Canadá

En equilibrio

Los caminos que nos acercan a Canadá son bellísimos, son todos pequeños, hasta de tierra. Por muchos pueblitos que pasamos el camino es casi su única calle, comemos en pequeños restaurantes atendidos por los dueños, y cargamos gasolina en estaciones que no se modernizan desde hace décadas. Las sorpresas son muchas, una vez al terminar de comer y pedir nuestra cuenta nos dicen que ya pagó la gente que se fue de la mesa de al lado, y ese mismo gesto se vuelve a repetir en otro restaurante, o que el dueño no quiere saber nada de cobrarnos.

La frontera con Canadá parece un simple control de tránsito: es una sola cabina, ante la cual nos detenemos. Permaneciendo sentados dentro del auto mostramos los documentos con la costosa visa otorgada. Sin ninguna pregunta ni chequeo, pasamos.

Cuando estamos haciendo los primeros kilómetros, Cande comenta:

–Herman, ¿te diste cuenta que Canadá es el primer país en el viaje del cual nadie nos habló mal?

El cambio tras la frontera es enorme, por su arquitectura, pero principalmente porque estamos en el lado franco de Canadá y nos cuesta entender el idioma francés. A nuestro rescate viene Gilles, una persona que se desvive por darnos la mejor atención y trato, nos escolta hasta su casa en Montreal.

Con él y sus amigos recorremos la muy bella ciudad en una caravana de autos antiguos, hasta llegar a una pequeña plaza empedrada, con una fuente en su centro y frente a una pequeña iglesia. Mientras oímos una dulce música de arpa, nos cuentan que éste es el casco histórico y que acá es donde empezó Montreal, a nuestro alrededor todos los edificios son antiquísimos, de piedra y ladrillos.

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A esta zona está prohibido ingresar con vehículos, pero nuestros anfitriones no hicieron caso porque no consideran a sus autos “vehículos”, sino joyas, y todos los turistas parecen compartir esa opinión. Estratégicamente Gilles y sus amigos nos han hecho estacionar frente a la puerta de la iglesia, por donde entran y salen muchísimos grupos de visitantes a los que les contamos nuestra historia y les vendemos libros. Son tantos que no nos dan tiempo a disfrutar el lugar, así que en el primer minuto que tenemos libre nos escapamos para recorrer las empedradas calles del lugar: sabemos que vender libros podemos hacerlo en cualquier momento y en cualquier lugar, pero disfrutar de estar acá sólo es posible hoy. Todo es embellecido aún más por la melodía del arpa. Poco a poco nos acercamos al músico. Antes no prestaba atención a los artistas, menos a los que estaban en la calle buscando monedas, pero he cambiado tanto que ahora los admiro. Ahora sé qué es el arte y el estar en la calle: Francisco, el pintor de Colombia, los artesanos que conocimos en el camino, el escritor de Laredo y muchos músicos me mostraron que su trabajo es maravilloso, que desarrolla al humano, que lo realza.

Para muchos el hombre del arpa será alguien que trata de ganar unas monedas, pero para algunos pocos, como Cande y yo, es una flor humana en un desierto civilizado. Ya estamos tan sólo a un metro del músico y en vez de una moneda, un libro le dejamos en su sombrero. Cuando termina de tocar nos agradece el regalo y nos pregunta si tenemos ejemplares en español.

–¿Eres chileno? –le consultamos por la tonada.

–Ahí nací y me crié, pero crecí y me desarrollé en el mundo, de cada lado por el que pasé algo me llevé, algo que me formó haciéndome ciudadano del mundo... –saca un disco compacto y lo empieza a firmar–. ¿Ustedes son argentinos?

–Argentinos, latinos, americanos, terrícolas –le respondo generando una sonrisa cómplice.

–¿Vives o sobrevives? –me pregunta retóricamente a la vez que nos da su CD–. ¿Bien o acostumbrado? ¿Agradecido o conformista? ¿Con esperanza o sin ella? ¿Planificando o improvisando? ¿Con rutinas o sobre la marcha? ¿Amas o convives? ¿Sueñas o qué? –es su último interrogante antes de declamar lo siguiente–: No sobrevivas porque igual vas a morir, vive porque vas a morir. No te acostumbres, todo cambia y tú puedes cambiar para bien. Agradece todos tus logros y lo que tienes, pero nunca llegues a ser un conformista. Siempre con fe, porque sin ella ni para ti hay esperanza. Planifica y una vez dentro de tu plan, improvisa. Rompe con las rutinas, te destruyen, te cierran; haz un cambio y avanza. Nunca dejes de amar, cultiva día a día el amor, sin pensar por qué vives con ella o con él. ¿Sueñas o qué? Si no vas por tu sueño ¿para qué haces lo que haces? Vive porque estás vivo, para eso, para soñar.

Momentos

En la bellísima ciudad de Québec nos esperan, avisados por Gilles, el Club de Autos Antiguos, la televisión y una pareja fabulosa que nos hospeda en su casa. Ella es mexicana y de Puebla.

–Puebla es un recuerdo maravilloso –le comenta Cande.

–Mi hermano vive allí, él es periodista.

–¿De qué medio?

–Del diario Síntesis.

–¡¿Síntesis?! Nos hicieron una nota para ese diario.

–¿Habrá sido mi hermano? Él se llama Mariano Morales.

Cande se fija en su carpeta y lo es. A miles de miles de kilómetros nos encontramos sin querer con la hermana. El mundo es chico y hay que portarse bien.

Participamos en una reunión de autos a la que asiste mucha gente de la ciudad. Una persona me comenta algo en francés, otra me traduce:

–Yo colecciono monedas de todos los países, ¿tienes alguna de Argentina? –mientras le doy las dos últimas monedas que encuentro, me pregunta– ¿Tú qué coleccionas?

–Momentos de vida.

–Ah, y ¿no coleccionas autos antiguos?

–No, el auto vino con nosotros porque él colecciona kilómetros y sabía que con nosotros reuniría unos cuantos.

–¿Y qué momentos tienes coleccionados? –me pregunta curioso.

–Tengo muchos, y ninguno es repetido. No fueron comprados ni puedo venderlos, en cambio sí algunos de ellos fueron buscados y otros encontrados. Tengo momentos especiales y también difíciles.

–¿Por ejemplo?

–Especiales, por ejemplo, mi mamá curando mi rodilla, soplándola y poniéndole una curita. Mi primer beso. También poseo momentos compartidos con alguna película, tales como Carpe Diem o Il Postino, y con libros, como El Principito. Otros son momentos con amigos, con la naturaleza, de charlas. Y momentos de amor, como una tarde en el parque abrazados con Cande. Otro maravilloso es aquel que me recuerda cuando se abrió la puerta de la iglesia y la mujer más linda y maravillosa del mundo entró a mi encuentro para casarnos. Uno más reciente es la primera sonrisa de mi hijo, cuando en mis brazos nos miramos.

–¿Y feos?

–Cuando mamá estaba en un frío cajón, siendo la última vez que la veía.

–¿Y para qué guardas recuerdos tan feos?

–Para disfrutar más de los lindos.

El caminante

Después de unos cuantos días recorriendo Québec seguimos camino. Camino que para muchos es equivocado porque estamos yendo hacia el Atlántico cuando Alaska está hacia el Pacífico. Pero para nosotros sigue siendo la ruta hacia Alaska, solo que ésta da una vuelta más larga y nos permite disfrutar de más lugares, nuevos mundos y personajes.

Yendo por la provincia de New Brunswick, transitamos por un valle rodeado de campos verdes y tras ellos, montañas tapadas con árboles de colores, llenos de hojas rojas, bordeaux y amarillas.

Un fuerte viento, que silba al entrar en el auto por las rendijas, nos juega a favor. Sin embargo divisamos en el solitario camino una mancha a la que la misma corriente le juega en contra. Desaceleramos y ponemos toda nuestra atención en ella: es un hombre que viene caminando con un gran palo como único compañero. Su capa inflada por el viento le otorga un mayor tamaño, su cara fruncida y su barba asustan. El hombre nos alcanza, nos sonríe y se presenta como Moesch, un canadiense que está caminando desde su casa de Toronto hasta New Foundland ida y vuelta recorriendo 6.000 kilómetros. Le pregunto el porqué de su hazaña, mientras Cande le da jugo de manzana:

–Porque estoy más vivo que nunca. Un día me desperté después de soñarme caminando y llamé a mi madre para contarle, ella me dijo: “Hijo, ve y camina, camina hacia el Este, hasta el mar”. ¿Para qué habría de caminar?: ¿para encontrar algo? ¿algo como qué?, ¿acaso una novia? La verdad es que no tengo idea, pero igual armé mi bolso, cargué la guitarra y unos muy pocos pesos. No entendía qué estaba haciendo, pero salí y hacia el Este encaré. Al principio buscaba el motivo en cada persona y lugar. Veía cosas distintas que nunca había visto, pero no sentía que fueran el motivo de mi peregrinación. Cuando llegué al mar, me senté frente a él y le pregunté: “¿Para qué caminé desde Toronto hasta ti?”. La única repuesta que me dio fue su rítmica campanada de olas, así que callé y me quedé sentado sobre la arena esperando alguna respuesta. Una ola me trajo un palo, me levanté, lo alcé y me imaginé de dónde vendría. Seguramente de muy lejos, ya que árboles no había por allí. Noté que teníamos algo en común: ambos éramos viajeros y nuestro punto de encuentro era una solitaria playa. Alcé mi vista, observé el lugar y lo único que vi fueron mis huellas, que venían desde el lejano oeste. En ellas advertí, al final del camino, lo que venía buscando desde el principio. Al ver esas huellas, mis huellas, que seguí desde donde mi vista alcanzaba hasta que me llevaron a ver mis pies, me vi a mí mismo, lo que había hecho y todo lo que podría hacer si hice esto. Vi a alguien muy importante y esa persona importantísima era yo que no sabía que siempre lo fui, lo soy y que siempre lo seré. Siempre había creído que otros lo podrían ser, pero ¿yo? –el viento sopla aún más fuerte, mas no es capaz de distraer nuestra atención ni de hacer que él pare de contar–. Salí a perderme en el camino, y el camino terminó encontrándome. Ahora sé quién soy y qué puedo lograr. Sé que soy capaz de alcanzar cosas increíbles. Estoy de regreso, aún falta muchísimo para llegar a casa, pero al menos ya no me siento un extraño en este mundo ni en este cuerpo. ¿Y ustedes por qué viajan? –pregunta al terminar su maravilloso cuento.

–Para conocer gente en el camino... como tú.

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Amor chiquitito

Por la noche paramos en un pequeño pueblo, en el hotel Cuatro Estaciones, que está frente a un lindo lago. Es el primer hotel en mucho tiempo. Preguntamos los precios pidiendo la habitación más económica, volvemos al auto a buscar nuestras cosas y al regresar al edificio vemos a los dueños del lugar hablando con sus hijos.

–¿Ustedes son los que están viajando desde Argentina, los que salieron en la televisión? –nos preguntan.

Nos tratan como a estrellas de la televisión, nos dan gratuitamente la mejor habitación y mientras nos preparan una cena llaman al intendente y a personalidades del pequeño pueblo que nos traen regalos de bienvenida. La hija del dueño me corta el pelo para atender a la prensa y el hijo promete llevarnos mañana a recorrer el lago y la montaña.

Cuando nos disponemos a descansar como reyes, le armo la cuna a Pampa con el cajón de la cómoda a la vez que miro a Cande darle el pecho a nuestro hijo mientras escribe. ¿Qué escribirá? Me duermo tranquilo.

“Pampa, amor chiquitito, hoy nos sentamos juntos los dos y frente al espejo te miro despacito, observo cómo poco a poco en mis brazos te duermes. Miro cada centímetro de tu suave pielcita, ¡cómo creciste en tan sólo tres meses! Tu mano en mi pecho se duerme y mi corazón la toma. El arpa dulce toca sus notas por detrás y, como si supiera la felicidad que nos une, mantiene su dulzura. Ya has comido, pero en mis brazos te dejo, aunque dormido estés; disfruto con sólo mirarte. Amor chiquitito, que cada día me sorprendes, cómo te quiero, cómo te adoro sólo yo lo sé. Amor chiquitito, compañero de mis sueños, te sigo y me sigues. La vida vivimos recorriendo caminos de sorpresas. Nos llenamos el alma, de besos y alegrías. Ahora, alguien que completa nuestro amor, también se duerme en paz al observarnos. El arpa sigue bailando, mis dos amores se durmieron y mirándolos cerraría mis ojos. Dulces sueños tendré, espero ansiosa tu despertar. Una sonrisa te dedicaré, con mis brazos te rodearé. Pampa, amor chiquitito.

Te quiero.

Tu mamá”

Historias de hermanos

Queríamos llegar a la isla Prince Edward antes de que anocheciera, pero el óxido del tanque tapa los filtros de gasolina y me obliga a parar y limpiarlos. Cuesta avanzar. Ya ha caído la noche, hace frío y está lloviendo.

Pasamos por una casa de campo; la luz del galpón está encendida y la puerta abierta. Retrocedemos y entro a preguntar. Me encuentro con un hombre de unos sesenta años que está sentado arreglando sus trampas de pesca. Le cuento de mi problema con el auto, pero aunque se lo señale sólo logra ver las luces en la noche. Le pregunto si nos podría hospedar por esta noche.

–Claro que sí, hijo –me responde mientras deja las redes a un costado. Me encantó cómo me lo dijo. Nos lleva hasta la casa y al entrar le pide a la señora:

–Querida, pon dos platos más en la mesa, tenemos compañía.

La mujer, sin poner cara de sorprendida, nos extiende su mano presentándose. El hombre es pescador de langostas e inmediatamente nos cocinan pequeñas y exquisitas colas de langostas. Mientras las comemos, el señor cuenta su historia:

–Nací en Inglaterra, durante la crisis del treinta, tiempos muy difíciles en los que no había mucho para comer. El gobierno inglés nos separó, involuntariamente, a mi hermano y a mí de mis padres como a muchos otros niños de sus familias. Nos desterraron poniéndonos en barcos hacia Canadá. Aquí nos regalaban a familias que necesitaban ayuda en el campo o en trabajos domésticos. Los más afortunados fueron recibidos como hijos adoptivos, pero muchos sólo como mano de obra. Mi hermano mayor fue a otra familia no muy cercana a la mía, pero aunque después recibiera su castigo siempre se las ingeniaba para venir a verme. Ya de grande dejó esa familia y se mudó mucho más cerca, me ayudaba en todo y se portaba como el mejor hermano mayor. El día de mi casamiento lo elegí como mi padrino y durante la fiesta me dijo algo que jamás me había imaginado escuchar de él: “Ahora tú tienes a quien cuidar y quien te cuide”. Se despidió y nunca más lo volví a ver, algunos me contaron que volvió a Inglaterra, otros que se enroló en el ejército.

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Retorno a Estados Unidos

La piedra del camino

Después de estar dos días en la isla de Prince Edward, cruzamos en un ferry a la provincia de Nova Scotia. Desde allí volvemos a Estados Unidos en un crucero que disfrutamos muchísimo.

A medida que avanzamos seguimos recibiendo invitaciones de Bill, presidente del AACA, para participar en Hershey, la exposición más grande de autos antiguos del mundo. Incluso nos ha mandado un libro sobre todos los miembros del club con sus direcciones y teléfonos, por si necesitamos algo, y una placa del club para poner en el frente del auto junto a las de los otros clubes.

Aceptar participar de la reunión significa volver mucho para atrás, casi hasta Washington DC, lo que insumiría mucho tiempo, que en este momento, cercano al invierno, vale oro. Pero no sólo insiste Bill, sino también varios amigos que nos recibieron, que piensan asistir a Hershey y que desean volver a vernos y conocer a Pampa.

Quienes acaban por convencernos son Dave y Agnes Wiltsey, en cuya casa de Halfmoon nos hospedamos antes de irnos a Canadá. Ellos hace como treinta años que van a Hershey, nunca se pierden una sola reunión y siempre alquilan tres espacios en los que venden sus repuestos usados de Chevrolet. Nos dicen que si nosotros fuéramos a la reunión, este año no venderán nada, sino que llevarán un motorhome, alquilarán un baño, armarán una gran carpa y harán un gran cartel donde pondrán: “Viajando desde Argentina hasta Alaska”. Todo para nosotros, ¿cómo decir que no? ¿Además cómo negarnos si desde que los dejamos a nuestro paso por allí han estado junto a otros amigos armándonos más libros? Sí, ellos se han juntado casi todas las noches y hoja por hoja han compaginado una nueva edición. Así que, sin cambiar el destino a Alaska, tomamos un gran desvío y nos vamos a Hershey, Pensilvania, para participar de la exhibición que dura casi una semana.

Entre miles y miles de puestos de venta de repuestos, accesorios y autos, estacionamos el Graham bajo la carpa junto con nuestros libros recién hechos. Agnes, que como muy buena abuela ha conseguido todo lo que un niño necesita, incluso un corralito, se encarga de Pampa mientras Dave charla con mucha de la gente y nos ayuda a vender los libros. Solos, por la cantidad de público que hay, no podríamos atender.

Además de vender nuestro libro exitosamente, con alegría nos reencontramos con muchas personas que conocimos en el camino. Por las noches, junto a ellas, sus amigos, los de Dave y Agnes, y quienes vuelven después de leer el libro nos juntamos en el motorhome hasta muy tarde, haciendo que cada noche se forme una peña.

Una noche mientras todos dormimos en el motorhome me despierto con muchas ganas de orinar. Tendría que levantarme, al hacerlo movería todo y haría ruido, y además hace mucho frío. O sea que ir al baño móvil significa despertar a alguien. Mis ganas son enormes y no me queda otra que hacerlo, cuando me empiezo a mover encuentro la botella plástica donde me traje agua para beber, la vacío tomándome toda el agua y disimuladamente la lleno con mi pis que a la mañana, antes que la vean, voy a tirar.

Al levantarme salgo a tomar mi café que Agnes ya nos tiene preparados y aunque está oscuro y aún no son las siete de la mañana, ya hay gente dando vueltas y preguntando por el viaje, así que me pongo a charlar con ellos. Mientras estoy contestando preguntas, Cande me llama desde la cama.

–¿¡Qué es esto!? -y me muestra la botellita que olvidé tirar.

–Este... yo... tenía ganas...

–Dime que no es pis porque te mato.....

–Bueno, yo no me aguantaba...

–¡¡¡Te voy a matar, me desperté con sed... y me tomé un trago largo!!! ¡¡¡Creí que era jugo por el color!!! ¡¡¡y sentí un gusto raro que no pude escupir!!! Y ahora siento un asco tremendo... ¡¡No me digas que me tomé tu pis!! –Me fui lo más rápido que pude antes de que me tire la botella por la cabeza.

Es viernes y acompaño a Dave, que es como nuestro manager y que se asegura de que todo esté bien para nosotros, a escuchar una charla. Dave se ha encargado de conversar con Bill para arreglar nuestra presentación mañana, junto a los maravillosos autos que llegan de todo el país.

–¿Qué necesitaremos para entrar? –le pregunto a Bill.

–Ustedes vayan que los van a recibir –nos asegura.

–Y ¿dónde ponemos el auto?

–Ellos los van a acomodar...

Al día siguiente vamos con el auto a la presentación. Dave avisa a los de la entrada que estamos invitados por Bill, y nos dejan pasar. Luego nos acomodan un poco alejados del resto de los autos. Lugar hay de sobra, pues estuvo lloviendo desde que empezó la feria y, aunque hoy es un día muy lindo, habían anunciado chaparrones y muchos no vinieron. Los autos que están presentes se encuentran en una condición excelente y compiten por ser elegidos como el mejor auto del año. A los jueces les será muy difícil decidir el ganador.

Muchos de los dueños de los autos y gran cantidad de público nos hacen preguntas, y al enterarse de que tenemos el libro del viaje empiezan a comprarlo como pan caliente. Es intenso el entusiasmo y la energía que nos rodea, la gente está tan contenta que nos da abrazos, palmadas y hurras porque estamos haciendo algo que a ellos les encantaría realizar.

–¡¿De quién es este auto?! –repentinamente pregunta una señora en tono imperativo que está junto a otro hombre con quien se encargan de la organización del show.

–Nuestro.

–¡Tienen que moverlo inmediatamente de aquí! –a la vez que levanta su mano señalando la salida.

–¡¿Cómo?! ¡¿Por qué?! –preguntamos nosotros y los visitantes al unísono.

–No tienen permiso, ¡así que lo sacan!

–Estamos invitados por Bill.

–Bill, ¿cómo Bill? Él no tiene nada que ver con esto, ¡saquen este auto ya! –nos lo dice en un tono que a nadie le gustaría escuchar.

–Ellos son lo mejor de Hershey y lo mejor en años, no merecen este trato –dice uno de los presentes.

–Apenas llegue a casa voy a dar de baja mi membresía. Le debería dar vergüenza... –la alerta otro que se le acerca hasta sus narices. Los abucheos no tardan en hacerse escuchar.

–Los vamos a sacar de acá para ponerlos en un mejor lugar –interviene el hombre que está con la señora para salvar la situación.

Siento que no tengo que irme, estoy invitado y todos están contentos con nuestra presencia, pero para evitar problemas los seguimos con el auto y realmente nos llevan a un mejor lugar: detrás de unos puestos de ventas de comidas y souvenirs, sobre una explanada a un costado de un estadio, lejos de los demás autos. Se retiran y nos dejan con toda la gente que nos ha acompañado hasta aquí para buscar su libro.

Cande, ante el llamado de Pampa, se mete dentro del auto a darle el pecho. Yo, para no molestarla, saco los libros afuera y los pongo sobre el estribo, desde donde los voy entregando a una casi ya multitud súper entusiasmada.

De repente llegan seis hombres uniformados con ropa de seguridad. El que viene adelante me dice en la cara que me vaya, a lo que le contesto que tengo permiso de estar acá. Él agarra mis libros y los tira adentro del auto, sin importarle que Cande esté allí dándole de comer a nuestro bebé. También a ella le dice: “¡Mis órdenes son sacarlos de acá!”. Los otros guardias tratan de alejar a la gente moviéndola hacia fuera. Yo sigo diciendo que nos trajeron hasta acá dándonos permiso a la vez que otros, que fueron testigos, intentan aclarar la situación.

–Los mismos que los trajeron me dieron la orden de sacarlos... –confiesa el guardia sintiéndose acorralado.

No lo puedo creer, primero nos invita un alto directivo, pero parece que sin tener derechos. Luego, los organizadores nos cambian de lugar y se van para mandarnos al rato a la seguridad, como si fuéramos bandidos.

–Si no mueven el auto, llamo a la policía y a una grúa. Están en propiedad privada –insiste el hombre a gritos mientras me da un empujón aunque muchos le gritan que no lo haga.

Miro a Cande y a la gente, me siento muy mal. Todos estábamos haciendo algo bueno, pero dos personas, tan sólo dos que nada saben de sueños aunque se los pongan frente a sus narices, mandaron a estos seis guardias para echarnos y encima dispuestos a usar la fuerza. Puedo irme o quedarme para demostrar quiénes son los malos. Escucho que por los altavoces llaman a Bill, así que me quedo: si él apareciera, todo se solucionaría. Pero esperamos en vano.

Por su parte, el vigilante sigue gritando. Tanto, que ofuscado uso mi derecho a estar en strike, es decir, de paro: tomo un cartón blanco que Cande usa para pintar y en él escribo:

“Estamos cumpliendo un sueño, sólo eso. Y de acá, nos echan a patadas”. Visitantes que no saben qué está pasando leen mi cartel y preguntan qué pasa: los testigos y yo les contamos a la vez que el vigilante llama a la policía y a más guardias. Incluso intenta agarrarme y sacarme el cartel, por lo que me subo al techo del auto para desde aquí seguir mostrando mi pancarta. “¡Que no los echen!”, “¡Quédense, estamos con ustedes!”, grita la gente. Alguna se acerca a Cande para decirle que siente una vergüenza enorme por lo que nos están haciendo.

–Cumplo órdenes –acota el guardia como si eso fuera una excusa, como si eso justificara su mal trato.

Entre los custodios hay una chica a la que se la nota muy dolorida por lo que está haciendo. Me mira a los ojos como pidiéndome perdón. Ya hemos pasado media hora de este horrible momento, los treinta peores minutos de nuestro viaje, ¿para qué seguirlo?

Me meto dentro del auto, arranco y nos vamos derrotados, destruidos... Nunca habíamos sido tan maltratados. Dejamos la zona de autos y nos volvemos a meter en la de venta de repuestos, de donde ya muchos se fueron por el mal tiempo que se avecinó. Esto nos permite, con comodidad, elegir un espacio muy cercano al show de autos.

La gente que nos ve desde allí se acerca y algunos que saben lo que nos está sucediendo piden disculpas. No sabemos qué decir, tenemos tal nudo en nuestros estómagos y tanta bronca a punto estallar que preferimos no comentar nada hasta saber por qué nos pasó esto.

A la mañana, dejamos Hershey habiendo sido maltratados por dos personas, pero con invitaciones a cientos de hogares, tantas que será imposible que cumplamos con todas. Además tenemos una nueva familia y amigos: los de Dave y Agnes. Nos entristece despedirnos de ellos, pero antes de partir, Dave abrazando a su mujer nos alienta con una maravillosa amenaza: “No se van a deshacer tan fácilmente de nosotros, nos vamos a volver a ver”.

Con esta imagen, acelero rumbo al norte, queremos llegar a Canadá, conocer su capital y la ciudad de Toronto. Luego visitar las cataratas del Niágara, volver a entrar a Estados Unidos y, para escapar del invierno, tomar la ruta 66 al sur hasta California, para después, por la costa pacífica, subir a Alaska.

Qué hacemos, quiénes somos

Antes de dejar Halfmoon NY, pasamos por un diario donde tenemos cita con una periodista que nos hace una nota. La reportera se encuentra ante una noticia que está fuera del contexto de sus notas típicas. Seguramente sabría qué preguntar si la hubieran enviado a cubrir un accidente, un robo o a entrevistar un político. Pero ¿cómo cubrir un sueño? Así comienza:

–¿Cómo es un día de ustedes?

–No sabemos cómo contarlo, porque no tenemos más esa vida rutinaria en la que los días estaban preestablecidos y se diferenciaban del anterior tal sólo por la fecha. Hoy, un día es totalmente impredecible.

–Lo común es que ningún día sea común –acota Cande.

–¿A veces duermen en el auto?

–Sí, y nos despertamos temprano según si está nublado o soleado. La lona que cubre el auto absorbe todo el sol y actúa como una manta térmica, es decir, que levanta la temperatura del auto hasta convertirlo en un horno.

–¿A qué hora suelen salir?

–Eso depende más de los dueños de casa que de nosotros. A veces nos arman un montón de planes. Incluso nos han llegado a organizar una semana completa.

–Pero cuando salen ¿qué hacen?

–A pesar de que nuestros anfitriones quieran dirigir por dónde seguir, el camino siempre lo definimos nosotros el mismo día que partimos.–¿Y qué hacen mientras están en la ruta?

–Ese es nuestro momento. Único, maravilloso e inexplicable. Quien siente la libertad del camino nos entiende. Ese es nuestro tiempo para conversar. Es cuando estamos solos y recordamos lo que hicimos, lo que sentimos, lo mágico e increíble de la gente que nos recibe, de las sorpresas de cada día. Es el momento de ideas sobre lo que podríamos hacer y adónde podríamos llegar. Herman maneja y yo anoto los nombres de la gente que fotografiamos, los kilómetros hechos el día anterior, el diario, las personas que conocimos. Tomamos mate, filmamos, paramos todo el tiempo para sacar fotos, para cargar muchas veces gasolina porque el tanque es chico. O tan sólo porque la gente nos hace señas –cuenta Cande.

–¿Para qué los para la gente?

–Para saber qué estamos haciendo, por qué, adónde vamos, de dónde venimos. Y muchas preguntas más que terminan en una conversación, en una parada inesperada.

–¿Cuándo y dónde paran?

–No depende de nosotros. Las cosas se dan así, mágicamente. Muchas veces esas mismas personas que nos paran preguntan dónde solemos ir a dormir. Al responderles, se miran entre ellos como diciéndose: “¿Los invitamos?”. Siempre aparece un angelito.

–¿Cómo un angelito?

–Sí, está lleno, están por todas partes –le responde Candelaria–. Una vez estábamos en Pensilvania, casi llegando al estado de Nueva York, era medio tarde y de noche no nos gusta manejar. Aunque había gente que nos estaba esperando más adelante en su casa, no llegábamos a tiempo. Entonces paramos al costado de la ruta, en un cruce donde había un galpón abandonado y unas casas, para pensar qué hacer. Buscamos una persona recomendada a quien llamar, pero no teníamos a nadie cerca. “Fíjate en la revista de los miembros del Club Graham-Paige, a ver si hay algún miembro que nos pueda recibir”, me dijo Herman. Busqué hasta que encontré uno que vivía a unos 35 kilómetros de donde estábamos. Tras discutirlo, fue a Herman a quien le tocó llamar, mientras yo escuchaba atentamente. Luego de presentarnos, le preguntó al miembro del club si era posible que nos albergara por esta noche. El señor no sabía qué decir, preguntaba dónde estábamos, no decía que no, pero tampoco que sí. Mientras me imaginaba la respuesta, un auto paró al lado del nuestro. Era un carro todo rotoso, de dos puertas, poco cuidado, y se veía desordenado. De él se bajó un hombre joven, de treinta y pico de años, al que le faltaban algunas afeitadas. Se me acercó y me dijo: “Leí su cartel y tuve que parar. ¿Vienen desde Argentina? Yo quiero mucho a Latinoamérica. ¿Qué hacen por acá? ¿Están perdidos?”. Muy entusiasmado con nuestro viaje, no paraba de contarme que también él era viajero, que había estado en Argentina, Asia y Europa y que incluso había salido con una chica argentina. Yo mientras lo escuchaba pensaba: “Éste es nuestro ángel de hoy”, y le tiraba del brazo a Herman para que no se preocupara más. Entonces este joven me preguntó adónde pensábamos dormir. Le respondí que no sabíamos y enseguida me dijo: “Yo tengo una cabaña de madera en las montañas y me encantaría que vinieran. Tengo unas truchas que podemos cocinar para todos, tengo un caballo, una vaca, dos cabras, un perro, un río…”. “Sí, sí, vamos para ahí”, lo interrumpimos. Lo seguimos, a medida que avanzábamos el paisaje se hacía cada vez más agreste y pintoresco, estábamos rodeados de montañas en un valle lleno de árboles. Creo que nuestras caras delataron la sorpresa al ver una cabaña maravillosa construida por él mismo y un establo con los animales prometidos. Era un lugar soñado. Mientras nos cocinaba, nos contó de sus viajes y nos dimos cuenta de que era una persona especial que se adaptaba al lugar al que viajaba. Herman le preguntó cómo hacía él para entenderse con gente que hablaba otro idioma, a lo que el joven John Longmore respondió: “Todo ser humano puede hacerse entender, y me es más fácil comunicarme con esas personas que con la gente que habla mi idioma. Ellas, te aseguro, no entienden mis viajes y el tipo de vida que llevo: trabajo seis meses al año para procurarme el dinero que preciso para viajar, el otro semestre me dedico a hacerlo de la manera más sencilla, para que la plata me rinda más y así poder seguir paseando por más tiempo. Tampoco yo los entiendo a ellos, que sólo trabajan y trabajan para pagarle al banco cosas que compraron y que no necesitan. Dan su vida al banco y a la empresa en la que trabajan, más que a su familia y a sí mismos. No tienen tiempo para sus hijos, pero sí para sus jefes. Sólo se toman quince días de vacaciones y los usan para hacer arreglos en su casa, en vez de para arreglar su vida. Cuando viajo y estoy con estas familias que hablan tan distinto, no necesito mucho para entenderlas, sé que con una sonrisa soy bienvenido, sé que su familia es su mayor riqueza y al verlos percibo que saben que lo mejor para la familia es estar con ella. Yo no entiendo a los que hablan mi mismo idioma, porque les muestro las fotos de estas familias y dicen: “Pobres, mira dónde viven, no tienen nada”. Y quien me lo dice está separado o como su hijo está lejos no lo ve o no disfruta el tiempo con su nueva mujer porque ambos hacen horas extras… Esa noche nos fuimos a dormir recordando a tantas familias con las que nuestra primera comunicación fue una sonrisa. El joven tenía razón, la sonrisa es el idioma internacional, ¡significa tantas cosas lindas! Con nuestro hijo también una sonrisa fue nuestra primera comunicación, y nos llenó de felicidad. Solamente y simplemente con una sonrisa nos hacemos entender –culmina Cande.

–¿Ése no es un ángel? –le pregunto a la periodista que no responde. Se ha quedado en silencio esperando saber más. Insisto– ¿No es un ángel ése?

–¿Así es todos los días? –reacciona.

–Con mil variantes, pero así ocurre todos los días.

–Y ¿cuál fue el momento más feo?

–Hershey.

Ambos le contamos en detalle lo que nos ocurrió. La reportera, a quien la entristece mucho que esto haya pasado en su país, nos pregunta:

–¿Llamaron a Bill para preguntarle qué pasó?

–Sí, lo llamamos, pero como no contestaba nuestros llamados le tuvimos que pedir a un amigo que lo llamara y nos pasara con él.

–Y ¿qué les dijo?

–Que lo olvidemos, que solo fue un error, que ya era tarde para hacer algo.

–Triste que él siendo un directivo importante no quisiera arreglarlo o pedirles disculpas... –comenta la periodista.

–¿Ése fue el momento más difícil?

–No, lo más difícil fue empezar, dejarlo todo: la familia, la casa, el trabajo y los amigos, para dirigirnos hacia lo desconocido, lo imprevisible, lo extraño.

–¿No fue más difícil bajar el Amazonas, cruzar los desiertos, las montañas, el parto o el quedarse sin dinero?

–No, nada de eso. Mucho más difícil fue empezar.

Regreso a Canadá

Pescador de gaviotas

De vuelta en Canadá, lo primero que hacemos es ir a Cardinal donde nos esperan Karen y Ray, una pareja que conocimos en la reunión de Graham-Paige que se hizo en Greensboro. Una vez en su casa, frente al río San Lorenzo disfrutando ver las gaviotas volar, Karen nos pregunta:

–¿Qué opinan de Canadá?

–Muchos ven a Canadá como un país en el primer mundo, mientras que para nosotros está último –sorprendiéndola por mi comentario.

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–¿Cómo?

–Sí, el último país en nuestro recorrido.

–Ah –suspira aliviada.

–Karen, no te tiene que importar cómo se ve tu país. Él es como es, al igual que tu familia, tu casa y tú misma. ¡Qué importa lo que opinen los demás!

Quedamos en silencio. En nuestro encuentro anterior Karen nos había contado que un día había ido a buscar a su sobrina al jardín de infantes. La niña al verla corrió a su encuentro y la abrazó, pero Karen no la reconoció y tuvo que preguntarle a una maestra quién era esa pequeña. Ese mismo día la llevaron al hospital. Entonces le diagnosticaron un tumor cerebral y le dijeron que al día siguiente debería ser operada de urgencia. El mundo se le vino encima en segundos y sin aviso. La operación no tenía garantía: podría dejarle como secuela retardos mentales o pérdidas de funciones, incluso podría morir, pero había que intervenirla. Increíblemente salió perfecta. “Nunca enfrenté la muerte tan cercanamente, nunca estuve a un paso de perderlo todo”, nos había comentado. Hoy, de una de las paredes de su casa cuelga un signo chino que significa longevidad. Eso es lo que Karen desea ahora, vivir muchos, muchos, años. Tras recordar esto, le consulto:

–¿A ti qué te gustaría más?: ¿cinco kilos de helado sin gusto o el vasito más pequeño de tu gusto favorito?

–El vaso pequeño de helado con mi gusto favorito –me responde sin ninguna duda.

–Tú me dices que prefieres tu pequeño helado con el mejor gusto, lo mismo pasa con la vida. No se trata de cuánto vivamos, sino de cómo vivamos. No busques vivir eternamente, busca vivir algo que lleves eternamente. Hay quienes buscan cómo matar el tiempo y otros que viven preocupados por cómo vivir más años. La realidad es que al tiempo hay que vivirlo. Cada día que vivas es un regalo, vívelo como si fuera el último, porque un día lo será. La vida te da sólo vida, todo lo demás se lo tienes que sacar. No esperes que te dé amor, alegrías, momentos inolvidables, sueños… eres tú la que tiene que ir por ellos. No porque pidas vivir una larga vida, con ella llegarán estas cosas. Un hombre de treinta años puede haber vivido mucho más que uno de noventa. Es como una película. ¿Qué prefieres? ¿Una excelente película de treinta minutos o una aburrida de noventa?

–La de 30...

–Bueno, así es como tienes que vivir: una excelente vida que si se prolonga, bienvenido sea. Dios te bendijo con otra posibilidad de seguir viviendo. Come tu gusto favorito de helado, saborea la vida.

En total, nos quedamos en Cardinal tres días en los que solemos salir a caminar y chequear nuestro correo en internet. Entre los mensajes, leo el de una pareja que nos recibió en Texas: nos cuentan que perdieron a su único hijo, de más de treinta años, pero que aun así, con todo el dolor que significa enterrar al propio hijo, le agradecen a Dios la bendición de haber podido convivir todos estos años con él. El mensaje me estremece: siempre le recriminé a Dios que se hubiera llevado a mi madre, pero esta pareja me enseña a agradecerle que me permitiera disfrutarla durante veintiún años. Podrían haber sido menos, podría haber sido... nunca.

Receta de amor

Al entrar a la ciudad capital de Ottawa nos dirigimos directamente al mercado, donde entre frutas y verduras, carnes y comidas, cafés y otras yerbas, acomodamos el auto para hacer nuestras compras. Nos sorprende la cantidad de gente canadiense que habla español y la cantidad que ha viajado por el mundo, sobre todo la manera de hacerlo, casi todos con mochila al hombro sin importar la edad. Cerca de allí, el club de autos antiguos de Ottawa nos agasaja maravillosamente durante un desayuno hasta con entrevistas para los diarios.

En la ciudad nos recibe el matrimonio Moore. Se trata de gente mayor, nada les interesan los autos, a la que contactamos a través de unos amigos en común en Mississippi. Forman esa clase de pareja que a todos nos gustaría ser a esa edad o, mejor dicho, de por vida. Se tratan como novios, constantemente se miman y se declaran cosas muy dulces. Por eso les pedimos que nos cuenten sus secretos a modo de consejo:

–Nunca faltarle el respeto al otro, ni siquiera durante una discusión ni tampoco en broma. Jamás hacer chistes para que los demás se rían de tu pareja –enumera el señor Moore–. Nunca irte a dormir sin el beso de las buenas noches ni levantarse sin el de los buenos días, aunque estés enojado. No importa que sea cortito... el beso hay que darlo. Nunca dormir separados, aun siendo lo que quieras hacer después de una discusión. Saber que cuando una discusión termina, se termina para siempre, no se vuelve a recriminar. Cuando se perdona, se perdona para la eternidad. Nada de ir elegantemente vestido al trabajo y ponerse ese cómodo y viejo equipo de gimnasia, la bata o los ruleros para estar en casa. Siempre hay que vestirse y prepararse como si se saliera a una cita: siempre a la conquista. Otra cosa muy importante y difícil de entender es que los hijos no son el fin del matrimonio, sino un fruto del mismo. La pareja debe seguir siendo tan importante como lo era antes de que naciera ese hijo. Con padres felices se crían hijos felices. Y por último, prestar mucha atención a los detalles: brindar una sorpresa, regalar unas flores, escribir una carta, darse tiempo para la pareja, para hablar, para salir y hasta para solo estar solos –culmina el señor Moore muy seguro de lo que dice.

–El amor no es un sentimiento que se va a sentir eternamente porque sí –agrega ahora su señora mientras mece a Pampa en sus brazos–. Hay que cultivarlo, regarlo y cuidarlo todos los días. El amor tiene que crecer y ser mayor que cuando uno recién se casó o, por el contrario, se irá muriendo poco a poco. Uno se enamora de la otra persona por los sueños. Si ellos se olvidan, se olvida también el porqué uno se había enamorado. Sueños por los que hay que luchar, ya que fortalecen el amor y lo hace crecer si por lo menos se intentan cumplir.

–El mayor tesoro que uno puede encontrar en la vida es el amor, amar a alguien y sentirse amado. Sin él, nada somos, nada tiene valor. Hay que encontrarlo, ya que para cada uno, allá afuera, hay un amor esperándolo –termina diciendo él.

Yonge Street

Tras algunos días de viaje entramos a la ciudad de Toronto, por gigantes autopistas para ir a la casa de Carolina y Gonzalo, unos amigos argentinos que junto a sus dos hijas vinieron hace poco a Canadá. Extrañan intensamente nuestro país, pero las cosas allá se complicaron justo cuando la empresa para la que él trabaja le ofreció trasladarlo a Toronto. El puesto de Gonzalo es muy bueno, al igual que la casa y el auto, también es muy bella la ciudad en la que ahora estamos y su gente; sin embargo tanto él como Carolina sienten que les falta mucho para ser felices: las familias, los amigos, la casa que poco a poco habían construido, las costumbres, las comidas... Tanto falta que extrañan en demasía.

La tierra donde uno crece es como el primer amor, nunca se olvida y siempre se recuerda como la mejor. El cariño a la tierra de uno no se diluye con nada, porque uno ama ese lugar y quiere vivir en él sin importar cómo es ni qué nos puede dar. Nos casamos con la persona que amamos, no con la que nos conviene. Igual ocurre con la tierra. Por algo, la mayoría de los que se van de la suya, lo hacen por razones de fuerza mayor, con gran dolor y sintiendo que están traicionando a su tierra. A muchos inmigrantes se los mira mal, sean ilegales o no, pero después de haber convivido con tantos, puedo asegurar que hay que admirarlos: es tanto lo que dejan que pocos tendrían el valor de hacerlo.

Es domingo y recorremos la ciudad de Toronto, nos encanta. Vamos por su avenida más importante, Yonge Street, dirigiéndonos a vender libros a una zona bohemia donde hay muchos transeúntes.

La luz roja del semáforo nos detiene; al pasar a verde y poner el cambio para movernos, se escucha un ruido de rotura que hace que instantáneamente nos miremos con caras de “¿Qué fue eso?”. El auto no avanza por más que acelere. Bajamos a empujar para llevarlo más cerca de la vereda. Un señor que aparece me ayuda, pero cuando intentamos moverlo una parte del auto se derrumba contra el piso: la rueda trasera del lado del conductor se ha salido.

–Se rompió el palier. ¡Qué mala suerte! –exclama el hombre.

–¿Usted cree? –le contesto– Mire que se podría haber roto en la autopista que recién dejamos. Entonces hubiésemos perdido el control, chocado contra otros autos y las ruedas podrían haber salido disparadas y provocar otros accidentes... Acá, en cambio, sólo se rompió un palier. Creo tenemos mucha suerte.

–Si lo ve de esa forma, se puede decir que sí: tienen mucha suerte.

–¿Los puedo ayudar en algo? –se ofrece otra persona.

Luego se acercan más y entre todos levantamos el auto. Poco a poco lo acercamos a la vereda tratando de aliviar el desastre que provocamos en el tráfico. Cada vez es más la gente que se acerca y pregunta qué puede hacer por nosotros. Incluso uno nos trae chocolate caliente para alivianar el frío, otro llama al Automóvil Club Canadiense y una señora colombiana nos regala una manta tejida por ella para su nieto pero que feliz regala a Pampa, y que enseguida la estrena.

Llega la policía:

–Disculpe, oficial, por el lío que estamos causando con su tráfico.

–¿Lo hicieron a propósito? –me pregunta.

–No, claro que no.

–Entonces ¿por qué se preocupa?

Mientras esperamos la grúa del Automóvil Club, llamo a dos socios del Club Graham, uno de Estados Unidos y otro de Canadá, para que nos ayuden en la búsqueda del repuesto. Algunas personas nos invitan a sus casas, otras se llevan el libro firmado que Cande empieza a ofrecer. Hasta tenemos visitas conocidas: un mexicano que en el Distrito Federal nos entrevistó para una revista, justo en este momento está de paso por acá.

Los policías ven que mi mujer vende algo sin parar y quieren saber de qué se trata: nos ponemos nerviosos, puede que no esté permitida la venta ambulante. Sin embargo, cuando Cande les muestra el libro los policías le compran dos ejemplares.

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Llega la televisión con el periodista Peter Gross y hacemos una nota muy divertida, en la que nos reímos de esta situación, que implicará quedarnos más tiempo en Toronto. Las cámaras filman a la grúa llegando, llevándose el auto y a nosotros despidiendo a la gente que aún en el frío se ha quedado aguardando por si algo podía hacer para ayudarnos.

Por ser miembros del Automóvil Club Argentino tenemos el beneficio de 5 kilómetros de grúa gratis, los veinte restantes que hay hasta la casa donde nos hospedarán, tendremos que pagarlos y no son nada baratos.

El chofer de la grúa llama a la sede del club:

–Jefe, me encantaría que estuviera aquí para ver esto. Seguramente, me ordenaría que no les cobráramos nada. Por favor, no me pida que les cobre. Estos chicos están realizando algo que todos deberíamos hacer. Al menos, los tenemos que apoyar.

–Si tú me lo pides, así debe ser. Yo me encargo –contesta el jefe. Así, llegamos a la casa.

Al día siguiente telefoneamos al consulado argentino. Enseguida nos brinda la dirección de un mecánico. Cuando lo llamamos, como si ya supiera de nosotros, nos pregunta la dirección adonde mandar la grúa.

El chofer de aquélla, al llegar, se baja con la boca bien abierta, no puede creer lo que está viendo:

–Oscar me mandó a buscar algo advirtiéndome que me iba a encantar, pero no me imaginé qué sería. ¡Menos un auto del veinte con patente argentina y que vino andando!

El hombre resulta ser argentino y está emocionadísimo. A la hora de pagarle, nos dice que sólo aceptará si le pagamos en pesos argentinos. Obviamente, no los tenemos.

El taller al que nos lleva parece típico de un barrio porteño: pósters de equipos de fútbol, fotos de autos de turismo carretera, alguna que otra imagen de una mujer promocionando algún producto al que nadie presta atención... al producto. Aquí también trabajan el hijo y la mujer del mecánico y por los parlantes que animan el lugar se oye la transmisión vía internet de una radio argentina que están escuchando.

–Che, sabé vo, que cuando los vi por la tele ayer, le dije a mi “jermu”: “Vas a ver que mañana los tenemos por el taller” –nos dice el dueño del lugar.

Él está soldando el palier, cuando recibo un llamado para avisarme que dos nuevos palieres ya están en camino para acá. Mientras los esperamos, volvemos a poner el arreglado en el auto.

Al final nos vamos de Toronto con nuevos amigos, muchos libros vendidos y con palieres de repuesto, todo gracias a una rotura.

¿Cuál es el plan?

Apenas salimos de la ciudad recibimos un llamado de Dave y Agnes que están a nuestra caza, quieren acompañarnos a las cataratas del Niágara, razón por la que felices nos comunicamos frecuentemente para contarles por dónde andamos:

–¿Por dónde están? –pregunta Agnes.

–Vamos por un pequeño camino rodeado de árboles de colores, estaremos a tres horas de las cataratas. Nos encontramos allí –le cuenta Cande.

Simultáneamente a que corta se oye un fuerte ruido metálico horrible que proviene del motor y empieza a salir humo. Saco el cambio y paro despacio sobre la banquina, al mismo tiempo que una camioneta que apenas nos pasa se detiene. Abro el capó: las paletas del ventilador están dobladas. Encima, como se rompió la pieza que lo sostiene, éste chocó contra el radiador y le hizo algunos agujeros. De ellos sale agua que al mojar el caño de escape produce aquel vapor que recién nos pareció humo.

El hombre de la camioneta se para a mirar mi motor sin decir nada. Veo que sus manos son manos de trabajo y le pregunto su nombre:

–Stewart –me responde mientras sigue mirando el motor.

–Bueno, Stewart, ¿cuál es el plan?

–Conozco un taller con torno donde pueden arreglarte el soporte del ventilador. Además tengo un amigo que arregla radiadores y mientras todo eso se hace tengo mi casa donde pueden quedarse –me contesta sin ninguna vacilación.

–Entonces... vamos.

Llegamos remolcados por su camioneta. Nos presenta a su familia, vive con su mujer, hijos y nietos en una cálida casa de campo. Cande se queda adentro con la nieta, quien juega mucho con Pampa, mientras Stewart se pone el mameluco y yo ayudo a desarmar el auto. También llegan Dave y Agnes, a quienes los reciben como amigos de toda la vida. Por la noche, todos juntos cenamos un riquísimo guiso.

Nuestra despedida de esta parte de Canadá al final debe esperar tres días más, en los que además de arreglar el auto disfrutamos con la familia anfitriona el recorrer sus lugares favoritos. No sólo el tornero no nos quiso cobrar, porque había leído en el diario nuestra nota, sino que tampoco el del radiador, quien adujo: “Si son amigos de Stewart, son mis amigos. Y a mis amigos no les cobro”.

Estados Unidos nuevamente

Primera nevada

Luego de recorrer las cataratas del Niágara, entramos nuevamente a Estados Unidos junto con Dave y Agnes. La idea es ir a Detroit, donde nació el auto, y desde allí avanzar todo lo posible hacia el Sur, es decir, California, para escapar de este invierno que ya se hace sentir con sus primeras nevadas.

Tenemos una invitación a una casa cerca de Buffalo, y como ya ha caído la noche nuestros amigos prefieren acompañarnos para después ellos retornar a su casa. De repente en un puente que atraviesa una autopista el auto pega un duro golpe contra el piso al salirse la misma rueda que en Toronto, pero esta vez en movimiento. Chispas enormes salen de los hierros que rozan contra el pavimento. Rezo por que la rueda no caiga del puente ni se vaya al carril contrario a la vez que trato de mantener el auto derecho hasta que se frene solo.

Cuando bajo encuentro el guardabarros trasero cortado por la mitad y todo doblado hacia arriba, la campana gastada por el rozamiento, pero sana, y la rueda, como si hubiera estado atada, a dos metros detrás del auto con el pedazo de palier. El mismo palier que soldamos, se volvió a romper.

Llamamos a la casa de Buffalo. Sharline y Vernon, sus dueños, invitan también a Dave y Agnes a dormir allí. Gracias a la grúa del Automóvil Club Americano (AAA), llegamos.

Al día siguiente amanece todo blanco con unos diez centímetros de nieve. El día lo dedicamos a sacar el palier roto y cambiarlo por uno de los recibidos en Canadá.

Por la noche, mientras comemos, Dave y Agnes nos invitan a pasar el invierno en su casa, no quieren que manejemos con este frío y para convencernos nos ofrecen un cambio de anillos al motor y otros arreglos, que no son nada comparados con el disfrute que nos genera estar con esta hermosa familia y sus amigos. No obstante, el motor realmente necesita un cambio de aros, está usando muchísimo aceite y tiene menos fuerza. Por otra parte, también es verdad que desde que salimos de viaje venimos quemando aceite y que podríamos seguir hasta que diga basta... Pero ¿por qué el palier en Toronto, luego el ventilador y otra vez el palier aquí? ¿No son señales de que deberíamos parar? Con Cande nos vamos a hablar solos, y no tardamos en decidir volver a casa, a casa de Dave y Agnes.

Salimos para Halfmoon nuevamente después de un desayuno fuerte en carbohidratos porque realmente el invierno llegó. En esta zona nieva tanto o más que en Alaska y lo está demostrando. Marchamos igual siguiendo la camioneta de Dave. Llegando al mediodía la nieve deja paso a una lluvia helada que cae con pedacitos de hielo, para volver a caer nieve y volver a caer hielo. Durante una parte del viaje, sólo veo lo que mi limpiaparabrisas manual limpia porque lo demás lo cubre la nieve. Cuando llega la tarde mucho más fría todavía, una lluviecita que cae sobre el auto se transforma en hielo y se queda pegada al auto, haciendo una gruesa capa de hielo por todos lados menos sobre el capó. El parabrisas ahora es todo hielo menos esa partecita que mi limpiaparabrisas alcanza a limpiar. Dave con su moderna camioneta, con calefacción y desempañador, tiene que parar seguido para derretir su hielo en el parabrisas lo cual relaciona con algo divino que no tenga que hacerlo yo en mi auto. El camino lleno de subidas y bajadas también se cubre con nieve y hielo pudiendo ver sólo las luces de posición de la camioneta, y usando todos mis sentidos para no perderlas.

Llegamos a la madrugada del día siguiente siendo el trayecto realizado el más largo de todo el viaje: 544 kilómetros en un día, que sumado a lo difícil, se sintieron agotadores y nosotros vencedores.

Descubrir nuevos amigos

Desarmando el auto, descubrimos que un cambio de aro no será suficiente. Hemos quitado algunos y están en pedacitos, además dos pistones se han agrietado y uno de los metales de las bielas está destruido.

–Es increíble que en estas condiciones hayan podido llegar hasta acá. Creo que mejor momento para desarmar el auto no podría ser –sentencia Dave antes de convertirse con sus amigos en un provisorio taller oficial de Graham-Paige.

Del Club Graham nos mandan otro palier extra, pero nada pueden hacer por los pistones y los anillos. Éstos no los conseguimos por más que buscamos, así que decidimos mandar a hacerlos.

El primer presupuesto que nos consiguen es de 3375 dólares y tardaría tres meses. Dave habla con sus amigos Doug y Vernon y otros; entre ellos están dispuestos a pagarlos, pero nosotros no queremos, ya es demasiada ayuda la recibida, sería demasiado que además de todo gastaran tanto en los pistones. Amigos, como Doug, se han tomado los días de vacaciones que les corresponden en sus trabajos para reparar el auto; algunos nos han regalado repuestos, Ray ha venido desde Canadá para colaborar al igual que otras personas provenientes de distintos sitios de Halfmoon, como por ejemplo el tornero y el socio de nuestro anfitrión.

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A Dave se le ocurre una idea: organizar reuniones en el taller que está pegado a su negocio de motosierras. Invita a todos sus amigos a participar y resulta un éxito: muchos nos compran libros y artesanías, que Cande junto a Agnes, su hija y la mujer de Doug se ponen a vender.

Además, nuestro amigo ayuda a difundir la noticia de nuestra necesidad y así consigue el dato de una empresa en California que hace pistones para autos de carrera. La llama y les cuenta el propósito de estos pistones, logrando que la empresa acepte hacérnoslos por 800 dólares en tan sólo un mes.

Durante ese tiempo yo acompaño el trabajo en el taller, mientras que Cande, a pesar del frío que hace afuera, pasea con Pampa, quien crece y ya está mucho más atento, divertido y hasta se sienta solo. Además ella se hace cada vez más amiga de Diane, Agnes, Pam, Jane y de otras amigas con las que aprende a coser unas mantas muy lindas.

Todos los movimientos de mecánica son bien precisos. Dave y su equipo tienen muchos años de práctica en sus autos antiguos, pero no en carros Graham. No obstante, para dilucidar dudas y dirigir los trabajos está Bob, quien desde Greensboro, ciudad en la que Pampa nació, da todas las indicaciones telefónicamente. Cada uno tiene su tarea, menos yo. Cuando el motor ya está desarmado y es imposible ir a algún lado con él, las bromas en el taller empiezan. Sé que son burlas cariñosas, pero son hacia mí y no puedo responder porque mi viaje está en sus manos:

–¿Qué puedo hacer? –pregunto.

–¿Ves ese rincón? ¿Lo ves? Ve ahí y quédate. Eso nos ayudaría mucho.

Otro día pido ir a comprar líquido de freno, que se dice brake fluid, y me llevan a la verdulería a comprar pomelos, que se dice grape fruit. Mi pronunciación aún no es muy buena, pero es la justa como para que me hagan chistes.

Dave es fanático de Chevrolet, y una tarde me comenta:

–Si hubieras hecho este viaje en Chevrolet, no estarías arreglando el auto acá –me dice socarronamente.

–Sí, es verdad, todavía estaría en Chile arreglándolo –comento empezando a retrucar los chistes, pero sin lograr callar a mi amigo.

–Herman, ¿dé que marca eres tú fanático?

–De Ford –respondo aunque no lo soy, sólo para llevarle la contra.

–Ah, Ford. ¿Sabías que la mitad de los autos Ford que salieron de fábrica aún están en la calle…? –suena raro su comentario tan optimista– y la otra mitad pudo llegar a sus casas.

Abrazar a papá

Estando en Halfmoon recibo un llamado desde California. Es de mi padre, que vive en San Francisco. Cuando cumplí un año mi madre se separó de él y ella y yo volvimos a Argentina. Él se quedó y nunca más hubo comunicación. Perdimos todo contacto. Cuando quise conocerlo no sabía cómo encontrarlo. Comencé a buscarlo a los 16 años, y a toda persona que viajaba a Estados Unidos le pedía que viera la forma de hallarlo.

A los 19, una amiga de Cande me trajo un número telefónico. Llamé y me respondió en inglés un hombre al que notaba feliz de hablar conmigo pero al que no podía comprender por el idioma, así que se lo pasé a mi madre, quien habló y anotó otro número. “Era tu hermano, se llama igual que tu padre”, me dijo. Así me enteré de que tengo un medio hermano.

Luego llamamos al otro número y me atendió mi padre. Nadie le había dado ninguna clase de aviso, lo llamaba un hijo al que nunca conoció sólo de bebé, y al que nunca más había visto ni escuchado. Por momentos, lleno de gozo y por otros, en estado de shock, me dijo unas pocas cosas y me pidió mi número de teléfono diciéndo que él me iba a llamar en unos minutos.

Así lo hizo, y más relajados hablamos por horas. Recuerdo que me preguntó qué tan alto era, qué hacía, cuáles eran mis deportes y quiénes mis amigos, quería saber todo de mí. Enseguida me invitó a visitarlo, me preguntó cómo lucía, a lo que le contesté “ya verás”.

A los tres meses volé a San Francisco. Ni él ni toda su familia podían creer nuestro parecido. Hasta una vecina pensó que era él después de una operación. Conviví tres meses con mi papá y juntos descubrimos que tenemos muchas cosas en común: gustos, costumbres y hasta gestos. El tiempo que pasé fue maravilloso, conocer a mi padre y a dos hermanos y una hermana, emocionante.

Pero volviendo a su actual llamado, lo que él quiere es que pasemos Navidad en familia. Y felices aceptamos su invitación. Será la primera vez con él. Nos vamos para allá en avión gracias a los pasajes que nos manda. Volver a ver al “viejo” es lindísimo, sobre todo siendo las fiestas. Con Pampa en sus brazos no deja de repetir que nunca había tenido tan lindo regalo. Nuestro hijo ya gatea y mi padre se encarga de llevarlo a la plaza sobre sus hombros, de darle de comer y esas cosas que gustosos hacen los abuelos.

Sin embargo, no estamos felices del todo. Estando en lo de Dave habíamos recibimos otro llamado familiar, además del de mi padre. Era para avisar que la mamá de Cande nuevamente está mal. Desde Argentina nos contaron que le hicieron una intervención quirúrgica para extraerle el tumor del hígado y que otra vez deberá realizar tratamientos. En todo nuestro viaje hemos pensado mucho en su mamá, y ahora Cande quiere volver para estar con ella y realmente a mí también me gustaría acompañarla.

Con ese objetivo, llamamos a una empresa de viajes de un argentino que está en Nueva York para preguntarle los precios a Buenos Aires. Él se ofreció a cobrarnos al costo. El peluquero de un local en Nueva York donde vendimos libros y otro señor que viajó desde Argentina hasta aquella ciudad en bicicleta nos ayudan a pagar el pasaje pero recién hay pasajes para después de Navidad.

La estrella elegida

Pensar en volver a Argentina se siente rarísimo. ¿Cómo será estar de nuevo en casa?

Se suponía que no íbamos a volver sin primero haber terminado el viaje, pero hay cosas que no se planean, que el corazón nos pide y que no se pueden dejar pasar.

Por eso, ya estamos en vuelo hacia Buenos Aires, ansiosos por llegar y pasar un mes entero con la abuela.

Bajamos del avión y al ingresar al hall vemos a todas nuestras familias. Lo primero que nos surge es reírnos a carcajadas porque todos están totalmente disfrazados saltando y gritando. Luego, al llegar los abrazos, aunque nos sentimos muy bien, todos lloramos de emoción. Han pasado tres años sin vernos, que se sintieron mucho más.

Cande estruja con sus brazos a su mamá, que conmovida y sin querer soltarla le dice:

–Te extrañé tanto, hija mía.

–Yo también, mamá.

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Por la noche, Cande y su madre señalan en el cielo cuál era la estrella que habían escogido para comunicarse. Señalan una y otra, riéndose encantadas de estar juntas nuevamente. Más tarde, hablamos a solas con mi suegro, que es doctor:

–El diagnóstico no es bueno. Pero no hay enfermedades, sino enfermos y tu mamá es especial. Tiene la fuerza de querer seguir y este nieto es una poción mágica que le hará muy bien –dice mientras vemos que Pampa disfruta estar sentado en el regazo de ella.

Pasamos un mes entero súper familiar, comiendo muchos asados en casa, la cual después de tres años sola necesita cantidad de arreglos. Estando en Argentina nos damos cuenta de cuánto extrañábamos, pero aun así las ganas de volver para continuar el viaje a Alaska siguen firmes.

Otra cosa que notamos es el enorme cambio en nosotros. El sólo hablar con nuestras familias y amigos nos lo demuestra. Para muchos que la casa esté mal debido a estos años es algo terrible y toda una desgracia, en cambio nosotros pensamos que son sólo cosas materiales que se podrán arreglar.

Durante uno de los asados:

–¡A ver si se dejan de tanto viaje y se ponen a trabajar...! –es el comentario de uno.

–Después de tanto vagar por el mundo les va a costar tremendamente –comenta otro.

–¿Ustedes con qué fin trabajan? –les pregunto.

–Y, para el bienestar mío y el de mi familia.

–¿Y con qué fin creen que estamos trabajando nosotros en este viaje, día a día? Seguramente les parecerá que sólo estamos disfrutando y sí, lo estamos. Disfrutamos armando nuestros libros, firmándolos a quienes se los llevan, pintando y enmarcando cuadros, armando artesanías, manejando a nuevos horizontes, conociendo a mucha gente y cada tanto haciendo un service al auto. Es por ahora nuestro trabajo y es por nuestro bienestar, y como la Madre Teresa dijo: “Nuestra mejor distracción”.

–¿Sabes qué? Uno está acostumbrado a relacionar el trabajo con un sacrificio, pero tienes razón, estás en el trabajo adecuado.

El mes se ha pasado muy rápidamente, como estos últimos tres años, como pasa el tiempo cuando se disfruta. Dejamos a la mamá de Cande muchísimo mejor de lo que la encontramos: un pequeño nieto pudo hacer maravillas en ella, como llenarla de alegría y energía.

Es un poco difícil dejar nuevamente la casa y la familia, pero no tanto como hace tres años: ahora volvemos a nuestro sueño con mucha más fe que con la que habíamos partido anteriormente.

Motor nuevo

Dave y Agnes, listos como siempre a darnos su cariño, nos esperan en el aeropuerto de Nueva York.

El cambio es brusco: dejamos en Argentina un lindísimo verano y ahora en lo de Dave estoy paleando nieve nuevamente. Para nuestra sorpresa, el auto no sólo está casi listo, sino que le han hecho varios arreglos extras. Por ejemplo, al guardabarros lo arregló un colegio secundario técnico en el que Dave daba clases antes de retirarse y adonde vamos a dar una charla para agradecerles a los chicos su excelente trabajo.

Aún con mucho frío y nevadas, pero ya cerca de la primavera, retomamos el camino, dejando Halfmoon con una mezcla de alegría y tristeza: ¡tanta gente nos ayudó, tantos amigos hemos cosechado! Pero ahora, es hora de dejarlos. Lo mejor del camino es la gente, lo peor es despedirse de ella.

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Un meticuloso genio

Fácilmente habremos recibido unos veinticinco llamados de Jim desde Cleveland, Ohio. Lo conocimos en Hershey: durante la reunión de autos nos invitó a pasar por su taller camino a Detroit. Entonces su apariencia era de loco, sus ropas y sombrero le daban una imagen extraña y su interés por los detalles en la mecánica del auto era demasiado. Nuestra primera impresión fue que era un charlatán o un loco fanático de los autos y que si aceptábamos su invitación quedaríamos detenidos en Cleveland mucho tiempo, porque Jim podría obsesionarse arreglando cada detalle, y Macondo los tiene a montones.

Además en sus sucesivos llamados nos promete, para convencernos, que al ir haremos algo con la televisión y el diario locales. Nos ruega que no le fallemos, que vayamos a visitarlo. ¿No será él quien quiere un poco de fama? ¿Y si es un charlatán de primera?

A pesar de las dudas, tanta es su insistencia que no podemos negarnos. Después de todo, hay algo que nos contó en Hershey que nos une mucho a él: Jim intentó cumplir su sueño, que era organizar nuevamente la carrera Nueva York-Pekín, esta vez con autos antiguos. Nunca se llegó a concretar, por la falta de unos pocos dólares de los muchos que ya había conseguido. De algún modo, Jim nos hace sentir que ahora él ve en nosotros la posibilidad de cumplir su proyecto: aunque el punto de partida y de llegada sean otros.

Nos recibe con un amigo a la entrada de la ciudad de Cleveland y nos lleva directamente a su taller, que está lleno de autos valiosísimos. A Jim se lo ve súper entusiasmado, es tarde pero no le importa: junto a su amigo ingeniero y otros mecánicos empiezan a revisar el auto buscándole cosas para hacer.

Si bien Jim sólo arregla Rolls Royce y Bentley y en su oficina exhibe un cartel que alerta: “Si tiene algo que contarme, lo escucho, pero sepa que mi hora vale 150 dólares y el reloj está marcando”, al Graham está dispuesto a dedicarle todo el tiempo del mundo para arreglarle cosas y cositas que sólo él ve que están mal:

–Acá hay una pérdida de líquido de freno, acá hay un poco de juego…

–Jim, por favor –lo interrumpo–, no queremos quedarnos una semana arreglando cosas, sino seguir viaje. Te ruego que sólo repares lo que sea imprescindible –le pido firme. Encima nos ha organizado muchas cosas: en el bar que frecuenta nos quiere presentar a todos, consiguió un reportero del diario, otro de la televisión, al alcalde de Berea para que nos reciba y al inventor de una nueva bujía que se usará en nuestro auto. Si sumamos a éstos los planes que tiene para el auto, necesitaremos un mes entero. Así que hago de tripas corazón y le reitero:

–Jim, en serio, haz por favor sólo lo que sea necesario, tenemos que llegar a Alaska este verano.

Los días siguientes recibimos visitas de numerosas personas que leyeron el diario. Algunas buscan nuestro libro, otras las pinturas de Cande y muchas se ofrecen para lo que sea necesario. También hay quienes se quedan ahí paradas, sólo mirando y tratando de no interrumpir nuestro trabajo. Todas nos irradian muchísima energía. Nos traen todo tipo de regalos que suelen ser muchas veces nuestro problema ya que no sabemos dónde guardarlos pero cada vez que los vemos, nos traen bellos recuerdos.

Meten sus cabezas por las ventanillas, buscan verlo todo, hasta oler el olor de la aventura, de los sueños y recorren el auto acariciándolo con sus manos. Es verlos y ver que se llenan de energía, que ellos toman y a la vez nos devuelven con sus mejores deseos de un feliz viaje, feliz regreso y feliz vida. Es necesitar un tornillo o algo que Jim no tenga, para que enseguida aparezca el voluntario a ir a buscarlo, es ofrecerle a Cande llevarla a un lugar más cómodo o a comprar pañales o a lo que necesite. Y para Pampa son muchísimos brazos que quieren sostenerlo, jugar, hacerlo reír. Es como en todo el viaje lo fue, es llegar y ser súper bien recibidos, muy cálidamente aunque afuera sea todo nieve y hielo.

A corazón grande, familia numerosa

Una de las familias que nos viene a visitar nos ofrece hospedarnos en su casa. Aceptamos felices. Ésta está frente a un lago y un bosque llenos de cisnes y ciervos. Cuando estamos cenando, la pareja nos cuenta cómo lograron comprar este lugar:

–Vivíamos en un pequeño departamento y buscábamos con nuestros dos hijos mudarnos a una casa: por el dinero que teníamos y las posibilidades de crédito no podía ser grande. Se lo comentamos a la agente de la inmobiliaria, pero ella, no sabemos aún por qué, nos llevó a ver esta casa primero, que hacía sólo dos días que estaba en venta. Por supuesto, fue verla y enamorarnos, toda ella era perfecta, pero teníamos que descartarla totalmente por su valor. Sin embargo, al día siguiente volvimos sin la inmobiliaria y nos presentamos al dueño y le dijimos sinceramente: “Discúlpenos, señor, teníamos que volver, no podemos comprarla, pero sentimos algo tan lindo en este lugar que si no le molesta…”. El dueño nos invitó a pasar y mientras nos invitaba un café nos dijo: “Tengo un pacto que cumplir, pacto que hice con quien me la vendió a mí. Yo les puedo vender la casa, les firmaré un papel de recibo de pago por un gran adelanto de dinero que no efectuarán, sino que sólo me pagarán el dinero con el que cuenten. Todo esto a cambio de un pacto: ustedes deberán hacer lo mismo que yo hago con quien quiera comprar esta casa en el futuro, permitirle que sea la casa de sus sueños. Así la compré yo, así se las vendo, así la tienen que vender”.

Pero no sólo esta historia es sorprendente, sino toda la vida de nuestros anfitriones. Ella es una estadounidense que de adolescente juró no casarse y menos tener hijos, porque creía que eso sería atarse a una persona, a un lugar, a demasiadas cosas. Sin embargo, se casó. El primer hijo llegó de sorpresa, el segundo fue buscado para darle al otro un hermano, y cuando por fin la mujer dijo basta, llegó inesperadamente el tercero.

Las sorpresas no terminaron ahí: se enteraron que un familiar muy lejano del marido, que vivía en Argentina daba a sus tres hijos en adopción. Su mujer había fallecido por culpa del alcohol y el hombre, que sufría el mismo vicio, no podía ni quería encargarse de los chicos. Esto no era todo: dos de los niños sufrían retrasos mentales para toda la vida, a causa de las borracheras de su madre durante el embarazo.

Nuestros anfitriones nunca habían pensado en adoptar, ya tenían tres hijos y los niños argentinos no sólo tenían disfunciones, sino que además eran aún mayores que los propios niños de la pareja. Además, por sus retrasos, apenas hablaban: ¿cómo aprenderían entonces el idioma inglés? ¿Cómo se adaptarían? ¿Cómo influirían en sus hijos? ¿Qué traumas traerían criados en contexto tan adverso? ¿Cómo podría esta pareja sostener económicamente una familia tan numerosa? Toda una noche se pasaron pensando qué hacer, hasta que el sol de un nuevo día les trajo la repuesta: “Por más que pensemos y pensemos estos chicos siguen sin un hogar, sin una familia”, y con estas palabras se decidió agrandar la familia.

Y aquí está esta mujer con sus seis hijos varones en una perfecta armonía. Junto a todos ellos estamos comiendo en una enorme casa, sobre una larga mesa, rodeados de perros con sus cachorros y sintiéndonos una vez más en casa, en un feliz hogar.

Nos quedamos a pasar con ellos unos días maravillosos. La casa, la familia y el lugar rebosan de energía y muchas visitas la vienen a buscar.

Todo confluye

Respecto a Jim, pronto nos damos cuenta de que nos hemos equivocado, nuestra primera impresión sobre él fue totalmente errada, como lo son siempre las primeras impresiones. Éstas no cuentan, porque son falsas, cualquiera puede dar una primera imagen totalmente distinta a la real. Pero lo más grave es que nosotros olvidándonos de lo aprendido en el viaje, volvimos a cometer el mismo error. Todo lo que habíamos pensado sobre él es erróneo. Sólo quiere que cumplamos nuestro sueño, y así cumplir el suyo.

Ahora, prontos a irnos de Cleveland, veo cómo el meticuloso genio desarma la dirección, volante incluido. Y también veo su cara de asombro cuando en el volante halla algo fuera de todo razonamiento: encuentra una pieza partida por un lado y agrietada por el otro que lo asusta.

–Haz llegado hasta acá y nada ha pasado, pero a esta pieza le falta apenas un golpe para partirse. Podrías haberte quedado con el volante en la mano, y vaya a saber Dios qué hubiera pasado entonces.

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La pieza, de complicada forma, es fundición de un metal blando. Jim está con su tornero, su amigo ingeniero y un señor que les fabrica piezas viendo cómo pueden llegar a hacer una nueva. Mientras, llamo al Club Graham, pero nada tienen.

Ya todos piensan que tendremos que pasar un buen tiempo aquí mientras la fabrican.

–Yo tengo un auto de éstos… –comenta un señor que entra al taller, pero nadie le presta atención porque es común confundir al Graham con un Ford o un Chevrolet–… ¡es un 610! –continúa logrando ahora sí captar nuestro interés: sólo una persona que tenga un Graham sabe que éste es un modelo 610.

–¡¿Cómo está tu auto?! –le pregunta Jim excitadísimo.

–Todo completo, pero lleva como treinta años sin andar, necesita restauración.

–¿Podríamos sacar este repuesto de la dirección? –le pide mostrándole la pieza– Nosotros después te fabricamos uno.

–Sí, claro, vamos.

Lo que hubiese llevado días, se resuelve en un par de horas. Cuando necesitamos un resorte del arranque, apareció, cuando necesitamos un palier, apareció, ahora que necesitábamos otro repuesto dificilísimo, apareció.

Recuerdo al indio uro de Perú, que me dijo que en el camino iba a encontrar lo que necesitara, recuerdo las palabras de muchos que me aseguraron que Dios proveería, recuerdo que si se tiene fe, todo se puede. Todo confluye en una misma corriente para poder cumplir un sueño.

¿No seremos nosotros el problema?

El día anterior a dejar Cleveland vamos a almorzar, como venimos haciéndolo, junto a todos los amigos de Jim. La charla empieza a girar sobre el excelente estado que tiene ahora el auto, pero pronto cambia de rumbo para dar lugar al inminente principio de la guerra.

Todos ellos creen en su gobierno, y como éste les ha inculcado el miedo, ven necesario ir a la guerra. ¡Qué bien les vendría ir a Machu Picchu y mezclarse con gente de todo el mundo! Recuerdo las palabras de mi amigo Dave, quien me dijo: “Si hubiera vida en otro planeta, ya estaríamos en guerra con él”.

–¿Herman –una voz interrumpe mis pensamientos–, tú qué opinas?

–¿Pues qué voy a opinar después de haber visitado veinte países y conocido a gente de toda clase que me hizo sentir querido? ¿Qué voy a opinar si visité países que vivieron guerras hace poco que sólo dejaron destrucción y muertes? ¿Qué voy a opinar si siento cada lugar como mi hogar y a cada persona como un amigo? Aunque sólo conozca América, sé que allá ha de ser tan maravilloso como acá y que en su gente habrá seguramente un montón de amigos por conocer. Guerra que muy bien manejada por unos pocos, va a llevar a muchísimos a la muerte, a la destrucción. Guerra que volvemos a repetir sin aprender que nada se consigue con la violencia, sino generar más odios. Guerras que con excusas sin peso dejan a pueblos destruidos. ¿Cuántos niños tendrán que morir?. Quieren mi opinión... Pues opino que no tendría que haber guerra.

–¡¿Cómo que no?! Si nos odian y estos terroristas son capaces de todo…

–Entonces habría que ver por qué los odian y remediarlo. La guerra no es el camino a la paz, sino que la paz es el camino. Si van a la guerra, verán que habrá muchos más que los van a odiar….

Uno de los presentes en la mesa deja de tomar su sopa. Durante todos los días que compartimos la mesa, siempre era él quien menos participaba de las conversaciones, pero ahora tiene algo que decir:

–Cuando llegamos a este continente, nuestros enemigos fueron los indios. Después, los ingleses. Cuando nos independizamos buscamos enemigos entre nosotros mismos y nos peleamos con los del sur. Luego, otra guerra contra los indios en el oeste y una contra México. Más tarde, nuestros enemigos pasaron a ser los alemanes y los japoneses. Cuando terminaron las grandes guerras fueron los comunistas. Y ahora estos nuevos enemigos… ¿No seremos nosotros el problema?

Nadie agrega nada: puede que nunca lo hayan pensado de esta manera o bien que no quieran discutirlo delante de mí.

La herencia

Entramos a la ciudad de los autos, Detroit, donde vio la luz por primera vez nuestro Macondo. Gente del lugar nos acompaña a ver la fábrica que aún se mantiene en pie y casi igual a 1928. El único cambio es que ahora sus oficinas comerciales son una gran panadería; las técnicas, una gran ferretería y los galpones de la fábrica se han convertido en depósitos.

Tomamos fotos que simulan que el auto vuelve a salir de fábrica y rejuvenecido para empezar una nueva vida. ¡Qué raro que un auto que salió de aquí y en barco llegó a Argentina, vuelva por tierra a su lugar de nacimiento 75 años después! Los cuatro, más la gente que nos acompaña, festejamos con un brindis de champagne este momento memorable para el Graham y para nosotros.

Al día siguiente alguien nos comenta que si el auto hubiera sido un Ford o un Chevrolet en Detroit hubieran celebrado nuestra llegada con una verdadera gran fiesta. Sin embargo, no lo creo así. Hoy la guerra se ha iniciado y no hay nada que festejar, sino todo lo contrario. La gente en las calles protesta sosteniendo carteles que dicen: “No War”.

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A Donna, nuestra anfitriona en esta ciudad, la conocimos en Canadá. Es divina y nos lleva a todos lados. Entre ellos, al fabuloso Museo Henry Ford, en donde nos tratan muy bien, nos invitan a pasar y a recorrer todo con un guía que, más que contarnos de qué se trata, quiere que nosotros le narremos lo que vivimos hasta ahora.

Entre los autos en exposición, nos encontramos con una sorpresa muy linda: hay que usar la imaginación para reconocerlo, por los miles de cambios que le han hecho, se lo ve casi destruido y muy pobre entre tantos autos lujosos, pero ninguno brilla tanto ante mis ojos como este Ford A 28, que fue de un padre y un hijo que salieron desde Chile sin nada y que llegaron con mucho hasta Detroit.

Cuando estamos dejando el museo, uno de sus encargados nos pregunta cuál es nuestro plan para el Graham una vez que terminemos el viaje, porque el museo estaría interesado…

–Nosotros ya nada podemos opinar sobre el auto, ahora su dueño es él –respondemos con Cande a la vez que señalamos a Pampa.

Ciudad del viento

En la ciudad del viento, Chicago, nos recomiendan una y otra vez que no nos detengamos en cierta parte de la ciudad que se considera muy peligrosa. Pero tal cual nos pasó en Perú, como si fuera a propósito nos volvemos a quedar sin gasolina justamente en aquel temible lugar.

Tomo el bidón, entro a un bar y pregunto por una estación de servicio, me dicen que hay una a tres cuadras. Camino por un barrio muy pobre en un país rico, es una zona marginada y así se siente, seguramente, mucha de la gente que la habita. En una esquina hay una patota de chicos adolescentes, a mi paso gritan que huelo a policía. No les respondo.

Continúo hasta llegar a la estación de servicio, que está aún más blindada que un banco. Sus cajeras atienden detrás de gruesos vidrios y la plata debo ponerla en una caja que después ellas abren del otro lado.

Al volver al Graham, paso nuevamente cerca de la patota. Esta vez nadie pregunta si soy policía, sino que me maldicen como si fuera uno. Me detengo y les explico que tan sólo soy un turista conociendo su ciudad:

–Ah, okay –se quedan sin entender y agrega uno asombrado– ¿Le gusta? –ninguno imaginó un turista por su barrio.

Cuando llego al auto me encuentro con la misma escena que en Perú: Cande está rodeada de gente “peligrosa” que le preguntan cosas acerca del viaje y acaricia a nuestro bebé.

Route 66

En Chicago empieza la ruta 66, desde donde iniciamos el cruce al Oeste que nos conducirá tan al sur que casi estaremos en México nuevamente. La mítica ruta nos va llevando por pueblos y ciudades, la primavera está llegando y este trayecto del viaje es sumamente disfrutado.

A partir de Saint Louis dejamos la 66 internándonos en Kansas por la zona de los huracanes, en la época de huracanes. El camino es recto y plano, nos recuerda a la pampa argentina. Una camioneta que nos sigue nos hace señas de parar. El hombre que la maneja, con su sombrero de cowboy bien puesto, se baja y nos comenta:

–Si lo que dice ahí es lo que están haciendo, me encantaría tenerlos en casa.

Aceptamos gustosos la invitación y por la tarde, en su hogar, nos entrevista el diario local, con el que coordinamos encontrarnos al día siguiente en la plaza central para que quienes así lo deseen nos puedan conocer.

Llega muchísima gente, recibimos todo tipo de invitaciones y cariños, muchas personas se llevan nuestro libro firmado y todas nos cuentan acerca de los tornados ya que estamos en temporada:

–En un auto de éstos no podrían escapar de un tornado –comenta una.

–Si ven una pared de nubes, un cielo gris, viento, traten de escapar. Tengan siempre la radio prendida para oír si se anuncian tornados –nos dicen otras.

–No tenemos radio.

Al finalizar el encuentro en la plaza, nos vamos a dormir a la casa de una pareja un poco despareja. Según nos cuentan eran muy parecidos cuando vivían en California, donde se conocieron y se casaron: entonces él era fotógrafo y ella hacía arte con desechos. Luego se mudaron a Kansas porque a él le ofrecieron ser director artístico de una gran empresa de televisión y con un gran sueldo. Aquí ella siguió con su arte, sólo que al estar lejos de California empezó a venderles a sus clientes por internet y por este medio cada vez se sumaron más compradores, hasta que las obras se empezaron a cotizar. Así, en poco tiempo, ella llegó a igualar a su marido en ingresos, pero con la diferencia de que mientras ella sigue haciendo lo que siempre le gustó, su esposo trabaja cada vez más y ya no tiene tiempo para sacar fotografías. Sin embargo, el hombre no se queja: con lo que gana ya pudo comprar otra casa a la que se ha mudado y en la que guarda unos Jaguars antiguos junto a una moto espectacular, que aún no pudo estrenar.

Nosotros estamos hospedados en la casa de ella. Sentados en el living cantamos canciones con su guitarra acompañados por Pampa en las maracas. Luego hacemos un poco de arte con “basura”.

Después de una cena vegetariana sin cocción la pareja nos deja solos para irse a dormir a la otra casa. De él nos despedimos esta misma noche, ya que por su trabajo no lo volveremos a ver, en cambio a ella la veremos por la mañana, porque nos ha prometido un desayuno vegetal.

Al levantarnos nos sorprende verlo a él esperándonos. Llegará más tarde al trabajo porque ahora quiere más libros que nos hace firmar para un montón de amigos suyos:

–Chicos, me hicieron recordar mis sueños. Siempre quise ser fotógrafo y mi sueño era recorrer mi país en un motorhome, sacarles fotos a los personajes del camino y armar un mosaico de caras y de lugares de Estados Unidos.

Al poco tiempo de dejar la casa, recibimos una carta de ellos. Él ha renunciado a su trabajo, han vendido las dos casas, se compraron un motorhome y ya han empezado su viaje fotográfico. La pareja se ha vuelto a emparejar.

Un viento apurado

Camino a Colorado, por las planicies de Kansas, un viento apurado nos pasa. Miramos para atrás y vemos las nubes grises. La corriente está a favor de nosotros y nos impulsa, pero es raro: al sacar la mano por la ventanilla el viento la empuja hacia adelante cuando lo común sería que lo hiciera hacia atrás. Esto quiere decir que el viento es más rápido que la velocidad del auto y mi presunción se hace evidente cuando al doblar nos choca contra un costado y quedamos ladeando de un lado a otro porque es difícil de controlar.

Manejamos tensamente, mirando cada cinco minutos para atrás, durante dos horas, cuando por fin la calma vuelve de repente. Como está por oscurecer, paramos en una casa de campo cercana al camino y preguntamos si nos pueden hospedar. Un hombre mayor, que ni siquiera abre la puerta, nos responde que no.

La segunda construcción que encontramos está alejada del camino y es mucho más sencilla que la anterior. De un gran galpón que está continuo sale un señor vestido con mameluco. Viene limpiándose las manos aceitadas, y enseguida me las extiende para saludar. Apenas nos presentamos le decimos que estamos buscando dónde dormir. Él no comenta nada, sólo mira el camino de entrada al campo porque justo está llegando su mujer.

–No creo que vaya a haber problema, pero déjenme preguntarle a mi mujer.

La vemos bajar con sus nietos del auto.

–Estos chicos son de Sudamérica y están yendo a Alaska. Buscan dónde poder dormir –le explica el marido.

–Bueno, chicos, de alguna forma nos vamos a arreglar, vengan –responde.

En cuanto cae la noche, la casa se llena: los abuelos, sus hijos, los cuatro nietos, que juegan con Pampa hasta la medianoche, y nosotros. La familia se muestra súper feliz con nuestra visita, les gusta oír historias de lejanos lugares y de personajes del mundo. La hija menor de la señora trae el álbum de fotos de su viaje de egresados a Alaska, para demostrarnos lo bien que la ha pasado. Al verla, sus sobrinos traen también los suyos, luego los abuelos nos muestran el de su casamiento y hasta un video de un viaje.

Agradecidos por haber sido recibidos tan cálidamente, al día siguiente damos una charla en el colegio rural, donde la abuela es maestra, rodeados de cientos de chicos.

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Fiesta latina

Llegamos justo a Denver para la gran fiesta latina del 5 de mayo, que se realiza en el centro de la ciudad. El único problema es que los espacios hay que pagarlos y están todos vendidos. Vemos en este acontecimiento una gran posibilidad para juntar suficiente dinero con el que cruzar todas las rocallosas, el desierto de Utah y Nevada, así que buscamos otro modo de ingresar.

Preguntamos a cada latino, que son miles en Denver, hasta que llegamos a uno que está ayudando en la campaña política a una concejala. Él nos lleva hasta ella, quien pronto hace un llamado: “Tengo aquí presente a un matrimonio que es un ejemplo de que los latinos son capaces de hacer. Esto es para celebrarlo y ¡qué mejor que en una fiesta latina!”. Cuando corta, ya todo está solucionado: tenemos nuestro espacio y sin cargo alguno.

Acomodamos el auto en una excelente esquina, donde colgamos el enorme cartel: “Viajando de Argentina a Alaska” y durante los cuatro días de fiesta nos va de maravillas. Nunca pensamos que habría tantos latinos por estos lados.

Está lleno de puestos de comidas como burritos, choclos, puestos en las calles, de ropa, de artículos para el hogar, que nos recuerdan aquellos mercados que tanto visitamos. En algunos pasillos entre los locales que tan llenos de cosas están, se escucha gente discutir el precio, en otro a la vendedora jurando que no destiñe ni se achica, en este otro puesto la señora que vende yuyos diciéndome que hasta los hay para enamorar. Pero yo… yo, señora, ya estoy súper enamorado. Hay gritos por todos lados, gritos de ofertas, de festejos y a gritos se llaman. “Hey pana mírale aquí”, “¿Oíste? No tengo fuerzas”, “Epale, ven para acá, no seas pichirri, cómpratelo” “Hey pelado no se toca, ahoritica te atiendo”, “¿Qué hubo?”, “El mae me está vacilando”, “No le vendas, el Chavalo no tiene pisto”, “No tenga pena mañana vuelva”, “¡Está chulo seño!”, “¿Le pagó cabal la patoja?”, “Corre estos chunches de aquí”, “Que Dios te bendiga”.

Vivir todo esto nos trae maravillosos recuerdos, ganas de vivirlo todo de nuevo. ¡Quiero tener el “¡pura vida!” de Costa Rica en la punta de la lengua cada vez que me pregunten “qué tal”. Quiero que sepan que estoy feliz cuando digo “chévere” como lo dicen en Venezuela. Quiero cambiar mi “de nada” cuando alguien agradece por un “siempre a la orden” de Colombia. De Ecuador quisiera saber decir “¿mande?” cuando no entiendo qué me dijeron, me fascinaría decir con esa feliz tonada de los chilenos “¿cachai, po?” después de explicar algo, y cuando me cuenten algo decir el “ándale” de México. Quisiera llamar a mis amigos “pana” como lo hacen en Perú y un “primero Dios” cuando deseo algo como los nicaragüenses.

En fin, esta fiesta me recuerda que quiero conservar conmigo todo lo que me enseñaron mis hermanos latinoamericanos.

Entre hippies y en sintonía

Volvemos a subir montañas, que tanto nos gustan. El Graham va lento, pero seguro. Atravesamos pueblitos fantasmas, abandonados, exactamente iguales a los de las películas del lejano oeste. Continuamos por caminos de tierra seca, a veces suelta, a veces arenosa, y de repente en una curva que está repleta de pozos en “serrucho”, el auto empieza a saltar. Intentamos doblar, pero perdemos el control. El barranco empieza donde termina el camino y no tiene guardavalla, por los brincos y la tracción trasera el auto se va de cola para el lado del vacío. Si freno, puede que pierda el control. Si mantengo la velocidad, caemos. Acelero como nunca lo hice, a fondo, y el auto se impulsa hacia adelante volviendo contra la montaña. Gracias a Dios, nadie venía en este momento en sentido contrario. Cande, que ha pegado tantos gritos como yo, aunque los míos hayan sido silenciosos, pide que paremos. Lo hacemos nada más para respirar profundamente y suspirar. Por su parte, Pampa sólo sonríe.

Luego de este gran susto, seguimos camino. Éste nos enamora con sus lugares bellísimos, como el Parque Nacional de Mesa Verde. En Utah los parques nacionales, como el Natural Bridges, con sus grandes puentes naturales, el Cañón Bryce y el Zion.

Una familia que conocemos durante el paseo nos invita a pasar por su casa que está en Boulder, un pueblo muy pequeño y precioso. Ellos son cien por ciento hippies: su casa es una carpa blanca con forma de iglú llamada Yurt, de un ambiente y con un hogar a leña que también funciona como cocina. Las dos hijas de la pareja visten ropas hechas con cuero de venado, que ellos mismos curten, calzan sandalias sólo cuando salen, usan ropas sueltas y el cabello largo. Cultivan la tierra, preparan sus conservas y todo lo que comemos es hecho por ellos. Buscan sencillez, tranquilidad y paz. Trabajar la tierra es muy importante para ellos, porque necesitan estar en contacto con ella, sentirla entre sus dedos.

–Somos parte de la naturaleza, no estamos contra ella, sino en ella. No tenemos que buscar superarla, sino desarrollarnos con ella en total armonía. La dependencia de nuestros cuerpos a la tierra es total e influye absolutamente en nuestra salud, para bien o para mal. Todo lo que le hacemos nos lo hacemos a nosotros mismos –nos enseña.

A sus hijas se las ve felices. Orgullosas nos muestran lo que ellas sembraron, sus conejos y todo lo que deben cuidar. Sin ninguna timidez nos toman de las manos, nos abrazan. A Pampa se lo llevan afuera y lo hacen jugar con pedacitos de maderas. En un momento veo que Pampa junta tierra y se la lleva a la boca. Mi primera reacción es detenerlo.

–No te preocupes, si lo hace, es porque la necesita. No hay químicos ni venenos en esta tierra, así que le va a hacer muy bien. Sólo va a tomar uno o dos puñados –me aconseja el hombre, y tiene razón: al segundo puñado Pampa deja de hacerlo.

En el mismo pueblo hay una comunidad más grande y que vive en casas móviles. Al entrar a una de ellas nos llevamos una gigante sorpresa: en el medio de Estados Unidos, a miles y miles de kilómetros de Sudamérica y a cientos de cualquier latino, están todos tomando mate y con el equipo completo.

–Unos argentinos que vinieron a hacer un curso de supervivencia nos dieron de probar y al ver todo lo bueno que contiene para el cuerpo quedamos encantados –nos explican.

Tomando mate nos quedamos charlando con ellos. Nos cuentan que se dedican a la tierra y a dar clases de supervivencia. Conversamos acerca de nuestro viaje y de muchas experiencias que ellos también adquirieron viajando. Comprenden de milagros y no se sorprenden ante las cosas increíbles que nos vienen sucediendo, de nuestras anécdotas sobre lo maravilloso de conocer gente y de la excelente forma que nos tratan y nos ayudan. Para esta gente, así es como debe ser, ellos reciben personas todo el tiempo y cuando viajan son recibidos por otras. Quieren a la tierra, pero no se apegan a una sola parte de ella, buscan recorrerla.

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–Vivir en estos tiempos, al ritmo que exige la sociedad, cuesta cada vez más. Primero aparecieron la radio, el auto, el televisor, los electrodomésticos, el teléfono, la computadora, el celular… y cuando se llegó a tener todo esto aparecieron modelos más modernos que la nueva sociedad exige tener. De este modo nos demanda más esfuerzos, en una carrera que no se termina y en la que cada vez hay que ir más rápido –comenta un joven rubio cuyo cabello le llega hasta los hombros.

–Nosotros nos bajamos de esa autopista y tomamos este camino más lento, no estamos en contra, sólo más tranquilos, en sintonía con la naturaleza y en concordancia con los nuevos tiempos –agrega la mujer que sabe cebar el mate espumoso.

Los malos de la película

De vuelta en el camino aparece un coloso de la naturaleza: el Gran Cañón. Aquí, sentado en una cornisa, uno puede pasarse horas mirando el inmenso paisaje repleto de diversidad de formas y colores. Saludo al cañón como a un rey y admirándolo por sus bellezas repito un pequeño ritual que tengo con cada lugar que me hace sentir tanto: me mojo un dedo índice, lo apoyo en la tierra rojiza y lo llevo a mi boca junto a un poco de tierra. Ahora este lugar es parte de mí y yo soy parte de él.

Retornamos a la famosa ruta 66, después de haber atravesado el desierto de Nevada y visitado la fastuosa ciudad de Las Vegas, que nos encandiló. Entramos a California por la ruta por la que muchos inmigrantes llegaron con ganas de empezar de nuevo en una tierra de buen clima, playas, películas y sueños.

Justo aquí, en la ruta desértica, nos estamos por quedar sin gasolina. Aunque creíamos que si algo sobraba por acá eran estaciones de servicio, no hay ninguna a la vista. Decidimos pasar por los pueblitos marcados en el mapa para allí encontrar alguna. Al llegar los hallamos casi abandonados: sus gasolineras han sido cerradas hace mucho tiempo.

La noche está en sus principios y paramos en la primera casa a preguntar por este preciado líquido. Aparecen dos hombres que en cualquier película harían el papel de malos: ambos visten carpinteros rayados, uno es bien panzón, luce una barba descuidada y unos pelos despeinados asoman debajo de su gorra, el otro es flaco, también lleva días sin afeitarse y con una sonrisa desdentada asiente a todo lo que su compañero nos dice:

–No hay gasolina por unas cuantas millas –mientras me lo dice reviso lo que me queda en el tanque–. Con eso se va a quedar en esta peligrosa noche en la mitad de este temible desierto. Si quiere, nosotros le vendemos seis galones que es lo que necesitaría para llegar a la próxima estación –me sugiere el gordo mientras el flaco afirma con la cabeza.

Nos vamos sintiéndonos robados, ya que hemos pagamos la gasolina tres veces más cara que el precio de mercado. Y encima comprobamos que fuimos estafados cuando a tan sólo tres millas encontramos una gasolinera.

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Si lo puedes soñar, lo puedes cumplir

Entrar a la ciudad de Los Ángeles implica atravesar muchas ciudades todas juntas: es gigante. Enseguida aparece quien nos quiere invitar a dormir a su casa pero tenemos gente esperándonos en Hollywood. Donde dormimos entre casas de actores, escritores y directores de películas. Quien nos hospeda es director de comerciales: junto a sus amigos en la década del 70 recorrió gran parte de Sudamérica en bicicleta.

Entre los amigos que nos presenta hay una agente que ve en nuestra historia una película, y a la que le respondemos lo mismo que a otra agente de Florida: “Cuando terminemos el libro, no ahora”.

Entre los lugares que visitamos hay un restaurante argentino en el que podemos vender los libros en español. A él asiste gente de todos lados: estadounidenses, descendientes de árabes, asiáticos, italianos, españoles y muchos latinos de todas las razas y lugares. A nadie le importa cuál es nuestra religión ni nacionalidad, ni qué ideales tenemos, sino tan sólo que estamos cumpliendo un sueño, que todo humano tiene, y por el que quieren hacer algo.

Firmando un libro le pido a un señor mayor que me escriba su dirección para avisarle cuando lleguemos a Alaska. El hombre mientras lo hace muestra un tatuaje con un número en su antebrazo. Le pregunto si es de la Segunda Guerra Mundial:

–Sí, son los que nos hicieron en los campos de concentración –el señor, que habla en perfecto español, lo cuenta sin odio–. Fue el error de unos pocos en contra de unos cuantos, tenemos que recordarlo para que no se repita.

–¡Ojalá que no lleguen nunca a Alaska! –grita uno para que todos lo oigan–. ¡Ojalá nunca lleguen!

–¿Por qué? –le pregunta otro medio enojado ante su deseo.

–Porque yo cumplí mi sueño: viajé en moto desde Argentina hasta Nueva York y lo más triste es cuando se termina. Lo mejor de un sueño está en ir cumpliéndolo.

Tiene razón, estamos sintiendo algo distinto desde que llegamos a California, ya estamos en el tramo final, ya no hay más desvíos que hacer y algo diferente se siente al saber que ya falta poco para terminar.

Un señor que ayer nos compró el libro vuelve y llega justo a la charla a aconsejarnos:

–No paren, por favor, no lo hagan. Hace dieciocho años llegué a Los Ángeles con un amigo, estábamos cumpliendo nuestro sueño de alcanzar Alaska. Hasta acá llegamos a dedo y nos detuvimos para hacer unos pesos. No lo hagan ustedes. No se imaginan todo lo que recordé de mi viaje leyendo su libro. Hoy haciendo un balance me di cuenta de que aquellos días fueron los mejores de mi vida, y culminaron por reunir dinero para seguir, y acá estamos aún juntándolo sin saber para qué y habiendo perdido casi dos décadas. Lo mejor que junté en mi vida son recuerdos de ese viaje, así que por favor continúen, háganlo por mí.

Antes de dejar Los Ángeles nos súper divertimos gracias a Pampa en Disneylandia, invitados por un señor que trabaja ahí. Al llegar al monumento a Walt Disney leemos su mensaje: “Si lo puedes soñar, lo puedes cumplir”.

–¡Señor Disney, le doy toda la razón! –le digo a viva voz a la escultura. Veo que algunas personas que están ahí me miran, y entonces les digo a ellos–. Este tipo sí sabe lo que dice.

Los primeros pasos

Tras nuestro saludo con mucho respeto al mar Pacífico que felices volvemos a ver, mojar mi dedo y tomar algunas gotas, nos despedimos de él en San Luis Obispo, para subir de nuevo a las montañas. Vamos cuesta arriba para tocar, sentir y abrazar a las secuoyas. Apenas empezamos a ver a los primeros árboles paramos y corremos a ver quién los toca primero, Pampa no entiende nada. Son preciosos, increíblemente gigantes, en una parte del bosque salimos a caminar entre muchos de ellos que nos hacen sentir pequeñas hormigas. Nos sentamos apoyando nuestras espaldas en estos árboles que tanta energía irradian, como tanto para contar. Al igual que las montañas, ellos son silenciosos testigos de los últimos tres mil años de la humanidad. Desde el comienzo de todas las pirámides, antes de que muchos profetas llegaran a la tierra, testigos de que Colón pisara América y testigos del hombre que llegara a la luna. Testigos de miles de cosas en tantos años. Mientras las pensamos en voz alta, Pampa recorre con sus pequeños pasos apoyándose en toda la circunferencia del tronco hasta que deja de hacerlo y sorprendiéndonos da sus tres primeros pasos. De golpe y sin saber qué hizo, nos mira, dándonos una hermosa sonrisa de felicidad. Cande le extiende los brazos y vuelve a ella con otros pasos más siendo las secuoyas testigos también de estos primeros pequeños pasos. Algo más para contar de la humanidad.

Sintiéndome muy bien por todo lo que nos pasa y nos rodea, le digo a Cande:

–Ya sé dónde quiero vivir.

–¿Dónde? –me pregunta un poco asustada.

–Cerca de ti.

Tras darnos un abrazo, ella se para y siguiendo las sombras de estos gigante árboles busca su agenda y lápiz. Veo cómo con mucho cariño agrega en ella:

“Desde acá te veo y te cuento lo que siento al tenerte a mi lado. Es tanto que debo volcarlo en un papel para descargar de alguna forma todo el amor que tengo dentro. Sabrás que desde que naciste no hago otra cosa que quererte.

Me sentí súper bien todo el embarazo y estaba orgullosa de mostrarte. Amaba mi panza, llevarte, sentirte, alimentarte, cambiar, te amaba a cada minuto. Te cantaba canciones, te acariciaba, te hablaba y buscaba dónde estaría cada parte de tu cuerpo imaginando e imaginándote por tus movimientos.

Ahora que eres bebé te aprovecho. Te apretujo entre mis brazos todo lo que puedo, eres chiquito y aún te puedo rodear por completo. Te como a besos, me encanta tu cuello y tienes en él unas cosquillas que nos matan de risa a ambos. Ahora, cuando te doy de mamar, te distraes mucho más que antes, cuando comías a ciegas. Quieres charlar en el ínterin, y aunque no te entiendo, creo que lo hago. Te escucho decir “ta-ta”, pero más me habla tu mirada.

¿Sabes? Hace cuatro días me diste una alegría enorme: por primera vez me extendiste los brazos para que te tuviera en los míos. Esos bracitos chiquitos me pedían que te abrazara sabiendo cuánto te adoro. Desde entonces estás pegado a mí como garrapata, y no puedo siquiera imaginarte lejos por un segundo.

Jugar te encanta. Cuando intuyes que empezará un juego, disimulas timidez y miras para otro lado, como intentando ocultar tu ansiedad. Siempre dedicamos con papá un momento del día a jugar contigo, y lo que más te gusta es cuando pego pequeños saltos jugando a que yo los agarro a ustedes y luego ustedes a mí. Cuando paramos, no ves la hora de empezar a saltar. Con papá también solemos perseguirte por el piso. Es increíble cómo nos transformamos en niños como tú: gateamos por todos lados, te contestamos en tu idioma bebé, jugamos con tus juguetes y es así como nos divertimos. También te encantan las hamacas y te matas de risa cuando al mecerte te hacemos morisquetas. A nosotros nos fascina verte reír. Es algo que me llena el alma y lo disfruto el triple: por tu papá, por ti y por mí.

Es lindo esto de viajar contigo. Así junto a tu papá estamos todo el día a tu lado sin perdernos ninguno de tus progresos. Quiero que crezcas y a la vez no. ¿Quién me entiende? Eres un excelente viajero. Andar en el auto te gusta tanto como aparecerte cada noche en un lugar diferente. En cada casa lo primero que entregas es una sonrisa y miras todo a tu alrededor, como preguntándote: “Y ahora, ¿dónde estoy?”. Sin embargo, no parece preocuparte, sino tan sólo causarte curiosidad. Tú te adaptas, eres un ganador, como dice papá, y por ejemplo, duermes de cualquier forma. Te has acostumbrado al improvisado colchón con mantas que te armamos sobre el piso. A veces tienen corralitos o camita de niños o un moisés que usan para las muñecas, lo único que siempre te acompaña a dormir es tu jirafa de peluche.

Viajamos durante tus horas de siesta y paramos mucho más seguido sólo para que puedas caminar y jugar. Además, desde que estás junto a nosotros sólo cumplo con mi trabajo de copiloto mientras duermes, porque cuando no lo haces me la paso jugando contigo, cantándote canciones junto con tu papá, contándote cuentos y distrayéndote del modo más divertido posible.

Tuvimos que regalar un montón de nuestras cosas para hacerte lugar. Pero nos organizamos y pusimos tu sillita entre el asiento delantero y trasero. Allí vas sentado mirando el paisaje. El auto está que rebalsa, pero él no se queja, sino que gustoso por conocerte hasta en el techo lleva tu carrito. La parte trasera del Graham es tu cuarto: en cada esquina tienes un muñeco colgado y en la tabla que está detrás de tu asiento reposan todos tus juguetes.

Ya tienes un año, eres una personita grandota. Gateas por todos lados, casi nada es inalcanzable para ti. Te paras en cualquier parte trepándote de donde sea. A veces estamos muchas horas parados en un lugar vendiendo libros y como no puedes estar todo el tiempo alzado uno de nosotros se queda con la gente mientras el otro te hace caminar. También te solemos dejar parado agarrándote del estribo del auto, donde te quedas un ratito para luego dedicarte a gatear.

Cuando estás en brazos y necesitamos firmar un libro, le pedimos a la gente que te tenga por un ratito. Es gracioso verles las caras, algunos parecen expertos, pero otros hacen gestos sin saber qué hacer contigo. ¿Tú? Todo un santo, permaneces tranquilo mirándolos. Ellos no saben que te encanta, y a veces se ponen tan nerviosos que te devuelven enseguida.

No sé cómo has pasado a ser la estrella de este sueño, la gente pregunta más por ti que por nosotros o el auto. Con la televisión y los periódicos pasa lo mismo: todos quieren saber de ti. Antes de tenerte pensábamos cómo sería nuestro viaje con tu compañía, en qué cambiaría: “¿Las personas nos seguirán recibiendo?”, “¿A nuestro hijo le gustará viajar?”, “¿Se enfermará?”, eran algunas de las preguntas que nos hacíamos. Pero cuando naciste pasó lo que no nos imaginábamos: tu presencia lo hizo todo mejor. Tienes abuelos, tíos, hermanos y primos por todas partes, que te piden que algún día, cuando seas grande, vuelvas a visitarlos. ¿Quién sabe? Quizás lo puedas hacer y así darles una gran felicidad.

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Tengo un pedido muy especial y simple: no te olvides nunca de ellos, de la gente que te recibe y nos ayuda en este sueño. Abre las puertas de tu casa y de tu corazón para cualquier otra persona que te necesite y esté cumpliendo su sueño. Vas a aprender mucho de ellos. No importa lo que tengas para dar, mucho o poco, sólo dalo. Será una forma de agradecer a toda aquella gente que armó alguna vez una camita para ti. Hijo, nadie te ha cerrado las puertas y cuando las abren lo hacen con la mayor satisfacción.

Hoy, Pampa, diste tus primeros pasos. No sé cuantas veces te caíste al tratar de lograrlo, pero aun así seguiste intentándolo. Dios quiera que siempre seas así, que aunque hagas lo que hagas y te caigas, siempre vuelvas a levantarte para continuar tu camino. Desde acá te sigo viendo, hijo, y te adoro. A este sueño, Pampa, te doy la bienvenida. Te quiere mucho,

Tu mamá.”

Pelota de trapo

Tras visitar durante una semana la maravilla que es el Parque Yosemite, retornamos hacia el Pacífico buscando un camino sin autopista. Llegar a San Francisco y golpear la puerta del apartamento de mi padre es muy raro, sobre todo habiendo llegado en auto desde Argentina. Recuerdo cuando le conté mi idea de ir en auto hasta Alaska: “Por favor, tómate un crucero, no hagas cosas raras”, me suplicaba.

Nos atiende Susan, su mujer, quien ya nos quiere como a sus hijos y nos lleva hasta donde mi padre está trabajando. En la ciudad, junto a mi papá, pasan algunos días. Me gusta verlo transformarse en un abuelo: lleva a Pampa a la playa, al Golden Gate Park, al Zoológico... En una de sus salidas los acompaño a un parque. Es mirarlos y disfrutarlos: mi padre se sienta en la arena junto a mi hijo y juegan. ¡Cómo me hubiera encantado haberlo tenido como papá para que empujara mi hamaca, me esperara a la salida del colegio, respondiera mis por qué, me refugiara en mis noches de miedo y pedirle ayuda para remontar aquel barrilete! Cuántas cosas me perdí, nos perdimos. Observo a mi viejo y lo disfruto, como él a su nieto.

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–¿Qué estás pensando que se te ve tan pensativo, Herman? –me pregunta.

–Nada, sólo qué lindo que es todo por acá –miento, no deseo romper este lindo momento.

–Sí, todo es muy lindo, ésta es la ciudad más bella de Estados Unidos, pero te digo una cosa: ahora que llevo casi cuarenta años acá, si pudiera elegir de nuevo entre Quilmes y San Francisco, no sé por cuál optaría –me comenta refiriéndose a la localidad bonaerense de Argentina en la que vivió desde los nueve años hasta los veinte, cuando junto a sus padres se mudó aquí–. Allá pasaba horas en el taller de tornería, donde trabajaba dibujando las piezas. Luego me juntaba con los muchachos en una esquina. La misma esquina de siempre. Recuerdo que solía llegar en mi motoneta, que tanto me costaba arrancar. Junto a mis amigos nos divertíamos muchísimo, salíamos a bailar, a piropear chicas, al bar, al taller, al baldío a jugar a la pelota... Cuando a mis padres les salió la oportunidad de venir para acá, no quise saber nada, si hasta estaba de novio con tu mamá… Al final me convencieron explicándome que si no me llegaba a gustar, me podría volver. Pero ¿cómo iba volver si apenas llegué conseguí un trabajo cuyo sueldo a los tres meses me alcanzó para comprar a crédito un Jaguar? ¿Me imaginas a mí con veinte años pasando de la motoneta al Jaguar? –me inquiere.

Quedo callado imaginándolo al mejor estilo James Dean, hasta que el viejo vuelve a tomar la palabra pero ahora con un tono triste:

–En Argentina iba con mi motoneta a juntarme con mis amigos a una esquina, acá iba por la autopista en mi Jaguar, pero solo.

–¿No te hiciste amigos acá?

–Sí, claro, pero no fue lo mismo. Imagínate: recién llegado y sin saber el idioma, nunca logras sentirte del lugar por completo. Es al día de hoy que la gente al escucharme hablar me pregunta de dónde vengo. ¿Quieres que te diga cuál es el mejor lugar para vivir en el mundo? Adonde están tus amigos. Es preferible estar con ellos jugando con una pelota de trapo, que solo con una de cuero.

Que se recuerde…

Cruzamos el puente colgante Golden Gate para ir a la ciudad de Sausalito, que tan linda es. Tras una invitación, festejamos el Día de la Independencia formando parte nuevamente de la caravana que termina en el parque con una reunión muy familiar. Comemos y charlamos. Estamos más relajados que de costumbre porque es tanta la publicidad que nos han hecho por aquí que no nos hace falta ofrecer nuestros libros, muchos nos los piden apenas nos ven.

Volviendo para San Francisco paramos en una estación de servicio. Se me acerca un vagabundo para pedirme marihuana, aunque tiene una lata de cerveza parece que aún no ha logrado embriagarse lo suficiente. Le respondo que no fumo ni siquiera tabaco. Al oír mi tonada me pregunta de dónde vengo. Le cuento del viaje, pero no nos cree. Para demostrárselo le doy uno de los libros:

–¿Lo puedo comprar?

–No hace falta, déjeme regalárselo –le contesto.

–No, en serio, quisiera comprárselo.

Me da la cerveza para que se la sostenga, se sienta en el piso, se saca el zapato, luego la media y de ella saca unos billetes húmedos y arrugados. Me los da casi todos y se los devuelvo diciéndole que con diez dólares alcanza. Él sigue insistiendo y me los vuelve a dar.

–Poco hice en mi vida ¡pero que se recuerde que Jami Thomason contribuyó a cumplir un sueño! –grita feliz mientras busca más dólares en sus bolsillos.

Con Cande le damos un abrazo, nos despedimos y subimos al auto. Parece que nos quiere decir algo más y le hace señas a ella para que baje el vidrio. Al hacerlo nos tira todo el resto de dinero dentro del carro:

–Disfrútenlos, nadie les dará más sentido a estos billetes que ustedes.

–¡Unos cuantos kilómetros de este viaje te pertenecen, Jami, son tuyos!

Lo dejamos con los brazos abiertos, levantando la cerveza y brindando por nosotros.

Nos cuesta despedirnos de San Francisco, sin embargo nos vamos felices de haber compartido este tiempo con mi familia y además porque Cande habló con su madre, quien se siente muy bien después del tratamiento. Desde que fuimos con Pampa mejora día a día, como dijo mi suegro: “No hay enfermedades, sino enfermos”. También mi suegra está contenta, y ansiosa, porque sabe que estamos cerca de Alaska y eso significa que pronto estaremos de regreso. Se muere de ganas de volver a ver a su hija y a su nieto.

La costa de un pacífico mar

Aunque faltan más de cinco mil kilómetros hasta Alaska, la vemos muy cerca. Sentimos que ahora sí los días y los kilómetros para llegar son contables. Recorremos caminos costeros bellísimos pasando por pueblos y ciudades. En casi todos los lugares, enterados de nuestro paso, nos esperan para hospedarnos y recibirnos con caravanas de autos. Incluso hay gente que se acerca al camino tan sólo para vernos pasar. Las invitaciones que estamos recibiendo son tantas que con dolor muchas tenemos que rechazar, de otro modo llegaríamos en pleno invierno a destino.

Antes de llegar a Eureka, rodeados de gigantes árboles redwood, nos escoltan unos cuantos Ford A que nos siguen por muchos kilómetros. Pasamos por Trinidad, Gold Beach, Reedsport, Beaver hasta Portland, Oregon, donde nos esperan Scott y Carrie Hass.

A ellos los conocimos en un parque nacional donde nos hicieron prometerles que pasaríamos por su casa. Mientras comemos, Scott nos cuenta que él siempre tuvo la idea de viajar solamente en ómnibus públicos desde la ciudad de Vancouver, Canadá, hasta la de San Diego, Estados Unidos. Con el tiempo ese pensamiento se transformó en su sueño, entonces averiguó todos los medios y por suerte muy pocos tramos serían los que debería caminar entre los autobuses.

–Pero sólo era un sueño al que me dedicaba en mis ratos libres –nos comenta–: averiguaba datos, buscaba mapas y demás para pasar el tiempo. Pero nunca me puse realmente firme para lograrlo. Usamos los ahorros que tenía para ese viaje en irnos al parque nacional donde los conocimos a ustedes… y a su libro. No se imaginan lo importante que fue para mí encontrarlos allí. Fue lo mejor del parque: leí en su libro que los sueños se pueden cumplir y como ejemplo aquí están ustedes, felices. Ahora mi sueño está muy cerca de empezar. Y realmente lo está.

Al poco tiempo de marcharnos nos manda un e-mail contándonos que está en Vancouver, ya en viaje.

El bebé viajero

Estar en Seattle es muy especial. Primero, porque hemos estado en la tapa de los dos periódicos más importantes hace ya un tiempo largo y por lo tanto ya tenemos muchas invitaciones.

Segundo, porque a nuestra llegada los medios realizan otra nota invitando a la gente a conocernos en el mercado que está frente al puerto, un lugar muy pintoresco y al que llegan un montón de personas. Todas están tan felices como nosotros de que tan cerca estemos de cumplir nuestra meta.

Una señorita pasa por el lugar y al vernos se queda helada. A pesar de que la gente me distrae con sus preguntas puedo notar la cara de conmoción de la joven que continúa petrificada.

–Hola, me llamo Herman –me presento.

–Sí, ya sé quién eres –me dice con voz un poco temblorosa–. Mi mamá, que vive en Saint Louis –mientras habla busca algo en la cartera–, me mandó esta carta justo en un momento muy difícil de mi vida. No sé cómo, pero ella presintió que algo andaba muy mal conmigo –saca la carta de la cartera y continúa–, por eso me recortó una nota del diario de Saint Louis en que aparece esta historia –nos muestra nuestro artículo–. Fue leerlo y animarme, ¡no saben lo bien que me hizo! Me llenó de esperanzas y alegría por ustedes, pero lo que más me emocionó fue ver la cantidad de gente que por donde pasan los viene ayudando a cumplir este sueño. Me sentía sola, pero a partir de entonces sé que hay miles de personas ahí afuera listas para ayudarme en lo que necesite. Sentí un enorme empuje por vivir la vida y ahora me siento otra –se toma una pausa para mirar a Cande, a Pampa y al auto–. Jamás imaginé encontrarlos, tener la posibilidad de charlar con ustedes. Además ni siquiera sabía que estaban acá ni suelo venir al mercado. Sólo vine a caminar…

–Seguramente debe haber una razón especial para este encuentro –la interrumpo mientras le paso a Pampa para que lo alce.

–¡Lo feliz que mamá se va a poner cuando le cuente que los conocí!

–¿Por qué no mejor llamarla ahora? –le propongo, y con cara de buena idea empieza a telefonearla desde el celular.

–Mamá, ¿a que no sabes a quién tengo en mis brazos? Jamás adivinarías. ¡A Pampa! –hace una pausa–. Sí, al bebé viajero. Es un dulce y estoy muy contenta de conocerlos –le cuenta a su madre.

Hay amor en todos, y para todos

Durante nuestra estadía en Seattle nos hospeda la familia Willie, que también tiene un Graham-Paige. Son personas especiales que todo lo hacen por nosotros.

Por ejemplo, nos organizan un enorme asado para poder juntar a todos aquellos de esta ciudad que nos escribieron. Entre los asistentes hay una señora de unos noventa años que trae consigo muchísimos recortes de diarios y fotos de un viaje hecho con su marido ya difunto. Con ella vinieron dos sordomudos con quienes nos comunicamos mediante un anotador.

Luego llega otra pareja viajera más joven, que se casó en un pueblito en Argentina sintiéndose más unida que nunca al cumplir su sueño. Otro joven de Los Ángeles, que allí nos había escuchado por la radio, se tomó un avión hasta aquí para conocernos. También Jim y Roberta Heath, miembros del Club Graham, quienes nos mandaron uno de los palieres por correo cuando los necesitábamos.

Al día siguiente del asado, Rod Willie, nuestro anfitrión, me pregunta por el estado del auto: “Hay un ruido raro en la caja de cambios…”. Sin dejarme terminar de explicarle, él se pone el mameluco y levanta el auto. No sale de debajo de él hasta que logra sacar la caja y una vez afuera enseguida la desarma hasta encontrar que la pieza más importante está muy gastada. El auto que él tiene es como el nuestro, pero descapotable. Rod sacrifica la pieza de su caja de cambios para ponérsela a la nuestra. Como si fuera poco, por hacer el arreglo llega, junto conmigo, tarde a la fiesta de cumpleaños de su nieto.

Al llegar, Cande, Pampa y la esposa de Rod, que estaban esperándonos, nos presentan a un niño que casi nada habla inglés:

–Es ruso, de Chernobyl. Viene aquí todos los años por quince días para tratamientos médicos. La planta nuclear de su ciudad explotó y él enfermó a causa de la radiación, como muchos otros –me cuenta la señora.

Luego nos enteramos que su hija es quien todos los años paga los pasajes y los tratamientos de aquel niño. Lo más maravilloso es que encima ella no es adinerada, sino que tiene que sacrificarse todo el año para juntar lo suficiente y sus hijos nada le reprochan. Es más, ellos incluso colaboran con sus padres para que sea posible ayudar al pequeño.

–Muchas veces queremos cambiar el mundo por uno mejor, pero no tenemos la solución en nuestras manos. Por eso pusimos nuestras manos a trabajar y hacemos esto que tanto nos colma –me comenta el hada madrina del ruso.

–Nosotros, en nombre de muchos, te decimos: ¡gracias, muchas gracias!

Tras tres días en el mercado y de convivir con amigos, nos despedimos de Seattle. Como siempre, quisiéramos quedarnos más tiempo, pero prometimos estar en la Isla de Vancouver, Canadá, para participar de un gran show de autos al que nos están invitando desde hace mucho tiempo.

Regreso a Canadá

Fuertes aplausos

Nos tomamos el ferry a la Isla de Vancouver: el recibimiento organizado por Roy está fuera de todo lo imaginado. Antes de que alcancemos el puerto, vemos cómo llegan a la bahía barcos de todas partes y el escuadrón de aviones acrobáticos del ejército realiza sus más difíciles acrobacias brindando un espectáculo precioso. Para completarla, al bajar del ferry muchísima gente nos acoge con aplausos mientras Roy nos entrega un enorme ramo de flores:

–¿Les gustaron los aviones? –nos pregunta– No se imaginan lo que gasté... pero ¡qué importa! –agrega riéndose feliz de la coincidencia.

–Roy, ¿quién es toda esta gente?

–Ah, son personas que esperaban subir al ferry; las convencí para que apenas los vieran a ustedes llegar, celebraran. Además habrán visto que el día está perfecto, tal como lo solicité… –agrega con sorna.

Nuestro amigo nos viene escribiendo desde que se enteró del inconveniente con la visa canadiense. Ahora, en su tierra, nos tiene todo programado: primero nos lleva a una casa que nos ha conseguido y en la que estaremos solos, dado que sus dueños están de vacaciones. Al entrar en ella la encontramos llena de productos argentinos: vinos, fiambres, quesos, libros y hasta música de nuestra tierra.

Los dos días siguientes, Roy nos acompaña a unas bellísimas reuniones de autos, en las que ya saben de nosotros gracias a la difusión que él nos ha dado. En uno de estos encuentros recibimos un diploma de bienvenida del alcalde; el premio al mejor auto, elegido por el presidente del club, y muchos regalos que nos trae la gente.

Todo es maravilloso, pero aun así la gente se encuentra preocupada por nuestra llegada a fin de temporada: los fríos se avecinan rápidamente y todos los turistas con que nos encontramos, que son muchos, se están yendo. Uno de ellos nos dice:

–Miren el cielo, vean los pájaros y se darán cuenta de si están llegando tarde.

Miramos y vemos que vuelan en sentido contrario al nuestro.

–En Alaska hay sólo dos estaciones: este invierno y el invierno pasado –agrega otro.

–No hay calefacción de auto que sea suficiente. Se necesita de instalaciones eléctricas que mantengan el aceite, el agua y la gasolina sin congelarse y, ante una tormenta de nieve, todo auto tiene que llevar una caja con comida, pala, ropa de abrigo y una vela para mantener el calor, entre otras cosas.

Palabras selladas

En el ferry que nos lleva de vuelta al continente y a la ciudad de Vancouver, Cande escribe. Lo está haciendo mucho más últimamente, es que ambos estamos sintiendo cosas que queremos guardar para volver a recordar cuando el sueño se haya cumplido. Veo cómo deja caer lágrimas que mojan sus letras; escribe con la pluma y sella con el alma. Cuando termina le pido que me deje leerlo:

“Estamos cerca, muy pero muy cerca. ¿Qué siento? No lo sé, pero los ojos se me llenan de lágrimas. Vancouver, una ciudad esperada, una ciudad muy lejos de casa y a la vez cercana a mi destino. Pero ¿cuál es mi destino? ¿Alaska? Creo que tengo varios. Ahora es cumplir mi sueño.

Estoy nerviosa, me quiero relajar y no puedo. ¿Cuándo estuve nerviosa durante este viaje? Una semana antes de salir, el minuto anterior a prender el auto y dejar mi casa, mi familia y mis amigos. El primer día todavía lo recuerdo como si fuera hoy. Me reía de cualquier cosa, sentía ansiedad. Parecía que me olvidaba de todo: documentos, remedios, ropa, máquina de fotos... Mi mente iba a mil revoluciones por hora cuando a mi alrededor todo se movía a 40 Km/HR. Tenía muchas preocupaciones que hoy entiendo que estaban de más. Muchos miedos. Recién ahora puedo ver y explicar lo que sentí en ese momento.

¿Cuándo podré explicar lo que siento ahora? ¿En Alaska? No lo sé. Estoy nerviosa, pero esta vez es diferente: quiero llegar y a la vez no quiero. Físicamente me dirijo hacia lo desconocido, adonde me espera la sorpresa; sentimentalmente voy al pasado, adonde fui sorprendida.

Ayer una señora se acercó a saludarme y me dijo: ‘Vengo especialmente a estrechar la mano de una mujer que tuvo la valentía de perseguir sus sueños’. Nos dimos las manos con firmeza y no pude evitar soltar lágrimas, sentía que las piernas me temblaban. Esa señora realmente me admiraba y yo podía sentirlo no solo en sus palabras sino sobre todo al tocar su mano. Muchas veces nos demostraron admiración, pero ¿por qué temblé esta vez? Creo que porque estamos cerca. En ese apretujón de manos vi mis kilómetros recorridos: me vi de niña, cuando ya soñaba con viajar y luego me vi allí en la Isla de Vancouver. Por eso temblé, porque sentí admiración de mí misma.

La señora se fue, me di vuelta y ahí estaba el carrito de los sueños, como suelen llamar al Graham. Al mirarlo lo percibí más grande, fuerte y con mucha personalidad. No me parecía así al comienzo del viaje. Entonces tenía mis dudas: ¿sería capaz de llevarnos al otro lado del mapa? Lo veía débil, frágil por la edad, pequeño. El tiempo, las vivencias y los kilómetros lo fortalecieron. Exactamente lo mismo pasó con nosotros. Nos fortalecimos a cada kilómetro.

Cada minuto que pasó, pasó, pero sigue vivo dentro de mí. Cada kilómetro que recorrí, lo sentí y pisé con firmeza. Ahora me miro y me veo distinta. Crecí sin darme cuenta y fue la gente quien me mostró al mundo de otra manera. Pero ¿cómo me siento ahora? No lo sé. ¿Cómo podría sentirme más tranquila? Busqué esa respuesta últimamente, escuché los comentarios de la gente para hallarla y reconfortarme, pero no. Muchos mirando hacia delante me dijeron: “Ya falta poco” “¿Y después qué?” “¿Cómo se adaptaran a no viajar?”, frases que más nerviosa me pusieron.

Entonces me doy cuenta de que al lado de mí tengo una respuesta. Una respuesta que me acompañó todo este tiempo y que se incrementó con cada foto nueva que pusimos en sus hojas: es el álbum él que logra tranquilizarme mostrándome todo lo hecho. Es increíble con que intensidad viví estos años. Cada foto cuenta: es tiempo y espacio, es gente. Mirándolas me tranquilizo. Pero no solo el ayer me apacigua, el futuro también. Herman dijo algo muy cierto: ‘No veo Alaska como el fin del sueño, sino como el comienzo de otro’. El pasado es concreto y el futuro incierto. Y aunque temo a la incertidumbre, ahora sé que algún día el futuro será concreto. Ahora, tan cerca de Alaska, sé que nada es imposible.”

Termino de leer lo que Cande escribió. Ahora soy yo quien sella sus palabras con una lágrima.

Volver a ser parte

En el camino a Prince George nos espera Jack, un hombre mayor de casi ochenta años que para que lo identifiquemos escribió un cartel que dice “Argentina”. Al llegar a su casa, nos da una bellísima sorpresa: nos muestra fotos de dos argentinos a quienes también recibió anteriormente. Se trata de los chicos que viajaron a Alaska en un Ford T y que llevaron en su auto a casarse a la pareja que conocimos el día de su aniversario en Manta, Ecuador. A Jack se le quiebra la voz cuando nos cuenta sobre los arreglos que le hicieron al Ford entonces, y es tanta la alegría que siente por haber sido parte de ese sueño que siente suyo. Es más: pareciera que esos dos chicos hicieron el viaje hasta este lugar de Canadá “sólo” para cumplir el sueño de Jack.

Al día siguiente, en el desayuno, Jack ya tiene puesto su mameluco. Como si ya fuera costumbre recibir viajeros de Argentina rumbo a Alaska y además arreglarles el auto. Enseguida encuentra qué arreglarle y hasta busca un soldador para que lo ayude.

Una vez que finaliza el trabajo, emocionados por las causalidades nos despedimos de Jack tras haberle entregado también nuestro sueño.

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Bonnie & Clyde en el río de los osos

Continuamos la marcha manejando muchos más kilómetros de los que acostumbramos. Paramos en bellísimas casas, cerca de arroyos y construidas con troncos en las que, sumado a la hospitalidad de su gente, nos quisiéramos quedar varios días, pero es ver el cielo y ver a los pájaros irse. Nosotros aún ni hemos llegado.

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Vamos por caminos de tierra, a veces asfaltados, rodeados de bosques y, por momentos, de enormes montañas de donde bajan glaciares. Vemos cruzarse en nuestra huella un alce y osos negros y hasta nos topamos con una osa junto a sus dos crías. Deseosos de ver más de éstos nos vamos para Hyder, un pequeño pueblo de no más de cien habitantes que es parte de Alaska y de Estados Unidos. Para llegar a él debemos salir de Canadá, y al entrar no hay ninguna clase de control fronterizo.

En Hyder el camino sólo sigue tres kilómetros y nada más, aunque es parte de Alaska no sentimos el haber llegado. A este pueblo llegan miles de salmones para desovar en pequeños arroyos, salmones que son presas fáciles de atrapar por los osos del lugar. Ellos nada le temen al hombre y desde muy cerca los podemos observar: hay tantos salmones que eligen el que quieren y comen sólo la parte que más les gusta. Nos quedamos totalmente sorprendidos al ver su inmenso tamaño, sus uñas son del tamaño de mi dedo meñique y se comen en un par de mordiscos todo un salmón.

–No estamos en la dieta de los osos y hay muchos peces para comer que saben mejor que nosotros, así que no teman –nos dice un señor vestido con ropas de cazador–. Todos los años hay ataques de osos, pero la mayoría ocurren porque se sienten sorprendidos. Les recomiendo que si quieren entrar al bosque, hagan mucho ruido y lleven pimienta en spray. Ya la usé dos veces y realmente funciona. Si no, no estaría aquí contándoles esto –explica el hombre que se dedica a estudiar y fotografiar osos.

Salimos de Hyder para volver a Canadá, que sí tiene control fronterizo. Una señora uniformada nos hace señas para detenernos y me dice algo sobre seguir hasta más adelante. Entonces empiezo a mover el auto.

–¡Que se baje del auto! –nos grita la oficial mientras se pone en posición y se prepara para detenernos a la fuerza.

Paramos, nos bajamos y con otro grito un poco más suave nos indica ir hacia el frente del auto. Se pone unos guantes blancos y revisa todo junto a otra mujer a la que llama para que la ayude. Pasan paños químicos por el volante para detectar si fumo marihuana, luego continúan buscando reacciones por distintos lugares y dentro de los bolsos. Les intento decir que sólo estuve tres horas en Hyder y que vengo de Canadá.

–Atrás, quédese donde le indiqué, ¡conteste sólo lo que se le pregunta! –me ordena con voz autoritaria. Me pongo a pensar que por el remoto lugar en que estamos puede que aún tengan colgado el papel de búsqueda de Bonnie and Clyde ofreciéndose recompensa, y esta idea me produce una risita que la mujer escucha.

–¡¿De qué se ríe?! –me pregunta enojada.

–Es que no lo puedo creer. Pasamos por 25 fronteras, por países famosos por drogas, otros por armas y muchos por contrabando y nunca nos revisaron. Y acá, que venimos de haber estado casi tres horas en un pueblo que sólo tiene osos, nos revisan todo… Perdón, pero me da gracia.

–¡Hago mi trabajo! –se justifica mientras nos entrega los papeles y nos hace señas de seguir.

Antes de volver hay que llegar

Pasamos la noche con unos alemanes que en un camión del 60 armaron su motorhome y están dando la vuelta al mundo hace seis años. Dos días antes de empezar su viaje se dieron cuenta de que ella estaba embarazada, pero aun así no abandonaron su sueño. Hoy la niña está por cumplir los seis.

–Al principio nos imaginábamos que sería imposible viajar con ella. En cambio, ahora no imaginamos cómo sería viajar sin ella. En países como Tailandia o Vietnam, era ella quien jugando con los niños aprendía el idioma del lugar y eso nos ayudaba muchísimo para cosas tan sencillas como hacer las compras en el mercado –nos explica el padre de la niña, que súper desenvuelta va y viene jugando con Pampa.

Estamos frente a un lago, lugar hasta el que nos trajo una huella de tierra que tomamos. El lugar me invita a recorrerlo y entro a un bosque más achaparrado y muy silencioso, sólo un águila avisa de mi presencia. Camino silbando bajo. Me elevé y me vi caminando por este inmenso bosque, silbando por miedo a osos y vi que nunca me imaginé estar haciendo esto, ¡y menos en este lugar!

Salí a cumplir un sueño y jamás me imaginé ayudar en una autopsia, en un parto, construir una canoa, bajar el Amazonas, quedarme sin dinero, que Cande fuera pintora y ambos ponernos a escribir, tener un hijo y llenarnos de amigos. Sólo salimos a recorrer un continente y el hacerlo se transformó en vivirlo. Nosotros sabíamos de nuestra partida y Dios de nuestro destino y regreso… Regreso que aún no tenemos ni idea de cómo será.

Todos nos preguntan qué haremos al llegar a Alaska, como si lo tuviéramos planeado. Tanto tardamos en alcanzar este destino que ahora no quiero pensar cómo nos iremos. Primero deseo llegar a Alaska, vivirla, disfrutarla. No sé cómo vamos a regresar, lo único de lo que estoy seguro es que llevar el auto de regreso a casa está fuera de todo nuestro alcance por lo que cuesta. Pero para empezar a volver, primero hay que llegar.

Veo que la vida es como un rompecabezas que se va formando con momentos, hay lindos y aburridos, hay partes difíciles y otras fáciles. Es tan frágil que en cualquier momento todo se puede romper. Pero lo lindo es que siempre se puede volver a empezar. De alguna manera, vamos a empezar el regreso.

El principio de otro sueño

Puede que en cuatro o cinco días lleguemos. Todo es tan lindo alrededor nuestro como lo es dentro nuestro y en silencio lo disfrutamos. Sólo lo rompemos para señalar algo o para compartir un recuerdo de algún lugar o persona que con silencio volvemos a disfrutar. La mayoría de los negocios aledaños al camino han cerrado por el fin de la temporada. Seguimos mirando al cielo y ya son pocas las aves que vuelan hacia el sur. Nosotros seguimos al norte.

Cande toma su anotador y escribe: “11 de agosto de 2003, Cassiar Hwy., British Columbia, Canadá: Alaska está ahí, llega muy pronto. Es en este momento, cuando veo la ruta delante de mí, en el que mi mente navega con mis sentimientos. Recuerdo momentos difíciles de olvidar. Amigos, sonrisas, fiestas, palabras, descanso, una tarde, alegrías, tristezas, todo navega hacia diferentes rumbos. Puedo imaginar la cara de la gente cuando les demos la noticia. Puedo escuchar sus comentarios entusiasmados, sus gritos, sus sonrisas, pero no puedo imaginarme a mí. Sé que no veré la hora en la que les diga a todos “lo logramos”. Su felicidad me contagiará y se sumará a la mía.

Estamos cerca de Alaska y estas montañas que veo frente a mí me recuerdan Los Andes del principio. Sentimientos mezclados estoy viviendo, igual que al comienzo que solo en la desolación del paisaje se encuentran.”

Hoy, no

Hoy es 15 de agosto del 2003 y estamos a muy pocos kilómetros de la frontera con Alaska.

–Mi amor, no quiero llegar hoy a Alaska. Algo me dice que aún no estoy preparada –me comenta Cande.

Al escucharla pienso que ninguno de los dos desea llegar hoy, es algo raro, pero es así.

–¿Adónde escribiremos el libro final? –me pregunta pensando más en el futuro que en el presente.

–Cande, discúlpame, pero estoy en un momento en el que necesito pensar –le respondo.

Ella se queda en silencio con la mirada perdida en las montañas, en la ruta, pensando seguramente en el día de hoy. De repente me da un beso, otro a Pampa, otro al auto y el último lo da en el aire. Me deja sorprendido hasta que nos dice:

–Gracias, mi amor, por acompañarme en este sueño; gracias, Pampita, por tu excelente compañía; gracias, Graham, por traerme con esfuerzo hasta acá y gracias, gente, por ayudarme en mi sueño. No lo logré sola. ¿Sabes? Doy gracias por haber empezado mi sueño aquel día. Siento mi alma entera, llena de satisfacciones. Estoy feliz.

Seguimos manejando y el silencio vuelve, ninguno pregunta al otro dónde anda volando con su mente. Cada uno en su mundo. Canto en voz baja “Manso y tranquilo” de Piero, ideal.

Se hace tarde, pero igual podríamos cruzar la frontera. Paramos en una gasolinera de un camping, en realidad no sé para qué, porque gasolina no necesitamos. Sale del negocio un señor de cincuenta y tantos años que nos pregunta:

–¿Se acuerdan de mí? Yo soy Bill y los conocí en la isla Vancouver. No puedo creer encontrarlos acá. Vivo allí, pero durante el verano vengo a Yukon a trabajar y paso la temporada con mi amigo Bob.

Éste está pintando unas cornamentas de alces gigantes para adornar su puesto de venta de salmón y demás pescados. Bill nos lo presenta:

–Bienvenidos a mi camping. A mí me encantaría invitarlos a comer, así que les ofrezco una de mis cabañas para dormir y desayunar juntos mañana antes de que lleguen a Alaska –cuando nos hace esta propuesta, nos miramos con Cande y así cae de madura la decisión de no seguir por hoy. El gran día será mañana.

Más relajados, adornamos el auto con las cornamentas para sacar unas fotos y al vernos la gente del camping se acerca. Provienen de Holanda, de Québec, de New Hampshire y de Alemania y para nuestra sorpresa, todos compran el libro. Más gente para agradecer.

Después de una excelente comida, estamos los tres en la cabaña iluminados por una sola lámpara. Pampa, que tan chiquitito es, duerme plácidamente sin saber qué significa para nosotros el día de mañana. Me quedo dormido junto a él mientras Cande escribe su diario.

No sé por qué pero al rato me despierto y veo que ella aún sigue escribiendo. No se ha dado cuenta de mi despertar. En sigilo sigo viéndola concentrada en su papel. La tenue luz de la lámpara brilla en una lágrima que viene bajando por su mejilla. Debe de estar escribiendo con todo su ser sus sentimientos. Se la ve lindísima, mucho más linda que cuando nos pusimos de novios y mucho más desde que nos casamos. Se la ve radiante, llena de vida, feliz. Se la ve madre y soñadora, se ve en ella la mujer que todo hombre ha deseado tener. Cambio toda una vida en el cielo por sólo un día más con ella.

–Cande, ¿qué deseos pediste cuando soltamos el globo en Ecuador?

–¿Estabas despierto? ¿Hace mucho? –se sorprende.

–No, sólo hace unos minutos. ¿Qué deseos pediste?

–Para que se cumplan no hay que contarlos.

–A mí ya se me cumplieron dos –le digo demostrando mi felicidad.

–¿Cuáles?

–Si tú no me cuentas los tuyos...

–Bueno, ya se me cumplió uno –me dice.

–¡Tener un hijo! También fue uno de mis deseos.

–¿Y el otro?

–Si tú no me cuentas…

La meta está cerca

Despertamos muy temprano. Hoy sí nos sentimos preparados y listos para llegar. El día es maravilloso, parece que ni el cálido sol quiere perderse nuestra llegada y se lo ve más radiante que nunca. ¡Llegó el día tan esperado durante años!

El desayuno junto a Bob y Bill es estupendo. Tras él los dejamos súper agradecidos por haber hecho que una tradición del viaje nuevamente se cumpla: la de despedirnos maravillosamente de cada país visitado.

En la última estación de servicio de Canadá llenamos el tanque, pero un turista italiano no nos deja pagar. Como él hay otros que están compartiendo la felicidad de alcanzar nuestro sueño. Las palmadas que recibimos en nuestras espaldas junto a apretones de mano son algunos de los premios que recibimos. Estamos muy ansiosos, con Cande nos agarramos las manos el uno a otro, nos damos un beso, otro, y traemos a Pampa adelante con nosotros. Él no entiende por qué tanta exaltación. Jugamos a ver quién ve primero en cada curva algo que nos indique que llegamos. Se hace desear, porque ningún cartel aparece. ¿Habremos seguido de largo?

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