Venezuela

A través de las estrellas

Tierra de diamantes

Son las seis de la tarde y la aduana venezolana ya está cerrada, sin embargo nos dejan pasar sin ningún problema, sólo nos piden que volvamos el lunes para hacer los papeles.

Apenas emprendemos viaje, nos topamos con una gran noticia. Miramos anonadados al surtidor: marca tres dólares con veinte centavos por un tanque lleno. Nos sentimos en la gloria, acabamos de salir de Brasil, donde la gasolina fue la más cara de todo el camino recorrido hasta ahora, y aquí nos encontramos con la más barata del mundo.

Nos fuimos directo a la municipalidad de Santa Elena, donde nos habían recomendado ir los caminantes venezolanos que conocimos en Brasil, y preguntar por Pedro. Él enseguida nos pregunta qué puede hacer por nosotros.

–Se comenta por el mundo que usted es una muy buena persona –esto parece alegrarlo muchísimo. Le explicamos que debemos quedarnos hasta el lunes y que nos sería de gran ayuda que nos pudiera hospedar. Nos responde que lo aguardemos unos instantes, se va y cuando regresa nos extiende un diploma de bienvenida a la ciudad y un permiso para pasar tres noches pagas en un hotel.

Nos vamos súper contentos, y al buscar el auto hallamos a una persona sentada en su estribo. Cuando nos ve, se para y nos dice:

–En un auto de estos aprendí a manejar, mi hermano me enseñó. Soy uruguayo –nos abraza fuertemente, como si fuésemos paisanos a los que hace mucho que no ve–. Acá en Santa Elena, tan pequeña como es, hay gente de 75 países. Todos van a estar encantados con lo que están haciendo. Bienvenidos, y si necesitan algo, díganmelo que de seguro sabré quién los podrá ayudar.

–Bueno, necesitamos hacerle un service al auto, el último lo efectuamos en Ecuador –le explico.

–Tengo la persona ideal, es un peruano de 75 años que sabe más que veinte mecánicos juntos. Si esta noche no tienen adónde ir a cenar, me encantaría invitarlos. ¿Qué les gustaría comer?

–Algo típico del lugar –le responde Cande.

–¡Arepas! Síganme.

No creas saber vivir

Nos levantamos temprano. Cande hoy se dedicará a vender sus cuadros y yo iré a lo del mecánico, a la tarde nos volveremos a encontrar.

Sobre un descampado diviso una pequeña casilla rodante rodeada de unos cuantos autos abandonados, uno que otro en arreglo. No hay construcciones ni ningún galpón y esto coincide con las indicaciones del uruguayo.

El hombre me ve llegar mucho antes de que me detenga frente a él, su cara expresa una felicidad total. Apenas bajo del auto, me comenta:

–Aprendí mecánica de niño en el taller de mi papá, con carros como éste –mientras tanto abre el capó del Graham–. Un distribuidor delco-remy como el arranque, un generador autolite… –el hombre sabe todo con sólo mirar.– A la dirección hay que ajustarla, acá te está perdiendo líquido de freno… Además lo vamos a lavar a fondo para sacarle toda la arena –desliza sus manos por todos lados como quien toca una obra de arte, mira cada detalle.

–Hola, soy Herman –le digo interrumpiendo su éxtasis.

–¡Uy!, perdóneme, no lo saludé –no, no me había saludado, pues está deslumbrado.

Inmediatamente y sin que le diga nada, se pone a trabajar. Yo trato de ayudarlo, pero sólo me deja lavarle las piezas y buscarle herramientas. En eso aparece un señor que viene a buscar su auto, pero se tiene que ir sin él dado que el peruano le responde que aún está esperando una pieza. Apenas el cliente se retira me comenta:

–Mentira, en realidad tengo el repuesto, pero nadie me saca este placer de trabajar en un auto de verdad.

Bajo un caluroso sol paso todo el día junto a este hombre, que aunque es mayor, parece un niño con su juguete. Trata de explicarme el funcionamiento de cada parte del Graham con tanta devoción que yo aprendo a medida que desarma cada una de las piezas.

–Todo es práctico y muy lógico –le comento mientras lo miro trabajar.

–No, no todo. Esto es igual a la vida, en ella no todo es lógico, no todo es práctico, no todo es matemático. No se puede pasar todo a sistema binario. Hay cosas, como el amor, el misticismo, la religión, los dones, la energía, las fuerzas, pues miles de cosas que se sienten y que son complejas de explicar, aunque no son difíciles de experimentar. Con los autos pasa lo mismo: a veces, ilógicamente, el carro sigue andando, y otras, también sin lógica, se detiene. ¿Tuviste algún problema con el auto o con alguna otra cosa?

–No sé si llamarlos problemas, prefiero decir que tuve complicaciones o pruebas. Para cada una apareció la solución, en ocasiones llegó en el mismo momento y en otras tardó un poco más, pero nunca dejó de aparecer. Además siempre que surgió una complicación hubo una razón. Y le puedo asegurar que cada vez que conocimos el motivo agradecimos lo que nos pasó. Pero ¿sabe qué nos pasó muchas veces? Nos costó ver el motivo por estar más concentrados en la complicación.

El hombre me pregunta y escucha sin sacar la cabeza de abajo del capó.

–Siento que lo que estoy aprendiendo en este viaje me va a servir para toda la vida –le comento.

–Puede ser –ahora sí levanta su cabeza, me mira y hablándome como a un hijo me dice:– No creas saber vivir porque así como el día cambia en la noche, cambia la vida, se aprende día a día, es un cambio constante. Este día nunca existió, tú no eres el de ayer ni el de mañana –hace una pausa, mientras yo me quedo mudo, sólo logro mover mi cabeza afirmando sus palabras–. ¿Te fallaba el carro?

–No, ¿por qué?

–El carburador está tapado –me lo muestra mientras sopla su caño–. No sé cómo llegaste hasta acá –es su último comentario antes de concentrarse por completo en el auto. Sin ningún movimiento de más, sabiendo lo que hace, desmonta muchas piezas y las vuelve a armar. Luego, a su señal arranco el Graham. Lo hizo perfecto, nada falla y su sonido ahora es mucho más armonioso.

–¿Cuánto le debo? –le pregunto contento.

–Tú me tendrías que cobrar a mí por el placer que me ha dado trabajar en este auto. Anda, anda nomás.

Cuando llego al hotel encuentro a una Candelaria súper feliz:

–No sabes qué bien me fue. ¡Vendí un montón! Fui a la municipalidad y casi todos me compraron algo. ¿Y tú?

–Tenemos un auto nuevo, también un nuevo amigo.

¡Qué vaina! ¿Qué cosa es esto?

Durante estos tres días en Santa Elena hemos comido en varias casas de familia, en todas nos hicieron probar la comida típica del lugar: ¡arepas! Cande copió la receta y practicó cómo hacerlas en cada hogar, dado que son muy ricas. Ya sabiendo cómo preparar una comida típica venezolana, es hora de irnos.

Estamos cargando gasolina cuando vemos llegar un jeep totalmente destruido, lleno de barro por donde se lo mire. De él baja un señor en las mismas condiciones, sólo es posible reconocer el blanco de sus dientes.

–¡Coño! ¡Qué vaina! ¿Qué carro es éste? –grita mientras le da un puñetazo al guardabarros de nuestro auto. La misma pregunta nos la acaba de hacer otro hombre al que le estamos respondiendo. El recién llegado interrumpe.– Te lo compro, dime a cuánto y te lo compro –está más que decidido.

–No está en venta.

–Todo está en venta, sólo hay que ponerle un precio –dice mientras saca una bolsita de cuero colgada de su cuello–. Estoy llegando de la mina, mira qué bien me fue –extiende su mano mostrándome unas cuantas piedritas que parecen pedacitos de vidrios rotos–: ¡diamantes!, y éste, éste que ves aquí, es una esmeralda. Con esto puedo comprarme muchos autos como el tuyo y más también. ¿Cuánto quieres? Dime…

–Perdóneme, pero no lo vendo, tengo tantas ganas como usted de tenerlo.

–¡Coño! Tú te lo pierdes –mira a su alrededor y se retira enfadado porque la gente que se ha juntado a causa de sus gritos en vez de admirarlo por su nueva fortuna se ríe de que no pueda comprarlo todo.

Encontrarse en el mundo perdido

Salimos del pequeño pueblo y entramos a uno de los parques nacionales más grandes del mundo: la Gran Sabana. Hace bastante calor y para refrescarnos un poco levantamos el parabrisas llenando el auto de los perfumes del camino, de su polvo, de su temperatura y de la visita de algún que otro insecto volador. Estamos en permanente contacto con la naturaleza. No tenemos aire acondicionado, pero sí contamos con un “acondisoplado” que nos permite saborear las brisas de los caminos y, cuando llueve, sentir las gotas que siempre encuentran su entrada por rendijas y chifletes.

Dejamos la ruta para tomar un camino de tierra, que sentimos que nos invita a entrar. Pasamos por una villa indígena, sus casas son todas iguales y se agrupan formando un círculo. Los niños salen corriendo para vernos, mientras los padres y los jóvenes trabajan el jade. Los saludamos y seguimos.

Ahora el camino se convierte en dos pequeñas huellas, las seguimos y nos conducen por un paisaje ondulado. Apagamos el motor en las bajadas para escuchar los ruidos en silencio. Cruzamos pequeños arroyos sin puentes y cuyos barros nos permiten pasar. Continuamos manejando durante varias horas, disfrutamos estar inmersos en este inmenso lugar.

Al llegar la noche nos detenemos para acampar. No hay nadie a nuestro alrededor, sólo un horizonte infinito y bellísimo. Ubicamos nuestras bolsas de dormir sobre el pasto y nos acostamos mirando el cielo. No estamos en un hotel de cinco estrellas, sino en uno de miles de ellas que brillan por todos lados. Nos divierte buscar las que se mueven.

Cuando la luna asoma, la vuelvo a mirar como lo hacía con mi abuelo en el campo, entonces salíamos a buscarla, a verla, sabía cuándo crecía y cuándo no, también cuándo había que sembrar y cuándo teníamos que cosechar. Esa misma luna que inspira al poeta, invoca al amor. Luna, paisaje nocturno, que nos hace alzar la mirada. Los ojos del primer ser humano te habrán mirado como hoy lo hago yo. Eres el paisaje común de la humanidad, podemos verte desde cualquier lugar. ¿Por qué eres tan bella que hasta los animales te cantan? Luna que mueves mares, que me mueves y conmueves… Sumido en estos pensamientos, me quedo dormido junto a Cande en un abrazo, con música de fondo de ranas y grillos.

Nos despertamos al alba por la luz de un nuevo día, y por los picotazos de un pájaro que lucha contra su reflejo en el parabrisas del auto. Nos levantamos con la espalda dura por el duro piso pero nos sentimos felices al ver dónde amanecimos.

Desayunamos unos ricos huevos con galletas y mientras saboreo mi bocado pienso que no tengo muy en claro por qué lado del camino hemos venido. Anoche lo dejamos para dormir cerca de un arroyo… Sigo masticando mientras quiero hallar un punto de referencia que me recuerde nuestra ubicación. “El mundo perdido” llaman a este lugar, y al parecer nosotros lo estamos.

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Sin embargo, siento que no hay nada de malo en sentirse desorientado y creo que es muy bueno cuando uno se encuentra a sí mismo, que antes tan perdido estaba. En otros momentos de mi vida sabía exactamente en dónde me hallaba, pero aun así estaba perdido: mi trabajo no tenía sentido, salvo por el sueldo; vivía en un lugar que me quedaba cerca de todo, pero no en el que me gustaría vivir; vestía lo que mi tarea me exigía, aunque esa ropa no coincidía con mi estilo… Estaba perdido, no sabía quién era yo y qué podría llegar a hacer.

En cambio ahora estoy desorientado, pero no perdido. Sé quién soy y qué puedo hacer. Recién en este momento encuentro sentido a aquellas palabras del fotógrafo inglés que conocimos en Cusco. Desde ahora en adelante mi trabajo será el que ame hacer, aunque me paguen poco. No sé de dónde vengo, pero si sé adónde iré.

Dejo mi desayuno y voy hasta el camino. Veo las huellas que nos trajeron hasta aquí. Nos quedamos todo el día junto a este arroyo rodeado de tepuy, unas formaciones rocosas muy grandes y elevadas, de paredes rectas y cimas planas, que albergan millones de árboles y vida animal. Toda la vegetación se ve fuerte, vigorosa, la energía del lugar la fortalece.

Cande se dedica a pintar mientras yo corto papeles y maderas para enmarcar sus obras. El lugar está en silencio hasta el atardecer. Como ocurrió en el desierto de Atacama, en los Andes y en el Amazonas. Silencio sereno que reina en estas inmensidades, que hace a uno sentirse tan pequeño, como si fuésemos tan sólo semillas. Volvemos a dormir en este hotel de miles de estrellas.

Al asomar el nuevo día, nos movemos. Pero no avanzamos demasiado, nos cautiva la belleza de unas cascadas sobre piedras rojizas como jade. Inspirados nos detenemos y volvemos a pintar. Estamos en el medio de un mundo perdido, pero aun así nos encontramos con una familia que pasa por aquí casualmente y que también por casualidad ve su pájaro favorito pintado por Cande y encantada lo compra.

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La Navidad

El bajo valor de la gasolina nos tienta, nos da ganas de recorrer mucho, así que antes de ir para el lado de Caracas nos desviamos hacia la Isla Margarita, hacemos planes de pasar nuestras primeras fiestas de Navidad y Año Nuevo lejos de casa.

Llegar a la isla significa para nosotros pisar por primera vez el Caribe, otro de los tantos lugares del mundo que queríamos conocer.

Nos subimos al ferry más económico de los que transportan camiones y carga y desembarcamos en una isla de sol y de playas.

Las primeras noches las pagamos con un cuadro que recibe encantado el italiano dueño del lugar. Las siguientes, somos invitados a una casa de familia y pasamos Nochebuena festejando con ellos.

Es nuestra primera Navidad fuera de casa y, aunque nos sentimos muy bien, no dejamos de extrañar. Las fiestas son motivo de grandes reuniones familiares y nos ponen un poco nostálgicos. Esperamos a que llegue la hora de Nochebuena para que Cande llame a su familia:

–Hola, papá. ¡Feliz Navidad!

–Feliz Navidad, hija. ¿Por dónde andan? Los extrañamos muchísimo.

–Sí, nosotros también. Estamos en la Isla Margarita, en la casa de una familia –después de hablar un ratito le pasa con la mamá, quien la felicita, pero con un tono de voz extraño. Cande la nota nerviosa, rara, y su madre no tarda en darle la noticia que menos quería escuchar: le detectaron cáncer de hígado.

La voz de Cande se quiebra por un momento, no sabe qué decir y se esfuerza para no llorar. –¿Qué pasa? –le pregunto, pero ella sigue atenta al teléfono.

–Las manchas son chiquitas y me las van a tratar con quimioterapia. No te preocupes, todo va a salir bien –la alienta la mamá. Cande queda asombrada por su fuerza, su madre siempre luchó haciéndoles frente a las situaciones. Nunca bajó los brazos y Cande siente que menos puede hacerlo ella. “No tiembles –piensa una y otra vez–, dale fuerza, dale lo que ella necesita: energía, energía de la buena”. Quiere abrazarla con su voz, entonces se recompone y le dice:

–Sé que vas a estar bien. Aunque no esté físicamente cerca tuyo te abrazo y protejo. Días atrás mirando las estrellas se me ocurrió algo, usémoslas para comunicarnos, las dos las podemos ver, así que a través de ellas podemos darnos las buenas noches, estar juntas.

–Me encanta, me parece una buenísimo... porque te extraño tanto. ¡Te quiero mucho, hija! –y se despiden contentas con esta idea.

Entonces sí, Cande se quiebra y en un abrazo mío desahoga su tristeza. Recuerda sus miedos, aquellos que tenía antes de partir y que aún existen en ella pero ocultos por las maravillas del camino. Miedos a que les pase algo a sus seres queridos sin estar ella presente, miedos que subió al auto junto con ella. “¿Qué hago? ¿Me vuelvo? ¿Espero y decido? ¿Sigo? Quizá me están ocultando algo y no son tan chiquitas esas manchas. ¿Qué hago? No puedo creer lo que me está pasando.” La cabeza de Cande es un torbellino, yo le digo sin presionarla, con voz tranquila:

–Amor, tengo suegra para rato. Tu mamá va a estar bien.

Por momentos mi mujer tiene mucha energía, se llena de fe, pero en otros se debilita y se quiebra. Quiere volver, pero decide esperar los primeros resultados y luego ver qué hacer.

Busca la calma, no la tormenta

Isla Margarita es maravillosa y nos movemos de una playa a otra. Nos recomiendan visitar a un paisano nuestro, Charly, quien nos recibe como a familiares. Él tiene un parador, con sombrillas, carpas, restaurante y, lo más valioso, una excelente atención que lo hace sentir a uno como un rey.

Lo observo trabajar y lo hace con devoción, tan feliz que contagia su entusiasmo y su alegría a todos sus empleados. Atiende a todos por igual, no le importa quién consume más ni quién menos, agasaja a absolutamente todos sus clientes:

–Muy buenos días, señor. ¿En qué le puedo servir? –le pregunta a un hombre que se ha sentado bajo una sombrilla del parador.

–Nada, cuando necesite algo se lo diré –contesta secamente sin devolver el saludo.

A la hora parece necesitar algo y de modo nada cortés llama a Charly:

–¡Ey, venga!

–Sí, señor, dígame.

–Tráigame un Johnnie Walker etiqueta negra.

–Discúlpeme, pero se me acabó. Tengo, si le parece bien…

–Quiero tomar lo que quiero tomar, no lo que usted quiera darme –lo interrumpe de una manera que si el mozo fuese yo le diría que tome agua de mar, nada le daría…

–Mil perdones, señor, es mi error no tenerlo. Pero sin cargo alguno le ofrezco uno de mis mejores whiskys –se justifica Charly ante mi asombro. Luego se lo sirve y este maleducado ni se lo agradece.

–Perdóname, Charly –le digo–, ¿viste cómo te trató ese señor y cómo lo trataste a él?

–Que él sea maleducado no significa que yo tenga que serlo. Yo soy como soy, si alguien viene de malhumor o es desagradable, no va a cambiar mi forma de ser. Si te dejas llevar, te pones mal, tanto o peor que él. ¿Y para qué? Yo soy feliz con mi educación, con mi alegría. ¿Por qué la voy a perder? ¿Por qué va a depender de con quién esté?

–Sí, claro. Pero este tipo se dirigió a ti de muy mala manera…

–Si alguien te dice algo de muy mal modo, respóndele de buena manera, no tires más leña al fuego porque así todo será peor. Busca la calma, no la tormenta.

–¿Y qué si te sigue…?

–Educadamente le dices que te encantaría seguir charlando, pero que tienes que atender unas cosas, y nada más.

Durante el resto del día Charly sigue atendiendo a un mundo de gente, siempre con una enorme y natural sonrisa. Cada tanto lo miro admirándolo. Siempre que alguien quiso discutir algo conmigo yo me enganché y seguí la pelea, cuando alguien me trató mal respondí de la misma manera e incluso peor; no podía dejarme ganar. Sin embargo, ahora me doy cuenta de que en realidad ocurría lo contrario: lograban vencerme porque me rebajaba a su nivel y dejaba de ser quien soy para convertirme en alguien aun peor que el otro.

Cuando llega la noche y como broche de oro, nuestro nuevo amigo nos brinda su cuarto. Éste está sobre el parador, frente al Caribe, es una habitación soñada, colmada del canto de olas y de mar, que nos acurruca y nos duerme dulcemente.

El deseo de Dios

Llega Año Nuevo y lo compartimos con los dueños de un ciber café en el que hemos parado dos días antes. A la noche de ese día ya estábamos hospedados en su casa. Tienen un hijo de tres años y los acompaña una mujer que viste ropas hindúes. Ella es muy tranquila en todo: en sus movimientos, en su voz, en sus gestos, y contagia una sensación de paz. Nada la perturba, se muestra feliz y nos saluda con un abrazo que se siente muy cariñoso. Nos cuenta que está de vacaciones, es de Nueva York, donde trabaja en una iglesia de su religión. Le pregunto si no extraña su iglesia, dado que por aquí no las hay:

–Dios está donde está uno, lo puedes encontrar en ti. O en el enfermo, en el pobre, en un niño, en un bebé… Como te comportas con el prójimo te comportas con Él. A Dios más que le recen, le gusta que lo mimen, lo cuiden, lo amen y Él siente esto cuando se lo haces a otro. Cada vez que te acercas a tu prójimo te acercas a Dios. ¿Sabes cuál es su mayor dolor, su mayor pena?

–Las guerras –respondo seguro.

–Aunque las guerras lo lastiman mucho, hay otra cosa, algo que no puede creer que esté sucediendo en su propia creación humana: la matanza de miles y miles de bebés, matanzas que todos los días se suceden. Matanzas de bebés indefensos, que no pueden ni siquiera gritar, que no pueden elegir vivir. Son niños que no llegarán a tener sueños, aunque Dios los ame con toda su alma y les haya otorgado el milagro de la vida.

–¡¿Quiénes matan niños?! –le pregunto con rabia no pudiendo imaginarlo.

–Lo más triste es saber quiénes son esos asesinos: son sus mismos padres, que por comodidad, por dinero, por motivos que jamás excusarán su accionar, lo hacen. Cuando matan a un bebé, están matando a Dios, porque Dios está en cada uno de esos niños y los ama.

–¿Usted se refiere al aborto?

–Llámalo aborto, asesinato, genocidio… Como quieras, es horrible.

Justo entonces el niño aparece en la habitación e interrumpe nuestra conversación para darnos el beso de las buenas noches con mucha alegría y un gran abrazo. Lo miramos con la alegría que contagia un niño.

Me acuesto, cierro los ojos y medito. Nunca pensé en el aborto de esta forma, parte de la sociedad lo plantea como un progreso de la civilización fundado en que es mejor no traer al mundo a un ser no deseado. Pero ¿y el deseo de Dios? ¿El deseo de ese bebé? ¿El deseo de ser padres de quienes no pueden tener hijos? Tras hablar con la neoyorquina pienso que el aborto no es un progreso, sino el atraso más grande de la sociedad. Un hijo, aunque no haya sido deseado, es un ser humano que seguro nos llenará de alegrías y amores. Conozco muchos chicos que llegaron inesperadamente y que fueron las mejores sorpresas de la vida. Como ejemplo, tengo a Candelaria, ella fue una sorpresa para su familia y no me quiero imaginar qué hubiera ocurrido si la hubiesen abortado, si le hubiesen quitado su vida. También tengo una hermanita sorpresiva, con quien nos llevamos 16 años: ¡qué dulzura nos trajo a todos! Me acuerdo que nos decían que había muchos riesgos y peligros, tanto para mamá como para el bebé, pero sólo trajo maravillosos momentos. No imagino cómo sería la vida sin ella.

Con cada venta, una alegría

Todos los días vamos a la playa, para aprovechar la temporada alta y vender los collares y las artesanías que trajimos del Amazonas. Reconozco que si ya me es muy difícil salir a ofrecer los cuadros, casi me resulta imposible hacerlo con las artesanías.

–Anda Cande. A ti te van a dar bolilla –intento convencerla.

–Sola no voy… no me animo.

–De a dos no queda bien, anda.

Y así pasa una hora, sin que nos animemos a salir. Hasta que una chica se acerca a ofrecernos anillos y Cande le dice:

–Yo también vendo, pero no me animo.

–Mira, el que no muestra no vende, así que anímate. Mira todas las billeteras que hay en la playa –señalándole toda la gente que hay.

Cande sonríe por el comentario, observa a la gente con un poco más de valor, se pone el sombrero de paja, se cuelga en los brazos unas cuantas pulseras y collares y sale a recorrer la playa. Al irse, la miro y parece toda una hippie.

Mientras tanto yo me quedo cerca del auto. Un joven se me acerca y, tan suelto como todos los venezolanos, me empieza a hablar. Me cuenta al rato que es vendedor de televisión satelital, que golpea puerta por puerta y entonces le comento la vergüenza que nos da a nosotros salir a vender. Se mata de risa, me explica que el que no quiera comprar no lo hará, y el que sí estará feliz de que le hayas ofrecido. Su slogan es: “Con cada venta, un servicio; con cada venta, una alegría”. Le cuento que Cande está vendiendo artesanías en la playa, y a mí me toca vender sus cuadros. Me pide verlos, los mira, le gustan y pregunta su valor. No puedo creer que me vaya a comprar un cuadro sin siquiera haber salido a ofrecerlo, pero no: sólo me pide las pinturas prestadas, se las pone bajo el brazo y se va camino al restaurante del lugar. No sé qué quiere hacer, por lo que no le saco el ojo de encima. ¡Increíble! Va de mesa en mesa ofreciéndolas, hasta que un señor agarra su billetera y se queda con una. Entonces el joven venezolano regresa y me dice:

–¿Viste? Hice feliz a un señor…

–A los que hiciste feliz fue a mí y a mi mujer.

–Es mi placer. Ahora tú anímate, estos cuadros se venden solos.

Feliz, voy a buscar a Cande para contarle lo que acaba de pasar, la encuentro justo vendiendo algo:

–Usted me pide una rebaja porque cree que yo estoy haciendo un negocio, pero yo no vendo para hacer dinero, sino para realizar un sueño –la escucho decir.

Sin discutirle más, le pagan lo que pedía.

Todo marino es aventurero

Dejamos Isla Margarita y volvemos al continente con dos posibilidades: ir a Caracas y seguir el camino planeado o desviarnos al Este para ir a Trinidad y Tobago. Tomamos el desvío.

Llegamos a Güiria, un puerto en el extremo de Venezuela, no es muy chico ni muy grande, pero su alma es de pueblo. La única empresa que tiene un barco que regularmente va a Trinidad, Tobago y otras islas del Caribe acaba de venderlo y recién dentro de unos meses llegará la nueva nave. Nos quedamos tristes, pues nos habían dicho que había embarcación y ahora nos topamos con esta sorpresa.

–Hay un holandés, hombre de mar… –nos empieza a exponer una posibilidad de ir, pero no está totalmente seguro. Nosotros lo miramos ilusionados y continúa.– Tiene un pequeño barco que por cierto es más viejo que tu auto, es de 1903. Sólo puede cargar cuatro pequeños contenedores, pero quién dice, tal vez los lleve.

–¿Dónde lo podemos encontrar?

–Difícil, vive en Trinidad y sólo viaja cuando tiene carga, pero pregunten por José. Él es su agente naviero.

En los pueblos no te indican cómo llegar, sólo te dicen “pregunte por tal” y uno va preguntando en cada esquina. Así, hallamos a José, quien nos da buenas noticias.

–Está en el puerto, vamos a verlo…

Vemos naves pesqueras muy coloridas, algún que otro velero y otros barquitos. Ansiosos, buscamos el de nuestro hombre. Cuando llegamos al barco, parece que hace años fue retirado del servicio, se lo ve débil, muy pequeño, con parches de soldaduras por todos lados, con pedazos coloreados recientemente y otros carcomidos por la sal, con reformas provisorias, eternamente provisorias.

El agente llama al capitán. Es un hombre mayor, de barba blanca y descuidada como su ropa y su barco, pero con espíritu juvenil. Nos invita a pasar y entramos a lo que también es o fue su casa. En su cabina hecha de artísticos trabajos en madera hay partes muy ordenadas, otras son un lío absoluto. Cartas oceanográficas, brújulas, timón, libros, recuerdos de otros puertos, todo como siempre me lo imaginé de estos viejos lobos de mar, de estos capitanes de barco. El interior huele a sal, a madera, a viejo. Es nuestra primera vez en un barco de mar y la sensación es perfecta.

–No puedo llevarlos ahora, no sé si en el próximo viaje podré, éste será dentro de unos diez o quince días. Si no se llena, pueda ser…

–¿Cuánto nos costaría?

–Cuando llegue el día vemos –nos contesta. El hombre no muestra mucho entusiasmo por nuestro viaje ni por el auto, pero juraría que siente tantas ganas como nosotros de pasar un tiempo juntos hablando de viajes y sueños. Recordamos muy bien lo que nos dijo el Comandante en Ecuador: “Todo marino es aventurero y los va a ayudar”.

Con este presentimiento, vemos al capitán zarpar hacia Trinidad.

El Juega Niños

Estamos saliendo de la oficina del agente José cuando se nos acerca un hombre muy bien vestido, demasiado arreglado para este lugar. Su quebrado español evidencia que no es oriundo de la zona y cuando nos dice su nombre confirmamos que es árabe. Le contamos del viaje y que vamos a estar entre diez y quince días esperando en Güiria:

–Tengo un lugar ideal para ustedes, una casaquinta muy cercana al mar, con muchos árboles, frutales, algunos animales e incluso un cuidador que los puede ayudar en lo que necesiten. Si quieren, los llevo a verla y si les gusta, la pueden usar.

–¡Sin verla le decimos que sí! –respondemos emocionados por esta sorpresa.

La casa es exactamente igual a las que hacen los nativos del lugar. Además de hamacas, tiene su cama. Apenas nos acomodamos nos ponemos a trabajar en nuestras pinturas, queremos juntar suficiente para poder vender y pagar el barco y los gastos en Trinidad.

Con jugos caseros hecho de los frutales y bajo la sombra de bellísimos árboles, nos ponemos a pintar y a enmarcar. Enseguida se asoman niños a la tranquera de entrada, miran a estos desconocidos que viajan en tan extraño carro. Los invitamos a pasar y felices empiezan a dar pinceladas con Cande, a juntar hojas y a pegarlas haciendo un collage de mil cosas.

Con el paso de los días, cada vez se suman más niños y la casaquinta se convierte en una escuela de arte. Se juntan tantos que tenemos que poner un horario de visita, para poder trabajar en nuestros cuadros. También los padres se nos acercan y nos traen comidas caseras: riquísimas arepas que se pueden comer en el desayuno, en el almuerzo y en la cena.

Durante todas las tardes de estos siete días hemos bajado a la playa con el grupo de chicos a jugar a la pelota, a nadar, correr y divertirnos. Mientras me preparo escucho que los niños le preguntan a Cande por mí:

–¿Dónde está el Juega Niños? –el sobrenombre me emociona.

A la semana tenemos suficientes cuadros listos y con ellos nos vamos a la plaza a vender, habremos pasado unas cuatro horas donde sólo una persona paró a mirar. Casi nadie pasa, y quienes lo hacen no buscan pinturas. Al llegar la tardecita, nos retiramos desilusionados por no haber vendido nada, ni siquiera hemos logrado llamar un poco la atención.

Volviendo con toda la pena hacia la casa quinta, pasamos por el frente de una linda casa. Después otra y otra más. Freno, pongo marcha atrás y regreso hacia ellas. Cande me mira y me pregunta.

–¿Qué vas a hacer?

–Ven conmigo. Vamos a hacer gente feliz –le digo mientras estaciono frente a una pintoresca casa donde toco el timbre.

–¿Quién es? –pregunta una señora que nos abre la puerta antes de que le contestemos.

–Buenas tardes, señora. Somos Candelaria y Herman, estamos viajando desde Argentina hasta Alaska en ese auto –la señora nos mira sin entender–, y para financiarnos vendemos estos cuadros que nosotros pintamos. ¿Quisiera usted verlos… ? –la señora se queda muda un instante, mientras le acerco cada vez más los cuadros a su cara de sorpresa.

–Sí, claro, pasen. Querido, acá hay unos chicos de… ¿De dónde dijeron?

–De Argentina.

–Hazlos pasar…

Terminamos cenando con ellos además de cobrándoles dos cuadros. Ellos mismos llamaron a otros amigos que nos compraron más y nos dieron otras direcciones para ir. Así que en los días restantes, antes de que llegue el barco Nova Cura, nos dedicamos a la venta ambulante. Llegando a ir hasta a los bancos, preguntamos por el gerente, que unas secretarias muy dubitativas nos dejaban pasar a ver. Nos presentamos, les contamos nuestro sueño y les mostramos una foto de nuestro móvil. Al final sólo una vez un gerente se nos quiso escabullir, diciendo que el rojo del cartón color no combinaba con el de sus paredes:

–Si fuera azul…

–No hay problema –respondemos y volvemos al día siguiente habiendo cambiado el color.

Ahora no puede negarse y nos compra la pintura.

Nos sentimos súper bien por haber superado la vergüenza y la timidez de vender que tanto nos trababan.

Nova Cura

Unos chicos vienen corriendo a avisarnos que ha llegado el barco Nova Cura. Justo cuando ya tenemos suficiente dinero para pagarlo.

–Salimos mañana, chicos, prepárense a zarpar –nos dice el capitán de barba blanca.

–¿Cuánto saldrá el viaje?

–Doscientos dólares, si prometen no decirle a nadie.

–¿Ida y vuelta?

–Sí, y con estadía en Trinidad en el barco.

–Trato hecho.

–Traigan el auto ahora, así aprovechamos el alquiler de la grúa para cargarlo.

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Zarpamos a la noche con el auto cargado en la vacía bodega, todo el barco es para el auto y para nosotros. El mar está revuelto aquí donde el Caribe y el Atlántico se unen en una guerra de corrientes; piedras e isletas asoman por todos lados. El capitán, en su cabina, súper tranquilo, mueve el timón de un lado a otro como si pudiese ver algo ahí afuera.

–Dos años atrás jamás hubiese cruzado de noche, muchos barcos se hundieron. Uno no puede dejarse llevar por la brújula porque las corrientes son fuertísimas. Pero ahora, con este aparato GPS, sé exactamente dónde está cada isleta y dónde está mi barco.

Mientras maneja nos narra historias. Sus cuentos de viajes marinos son cautivantes. Nos cuenta cruces de océanos, tormentas, puertos… tantas historias, que un escritor con una docena de ellas escribiría un excelente libro.

Tras unas horas, totalmente tranquilo por su “aparato” más la experiencia del capitán, salgo a recorrer el pequeño barco. Voy a su ruidosa sala de máquinas, a su popa y a su proa, en donde me siento para ver chocar las olas de cerca. La cálida brisa caribeña me trae perfumes de playa y música de una Trinidad que poco a poco se nos acerca. Un grupo de delfines sorpresivamente aparece, nadan y saltan un poco más adelante del barco. A gritos llamo a Cande, pero no responde. Puede que esté pensando en su mamá.

“La noche mostró sus estrellas, aquellas con las que me mantengo comunicada con mamá, unida. Aunque esta vez las siento distintas, siento algo especial, hay alguien más que comparte la charla, es mi hermano. La brisa trajo su sonrisa y la respiré hasta lo más hondo de mí, recuerdo que de niño siempre sonría. Me fui al punto más alto del barco para estar más cerca del cielo, más cerca de él. Desde allí le pedí que le dé fuerzas a mamá pero más aun que la curara, le expliqué cómo hacerlo. Me imaginé todo paso a paso a la vez que lo veía como real.

Sentí sus caricias de calma y sus consejos de niño. Cuando no lo vi más pensé en lo intenso que fue este encuentro, desde que murió nunca lo había sentido tan cerca. Me transformó en otra persona, estaba segura de mi fe, mamá se curaría, ahí decidí sin culpas esperar que la buena noticia llegara. Extendí los brazos y junto a la brisa la abracé. ‘Buenas noches mamá’.”

Busco a Cande para mostrarle los delfines, y la encuentro en la torreta del barco, voy hasta ella, la veo mirar las estrellas, en diálogo con su madre. Sin quitarle la mirada al cielo, me comenta:

–Cada uno tiene una estrella, ¿cuál es la tuya? –espera que le señale una.

–La mía eres tú –le respondo abrazándola por la espalda.

Isla Trinidad

El capitán, al llegar a puerto, iza una bandera amarilla para comunicarles a los de inmigración que tenemos que hacer los trámites. No es como en un aeropuerto, en este caso son los oficiales los que vienen al barco para recién ahí poder desembarcar.

Mientras hacen los trámites me quedo sentado sobre la baranda del barco, miro la isla pensando qué sorpresas nos traerá. Del mismo muelle en el que estamos amarrados sobresale una plataforma: un hombre desenrolla una alfombra en su piso, se arrodilla y se pone a rezar. Se para y se arrodilla e incluso llega a apoyar su cabeza sobre el piso. Creo que por primera vez veo a un musulmán rezar, pero para asegurarme espero a que termine para preguntarle. Me responde que sí, que este ritual lo repite cinco veces cada día y yo le cuento que ahora que estoy viajando estoy rezando mucho más y que al menos cinco veces por día me acuerdo de Dios.

–De una forma es un rezo. ¿Y a cuántos dioses le reza? –me pregunta.

–Siento que Dios hay uno solo, que lo llamamos con distintos nombres –le respondo, creyendo que comenzaría un debate de religiones o que se disgustaría.

–¿Has hecho caridad a lo largo de tu vida? –me pregunta sorprendiéndome.

–Sí, pero creo que no la suficiente. No di tanto como debería haber dado. Y en este momento siento que estoy recibiendo mucho más de lo que doy…

–¿Por qué?

–Porque estoy realizando el viaje de mi vida, mi gran sueño, y lo estoy logrando gracias a que la gente me está dando mucho.

No me pregunta más, me mira callado, se transforma en un ser súper tierno y me dice:

–Eres como un musulmán, ya que nosotros creemos en un solo Dios, realizamos caridad, rezamos cinco veces al día y durante nuestra vida tenemos que realizar un viaje, el sueño de todo musulmán: ir a la Meca –siento una alegría enorme de ser incluido en un mundo que para mí es desconocido y un gran gozo por no haber sido discriminado–. ¿Y tú adónde vas?

–A Alaska

–Ah… ¿Es tu tierra santa?

–No, sólo una meta.

Los de inmigración nos niegan desembarcar el auto hasta que lleguen los de la aduana.

Esperamos eternamente y cuando finalmente llegan a los dos días, nos prohíben bajar el Graham.

–Pero... ¿por qué?

–No tenemos regulaciones para autos de turismo –nos responden secamente, dándonos a entender que es el primer auto de paso y de turismo que pasa por Trinidad.

En busca de soluciones, visitamos la embajada argentina. Toda su gente se dedica durante tres días a encontrar la manera de desembarcar el auto. Encuentran mucha gente del gobierno de Trinidad que quiere hacerlo, pero el encargado de la Aduana no cambia su decisión. Sólo lo permitiría si el desembarco se realizara por el puerto oficial y si dejáramos una garantía del 30% del valor del auto. ¿Cuánto sería eso? Nadie tiene la respuesta, y aunque la hubiera no tendríamos cómo pagar. Además nuestro capitán nos informa que amarrar en el puerto oficial es prohibitivo por los altos costos.

Decidimos igualmente disfrutar de Trinidad, tan diferente a Latinoamérica, aunque tan cercana. Hay música por todos lados con una población casi totalmente negra e india de habla inglesa, que sólo los trinitenses entienden. Su ropa, el estilo y los peinados son súper extravagantes.

El capitán y su mujer nos llevan en su auto a recorrer playas de la isla, mas vamos a otros puertos llenos de veleros, muchos de los cuales buscan marinos con o sin experiencia para ayudar a navegarlos a Miami, a Europa, a Panamá o a Australia. Se trata de veleros que llegaron con su propia tripulación, la cual ya se volvió en avión o cambió de barco hacia otro rumbo. Las ofertas son muy tentadoras: viajes en veleros totalmente equipados hacia fascinantes destinos. Nos cuesta mucho esfuerzo resistirnos, debemos dejarlos para otro momento: un viaje por vez.

Durante los diez días de estadía dormimos en la mansión del barco, tenemos el camarote del capitán, la cocina, el comedor y cientos de amigas no invitadas: las cucarachas. Es llegar a la noche y ver a cientos de ellas irse a su escondite para luego salir cuando agarran confianza. No queremos ni cocinar en el barco porque están por todos lados, en las cajas de arroz, en los condimentos… Una noche Cande me despierta sobresaltada: “Sentí algo caminando por mi pierna”. Pensando en lo peor, abrimos la bolsa de dormir y ahí estaba la gran cucaracha.

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El Nova Cura tiene que volver por carga a Venezuela. Así que para cargar unos contenedores bajamos el auto que llevamos fuera del movimiento del puerto.

Cuando llegan los de la aduana para chequear la carga y advierten que el Graham no está, ponen el grito en el cielo:

–¡¿Dónde está el auto?! –pregunta un hombre con bronca por haber sido desobedecido y con miedo a perder su trabajo.

–Mi mujer se fue de compras al centro –le respondo y se me queda mirando boquiabierto sin saber si gritarme o pedirme por favor que lo traiga de vuelta inmediatamente.

–¡¿Cómo puede ser?! –dice a los alaridos mientras revolea sus brazos, pero antes de que termine de estallar, le señalo el auto que está detrás de él. Se calla y creo que se pone contento, no por mi broma, sino por ver al auto en el puerto.– ¿Con qué permiso lo bajaron?

El capitán, que escuchó los gritos, se hace presente y le contesta con un tono muy tranquilo:

–El auto no aguanta el peso del contenedor, así que tengo que ponerlo sobre él y para eso necesité sacarlo –tras esta respuesta el agente nada puede decir y se va.

Llegamos al continente nuevamente escoltados por los delfines.

Sentirse como en casa

No sé por qué pero siempre quisimos conocer Caracas. A medida que entramos a ella tomamos decenas de ramificaciones, pero sólo nos perdemos dos veces. Llamamos a los padres de Gerardo, el caminante, y les comentamos que lo conocimos en Brasil y que estamos de paso. Sin darnos tiempo a pedírselo, nos invitan a su casa. Toda la familia nos recibe como hijos que vuelven de un largo viaje, nos dan el cariño que están acumulando desde que Gerardo se fue a cumplir su sueño: nos arman reuniones familiares, preparan comidas especiales y hasta organizan una feria artesanal para que vendamos las nuestras. También nos llevan a conocer su casa en la playa, donde comemos como ellos dicen: “Algo único de Venezuela: ¡arepas!”. Éstas ya nos empiezan a salir por las orejas.

También en el Museo del Transporte de Caracas nos reciben de un modo muy familiar los coleccionistas y amantes de los autos. Apenas arribamos todos aplauden nuestra llegada, este cálido recibimiento nos emociona. No sólo son hombres, sino que también hay mujeres y niños, familias completas. Todos han traído sus autos y nos esperan con medallas, regalos, ofrecimientos de servicio y miles de cosas más. En cuanto a nosotros, también hemos traído algo: nuestras pinturas y artesanías, las cuales una chica peruana se dedica a vender, casi obligando a comprar algo a cada uno de los participantes.

En este tipo de reuniones es usual hablar de qué auto se tiene y cómo. Uno me dice que posee un MG modelo tal y otros, a lo que yo sólo puedo acotar: “¡Ah, qué lindo!”, porque en realidad no sé de qué me está hablando. Todos imaginan que soy un fanático conocedor de autos y mecánica, sin embargo no logro desanimarlos, sino que los impresiono cuando les digo la verdad: “Si hubiese sabido de mecánica, quizá nunca hubiésemos salido con este auto a hacer esta clase de viaje”.

Tras dedicarnos unas palabras muy lindas, nos invitan a brindarles un resumen del recorrido. Cuando terminamos nuestro discurso, empiezan las preguntas:

–¿No les parece una locura salir en ese auto? Como que veo pocas posibilidades de llegar… –Si dentro de mis posibilidades de realizarlo hay solamente un uno por ciento y un noventa y nueve por ciento en contra, pues por ese uno por ciento voy.

–Bueno, sólo porque eres optimista –me contesta.

–No. Soy realista. Es real que voy a vivir una sola vez, que hay más beneficios en intentar que en no hacer, que todo se puede.

Todos quedan en silencio hasta que irrumpe otra pregunta:

–¿Cuánto les consume?

–Cuatro litros cada cien kilómetros.

–¿Nada más?

–Sí, pero de aceite… –y las risas estallan.

–¿A cuánto van?

–A 120 ó 130…

–¡¿Qué?!– preguntan incrédulos.

–Sí, pero de temperatura. En realidad vamos a cuarenta –y festejan con más risas.

–Más vale paso que aguante a trote que canse –agrega el presidente del club.

Así pasamos una tarde maravillosa, en la que nos hacen sentir como si siempre hubiéramos pertenecido al club. Nos vuelven a ofrecer un servicio mecánico, pero les explicamos que no creemos que haga falta y nos despedimos.

Volviendo a la casa se escucha un ruido muy feo que proviene de la caja de cambios, la cual no me permite hacer ningún movimiento. Sólo puedo seguir en primera, marcha que logro poner con el motor apagado.

Cuando llegamos llamo al club y les cuento lo que nos ha ocurrido. Una hora después hay tres autos listos para llevarnos hasta un taller que pertenece a dos de los miembros. Muy, pero muy lentamente, nos escoltan por toda la ciudad parando el tránsito en cada lugar que pasamos.

Al día siguiente el taller se convierte en sede del club: las visitas llegan en cantidad preocupadas por el auto, por nosotros y por llevarnos a comer nuevamente lo típico de su tierra: ¡arepas! Incluso se molestan en traernos y llevarnos a la casa donde nos hospedamos.

Aunque el problema del auto es sólo un pequeño rodamiento que hay que cambiar por un buje, el auto y la fiesta duran casi una semana dentro del taller. Durante una de esas tardes estoy junto a cinco muchachos venezolanos que me cuentan algunos chistes sobre argentinos: “El hijo le dice al papá: ‘Papá, papá, cuando sea grande quiero ser como vos’. El padre, lleno de orgullo y esperando escuchar todos sus atributos, le pregunta al hijo con un tono de persona importante: ‘¿Por qué?’ ‘Para tener un hijo como yo’”. Pues en Venezuela los argentinos no son cosa seria, sino tema de bromas. Se hacen muchos chistes sobre el ego y la forma de ser de los argentinos, y al principio los escucho jovial. Pero a medida que pasa el tiempo y siguen las bromas me empiezo a molestar. Entonces les digo:

–¿Ustedes saben cómo se hace un argentino? El 70% de un argentino es diarrea de perro, bosta de vaca, concón de cerdo y así otras heces más –los jóvenes felices escuchan el chiste de la boca de un argentino–. Otro 25% es narcisismo, egocentrismo y otros “ismos” más –las caras de los muchachos ya están listas para la carcajada–, y el 5% restante son sólo cinco gotitas de orina de gato –un par ya empiezan a reír–, pero sólo cinco gotitas... ¡Te pasas en una y tienes un típico venezolano! –al oír esto algunos cortan sus risas inmediatamente, otros festejan con humor. Por mi parte, siento mi estima salvada.

Dejamos Caracas con una caravana compuesta por unos quince autos miembros del club. Nos escoltan durante más de cien kilómetros. Es de esperarse que alguno de tantos autos antiguos se pare, pero lo que no imaginamos es que iba a ser el nuestro. El Graham se queda sin gasolina y las bromas que recibimos son miles: antes de salir nos habíamos reunido en una gasolinera en el país de la gasolina más barata del mundo. Parecemos unos tacaños que ni en gasolina queremos gastar.

Al llegar a nuestro punto de despedida, nos espera un excelente almuerzo con todo tipo de… ¡arepas! Pero también nos aguardan unas muy lindas palabras de despedida y una colecta que no nos dejan abrir hasta que estemos nuevamente en camino.

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Quien sueña lo absurdo logra lo imposible

Llegamos a la mediterránea Mérida entre las montañas. Aquí debemos buscar por recomendación a Alexis Montilla. Él tiene tres enormes parques de diversiones. En uno de ellos se deja el auto, se sube a un tranvía y entra a una Venezuela del año 30: el parque recrea un pueblo entero con todas las construcciones, negocios, vestimentas y autos de la época. Otro de sus parques representa todas las regiones de Venezuela con sus costumbres, su música y sus comidas típicas.

Cuando llegamos a la boletería pedimos hablar con él, una señorita lo llama por teléfono y sin preguntarnos quiénes somos nos avisa que ahora vendrá. Al rato vemos bajar de una camioneta a un hombre de baja estatura, de cincuenta y pico de años, de ropas simples y, con una pequeña sonrisa dibujada en sus mejillas, nos saluda. Es él.

Le contamos qué estamos haciendo y nos pregunta qué puede hacer por nosotros. Le contestamos que necesitamos hospedaje; sin dudarlo nos dice que sí y nos pregunta qué más. Le respondemos que con eso ya es mucho.

Nos vamos a conocer su parque junto con uno de sus ayudantes. Este lugar es pura diversión excelentemente lograda. Tras recorrer el lugar nos volvemos a encontrar con Alexis en uno de los asientos del parque. Él no tiene oficina ni escritorio: donde él está, está la gerencia.

Un hombre que es su mano derecha nos cuenta que Alexis nació en la montaña, su familia era muy pobre y vivía en una casa de un solo ambiente, que desde chico soñó con un parque de diversiones para chicos y grandes, pero que todos lo veían como a un absurdo soñador. Dejó la montaña y se fue a trabajar de lavacopas, de vendedor ambulante, de maestro, de mozo y que después puso su propio restaurante. A éste le siguió un hotel y otro… y luego su primer parque. Hoy tiene su sueño cumplido y en una placa de bronce en la entrada de su tercer parque dice: “Quien sueña lo absurdo logra lo imposible”.

Estamos cerca de Alexis contestando preguntas acerca de nuestro viaje, en realidad más que interrogantes lo que escuchamos son malos augurios, nos preguntan de todo lo malo que podría llegar a pasarnos. Uno tras otro: “¿Qué pasaría si se enfermaran? ¿Y si se rompiese el auto? ¿Y los repuestos? ¿Y si les roban?” ¿Y si tal cosa y la otra?

–Nada les va a pasar –interrumpe Alexis con toda calma y sinceridad, muy seguro de lo que dice desde su asiento.

Lo miro y advierto que tiene razón: nada malo pasó, nada malo va a pasar.

–Ya lo escucharon, nada malo ocurrirá –reafirmo y le comento a Alexis que lo común es escuchar preguntas de este tipo sin que nos vean un final feliz.

–Profetas del fracaso siempre los hay, es mucho más fácil augurar un fracaso que un triunfo. Como en una carrera donde es más seguro asegurar el fracaso de la mayoría que el triunfo de uno solo. No los escuchen, escúchense. Si se tienen fe, están condenados al éxito.

Alexis nos lleva a un hotel que no es suyo, pues los tiene todos ocupados. Paga nuestra estadía de su bolsillo, pero nosotros lo queremos disuadir, pues nos podríamos arreglar de otra manera. No hay modo, nos responde que le quitaríamos una felicidad.

Se queda conversando un rato con nosotros, de un soñador de sueños cumplidos a unos soñadores que necesitan de sus palabras.

–Chicos, escuchen: con las dificultades uno crece, con los problemas uno se fortalece. El miedo debilita, las dudas entorpecen, la fe empuja, con la esperanza se avanza. No dejen de avanzar. Ustedes, allá en el parque, le comentaron a mi gente que la mayor dificultad de todo el viaje fue empezar. Hay una más, hay otra dificultad que surgirá en el camino antes de terminarlo o casi al final. No la vean como una dificultad, sino como la prueba final. No aflojen, no cometan el error de la mayoría de aflojar a último momento. No abandonen su sueño. Si pasan esa prueba, podrán decir: “Sueño cumplido”.

–Tenemos otro sueño –agrega Cande sacando otra de nuestras metas a relucir–: queremos tener un pequeño campo en la montaña adonde construir cabañas y recibir gente…

–Empiécenlo –nos dijo como la única fórmula para cumplirlo.

–Pero ¿cómo lograríamos que la gente viniera?

–A donde ustedes encuentren un lugar que les guste, la gente irá. No se preocupen de eso, la gente va a ir.

Campos de trigo

Le dejamos nuestro auto a Alexis para que lo exhiba junto a los suyos en el parque y nos vamos a Los Nevados, un pequeño pueblito en el páramo, muy alto en la montaña, tan alto que ni los árboles crecen.

Sólo se llega con un jeep 4x4 por un camino de tierra que realmente da miedo, por sus cornisas abruptas, curvas y subidas. Tardamos cuatro horas en llegar a este pueblo que nos hace sentir como en un mundo aparte: en las calles no hay autos, sólo caballos atados en las esquinas, las calles son muy empinadas y empedradas, las casas son de barro, piedra y ladrillo con tejas de cerámica. Resalta la iglesia pintada de blanco cal ante el oscuro paisaje de gigantes montañas por detrás.

Al día siguiente salimos a caminar por los senderos que nos llevan a la montaña, atravesamos empinados campos de trigo sembrados con bueyes. Cosechados y desgranados a mano.

En el camino nos encontramos con su gente, que nos saluda al pasar. Visten distinto. Son descendientes de inmigrantes que se fueron adaptando a este lugar y a este estilo de vida. El medio más rápido es la mula o el caballo. Las casas están diseminadas y son muy parecidas entre sí. Pasamos por una escuelita donde los chicos en recreo se amontonan a la vera del camino para vernos pasar. Nos hacen sentir como si fuésemos diferentes, raros. Es paradójico que unos segundos atrás fuimos nosotros quienes miramos así a este lugar y a su gente. Continuamos caminando durante tres horas, hasta que el sendero se pierde en la cima fresca de la montaña.

Al retornar, una familia nos invita a su casa. Nos convidan de su agua y para saciar nuestra hambre preparan unas tortillas de harina deliciosas. Nunca comí unas tan ricas. Nos cuentan con mucho cariño sobre sus antecesores, quienes llegaron a este lugar. Luego nos muestran la casa: tiene forma de U y el patio interno está rodeado por una galería. Sólo cuento tres ambientes, más la cocina. Uno pertenece a los padres, otro a los hijos y en el tercero se guarda las herramientas, las cosechas y hay un altar con su vela prendida. Miramos con mucha curiosidad la simpleza del lugar, todo fue hecho por ellos: los muebles, las paredes, el altar decorado. Cuando levanto la vista para observar el techo, me quedo helado: sobre unas cabrias reposa un ataúd vacío.

–¿Y eso? –pregunto extrañado.

–Para uno –me responde el señor de la casa como si fuese algo elemental.

Siento escalofríos en mi cuerpo, nunca imaginé tener en mi casa un ataúd como esperando mi retirada. Pero ellos, al vivir en la montaña, tan lejos de todo, tardarían muchísimo en conseguir la madera y hacer uno, por eso lo tienen listo. Tienen asumida la muerte, tienen asumido que algún día llegará. Ver el cajón me evoca la muerte de mi amigo Fidel en Ecuador y también me recuerda qué vivo estoy y cuánto estoy haciendo por mi vida.

Al salir al sol del patio, nos encontramos con la señora echando a una mula que aprovechó a entrar por la puerta abierta, tras cerrarla nos dice:

–Mañana vamos a hacer pan para vender en el pueblo, si quieren ver, están invitados.

–Si nos deja ayudar, venimos súper encantados –contesta Cande.

Nos despertamos a las seis para llegar tempranito a la casa. Tras una fresca hora de caminata nos esperan con un riquísimo café y mucho trigo para moler. Ellos son ocho y todos hacen algo: unos vienen con las mulas cargadas de ramas que traen de muy lejos, otros las cortan y nosotros nos sumamos a moler el trigo que otros tamizan. Mientras tanto la madre empieza a amasar y el padre carga con leña el horno.

El día se va pasando con mucha alegría y empolvados en harina. El sabroso almuerzo son unas pequeñas papas de montaña sobre tortillas de harina acompañado con un café que fue molido después de ser tostado en un plato de barro cocido sobre el fuego. Es una comida muy simple, que por ser compartida y por la calidez familiar que nos rodea, se transforma en un banquete. En este lugar donde la luz se va con el sol y el frío empieza a congelar las manos. Donde una vaca, un burro y gallinas son echados constantemente del patio al que buscan entrar por comida.

El día termina ayudando a cargar el pan recién salido del horno sobre las mulas que irán hacia el pueblo. Y nosotros despidiéndonos de nuestra nueva familia. Por el sendero retornamos a nuestro hotelcito mientras felices recordamos el día vivido.

Antes de emprender el viaje pensábamos que nuestro pequeño mundo era todo lo que existía y nos sentíamos muy bien en él, pero viajando nos damos cuenta de cuán equivocados estábamos. Nos rodeábamos sólo de aquellas personas de nuestro mismo nivel, educación, religión y cultura, nos cerrábamos a los demás, a los otros, a los diferentes. Solíamos rechazar a la gente que no opinaba lo mismo que nosotros e incluso nos llegamos a burlar de quien vestía diferente.

En cambio, al iniciar el viaje nos dimos cuenta de cuán poco habíamos crecido hasta entonces y de cuánto nos falta aprender aún. Pero algo ya sabemos: la igualdad idiotiza mientras que la diversidad culturiza. Estamos todos juntos en este mundo para que nos relacionemos, compartamos, convivamos y nos ayudemos unos a los otros y no para que cada uno se interese sólo por su vida, su familia, sus intereses, sus adquisiciones, sus necesidades, sus sentimientos… Hasta suenan aburridos tantos “sus”.

Si vemos más allá de nuestros “mis”, seremos felices en conjunto y no existe más grande felicidad que cuando la podemos compartir a corazón abierto, sin traba alguna. Es hermoso alegrarse por la felicidad ajena, sin envidias, como nos ocurrió hoy. Y más alegría uno siente cuando forma parte de esa felicidad, cuando ayuda de alguna forma, como por ejemplo, con un consejo oportuno o con un tiempo dedicado.

Hay miles de personas que antes para nosotros no existían; miles de sueños todavía sin cumplir; diferentes tipos de culturas; de miedos; de pensamientos; de vidas; de modos de diversión... Uno no se da cuenta de esta diversidad porque está rodeado de aquella gente que ha elegido para conformar su pequeño mundo, un mundo que se achica con los años a pesar de estar inserto en un universo gigantesco que se agranda.

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Por eso, nosotros ahora aprovechamos y nos sentamos con quien nunca nos habíamos sentado, hablamos, disfrutamos y aprendemos de él sin sentirnos ni superiores ni inferiores, sino felices. ¡Hay tanto para ver y tan ciegos estábamos! Hoy aprendemos del más pobre, del más rico, del artesano, del mecánico, de todos.

Comandante Jaramillo

Dejamos Los Nevados llevándonos mucho. Montamos durante cuatro horas unas lentas mulas hasta alcanzar el teleférico más alto y largo del mundo, que rápidamente nos baja a la ciudad de Mérida.

Buscamos el auto para participar en el desfile de comparsas del carnaval. A nuestro paso la gente grita: “Ahí va el carro de los sueños”, como han bautizado al Graham en una linda nota que nos hicieron para la televisión.

Alrededor de cada auto dos o tres parejas se reúnen a bailar al ritmo de la música que sale de los parlantes a todo volumen y lo mismo en el auto siguiente pero con otra música y así en otro y otro... La ciudad es pura fiesta, al igual que los venezolanos: todo es chévere.

Dos días de manejo nos llevan cerca de la frontera con Colombia. Ha atardecido y preferimos entrar a nuestro próximo país por la mañana. Mientras nos acercamos a la frontera, buscamos dónde pasar la noche. Entonces divisamos una especie de fuerte, su cartel indica: “Destacamento militar”.

–Siempre tuvimos despedidas fabulosas de los países, ¿por qué no intentamos acá? –pregunta Cande.

Así que a quienes hacen guardia les pedimos hablar con su superior. Muy rápidamente, mientras lo esperamos, se empiezan a juntar muchos soldados alrededor del auto. Todos visten uniformes camuflados y enormes armas al hombro, pero mirándoles sus caras son las mismas que se ven en cualquier humano al ver un sueño haciéndose realidad. Mirando la libertad en movimiento.

Nos damos cuenta de quién es el comandante porque los soldados le abren paso, y es el único que no trae armas:

–Comandante Jaramillo a la orden –se presenta. Nunca imaginé tener un comandante a mi orden.

–Buenas tardes, somos Candelaria y Herman y estamos dejando Venezuela, quisiéramos pedirle permiso para poder pasar la noche en su destacamento –recién cuando termino de hacer mi pedido, me doy cuenta de que estoy pidiendo mucho: estamos en el destacamento militar de una frontera ardiente pidiendo albergue como si fuese un campamento de turistas.

El comandante nos observa. Luego dirige su mirada a los soldados; todos con sus caras le piden que acepte. Él sonríe y con cortos movimientos de cabeza nos dice que sí:

–Sargento, acomódelos en el casino y haga que de la cocina les lleven comida.

–Sí, mi comandante –responde el sargento feliz por cumplir tan linda orden.

–Mil gracias, señor –le dice Candelaria al comandante, quien si bien se siente complacido por haber sido llamado señor, aclara:

–El Señor está en el cielo, yo soy sólo su servidor. Termino unas cosas y nos vemos en el casino.

El sargento nos lleva por todo el cuartel mostrándonos las barracas, las duchas y mandando a algunos soldados a buscar colchones para nosotros y al cocinero a preparar las mejores arepas.

–¿Comieron arepas?

–Sí, nos encantan –dice Cande educadamente. Por mi parte, ya no quiero saber nada de arepas por lo menos por un año.

Pasamos una muy linda noche, charlando de lugares de Venezuela que tanto nosotros como los soldados conocimos. Finalmente, llega la pregunta del millón, a la que respondemos:

–Costeamos el viaje vendiendo cuadros: Cande pinta pájaros que vemos en el camino y yo los enmarco.

Entonces el comandante pide verlos y, ante nuestra sorpresa, se queda con dos. No sólo nos han hospedado, sino que además nos dan un empujón para seguir.