Ecuador
Mitad del mundo
Cuenca Encantada
Arribamos a una ciudad encantada: Cuenca, construida sobre la montaña –con piedras, madera, barro– y llena de escaleras.
Entramos a la panadería y el hombre que está delante nuestro pide:
–Señor, ¿sería tan amable de venderme medio kilo de pan, por favor?
–Sí, caballero, ahora mismo se lo entrego. Dos mil sucres, por favor.
–Muchísimas gracias. Aquí tiene usted. Le deseo un buen día.
–Lo mismo para usted, señor.
Esta simple compra de pan, es toda una expresión de cortesía, son gente más que educada. Incluso aquí no existe el tuteo: los hijos no tutean a sus padres, tampoco al hermano mayor, y hay matrimonios cuyos integrantes no se tutean entre sí.
Como el auto genera curiosidad, pronto algunas personas comienzan a acercarse. Ordenadamente nos rodean y en silencio aguardan a que uno haga la pregunta, para así todos poder escuchar la respuesta:
–Discúlpeme, caballero, que lo moleste. Pero ¿nos podría decir qué clase de automóvil es éste? –consulta alguien amablemente. Y se inicia la charla.
Nos comentan que un paisano nuestro, ex jugador de fútbol, tiene cerca de aquí un restaurante parrilla. Vamos para allá. El compatriota nos recibe muy bien y nos deja estacionar el auto en el patio de su parrilla, así podremos dormir en un hotelito ubicado en el corazón de la pintoresca ciudad.
Por la mañana recorremos calles angostas y empedradas, muy pocas son rectas y suelen terminar o comenzar en escaleras. En las veredas hay muchas personas con sus manos tejiendo sombreros de paja, sentadas sobre un pequeño banco, enredando sus dedos en un pasto que va tomando forma, haciendo magia. No nos cansamos de volver a caminar las mismas calles, nos sentimos encantados en este lugar.
Las estrellas del dolor
Es hora de seguir viaje por los pueblos de la montaña, así que vamos por nuestro compañero de camino al restaurante. Al sacarlo advertimos que tiene huellas de zapato en el estribo, el guardabarros y el capó.
–¡No lo puedo creer! ¡¿A quién se le ocurre escalar un auto?! ¡¿Cuál es la gracia?! –grito con mucha bronca, y llamo al primer mozo que veo–. A ver, muéstrame la suela de tu zapato.
Acata mi orden con cara de no entender mientras me pregunta:
–¿Qué pasa?
–Alguno de ustedes se paró sobre mi auto y si lo encuentro, ¡le rompo la cara! –estallo, estoy furioso. Sigo llamando a los mozos. Ya voy por el cuarto de los cinco que hay y aún no hallo al culpable. Sólo me queda uno por chequear, pero no quiere venir.
–Ven que nos vamos a sacar una foto –le miente uno de sus compañeros haciéndose cómplice de mi investigación.
–Muéstrame tu suela –le digo apenas llega.
–¿Para qué?
–Muéstrame y después te digo.
Es él, su suela coincide con las huellas. A los alaridos le pregunto:
–¿Por qué te paraste arriba del auto? ¿Para qué? ¿Qué buscabas? ¿Querías romperlo?
–Yo no fui –me responde con su mentira, aumentando mi enojo.
–¿Cómo que no? Acá están tus huellas –las mira mientras busca qué inventar.
–Sólo fue como un juego –dice echando más leña a mi fuego interior. Entonces estallo como una caldera y hago lo que sólo hice una vez en mi vida, durante mi adolescencia. Le pego una trompada en la cara, y luego otra.
La gente de alrededor se sorprende por mi reacción, y una pareja que pasa en auto se detiene para preguntarme qué me pasa.
–Ese estúpido se paró arriba del capó de mi auto –señalo al mozo que tiene sus manos apoyadas sobre su dolorida cara.
–Y… ¿por eso? –me pregunta la pareja mostrándome que acabo de hacer más daño que el que recibí. El mozo empieza a alejarse y yo a sentirme muy mal. ¿Qué hice? ¿Para qué? ¿Qué cambió? Nada, sólo he empeorado las cosas: ahora tengo bronca de mí mismo y encima una mano que me duele horrores. Cande me quiso detener y no la escuché. Mi corazón me decía que lo dejase pasar, pero tampoco lo oí. Mi vergüenza es enorme. Así nos retiramos del lugar y, mientras nos dirigimos hacia la montaña, mayor es mi pesar.
Llegamos a un pueblito. Nos hospedan en una chacra y estacionamos el auto dentro del corral. El dueño me acompaña a ver a un curandero que revisará mi mano. Nunca fui a uno, pero me duele muchísimo y médico en la zona no hay.
–Vienen de todos lados para verlo –me comenta durante el camino el agricultor. Seguro que ahora van a decir que hasta vienen de Argentina, pienso–. Cura todo y para siempre –continúa promocionando. Ojalá que además de mi mano cure este dolor que siento acá, dentro mío. Dolor de alma.
Nos detenemos frente a una casa, está llena de perros y gatos. Entramos sin golpear y aguardamos en el único ambiente que hay: tras una cortina de la que sale mucho humo, el curandero atiende.
–Está haciendo una cura. Está sacándole a un hombre una maldición que alguno le debe haber echado o un mal de amores o una envidia –me explica mi compañero. No puedo creer dónde estoy, me quiero ir, pero este dolor empeora.
Finalmente el curandero acaba con su paciente. Es tan grande que pareciera que su cuerpo nunca va a terminar de atravesar la cortina. Dios quiera que no tenga que hacerme un masaje…
–A ver qué tenemos acá –me dice mientras mira el bulto que se ha formado en el nudillo de mi dedo índice. Observo su poncho de lana pesada; sólo deja ver sus pies y, cuando las asoma, sus manos. A la vez que mueve mis dedos causándome dolor, prosigue–. Esto se ha desacomodado, uno de los huesos se ha salido de su lugar. No hay nada roto, con un masaje se lo reubico.
A continuación, toma mi brazo derecho, lo pasa por debajo de su axila y, dándome su enorme espalda, interpone su cuerpo entre el mío y mi brazo. Él sabe que va a doler. Me agarra los dedos con sus enormes manos y tras frotarme un aceite inicia el masaje. Siento dolor y un calor que quema.
–¿Siente su mano más caliente? –me pregunta.
–Sí… –apenas tengo voz, mi cara está tan fruncida que me cuesta modular.
–Es como tiene que ser, para que ablande… –mientras termina la frase pego un grito. El masaje ahora es más fuerte y lo profundiza en la zona de dolor. Veo todas las estrellas–. Ya falta poco, aguante.
¿Falta? Quiero que termine ya. Siento su mano sujetar aún con más fuerza mi brazo, para después agarrar mi dedo índice y tirar, como queriendo arrancarlo. Mi grito se debió haber escuchado hasta en Cuenca, haciendo feliz a mi hombre golpeado. Dios me ha castigado y ahora sufro mi condena. Sin quedarse satisfecho con mi dolor y gritos, volvió a tirar… Ay mamá, cómo duele. Al fin, el curandero suelta mi mano, que no se ve mejor, se la ve aceitada, dolida, derrotada.
Busca un cigarro hecho con una hoja de tabaco enrollada; lo prende, aspira una buena bocanada de humo y lo exhala sobre mi mano. Repite la operación tres veces más diciendo algo entre bocanadas pero en un murmullo inentendible.Y así culmina la sesión de dolor, la cual pago como si fuese un masoquista. Volvemos a la chacra por el mismo camino que nos trajo. Es una noche sin estrellas o seré quizás yo quien no quiere ver ninguna más por hoy.
Los caminos se bifurcan
De un maravilloso pueblo de montaña vamos a otro, seguimos visitando a la hora de la comida los mercados descubriendo que el domingo es el día especial en el que la gente de los cerros aledaños baja con sus productos para la venta. No traen mucho, es poco, algunos dos gallinas, otros dos chanchitos de la India, o algunos cerditos atados como si fueran perros, o sombreros de paja, una llama. Cada cual vende su propio producto y con lo que gana hace sus compras, volviendo a casa con otro poco de cosas. Para no romper la costumbre de comer algo típico del lugar, nos comemos un chanchito de la India ensartado en una estaca, que gira manualmente sobre brasas.
¿Qué pasaría si nosotros comprásemos artesanías para revender? Éstas cambian de un lugar a otro, así que podríamos comercializar las de acá allá y comprar otras allá para venderlas en otra ciudad. Realmente no sabemos qué hacer todavía con el tema del dinero que se acaba. El viaje ha cambiado nuestro punto de vista sobre las artesanías, ahora las apreciamos como una posibilidad de ingresos, pero como nunca fuimos negociantes quizá por ahora lo mejor sea seguir viéndolas. De todos modos, la idea está.
Empezamos a bajar la montaña en dirección al mar, la neblina presente a cada momento es incesante y las lluvias, que ya han producido muchos deslaves llevando consigo casas y caminos, siguen amenazando.
Conduzco por el angosto y empinado camino pensando en los lugares soñados que dejamos atrás y en el recuerdo que traigo conmigo: la mano que no deja de doler.
Paramos a comer comprando en los pequeños almacenes que tan poco tienen para ofrecernos y cuando la noche viene anunciando su pronta llegada paramos cerca de una casa, que también es una pequeña despensa. Tiene sólo lo básico: arroz, papas, condimentos y dos paltas. Compramos estas últimas, dado que en Perú nos deshicimos de todos los implementos de cocina.
El hombre que nos atiende es mayor. Sus nietos están jugando en nuestro auto. Al ver que nuestra cena será unas paltas nos invita a comer a su casa. Primero vamos a la cocina: en una gran olla se cuece el mote (maíz blanco duro hervido), en el piso hay pasto donde habitan conejitos de India, sólo temporalmente, dado que serán el manjar de los próximos días. La cocina no tiene ventanas; el humo del fuego busca salir por la puerta y con él nosotros. Pasamos a la casa e inmediatamente el abuelo nos sirve plátanos hervidos. No saben a nada y aunque tenemos hambre nos cuesta comer. El hombre se da cuenta y nos ofrece huevos revueltos: “Para mejorar el gusto”, nos dice. Y así es.
Cuando estamos terminando de cenar llega una señora de nuestra edad, se sienta junto a nosotros. Es la madre de los dos niños. Ella es más suelta que los demás y enseguida nos pregunta de dónde somos.
–De Argentina.
–Ah, ¿sí? Yo tengo un hermano en Italia –nos responde como si ése y el nuestro fuesen países vecinos.
–Bueno, Italia está mucho más lejos que Argentina –le aclara Cande.
–Ah, yo me voy a ir a Italia a trabajar. ¿Ustedes saben cómo es Italia? Tengo que dejar a mis hijos porque acá no hay trabajo… Mi hermano se fue hace dos meses y me dijo que cuando junte lo suficiente me enviará el dinero del pasaje. Aún no tenemos noticias de él, pero…
Me voy a buscar un mapa de Sudamérica, para mostrarle de dónde venimos. Mientras camino hacia el auto pienso en la situación de esta mujer que debe dejar a sus hijos y a su tierra para ir a un lugar que ni siquiera sabe dónde está, ni cómo es. Sólo para trabajar.
Extiendo el mapa sobre la mesa.
–¿Tan chiquito es Ecuador? –comenta un poco desilusionada mientras Cande le señala el país latino más pequeño de Sudamérica–. ¿Y cuál es Italia? –pregunta buscando con sus ojos alrededor del mapa.
–Italia está separada de América por mucho mar, está en otro continente.
Con Cande nos quedamos mirando el mapa, todo lo que hemos hecho. ¡Es muchísimo! Cruzamos la cordillera tres veces, es la cuarta vez que estamos sobre ella. Atravesamos el desierto más seco del mundo, sin que el auto fuera un problema. Nos sentimos muy fuertes en nuestro quinto país recorrido, capaces de hacer mucho más.
Miro con detenimiento una línea zigzagueante del mapa: nace muy cerca de donde estamos y continúa serpenteando hasta el Atlántico. La línea tiene nombre: en Ecuador, se llama Napo, mientras que en Perú y Brasil se conoce como Amazonas. La aventura llama a mi corazón, desde pequeño me imaginé bajar el Amazonas… Pero no, mi mente me enseña que es imposible: ya casi no tenemos dinero para seguir, así que mucho menos para tal aventura, y además ¿qué haríamos con el auto? Aparte es una tierra para quienes la conocen y aun así hay algunos que no sobreviven: hay que saber de navegación, ser inmunes a ciertas enfermedades… ¿Qué pasaría si una simple araña nos picase en el medio de la nada? Aun así, hago oídos sordos a mis miedos y, mientras señalo con el dedo la gran línea, le pregunto a Cande:
–¿Qué te parece si nos desviamos hasta Brasil?
–¿Por el Amazonas? Suena súper, aventurero, re-loco… –siento que la puse nerviosa, pero su rápida respuesta le sale del alma. Me asombra, pensé que me tiraría el mapa por la cabeza.
–¿Es por eso que hay que ir en avión? –nos interrumpe la mujer que aún piensa en Italia.
Nos vamos a dormir conscientes de que no hay un único camino para llegar a Alaska.
En dirección a Guayaquil, ya en terreno plano, se nos presenta un cruce de caminos sin ninguna indicación. Ante la duda esperamos a que alguien aparezca. Mi presentimiento indica que debemos seguir hacia delante, pero el primer hombre que vemos nos dice sin titubear: “Ahicito nomás, por ahí…”, mientras señala a la derecha. Bueno, yo creo que es para adelante y este hombre nos dice que es para la derecha, ¿por qué no preguntamos a otro más? Pasa otra persona, la paramos y le consultamos: primero mira a la derecha como si sus ojos viajasen, como si viesen el final del camino; luego, a la izquierda y, por último, posa su mirada hacia el frente. Así se queda sin responder hasta que muy discretamente comenta: “Hacia allá, es para allá”, mientras señala la izquierda. No sé si reírme o mandarlo al diablo. No obstante, lo único que me brota es un “muchas gracias”.
Con Cande nos reímos. Mejor sigamos con la votación. Buscamos una opinión más y la hallamos en el conductor de una camioneta totalmente destruida. Como si representase el sufragio del pueblo, vota y lo hace mal: nos manda para atrás, ¡de allí venimos! Así que damos por nula la votación y en un acto de tiranía conduzco hacia adelante siguiendo mi presentimiento, en vez de la voluntad del pueblo.
Preguntamos por direcciones: “Siga largo, coja la derecha y ahicito nomás”, nos dicen. No hay señalización alguna y el camino está repleto de lomas de burro. Las construyen los pobladores para que uno, al pasar más despacio, se tiente de parar a comprar en sus negocios. Como la mayoría de las lomas no están señalizadas, nos comemos unas cuantas. Finalmente llegar a Guayaquil, llegamos, pero por el camino más largo.
Capitán para siempre
Recorriendo el puerto de Salinas conocemos a un joven europeo que es capitán de barco. Su pequeña nave se llama Tortuga y su tripulación está integrada por su sueño y sus ganas de conocer los siete mares.
–Crucé el Atlántico en dieciséis días, nunca pensé que sería tan rápido. Tardé más de quince años en decidirme y en poco más de dos semanas ya estaba del otro lado del mundo. ¿Se dan cuenta de las vueltas que di?, ¿del tiempo que perdí?
–Sentimos lo mismo cuando empezamos a manejar. Cuando miramos para atrás nos dimos cuenta de que sólo necesitábamos empezar –le cuento y Cande reafirma mi comentario con el suyo.
–El secreto para cumplir un sueño es empezar. –El marinero y yo nos quedamos callados ante tan simples palabras cargadas con tanta verdad.
–¿Y hacia dónde vas?
–Mi proa señala primero Galápagos, después un poco a babor hasta la Polinesia, y de ahí recalaré dos años en Australia, para hacer un poco de dinero y poder seguir –responde el capitán.
¡Qué simple suena su viaje! Parece el nuestro: yendo por mágicos lugares y quedándose sin dinero.
–Casi fui atacado por piratas –continúa.
–¡¿Piratas?!
–Sí. En alta mar, después de pasar el Canal de Panamá, me empezó a seguir una embarcación de unos treinta metros de largo, a motor. Al principio la tanteaba haciendo maniobras insólitas, si doblaba, ellos doblaban y así. Al final, cada vez los tenía más cerca.
–¿Pediste ayuda por radio?
–Sí, pero estaba a días de navegación de la costa más cercana y en aguas internacionales. Cada tanto los de la radio mantenían contacto conmigo para ver cómo estaba. Yo les había avisado que si no les respondía más, me dieran por perdido. Incluso les di la dirección de mi familia. Fue horrible…
–¿Y qué hiciste?
–Al igual que el primer hombre que dio la vuelta al mundo solo y en una situación parecida, armé un muñeco con una gorra y lo dejé en la puerta del camarote, además entraba y salía de él con ropas distintas así pensaban que éramos más.
–¿Y?
–Al parecer funcionó, porque al poco tiempo dejaron de seguirme –nos cuenta orgulloso.
Estábamos hablando frente a la Capitanía del Puerto, lo que me dio unas enormes ganas de entrar y preguntar por el río Amazonas. Nos atendió el Capitán Espinoza y le contamos nuestra idea, nunca nos miró como locos, desde el primer momento nos tomó en serio. Nos escuchó con atención. Cuando terminamos de exponer, nos dijo:
–Déjenme hablar con una persona que conoce el río. Vengan a verme esta noche.
En el puerto hay muchas pescaderías especializadas en ceviche, así que aprovechamos para comer. Un viejito nos ayuda a estacionar el auto, él se quedará cuidándolo.
Desde el interior del local, y mientras espero a que nos atiendan, no puedo dejar de mirar a aquel anciano. Observo cómo, bajo el sol, ayuda a estacionar a los conductores que llegan y guía a los que se van… nadie baja su ventanilla para darle las gracias ni tampoco una moneda. No sé por qué, pero el viejo me produce mucho respeto, tanto que salgo de la pescadería camino al auto. Apenas me ve se prepara para ayudarme a salir del estacionamiento:
–Sólo vengo a buscar algo, muchas gracias.
–De nada, señor. ¿Le sigo cuidando el auto?
–Sólo si me acepta un refresco.
–¿Mande?
–Que acepte tomar un refresco con nosotros.
–Si a ustedes no los incomoda…
–Todo lo contrario –le digo, y ambos nos vamos para el local.
Al sentarse se lo nota un poco incómodo, pero Cande enseguida lo anima:
–¡Qué lindo tener compañía! Nos encantaría que, ya que está con nosotros, nos acompañase con un ceviche.
–No, no… Gracias, no quisiera molestar –murmura el viejo.
–Ya está pedido –miente piadosamente Cande.
–Bueno, en ese caso, no quisiera despreciar.
El ceviche llega enseguida, porque ya está preparado. Comemos riquísimo y el hombre disfruta de su plato sin importarle que la gente se vaya con los autos que él ayudó a estacionar. Tiene pocos dientes, una descuidada barba blanca, un gorro de pescador que no se saca jamás y, aunque hace calor, lleva puesto un saco oscuro que le da un toque de importancia.
–¿Por qué la mesera lo llamó capitán cuando le preguntó qué jugo quería? –le consulto curioso.
–Porque fui capitán de mi propio barco durante tantos años que la gente olvidó mi nombre. Cuando perdí mi nave hubo quienes preguntaron cómo me llamaba, pero yo nunca les respondí… Soy el capitán, y mi nombre..., creo que hasta yo lo he olvidado.
–¿Qué clase de barco tenía?
–Pesquero, construido con la mejor madera que uno pueda encontrar. No hubo barco en la zona que haya aguantado tantas tormentas. Siempre que remé, a puerto llegué, aunque viento y marea estuvieran en contra. Uno tiene que seguir remando porque si aflojas...
–¿Qué se siente al navegar? –le pregunto.
–¿Nunca navegó? –me responde atónito, como si hacerlo fuera algo elemental.
–No, jamás, pero quiero hacerlo –respondo sin querer desanimar la charla.
–Navegar es arriesgar la vida desde el mismo momento en que uno deja el puerto. Es encomendarse a Dios, a la Virgen, al mar, al viento, al barco… Tu vida ya no te pertenece, pasas a ser un juego del mar: estás flotando en unas pocas maderas sobre aguas hambrientas, llenas de tiburones. Lo que ocurre no depende de ti: si el mar quiere, vuelves con pescado, regresas con tu familia. Navegar es vivir al borde del peligro, pero la recompensa es mucha: pues sientes la vida en cada latir del corazón.
–¿Cómo es la vida del pescador?
–En tierra no vale mucho. Cuando llegas al puerto quieres vender tu pescado rápido, aunque sea a mal precio, con tal de irte con los tuyos. Al poco tiempo te aburres y andas bebiendo en los bares hasta que el dinero se acaba. Entonces preparas otra salida, arreglas tus redes, tu nave. Sobre un barco sentimos la vida, sabes que cualquiera es tan importante como el capitán, todos dependen de todos, no puedes tomar, ni dormirte, ni puedes distraerte, y ante la tormenta te debes encomendar y luchar aunque lleves las de perder. En el mar uno no puede aflojar.
Le pido otro jugo más, quiero mantener la charla, no deseo que se vaya.
–¿Cuál es el mejor momento del pescador?
–Dentro del mar, donde el horizonte es sólo agua, sobre su pequeño y frágil barco en el medio del mar, el pescador siente la gloria. Quiere atrapar al pescado más grande y volver bajo la peor tormenta para que cuando llegue al puerto todos hablen de él y sus hazañas. El mejor momento del pescador es cuando se transforma en leyenda –lo escucho pensando que para mí, ya lo es.
–¿Y cuál es el peor momento del pescador?
–Llegar a capitán y perder el barco.
–Pero ¿qué pasó con su barco? –Baja la mirada, no sé si hice bien en preguntar, quiero decirle que no hace falta que me cuente, pero mi curiosidad no me deja ser cortés. Tras un breve silencio el capitán continúa:
–La primera y única vez que salió al mar sin mí, nunca más volvió. No hubo tormenta ni vientos fuertes. No hubo nada, sólo desapareció. Era la primera vez que salía al mar sin mí, era la primera vez que mi hijo era capitán… –nos cuenta haciéndonos saber que lo había perdido todo; su hijo, su barco y todo aquello por lo que había luchado ahora le pertenece al mar.
–Pero ¿por qué no continuó pescando en otro barco?
–Cuando llegas a ser capitán de tu propio barco, cuando sabes los secretos del mar y de las tormentas, es imposible que dejes que otro te diga qué hacer. Cuando llegas a capitán, aunque sea de un pequeño barco, no hay marcha atrás. Cuando llegas a capitán eres capitán para siempre.
Al despedirnos vemos que el único auto que está en el estacionamiento es el nuestro, charlando han pasado las horas. Y aunque no tiene por qué, el capitán de mar nos ayuda a salir.
Volvemos a la capitanía del puerto. Espinoza nos está esperando y así como nos ve llegar nos indica que subamos a una camioneta de la Marina:
–Comenté en la base naval sus planes y los quieren conocer. Parecen entusiasmados con la idea.
En el casino de oficiales está el Comandante Jaramillo quien nos recibe junto a varios capitanes, que enseguida empiezan a preguntar:
–¿De dónde piensan zarpar?
–Del primer puerto navegable –respondo sin saber cuál es.
–El puerto de Orellana –indica uno de los marinos.
–¿Y en qué tipo de nave piensan realizar su viaje?
–Aún no lo sabemos.
-¿Cómo piensan hacerlo?
–De alguna manera.
Tras las preguntas y nuestras vagas respuestas los capitanes se empiezan a mirar entre sí, deben suponer que están perdiendo su tiempo con nosotros, sólo sabemos que tenemos ganas de hacer algo que aún no tenemos claro, ni cómo hacerlo y si será posible. El comandante Jaramillo ha permanecido escuchándome atentamente, con la mirada fija, sin pronunciar palabra y sin voltear siquiera hacia los capitanes que están tras él.
–Usted, capitán, que realizó los mapas del río Napo, ¿podría conseguir un juego para estos chicos? –rompe su silencio el comandante deteniendo así las preguntas desconfiadas de los capitanes.
–Sí, comandante, pero no creo que les sea de mucha utilidad: el último relevantamiento lo realizamos hace cinco años y la profundidad y los cauces cambian constantemente.
–Igualmente acérqueles una copia. Si estos señores llegaron de tan lejos en una carcachita, no les será imposible esta nueva empresa. –Se levanta mientras continúa diciendo: –Parece que han llegado en el mejor momento: se está firmando con Perú un acuerdo de navegación, ya que desde 1950 la frontera de la selva estuvo cerrada por diferencias limítrofes. Si logran bajar, serán los primeros en hacerlo y para Ecuador que ustedes abran esta ruta turística será una gran ayuda. Pues cuenten con nuestro apoyo en lo que necesiten –nos anima Jaramillo e inmediatamente nos invita a beber un vaso de vino para celebrar nuestro éxito.
Después del brindis y de un trago, el comandante nos reitera:
–En cualquier parte de su viaje, en cualquier lugar del mundo, si necesitan ayuda, acérquense a la Marina. Todo marino es aventurero y los va a ayudar. Lo de ustedes es algo increíble. Los admiro.
No podemos creer que una persona con tanto mar y tanto rango nos diga esto. Por la mañana entramos sólo a preguntar por una idea y al anochecer nos retiramos de la base naval contando con todo el respaldo de la Marina.
Regresamos a la Capitanía junto a Espinoza, quien tiene la orden de comunicarse con la del Puerto Orellana para anoticiar nuestro emprendimiento y reunir información sobre el estado de los caminos, ríos y posibles embarcaciones con destino a Perú o Brasil. Llama por radio y atiende el capitán Aldaz, quien le comunica que los caminos están muy malos, hay muchos deslaves y algunos tramos cortados, sólo pueden circular camiones y camionetas de doble tracción. A causa de las lluvias el río está muy caudaloso, pero Aldaz cree que hay una embarcación preparando un viaje a Brasil. Quedamos en que él lo averiguará, nosotros nos volveremos a comunicar en quince días, mientras tanto seguiremos conociendo Ecuador.
La conquista
Por la mañana salimos para Montañita. Estamos algo silenciosos, cada uno va pensando por su lado la posibilidad de este nuevo proyecto. La bajada del Amazonas no sería sólo una aventura riesgosa, sino que nos desviaría unos miles de kilómetros del plan inicial; incluiría Brasil, Venezuela y Colombia en nuestro recorrido. Antes de hablar con Cande, prefiero estar seguro conmigo mismo de lo que realmente quiero hacer, seguramente Cande está haciendo lo mismo.
En la ruta vemos un hospital y nos detenemos: la mano sigue hinchada y duele. Me atienden enseguida y, por fin, hallo la razón de tanto dolor: en la placa radiográfica el dedo aparece fracturado. Tras mi promesa de no usar la mano por unos días, el doctor decide no enyesarme. Cuando le cuento sobre el masaje hecho por el curandero, sólo me dice:
–Eso sí que debió haber dolido, mucho más que cuando te quebraste.
–Doctor, conocí todas las estrellas de la galaxia.
Al despedirnos pregunto dónde debo abonar la consulta.
–Muchacho, nuestros hospitales son públicos, estamos para atender, para curar, no hay cargos por salud –me responde. Estamos en el peor momento económico de Ecuador y aun así la atención médica a su población no se desatendió incluso a extranjeros.
Continuamos viaje hasta llegar a Montañita, que es un pequeño pueblo habitado por surfistas. Nos sorprende su sencillez, sólo hay dos calles, las construcciones son de caña y palmeras, y los precios, muy económicos: hasta hay donde poder colgar una hamaca y dormir por cincuenta centavos de dólar. Nos encanta, así que nos hospedamos en una casa quinta que tiene tres habitaciones, una cocina y un cachorro juguetón. Nos quedaremos aquí entre cuatro y cinco días, nos daremos un respiro, unas vacaciones dentro de nuestras vacaciones, y de paso festejaremos mi cumpleaños.
Salgo todas las mañanas junto al perro hacia la playa, volviendo con lo necesario para el desayuno, pulpo, ostras y mejillones que Manuel, un chico de la zona, me enseña a buscar con la marea baja. Juntando corales y caracoles conozco a un surfista belga que lleva cinco meses viviendo aquí. Me cuenta que hace artesanías para subsistir y juntar lo necesario para ir a otras playas con olas cuando se vaya el sol.
–¿Cuando se vaya el sol?
–Sí, dentro de poco se va a nublar y el sol no volverá a aparecer hasta dentro de unos meses. Nadie queda en este pueblo para esa época.
Vuelvo con mis desayunos, que junto a fruta tropical preparo para Cande, la despierto siempre con un menú nuevo y exquisito sorprendiéndola cada mañana.
El último día es súper soleado. Vuelvo por la playa con mis papayas cuando veo a una chica en bikini tomando sol súper linda y con todo el sol en su cuerpo. Me quedo mirándola, totalmente embobado, es realmente lindísima… me acerco lentamente, me siento cerca, le ofrezco papaya. Acepta encantada.
–¿Te casarías conmigo? –le pregunto sin poder quitar mi mirada de su cuerpo.
–Estamos casados hace siete años, mi amor –me responde.
–Entonces… ¿te casarías de nuevo conmigo?
–Sí.
Me dijo que sí, la conquisté, es mía, mía.
Cuando más lo necesitas
Llegamos a la ciudad de Manta con sólo cuatro dólares en nuestro bolsillo, pero con la posibilidad de retirar dinero de nuestra casi extinta caja de ahorro. Vamos de banco en banco, pero nuestra tarjeta no logra sacar nada de sus cajeros automáticos. Empezamos a ponernos un poco nerviosos, no entendemos qué pasa. Al final, terminamos sentados en el estribo del auto pensando qué hacer con sólo cuatro dólares: si cenamos, no podremos cargar gasolina, y si cargamos gasolina, no podremos comer. ¿Qué hacemos?
–Buenas noches, disculpen mi molestia, pero ¿quién es el dueño del auto? –nos pregunta un señor muy bien vestido que muestra cara de estar asombrado y shockeado por lo que ve.
–Nosotros –le decimos a la vez que nos paramos a estrechar su mano extendida.
–Mi nombre es Bustos y no sé si me van a creer –su mirada va una y otra vez del auto hacia nosotros y viceversa–, hoy es mi aniversario de matrimonio, cumplimos con mi señora catorce años de casados. Y un día como hoy, un siete de junio, pero catorce años atrás, nos llevaron a la iglesia en un auto antiguo igual a éste… dos argentinos… que también iban a Alaska.
–¡¿Qué?! –su historia nos deja tan perplejos como lo está él. Tanta coincidencia es difícil de creer.
–Ustedes, ¿serían tan amables de venir a festejar con mi mujer nuestro aniversario? Para ella sería una sorpresa muy linda.
–Claro que sí –respondemos anonadados ante lo que nos está pasando.
–Perfecto, entonces sigan mi auto.
–¿Y si mejor deja su auto y vamos con el nuestro? –le propone Cande provocando en el hombre un salto de felicidad.
–Sigue por el malecón hasta casi el final –me indica–. Yo no puedo creer la insólita casualidad, hoy en mi trabajo estuve pensando todo el día en mi aniversario, pero realmente no sabía qué comprarle a mi mujer. Y en eso, al mirar por la ventana me di cuenta de que ¡tenía este regalo del cielo estacionado frente a mi oficina! –continúa el hombre sin saber que el caído del cielo era él–. ¿Por qué vinieron a Manta? No es muy turístico…
–Queremos encontrar un barco para ir a Panamá y así esquivar Colombia –contestamos, aunque aún no hemos decididos si bajaremos el río Amazonas.
–Bueno… acá en Manta hay un solo agente naviero. –Hace una pausa y nos dice: –¡Y ése soy yo! Así que mañana vamos a ver qué se puede hacer.
Llegamos a una casa muy linda. La mujer al ver el auto se puso súper feliz: hasta pensó que era el mismo que la llevó a la iglesia y que estamos en Manta por su aniversario… De alguna manera es así. Por la noche nos llevan a festejar junto con ellos a un muy lindo restaurante. Y las sorpresas no se terminan aquí. En el medio de la cena nos ofrecen un departamento extra que tienen sobre sus oficinas además de un lugar para estacionar el auto.
Cuando al fin quedamos solos en el departamento, le pregunto a Cande:
–¿Por qué será que nos está pasando todo esto? ¿Viste lo que pasó?
–No lo puedo creer. Realmente fue un milagro.
–Pero ¿por qué nos pasa esto? Estábamos sin saber qué hacer y este hombre apareció… como aquel otro que surgió de la nada cuando me quisieron robar en Lima.
–No sé por qué, pero parece que hay alguien más con nosotros que quiere que esto continúe –me responde. Sé a que se refiere, también siento que Dios está viajando con nosotros. Siempre creí en Él, así fue como me educaron, pero ahora mi fe es distinta, ahora lo siento cerca. La teoría dejó lugar a la práctica.
Por la mañana nos despierta la señora de Bustos, quien tiene armada una apretada agenda para nosotros. Nos lleva a conocer al alcalde de la ciudad, a los diarios, a la radio y a cuanta persona cree que es bueno que conozcamos. En un momento llegamos a tener cientos de personas alrededor del auto, pues la señora es una especie de relaciones públicas de la ciudad: sabe muy bien quién es cada uno y todos la conocen.
Luego nos invitan a almorzar al Yacht Club y a tomar un café en un hotel de cinco estrellas… Así y todo nosotros seguimos con nuestros escasos cuatro dólares en el bolsillo.
Vamos a las oficinas del señor Bustos, él durante la mañana se movió por su cuenta y tiene noticias para nosotros:
–Les presento a un viajero como ustedes, el señor Zambrano –nos dice mientras señala a un hombre de unos cincuenta años–. Él, de niño, fue lustrabotas; de joven, un aventurero como ustedes y ahora es el dueño de una empresa pesquera.
–Encantados –le decimos mientras lo saludamos.
–¿Saben?, junto con unos amigos en un auto no tan bello como el de ustedes nos fuimos hasta la Patagonia argentina. No sabíamos nada de los lugares, no contábamos con mucho dinero y, sin embargo, varios de mis mejores recuerdos son de sus tierras.
–Qué bueno saberlo –le decimos.
–Y ahora, rememorando, recuerdo que en el camino encontramos a otro ecuatoriano que volvía para aquí. Entonces le di unas cartas para que las entregase a unas noviecitas que tenía en ese entonces. El final de la historia es que el endiablado hombre entregó todas las cartas a una sola, justo a la que yo más quería. Y, por supuesto, todo romántico, cuando volví sin saber nada de esto la fui a visitar… Me tiró todas las cartas en la cara y nunca más la pude volver a ver.
Todos nos reímos de su triste historia romántica hasta que el señor Bustos comentó:
–Cuando le conté sobre ustedes y de sus ganas de ir hasta Panamá en barco, él muy feliz de ayudarlos me dijo que podría llevarlos en un barco que va vacío hacia allí para comprar diesel –nos deja boquiabiertos, ¿gratis a Panamá?
–Sería un placer para mí, de aventurero a aventurero, y además sería una forma de retribuir la gentileza recibida durante mi viaje por sus pagos –nos explica Zambrano con la mayor naturalidad. Él no tiene fecha de salida exacta, nosotros tampoco nos queremos ir tan pronto de Ecuador… Además estamos esperando noticias sobre el río Amazonas. Todo se nos está dando a la vez.
Suspendidos en el aire
Después de unos días muy movidos en Manta, en los que hicimos muchas sociales, salimos hacia nuestra próxima parada: Portoviejo. El tanque nos lo ha cargado un periodista argentino.
–¿Herman, te acuerdas que cuando rodeados por cientos de personas conocimos al alcalde de Manta apareció una chica que nos preguntó cuánto valía el auto? Al parecer su hermano lo quería comprar –me dice Cande.
–Sí, creo que no le presté mucha atención. ¡También con esa pregunta…!
–Nos había dicho que su hermano vive en Portoviejo y que es el único que tiene un auto antiguo.
–Bueno, al llegar preguntaremos… Si lo encontramos, tal vez nos reciba.
–¡Qué increíble, ¿no?! Llegamos a Manta con cuatro dólares y nos vamos sin haber gastado un centavo.
–Más la oferta del barco a Panamá… ¿Te acuerdas que dijiste que el secreto para cumplir un sueño es empezar? Es toda una verdad, es tan simple como eso. Una vez que empiezas a cumplir tu sueño, todo se da… Es una energía que fluye y que te brinda todo lo que necesitas…
–Sí, desde que salimos nos encontramos con gente que siempre nos está enseñando, viajeros o simplemente personas que nos ayudan en el momento justo, en el momento oportuno…
–Cande, creo que nos siguen –le aviso tras haber visto cómo un jeep que venía en mano contraria, al cruzarnos paró, dio la vuelta y sin ningún esfuerzo nos alcanzó. Ahora está a la par.
–Paren, argentinos, paren –nos grita un hombre joven con todos los pelos en la cara por andar sin capota ni parabrisas. Nos detenemos algo asustados, aún tenemos miedo–. Hola, qué gusto conocerlos. Me llamo Córdova, soy de Portoviejo.
–Encantados –decimos sin sacarle los ojos de encima.
–¿Van a Portoviejo? ¿Dónde dormirán?
–Todavía no sabemos, tenemos que buscar a un señor… –dudamos de tantas preguntas.
–Mi hermana habló con ustedes, yo también tengo un auto antiguo. Me llamo Eduardo.
–¡No puede ser! Si justamente veníamos hablando de usted…
–¿En serio? ¿Quieren venir a casa? ¿Se quieren quedar unos días?
–Bueno, en realidad sólo sería una noche, si le parece bien.
–Todas las que quieran, síganme.
Pasamos por su casa a buscar a su mujer y sus dos hijos y nos llevan a comer pizza. El hombre es muy chistoso, dinámico y tiene sus pilas súper cargadas.
–Acá se bebe sólo los días que tienen “r” –nos dice–: los lurnes, martes, miércoles, juerves, viernes y sárbados, los domingos, no, porque no tienen “r” –nos reímos–. Mañana los llevo a recorrer todo Portoviejo, si quieren vamos en las Harley que tengo ¿Sabes andar en moto? –me inquiere.
–No, apenas manejo autos viejos…
–Bueno si manejas eso, puedes manejar cualquier cosa. ¿En parapente anduvieron alguna vez?
–No, aunque me encantaría.
–Listo, mañana nos vamos a Crucita. Salimos en tándem, yo soy instructor.
Y así es. Al día siguiente recorremos los alrededores de Portoviejo a mucha velocidad, en unas motos antiguas y ruidosas que con gracia y estilo Harley manejamos hasta agotar un tanque entero. Luego nos lleva a volar sobre el Pacífico. Estar en los aires, en total silencio, en contacto directo con el aire, con los pies colgando, rodeados de gaviotas y cormoranes es toda una mágica sensación.
–Realmente nos encantó, mil gracias Eduardo –le decimos antes de emprender viaje nuevamente. Ya hemos logrado sacar dinero del banco, retiramos todo, no es mucho, pero nos sentimos ricos comparados con estos últimos días.
–El agradecido soy yo, los veo y me doy cuenta de que me despertaron, me estaba quedando dormido con mi vida, con mis sueños. Ayer cuando cenábamos y nos contaban todo lo que les está sucediendo en este viaje, con mi mujer pensamos que tendrían que ir a ver a una persona muy especial. Es más, les pido por favor que lo hagan, él les puede enseñar muchísimo.
–Nosotros cada vez que lo vamos a ver volvemos encantados. Tiene una forma de ser que te contagia energía –agrega su mujer.
–Se llama Alonso Ordóñez, vive sobre un acantilado espectacular frente al mar. Tiene tres cabañas que alquila sólo a personas especiales, no hace publicidad ni tiene teléfono, pero seguro que a ustedes los va a recibir. Tienen que ir. Díganle que los mandamos nosotros.
Palabras mágicas
Conduzco costeando un mar que cada vez tiene más vegetación. Queremos llegar pronto a lo de Alonso, antes de que anochezca, sin embargo el hambre nos detiene en Jama. Apenas acabamos de estacionar cuando una camioneta se nos aproxima. En ella van un hombre y dos mujeres. Él baja, su mirada deja ver que hay algo que le encanta:
–Guau, chicos, ¿están viajando en esta maravilla? ¿Me darían el placer de poder recibirlos en mi casa? Para mí sería muy lindo hospedarlos.
–Claro que sí, señor, el gusto será todo nuestro –le decimos. En un segundo decidimos dejar para otro día nuestra visita al recomendado Alonso Ordóñez, pues no podemos negarnos a tan linda invitación.
–Bueno, entonces dejo a las señoras y vengo por ustedes.
Y tal como lo había prometido, vuelve. Nos da la opción de ir a su casa por el camino directo y asfaltado o por uno más largo y de arena, pero más pintoresco. Elegimos el segundo.
Durante el viaje comenzamos a dudar de su amabilidad. Tenemos miedo, el camino es atractivo, pero está desierto. Estamos siguiendo a un hombre que no conocemos, él va en su camioneta y nosotros en un auto que no podría escapar aunque quisiera. De repente el señor se detiene, baja y se acerca a nosotros… lo hace para mostrarnos un ave y un paisaje, con mucho cariño nos explica lo que señala. Entonces nos tranquilizamos: si quisiera hacer algo malo, no gastaría su tiempo en hacer turismo para nosotros, parece una buena persona.
Seguimos viaje, el camino es más extenso de lo que imaginábamos. No obstante, el largo recorrido da sus frutos: llegamos a un acantilado con unas cabañas lindísimas… son tres… Cande, viendo todo esto, me dice que este hombre podría ser, justamente, aquél que veníamos a ver. Me quedo duro… tal vez lo sea, el lugar es tan lindo como nos contaron, se ven las cabañas, el acantilado y el hombre es un buenazo.
–Discúlpeme, ¿usted se llama Alonso Ordóñez? –le pregunto ansioso.
–¿Cómo sabe mi nombre? –me dice perplejo con su boca abierta.
–¡Veníamos para acá! Nos manda el señor Córdova de Portoviejo, quien nos habló muy bien de usted. ¡Queríamos conocerlo!
–Parece que tenía que suceder, debíamos encontrarnos… –nos comenta ya sin tanta sorpresa en su rostro y mientras nos conduce a la cabaña en la cual nos hospedará. El balcón asoma sobre el acantilado y por el ventanal del cuarto se ve mitad mar y mitad cielo–. Cuando la persona que más amé en mi vida me dijo que no podríamos vivir juntos, me dediqué a girar buscando mi lugar, un lugar en el que me sintiera en sintonía. Fue a los seis años de mi viaje que encontré esta punta en este acantilado, me senté y sentí que mi búsqueda había terminado. Esta cabaña está en el mismo lugar donde ese día me senté, y es donde mejor me siento. Ojalá se sientan tan a gusto que se puedan quedar unos cuantos días. Ustedes tienen toda la libertad de quedarse y de irse cuando quieran. Son mis bienvenidos. Ahora los dejo solos, volveré a la hora de la cena, disfruten –y se va con nuestro agradecimiento.
Nos sentimos muy bien aquí, la oferta de poder quedarnos unos días nos tienta.
–Pero, Herman, si seguimos así no vamos a llegar a Alaska ni en un año –me dice Cande.
–Sí, pero mira lo que es este lugar. Yo creo que Alaska bien puede esperar unos días más.
–Ya vamos unos cuantos meses más –me replica. Luego se queda en silencio mirando el horizonte marino y afirma–. ¡Que espere unos días más!
Cenamos plátanos al horno con arroz y pescado. Después bajamos hasta el mar. Allí, junto a unos chicos y unas chicas que han venido a visitar a Alonso, encendemos una fogata: ellos tocan en su guitarra canciones del lugar mientras él nos prepara una sorpresa. Se trata de un globo aerostático de papel. Alonso nos pide a mí y a Cande que escribamos tres deseos cada uno, los introduce en el globo y enciende una mecha que llena de aire caliente al artefacto y lo eleva:
–Si elevamos nuestros deseos, bien, bien alto, y los dejamos llevar por el viento a su lugar, estos se cumplirán –y suelta el globo que lentamente sube y sube como siguiendo el compás de la guitarra. Iluminando la llama el papel rojo, haciéndolo muy llamativo en la oscuridad.
Entonces Alonso vuelve a la conversación dirigiéndola hacia nuestro viaje.
–¿Qué sienten ahora que están tras su sueño?
–Me siento lleno de vida. Creo que estuve treinta años casi sin haber vivido, creo que acabo de nacer porque recién ahora estoy viviendo.
–¿Aprendieron algo en su viaje hasta acá?
–Mucho, pareciera que más que un viaje fuera un aprendizaje. Aprendemos cosas todos los días… es un mundo que se nos abre y se muestra.
–¿Qué recuerdan más de todo lo que aprendieron?
–Cuando salimos aprendimos que para avanzar hay que dejar los miedos a un costado, porque si los ponemos por delante, nunca nos dejarán avanzar. Aprendimos que en todo hay mucha energía y que si sabemos usarla, nos ayudará mucho para lograr cosas, tales como sentirnos muy bien, llenos de salud y de vida. –Alonso escucha con atención.– Otra cosa remarcable que aprendimos es que somos parte de todo, una parte muy importante, tan remarcable como es ser rey del mundo, sin molestar el reinado de los otros.
–Guau, parece que sí aprendieron. ¿Algo más?
–Sí, aprendimos que tenemos que tratar de tener menos, en vez de tener más. Si no, las cosas nos amarran y nos hunden.
–El conquistador conquistado por sus conquistas…
–¿Perdón?
–No, nada, sigan, sigan. ¿Y qué más?
–Bueno, creo que lo más importante que aprendimos es que no estamos solos. Hay alguien que está disfrutando a la par nuestra de este viaje, de este sueño, y que nos está ayudando muchísimo, porque siempre que necesitamos ayuda, ésta aparece.
–Salieron al mundo y el mundo se les abrió porque ustedes se abrieron a él. Ustedes cambiaron, se han hecho moldeables como el barro. Cada momento, cada aprendizaje y cada persona que conocen les van dando forma a los nuevos “yo” que son ustedes y todo esto ocurre porque un día decidieron empezar. Algo tan simple como empezar, pero que nunca hacemos. Cada vez que vivan un momento especial no dejen de ver qué aprendieron de él, porque si les pasó es por algo. Ustedes busquen enseñanzas. Toda persona puede enseñar, pero pocos aprender. Muchas veces frente a tus narices hay algo muy importante: puedes verlo y aprenderlo o dejarlo pasar. Ante el mismo profesor unos aprenderán más que otros. Aprendan con cada cosa que vean, con cada cosa que pase. Donde algunos no vean nada, ustedes vean enseñanzas. Sigan siendo de barro, recuerden que cuanto más se amase y moldee, más perfecta será la pieza lograda.
Miramos el cielo buscando al portador de nuestros deseos; el viento se lo ha llevado.
Es de mañana y estamos en el balcón escribiendo nuestro diario cuando una señora nos viene a avisar que el desayuno está listo. Alonso está esperándonos, ha escrito unas cosas para nosotros y nos quiere dedicar todo un día de su vida.
–Ustedes me contaron que lo que están haciendo es un sueño, un sueño que los dos desde muy chicos hicieron crecer dentro de sus corazones. Me dijeron también que están muy extrañados ante las increíbles cosas que les están pasando desde que lo empezaron… Cosas que nunca antes les habían ocurrido en la vida –se nos queda mirando a los ojos y prosigue–. Bueno, ¿cómo explicarles que estas cosas suceden sólo cuando un sueño se está cumpliendo… ? Ustedes saben que lo contrario de amar es odiar…
–Sí.
–Y que del día lo es la noche; del blanco, el negro; de lindo, feo y así…
–Claro.
–Pero ¿cuál es el contrario de soñar?
Nos quedamos pensando, buscando cuál será:
–No sé, no encuentro ninguno –le digo.
–Es que no lo hay, no existe, no hay nada ni nadie en contra de un sueño. Todos soñamos, no hay quien no lo haga. Todo y todos estamos a favor de los sueños. Es una felicidad muy linda cumplir un sueño, y también lo es y tal vez más ayudar a cumplir un sueño. Así que les voy a dar mi consejo: cuando necesiten algo, cuando no puedan solos, cuando necesiten ayuda... pídanla, sin miedo, sin vergüenza, pídanla. Digan: “Somos Candelaria y Herman, estamos cumpliendo nuestro sueño y necesitamos de su ayuda. ¿Nos puede ayudar?”. Nadie se negará, dejen que otros sean parte de su sueño, no todo lo pueden hacer solos. Muchas veces necesitarán ayuda y muchísima gente querrá ayudarles, pero si no se lo piden, no sabrán cómo hacerlo. –Hace una pausa, toma un poco de café y continúa.– Pedir ayuda es decir te necesito, necesito de tu esfuerzo, de tu tiempo y de tus conocimientos, para algo que solo no puedo hacer, pero que sí será posible si cuento con tu auxilio. Pedir ayuda es necesitar a otro para hacer algo juntos, y que alguien necesite de nuestra ayuda nos hace sentir útiles, necesarios, que somos parte de algo. Ayudar es un sentimiento muy lindo, tan lindo como cumplir un sueño.
–Pero ¿cómo pedimos ayuda a otro? ¿Cómo es eso de pedir? Me da vergüenza, un no sé qué.
–Nada de lo más importante lo han aprendido solos. Piensen en sus vidas hasta este momento, y verán que siempre recibieron ayuda.
Me quedo en silencio, rememorando: he aprendido a caminar con ayuda, también a andar en bicicleta y a nadar. Mis maestros me ayudaron a leer y a escribir. Con ayuda aprendí a manejar y también a hacer mi trabajo. Es cierto, me ayudaron, hasta para nacer. Me enseñaron todo lo que sé y ellos siempre fueron súper felices de haber sido parte.
Entonces me pregunto, ¿por qué no habría de pedir ayuda para seguir en este sueño, para cumplirlo? Hasta hoy pensaba que si solo me había metido en esta empresa, solo debía salir de ella, que tenía que ser autosuficiente en lo que hiciera y que si no lo era, no debía hacerlo. Pero ¿quién es completamente autosuficiente? Alonso tiene razón: ¿por qué hacerlo solo?, ¿por qué no compartir nuestro sueño con todos y permitir que sean parte de él? Entonces nuestro triunfo sería el triunfo de todos. Voy a aplicarlo, si necesito ayuda, la pediré; si no puedo solo, buscaré alguien con quien seguramente lo conseguiremos y a quien a su vez lograremos hacer feliz.
Tras la conversación, Alonso nos lleva en su bote a motor a ver a los pescadores de camarones. Al llegar nos acercamos a uno de ellos:
–¿Qué tal la pesca? –le pregunta Alonso.
–No ha sido muy buena, pero tal vez mejore –comenta mientras nos muestra un balde a medio llenar que contiene pequeños camarones mezclados con cangrejos y moluscos que se ven muy ricos–. Pueden quedárselos, se los regalo –nos dice.
–No, gracias –le respondo, pensando que no podemos llevarnos lo único que tiene para vender. Pero mis palabras desdibujan la sonrisa del pescador.
–A mí me encantaría –irrumpe Cande para salvar la situación, y el hombre le pasa el balde a Alonso realmente feliz de darnos un regalo.
Al apartarnos de él Cande y Alonso me miran. Antes de que digan nada les explico:
–Sentí que me estaba llevando algo que no le sobraba, que su obsequio le produciría un daño económico…
–Eso, justamente eso, es dar: entregar lo que te sobra no es brindarte. Compartir es dar algo que uno quiere y este pescador ha compartido contigo su pesca. Ésa fue su mejor forma de decirte: “bienvenido a mi tierra” –me replica Alonso. ¡Qué suerte que Cande intervino para no despreciar el sacrificio del señor y así valorar su tan bella actitud!
Durante los cinco días que pasamos en lo de Alonso, nos hemos llenado de algo mágico. Todo aquí lo es, solo que ahora nos debemos despedir. Estamos algo tristes. Nos estamos dando cuenta de que todo es maravilloso en este viaje, salvo las constantes despedidas de personas que nos reciben como a sus hijos, sus hermanos o sus mejores amigos. Sin saber si los volveremos a ver.
Alonso se ha adelantado hasta Pedernales, hemos convenido reunirnos allí como una última despedida. Llegando a la entrada de la ciudad vemos que nuestro amigo nos está esperando… junto al autobomba de los bomberos con sus sirenas y luces encendidas, toda la flota de taxis del lugar, muchos otros autos y el alcalde de Pedernales, quien nos da la bienvenida. ¡Este Alonso…!
Nos ubican al frente de la caravana, el autobomba va detrás nuestro y anuncia por altoparlante nuestro viaje. Sinceramente, no nos imaginábamos esto y al principio nos provoca timidez tanta atención, las sirenas, las luces… pero a medida que completamos el recorrido por la ciudad nuestro ánimo se transforma y acabamos encantados.
Terminado el paseo, bajamos del Graham y muchísima gente se nos acerca, varias personas nos traen regalos de sus negocios, otras se ofrecen para lo que necesitemos… Me escabullo por un momento para hacer mi llamado a la base naval de Salinas:
–Los esperan en Coca, Orellana. Hay una barcaza que los quiere llevar sin cargo alguno hasta Brasil, todo está preparado –la respuesta que recibo de Espinoza es la más ansiada.
–¿Cuándo saldrá esta barcaza?
–El 15 de julio.
–Buenísimo, nos da un tiempo para seguir recorriendo Ecuador.
Aunque Cande se encuentra rodeada de gente, la llamo y le doy la noticia.
–Cande, nos vamos a Brasil por el Amazonas.
–¿Cómo? –su voz expresa alegría y nervios a la vez.
–Hay una barcaza que nos llevará gratis hasta Manaos, sale el 15 de julio –sé que a Cande le encanta la idea de que nos lleven y no tengamos que navegar el río por nuestra cuenta. Soy yo quien se siente un poco desilusionado, pues aún deseo experimentar más, es un llamado de mi corazón en busca de más aventura y el Amazonas se presenta como la oportunidad ideal. Pero tampoco puedo dejar pasar esta posibilidad que se nos brinda… mejor dejo que todo fluya, seguramente alguna razón habrá. Sumergido en estos pensamientos realizo un segundo llamado, esta vez a Manta, para decirles que les agradecemos por su barco a Panamá pero que iremos por el Amazonas.
En la Mitad del Mundo
Una vez más divisamos la cordillera frente a nosotros. Estamos camino a la capital, Quito, y para alcanzarla tenemos que subir nuevamente los Andes. El camino es angosto y empinado, no hay banquinas y el tráfico es mucho, nos sigue como si fuéramos su líder religioso. Es en las curvas cuando vemos la larga y lenta fila, que sube a menos de veinte kilómetros por hora al ritmo de la velocidad de nuestro auto. No nos pueden pasar, el tráfico de bajada, las curvas y la falta de banquina no dan chance. Seguro que los que nos siguen se deben acordar de nuestras madres y no de muy linda manera… Logramos descargar nuestros nervios cuando en algún que otro lugar conseguimos detenernos y dejar pasar la forzada caravana. Apenas regresamos al camino, volvemos a coleccionar autos.
Al llegar a Quito nos sorprende por su belleza, antes de recorrerla debemos hacer un chequeo y servicio rápido del auto.
–¿En este auto van a ir a Alaska? ¿Y tienen todo: los mapas, los papeles necesarios...? ¿Y tú sabes todo el dinero que van a necesitar? ¿Sabes lo que están haciendo? ¿Tienes idea de todo lo que se necesita? –me dice el dueño del taller mecánico.
–Lo que ves es todo lo que tengo, y por mi sueño hago todo lo que puedo. ¿Vos qué estás haciendo por tu sueño? –le contesto. –No sé si con lo que tengo llegaré, pero sí sé que daré lo mejor de mí.
Nos hospeda la familia Huespe, mitad ecuatoriana y mitad argentina, con la que pareciésemos haber sido amigos desde siempre. Viven a una hora de la ciudad, en una casa estilo suizo que le pertenece a una suiza.
Durante los días que estamos allí, la familia aprovecha su tiempo libre para llevarnos a recorrer la zona y sus pueblitos. En cuanto a la ciudad, nuestra idea es conseguir allí algún auspiciante, para lo que hemos elaborado unas muy lindas carpetas con toda la información sobre nuestro viaje.
Buscamos empresas argentinas radicadas en el Ecuador así como nacionales e internacionales. También acudimos a National Geographic y a varios clubes de autos antiguos… Vamos con nuestras carpetas y nos presentamos. A veces nos reciben y muchas otras, no: algunos, bien directos, nos avisan de inmediato que no realizan este tipo de promociones, otros nos piden unas semanas y hasta meses para estudiar nuestra carpeta y también están quienes nos informan que los presupuestos para auspicios ya fueron agotados. Todos tienen una repuesta, pero ninguna es la que buscamos. Así transcurren dos semanas: gastando los pocos billetes que tenemos en la búsqueda de más dinero, dinero que no aparece, que pareciera esconderse de nosotros.
En el medio de estos días críticos, recibimos una invitación a participar en La Televisión, un programa muy visto en Ecuador los domingos. Freddy Ellers, el conductor, nos hará unas tomas a nuestro paso por el Monumento a la Mitad del Mundo.
Nuestra emoción es muy grande, cruzar al otro hemisferio significa mucho para nuestro viaje. Así que colocamos el auto con sus ruedas traseras sobre el hemisferio sur del monumento y las delanteras, sobre el norte. Luego nos acomodamos nosotros, pisando ambos hemisferios a la vez. Como un motivo para festejar, destapamos un champagne, nos servimos dos copas y al abuelo Graham le servimos la suya en el radiador. Así los tres podemos brindar la llegada a la línea del Ecuador.
Cuanto estamos terminando la nota, Freddy nos comenta que quiere que además seamos el show que cierre en vivo su programa. Nos presentamos el domingo en los estudios. En el primer bloque se emite la entrevista que nos hicieron en el monumento, y al volver Freddy convoca a empresas que quieran apoyarnos. Antes de ir a las tandas comerciales comenta entusiasmadísimo con nuestro viaje: “Y no se vayan que les tengo reservada una maravillosa sorpresa para el final”.
La idea es que, casi al culminar la emisión, ingresemos al estudio llevando junto a nosotros a la otra conductora del programa. La señal de entrada es la palabra “Argentina”. Con todo ya pautado, esperamos dentro del auto la palabra clave.
–¡Y ahora sí la sorpresa prometida: los viajeros de Argentina! –anuncia Freddy sobre el ruido del motor que está arrancando– ¡Así vienen desde Argentina… –y sin que termine su comentario se oye un ruido a rotura, el auto se levanta de trompa y cae de cola. Nos miramos con Cande atónitos al mismo momento que la conductora dice “Empujen, empujen”, olvidándose por completo que tiene el micrófono puesto. Mientras Freddy continúa–. Así, desde, Argentina vienen llegando –es la frase que se escucha mientras la cámara enfoca a tres personas que empujan el auto.
Aún sin saber qué pasó, acelero, y con los impulsos logro ingresar, finalmente, todo el auto al estudio. Con las caras rojas, risas de vergüenzas y nervios nos despedimos de un público que se mata de risa ante nuestra forma de viajar desde Argentina: a los sacudones y con tres hombres empujando.
Cuando las cámaras se apagan Freddy me pregunta qué fue lo que pasó. No lo sé, pero parecía que la tierra nos tragaba. Nos acercamos hasta la parte trasera del Graham y advertimos que una tabla del piso no pudo aguantar el peso y que la rueda había caído dentro del agujero.
La producción recibe montones de llamados: el público responde a la convocatoria de Freddy ofreciendo muchas cosas, como talleres para arreglar lo que sea necesario, lugares para dormir y hasta un dispositivo para menor consumo de gasolina. La gente se solidariza, pero de las empresas ni noticias. Aun así no nos sentimos decepcionados, no sé si porque no queremos enfrentar este problema o si es a causa de esta fe que está creciendo dentro de nosotros desde que iniciamos el viaje y que nos dice que ya algo se va a dar…
La familia Huespe nos espera en su casa, están contestando los llamados.
–No saben qué lindos mensajes tenemos para ustedes. ¿Les puedo leer uno que me llenó de lágrimas? –nos pregunta ansiosa Leonor, la madre de esta familia–. Dice así: “Estuvieron muy bien, nos hicieron sentir que los sueños se pueden cumplir con lo poco que uno tiene en sus manos, que uno puede viajar cincuenta mil kilómetros en un auto que no es siquiera para hacer cien. Cuando el auto apareció en el estudio y se sacudió sin poder avanzar más, cuando se oyó el ‘empujen, empujen’ y se vio a tres hombres haciéndolo mientras Freddy decía ‘Así vienen desde Argentina’, se los percibió frágiles, tan frágiles como todos los somos. Pero aun así, con esa fragilidad, han llegado desde Argentina hasta la mitad del mundo. ¿Y saben qué fue lo que sentí y que seguro sintieron muchísimas personas más? Unas ganas enormes de vivir la vida, de cumplir nuestros sueños. Nos permitieron ver que con nuestra fragilidad y con lo poco que tenemos, si queremos, podemos dar la vuelta al mundo. –Leonor baja el papel y otra lágrima se asoma.– ¿No es bellísimo?
–Sí lo es.– afirmo emocionado.
La espera
Con las manos vacías volvemos a salir de otra ciudad en la que pensábamos conseguir algún apoyo económico. Por ahora sólo contamos con un poco de fe y con nuestros corazones, que están repletos de cariño y nos empujan a seguir. Nos dirigiremos hacia el Oriente, hacia la selva amazónica, pero dado que faltan unos cuantos días para la partida de la gabarra, nos iremos tranquilos, deteniéndonos para conocer esta parte de los Andes, con sus coloridos pueblos autóctonos.
Continuamos hacia Orellana. Apenas bajamos de la cordillera para entrar en la selva todo cambia. Los caminos sobre la cornisa son muy angostos, parte de ellos está destruida por deslaves. El barro es muchísimo, ya van tres días de lloviznas continuas. No podemos ir a más de quince kilómetros por hora, hay tantos pozos que al menos tratamos de esquivar los grandes y agarrar sólo los más chicos. Este camino no es para autos, sólo pasan algunas camionetas y camiones. Incluso en algunos puentes tenemos que mover las tablas sueltas para nuestra angosta trocha. Sentimos que la humedad ambiente se acrecienta. También hay tramos muy empinados, en uno Cande debe bajar en movimiento para empujar el auto antes que se pare… fue muy bueno seguir el consejo: “Si tienes mucho te hundes”. Si no, jamás hubiésemos logrado subir.
Nos encontramos con unos alemanes que tienen una camioneta 4x4 último modelo, totalmente preparada y adaptada para lo peor de la selva, hasta cuenta con un teléfono internacional y GPS para seguimiento satelital. Pero tanta tecnología les ha jugado en contra, pues están remolcando la camioneta hasta la ciudad de Quito porque no tienen cómo arreglar la computadora del motor. Con una indignación enorme nos ven alejarnos, oyen el ruido típico de un auto antiguo que va despacio, pero que va.
Llegamos a Coca. Hemos tardado tres días para hacer 316 kilómetros. Después de tanto traqueteo el auto chilla, tiene todos sus tornillos flojos, pero nosotros estamos encantados imaginando lo que se viene. Coca es una ciudad que se desarrolló en base al petróleo, hay muchas empresas petroleras que tienen sus pozos en el medio de la selva y Coca es la ciudad más cercana donde los servicios petroleros se proveen. Creció sin estilo alguno, desparramada, sucia, ruidosa, con construcciones básicas y donde el calor y lluvia abundan.
Por una enorme casualidad, nos encontramos en la entrada del pueblo a Rafael Galeth, dueño de la gabarra que nos llevará a Manaos y con quien precisábamos encontrarnos. Hombre de buena compostura, tez oscura, con un toque colombiano en su modo de hablar que muestra simpleza. Galeth nos mira con cara de asombro, no se imaginaba vernos en este lugar y menos que el auto sobreviviera a aquel camino. Después de nuestro saludo y presentación, nos comenta:
–No podremos salir el quince de julio, calculo que recién a fin de mes o a principios de agosto, pero tampoco con seguridad.
–Ah, bueno… Gracias –le respondemos sin saber qué hacer ni qué pensar.
Buscando orientación decidimos ir en busca del capitán Aldaz, nuestro contacto.
Tras recibirnos con honores, le preguntamos su opinión sobre Galeth y su fecha de partida:
–Está construyendo la gabarra y se ha demorado un poco más. Tampoco tiene carga suficiente para costear el viaje, pero si le confirmasen un par de cargas, saldría en unos quince días.
–¿Y si no?
–Tendrán que esperar. Es lo único que hay.
Acuarelas
Esperamos los quince días hasta que llegó el fin de julio, luego otra quincena y hoy, 30 de agosto, Rafael Galeth sigue sin fecha firme. Siempre nos dice que habrá una carga lista, pero a último momento no se confirma. Nosotros estamos alojados en un campamento petrolero, nos hospedaron aquí desde el primer día y ya somos parte de él, incluso hago trabajos de electricidad en la selva con los trabajadores. En Coca todos nos conocen y la pregunta cotidiana es: “Y ¿cuándo salen?”. A estas alturas nadie considera factible nuestro viaje, creen que es una locura irrealizable. Ya nos hemos acostumbrado a bromas tales como: “¿Con quién del pueblo pasarán la Navidad?”.
Desde que advertimos que la gabarra se demoraría más de lo esperado, hemos averiguado por alguna forma de realizar el viaje por nuestra cuenta. Pero como siempre aparece la promesa de que en diez o quince días podremos salir gratis y sin ningún peligro, abandonamos nuestras averiguaciones hasta nuevo aviso de extensión del plazo.
En cuanto a nuestros ánimos, la incertidumbre de la partida, de no saber qué hacer, y la escasez del dinero al haber pasado ya los seis meses de viaje, han hecho que empecemos a extrañar, y mucho. Esto ha traído una pequeña crisis, no sólo como pareja, sino también en el estado de cada uno. ¿Qué estamos haciendo? ¿Para qué?¿Por qué? ¡Qué lindo sería estar en casa, con la familia y los amigos, comer esa carne tan rica, dormir en mi cama, usar mi baño…!
–Me aburro mucho, ya fui a todos lados y no hay nada más para ver. Estamos estancados en el medio de la nada y la plata ya no alcanza. ¿Qué hacemos? –me dice Cande aumentando mi preocupación.
–No lo sé –es la lacónica respuesta que antecede al silencio.
Candelaria se siente sofocada, hace muchísimo calor. Además está intolerante, pues ya no aguanta más esta situación. Ve los autos pasar, levantan una polvareda que nos alcanza. Desde que llegamos a Coca, los días fueron rutinarios para ella. Encima sabe que la acción está en la selva, pero si bien yo voy muchas veces junto a los trabajadores a los pozos petroleros donde aprovecho para conocer, Cande no puede acompañarme, pues las mujeres tienen prohibida la entrada.
“Herman, a diferencia de mí, tiene una idea que le ronda en la cabeza: construir una balsa, subir el auto y listo. Es más, cuanto más lo piensa más se entusiasma. Yo, en cambio, veo el peligro: ¡el auto arriba de unos troncos! Y no estoy de acuerdo, me da miedo. Sé que ni él ni yo sabemos nada de navegación y menos en una balsa. Visitamos los aserraderos preguntando cómo conseguir troncos para construirla, pero no se consiguen fácilmente; están en zonas bajas, lagunas y pantanos y para obtenerlos hay que ir a una comunidad indígena. Todo se complica más y más”, piensa Cande antes de lanzar:
–Pitu, tenemos que decidir qué hacer. Teníamos dinero para seis meses de viaje, y en vez de usar ese tiempo para llegar a Alaska, estamos en Ecuador. Si queremos seguir, necesitamos dinero. Y mucho.
–Sí, pero prefiero no hablar del tema. Pienso una y mil veces cómo es que nos venimos a quedar sin plata y de repente todo se me viene encima. ¡Era tan fácil mientras había dinero! Ahora no sé, todo parece más difícil. En Argentina yo sabía qué hacer y cómo ganar dinero, tenía mi trabajo, pero acá… algo de miedo tengo, estamos en un lugar totalmente distinto donde todo me sabe extraño, hasta yo me siento extraño –le respondo con toda franqueza.
–Necesitamos plata para cruzar a Panamá, para la gasolina, para la comida… para todo. ¿Qué hacemos? Hasta si quisiésemos volver, no podríamos sin dinero. No podemos avanzar ni volver, ¿qué haremos? –me pregunta Cande.
–Como dijo Charles de Gaulle cuando se le complicaron las cosas: “Mejor imposible, ataquemos”.
–¿Quién es de Gaulle?
–Un francés que, cuando estaban totalmente rodeados por los alemanes y sin escapatoria, dijo eso. Así que ataquemos, con lo que tengamos, con lo que se nos ocurra, pero ataquemos.
–¿Con qué? ¿Artesanías? No somos artesanos. ¿Cómo no compramos artesanías en Perú antes de quedarnos sin dinero?
–No lo sé, pero no miremos para atrás, algo podríamos hacer…
–¿Y trabajar para alguna empresa o de alguna otra cosa? Aunque no creo que en Ecuador, como está la situación, podamos hacer mucho. Hay sueldos de menos de cien dólares por mes.
–Sí, sólo ganaríamos para mantenernos, pero no para avanzar –me quedo pensando–. Cande, ¿y si pintas?
–¿Pintar? ¿Yo? Nunca pinté ¿Qué voy a pintar?
–Bueno, pintaste los cerámicos de la cocina, también la panera, y te salieron bárbaros. Algo así, pero estilo cuadros.
–De cerámicos a cuadros hay un mundo. Yo nunca pinté y no me animo. Además para vender…
–Dale, probemos. Compremos unas acuarelas que son baratas y secan rápido. Tú pinta sobre papel…. si lo haces, yo los enmarco.
–¿Y cómo los venderíamos? ¿A quién? ¿Quién va a querer comprarme un cuadro?
–Si los pintas, yo los vendo… –Con esto se estaba formando una sociedad, una empresa. La necesidad nos conduce a hacer algo completamente nuevo para ambos. Cande nunca pintó y yo nunca fui vendedor, deberemos poner lo mejor de cada uno para que funcione. De ahora en adelante, para poder avanzar, formamos no sólo un matrimonio y un equipo, sino también una empresa dividida en dos departamentos: producción y venta.
Salimos muy entusiasmados a comprar los materiales. Vamos a una librería en la que venden insumos para colegiales: una cajita de 12 acuarelas (2 dólares), un bloc de hojas de dibujo para escuela (2 dólares) y cuatro pinceles que no tienen mucha pinta (5 dólares) son nuestra compra. Ninguno de los elementos es de la mejor calidad, pero ya contamos con los materiales y por tan solo 9 dólares. Siendo los insumos tan baratos, si lográsemos conseguir buenos ingresos, la relación costo-beneficio sería enorme y si no llegase a funcionar, la pérdida sería pequeña. Pero tiene que funcionar, necesitamos seguir y para eso se precisa dinero.
Volvemos al campamento súper ansiosos. Enseguida buscamos un plato para usar de paleta y un vaso para el agua. Entonces aparece la mayor de las incógnitas: Cande, pincel en mano, me pregunta: “¿Y ahora qué pintamos?”. Sí, ¿qué pintar? ¿Casas? ¿Personas? ¿Paisajes? ¿Animales? ¿Plantas? ¿Flores? ¿Qué? Buscando una solución agarramos el álbum de fotos, esperamos hallar una que nos pida “píntame”, y encontramos varias, pero son un poco difíciles para empezar. Entonces Cande advierte una que refleja una casita en un paisaje de campo. “Ésta”, me dice y empieza a dibujarla sobre el papel. Yo, su primer espectador, sigo el trazo del lápiz, como quien mira a un retratista en la plaza. Seguido a esto realiza sus primeras pinceladas, a las que les siguen otras y más. El dibujo en lápiz le salió bárbaro, pero con la acuarela…. Creo que si tengo que salir a vender este paisaje, no me lo compra ni mi suegra.
Los dos, un poco desilusionados, comenzamos a decir que no pasa nada, que esto ocurre porque es la primera vez con acuarela, que ya le va a agarrar la mano y así nos alentamos.
–Compremos un libro de técnicas. Y otros pinceles, porque éstos no ayudan mucho –le propongo. Ya nuestros insumos empezaron a aumentar y las ventas estaban aún lejos de concretarse, pero ya nos habíamos tirado a la pileta, ahora tenemos que ver si hay agua. Vamos a una librería en un viaje a Quito y después de pasar tres horas en ella, no nos vamos con un libro, sino con dos: uno de técnicas y otro de pájaros, uno para aprender y otro para pintar. Volvemos a nuestra casa temporaria. Cande aún tiene que encontrar su estilo: empieza pintando un papagayo rojo y cuando lo culmina realmente parece un papagayo… se podría decir un poco viejo y atacado por gatos, pero papagayo al fin. Mas factible de ser vendido. Su segunda pintura es un periquito azul, al cual se lo ve más saludable.
Cande no pinta tranquila, sino algo estresada. Mientras lo hace escucho sus comentarios, tales como: “¿Qué hice? Lo arruiné todo. No, el color no me sale”. Ella pinta y sufre, pero el departamento comercial de la empresa no le quita un ojo de encima y exige algo vendible.
Al periquito le sigue un tucán, un gorrión y con los días los pájaros cobran vida. Cande ha optado por un estilo realista y los pájaros han mejorado notablemente. Tanto, que ella se anima a agradecerle a Rafael Galeth su intención de ayudarnos regalándole una pintura de sus barcazas. Con sus papeles, lápices y acuarelas se acomoda frente a las dos embarcaciones amarradas del hombre y tres días después tiene el cuadro listo.
Justo ese mismo día Rafael nos invita a un hotel que le pertenece, el cual tiene piletas, restaurante y muchos espacios verdes. Apenas nos pasa a buscar, Cande aprovecha para darle el regalo. Galeth súper sorprendido empieza a quitar la envoltura hasta que se encuentra con la pintura, la mira, dice “Qué linda”… y la sigue mirando. Cande está contenta, pero su felicidad no dura mucho tiempo:
–¿Y esto… qué es? –pregunta el hombre, quien no ve sus barcazas. Al parecer, más que una pintura naval, ésta es impresionista.
–Son sus barcazas –le responde Cande mientras le señala primero una y luego la otra.
–Ah, sí, pero claro que sí… –comenta Galeth sin poder ocultar su pena.
Al día siguiente, tras este revés, Cande continúa pintando, pero enfocada hacia los pájaros. En lo que mí respecta, creo que no volverá a pintar barcos.
Finalmente, reunimos suficientes cuadros como para llevarlos a Quito y venderlos en la plaza central. Entonces quien empieza a sentirse nervioso soy yo, pues es hora de que entre en acción.
Vamos a la ciudad de Quito con nuestras pinturas, nos lleva Rubén Sánchez, el hijo del dueño de la empresa que nos hospeda. Y ya en el viaje logro mi primera venta: a Rubén le encanta un tucán y lo compra. Nosotros saltamos de alegría, tenemos ahora nuestros primeros 30 dólares y experimentamos un sentimiento de riqueza, de triunfo.
Vamos a la casa de los Huespe. También ellos nos compran un cuadro, uno de un pajarito amarillo. Es decir que en un solo día llevamos ya vendidas dos pinturas, y durante los días siguientes logramos vender algunas más.
Cuando estamos a punto de volver a Coca, le digo a Cande:
–Cande, ¿te acuerdas cuando nos quedamos sin dinero y hablábamos sobre qué podíamos hacer, te comenté que hasta yo me sentía extraño? Hoy creo que este lugar es distinto, hasta yo soy distinto… pero no extraño. Creo que cada lugar al que vayamos será nuevo y distinto y que también nosotros cambiaremos. Cada vez que lleguemos a un nuevo sitio deberemos amoldarnos a él haciendo cosas nuevas y distintas. Pero podremos hacer lo que necesitemos para seguir adelante. Ahora no me siento extraño.
Una balsa
Una vez en Coca nos sentimos con nuestra fe en nosotros mismos más fortalecida… tan fortalecida que tomamos otra decisión importante: bajar el Amazonas por nuestra cuenta.
Vamos a buscar al Sr. Conteros, él se dedica a abastecer a Rocafuerte, un pequeño pueblo fronterizo con Perú río abajo. Tiene dos canoas grandes y hace un tiempo se ofreció para llevarnos hasta allí, con la salvedad de que nosotros deberíamos hallar la forma de continuar el viaje desde Rocafuerte hasta Manaos. En esa ocasión estuvimos a punto de aceptar su invitación, pero justo apareció, como tantas otras veces, la posibilidad de partir pronto con Galeth directo a Manaos y a Conteros le dijimos que no. Hoy, estamos nuevamente buscándolo:
–¿Buscan a Conteros? No lo esperen, lo vimos tratando de reflotar una de sus canoas. Se le hundió. Se va a demorar unos días en llegar –nos dice un hombre.
–¿Cómo que se hundió la canoa? Él nos iba a llevar en ese viaje... –atino a responder.
–Sí, suele pasar: la canoa se choca con un tronco que no se ve, se ladea y se hunde –nos cuenta como si fuese algo nada nuevo, de todos los días–. Si lo quieren ver, vuelvan dentro de unos días.
Apenas salimos, Cande exclama:
–¡¿Te das cuenta de que pudimos haber perdido el auto?!
–Sí –no quiero decir más, estoy shockeado, pero igual mi idea de seguir continúa.
Volvemos a considerar la posibilidad de la balsa. Tanguila es chamán de la comunidad indígena Huataraco y sabe muy bien qué se puede hacer en el río y qué no. Su altura no excede mucho la de Cande, es bajo y achaparrado. Sus rasgos son indígenas, sus pómulos sobresalientes, su pelo es oscuro y su mirada podría definirse como misteriosa, penetrante y analizadora.
Nos asegura que con su comunidad indígena nos podría armar una balsa de troncos que tendría el doble de ancho y de largo que nuestro auto. Para impulsarla usaríamos el motor del auto, al cardan lo bajaríamos y en vez de girar las ruedas le pondríamos una hélice.
–¿Cuánto dinero nos costará traer los troncos? ¿Y el armado?
–Tranquilo, lo vamos a hacer con una minga –responde Tanguila.
–¿Qué es una minga?
–Cuando uno tiene que construirse una casa, invita a la comunidad a que lo ayude. Yo voy a invitar a la comunidad a que los ayuden a ustedes.
–Pero ¿qué podríamos dar a cambio?
–No es hacer para recibir, es hacer para dar.
Finalizamos la charla concretando que tres huataracos nos acompañarán en el viaje hasta la frontera con Perú, allí nosotros tendremos que conseguir una nueva tripulación. Siempre pensé que nadie hace algo por nada, pero en estos meses de viaje empecé a cambiar mi opinión sobre muchas cosas.
Por su lado, Cande permaneció en silencio mientras oía mi conversación con Tanguila. “Qué miedo, qué incertidumbre. ¿Qué pasará cuando estemos en el río, alejados de todo y por lugares desconocidos? Me inquieta, y mucho. Siento escalofríos en medio del calor que hace. Quiero buscar otra alternativa que me permita escapar de esta osada idea, pero sé que no tenemos mucho para elegir”, piensa ella. Sin embargo se ríe:
–¿De qué te ríes? –le pregunto intrigado.
–De los nervios. Todo esto me da miedo. ¿Me abrazas? Necesito un abrazo.
–Cande, yo estoy igual –me acerco a ella y la rodeo con mis brazos por un buen rato.
Al día siguiente le comentamos a Galeth nuestra decisión.
–Estamos en la estación seca, en esta época del año no podrían lograrlo, se quedarían varados en el primer banco de arena y tendrían que esperar a las lluvias para que el río suba. Sólo entonces podrían seguir. Pero si están tan decididos, tengo el casco de una canoa abandonada; si el auto entra allí y se animan a armarla, la pueden usar.
–¡¡Dónde tenemos que firmar!! –le digo, totalmente dispuesto a prepararla, y de inmediato vamos a verla.
La encontramos tapada por yuyos, llena de agua e incluso con algunos agujeros. Medimos su ancho y el auto entra justo, sólo sobran cinco centímetros. Tenemos que conseguir: motor, timón, hélice, baterías, piso, techo, soldadores, mecánicos, torneros, pintura y hasta una grúa para moverla…
–¿Cómo vamos a conseguir todo eso? –me pregunta Cande.
–No sé, pero empecemos –y con un tacho comienzo a sacar el agua de la canoa. Cande se queda mirándome con sus manos en la cintura y la boca abierta, tiene ganas de decir algo, pero sólo resopla y empieza a sacar los yuyos que están alrededor de la canoa.
“Saco yuyo por yuyo mientras pienso que mi admiración por Herman me enamora cada día más. Su tenacidad y visión de que todo es posible me contagia. Donde a veces yo no veo posibilidades, él sí las ve y con tanta claridad que despeja mis dudas. Luchamos juntos desde niños, pero estas pruebas son diferentes, son de riesgo, de peligro y aun así nos unen más que nunca”, escribió Cande a la noche.
En el pueblo la magia de la vida se volvió a dar en todo su esplendor. Les conté a algunas personas que ya teníamos canoa y que estábamos armándola y pronto la noticia se desparramó por todo Coca. Y hoy, tan sólo un día después, es un ir y venir de gente conocida y desconocida que se nos acerca para darnos elementos que creen que podrán sernos de utilidad, también se ofrecen para soldar, pintar, para la electricidad…
Cuando cae la tarde caminamos por el pueblo y constantemente nos detienen para ofrecernos algo, es mágico, es maravilloso.
Unos pocos días después, el capitán Aldaz nos manda a llamar:
–Tenías un barco para ir directo a Panamá y no lo tomaste, la gabarra que te iba a llevar hace dos meses no está lista y quién sabe cuándo lo estará. Tu idea de construir una balsa de troncos no se puede hacer. Casi saliste con el señor Conteros en aquel viaje en el que se le hundió la canoa y ahora estás construyendo una que trae problema tras problema. Si no es el motor el que no anda, son las baterías o el enfriador de aceite… y no sé cuántas otras cosas más… No tienes mapas del río ni sabes nada de navegar, pero pretendes aprender en el río más ancho, caudaloso y largo del mundo. Esto es El Amazonas, no es broma. ¿No te das cuenta de que estás tropezando en todas…? –me reprocha apenas me ve.
–Sí, tienes razón, pero no te das una idea de las mil veces que me tropecé antes de aprender a caminar, o de las que me caí de la bicicleta y del agua que tragué aprendiendo a nadar, y aquí me ves, caminando. Y si quieres te muestro cómo nado… y te voy a demostrar que aunque sea con tropiezos voy a llegar a Manaos –le respondo.
–Pero estamos hablando de la selva amazónica, ahí afuera no hay nada más que peligros. No tendrás a nadie que te pueda ayudar, sólo hay arañas, serpientes venenosas, pirañas, cocodrilos, malaria, paludismo, anguilas eléctricas… Hay muchísimos aborígenes que tienen válidas razones para odiar al hombre blanco y el Amazonas es un río al que hay que conocer: esconde troncos, bancos de arena, remolinos, es un río que con un poco de tormenta puede ser peor que cualquier mar, con olas que rompen en cualquier dirección. Además no sabes nada sobre el motor que llevas, hace años que no funciona… Hazme caso, ¿por qué no te olvidas de esta idea? Pues no tienes casi nada a tu favor.
–No digo que no tengas razón, pero si te hago caso o a los demás, quienes siempre me dijeron que no podría o que sería peligroso, ahora estaría en casa con miedo hasta de salir a la calle. Todo lo que nombraste como peligroso es lo que más vivo me hace sentir. Cuando más arriesgo mi vida por algo que tanto quiero, es cuando más vivo me siento. Tengo la oportunidad de navegar el Amazonas, una oportunidad única, tan única como la vida que tengo y te puedo asegurar que no la voy a dejar pasar.
–Conteros hace años que navega en estos ríos y aun así se le hundió la canoa. ¿Cómo tú que no sabes nada…?
–Mira, en los caminos choca gente que hace mucho que maneja, ¿entonces debería dejar de manejar?
–¿Van a llevar indígenas para navegar la canoa? –medio resignado, el capitán cambia el tono.
–Sí, ellos son los que conocen por dónde navegar, cazar y pescar, qué comer, el idioma quechua y miles de cosas que nos pueden enseñar.
–¿Ya los tienes?
–No.
–¿Y dinero para pagarles?
–Tampoco.
–Pero ¿ves qué te digo? ¿Y qué piensas hacer? –arremete nuevamente Aldaz.
–Aún no lo sabemos, pero se nos ocurrió que Cande podría ir a Quito y pegar carteles, en los hoteles y cibercafés, buscando turistas que quieran compartir un viaje de aventura…
–Para un poquito. Además de que no tienes idea de cómo manejar una canoa ni tripulantes, ni dinero, ¿traerás más gente para incluirla en algo que no sabes cómo resultará?
–Por eso pondremos en el cartel: “Para compartir un viaje de AVENTURA bajando el Amazonas…”.
–Mira, Herman, el zarpe te lo tengo que dar yo. Realmente no quiero negártelo, pero tampoco puedo correr con estas responsabilidades, así que por favor empieza a encontrar soluciones.
–Las tendrás… No te preocupes, nada malo va a pasar: Dios viene con nosotros.
Ayer Cande se fue a Quito y pegó doce carteles. Sólo tiene cuatro días para conseguir turistas. Es de noche y suena el teléfono:
–Hola, mi amor, tengo buenas noticias. ¡Dos personas me llamaron por el viaje!
–No te puedo creer.
–Sí, están súper entusiasmados y el precio les parece perfecto, se quieren ir ya a Coca, porque también están dispuestos a ayudar con los preparativos.
–¿En serio? Mejor imposible. ¡Que vengan ya! Si lográsemos hacer andar el motor, faltaría poco para salir.
–Aguanta, respira...
Al día siguiente, con todo el entusiasmo del mundo, voy a la tornería a hacer unos bujes. Los termino al mediodía y salgo para comer, entonces veo a Marcelo Chingo, un amigo del campamento, pasar en un camión y le hago señas para que me lleve.
–Hola, ¿qué tal? ¿Vas al comedor?
–No, mi hermano Fidel está mal, sufrió un accidente y estoy yendo a buscarlo. ¿Te dejo en el campamento?
–No, voy contigo. ¿Dónde está?
–En una comisaría. Chocó por la mañana, pero recién nos enteramos.
–¿Cómo está?
–Parece que muy dolorido, chocó contra un puente y el volante pegó muy fuerte en su pecho.
Nos dirigimos hacia Lago Agrio que queda lejos por un camino de tierra, Marcelo está serio, maneja rapidísimo con la mirada fija en el camino, pero sin prestarle realmente mucha atención. Él y su hermano trabajaban en la misma empresa donde con Cande estamos durmiendo. Ya somos muy amigos de ellos dado que nos vemos casi todos los días y compartimos muchos trabajos de electricidad en la selva. Recuerdo que una noche les contamos que este viaje era nuestro sueño y que ellos se atrevieron a contarnos los suyos. El de Fidel era que sus hijos tuviesen estudios y mejores trabajos que el suyo… Pero ¿qué estoy pensando? Si va a estar bien.
–Quizás tu hermano siente dolor, pero no te preocupes: él va a estar bien.
–Gracias, pero tengo miedo.
Llegamos a la comisaría, un paramédico está junto a Fidel.
–¿Cómo te sientes? –le pregunta su hermano. Fidel está sentado, pero doblado sobre su pecho. Reconoce la voz, levanta la mirada y abraza a Marcelo muy fuerte.
–Me duele, me duele mucho.
–Doctor, ¿cómo está?
–No se ven fracturas ni cortes de ningún tipo, pero me preocupa su dolor en el pecho y esa tos con secreciones que hace poco empezó a tener. Deben llevarlo a un hospital.
De inmediato salimos y emprendemos la vuelta hacia Coca, ya que allí hay un hospital militar.
Transitamos selva virgen y selva desforestada, el camino está en muy mal estado porque desde la temporada de lluvias no ha sido reparado. Vamos a los saltos en un camión que pareciera en cualquier momento va a perder el control. Los golpes hacen mugir a Fidel. Sus quejidos son lo único que se escucha en la cabina y no sabemos qué decir ni qué pensar.
–De ésta no salgo –rompe el silencio Fidel, para después escupir algo rosado.
–No digas tonterías –le respondemos.
El tiempo no pasa y los kilómetros se estiran… nos parece que el camión no avanza. El viaje se hace eterno, al igual que el silencio. Es como si estuviésemos en otra dimensión del espacio y del tiempo.
–¿Tienen agua? –pregunta. Toma un pequeño trago.– ¿Qué será de mis hijos? Marcelo, ¿los cuidarás?
–Sí, hermano, tú sabes que lo haría, pero nada te va a pasar.
Dejar a los hijos, dejar el amor, dejar la vida, dejarlo todo es el pensamiento de Fidel, y se hace también mío.
Cuando llegamos al hospital, Fidel, que escupe cada vez más espuma, respira distinto, como si le faltase el aire. Cuando se lo llevan a emergencia se despide de su hermano con la mirada.
Desde donde estamos Marcelo y yo podemos ver todo lo que le están haciendo… parecen estar todos desesperados, hay gritos y mucho movimiento. De pronto un enfermero sale corriendo y pide un avión de urgencia a Quito. Nosotros nos encargamos de llamarlo, pero cuando lo estamos por conseguir, el mismo enfermero nos hace una señal de que ya no hace falta: es tarde. Miramos la sala de emergencia, el médico se ve derrotado. La muerte trajo silencio y ya nadie se mueve.
Marcelo cae de rodillas en un llanto, yo no puedo creerlo, quiero que sea sólo una película, que no sea cierto. ¿Cómo puede ser? ¿Tan rápido? Pero si no tenía nada, salvo un golpe. ¿Cómo es que la muerte llega tan así, sin avisar?
Al rato, a tiempo para contener a un amigo que necesita más abrazos, llegan algunos compañeros de la empresa. Algunos ayudan a llenar papeles, Marcelo no tiene fuerzas ni ganas para hacerlo.
Respecto a Fidel, su cuerpo tapado por una sábana aguarda en el pasillo. Una enfermera se acerca a él y le coloca una etiqueta en un dedo del pie, luego nos pregunta:
–¿Qué harán con el cuerpo?
–¿Qué: “qué vamos a hacer con el cuerpo”? –aún no comprendemos cómo fue que perdió la vida tan rápido y nos preguntan esto. Nos miramos buscando una respuesta, pero no la hallamos.
Justo entonces, llega el capataz, quien de inmediato habla con el médico que atendió a Fidel. Sus jefes, de Quito, han dado la orden de que se realice una autopsia a la brevedad, pues si pasan dos días sin que se realice, el seguro no cubrirá la póliza. Pero el Hospital Militar no puede efectuarla, así que nos derivan a un pequeño hospicio del pueblo.
Entre todos cargamos a Fidel en la parte de atrás de la camioneta, cuando lo movemos espuma y sangre salen de su boca, y manchan mis manos. Esto me produce repugnancia, pero qué pensaría mi amigo si se lo demostrara. ¿Qué pensaría yo si fuera el que necesitara de alguien y éste no me ayudara por la impresión…? Hago de tripas corazón y sigo ayudando.
Llegamos a un cuartito de material, con el hueco de la puerta y la ventana, pero sin ellas. La mesa de cemento revestida de azulejos está toda sucia… sangre seca de otra autopsia. También así está el piso. Al ver esto, por respeto a nuestro amigo, empezamos a limpiar en absoluto silencio, la única voz que se escucha es del capataz que está afuera discutiendo el precio de la autopsia con el médico. Como es sábado y ya muy tarde, éste exige más dinero.
Me mandan a comprar hojas de bisturí, hoja de sierra, formol, guantes e hilo y aguja para cerrar. Vuelvo y ayudo a poner el cuerpo sobre la mesa, está más frío y un poco más duro, sus ojos no se quieren cerrar, quieren ver qué le están por hacer. Todos se van a esperar afuera, no pueden creer que Fidel haya salido a trabajar a la mañana y que ahora esté sobre esta tétrica mesa. Cuando me estoy retirando, el médico me pregunta:
–¿Tendría problema en ayudarme un poco acá?
Claro que los tengo, nunca estuve en algo así y no quiero experimentarlo, pero aun así respondo:
–No, doctor. ¿Qué quiere que haga?
–Todavía nada. Si quieres, puedes esperar afuera y cuando te necesite te llamo.
Salgo y tomo aire, no recuerdo haber respirado tan hondo desde que me subí al camión para acompañar a Marcelo. Me lleno del aire fresco y húmedo de la noche, siento vida dentro de mí. El capataz continúa con la organización, ahora manda a uno a comprar un ataúd, con ciertas características y márgenes de precio a pagar. ¿Cómo es que todo va tan rápido? ¿Por qué no se puede detener por un minuto la muerte?
–Ven, che –me llama el médico, quien sabe mi origen pero no mi nombre. Entro y encuentro el abdomen abierto y mucha sangre–. Sostén acá, que tengo que cortar. Antes ponte los guantes. –El doctor agarra su sierra y empieza a cortar el esternón del pecho, para llegar al corazón. Nunca he visto un corazón humano ni quiero verlo. El médico encuentra la causa de la muerte de mi amigo.– Sus pulmones recibieron el golpe y se llenaron de sangre, ahogándolo. Vamos a tener que abrir también la cavidad craneal, necesito que me sostengas la cabeza –con mis manos la sujeto y veo su cara, aun sin poder creer dónde está Fidel ni dónde estoy yo. Cuando el médico termina, tan sólo dice: “Límpienlo”.
Marcelo ingresa al cuarto y se encuentra con una escena espantosa: la sangre y las costuras expresan demasiado. Pero enseguida agarra un cepillo y empieza a lavar a su hermano, junto a otro muchacho lo ayudamos. Luego lo vestimos y lo ponemos dentro del cajón. Marcelo, en total silencio, se lo lleva en la camioneta.
–¿Adónde va? –le pregunto al capataz.
–A la casa de su cuñada.
–¿Ya sabe?
–No, no tiene teléfono, no tuvimos forma de avisarle –no puedo creer lo que está pasando. Marcelo tendrá que decirle a su cuñada que le trae al marido, pero en un cajón. Ojalá fuese sólo una pesadilla.
Antes de irme a descansar, me doy un baño para sacarme el olor a sangre y a muerte que siento en todo mi cuerpo. No creo que logre dormir, sólo me recuesto.
Me despiertan para avisarme que Cande está en el teléfono, llama desde Quito:
–Voy para allá con los dos ingleses, están muy entusiasmados. Además te cuento que nos vamos para arriba, vendí cinco cuadros.
–Ah, qué bueno…
–¿Te pasa algo?
–No es nada para que te preocupes, pero cuando llegues te cuento.
El campamento está en silencio. Así lo dejo para ir caminando hasta donde estoy armando la canoa. Ya van dos veces que me ofrecen alcanzarme en camioneta, pero son sólo tres kilómetros y quiero caminarlos, quiero sentir el viento en mi cara, respirar el aire tibio dando pasos lentos, pienso lo que viví el día anterior: nunca sentí, vi ni toqué la muerte, ni tan rápido. Si por algo tuve que vivirlo, seguramente algo tengo que aprender… Creo que ahora sé que la muerte está siempre ahí, lista para que todo se termine. Llega sin que la llamemos y sin preguntarnos ni esperar nos lleva. Más que nunca en la vida le agradezco a Dios este nuevo día que me regala. Creo ya no habrá para mí “un día más”, todos serán para vivir y para recordar.
Con mucha energía me dedico a terminar mi canoa, me siento muy bien construyendo algo tan importante para nuestras vidas, para nuestro sueño. Dios nos ha dado el milagro de la vida y con ella estamos haciendo milagros.
Finalmente, llega Cande. Nos damos un abrazo que no queremos que se termine. Nos extrañamos demasiado, fueron cuatro largos días sin ella y la necesité mucho.
Miedo a no vivir
Hoy logramos hacer andar el motor, así que mañana partiremos. Al final viajaremos con dos ingleses y con dos indígenas que conseguimos a último momento para que manejen la canoa.
Cande ya se ha encargado, junto a los europeos, de la compra de víveres. El dueño del campamento en el que nos hemos hospedado durante estos días nos regaló mil litros de diesel, suficiente para ir hasta el Atlántico y volver… Ahora sólo nos falta el zarpe de la Marina.
–Capitán Aldaz, me vengo a despedir, partimos mañana.
–¿Conseguiste quien tripule tu canoa?
–Sí, son ellos –respondo señalándole a los nativos.
–Veamos sus papeles –ordena Aldaz, pero no me preocupo porque sé que los tienen.
–Herman, ¿tomas la responsabilidad de lo que podría llegar a suceder?
–Sí
–¿No tienes miedo a la muerte?
–Tengo miedo a no vivir, a que me llegue la muerte sin haber vivido esta vida, siento, ahora que estamos siguiendo nuestro sueño, que resucité. Estaba vivo pero en una vida sin vida. No, no le tengo miedo a la muerte, la muerte no duele. Duele la vida, la vida que no se vive.
–Les deseo el mejor de los viajes. Y recuerden presentarse en Rocafuerte, en la frontera con Perú, ante el destacamento naval.
Al salir de la Marina veo una placa de bronce junto al río, donde consta que un tal Francisco de Orellana inició en 1542, desde este mismo punto y junto a quince soldados, un increíble viaje en balsa hasta el Atlántico. Llegó a ser el primero en navegar todo el Amazonas y cuando llegaron al océano, con sus manos y lo poco que tenían, hicieron un pequeño barco para llegar hasta España. El valor de Orellana me empuja a hacerlo: él seguramente poseía conocimientos marinos y armas, pero no sabía adónde iba, ni qué monstruos marinos o de tierra encontraría, como tampoco si llegaría al fin del mundo. Si Orellana lo hizo hace cuatrocientos años, nosotros mañana podremos.
Cuando llegamos al campamento nos encontramos con que nos han preparado como despedida una gran cena. Convivimos con sus trabajadores tres meses, muy de cerca, compartiendo muchas vivencias.
Apenas iniciado el festejo, llega Marcelo, quien adelantó un día su franco por duelo para vernos:
–Te quería agradecer lo que hiciste por mí y por mi hermano.
–El agradecido soy yo, para mí la muerte de tu hermano no fue en vano, podrá ser un poco egoísta lo que digo, pero me enseñó mucho. Ahora sé que la vida es súper frágil y fácil de perder en cualquier momento.
–¿Por qué no se quedan unos dos años, hacen un dinero y después siguen? –me propone Ángel, el capataz del campamento.
–No, estamos en un momento increíble de nuestras vidas. Nos costó inmensamente empezar y ahora que todo, poco a poco, se nos está dando, no tenemos que detenernos, sino seguir.
–Sí, pero la suerte se les puede acabar y esto es plata segura.
–No creo que sea suerte, creo que todo nos es favorable, pero por una enorme razón.
–Entonces veo que no te puedo detener ni con una buena oferta…
–La vida no se detiene, el tiempo no espera a nadie, la vida fluye como un río y yo estoy con la vida, con su corriente: no quiero detenerla. Te agradezco tu oferta, me hace sentir muy bien, sobre todo útil, pero quiero seguir y ser, antes que nada, útil para mí mismo. Tu oferta es una gran tentación, pero éstas siempre nos llevaron lejos de nuestro camino.