¡¡Alaska!!
Última frontera
¡Brindemos con vino!
–Ahí... Ahí está. ¡Llegamos! ¡Llegamos! –gritamos con Cande a la vez que nos abrazamos apretujando a Pampa que está entre nosotros, y mientras el auto va y viene perdiendo un poco el control.
Al letrero lo vemos a quinientos metros que se hacen eternos. Queremos llegar y saltar, Cande agita sus piernas como ya pisando la tierra de Alaska. Saltamos del auto, corremos, gritamos. Pampa, en mis brazos, ríe, festeja.
La poca gente que hay, primero se nos queda mirando sin entender por qué tanta alegría. Después uno ve el Graham con el cartel y se lo señala a los demás. Vamos hasta ellos que ahora nos aplauden, los abrazamos; necesitamos compartir nuestra felicidad.
Tomo la filmadora para captar a Cande, quien se pone a entonar un cántico de cancha de fútbol improvisando la letra: “Olé, olé, olé. Olé, olé, olé, olá. Desde Argentina… llegamos a Alaska, no pude parar, olé...”. Mientras la filmo, veo a esa Cande niña que contemplé en el carnaval de Bolivia, a esa pequeña que conocí con ocho años y de la que entonces me enamoré como lo hago ahora. Soy feliz, y la fórmula es una mezcla de amor y de sueños.
Estacionamos el auto más cerca. No hay nada alrededor de nosotros, salvo el bosque y este letrero que anuncia: “Welcome to Alaska”. Nos acompañan sólo aquellos seis turistas que nos siguen mirando como un show inesperado. Descorchamos una botella de vino tinto mendocino, tan bien guardada para la ocasión, y brindamos tras servirle a Macondo un trago en su radiador.
Tanto nos costó llegar hasta acá que no queremos irnos. Mientras calentamos agua y tomamos mate, llegan muchos más turistas y cada uno de ellos nos toma una fotografía:
–¡Felicitaciones, lo lograron! –nos alienta alegremente una pareja de menonitas que paran a retratarse y nos cuentan que están de viaje de luna de miel.
En su camioneta exhiben dos carteles: “Recién casados” y “¡Alaska o reventar!”. Pienso que estas inscripciones perfectamente podrían estar en nuestro auto. Aún me siento como recién casado y creo que las cosas hay que hacerlas o reventar.
¡Bienvenidos!
Ya en territorio de Alaska, revisando el mapa nos damos cuenta de que este estado es gigante y que tiene pocos caminos para recorrer sus miles y miles de kilómetros. Sólo para llegar a Anchorage, la gran ciudad, nos faltan casi 900 y, luego, 1500 más hasta el Mar Ártico.
La primera noche dormimos en Tok, en la casa de una familia que tiene perros de trineo y un cuarto que alquila. Nos sorprende lo que nos cuenta:
–A este mismo lugar una vez llegó un argentino desde la Patagonia a caballo. No le cobramos, así que tampoco podremos hacerlo con ustedes.
Nos emocionamos, una vez más, al saber que otro sueño se ha cumplido.
Camino a Anchorage una camioneta nos pasa y nos hace señas, más adelante se detiene y nos esperan. Es un matrimonio, paramos y el hombre sin saludarnos ni nada señala una rueda delantera del Graham y nos dice:
–¡Esta rueda es mía!
–Espero que no la quiera ahora –le contesto.
Bruce y su mujer nos abrazan felices de vernos con nuestro sueño cumplido, con el que mucho ellos tienen que ver. Esta pareja fue uno de nuestros contribuyentes en la compra de las cinco ruedas, cuando estábamos en Texas. Recién ahora la conocemos. Nos despide avisándonos que difundirá que ya estamos en camino.
Anchorage, qué cerca estas
Antes de entrar a la ciudad ya nos esperan: sobre la ruta están Dennis y su mujer, quienes nos saludan agitando sus manos, parados al lado de un Ford rojo del año 1936. Inmediatamente nos dirigen al pequeño grupo que nos aguarda en un estacionamiento; con abrazos y aplausos nos reciben. Nos esperan también del periódico y de la radio, y nos avisan que mañana nos entrevistarán para la televisión.
Una sorpresa total es volver a encontrarme con mi padre y con mi hermano. ¡Jamás imaginé verlos acá! Si hay algo que no tenemos en común, es el gusto por viajar. Las últimas veces que hablamos se mostraban muy interesados por nuestra fecha de llegada a Anchorage, y recién ahora entiendo el porqué.
En un momento, al acercarnos al Ford rojo, notamos que tiene muchas inscripciones, entre las que resalta una que dice: “Ushuaia-Alaska”. Dennis nos cuenta que el auto se lo compró a unos argentinos cuando terminaron su viaje y que entonces les había prometido mantenerlo tal cual estaba. Felices nos sentamos dentro para sentir lo que debió haber sido viajar en ese carro.
Dennis y su mujer, personas especiales que todo lo dan, son nuestros anfitriones en Anchorage. Nos conocimos por correo cuando ellos recibieron el pedido desde Texas y se anotaron con una rueda para nosotros.
Esta noche ofrecen en nuestro honor, y en su casa, una cena para todo el Club de Autos Antiguos. Los días posteriores nos llevan a otros clubes deseosos de preparar el auto para el último trecho hasta el Ártico.
Además, durante nuestra estadía en Anchorage el gobernador de Alaska nos recibe y entrega una linda carta de bienvenida y los organizadores de la Feria del Estado nos invitan a participar.
Felices aceptamos, y antes de que pensemos dónde podremos dormir durante la feria, Dennis nos ofrece en préstamo su motorhome, cuya heladera y despensa atiborra.
¿El fin del sueño?
La Feria del Estado de Alaska es realmente grande y con la publicidad que nos hicieron en los medios vemos la posibilidad de vender los libros y las artesanías que nos quedan. Además esto nos permitirá relacionarnos con más gente.
Colgamos, quizá por última vez, nuestro pasacalles “Viajando de Argentina a Alaska” sobre el auto como así también el mapa del continente americano, de un metro de ancho por casi dos de largo, junto con algunas fotos y la ruta marcada.
Casi todos los que vienen a la feria viven en Alaska, pocos son turistas porque casi ya no los hay para estas fechas. Un señor del lugar nos señala la montaña que vemos desde nuestro puesto y nos muestra la primera nevada en su cima: “Cuando llega la primera nieve, llega el invierno”.
Muchísima de la gente se acerca a felicitarnos por el sueño cumplido, celebrándolo efusivamente. Pero para nosotros terminar el sueño significa llegar hasta donde acaba Alaska, es decir, hasta el extremo norte del continente americano.
–Sólo pueden ir hasta Deadhorse, no hasta el Mar Ártico: los últimos kilómetros del camino pertenecen a una empresa petrolera y nadie puede pasar –nos comenta un visitante.
No podemos creerlo, pero realmente parece que así es porque nos lo confirman muchos más. Todos nos repiten lo mismo: “No podrán llegar al Ártico”. Y no sólo porque no lo permitirán, sino además por la fecha en que estamos:
–Son 1400 kilómetros. Tienen 600 kilómetros asfaltados, pero después de Fairbanks únicamente camiones y camionetas 4x4 transitan el empedrado camino de 800 kilómetros. Éste ni siquiera tiene banquinas. Los camiones pasan a velocidades altas tirando piedras que les romperían todos los vidrios. Además para esta época el camino se hace hielo y con ruedas sin clavos no podrían dominar el auto. Como si fuera poco, hay que cruzar las montañas por un paso lleno de hielo y si nieva, hay que esperar que dinamiten para evitar avalanchas, y después encima aguardar a que limpien el paso. Es decir que si los agarrase la nevada, pasarían días sin poder moverse y allí no hay dónde refugiarse –nos explica sin tomar respiro un señor de casi cincuenta años que trabaja en Deadhorse–. Después viene la tundra, su planicie sin nada, sin siquiera pequeños árboles... Absolutamente nada, salvo el viento helado.
–Den por terminado el viaje –opinan quienes presencian esta conversación, como si no hubiese nada que se pudiese hacer.
No saben de nuestros pensamientos y sentimientos: siempre nos vimos terminando el viaje tocando las aguas frías del mar Ártico.
–No vinimos de tan lejos y pasamos todas las que pasamos para plantarnos acá –es nuestra respuesta–. Terminar vamos a terminar, pero donde siempre dijimos –y señalándoles el mapa agrego–: donde termina América. Ni un kilómetro antes. –Todos mantienen su silencio, no muestran entusiasmo ni esperanzas, saben que es ley, que es una propiedad privada y que a nadie dejan pasar.
–Ojalá no tenga que ser yo quien les niegue el paso –nos dice un señor.– Trabajo como seguridad en la puerta de entrada de la empresa dueña del tramo final: British Petroleum (BP). No me gustaría nada tener que ser yo quien les dijese que no. Muchos han llegado hasta la puerta, y no saben qué feo es para mí tener que decirles que nada puedo hacer por dejarlos pasar.
Recuerdos
Muchos de los visitantes de la feria leyeron en el periódico las anécdotas y los detalles de nuestro trayecto, pero aun así quieren saber más y escuchar de nuestra propia boca cómo fue. Se lo contamos una y otra vez a grupos de quince o veinte personas; nos turnamos: mientras uno contesta las preguntas y firma libros a quienes ya oyeron el relato, el otro se ocupa de Pampa y empieza de nuevo. La narración nunca es igual, pues pedimos que nos interrumpan con la primera pregunta que se les ocurra y según las inquietudes vamos desarrollando el cuento.
–¿Ustedes son los que llegaron manejando desde Sudamérica y tuvieron un niño en el camino?
–Sí, señora, ¿quiere que le cuente cómo fue nuestro viaje? –le pregunto en un tono un poco alto para que todos me puedan escuchar y así lograr que se acerquen más personas.
–Ven, que va a contar el viaje... –le dice un señor a su hija.
–Buenas tardes, mil gracias por estar aquí. Deseamos con ustedes compartir nuestro viaje que poco a poco se fue haciendo el viaje de muchos. Voy a empezar a contarles rápidamente y desde el principio, pero apenas tengan una pregunta háganla. Soy un poco tímido y hablar solo me asusta, así que tratemos de tener una charla. Bueno, el viaje empezó el 25 de enero de 2000, con la idea de llegar a Alaska en seis meses. Como ven, estamos cerca del 2004; no somos muy puntuales –todos sonríen–. Salimos desde Buenos Aires despidiéndonos de amigos. Pensaban que estábamos locos, la mayoría; que llegaríamos lejos, sólo algunos; que estaríamos en Alaska, casi ninguno.
–¿Por qué esta idea de ir a Alaska?
–Por un sueño. Apenas nos conocimos nació el sueño de hacer un viaje de aventuras, y éste se fue desarrollando con nosotros. Estando de novios nos propusimos cumplirlo apenas tuviésemos dos años de casados, pero como ustedes saben el trabajo, la casa, los miedos, los “pero” y las excusas hacen que una y otra vez uno posponga el inicio. Cuando ya llevábamos seis años de casados empezamos a tener unas ganas enormes de tener un hijo, pero “¿y el sueño?” nos preguntábamos. Entonces tomamos la decisión de hacer el viaje primero, después vendrían los hijos. Y como ven… –les señalo a Pampa– terminamos cumpliendo los dos sueños a la vez –otra vez se sonríen, pero ahora enternecidos–. Así que el porqué de este viaje es tan simple como fundamental: nuestro sueño.
–¿Qué fue lo más difícil?
–Empezar. El día de la partida, cuando tuvimos que tomar los miedos que siempre nos acompañaron y dejarlos a un costado para que nos dejasen avanzar. Tampoco es que nos libramos de ellos, aún vienen con nosotros, pero ya no están por delante impidiéndonos continuar. No saben lo difícil que fue dejar la casa, el trabajo, la familia, los amigos... y hasta a nuestra querida perra Lucy, que ya no nos espera. Pero debíamos empezar: la vida no te da nada si tú no vas por ello. Así que salimos a sacarle vida a esta vida y empezamos. Partimos con un sólo mapa, el de Argentina, con dinero suficiente para seis meses de viaje, sin planes ni rutas y con un auto... un auto que no conocíamos y que apenas probamos el día anterior a la partida conduciéndolo por tan sólo 140 kilómetros. Apenas partimos ya tuvimos problemas con los palos de las ruedas… Podrán decirnos que así no se hace, que hay que estar preparados, que hay que saber. Pero, en realidad, ¿cuándo estamos preparados? ¿Cómo saberlo todo? Partimos y cruzando la cordillera de los Andes pasamos a Chile. Por el desierto de Atacama, el más seco del mundo, llegamos a Bolivia, donde a 4800 metros de altura festejamos el carnaval más autóctono y colorido divirtiéndonos como niños. En Perú visitamos Machu Picchu y el lago Titicaca, otra vez cruzando los Andes. El auto en la altura andaba sin ningún inconveniente, el problema con la altura lo teníamos nosotros. En Ecuador nos pasó lo mejor del viaje: quedarnos sin dinero.
–¡¿Eso fue lo mejor?! –pregunta una mujer asombrada.
–Sí. Como los pájaros aprenden a volar cuando los padres los dejan de alimentar, nosotros dejamos nuestro nido y empezamos a ver todo desde otro ángulo. A partir de Ecuador dejamos de ser esos turistas que sólo recorrían mirando desde afuera y empezamos a vivir cada lugar. Fue mágico. Al no tener dinero, la gente nos abrió mucho más sus puertas y nosotros entramos a un mundo nuevo en el que vivimos y convivimos con nuevas costumbres y tradiciones. –Vuelvo a mirar el mapa y sigo con mi relato.– En Ecuador, con mucha ayuda armamos una canoa, donde metimos el auto para bajar cuatro mil kilómetros del río Amazonas hasta Brasil. Por un mes convivimos con indígenas que además de manejar la canoa nos conseguían de comer. También nos relacionamos con otras comunidades indígenas. En muchas de ellas este auto era el primero que veían y seguramente debieron imaginar que todos los autos son como el Graham. Una vez en tierra, por la selva, nos fuimos hasta Venezuela. Visitamos uno de los parques más grandes del mundo y vimos por primera vez el Caribe. Entramos a Colombia dejando nuestros miedos a un costado y gracias a que lo hicimos conocimos a una gente bellísima y dispuesta a todo. En el puerto de Barranquilla pedimos ayuda para que nos pasen en barco a Panamá y no conseguimos una empresa, sino tres. Tuvimos que ser nosotros quienes decidiéramos quién sería el afortunado de llevar gratis al auto. Encima, el dueño de una que no elegimos nos pidió que al menos le diéramos el placer de pagarnos los pasajes aéreos –la gente al escucharme se muestra cada vez más asombrada y esto suma a otros a la charla–. Desde ahí subimos toda Centroamérica, visitando muchísimas islas y playas del Caribe. Y en Costa Rica fuimos ambulancia para llevar a nacer un bebé y...
–¿Y cómo se financiaban el viaje si se habían quedado sin dinero?
–Bueno, ahí tuvimos que poner todo el ingenio a trabajar porque muchas veces lo que funcionaba en una parte no lo hacía en otro país, y teníamos que volver a pensar en algo nuevo. Cande empezó a pintar pájaros en acuarela, cosa que nunca había hecho, y yo a enmarcarlos y venderlos, algo que tampoco había hecho en mi vida. Después artesanías, unas postales y, en Costa Rica, imprimimos nuestro primer libro, que presentamos en la Feria Internacional del Libro de Costa Rica y que resultó ser el más vendido de la exposición. De allí pasamos por Nicaragua, Honduras, El Salvador…
–¿No tenían miedo de pasar por esos países, con tantas guerras? ¿Y la gente...?
–En países como Nicaragua, El Salvador o Colombia, en los que la gente sufre mucho a causa de guerras, guerrillas o terremotos, es en donde encontramos a las personas más predispuestas a ayudar, a darlo todo. Ellas saben qué es estar mal, porque perdieron y pierden mucho, incluso seres queridos, y muchas veces necesitan de otros para poder seguir. Quien tiene todo lo que necesita, no necesita de nadie y puede que no vea esto. Pero aquellas personas sí, y a nuestro paso por sus lugares todo nos lo dieron. Seguimos viaje hacia el norte. Acá, en Guatemala, tuvimos un momento romántico –la gente ríe mientras indico el mapa–, bueno uno muy importante dentro de otros, y en Belice nos enteramos que alguien se nos quería unir a este sueño. En México “lindo y querido”, con tacos y tortillas, la panza empezó a crecer y en Carolina del Norte, con la ayuda de mucha gente, nació Pampa quien desde siempre estuvo lleno de tíos y abuelos que nos dieron mucho cariño en el momento que más lo necesitábamos. Cuando cumplió el mes de vida y la pediatra nos dio el okay, volvimos a la ruta subiendo hacia el Este de Canadá. Luego hacia Detroit, donde nació el auto, y de ahí hasta Los Ángeles recorriendo parte de la ruta 66, para una vez allí, por la costa pacífica, subir hasta llegar acá con un niño que ya camina.
–Y ¿por qué en este auto de tanta edad, tan usado?
–“Todo auto que está en la calle está usado”, leímos en un cartel que estaba en la puerta de una concesionaria de autos usados. Sólo puedo justificar algunos porqués. Primero, porque me enamoré al verlo; segundo, porque es sencillo y tercero, porque tiene estilo. Y una vez alguien me dijo: “Si vas a hacer algo, hazlo con estilo”.
–¿Y el auto nunca se les rompió?
–Sí. Gracias a Dios, sí lo hizo y también gracias a Dios jamás en un lugar donde nada pudiéramos hacer. Cada vez que se rompió fue por algo. En Puebla, México, rompimos un resorte del arranque a cuatro cuadras de un museo de autos antiguos, donde desarmaron uno que estaba en exhibición para darnos el repuesto. Luego nos hicieron una fiesta con mariachis, nos ayudaron a imprimir el libro y nos regalaron 7000 almanaques con nuestras fotos y el recorrido para vender en el camino... todo gracias a un resorte que se rompió. También nos pasó en Toronto, donde rompimos un palier y gracias a eso nos sucedieron muchas cosas maravillosas.
–Y ¿cómo hacían con los repuestos?
–Esa es una pregunta una y mil veces realizada. No te preocupes tanto por los repuestos, preocúpate más por la vida, que esa sí que no tiene repuesto. Todo en este auto se puede hacer, lo que no se puede hacer es volver marcha atrás en el tiempo y recuperar una vida que se perdió. Todos ustedes tienen recuerdos maravillosos y les puedo asegurar que los tres más importantes fueron protagonizados por ustedes mismos y un ser querido. Seguramente, si se los ponen a pensar, serán ese primer beso, la primera vez que tuvieron a su hijo en brazos, un día de pesca con su padre... Se darán cuenta de que ninguno ni nada de estos maravillosos recuerdos tiene que ver con cosas materiales. Entonces ¿por qué perdemos tanto tiempo en tratar de cuidar y tener más cosas en vez de intentar acumular hermosos recuerdos? Nosotros cuando salimos lo hicimos en busca de estos momentos, no importándonos en nada los repuestos. Si nos hubiéramos puesto a pensar en ellos, deberíamos haber traído otro auto por las dudas. Con todas las cosas que en algún momento pensábamos traer, hoy estaríamos hundidos, porque cuanto más tienes, más te hundes. Hay que andar liviano porque todo lo que necesitemos en esta vida lo encontraremos en el camino.
–Durante el viaje nos recibieron clubes de autos antiguos y mecánicos que fueron poco a poco dejando al auto casi nuevo. Nos hicieron repuestos, cromados, un nuevo motor y hasta ruedas nuevas. Dos veces tuvimos que decir que no a la tapicería y una vez, a la pintura del auto. Si no, no llegábamos más. El auto ahora está en muchísimas mejores condiciones que cuando salió de Buenos Aires. Y con nosotros pasó lo mismo: salimos de una forma y llegamos totalmente de otra, mejorando en mucho como pareja. En el auto sólo nos separaban unos veinte centímetros: o nos matábamos en el primer mes o –la miro a Cande– nos dábamos cuenta de que no hay nada más lindo que el amor, sobre todo si junto a él cumples un sueño. Si posees esas dos cosas, lo tienes todo. Entonces aprendimos que no necesitábamos más que todo lo que puede caber dentro de este auto y menos también. Cuanto menos posees, más libertad tienes. Salimos a ver un maravilloso continente y lo hicimos. Sus bellísimos lugares los llevamos en la mente, pero ante todo encontramos algo que jamás imaginamos, la mejor creación de Dios: la gente, cuyo recuerdo llevamos en el corazón. Gente que forma la verdadera humanidad y que sin importarles de qué lado de la frontera provenimos ni a qué dios rezamos, nos recibió, nos ayudó, compartió su comida, sus camas y hasta nos pidió perdón porque no nos podía dar más. Nos recibieron más de ochocientos hogares y en todos nos trataron como a sus hijos o a sus mejores amigos. Nos despedimos de ellos con el mismo dolor con el que se despide a un ser querido. Les podemos asegurar, basándonos en nuestra experiencia, que Dios no se equivocó cuando hizo al hombre, lo hizo maravilloso.
–¿De qué religión son ustedes? –pregunta una señorita al escuchar tanto agradecimiento a Dios.
–Las mismas familias que nos recibieron nos invitaron a misas y templos diversos. Y descubrimos que el mensaje que se daba era siempre el mismo que el de nuestra religión. No hay religiones malas, sino religiosos malos. Tampoco hay países malos, sino ciudadanos malos. Nunca dejen que el árbol les tape el bosque. Dios está en todo el mundo y en todos los corazones, aunque de diferentes formas e interpretaciones. Cada uno lo siente distinto, pero Dios y su mensaje son siempre los mismos. Yo, a mi padre lo llamo papá –y les señalo a mi padre que tiene a su nieto en brazos–, en cambio uno de mis hermanos lo llama tata, el otro dad y mi hermana lo llama por su nombre, Pedro. Todos lo llamamos con distinto nombre, pero aún así es el mismo padre de todos nosotros. Siento que ahora soy de cada religión.
–Gandhi una vez dijo: “Soy cristiano, hindú, musulmán…” –cita alguien aportando mucho a la charla.
–A ustedes se les hizo fácil por esos países porque son latinos... –dice uno buscando lo que nosotros llamamos excusas.
–No mires el color de mi piel. Si Dios me hubiese preguntado qué color quería, le hubiese pedido que mezclara todos los colores y me pintara de esa mezcla. Sólo mírame a los ojos y verás que mi corazón es del mismo color que el tuyo. Cuando estábamos en Latinoamérica muchos estadounidenses nos decían que en su país no seríamos tratados tan bien como allí. Sin embargo, llevamos más de quince meses entre Estados Unidos y Canadá y en este periodo sólo dormimos menos de veinte noches por nuestra cuenta, todas las demás fueron en casas de familia. Te puedo asegurar que nada tiene que ver con fronteras. Dios cuando hizo el mundo no dibujó límites, sino que algunos hombres los hicieron para dividirnos, como otros nos dividen con religiones. Un nacionalista y un fanático religioso son las herramientas más dañinas para una nación y una religión. Tanto como los celos para el amor. No busquen excusas, busquen razones para vivir y entre ellas encontrarán sus sueños. Dentro de cada uno de ustedes hay un soñador, no lo dejen de lado, denle una oportunidad. Nosotros no hicimos nada que otros no puedan hacer. Cumplimos un sueño –dejo pasar un minuto y vuelvo al mapa, lo señalo y continúo–. Ahora estamos en Anchorage, después de casi setenta mil kilómetros recorridos, muchos más de los veinte mil que planeábamos al salir de casa, y aún tenemos muchas ganas de seguir viaje hacia nuestro punto final. El mar Ártico.
–Pero no se puede llegar al mar Ártico.
Cuanto más escucho este comentario más ganas me dan de ir hasta él.
La gente empieza a pedir que le firme el libro mientras Cande forma un nuevo grupo e inicia su charla. Enseguida se escuchan las preguntas que, con voz tranquila, firme y espontánea, Cande responde:
–¿Tuvieron muchos problemas?
–Antes encontrábamos en cada solución un problema. Ahora para cada problema sabemos que hay una solución.
–¿Cómo fue tener un hijo en el camino? –pregunta una señora con un niño en brazos–. Yo no hubiera podido, porque necesito tener mi médico de cabecera, saber dónde lo voy a tener, armar el bolso para el hospital, decorar su cuarto y además ¿si se enferma?
–Yo pensé todo lo que estás pensando, desde niña siempre me imaginé que sería de esa forma, pero no sabes lo lindo que es cumplir un sueño dentro de otro sueño. La felicidad se duplica. Nuestro hijo al nacer nos encontró felices por lo que hacíamos por nuestras vidas, nos tuvo siempre a los dos con él y qué mejor ejemplo que ver a sus padres persiguiendo sus sueños, viviendo la vida. Con padres felices, hijos felices.
–¿Cuál fue el obstáculo más difícil?
–El miedo: a dejarlo todo, a empezar, a qué pasaría, a lo desconocido, al peligro…
–Y ¿cómo lo vencieron?
–Nunca los vencimos, pero tampoco nos dejamos vencer por ellos.
–¿Llevaban armas?
–Las armas fueron hechas para matar y quien las posee alguna vez sintió el deseo de usarlas, aunque sea en defensa propia. Sin armas no hay esa clase de deseos.
–Y ahora que terminaron ¿qué van a hacer?
–Vamos intentar viajar más, arriesgarnos más, vivir más el presente, tener más hijos, cruzaremos algún mar, subiremos alguna que otra montaña, buscaremos conocer más personas… En fin, nos vamos a dedicar a coleccionar momentos de vida, algunos que se darán espontáneamente y otros que habrá que salir a buscar. Vamos a cumplir más sueños.
–¿Qué otro sueño tienen?
–Vivir en un campo con montañas, criar a nuestros hijos allí, construir cabañas y recibir gente de todo el mundo para aprender de ella y escuchar los cuentos de cada lugar, historias que enriquecen el alma.
–Ustedes hicieron un gran puente entre Argentina y Alaska.
–No, sólo una huella, un puente pasaría por arriba de muchos lugares… Nosotros sólo sentimos que dejamos una huella. ¡Ojalá todos salgan y dejen la propia!
–¿¡Cuatro años para llegar a Alaska!? –dice un joven con cara de sorprendido.
–No me sorprenden los cuatro años de viaje, me sorprende que hayan pasado más de treinta años para recién empezar estos maravillosos cuatro años de vida. Al salir de casa y vivir los primeros días me di cuenta del tiempo que había perdido entre excusas y miedos.
–¿Van a escribir un próximo libro?
–Sí, va a ser un libro de vida, para inspirar a la gente a cumplir su sueño.
Escucharla a Cande contestar me inspira un enorme respeto hacia ella, los cambios que noto en ambos son enormes. Uno de los mayores es que antes de salir sentía que el mundo se me venía encima, mientras ahora siento que estoy encima del mundo.
–Cuando terminen el viaje ¿venderán el auto? Podría llegar a valer mucho… Podría ayudarlos a cumplir su… –un hombre interrumpe mi pensamiento.
–Usted es un hombre de negocios, yo soy un hombre de sueños. Poseo poco. Tengo una mujer y con ella una familia que vale más que todo el oro del mundo. Y ahora qué mayor fortuna que un sueño cumplido y que nadie me puede quitar. El auto no se vende, puede que algún día el auto con Pampa al volante vuelva a Alaska o tal vez recorra otro rincón del mundo. Sé qué puedo llegar a hacer con el auto, pero no tengo idea de qué haría con el dinero. Cuando tuve dinero, el dinero me tenía a mí. Ahora que no lo tengo, yo me tengo.
El sabio eco
–Hola, mi nombre es Dave y con un brasilero estamos por viajar hasta la Patagonia. Nos enteramos de tu viaje en el diario y quisiéramos saber si nos podrías dar algunos datos.
–Todos los que quieran –les respondo a los jóvenes que se presentan en nuestro stand.
–¿Qué se necesita para pasar las fronteras?
–Tu registro de conducir, el título del auto y el pasaporte, nada más.
–Tenemos la idea de ir en un jeep 4x4.
–Cualquier vehículo está bien. No se trata de cuán preparado esté el vehículo, sino de cuánto lo estén ustedes. Sobre el auto, la única marcación que les haría sería la misma que les aconsejo para todo: lo que lleven, que sea sencillo; nada complicado.
–¿Cuánto dinero cree que necesitemos?
–Nosotros gastamos un promedio de veinte a veinticinco dólares diarios. En algunos países, nos bastaba con diez por día, en otros, necesitábamos más de sesenta.
–¿Y ante los problemas de mecánica y las enfermedades?
–No te deseo un viaje sin problemas, sino la fuerza y la fe necesarias para superarlos. Nada malo te va a suceder porque sí, todo tendrá su razón y verás que siempre terminará siendo buena, no te encierres en el problema, busca la solución, que la habrá.
–¿Se le ocurre algo más que deberíamos saber?
–Nunca te olvides de que hagas lo que hagas, estarás representando a muchísima gente de tu lugar, serás embajador. Lleva mucha fe, ten fe ante todo. Escúchate a ti mismo, tú sabes lo que eres capaz de hacer. Confía en lo que haces y la gente te ayudará –y le voy diciendo nuestros aprendizajes a la vez que recuerdo cómo los aprendí–. No busques excusas, nunca llegues a pensar que los sueños sueños son. Sé libre. Si fracasas, puedes volver a empezar. Dale mucho valor a la gente, deja que tu niño interior vuelva a crecer –tomo aire para seguir–. No temas, porque los milagros existen y no estás solo. Pide ayuda, no podrás hacerlo todo por tu cuenta y habrá miles de personas felices de ayudarte. Recibe ayuda y ayuda a cumplir sueños. Recuerda que en este mundo no hay nadie más importante que tú, y tampoco nadie, pero absolutamente nadie, que sea menos importante que tú. –Dave se queda callado, como esperando más. Continúo.– En un viaje pasa mucho de lo que nos pasa en toda una vida, porque al estar expuesto, todo sucede mucho más rápido. La vida es un viaje y lo que aprendemos en un viaje nos sirve para toda nuestra existencia. Cada cosa que te pasará no será casual, sino causal. Pues nada está librado a la suerte, sino todo conjugado en una sincronización para que cumplas tu sueño, no hay nada que esté en contra, sino “a prueba”. Fíjate en las señales, puede que haya una gran razón para que tú y yo estemos aquí ahora. Y fíjate mucho en cada cosa que pase, porque tendrá algo para enseñarte. Sé como el barro: moldéate a todo para disfrutarlo, nunca compares…
–Parece que aprendiste mucho, suenas como un filósofo.
–No siento que esté hablando yo. Siento que lo que oyes es el eco de mis sentimientos y el eco de cientos de personas que en el camino me enseñaron todo esto que te digo. Ábrete a la gente, al mundo. Los mejores maestros, los que más me enseñaron en la vida, seguramente no saben todo lo que aprendí de ellos.
–¿Cuándo crees que sería el mejor tiempo para empezar?
–Ahora mismo. Estás preparado, no pierdas tiempo.
–¿Algo que no nos tendríamos que olvidar?
–Empezar. El secreto para cumplir un sueño es empezar. Empieza el tuyo.
–¿Sólo eso?
–Sí, porque toda fortuna que hayas almacenado en tu vida la puedes perder en un segundo. El sueño que hayas cumplido, no lo perderás jamás.
Nos pasamos los correos electrónicos y le obsequiamos un libro. Nos despedimos con un enorme abrazo y la promesa de reencontrarnos en Argentina.
–Ey... –le grito mientras se está yendo. Se da vuelta y le pregunto– ¿Te tienes fe?
–Sí –me contesta seguro.
–Entonces estás condenado al éxito.
No es momento de aflojar
Al llegar la noche caemos rendidos. Nos hemos entregado por completo en cada relato del viaje, en contestar cada pregunta. Sólo la energía maravillosa que recibimos de la gente nos permite seguir de pie tantas horas y poner todo nuestro entusiasmo durante tantos días.
En la anteúltima jornada de la feria, nos invitan a participar de una caravana de autos. Tras el largo recorrido por todo el pueblo pasamos frente al palco principal, hacemos unos trescientos metros más y el auto dice basta, como si nos avisara: “Hasta Alaska los traje, ahora basta”.
–Ey, Graham, no es momento de aflojar, menos al estar por terminar, aún tenemos que llegar al Ártico –lo reto por su flojera.
Tras intentos fallidos de arreglarlo, Dennis y Scott nos remolcan de nuevo a la feria y al día siguiente este último, que es miembro del club de autos de Alaska, se lleva el distribuidor y el carburador del Graham para ver qué se puede hacer. Dos días más tarde vuelve con las dos piezas que parecen nuevas, mas simplemente él y un amigo las han reparado.
En la misma feria conocemos gente que se ofrece para ayudarnos a intentar entrar a los campos privados de la empresa petrolera British Petroleum y así llegar al Ártico. Sin embargo, las respuestas de British Petroleum (BP) no se escuchan y los rumores que de ella nos llegan sólo son negativos.
En cambio, algunos camioneros, que supuestamente son “los malos del camino”, nos dicen que todos ellos tienen radio y que apenas nos vean yendo al norte estarán a nuestro servicio. También aparece gente dándonos contactos para ir viendo cómo regresar el auto a Argentina y, por supuesto, muchísimas invitaciones para toda Alaska y ofrecimientos de toda clase: ir a andar a caballo, en trineo, volar avionetas… Como si fuera poco nos regalan camperas, leche recién ordeñada de cabra, comida casera hecha por una señora italiana todas las noches y muchas sorpresas más.
Después de la feria despedimos a mi padre. Junto a Dennis preparamos el auto para proteger los vidrios de piedras y tapamos ese agujero en el caño de escape mientras Cande busca cosas que necesitaremos y vacía el auto para llevar lo mínimo indispensable.
En cuanto al acceso a destino, salimos sin ninguna respuesta positiva de BP y nada que nos indique que algo pueda llegar a cambiar.
Pero no partimos solos: un hombre de Texas que está en Alaska de vacaciones nos vio y decidió acompañarnos en su pequeña camioneta, que no es 4x4 ni está preparada. Felices aceptamos la compañía de Nicolás Hernández. El frío y la nieve han llegado a varias partes de Alaska y sobre todo a la parte norte, a la cual vamos.
Inteligencia animal
Con Cande nos sentimos un poco raros, realmente falta poco para terminar y ninguno quiere que así sea. Muchos nos preguntan si ya no estamos cansados y deseosos de estar en casa de una vez, y la verdad es que no. Nos encantaría estar en familia y con los amigos, pero no estamos cansados de viajar, que sería algo así como estar cansados de vivir.
Camino a Fairbanks paramos a contemplar el Denali, una montaña que se ve maravillosa e imponente bajo el sol que ilumina su nieve. Al principio del viaje, con los nervios que teníamos de empezar, pasamos cerca del Aconcagua. Ahora, al final del viaje, con los nervios que nos da terminar, pasamos por el Denali. Los dos colosos de América que saludamos.
Llegamos a Fairbanks a los dos días de viaje, nos esperan a la entrada de la ciudad casi veinte autos antiguos llenos de felices y hospitalarios personajes que aplauden nuestra llegada. Nos tienen organizado un agasajo con una riquísima barbacoa en la casa de Willy y Wilma, en donde hasta Pampa la pasa de maravillas jugando con la nieta de la pareja de acá para allá.
El dueño de casa, enterado de nuestro problema para llegar hasta el Ártico, quiere ayudarnos y se comunica con la empresa de camiones Lynden, que entra y sale de BP con productos petroleros. A alguien de la empresa se le ocurre subirnos a uno de sus camiones y llevarnos hasta el mar. Nos parece perfecto, cualquier medio es válido. Lynden se comunica con BP para pedir autorización. BP la niega.
Aunque es domingo, Willy abre su taller. Sólo arregla camiones, cobra 100 dólares la hora y el trabajo lo realiza un operario, ¡no quisiera saber cuánto me saldría tener al dueño trabajando en mi auto en fin de semana!
No es que algo se haya roto, sino que Willy quiere asegurarse de que esté todo bien. Encuentra tornillos que ajustar y lugares que engrasar y también cosas con las que ya nada se puede hacer, como por ejemplo, poner un cardán nuevo… Este mecanismo permite transmitir el movimiento de rotación a las dos ruedas del Graham, según nuestro nuevo amigo el juego que tiene es demasiado y “hasta peligroso”.
A la hora de la comida nos juntamos con su mujer y Cande en un restaurante. Nos cuentan que ellos vinieron de Montana enamorados del lugar.
–¿Les costó llegar a Alaska? –pregunta Wilma.
–Sí, un poco.
–Pues más les va a costar irse: cuando la lleguen a conocer no se querrán ir.
Lo que ella ve es parte de su lugar, lo que yo veo es parte de mi mundo. Muchos me han preguntado si estoy buscando el lugar para echar raíces, pero ¿por qué habría de hacerlo? Las plantas, prisioneras de vivir y ver siempre un mismo paisaje, las tienen. Yo tengo pies, y ahora que vi otros lugares no quiero tener raíces. No hay nada de malo en tenerlas, pero hay mucho de bueno en tener alas. Mis raíces me muestran de dónde vengo y mis alas adónde voy.
–¿Vieron animales en el camino?
–Sí, muchos osos y hasta con cría… pero sólo un alce y encima hembra. Estoy deseoso de ver alces, no sé por qué era el animal favorito de mi mamá y siempre me dieron ganas de conocerlos.
–El alce es un animal inteligente y, como es temporada de caza, ahora está donde los cazadores no pueden llegar fácilmente. A las hembras está prohibido cazarlas y parece que ellas lo saben; no huyen como el macho. Olvídense de ver alces en el camino en ésta época –sus palabras me entristecen porque estoy ávido por verlos y los busco en cada curva y en cada laguna que vemos–. Pero si no los pueden ver desde un auto, los podemos ver desde el aire donde quiera que se encuentren, síganme.
Nos subimos a su camioneta. Una vez en el aeropuerto nos lleva a su avioneta y como si fuera cosa de todos los días, arranca y despega con nosotros en busca de alces. La vista de Alaska desde el aire es bellísima. Estamos sobre una zona de muchas lagunas donde el hombre nada tocó. La naturaleza nos asombra. Sí, encontramos alces y muchos, realmente muchos, en un lugar al que llegar por tierra sería casi imposible. Como Willy nos dijo, los alces son inteligentes y saben que tienen que quedarse ahí hasta el final de la temporada de caza.
El último árbol
El lunes, sin poder dejar pasar más tiempo, volvemos al camino. Siempre firme y cerca nos sigue Nicolás. Ahora llevamos camperas y abrigos prestados para protegernos del frío, que a medida que avanzamos hacia el norte se siente mucho más.
Willy, por seguridad, instaló en la camioneta un cartel que informa nuestra lenta velocidad, una luz amarilla giratoria sobre el techo y una radio para poder comunicarnos con los camiones y con quien esté en la zona, ya que todo vehículo aquí la posee.
El pavimento deja lugar al camino de tierra y a la desolación, no se ven autos, no se ve a nadie. Según nos avisaron, en los 800 kilómetros restantes sólo habrá una estación de gasolina, unas casas y tras unos kilómetros más, Wiseman, un pequeño pueblo ya casi abandonado de buscadores de oro con cinco o seis cabañas habitadas. Eso será todo hasta Deadhorse, donde termina el camino público a sólo 6 kilómetros del mar Ártico.
Mientras esquivo piedras y pozos, pienso en los comentarios que todos nos hicieron en Fairbanks y en Anchorage sobre nuestro problema de no poder llegar al destino. “Llegaron a Alaska.” “Den su sueño por cumplido, llegaron hasta donde muchos no pudieron. Ahora, al estar por pasar el Círculo Polar Ártico, tienen que estar súper agradecidos si logran llegar a Deadhorse.” Todos comentarios que nos invitan a aflojar. Por momentos pienso que siento ganas de desistir y de convencerme de que tienen razón; ya demasiado hicimos.
Pero mi corazón me pide que siga luchando, que no me conforme, que llegue, porque si no, siempre tendré ese sinsabor de que sólo nos faltaron seis kilómetros, ¡sólo seis! Las palabras de Alexis Montilla de Venezuela vuelven a sonar en mi cabeza, como si mi corazón las encontrara para hacérmelas escuchar una y otra vez: “Hay una más, hay otra dificultad que surgirá en el camino antes de terminarlo o casi al final. No la vean como una dificultad, sino como la prueba final. No aflojen, no cometan el error de la mayoría, que afloja a último momento. No abandonen su sueño. Si pasan esa prueba, podrán decir: ‘Sueño cumplido’”. No sé cómo podremos llegar a hacerlo, pero debe de haber una forma.
En el camino paramos a sacar fotos y a filmar. Nos damos un descanso en el monumento que indica nuestra entrada al Círculo Polar Ártico. El camino, aunque de tierra y pedregullo, no ha sido problema, tampoco lo fueron los camioneros, que siempre han bajado su velocidad al pasarnos tanto por cortesía como por curiosidad.
Nicolás nos cuenta lo que escucha por la radio sobre nosotros causándonos mucha risa: “¿Alguien sabe qué hace un auto de principios de siglo por acá?” “Son Bonnie & Clyde, van al banco de Deadhorse a robar”, son algunos de los comentarios que hacen el viaje de nuestro compañero más ameno.
Después de 424 kilómetros que nos llevan todo el día, arribamos a Wiseman. Nos espera Jim, que pertenece al club de Fairbanks y es dueño de una de las cabañas que nos presta. Es de contextura fornida, varios kilos de más, y su enorme barba blanca le tapa la mitad de la cara y todo su cuello. En esta preciosa cabaña de troncos nos ofrece tanto que parece Papá Noel en el medio del Ártico, sólo le falta vestirse de rojo. Nieto de un hombre que llegó en tiempos remotos a buscar oro por estas tierras, sigue la tradición familiar, pero para poder seguir viviendo además trabaja manteniendo los caminos.
Jim está enterado de nuestro deseo de llegar al mar Ártico y nos intenta consolar, pero de nada sirven sus palabras. Nos cuenta que habló con Willy, de Fairbanks, pero que no hay ninguna noticia para nosotros. Luego se va a dormir al campamento vial, dejándonos solos en tan bello lugar.
La noche es terriblemente fría. Aun así después de comer salgo a caminar; busco saber cómo podríamos hacer para realmente cumplir nuestro sueño. No sé por qué no estoy cansado, manejé todo el día concentrando mis cinco sentidos en el camino y pensando en lo que aún sigo pensando: ¡¿cómo “miércoles” entraremos al Ártico?! ¿Cómo puede ser que una empresa sea dueña del extremo del continente, dueña de todo: del camino, del mar y de mi sueño? Para desahogarme tiro piedras al río que bordeo, en una parte en que su agua está más quieta y tranquila.
De pronto veo algo raro en ella, como si cambiara de color: de verde a azul y luego a rojizo. Además se mueve. Es como un reflejo, levanto la vista al cielo y me maravillo al ver algo fabuloso: luces de colores como nubes que no se quieren quedar quietas. Corro a la cabaña a avisarle a Cande, quien aunque está dormida sale conmigo. Nos quedamos abrazados por un rato, maravillados por lo que vemos: son las aureolas alboreales sobre las que nos han contado.
Cande vuelve a entrar al calor de las sábanas y yo aún sin encontrar el sueño me acuesto en el suelo frío, al que pido me llene de energía. Las luces alboreales continúan su danza disfrutando de la libertad de los cielos mientras yo vuelvo a mis pensamientos... Empezar fue difícil, pero pareciera que después de tres años y siete meses lo más difícil es terminar.
Como no somos nada, salvo soñadores, no podemos pasar. Y no nos niegan la entrada sólo a nosotros, sino a las miles y miles de personas que se subieron a nuestro auto desde que salimos y están esperando llegar al mar. Y a las millones más, que ansían que lleguemos porque quieren leer en el diario o escuchar por radio la noticia, es esa gente que nos viene siguiendo por medios y ahora espera la nota final. Es verdad: no estamos solos, no somos sólo una familia tras un sueño, sino millones… Millones a los que nos dicen que no, millones de sueños sin cumplir.
Tengo que llamar a los medios y decirles que no tendrán su nota final porque no va haber final. Tengo que llamarlos y decirles: “BP no quiere que el sueño de millones se cumpla, pregúntenle por qué no”.
Despierto nuevamente a Cande y a Nicolás:
–¡Creo que tengo la solución! ¡Creo que ya la tengo! Vamos a poder llegar al mar, les aseguro que vamos a llegar, somos la cabeza de millones de personas que quieren hacerlo y tenemos las herramientas para conseguirlo. Mañana llamo a Associated Press (AP) y National Public Radio (NPR), ellos están esperando nuestra comunicación apenas terminemos el viaje.
Tras contarles mi novedad, ahora son ellos quienes no pueden dormir. Yo, ya más relajado y convencido de que funcionará, me distiendo y duermo.
Somos millones
Me despierto temprano y busco la única cabina pública, la cual ruego que funcione. Y sí, lo hace. Primero telefoneo a BP, quiero intentar hablar con la persona que siempre se niega a responder mis llamados y que es la única que tiene el poder de dejarme pasar. Una vez más, sólo el contestador escucha mi pedido.
Entonces llamo a Nueva York, la diferencia horaria hace que ya sea media mañana por esos pagos. Hablo con AP y les cuento nuestro problema. Buscando la noticia me solicitan el teléfono de BP y los nombres de los responsables. Corto y telefoneo a NPR; me piden los mismos datos para armar un programa. Cuelgo sabiendo que el revuelo se ha formado. Cómo será el final, lo desconozco, pues habrá que esperar unas horas para saberlo.
Otra comunicación. Ahora con Dennis para avisarle que les di el teléfono de él a AP y a NPR para que se comuniquen por novedades y que lo estaré llamando cada dos horas para que me cuente lo que vaya pasando:
Por último llamo a Fairbanks:
–Hola... hola... –se corta la comunicación.
–Su saldo se ha agotado. Ingrese una nueva tarjeta o monedas para realizar una nueva llamada.
Escucho y no sé qué hacer. No hay dónde meter monedas ni dónde comprar una tarjeta. “¿Qué hago?”, me pregunto entre maldiciones y arrancadas de pelo.
Corro a avisarles a Cande y a Nicolás sobre mis llamados:
–Armé el revuelo y ahora no sabremos qué pasará –les digo nervioso, triste y ansioso.
–Usa mi tarjeta –me ofrece Nicolás dándome una alegría enorme que se desvanece al ver que me entrega una tarjeta de crédito.
–Es un teléfono, no un cajero automático.
–Sí, pero también se puede usar para recargar tarjetas telefónicas –me explica como algo elemental.
–Entonces vamos a probar.
Cada caminata al teléfono nos lleva más de media hora: debemos cruzar un puente de madera, un camino entre montañas, un tramo de bosque y un movido río cuyo ruido me relaja un poco. Las cabañas que pasamos están vacías, la mayoría sólo se usan en verano. Las dos o tres familias que pasan el invierno aquí han salido de cacería, que es su única forma de conseguir lo necesario para comer hasta el próximo verano.
Nicolás intenta ingresar los números de su tarjeta, pero se equivoca.
–Uy, puse mal mi clave –me dice también tras el segundo ensayo y vuelve a probar–. No sé qué hice mal ahora, pero me dice que vuelva a intentarlo
Salgo de la cabina antes de estallar, estoy hecho una pila de nervios, quiero saber qué pasa, cómo va todo, si necesitan algo de mí en Nueva York o en Anchorage o en Fairbanks. Quiero saber qué dudas hay, pero no quiero volver a entrar a esa cabina, puede que mis nervios sean contagiosos y sus dedos aprieten cualquier cosa.
–¿A qué número quieres llamar? –me grita Nicolás asomando su cabeza con cara de feliz cumpleaños tras lograr recargar la tarjeta telefónica.
Telefoneo a Dennis:
–Herman, esto es una revolución. Estoy recibiendo llamados desde todos lados, me hacen preguntas, pero no hay ninguna resolución todavía. Vuelve a llamarme en dos horas.
–¿¡Dos horas!? Dos horas en esta cabina son una eternidad...
Cuelgo y llamo a Fairbanks.
–Herman, me llamaron de BP preguntando las características del auto, puede que haya buenas noticias –me comenta Willy.
Voy a buscar a Cande para contarle las novedades. Junto a ella, nuestro acompañante y nuestro hijo salgo a caminar costeando el río. ¿Por qué será que siempre buscamos transitar por los bordes: del agua, del mar, de un acantilado...? ¿Por qué será?
Sé que hoy ya no podremos seguir viaje, que entre llamados y esperas tendremos que aguardar hasta mañana. Pero quiero saber qué pasa, así que vuelvo a la cabina telefónica. Intento llamar a Dennis, pero no atiende. Tal vez fue a buscar su correo, así que espero diez minutos más y vuelvo a telefonearlo. Nuevamente el contestador. Pruebo a Fairbanks, pero Willy no recibió ningún otro llamado ni ninguna novedad. Intento a Nueva York, pregunto por la periodista, pero no se encuentra en su escritorio… “¿Quiere dejarle algún mensaje?” Llamo a NPR, pero el cronista que me atendió ya se ha retirado. Miro la hora. Sí, en Nueva York ya es tarde.
¡Por favor, que alguien me diga qué fue lo que sucedió, en qué terminó este día! Aunque sea una noticia mala para nosotros, quiero saberlo. Llamo a BP, no sé por qué, pero lo hago. Total me va a responder el contestador.
–Se ha comunicado con el escritorio de... –la misma cinta de siempre.
–Hola, buenas tardes –grabo en el contestador para que el directivo vea que estoy presente–, mi nombre es Herman Zapp, soy el viajero que…
–Hola, pero ¿quién crees que eres? ¿Qué piensas que es Prudhoe Bay? ¿Un camping donde se puede ir a hacer un picnic? –me increpa el hombre tan buscado no muy contento.– ¿Crees que a cada uno que sale de paseo le podemos permitir entrar como si nada? He recibido llamados de AP y de NPR y ahora este asunto se ha hecho público poniéndome en una situación que no me gusta. Prudhoe Bay está considerada zona de alto riesgo de ataques terroristas, estamos a dos días de cumplir otro aniversario del 11 de septiembre y todo el país está en alerta naranja.
–Señor, buenas tardes, le puedo asegurar que si nos conociera a mi mujer, a mi hijo, a nuestro auto y a mí, se daría cuenta de que no somos terroristas. Además no somos responsables de las guerras del mundo, pero sí de un sueño, al igual que usted. Al salir de Argentina fue el sueño de dos personas, pero si ahora nos dice que no, le está negando cumplirlo a millones. También estamos dispuestos a hacer algo por BP a cambio.
–Nada necesita BP de ustedes, sino que son ustedes los que necesitan de BP.
–Sí, lo sé, pero no hace falta tanta demostración de poder hacia mí. Demuestre su poder a todos dejándonos pasar.
–¿Cómo es el auto? –pregunta más distendido.
–Es de 1928...
–¿Tiene cinturones de seguridad?
–No.
–¿Puede ir a la velocidad mínima de 60 kilómetros por hora?
–No todo el tiempo...
–El auto no cumple ni las mínimas condiciones y además para entrar tendrían que pasar un examen de manejo... ¿Podrían ir sin el auto?
–Sí, podríamos.
–Bueno, eso ayudaría un poco. Déjeme ver qué se puede hacer.
A la hora volvemos a llamar a Dennis y nos da la excelente noticia de que todo está listo para nuestra llegada al Ártico. ¡Nos esperan en Prudhoe Bay! ¡Y además ya tenemos pagadas dos noches en el hotel de Deadhorse!
Las montañas Brook
Al día siguiente salimos con las primeras luces hacia el tramo final. Lo sentimos como la recta final de una carrera. En el camino Jim nos hace señas desde la motoniveladora que maneja para que paremos.
–Los vi en CNN esta mañana, ¡vi que BP los autorizó a ingresar!
No podemos creer lo que escuchamos: nuestro permiso ya es público.
Seguimos al norte súper felices parando a ver cada oso que está al costado del camino, desde que salimos ya van cinco. Vamos paralelos a una enorme cañería que lleva petróleo crudo hasta más allá de Anchorage para ser embarcado a California y alimentar millones y millones de autos diariamente, pero ahora sólo nos importa saber si con los litros que tenemos en nuestro tanque y los de reserva podremos llegar.
Pasamos un cartel que indica el último árbol. La nieve que está cayendo tapa el camino. Copia su forma y se diferencia de la nieve caída sobre la tundra. El auto empieza a perder temperatura, así que le tapamos parte del radiador con un delantal que le hizo Pam, nuestra amiga de Albany. Estamos tan abrigados que no queda espacio libre entre Cande y yo. Pampa es una bola de ropas y gorros, apenas se ve su cara y se la ve feliz. Con cada pozo que tomamos o cada lomada que sube y baja el auto, él festeja, contagiándonos su alegría a la que ya sentimos.
Ante el parabrisas aparece una prueba más, y bien difícil: el gran paso Atigun que cruza muy empinadamente la cadena de montañas Brook. Es, como nos lo anticipó la gente, un obstáculo en nuestro camino.
Bajamos a poner las cadenas a las ruedas del auto, con guantes me es imposible hacerlo y sin ellos mis dedos poco aguantan sin congelarse. Así que engancho una parte, vuelvo a ponerme los guantes, me caliento un poco, me los saco nuevamente y pongo otra cadena. Lentamente, termino de enganchar todas.
Estamos frente a una prueba y muy nerviosos. Incluso con las cadenas continuamos patinando sobre el hielo. El hielo más el desnivel hacen que ni siquiera se pueda caminar. El auto colea de un lado a otro, las cadenas son un poco grandes, pero lentamente avanza. Pido a la cordillera permiso y ayuda para que nos deje subirla.
–¡Vamos, Graham, vamos! ¡No aflojes ahora! –lo alienta Cande a la vez que pega su cara al parabrisas como queriendo empujar.
El cielo, la montaña, el camino y nuestra ventana delantera están blancos por los copos que caen. Miramos para atrás y apenas vemos la luz amarilla giratoria de la camioneta. Busco ir por la mitad del camino para no llegar a morder el barranco. Pido más que nunca que no llegue a venir un camión de frente porque no tendríamos tiempo para hacer nada. El paso es zigzagueante y sube llevándonos de la derecha hacia la izquierda para doblar y volver a ir a la derecha.
Cuando finalmente llegamos a la parte más alta y empieza la bajada, paramos a tomar un poco de aire y refrescar nuestros sentidos. Ponemos a calentar agua en la olla del motor para más adelante tomar un café caliente.
Otra gran prueba debemos enfrentar: la bajada. Subimos al auto y volvemos a tensar nuestros sentidos en busca de la huella del camino que nos lleve al final de la montaña. Hemos subido en primera y ahora bajamos en segunda marcha.
Lentamente llegamos a la planicie de la tundra. Recuperamos velocidad y al ver menos nieve seguimos camino al norte. Cande, más tranquila, pasa a Pampa sobre su falda, en el asiento trasero hace demasiado frío, aquí adelante está más cálido gracias a la pequeña calefacción instalada en México.
Paramos para ver una enorme manada de caribúes que cruza nuestro camino y para preparar el café, pero el agua aún no llegó a calentarse lo suficiente.
Al relajarnos tras el paso de la montaña largamos contagiosos bostezos, pero aún estamos nerviosos: el camino a nuestro alrededor es totalmente desolador, no se ve nada, salvo la plana tundra. Por las dudas cada vez que paramos y nos bajamos no detenemos el motor, no sea cosa que se congele.
Luego hacemos otra larga parada para observar a unos enormes búfalos de pelo muy largo que pasan cerca del camino. Nos asombra en un lugar tan inhóspito ver tanta vida animal.
El siguiente descanso es para apreciar a un enorme oso marrón… ¿Qué estará comiendo en este lugar? Es lindísimo, su enorme piel está bellamente decorada con los copos de nieve que se le van pegando.
Deadhorse
Después de todo un día de manejo, con bocinazos festejamos al ver las primeras construcciones de Deadhorse, que al llegar nos damos cuenta que son las únicas. Como dirían: “Un pueblo de primera. Si pones segunda, te pasas”. Nadie anda en las calles, nadie vive aquí. Las personas vienen a trabajar sólo por unos días y casi siempre bajo techo.
Pasamos por edificios industriales mientras recorremos las heladas calles en busca de nuestro hotel. Nos acercamos e intento elegir el mejor lugar para estacionar. Hay uno muy cerca de la puerta de entrada. Freno, pongo mi mano sobre la palanca de cambio y lentamente, disfrutándolo, saco el cambio por última vez. Se siente tan fuerte como el primer día, cuando por primera vez puse primera y salimos.
Con Cande nos abrazamos quedando Pampa en el medio. Hace frío y todo parece helado, salvo nosotros. Nos quedamos juntos un rato más, gozando la alegría de este momento. Apenas falta un poco más, un sólo día para terminar nuestro sueño.
Salen del hotel dos personas, que al vernos gritan:
–¡Llegaron, los viajeros llegaron!
Una entra al hotel a avisar a otros y vuelve con más gente que trae el diario de hoy para que se lo firmemos. Vemos que está la nota de AP. El gran título anuncia que estamos autorizados por BP a llegar al Ártico y así finalizar nuestro sueño. Nos alegramos muchísimo por aquella gente que lo leerá enterándose que mañana será el gran día en el que todos cumpliremos el sueño.
Entramos al hotel, que no es para turistas, sino para trabajadores petroleros. Ellos se levantan de sus mesas para saludarnos. Enseguida nos sentamos a comer un enorme bife con papas fritas para después irnos al cuarto y caer totalmente rendidos.
En la noche silenciosa me despierto. No recuerdo en qué momento nos dormimos, parece que los nervios de estos últimos días nos han consumido.
–No puedo volver a dormir –me dice Cande, quien también se ha levantado.
La entiendo y en un abrazo nos quedamos.
–¿Qué piensas?
–Mucho de lo mismo que tú estás pensando. ¿Rezamos juntos?
–Dios, hoy no te rezamos para pedirte, sino para agradecerte. Creo que pocas veces lo hicimos, pero sentimos más ganas que nunca de agradecerte, por este día, por este viaje, por este niño, por este sueño que juntos estamos cumpliendo.
Una caricia al mar
Nuestro último desayuno, en nuestro último hotel, en nuestro último día, en nuestro último lugar de nuestro viaje. Todo se siente. Salgo a ver cómo está el auto.
Ayer llegamos a Deadhorse con la primera nevada del invierno y parece que la naturaleza estaba aguantando que nosotros llegáramos, festejáramos y sacáramos nuestras fotos. Ya el amanecer de hoy trajo enormes copos de nieve que desde el cielo caen cubriendo poco a poco a nuestro compañero de viaje.
Con Cande vemos estos copos como papelitos que se tiran cuando se recibe a un triunfador en una cancha o en la calle, papelitos que en forma de copos de nieve festejan la alegría de llegar a la meta. Vemos el Graham a través de la ventana de la recepción del hotel. Afuera hace mucho frío, los demás autos están con un enchufe eléctrico que mantiene caliente sus motores, pero no él, porque no tiene dónde enchufar eso y tampoco lo necesita. Nuestro viejo compañero aún está caliente, su motor palpita, está tan feliz que, como nosotros, anoche no pudo dormir por recordar todo el camino recorrido para llegar hasta acá.
La nieve lo cubre por todos lados, pero no llega a tapar sus banderas, símbolos de cada país que pasó y que por su colorido parecen sus medallas. En cuatro años fusionamos dos extremos que ya no parecen tales: ahora se ven como algo unido que nunca quisiéramos separar.
Se me acerca un señor por detrás, mientras seguimos mirando al auto por la ventana, y me dice:
–Esto que hicieron sólo ustedes pueden hacerlo.
–No, ni siquiera nosotros podemos solos. Pudimos porque nos acompañaron y ayudaron. Cualquiera que se abre a la gente cuenta con apoyo humano, y puede llegar a cualquier lugar o realizar cualquier imposible. No fuimos los primeros en hacer algo así y gracias a Dios tampoco seremos los últimos.
Sentir, sentirse
11 de septiembre de 2003. Son las tres de la tarde, el viento sopla frío y el sol ilumina un terreno plano de tundra. Hoy es el gran día. El cuenta kilómetros marca un poco más de 70.000 kilómetros recorridos, el almanaque cuenta tres años, siete meses y diecisiete días de viaje: una gran diferencia con los 30.000 kilómetros y los seis meses planeados al comienzo.
Pero no hay planes cuando se aprende que vivir el día con sus sorpresas es vivir. La vida dura mientras el corazón late, pero el vivir es un montón de maravillosos momentos.
El mismo hombre que en la feria de Alaska nos dijo que ojalá no fuera él quien nos tuviera que negar el acceso a BP nos espera en la puerta de Prudhoe Bay. Se ha ofrecido voluntariamente a buscarnos y llevarnos hasta el mar. Entramos a su pick up.
Divisamos el mar unos metros antes de alcanzarlo. Nos bajamos de la pick up felices. Saltamos y cantamos. Nos brotan lágrimas, alzamos los brazos, a Pampa, nos abrazamos fuerte. No podemos creerlo: logramos el sueño, el gran sueño de nuestra vida.
–¿Qué sienten ahora que terminaron el viaje? –nos pregunta el hombre de seguridad.
¡Qué dura suena esa pregunta!, ¡qué fea suena la palabra “terminar”! No, no queremos que se termine, no deseamos finalizar tan maravilloso viaje. No queremos dejar de conocer nuevos amigos en nuevos lugares. No queremos dejar de empezar de nuevo cada día, amanecer en otro lugar y ver cómo hacer para seguir. Empezar otro camino, conseguir algunos pesos, aprender algo nuevo, algo distinto, hablar con el personaje del día, conseguir un lugar para dormir, para volver a amanecer en otro lugar y volver a empezar. No, no queremos que se termine…
Pero este hombre tiene razón, el camino se terminó aquí, aquí frente a nosotros desde donde sólo vemos el mar. El horizonte ya no es ese camino que siempre se dibujaba en nuestro parabrisas como película de suspenso: sin saber qué pasaría, sin saber cuál sería la próxima sorpresa. No, el camino no sigue.
El único que vemos está detrás de nosotros colmado de recuerdos maravillosos, de personajes increíbles que de pronto están aquí, en este mismo lugar acompañándonos.
¿Por qué? Porque en el momento en que los conocimos abrieron la puerta, se subieron al auto y nos hicieron compañía. Por eso es que están aquí, los vemos disfrutando, sonriendo, festejando, saltando. Está Carlitos, aquel peluquero que dejó a su cliente en la mitad de un corte porque nos vio parar en su negocio. Está Julio, aquel mecánico de piel carbón y de sonrisa blanca y pura que arregló el auto como quien arregla el carro más importante del mundo. Está Eduardo, aquel artesano que todo secreto sobre su trabajo nos quiso enseñar. Está Agnes, quien nos mimó como quien mima a su hijo. Están Francisco, Hortensia, Mario, Alonso, Juanita, David, Doug, Mike… Tú, también él y ella… Todos están aquí.
–Y ¿qué se siente terminar? –vuelve a preguntar el hombre que aún no recibió repuesta.
–Terminar se siente volver a empezar. Se siente que terminamos un sueño, pero que aquí mismo otro comienza. Se siente el alma con vida, llena de historias. Se siente la felicidad de un sueño logrado, de un sueño que parecía imposible, pero que hoy no lo es. Se siente que lo mejor que hicimos en este viaje fue empezar y se siente que volvemos a casa
¡Qué raro nos suena esto: “volver a casa”! ¿Será porque nunca nos sentimos extraños y siempre nos hicieron sentir como que ya estábamos en casa?
Sentimos que alguien nos atrapa la mano, es Pampa. Ya tiene quince meses y junta piedras como quien reúne un tesoro. Nos las da para que las veamos, para que las disfrutemos como él las disfruta, y nosotros las guardamos en los bolsillos como el souvenir más preciado del viaje.
Las palabras me empiezan a brotar y recito: “Pampa, hijo, durante años, durante mi vida, me llené los bolsillos de tesoros y fortunas. Todo ahora te lo quiero dar a vos. En el derecho, guardé arena, aún mojada por el mar, con espumas y caracoles. En el izquierdo, guardé silencios de montañas y desiertos donde pude escuchar paz. En el de atrás, guardé agua, tierra y aire, y no los mezclé para sentir frescura, calidez y perfumes. En el otro, guardé rayos de sol, estrellas y nubes, porque me dieron calor, amor y compañía. No pude juntar monedas: eran pesadas y ruidosas, y no me traían ningún recuerdo. Tengo otro bolsillo y es secreto. Ahí guardé una carta, un beso y una flor, pero estos no te los doy, son de mi amor, son de Cande y están en mi corazón”.
Nos mojamos las manos en el agua fría del Ártico, nos sentamos en el pedregullo y nos quedamos en silencio, silencio que todo lo dice. Vuelvo a mojar mi dedo en el mar y disfruto tomando algunas gotas. Cande, quien recién se entera de mi costumbre, humedece también su dedo y el de Pampa y ambos se los llevan a la boca. Somos parte de este lugar. Nos sentimos parte de toda América.