Colombia

La otra Colombia

Miedo

Arribamos a una frontera nada limpia, poco agradable, como tantas otras que ya hemos pasado. Pero esta vez es diferente, tenemos mucho miedo de todo lo que escuchamos hablar sobre Colombia. En cada cara, en cada persona, vemos a ese asesino, a ese guerrillero, a ese narcotraficante o sicario del cual tanto se dice. Más que nunca quisiéramos pasar inadvertidos, pero es imposible disimular un auto como el nuestro.

Es sábado por la mañana y la gente de aduana no trabaja los fines de semana, así que sólo podemos realizar el trámite de inmigración. No sabemos qué hacer: no podemos volver a Venezuela porque al auto no lo dejan entrar nuevamente hasta pasado un tiempo, pero tampoco podemos entrar a Colombia hasta el lunes… Estamos entre dos fronteras.

–Si hay algo que no quiero, es quedarme acá –me dice Cande, un poco nerviosa.

Tiene razón, estamos en una zona muy caliente y terrible. Es Colombia. Vuelvo a hablar con la gente de inmigración. Le pido que nos sugiera qué hacer:

–Yo pediría que me dejaran pasar y me comprometería a hacer los papeles el próximo lunes en Riohacha, donde también hay una aduana –me aconseja.

Seguimos su recomendación y enseguida nos permiten pasar. Entramos a tierra colombiana, donde al muy poco tiempo de circular vemos sobre la ruta un control militar extremadamente armado. No nos hacen ninguna seña de que paremos, seguimos.

A los pocos metros me detengo a chequear el agua y el aceite, que por los nervios me olvidé de hacerlo antes de salir. Mientras reviso el motor, escucho gritos de alto. Miro asustado y de reojo: un hombre mayor corre de la mano con su hijo o nieto cargando sobre su hombro un gran paquete. Los soldados lo apuntan, pero quizá porque yo estoy mirando un oficial manda bajar los rifles y perseguir al lerdo prófugo. Éste arroja su paquete, pero su edad y su niño no lo dejan llegar lejos. Vemos cómo lo tiran al suelo y lo revisan para ver si porta armas; no encuentran nada y lo llevan al destacamento. Entonces cierro el capó, abro la puerta y entro al auto a la vez que le digo a Cande: “Bienvenida a Colombia”.

Se tiene o no se tiene

Maicao es una ciudad fronteriza que tiene miles de puestos callejeros y cuya calle principal es casi intransitable. Una señora que va delante nuestro en una increíble camioneta de lujo se baja sin importarle detener el tráfico y camina hacia nosotros. Ostenta mucho oro en sus pulseras y collares. Pareciera que no le teme a este sitio, quizá sea “ella” quien da miedo en este lugar… no sé, creo que en realidad somos nosotros que nos hacemos la película con cada persona que vemos.

–Les cambio mi camioneta por el carro, así como está, completa, con todo full… –nos propone muy sueltamente.

–No, gracias, no podemos dejar nuestro carro a mitad de viaje.

–¿Adónde van?

Dudamos en contarle, porque nos recomendaron no hacerlo, pero nuestro auto ya lo dice:

–A Alaska.

–Ah, bueno: la camioneta y plata entonces. ¿Cuánta plata quieren? –insiste.

–La camioneta es muy linda y plata no tenemos, pero no podemos dejar el auto que tanto queremos.

–Soy una mujer de negocios. ¿Cuánto quieren?

–Usted ve un auto para hacer negocios, nosotros vemos un auto para hacer un sueño. –Se nos quedó mirándonos fijo, sin entender o entendiendo mucho.

–Se lo pierden –y se va como llegó, es decir, ostentando su oro.

Dejamos Maicao. Manejamos por un lugar muy árido, rodeado por un monte cerrado, bajo y espinoso. Nos pasan muchísimos camiones que llevan un montón de gente, ésta hace sus negocios en la frontera. Al pasar nos saludan, nos gritan “bienvenidos” o tan sólo agitan sus brazos dándonos sus mejores sonrisas y disolviendo poco a poco el caparazón de hierro que cubre nuestro corazón desde que ingresamos a Colombia.

Finalmente llegamos a Riohacha, ciudad donde nos hospedamos en un confortable hotel que brinda todos los servicios a un precio muy accesible. Los problemas por la guerrilla y demás asuntos han ahuyentado al turismo y derrumbando los precios.

Luego de acomodarnos nos vamos a caminar por la playa. Enseguida se nos acerca un joven: nos saluda, se presenta, nos pregunta nuestros nombres, qué estamos haciendo, de dónde somos… Son demasiadas preguntas en muy poco tiempo y nos provocan dudas acerca de sus intenciones. Nuestra tonada delata nuestro origen, el muchacho nos comenta que tiene un amigo argentino que está en la playa vendiendo artesanías y nos pide que lo sigamos. Lo hacemos desconfiados.

–Acá tienes a otros “che” –le dice a un artesano con pinta de hippie.

Esta situación me da miedo, puede que tenga droga, puede que este compatriota haya venido a Colombia a buscarla… ¿Y si llega a caer la policía y lo revisan con nosotros acá? Nos van a encerrar a todos juntos, mejor nos vamos, pienso.

–¿Quieren un mate? –nos pregunta.

–Sí, claro que sí –responde Cande.

–Cuiden el paño que voy a buscar agua –y nos deja confiado un montón de artesanías hechas con calidad. Yo sigo pensando qué pasaría si en esos bolsos hubiese droga y justo ahora cayese la policía. Vamos fritos…

–¡Qué lindas cosas que hace! –me comenta Cande, quien está mucho más tranquila que por la mañana.– ¿Estás nervioso? –me pregunta al notar que mis ojos miran hacia todas las direcciones.

–Sí, mi cabeza está a mil revoluciones pensando lo peor.

–Relájate, hoy me acordé de lo que nos dijeron muchas personas en el camino: que nada malo nos va a pasar, que tengamos fe…

–Sí, pero estamos en Colombia…

–A la fe no hay que pederla por estar en otro lugar. Se tiene o no se tiene –con estas palabras Cande me contagia su confianza y logra relajarme.

Así que tomamos unos ricos mates utilizando la última yerba que le queda al artesano, quien gustosamente la comparte con nosotros. Muchos se acercan curiosos para ver qué tomamos, y nuevamente mi cabeza empieza a imaginar que alguno nos delatará a la policía suponiendo que nos estamos drogando. “Tranquilo –me digo a mí mismo–, nada malo va a pasar.”

Caminos peligrosos

Es lunes y nos presentamos ante la aduana. Los papeles nos los gestiona una mujer muy sorprendida, pues no puede creer que nos hayan dejado pasar sin hacer los trámites de aduana en la frontera.

Una vez en regla, manejamos rumbo a Santa Marta, por caminos llenos de peligros, colmados de retenes de guerrilla. La montaña llega al camino y donde hay montaña está la guerrilla. Al andar notamos que el poco tráfico delante nuestro se desacelera mientras nuestros corazones se aceleran. Acercándonos vemos al costado del camino ametralladoras que apuntan a los autos, los hombres vestidos de guerra miran muy inquietos y nos contagian los nervios. La sensación de ser apuntados es horrible. No sabemos si son militares o guerrilleros.

Al camión de delante de nosotros lo detienen haciéndonos parar. Le indican al conductor que abra la parte de atrás y mientras éste se dirige hacia allí, nos ven. No nos sacan los ojos de encima y entre ellos se dicen algo señalando la patente de Argentina. Se sonríen y con un movimiento de cabeza nos saludan agregando una sonrisa. Volvemos a respirar y seguimos.

Después de dos retenes más en la ruta, llegamos a Santa Marta. Sólo en uno nos detuvieron para preguntarnos qué es lo que hacemos.

Una vez en la ciudad, vemos un museo que nos tienta visitar; nos sorprende al ser el lugar donde murió Simón Bolívar, “Héroe de América”. Su cuerpo fallecido fue copiado en yeso y la figura muestra a un general flaco y demacrado, muy débil, que en nada se parece al héroe que nos muestran los libros de historia y en los monumentos de las plazas. Las enfermedades que sufría al momento de su muerte eran varias: tuberculosis, sífilis, vejez prematura, malaria, orquitis, desnutrición y cálculos en los riñones. Lo admirable es que lo padeció durante sus momentos más gloriosos, en aquellos en que más salud necesitaba para cumplir su sueño.

Más tarde llegamos a una bahía cuyo mar es una inmensa pileta y cuyos edificios son todos de veraneo: Rodadero. Apenas entramos, nos detienen unos jóvenes y otros no tan jóvenes que están en una esquina. Tras el susto, nos ofrecen departamentos totalmente equipados para alquilar, nos dicen precios y aunque nosotros no les respondemos, los empiezan a bajar

Con un poco de nervios les pedimos que nos muestren alguno de los sitios. El primero al que nos llevan nos encanta: es un gran ambiente, todo nuevo, con baño, cocina, cochera cubierta, seguridad y encima es muy económico. Por lo que nos proponemos pintar unos cuadros para poder pagarlo. La verdad es que necesitamos descansar después de meses tan movidos y del estrés vivido en estos últimos días.

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Al descanso lo disfrutamos escuchando una gran mezcla de música de vallenatos en la playa. Varios grupos de cinco o seis músicos se ofrecen a tocar y cantar a quienes se broncean. La escena se repite una y otra vez hasta más allá de medianoche. Y el agua es tan cálida y tranquila que la gente lleva sus tragos y sus conversaciones al mar con el agua hasta la cintura.

Todo es muy tranquilo, la gente súper amable. Hay música, risas y familias por todas partes. Nada de la Colombia que nos habían contado. Estamos más relajados y charlamos con la gente, cuyo hablar es acompañado por una dulce tonada. Son personas muy educadas, cultas, clásicas en su vestir y de expresiones suaves, que lo invitan a uno a sentirse cómodo. Las mujeres son muy bellas y femeninas. Los hombres, todos unos caballeros.

Cariñosa

Solemos trabajar en la playa, Cande pinta y yo enmarco pero esta vez ella escribe a su mamá.

“Querida Mamá:

Que tan lejos estás de mí, pero sin embargo que cerca te siento. Siempre estás ahí como guiando mi camino y hasta en mis sueños te encuentro. Hoy, que es un día muy especial, quiero que me sientas tan cerca como yo lo hago, que sientas mi abrazo fuerte y mi cara pegada a la tuya. Pero más que todo quiero que escuches de mí, un FELÍZ CUMPLE MAMÁ, deseándote con mi corazón todo lo que te mereces, todo lo mejor que se puede esperar de la vida, porque eres tan linda por fuera y por dentro, eres una persona tan compañera, tan amiga, tan admirable que desearte lo mejor me resulta poco. He aprendido tantas cosas de ti que hoy me recompensan, me has enseñado tanto que hoy me beneficia, siempre me has marcado el exacto orden de los valores de la vida y sobre ellos me educaste. Pero lo más lindo de todo esto es que hoy, en el día de tu cumple te puedo decir que todavía sigo aprendiendo, que todavía me sigues enseñando tantas cosas. No sabes cuánto me llena de alegría decir que mi madre sigue siendo mi ejemplo de vida. Un ejemplo tan fuerte que me gustaría ser un poco como ella. Cuán valorable es que siempre a todas las adversidades les has hecho frente. Estoy feliz de tenerte, y sobre todo estoy feliz de poderte decir que TE QUIERO TANTO MAMÁ, pero tanto que me llena el alma. Nunca pensé que íbamos a estar separadas tanto tiempo. Miro las estrellas todas las noches y por ellas te mando muchas fuerzas que veo que las estás adquiriendo, de esta forma. TE EXTRAÑO, pero te siento cerca y estoy tranquila. Todo, absolutamente todo lo que estoy viviendo me gustaría compartirlo contigo, siempre pienso y digo “mamá y papá estarían chochos viendo esto o aquello”. Así que dentro de este sueño uno tiene otros y uno de ellos es que te quiero ver y compartir un poco de esta aventura contigo y con papá, así que cuando todo salga bien los esperamos en algún lugar que ustedes quieran. Que todo va a salir bien, ya Dios me lo ha concedido, así que ahora es cuestión de planear.

Bueno mamá, te deseo lo mejor del mundo en tu cumple, que disfrutes mucho y la pases cheverísimo. Métele fe con el tratamiento que todo va a resultar excelente. Yo lo sé.

Te quiero mamá y te quiero abrazar… desde acá lo hago…

Un abrazo gigantesco de tu pequi,

Cande”

Un sendero Tairona en las Sierras Nevadas

En un bellisimo lugar llamado Parque Tairona escuchamos hablar de Ciudad Perdida, el centro de la cultura Tairona. Se trata de las ruinas de una ciudad, que están en la falda de las Sierras Nevadas, inmersa en la selva tropical a 1100 metros de altura. Nos cuentan que allí podríamos ver centros de culto, viviendas, terrazas, sistemas de drenaje, escaleras y caminos empedrados fundados 1500 años atrás, pero recién descubiertos en 1975. También nos explican que sólo un grupo de turistas sube por semana y que para ello deben recorrerse a pie durante seis días unos caminos de pura selva, cruzando ríos sin puentes. Ante tanta aventura nos anotamos sin dudarlo para el próximo viaje.

En tres viejos y sobrecargados jeeps, cargados hasta con nosotros en el techo, dejamos Santa Marta para ir hasta las Sierras Nevadas. El camino termina en un pequeño poblado, frente a un bar-despensa sin paredes en el que hay muchos hombres alrededor de una mesa de pool, casi todos llevan grandes armas.

Estuve filmando el viaje hasta aquí y ahora capto cómo descargan los jeeps y ponen los bultos sobre las mulas que nos acompañarán durante un trecho. También grabo la huella a seguir… hasta que en ella aparece un paramilitar, quien se enfurece y me grita. El guía lo calma explicándole que sólo soy un turista y que borraré la toma; luego el paramilitar se retira mirándome con cara de odio. Nosotros ya sabíamos que hay movimiento guerrillero en el camino a las ruinas, pero es muy diferente oír acerca de ello a ver tanta gente armada y preparada en contra de los guerrilleros.

Cargadas las mulas, con nuestro grupo, conformado por doce turistas (un alemán, un belga, una inglesa, dos franceses, cinco israelíes y nosotros), cinco porteadores colombianos y un guía, salimos hacia unas preciosas montañas selváticas, muy empinadas. Para llegar hasta las ruinas y volver de ellas caminaremos una semana atravesando un pequeño sendero que usan los indios taironas, quienes aún habitan la zona.

Nuestro guía conoce muy bien el lugar, pues ha sido saqueador de tumbas antes de que llegara el gobierno y las protegiera. A medida que subimos, la humedad y la vegetación aumentan, hay partes en las que nos embarramos hasta las rodillas, al cruzar los ríos nos mojamos hasta la cintura y por momentos entramos en claros donde familias crían animales. El guía nos cuenta que quedan pocos clanes campesinos, dado que huyen de la guerrilla y de los paramilitares porque éstos reclutan a sus hijos para alistarlos y si se niegan, los matan.

La primera noche la pasamos bajo una construcción de techo de palmera, sin paredes, junto a un ruidoso río. Nos vamos a dormir a las hamacas para escapar de los mil y un insectos del suelo. No obstante, a la mañana veo algo en Cande, cerca de su oreja:

–Cande, tienes… una garrapata prendida...

Seguimos la difícil marcha y aunque es en subida, entre los viajeros nos ponemos a charlar.

–¿Cómo van a cruzar a Panamá? –nos pregunta el belga.

–Ése es ungran interrogante. Aún no tenemos respuesta, pero de alguna forma vamos a hacerlo. Sabemos que hay que cruzar en barco, pero no tenemos ni la séptima parte del dinero necesario para embarcar el auto, ya veremos…

–¿Cuál fue el lugar que más les gustó en todo su recorrido? –continúa el belga.

–Todos los países que visitamos por ahora son países hermanos y las comparaciones entre hermanos no se hacen. Sí te puedo decir qué nos gustó más de cada lugar, ya que cada país tiene algo, cada lugar es especial. Muchas veces nos enamoramos de sitios no por la belleza del lugar, sino por su gente. Pues de nada sirve estar en un lugar lindísimo si no te reciben bien –le respondo y le pregunto–. ¿Qué prefieres tú? ¿Una noche solo en un hotel cinco estrellas o una estadía en un camping con tus amigos?

–Y sí, sin duda, estar con mis amigos…

–En Venezuela estuvimos en un pueblo que se llama Temblador, un lugar totalmente llano, sin río, sin montañas ni playas, sin nada interesante para ver, pero su gente nos trató tan lindo que tenemos unas enormes ganas de volver. Lo mejor de un lugar está en su gente, en su cariño, en su trato. Es realmente muy hermoso llegar a un lugar y que te digan: “Bienvenido a mi país”, “¡Que lo disfrute!”. Cuanto más quieren a su tierra, mejor te tratan, porque desean que te lleves de ella la mejor impresión. Los recuerdos de los lugares los llevamos en la mente, a la gente la recordamos en el corazón.

Al pasar por poblados indígenas Kogi, se ven sus viviendas circulares de hojas de palma. Mujeres, hombres y niños usan el mismo color crudo en sus vestimentas. Una túnica hasta las rodillas y los hombres pantalones por debajo de la misma tela. Andan descalzados y son de muy poco hablar con nuestro grupo. Cande para la excursión se había hecho trencitas en todo su cabello con unas pintorescas cuentas traídas desde Perú. Las indígenas no le sacan los ojos de encima hasta que se animan a pedirle varias de ellas. Éste es el puntapié con el que logramos tener una conversación más larga con los pobladores.

Al tercer día llegamos a una escalera de piedra, detrás del otro lado del río, muy escondida en la selva, que el guía sabe ubicar. Tras subir sus 1100 escalones, alcanzamos lo que fue un imponente centro.

A ustedes, que conocieron Machu Picchu, ¿qué le parece más imponente? ¿Machu Picchu o Ciudad Perdida? –nos pregunta la chica inglesa.

–¿Quieres que te diga la verdad?

–Sí.

–La verdad es que aprendí a viajar sin comparar, a llegar a un lugar y vivirlo como es, sin buscarle la diferencia, sin fijarme en qué es peor y en qué es mejor. Cada lugar es como es, y lo disfruto por eso. Todos son distintos, sin ser mejores ni peores, y justamente es lo distinto lo que me atrae a conocerlo. Cuando comparaba no estaba inmerso en el lugar, sino que estaba en dos o tres a la vez sin disfrutar de ningún sitio. Ahora llego y me amoldo al clima, comidas y costumbres del lugar en el que estoy, disfrutando así de él.

Machu Picchu es Machu Picchu, Ciudad Perdida es Ciudad Perdida. Las comparaciones son odiosas, y sólo buscan cosas feas, errores. Yo vengo por un corto tiempo y no quiero perderlo en eso, vengo a llenarme de sus bellezas. El que busca diferencias busca distanciarse. El que busca similitudes busca acercarse. Y eso hago durante los dos días en que nos quedamos en las ruinas, aunque no alcanzan para recorrerlas por completo. Todo a nuestro alrededor es de una enorme preciosidad, se escuchan los monos aulladores y con nuestro cansancio al final de cada día nos acostamos a disfrutar y a llenarnos de la energía del lugar.

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Las pruebas del camino

Tras regresar y reencontrarnos con el auto, nos vamos a Cartagena para buscar una empresa de barcos y cruzar a Panamá. Estamos ansiosos por saber cómo lo lograremos, pues no tenemos ningún contacto ni conocemos a nadie aquí. Éste es un paso gigantesco y difícil de nuestro viaje: cruzar a Centroamérica.

Mientras conduzco, Cande lee una pequeña guía de lugares que indica que en nuestro camino hay otra ciudad. Se llama Barranquilla y posee un pequeño puerto. Hacia allí vamos, dado que no perdemos nada con preguntar y nos gusta que sea un puerto pequeño.

–¿Sí? ¿Qué necesitan? –escuchamos con dificultad a través de la ventanilla. Son ya las seis de la tarde y los camiones de carga pasan por un lado y por el otro, otros esperan su autorización para entrar. Nunca pensamos que era un puerto tan grande.

–Quisiéramos ver al encargado del puerto. Estamos viajando en ese auto –le señalamos–, cumpliendo nuestro sueño de viajar desde Argentina hasta Alaska, y necesitamos cruzarlo a Panamá –la señorita nos mira con total indiferencia, sin dirigir su mirada al Graham.

–Tienen que ir a un agente naviero –nos responde.

–Igualmente quisiéramos hablar con alguien del puerto, necesitamos ayuda y estamos seguros de que nos podrán ayudar –insistimos.

–No, les reitero, tienen que ver a un agente naviero –dice mientras le hace a quien está detrás de nosotros un gesto para atenderlo y a la vez echarnos.

¿Por qué no existe camino entre Sudamérica y Centroamérica? Esto obliga a muchos a desertar de viajar al tener que buscar un barco, lo cual implica agentes navieros, aduanales, gastos de movimientos portuarios, de contenedores, de impuestos, de tiempo y encima todo esto se repite al llegar al otro puerto. Así, tan pocos kilómetros se convierten en los más caros del viaje. En los más difíciles.

Mientras caminamos hacia el auto, la noto a Cande callada, pensativa: “Si fuera por mí saldría corriendo hasta donde la tierra se acabe, pero debo quedarme si quiero continuar. Ésta no es una dificultad, sino una prueba. No debemos aflojar, es un gran desafío para nosotros estar acá y un paso más que importante en el viaje. Noté que la secretaria no entendía de sueños, y ni siquiera quería ver el que tenía enfrente suyo. Parecía una persona encerrada en su mundo, no conforme con su trabajo, de las que miran el reloj cada dos por tres para irse a su casa lo antes posible. Nuestro viaje la sacaba de su esquema rutinario y por eso nos negó rotundamente la entrada. ¿Y ahora qué hacemos? Lo pienso una y otra vez. Por supuesto que sabemos que necesitamos un agente naviero, pero no tenemos la plata para pagar el container y menos aún para el agente. Tenemos que lograr entrar a este puerto”.

Ser parte

El lunes nos presentamos ante la Marina en la Capitanía del Puerto. El capitán nos promete avisarnos apenas sepa algo. Cuando estamos saliendo, a un hombre que se acerca a nuestro auto para curiosear le comentamos sobre nuestra búsqueda de ayuda. Nos da el dato de un señor que trabaja en el puerto.

Lo llamamos, pero nos dice que no es su área y que necesitamos un agente de barcos que se encargue. Así que finalmente vamos a ver a un agente. Le pedimos ayuda y, contra toda suposición nuestra, el hombre deja el negocio de lado y se pasa al lado humano, al lado de los sueños:

–Suárez es la persona indicada, él los puede ayudar. Vayan al puerto y pregunten por él –nos aconseja.

–Hagamos una cosa, vayamos al puerto para hablar con él personalmente. Si no funciona, nos vamos al puerto de Cartagena –me propone Cande con la intención de jugar la última carta en esa ciudad. Ella está concentrada en pedir ayuda, tal como nos enseñó Alonso en Ecuador.

“Pienso cuántas veces he pedido ayuda en mi vida, y resulta que quizá me sobran para contarlas los dedos de una mano. ¿Por qué nos cuesta tanto solicitar ayuda? ¿Por qué siento tanta vergüenza de pedirla? –se cuestiona–. Me enseñaron a no pedirla, a que yo sola puedo... y que si no, no lo haga. Obviamente, en mi vida he aceptado distintos tipos de ayuda que me ofrecieron, pero ¿pedir? Casi nunca. ¿Y Herman? Él conduce el auto con serenidad, lo conozco muy bien y puedo percibir que piensa lo mismo que yo. Tenemos a Alonso repitiendo sus palabras en nuestras cabezas. Palabras mágicas, como las denominó él. ¿Serán realmente mágicas?”

–Sí, ¿qué necesitan? –nos vuelve a preguntar la mujer de la entrada al puerto.

–Venimos a ver al señor Suárez.

–¿A cuál Suárez? ¿A Mauricio?

–Sí, a él –respondemos sin saber qué estamos diciendo.

–¿Tienen cita?

–Sí –mentimos.

–Un minutico –nos dice, y automáticamente levanta el tubo del teléfono para anunciarle que estamos aquí. Nos quedamos helados, pues descubrirá nuestra mentira y nos dejará nuevamente afuera. Mientras no le contestan, se va sumando cada vez más gente atrás nuestro para entrar. La empleada vuelve a intentarlo, mientras otras personas la apuran.

–Bueno, pasen –nos indica resoplando–, sigan por esta calle hasta el final, doblen a la izquierda hasta el muelle y van a ver un edificio amarillo; ahí está el señor Suárez.

Entramos sintiendo un enorme triunfo, aunque no tenemos nada resuelto. Caminamos hacia la oficina indicada, es un trayecto largo a pleno sol; podemos sentir el calor intenso irradiado por el pavimento y los contenedores que nos rodean. Finalmente llegamos, un cartel en la puerta del edificio anuncia: “Departamento Comercial”. Nos damos un apretón de manos antes de entrar deseándonos lo mejor.

Ingresamos a unas oficinas separadas por paredes de vidrio: a nuestra izquierda vemos gente inmersa en su trabajo. A la derecha, una oficina muy linda con una mesa redonda donde se encuentran cuatro hombres vestidos impecables, hablando de trabajo y tomando un tintillo, como ellos llaman al café. Suponemos que uno de ellos debe ser el jefe, tal vez sea Mauricio.

Nos presentamos ante la secretaria. Ella levanta el teléfono y marca el interno. Quien atiende es una persona de cuarenta y pico de años, de pelo castaño oscuro, alto, apuesto y que inmediatamente nos dirige su mirada. Cuelga, se levanta y viene a nuestro encuentro.

–Mauricio Suárez, ¿en qué les puedo servir? –se presenta a la vez que nos extiende la mano.

¡En qué nos puede ayudar, nos pregunta! En algo que solos no podemos, en algo que cuesta 1500 dólares cuando nosotros sólo contamos con 200. Sentimos un poco de vergüenza, pero su ofrecimiento nos anima y usando las palabras mágicas decimos:

–Somos Candelaria y Herman, estamos cumpliendo nuestro sueño de viajar de Argentina a Alaska y necesitamos su ayuda. ¿Usted nos puede ayudar?

El hombre nos mira a los ojos mientras le hacemos el pedido y, sin dejar pasar un segundo, contesta con total naturalidad:

–Claro que sí, ¿qué puedo hacer por ustedes?

–Tenemos este auto –le explico mientras Cande le muestra una foto–, con él estamos viajando y necesitamos cruzarlo a Panamá.

–¡Vamos a hacerle la vuelta! –exclama el señor Suárez con un gran entusiasmo–. Tengo la persona ideal para esto, seguro le encantará ser parte. Llame a Hortensia –le indica a su secretaria–. ¡Este auto tiene que salir del Puerto de Barranquilla! –casi grita como si él fuese parte del viaje. Y apenas una mujer pelirroja de unos cincuenta años asoma por la puerta, Suárez le empieza a decir con mucha alegría–: Horte, ¡tienes que conseguir un barco! Estos chicos están haciendo algo increíble, tenemos que apoyarlos en todo. El Puerto de Barranquilla tiene que ser el puerto de salida de Sudamérica –la mujer lo mira con la boca más que abierta.

–Ehemmm... ¿Señor?... –le llama la atención la secretaria, señalando con la cabeza a la gente abandonada en su oficina.

–¡Uh, la reunión! Me olvidé… –nos comenta con cara de sorprendido–. Horte, encárgate tú, pero cuenta conmigo para lo que necesites y tenme al tanto de todo. ¡Este carro tiene que salir de Barranquilla! –le va diciendo mientras vuelve a su oficina.

No podemos creer lo que escuchamos, estamos atónitos.

–Nunca lo vi tan entusiasmado. ¿Qué es lo que tengo que conseguirles? –indaga Hortensia aún sin entender.

Entonces le contamos detalladamente todo. Percibimos que estamos en manos de una persona de energía súper positiva. No hace otra cosa que decirnos que ella revolverá todo el puerto para conseguir un barco.

–¿Y dónde están parando? –nos pregunta.

–En un hotel que… –sin que podamos decir más nos interrumpe.

–Déjenme ver qué puedo hacer. A mí me encantaría que se quedasen en casa, pero mi marido Francisco trabaja allí. Le voy a preguntar. Él es artista y se la pasa pintando cuadros.

–No se preocupe –respondemos realmente agradecidos.

Nos deja con la gente de la oficina: todos están encantados con nuestro sueño, felices porque serán parte. Entre ellos se empiezan a decir nombres de posibles empresas, de barcos… Mientras tanto Hortensia entusiasmadamente habla con su marido a la vez que grita nombres de quienes quizá nos quieran llevar a Panamá. Tras colgar el tubo del teléfono, se acerca a nosotros y nos informa:

–Están invitados a casa. Mi marido está feliz con la idea de hospedarlos. Además es paisano de su tierra.

Hemos venido hasta aquí para ver la posibilidad de conseguir ayuda y nos vamos con la seguridad de obtenerla, más hospedaje mientras dure la búsqueda. Estamos totalmente asombrados. Nos sorprende que tanto nos haya costado pedir colaboración y que ahora nos la brinden con un enorme entusiasmo. Pedir ayuda no es malo, es compartir, es invitar a otro a ser parte.

Nos quedamos en la oficina. Aquí no hay relación jefe / empleado, sino que existe un vínculo de equipo. Y así entre todos bosquejan una estrategia para conseguir el barco. Mauricio, apenas termina su reunión, entra con ganas de saber cómo va todo:

–¿No es una barraquera fascinante lo que están haciendo estos chicos?

–¡Me voy con ellos a Alaska! –le responde Hortensia, a quien se le suman otros de la oficina.

Nido abierto

Al finalizar la jornada de trabajo, seguimos a Hortensia hasta su casa. Tenemos nervios de incomodar, con que nos ayuden a cruzar a Panamá ya es muchísimo y además no sabemos cuánto tardarán los trámites y la búsqueda de un barco.

–Hola, mi amor. Ellos son los chicos sobre los que te conté, Candelaria y Herman –nos presenta Hortensia a su marido, a medida que entramos a un cuarto lleno de óleos. Su taller posee vista al mar siendo más que luminoso e inspirador. Vemos lienzos de todos los tamaños sobre atriles y en las paredes, mil formas de pinceles y apretados pomos de pinturas desparramados. Detrás de uno de los atriles está Francisco agregando pinceladas.

–Hola, viajeros –nos extiende la mano manchada en colores un hombre de bigotes, barba, pelo de color gris oscuro y mirada cómplice. Viste medias hasta la rodilla, bermudas, musculosa blanca… presenta mucha personalidad.

De inmediato la mujer nos muestra donde vamos a dormir. Será rodeados de pinturas y murales, muchos hechos por el dueño anterior, otro pintor llamado Obregón. La casa tiene un jardín terraza sobre el acantilado. Estamos en un lugar llamado Puerto Colombia, un sitio con una excepcional vista a un movido mar que escuchamos chocar y chocar incesantemente contra el acantilado. Todo resulta inspirador, se siente una energía muy fuerte que constantemente se renueva con iones positivos cargados en el mar y traídos hasta aquí por la brisa. Nos miramos con Cande sin poder creer lo que nos está sucediendo, lo que estamos viviendo. En un abrazo lleno de alegría, nos quedamos mirando el mar Caribe.

Acercándose sin que lo escuchemos se nos pone a la par Francisco, que nos da la bienvenida a su mundo. Nos convida con dos vasos de panela bien fría con limón. Le volvemos a agradecer el recibirnos en su casa y nos dice:

–Mi casa es como un nido abierto, donde pájaros de todos los lugares reposan a su paso, trayéndome distintos cantos y cuentos, dejándome con sus plumas un colorido infinito.

Al día siguiente, Hortensia y su equipo del puerto nos organizan una ronda de prensa y en un solo día somos entrevistados por doce medios. Hacernos famosos le facilitará a Hortensia explicarles quiénes somos y solicitarles la ayuda que necesitamos a las empresas. Otros periodistas se acercan por la tarde a la casa, y por la noche somos nosotros quienes vamos a ver a algunos periodistas. No creo que en todo el viaje, hasta ahora, hayamos tenido una jornada tan estresante como ésta.

Los días comienzan a transcurrir, el tiempo pasa sin que sepamos con certeza qué empresa nos llevará, pero no es difícil esperar en esta casa donde un mundo de cosas nuevas se nos abre ante los ojos. Y la imagen del país Colombia que teníamos antes de entrar, ya nada tiene que ver.

Hortensia se dedica cotidianamente a nuestro tema, revuelve mar y tierra siempre con la misma tenacidad. Finalmente, tras una semana de habernos conocido, llega a la casa con la primera novedad:

–Chicos, les conseguí una empresa que los quiere llevar, sus barcos van a la isla de San Andrés, en el Caribe, y desde allí hay un barco que vuelve a Costa Rica vacío. Sólo nos faltaría hablar con el dueño del barco que va a Costa Rica.

El atrapa sueños

Durante estos siete días en la casa, nosotros pusimos en marcha una idea, para hacernos de dinero. Un artesano que nos hospedó en Rodadero junto a otros, nos enseñó todas sus técnicas. Estábamos buscando hacer algo diferente y ellos, en vez de guardarse el secreto de sus trabajos, nos lo enseñaron. Uno nos dio la receta de una masa para hacer figuras, otro nos explicó cómo crear artesanías con imanes. Nuestra idea era y es hacer algo más económico que las pinturas, porque mucha gente nos quiere comprar para ayudarnos, pero no le alcanza para un cuadro. A aquel artesano que fue nuestro anfitrión, se le ocurrió que hiciésemos llaveros de bronce con nuestro logotipo, y que parecen no muy difíciles de hacer. Así que ahora, en Puerto Colombia, compramos placas de bronce, pinturas, ácidos y moldes. Pusimos manos a la obra y todos nuestros intentos… son un total fracaso. Yo abandono al cuarto, me parece una tarea muy delicada y difícil. Además insume mucho tiempo tanto hacerlos como limpiarlos. En cambio Candelaria, por haber invertido “tanto” y por su increíble terquedad, sigue intentándolo, enojada conmigo por haber desistido.

Entonces llega de visita un amigo de Francisco, Mario Tarud, quien enseguida ve a mi mujer luchando con los ácidos y me hace una de las preguntas más comunes del viaje:

–¿Cómo se subvencionan?

–Con cuadros que pinta Candelaria y que yo enmarco. Pero estamos buscando algo mucho más accesible y que esté relacionado con el viaje.

–A ver… denme unas fotos, voy a ver qué se me puede ocurrir.

Al día siguiente, regresa con el prototipo de una postal: al frente presenta una foto nuestra y al dorso el mapa con el recorrido, el logotipo y el nombre del viaje. Mario además nos muestra una pequeña libreta con la misma foto en la tapa y en la contratapa el mapa, y algo muy lindo que ha escrito sobre nuestro sueño. Incluso tituló la libreta: “El Atrapa Sueños: Para que no se te escapen”. La propuesta es que la gente escriba sus propios sueños en las hojas en blanco que trae. Entusiasmado nos imprime 1000 postales y 800 libretas que queremos pagar pero no nos dejan hacerlo, ni él ni nuestros anfitriones.

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Llega Semana Santa y qué mejor lugar para probar la venta de nuestras postales y libretas que Cartagena. Allí vamos todos: Francisco, Hortensia, Mario, su novia y nosotros a hospedarnos a una fabulosa casa de un amigo de Horte.

Entramos de una forma triunfal a la ciudad amurallada de Cartagena de Indias. Está igual que en el año 1700: bellísima por donde se la mire y se la viva. El Caribe frente a ella, rodeada de castillos llenos de historias de piratas, bucaneros y fantasmas. En un clima siempre de playa… ¡y qué playas!

Durante el fin de semana largo de nuestra estadía, todas las tardecitas y hasta entrada la noche, estacionamos el Graham en la plaza Santo Domingo, un lugar con mucha vida. Mesas de bares en la vereda llenas de gente que disfruta de la fresca y de espectáculos improvisados, cuyos actores buscan propina. Además hay muchos artesanos a los que nos sumamos con el auto, las postales y las libretas.

La postal es un éxito. Todos quieren ser parte de alguna manera, les encanta saber que con cada compra de una tarjeta podemos comprar un litro de gasolina. Y las libretas… se venden, pero la gente se desilusiona al encontrar sus hojas en blanco, pues imaginan leer allí sobre el viaje y cómo atrapamos nuestro sueño.

–¿Y por qué no? –despierto a Cande al día siguiente.

–¿Por qué no qué?

– Despiértate. Escúchame. ¿Por qué tenemos que esperar a terminar el viaje para escribir un libro? ¿Por qué no escribimos lo que vivimos hasta acá y ahora?

La idea de escribir un libro se venía gestando en los últimos tiempos para realizar al final. Y la libreta es el puntapié para concretarla.

Inspiración

Es llegar a Puerto Colombia a la casa de las inspiraciones y empezar a escribir.

Cande no quiere abandonar los llaveros y durante unos días más sigue luchando con los ácidos y las breas. Mientras tanto yo le doy para leer lo que escribo. Así también ella empieza a entusiasmarse, a escribir y a corregir mucho de lo mío. Y ¡al fin se ha olvidado de los llaveros ilegibles!

Por su parte, Horte continúa comunicándose con las empresas de barcos. A la que va de San Andrés a Costa Rica no la puede ubicar, pero no importa: han aparecido dos ofrecimientos más.

Uno es de una compañía que viaja sin regularidad a muchas islas y a la costa pacífica de Colombia, pasando por Panamá. Su dueño está encantado con la idea y es la opción que elegimos, pero pronto nos comunican que el barco sufrió un contratiempo en una isla del Caribe y que no se sabe cuándo volverá.

La otra posibilidad es Evergreen, una enorme empresa de origen taiwanés, que viaja semanalmente a Panamá. El único problema: no lleva pasajeros. Por lo tanto, ahora tenemos que ver cómo ir nosotros sin poder creer que el auto tenga ofertas para embarcarse y nosotros seamos la complicación.

Ya hace un mes y medio que estamos acá. Francisco y Cande pintan, yo escribo. Estamos todos inspirados contagiándonos la inspiración que se suma a la del lugar. A Francisco lo distraemos todo el tiempo. No porque sea nuestra intención, sino que él quiere ser distraído. Entre otras cosas, nos cocina comida típica argentina, que tanto extrañamos, y siempre se toma un tiempo para que ambos juguemos con los naipes al truco, mientras Cande pinta frente al mar. La amistad se va fortaleciendo con Hortensia y Francisco como con los amigos de ellos. Casi todas las noches se arma una reunión en la casa que nos mantiene despiertos hasta tarde. Donde llegamos a probar unas enormes hormigas “culonas” que comen como una delicates.

Cada sapo está en el pozo que quiere

Estamos tomando mate en el balcón y mirando al mar.

–Che, Francisco, ¿cuándo empezaste a pintar? –le pregunto.

–¡Uf! Hace mucho tiempo, y no empecé a pintar porque quise. Cada vez que mi madre me retaba por algo, me mandaba al patio y como penitencia me hacía pintar las macetas de sus plantas. Me fue gustando eso de ir mezclando los colores y dar vida a lo imaginado –hace una pausa momentánea y mira sin fijar la vista, como si hubiera vuelto a su infancia, a su tierra salteña–. Cuando crecí un poco me anoté para estudiar pintura y arte, pero me dijeron que no porque aún era muy chico y además no había más cupo. Sin embargo, insistí hasta que me tomaron un examen, pero cuando busqué los resultados no llegaba al puntaje. Me dijeron que no sabía pintar y les respondí: “Es que a eso mismo vengo, a que me enseñen a pintar”. Y ese año hubo un alumno más que el que permitía el cupo, y así empecé a estudiar –acaricia el mate con sus manos llenas de colores–. Al tiempo mejoré y me inscribieron en un concurso. Gané y me dieron una beca para ir a estudiar a la capital, a Buenos Aires, una ciudad más que soñada por mí. Desde ese entonces nunca dejé de pintar. Es lo que me motiva, lo que me gusta, lo que quiero, y es por eso que sigo pintando.

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–¿Siempre te permitió vivir y estar bien?

–No, no siempre. Muchas veces estuve mal. Muchas veces no lograba vender mis pinturas, pero nunca dejé de pintar. Por etapas subsistía pintando un mural, un fresco… Y cuando casi tocaba fondo, aparecía una posibilidad para viajar a exponer a México o a Cuba o a España; así volvía a empezar. Sí, varias veces bailé con la más fea, pero peor hubiera estado si hubiese hecho algo que no me gustase por el solo hecho de que me permitiese vivir. Así que nunca dejé de pintar: pintar es mi vida.

–¿Y qué hubiese ocurrido si fracasabas?

–Muchas veces fracasé ante los demás, pero pocas ante mis ojos… Una forma de fracasar en la vida es haber conseguido muchísimo, pero de lo que no necesitamos, y nada de nuestros sueños. Es llegar a la muerte y ahí ver que no nos llevamos nada de esta vida, que todo lo material queda aquí. Sentirse fracasado es saber que ya falta muy poco para morir y que a la vida no la hemos vivido. Todos buscamos la admiración, el respeto y la estima de la sociedad, para ello tratamos sólo de hacer y de conseguir lo que ella exige tener, dejando de lado mucho de lo que nosotros queremos y deseamos. La sociedad rechaza a los fracasados, pero entre los que ella muestra “exitosos” hay muchísimos fracasados.

–También influyen mucho en tu éxito o en tu fracaso la educación y el medio que te rodean –le comento.

–Es muy importante la educación de tus padres y el trato de ellos hacia ti, como también tu colegio y la sociedad en la que creces. No obstante, no puedes responsabilizarlos de tu forma de vivir y de tus fracasos. Tienes la inteligencia para cambiar lo que sea necesario, para lograr ser quien quieras ser. Si tu persona no encaja en el mundo que te rodea, si te sientes incómodo haciendo lo que supuestamente te gusta, y todos te miran como sapo de otro pozo, pues así es: no estás en tu lugar. Pero no cambies, búscate otro pozo, encuentra tu lugar, aquél en que el mundo que te rodee sea tu mundo. Solo tú eres responsable de tu persona, no busques tus excusas en los demás –son las palabras de Francisco, hombre de arte y de mundo.

Yo continúo conversando con él, pero Cande, que está junto a nosotros, está sumida en sus pensamientos:

“¡Qué espectacular hubiese sido nunca haber dejado de lado lo que realmente me gustaba hacer! ¿Por qué fui y soy tan frágil ante el sistema? O mejor dicho, ¿por qué me lo auto-impongo? Hacer lo que uno quiere suena maravilloso. ¿Por qué, en el momento de decidir, elegí hacer lo que creía necesario y no lo que deseaba? Siempre le otorgué prioridad a otras cosas.

Antes de salir de viaje, trabajaba con mi padre, quien es perito médico. Yo estaba a cargo de un sector de su oficina, al igual que mis otras dos hermanas. Mi padre es un hombre emprendedor y muy capaz en su profesión, y el hecho de trabajar con mi familia me gustaba.

Pero si tengo que hablar del trabajo en sí, no era lo que quería para mí, que estudié durante seis años la carrera de Ingeniera Zootecnista. Me interesaba la producción animal y estar en contacto directo con el campo, sin embargo a los dos años de recibida estaba escuchando a pacientes con problemas y a astutos abogados en una oficina ubicada en plena ciudad capitalina. Por supuesto que sabía que eso no era para mí, pero ahí estaba.

Igualmente trabajé con mucha tenacidad, pues la consideraba una empresa familiar. Aprendía mucho, me sentía cómoda con mis hermanas y mi padre, y hasta podía pedirle un día libre cuando quería. Pero la comodidad es un arma de doble filo: en mi caso, me fue más cómodo trabajar con él que salir a buscar lo mío. Lo intenté, pero ahora me doy cuenta de que no lo suficiente. El miedo me pudo, no me animé y para evitar correr riesgos elegí lo más sencillo: el sí seguro. Me resguardé en las típicas frases: “Necesito trabajar”, “Ahora trabajo en esto, pero en el futuro me voy a dedicar a lo mío”. Y es verdad, necesitaba vivir, pagar las cuentas, la casa en construcción, y para eso consagraba mi tiempo y dedicación… Pero ¿quién sabe si habrá futuro?”

Cande mira el mar de horizonte infinito, puede sentir la sal en la brisa cálida de la tarde. Otro día pasa, dejándonos tanto que pensar.

El dibujante de sonrisas

Cuando recorremos la ciudad de Barranquilla, la gente nos saluda. Casi todos de alguna manera escucharon de nuestro viaje. “¡Para allá no es Alaska!”, nos gritan cuando vamos en sentido contrario a nuestra meta o “Ahí va el Consentido”, refiriéndose al auto, que en el camino va sumando apodos. En Venezuela, “El carrito de los sueños” y “La carcachita viajera”; en Perú, “El dibujante de sonrisas”; en Chile, “La burrita de las ilusiones”… Pero nosotros aún no le pusimos nombre, no sabemos cuál de los apodos le queda mejor, así que por ahora lo llamamos “Abuelo Graham”.

El “Consentido” ya ha visitado tres talleres mecánicos de Barranquilla. Pues todos quieren hacerle algo: en uno lo cromaron, en otro le arreglaron un bollo que le hice con un poste y en el tercero, un chequeo completo. Incluso quienes no tienen talleres nos buscan para hacerle algo, por ejemplo un señor copió las manijas y otros faltantes.

En todo este recorrido, el único de los tres que ha sabido conservar su elegancia y estilo en cada momento fue el Graham. Ha transitado caminos de ripio, polvo, barro, selva, montañas y ríos, aun así sigue con su impecable frac azul, esbelto, robusto y devorando cientos de kilómetros aferrado fielmente a sus finas ruedas de tractor.

Sus 40 kilómetros por hora demuestran cierta parsimonia, haciéndonos percibir el paisaje, el tiempo e incluso a nosotros mismos de otra manera. Por su parte, el Abuelo se siente totalmente ecológico: pues posee un prontuario libre de crímenes de animales e insectos, dado que con su velocidad les otorga tiempo para que todos lo esquiven.

Nada lo frena en su caminar campante, su carácter bohemio y de libertad. Su música cíclica de válvulas y cilindros nos acompaña en nuestras conversaciones convirtiéndolo en nuestro mayor confidente que conoce nuestro sueño como la palma de sus ruedas.

La fiesta de “El Consentido”

Marchamos en una caravana organizada por Alex, un nuevo amigo, con el Club de Autos Antiguos de Barranquilla hacia el puerto. Donde la fiesta continúa para despedir al Graham que se va a Panamá sin nuestra compañía. Nos precede una grúa con sirenas y parlantes que anuncian nuestro viaje, y nos siguen montones de autos. Han venido muchos amigos que nos hicimos durante nuestra estadía aquí, pero también montones de desconocidos que se acercan a “El Consentido”.

En el puerto Hortensia organizó el show y trajo a todo Barranquilla. Hasta la empresa de cerveza Águila se ha hecho presente con dos promotoras y cerveza gratis para quien quiera. Se acercan muchas personas, entre ellas los periodistas a quienes les agradecemos nuevamente tanto apoyo y cariño recibido.

Y como si esto fuera poco, Horte nos tiene una sorpresa más:

–Ahoritica chicos, siéntense, porque cuando les cuente esto se van a caer al piso: el dueño de Coremar, como no pudo llevarlos en su barco, ¡quiere pagarles el avión a Panamá!

–¡No! ¡En serio! ¡No te puedo creer! –exclamamos al unísono con Cande.

El festejo continúa hasta la noche. Cuando se llevan nuestro auto al depósito, lo acompañamos. Luego quedamos un ratito a solas. Nos gusta este momento. Recordamos juntos el primer día que llegamos al puerto:

–Cande, ¿te acuerdas? No nos dejaban entrar al puerto, parecíamos unos pollitos mojados. Cuando lo logramos, pedimos ayuda y todo se nos dio, aun mucho más de lo que pedíamos. Fue acercarse y la gente recibirnos. Fue contarles el sueño y la gente... sumarse –le digo.

–No sólo eso, sino ¡con qué gusto lo hicieron! Los quiero tanto que no me quiero ir, los voy a extrañar –me comenta Cande con sus ojos brillosos por lágrimas que quieren y no quieren caer.– Si no lo hubiésemos intentado de nuevo, nos hubiésemos perdido de tanto...

–Hay que intentarlo una y otra vez, golpear una puerta y otra, siempre va a haber alguna que se abra.

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Cuando uno cambia, el mundo cambia

A la noche siguiente, continuamos celebrando, pues Javier Redondo, gerente de la empresa de los movimientos portuarios que nada cobraron, nos lleva a bailar merengue a tres lugares distintos. Y al siguiente, a bucear para festejar el cumpleaños de Cande.

Cuando estamos en el bote de buceo yendo a los corales, nos pregunta por Colombia y por los colombianos.

–Cuando salimos de Argentina, no planeamos venir para acá. Y a medida que avanzábamos, nada nos hacía cambiar de opinión. Pero una vez en Venezuela, decidimos venir, aunque teníamos muchísimos miedos.

–¿Por qué cambiaron de opinión?

–Porque ya habíamos visitado muchas ciudades a las que nos habían recomendado no ir por lo peligrosas que eran. Cada una de ellas resultó todo lo contrario y a ninguna nos arrepentimos haber ido. También porque creció la fe en nosotros mismos y en alguien que nos está cuidando. Aprendimos que cuando estás cumpliendo tu sueño nada malo te va a pasar…

–¿Y cómo encontraron a Colombia?

–No sé si es porque nos imaginábamos todo mal que nos parece todo demasiado bien. No sé si es por tanto que nos ayudaron o por la forma en que nos recibieron, pero estamos encantados. Nos duele muchísimo ver esta guerra en la que, como en toda guerra, nadie gana –le cuento.

–El que usa la violencia, no usa la inteligencia –agrega Cande.

–¿Qué cambiarías de Colombia? –lanza Javier.

–Mira, es como si me preguntases cómo cambiaría al mundo… –me quedo pensando cómo hacerlo. ¿Cómo? Pienso, mi alma y mi rostro se iluminan. Lo tengo, recién ahora lo veo, pero siempre estuvo delante de nosotros–. No tenemos que cambiar al mundo, el mundo es perfecto. Miro este mar, recuerdo esas montañas y esa gente que siempre nos ayudó, nos recibió y nos alimentó. Son perfectos, es perfecto, no hay nada que cambiar.

–Sí... pero ¿las guerras?, ¿las tiranías? –me inquiere Javier.

–Es justo lo que digo, el mundo es perfecto, es uno el que tiene que cambiar para bien. Uno tiene que cambiar y exigir el bien, no dejarse manejar por quienes nos inculcan miedo, orgullo u odio. Tenemos que decir lo que hay que decir, exigir lo que hay que exigir, dar lo que hay que dar y más también. No tratemos de cambiar el mundo, cambiemos nosotros, nosotros somos los que necesitamos cambiar. Cuando uno cambia, el mundo cambia.

Por la noche, aún empapado de estas ideas, me siento a escribir:

En mi hogar, no quiero armas

porque fueron hechas para matar.

En mi hogar, no quiero gritos

porque el que grita no escucha.

En mi hogar, todos tienen voz

porque todos tienen voto.

En mi hogar, no quiero nadie con hambre

porque aquí para todos hay comida.

Quiero mi hogar en paz y armonía.

No hay lugar como

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Mi hogar

El sueño de todos

Con llantos despedimos a Francisco y a Hortensia. Durante todo este tiempo nos hemos convertido en una familia, y ahora quién sabe si nos volveremos a ver. Adiós a Colombia. Nos costó muchísimo llegar. Existían miles de motivos para no venir, pero más nos cuesta irnos. Nos enamoramos justamente de aquello sobre lo que nos alertaron que nos cuidáramos, de su gente. El miedo que sentimos lo fuimos perdiendo poco a poco gracias a los colombianos, quienes se destacan por su solidaridad, dulzura y extrema amabilidad. ¡Lástima que esto sólo se descubra al estar aquí y que los medios no lo muestren!

Aún conmovidos por la despedida, llegamos al aeropuerto de Cartagena, donde esperamos el vuelo a Panamá. Lo único que no encaja es que llegaremos el sábado a la mañana y que al auto no lo podremos retirar hasta el lunes a la mañana. ¿Deberemos pagar dos noches de hotel en la ciudad de Panamá? No sabemos dónde vamos a dormir, pero “a caballo regalado no se le miran los dientes”, y hacia allá vamos.

Tomamos asiento en el avión, nos abrochamos los cinturones y aguardamos el despegue:

Mil disculpas, pero por desperfectos técnicos tendremos una demora, por lo que solicitamos tengan a bien descender nuevamente. Mientras resolvemos el desperfecto les brindaremos un almuerzo en el restaurante del aeropuerto. Sepan disculpar las molestias ocasionadas.

Los pasajeros bufan y maldicen la demora, algunos la pérdida de sus vuelos de conexión a otros lugares. En cambio nosotros estamos felices y nos miramos con Cande adivinando nuestros pensamientos: ¡almuerzo gratis!

Mientras comemos conocemos a una pareja y también a Martín, todos argentinos. Él es un viajero que gastó hasta su último centavo en estas tierras y al que ahora le quedan en sus bolsillos tan sólo los billetes para costear la tasa de embarque y el colectivo hasta su casa en Buenos Aires. Es otro de los nuestros, pues le viene muy bien el almuerzo de arriba.

Los tres están fascinados ante nuestra hazaña:

–¿Cómo se animaron? Yo no podría, hay muchísimos riesgos –la argentina nos pregunta lo que ya mil veces nos han preguntado.

–Hay que animarse, somos como barcos, desde que nacemos nos van armando y preparando para alta mar, nos van construyendo para que sepamos qué hacer ante vientos y tormentas. Nos van enseñando que hay un mundo enorme afuera de siete mares, de seis continentes. Y es antes de estar listos que queremos salir, cuando todavía somos pequeños y aún nos siguen preparando. Y en el momento en el que sí estamos listos para zarpar, cuando nuestros cascos y velas están más fuertes que nunca, es cuando no levantamos anclas… Sentimos que algo nos falta, que aún no estamos listos, porque hay tormentas, porque hay… Somos barcos, en el puerto estamos seguros, pero no fuimos construidos para eso.

El encanto de la conversación es interrumpido al ser llamados todos los pasajeros por los altoparlantes:

–El desperfecto es mayor y debemos esperar un repuesto de Panamá. Por lo tanto, les daremos alojamiento en un hotel cinco estrellas con cena incluida, hasta solucionar el problema.

Los pasajeros maldicen a la compañía mientras nosotros saltamos de alegría. Nos encanta la idea de pasar una noche más en Cartagena, y más en un hotel así.

Contratan un ómnibus para todos y nos llevan hacia el hospedaje de lujo. Una vez arriba, junto al resto de los pasajeros, noto que Martín se encuentra muy ansioso:

–Denme las postales, las que les imprimieron acá en Colombia –me ordena.

Le doy un puñado, aún sin entender para qué. Entonces se para en el frente del ómnibus y:

–Señoras y señores –comienza logrando la atención de todos–, acá tengo para todos ustedes unas postales maravillosas –mientras las muestra bien en alto–, de aquella pareja que está sentada allá en el fondo –todo el micro se da vuelta para mirarnos. No sabemos dónde meternos, no podemos creer lo que está haciendo–. Ellos están haciendo algo que todos soñamos alguna vez. Yo quiero ayudarlos y mi forma de hacerlo es que ustedes los ayuden. Ellos están viajando… – mientras les cuenta del viaje, el caradura de Martín, como si fuese el mejor vendedor ambulante, reparte las postales y en una cajita va juntando la contribución de cada pasajero, que por cierto resulta muy buena.

Cuando termina, se sienta junto a nosotros:

–¿Qué hiciste, Martín? –le pregunta Cande.

–No sé, pero cuando vi todos esos ojos que me miraban, sentí un calor y una vergüenza dentro de mí que me pregunté qué estoy haciendo acá… –larga un suspiro y con cara de felicidad agrega–, me siento súper bien, quería hacer algo por ustedes. Y lo hice. A bordo de este auto –nos dice señalando la postal– ustedes encarnan todos los sueños de cada persona: sueños de aventura, viajes, amor y libertad. Cargaron en un auto lo que todos quisiéramos cargar en una vida. Los admiro y hasta diría que los quiero, recién los conozco, pero los quiero mucho.

El hotel es maravilloso: vista a las playas del Caribe, dos camas de dos plazas, como si fuera a venir a dormir otra pareja más; montones de toallas de distintos tamaños, que no tenemos idea para qué son; jaboncitos, perfumitos, champucitos, folletitos, y muchos otros “itos” que seguramente hacen sentir muy conforme al que paga un hotel cinco estrellas.

Luego de una cena espectacular y de una última visita a la noche de Cartagena, nos echamos a dormir entre almidonadas sábanas blancas sin parches. Súper abrazados nos quedamos dormidos…

“¡Ring, ring!” ¡Maldita sea! Cuarto de cinco estrellas con teléfono incluido, ¡cómo me gustaría que no lo tuviera! Es el conserje: “Mil disculpas, pero el avión está reparado y dentro de veinte minutos los recogerá el ómnibus para irse.” Entre sueños, sólo atino a preguntarle la hora: “Las dos de la mañana, señor”.

Nos levantamos como niños que recién han entrado al parque de diversiones y que tienen que abandonarlo por algún motivo de sus padres. Mientras preparamos las cosas vemos esa almohada que aún nos llama, ese televisor que tiene muchas películas por ver, ese baño con agua caliente que seguro duraría tanto tiempo como quisiéramos ducharnos y… ese teléfono, que todo lo arruinó.

Finalmente, llegamos a Panamá casi a las cuatro de la mañana. A todos aquellos que perdieron las combinaciones con otros vuelos les otorgan una habitación en un hotel muy cercano al aeropuerto.

Miro para un lado y para el otro, no encuentro a Cande. La empiezo a buscar más detenidamente y la veo en el lugar menos pensado: en la cola de las personas que están recibiendo habitaciones de hotel. La miro con cara como diciéndole: “¿Qué haces?”. Ella me responde con un gesto que delata: “No sé, ya veré”.

Es la última de la fila, y llega su turno. Me acerco de espaldas, para poder oír sin ser reconocido. El hombre de la compañía le pide el pasaje, lo mira sin comprender:

–Señorita, su pasaje es para Panamá y usted está en Panamá...

–Sí, pero ¿ahora que hago? Son las cuatro de la mañana, no tengo idea de cómo llegar a la ciudad ni sé a qué hotel ir. Nosotros deberíamos haber llegado al mediodía de ayer, con toda la luz del mundo… ¿No va a pretender que a esta hora me ponga a buscar hoteles?

–Sí, entiendo. Tiene razón, aquí tiene habitación con desayuno. Tome un taxi que nosotros lo pagamos.

¡Ja! ¿Qué tal la petisa? ¿Eh? Se consiguió una habitación.