aghar cargaba contra el atacante de negra armadura. El cazador bramaba con frenética furia, y la esbelta figura le respondió con un gruñido bestial. Abrió de par en par la boca ensangrentada y se puso de pie con inquietante rapidez para recibir de frente la carga del hombre bestia.

Aghar le pasaba la cabeza y los hombros al enemigo, y era el doble de ancho. Urghal esperaba que el atacante fuese derribado al suelo por la furiosa carga del cazador, pero los dos chocaron y se produjo un estruendo de carne y acero. Una pálida mano ascendió y cogió al hombre bestia por la garganta, y los dos forcejearon durante varios segundos. Salvajes gruñidos guturales se alzaban de la desesperada lucha; Urghal no sabía con seguridad de qué garganta salían los terribles sonidos. Luego, con un repentino gesto convulsivo, Aghar logró soltar el brazo que sostenía la daga y apuñaló una y otra vez a la figura, pero el arma tintineó contra el peto y las hombreras de acero del combatiente de menor estatura.

Se oyó un pesado golpe sordo y, a continuación, un crujido de huesos partidos. Aghar se estremeció, y sus pies con pezuñas se alzaron del suelo a causa del impacto. El hombre bestia se dobló por la cintura, ahogándose de dolor por habérsele partido el esternón, y el atacante de ojos negros lo agarró por las astas y le hizo girar bruscamente la cabeza para partirle el cuello.

Urghal sintió que la fría mirada del asesino se posaba en él. Gruñendo de dolor, el hombre bestia luchó para ponerse de rodillas. Sin previo aviso, una bota de metal se estrelló contra uno de sus hombros y lo lanzó al suelo, donde cayó de espaldas una vez más. El guerrero de pálida piel había atravesado la docena de metros que los separaban en un abrir y cerrar de ojos. El hombre bestia gruñó, desafiante, y alzó el garrote con una mano, pero al fijar los ojos en el semblante del guerrero, el arma cayó de su entumecida mano.

Insondables ojos negros, carentes de iris y pupila, contemplaban a Urghal desde la desalmada voracidad del Abismo. De la boca y el puntiagudo mentón del guerrero goteaba sangre que manchaba los dorados ornamentos de la armadura. Regueros rojos fluían hacia el interior de las hendiduras y los ángulos de tres cráneos de oro que el enemigo llevaba incrustados en el peto, y una gruesa gargantilla de oro rojo le rodeaba el nervudo cuello. Justo por encima de la curva de la gargantilla sobresalía la herrumbrosa empuñadura de la daga de Aghar. La larga hoja se había clavado limpiamente en la garganta del guerrero, y la punta asomaba en ángulo oblicuo por debajo de la oreja derecha.

Mientras Urghal lo miraba, el guerrero cogió la empuñadura con una mano ensangrentada y se arrancó lentamente la daga. Un hilo de espeso color negro cayó de la horrenda herida. Venas negras y gruesas como cuerdas se retorcían igual que gusanos debajo de la piel de la garganta del guerrero y a lo largo del dorso de sus manos.

El guerrero dejó que la daga resbalara lentamente de sus goteantes dedos. Cayó justo al lado de la cabeza de Urghal, pero el hombre bestia no hizo el más mínimo movimiento para recogerla. Con una terrorífica sonrisa roja, el guerrero de ojos negros abrió la boca para proferir un sonido que no podía nacer de la garganta de ningún ser vivo, y la febril mente del hombre bestia se quebrantó al oírlo.

El alarido de terror de Urghal estremeció los árboles de negras ramas cuando el asesino tendió hacia él unas manos semejantes a zarpas.

Poco a poco, a medida que la carne del hombre bestia le llenaba el hambriento estómago, Malus Darkblade recobró un cierto grado de cordura. Su cuerpo, marchito como una raíz encogida por las penalidades de pesadilla del viaje, comenzó a estremecerse y a dolerle cuando el demonio aflojó la despiadada presa. La conmoción causada por la toma de conciencia fue tan intensa que durante un agónico instante el noble tuvo la certeza de que iba a morir. Cayó de espaldas, con trozos de carne desgarrada aún en las manos, y voceó su miserable odio a los agitados cielos del norte.

Una parte de él creía que ya estaba muerto. Su mente retrocedía ante los pocos recuerdos que tenía de las últimas semanas, impulsado cada vez más al norte por la implacable voluntad del demonio. Sin dormir, ni comer, ni descansar durante semanas enteras, había sido empujado hasta límites difícilmente soportables por ningún cuerpo viviente. Incluso la casi ilimitada resistencia de Rencor había sido forzada hasta el punto de ruptura y más allá.

Pero habían llegado a la montaña rota. Cerca de allí estaban el camino pálido y el terrible templo. En muchas ocasiones durante las últimas semanas había pensado que eso no sería posible, pero ahora, cuando estaba tan cerca de la meta, no quería nada más que morir. Lloró amargamente ante tal pensamiento y sintió que por las mejillas hundidas le bajaban gélidas lágrimas.

—Levántate, Darkblade —dijo el demonio, y su cuerpo obedeció la implacable orden. Los destrozados músculos se tensaron dolorosamente para impulsarlo hacia arriba y ponerlo de pie con un gemido de rabia impotente—. Se acerca tu hora final.

El cuerpo de Malus atravesó corriendo el claro en dirección a Rencor. Sus labios se movían en silencio al intentar proferir oscuras maldiciones a través de su garganta destrozada. Desde algún punto situado ladera arriba le llegó un coro de aullidos y la ondulante, fúnebre nota de los cuernos. El estruendo de la batalla había llegado hasta el campamento de los hombres bestia, y ahora la manada se había puesto en marcha.

Al acercarse Malus, Rencor gimió y se acobardó, para luego lanzarle dentelladas, impelido por el miedo. El demonio azotó al nauglir con su negra voluntad, y el gélido se sometió, entre gimoteos, y permitió que el noble subiera a la silla con movimientos bruscos y que comenzara el último tramo de su larga, infernal odisea.

Los toques de los cuernos se apagaron, pero los aullidos de los hombres bestia se aproximaban mientras el demonio conducía a Rencor en torno al flanco de la ladera. Mientras cabalgaban cayó la noche. Malus se mecía en la silla, y sus ojos se desviaban hacia la espada de negra empuñadura que descansaba junto a su rodilla izquierda. Con toda su voluntad intentó obligar a la mano a coger la espada bruja, pero Tz’Arkan se lo impedía con determinación.

«Todo ha sido para nada», se dijo, mientras el demonio lo compelía a avanzar hacia el templo como si fuera un cordero ofrecido en sacrificio. Pensó en Hauclir, y en los campos cubiertos de muertos. Pensó en el autarii poseído por el demonio y en los desgarradores alaridos de su hermana. Todo para nada.

El odio y la aversión ardían como carbones encendidos dentro de su pecho, y el dedo meñique de su mano izquierda se movió.

Malus apenas si se atrevió a respirar. No lograba convencerse de que había esperanza, pero incluso en las profundidades de la privación y la desesperación siempre había lugar para el odio. «Con el odio todo es posible», pensó. Sus ensangrentados labios se tensaron para dibujar una sonrisa temblorosa.

Recuerdos a medio formar perseguían al noble mientras corrían a través de matorrales y helechos. Los ecos de los hombres bestia que lo perseguían le trajeron a la mente una huida desesperada a través de esos mismos bosques, hacía exactamente un año. De vez en cuando pasaban junto a un soto o una depresión boscosa que le parecían familiares, aunque una parte de él sabía que era sólo un engaño de su mente.

Ahora los gritos de los hombres bestia sonaban cerca, tal vez a unos ochocientos metros ladera arriba, donde la manada quedaba oculta en las profundidades del bosque. El suelo se aplanó repentinamente, sin previo aviso, y Malus se encontró en un camino de pálidas piedras cubiertas de nieve, a las que no había afectado el paso de los milenios. Era un camino construido para los pies de los conquistadores, con piedras talladas en forma de cráneo, y otras erectas colocadas a intervalos a lo largo del recorrido para alabar a los Poderes Malignos y exaltar las proezas de los paladines del Caos que gobernaban allí. Un año antes, las blasfemas runas de las piedras erectas no tenían ningún significado para Malus; ahora las miraba a través de unos ojos contaminados por el demonio, y los nombres que estaban tallados en los menhires se le grabaron a fuego en el cerebro. Malus sentía que su cordura se desmoronaba a cada momento que pasaba, mientras se aproximaba al templo; desesperado, recurrió a su odio y lo alimentó con toda la amargura y la rabia que el año de servidumbre había generado en su interior. El noble se concentró en la empuñadura de la espada, y les rezó a todos los dioses malditos que fue capaz de mencionar para que le concedieran la fuerza necesaria para sacar la impía arma de la vaina.

El aire zumbaba y crepitaba con energías invisibles a medida que el demonio del interior de Malus se acercaba al templo. Sobre la torturada piel del noble restallaba energía sobrenatural, y los árboles de negras ramas que flanqueaban el camino eran agitados por un viento invisible. El paso de Rencor se aceleraba constantemente, como si el nauglir estuviera siendo arrastrado como el hierro hacia una piedra imán. Un extraño zumbido comenzó a aumentar de volumen en la parte posterior del cráneo de Malus.

Para cuando giraron en el último meandro del serpenteante camino, Rencor iba casi al galope. El golpeteo de sus patas resonaba contra los árboles que crecían apretadamente, y durante un vertiginoso momento Malus se sintió como si lo hubieran hecho retroceder en el tiempo y galopara con un destacamento de guardias con armaduras detrás. Pensó en Dalvar, el canalla diestro con la daga, y en Vanhir, el altivo caballero lleno de odio.

Pensó en Lhunara, cabalgando en silencio a su lado, con aquella feroz sonrisa que destellaba en la oscuridad. El noble apartó los recuerdos y se tragó la amarga bilis.

Y entonces, el aire tembló con el grito de un centenar de voces furiosas. Los hombres bestia alzaron las armas y desafiaron al jinete solitario que corría por el camino hacia ellos. La manada había adivinado hacia dónde se dirigía, y le habían salido al paso a poca distancia de la meta, exactamente como lo habían hecho hacía doce meses.

Pero esa vez no lo acompañaba ningún guardia armado que pudiera abrir camino ante él. Los hombres bestia conformaban una muchedumbre que aullaba y rugía, y ocupaban todo el ancho del camino flanqueado de árboles que tenía delante. Hachas, garrotes y mandobles herrumbrosos eran agitados a la luz de chisporroteantes antorchas. Rencor tropezó al detenerse, siseando y bramando de agitación mientras la manada corría hacia ellos.

Malus percibió que se le presentaba la oportunidad. El demonio tendría que dejarle desenvainar la Espada de Disformidad si no quería que los vencieran. Con toda su voluntad alimentada por el odio, intentó que la mano bajara hasta la espada.

Pero cuando estaban a pocos metros del gélido, los hombres bestia cayeron de rodillas y apoyaron la cornuda cabeza sobre las piedras con forma de cráneo.

—¡La profecía se ha cumplido! —gritó un chamán, cuyo único ojo, rojo, brillaba en medio de su estrecho cráneo—. ¡El Bebedor de Mundos ha llegado! ¡Inclinaos ante el bendito Príncipe de Slaanesh, y que la endecha de la Noche Eterna sea entonada!

El demonio volvió a controlar la acosada mente del nauglir, y la bestia de guerra se lanzó al trote por el sendero que se abrió en el centro de la postrada multitud. Malus tembló de furia e impotencia cuando pasaron a través de la manada sin que los retaran, y recorrieron el corto trecho hasta donde los árboles se espaciaban. Más allá se alzaba una estructura ancha y baja, escalonada, construida con piedra completamente negra, sin ventanas y desprovista de toda ornamentación, tan fría y sin alma como el mismísimo Abismo. En torno al templo había una muralla hecha con la misma piedra, y una entrada en forma de arco. Un año antes se había librado allí una batalla desesperada; esqueletos de hombres bestia y deformes bestias del Caos sembraban aún el suelo, donde habían caído ante las ballestas y espadas de los druchii. Crujieron bajo los pesados pasos de Rencor cuando el gélido atravesó la entrada y se detuvo en el patio que había al otro lado.

Allí había más huesos que hablaban de otra carnicería: enormes cráneos y pilas de huesos oscuros que en otros tiempos habían sido nauglirs, y esqueletos de druchii dentro de armaduras herrumbrosas. Yacían en la nieve blanca, en el sitio en que él los había asesinado hacía casi doce meses.

Había matado a sus propios guardias por vergüenza, incapaz de soportar que vieran que el demonio lo había esclavizado. Ahora se encontró ante sus negras miradas vacías y deseó poder moler sus grises huesos hasta convertirlos en polvo.

El cuerpo de Malus se puso bruscamente en movimiento y bajó de la silla de montar. Con el rostro contorsionado por un rictus de rabia y frustración, el noble sólo podía observar con impotencia cómo sus manos soltaban la Espada de Disformidad de la silla y luego recogían la vapuleada alforja que contenía el resto de las reliquias del demonio. Al retirarla, Rencor se desplomó de costado, como si al fin lo aliviaran de un peso terrible. Sus flancos se estremecían, subían y bajaban agitadamente, y su respiración era un jadeo entrecortado.

—Ha llegado el momento —dijo el demonio, cuya voz cruel reverberó dentro del cráneo de Malus—. ¡Deprisa, ahora! Lleva las reliquias a la sala del cristal, y dentro de poco tu maldición habrá acabado.

Lleno de terror, Malus le volvió la espalda al nauglir agonizante y marchó como un condenado hacia la sombra del templo del demonio.