Costa Rica

¡Pura Vida!

Feliz Cumpleaños

Para entrar a Costa Rica debemos esperar a que pase el tren sobre un puente que pertenece a una empresa bananera, y que por eso tiene todo el derecho de pasar. Manejamos sobre las misma vía de tren siguiéndolo por detrás. Llegamos al otro lado observando una pequeña garita al costado de las vías. Hace de Aduana e Inmigración. Una sola persona la atiende y entre otras cosas nos pide once dólares de impuestos por el auto y otros veinte por nosotros… Le explicamos que no tenemos tanto. El hombre mira mi pasaporte y me dice:

–Por ser tu cumpleaños, y todo esto un vacilón, yo les pagaré el costo del auto. Ustedes, el resto.

¿Se estará mandando la parte? Seguro que no lo pagará, sino que hará ingresar el auto sin costo alguno. Sin embargo, ahí vuelve, y nos entrega un recibo por cuarenta dólares en el que consta su pago. ¡Con una gran bienvenida y un sorpresivo regalo de cumpleaños entramos a Costa Rica! ¡Pura vida!

Este país no tiene ejército y ya por eso lo considero uno de los más avanzados del mundo. Un país que usa la fuerza se debilita, los que no se fortalecen. Costa Rica es un perfecto ejemplo. Además cuenta con más del 25 por ciento de su territorio en parques nacionales y reservas, toda la electricidad de Costa Rica es generada con plantas hidroeléctricas. Una conciencia ecológica y una democracia muy fuerte.

Desde que entramos todo es lindísimo, pero no podemos filmar: la máquina dejó de funcionar y no tenemos ni idea de dónde podremos arreglarla.

La Grahambulancia

Nuestra primera parada es Puerto Viejo, un pequeño pueblo sobre las arenas del Caribe, sin bancos, sin gasolineras, sin calles asfaltadas. Solo vemos muchos surfistas.

Damos una vuelta por lo que sería el centro. Buscamos dónde pasar la noche. Veo una cartelera con ofertas y me detengo a leerla cuando un señor de baja estatura me pregunta muy educadamente:

–Sin querer molestar, ¿le puedo hacer una pregunta?

–Por favor, adelante –contesto pensando que seguro será más de una.

–¿De qué año es el carro?

–De 1928, señor.

Me agradece y se retira.

–¿No tiene más preguntas? –le consulto sorprendido.

–Sí, claro, pero no quisiera molestar…

–Por favor, no molesta.

Entonces me hace las preguntas de rigor, que son varias. Luego inquiere:

–¿Qué está buscando aquí?

–Un lugar para dormir, no hace falta que sea un hotel. Donde podamos acomodar el auto estará bien.

–Mi nombre es Jaime. ¿Usted quisiera usar el jardín de mi casa? Si lo deseara, también podría usar nuestro baño.

Lo seguimos. Primero nos lleva a su pequeño restaurante, recién inaugurado por él y su familia. Allí cenamos con su hijo y su nuera embarazada.

–¿Cuánto falta para que nazca? –a Cande le sorprende el gran tamaño de su panza.

–Ya estamos en fecha, puede que sean testigos del nacimiento –explica la mujer.

Son refugiados de Colombia, llegaron a Costa Rica con todas las ganas de progresar e invirtieron lo poco que tenían en el restaurante. El negocio va lento a causa de la poca gente que hay en la zona, pero ellos están felices de empezar una vida nueva.

–Siempre se puede volver a empezar, no es la primera vez que empezamos de nuevo. Mientras estemos juntos no importa nada más –me comenta Jaime.

–¿En Colombia tenían restaurante?

–No, yo arreglo lavarropas y electrodomésticos, pero acá no hay casi nada de eso. David, mi hijo, arregla cámaras y videos, así que…

Se nos abren tanto los ojos que David interrumpe a su padre para preguntarnos:

–¿Se les rompió algo?

–Sí, nuestra videocámara –le respondemos. Y en veinte minutos, asunto resuelto.

Acogidos por esta familia nos quedamos otro día más en estas playas fabulosas que caminamos durante horas pensando en voz alta ideas y recuerdos para el libro que casi está listo.

Ya es casi medianoche cuando golpean el auto para despertarnos:

–¡El niño ya viene! ¡Jadith está con trabajo de parto!

Enseguida nos levantamos y preguntamos qué podemos hacer. Estamos dispuestos a alcanzarlos hasta el hospital.

–Tranquilos, muchachos, voy en la bicicleta a buscar el pastor, él tiene auto y ya se comprometió a llevarnos a la salita cuando esto ocurriera. De ahí una ambulancia nos llevará al hospital de Puerto Limón –nos explica Jaime.

Así que nos quedamos acompañando al resto de la familia hasta que él regrese, entre gemidos y contracciones. Filmamos a todos, quienes muestran sus nervios y alegría ante la cámara.

–El pastor no está –dice Jaime mientras entra corriendo a la casa, se lo nota alterado.

–¡Vamos con nuestro auto! –exclamamos.

La familia se mira entre sí sin saber qué hacer, pero como no hay otra salida nos ponemos a vaciar el auto para hacer lugar. Partimos seis personas y es la primera vez en todo el viaje que manejamos de noche y además por un camino de tierra lleno de pozos.

–¿Dónde es la salita? –consulto imaginando que quedará cerca del pequeño pueblo.

–A quince kilómetros –responde David.

Me quedo mudo. Y me lleno de nervios. No sé si tengo gasolina suficiente y en el pueblo no hay gasolineras. Sin embargo, no comento nada, ya todos están lo suficientemente inquietos. Jadith se queja de los dolores; David, su marido, quiere aliviarla pero no sabe cómo. Sostiene sus manos, le da besos en la frente, le habla bajito…

Finalmente, tras cuarenta minutos de viaje encontramos la salita médica. Todos suspiramos aliviados, menos Jadith que pega un grito cada tanto.

Mientras le agradezco al Graham haber aguantado con poca gasolina y a Dios el darnos la oportunidad de ser parte de un nacimiento, veo que la familia entera vuelve apresurada de la salita:

–El médico nos dijo que la llevemos ya al hospital… –me dice David.

–Pero ¿la ambulancia?

–No hay ambulancia, se fue hace media hora.

Me quedo helado. Todos están subiendo al auto, no tengo gasolina. Menos, conocimiento sobre partos. En el camino hacia la salita no nos hemos cruzamos ni siquiera a un auto, ¿cómo será el camino a Puerto Limón?

–¿Cuántos kilómetros son? –pregunto.

–Treinta y cinco.

Permanezco en silencio. Me pregunto una y otra vez si llegaremos a tan baja velocidad, por un camino tan feo y con una parturienta cada vez más dolorida. No, sin gasolina no.

–¿Sabes de alguna gasolinera?

–Sí, como a diez kilómetros, en el cruce. Llegas, ¿no?

–Sí –respondo sin creerlo posible. ¿Para qué ponerlos más nerviosos? “Sólo diez kilómetros más te pido, empújame, Dios… sólo diez más”, ruego en un silencio que es quebrado por un grito de Jadith.

El camino está lleno de curvas y viajamos apretados a más no poder: somos tres adelante, tres y medio atrás. Intento ir lo más rápido posible, pero cada pozo nos hace saltar a todos y nos da miedo: puede que empuje hacia la salida a ese bebé. Por los nervios, cada comentario es una risa seguida por un silencio.

Cande, Jaime y yo estamos compenetrados en el camino; seis ojos buscando pozos por esquivar y el camino por el que ir mejor. A veces, uno me indica la derecha mientras que el otro la izquierda. Festejamos el equívoco con carcajadas nerviosas mientras pasamos sobre el pozo que queríamos esquivar. Atrás, la nuera es animada por su suegra mientras su marido la mima. Ella le pide al bebé que espere, que no se apure, que ya llegamos.

–¡Qué va querer esperar! Quiere ver este viaje, acaso ¿cuándo va a volver a andar en un auto de éstos? –bromea sonriente el futuro abuelo.

Al divisar la gasolinera todos gritamos de alegría, como si los demás también estuviesen al tanto de mi urgente necesidad. Llenamos el tanque, Jaime insiste en pagar:

–Estos litros de gasolina van a ser los mejores usados del viaje. No me quite el placer de pagarlos –le pido con sinceridad mirando el surtidor que marca cuarenta litros. Es todo lo que el tanque puede cargar. Palmeo a Macondo y digo gracias mirando al cielo estrellado.

Estoy feliz ante esta escena, ante lo que estamos viviendo. Recuerdo la experiencia de la muerte de mi amigo en Ecuador, aunque sea justo lo opuesto: así como fui parte de su muerte, ahora soy parte de una nueva vida.

Como todos hemos bajado del auto porque necesitábamos aire y Jadith, en particular, caminar para calmar un poco sus dolores, los llamo para que suban nuevamente y sigamos.

Le doy arranque al auto, pero ni siquiera hace ruido. Todos nos quedamos en silencio:

–¿Qué pasa? –pregunta la futura abuela.

–Todos a empujar –pido mientras ruego que sea sólo el arranque. Empujan y por la velocidad que me hacen tomar aflojo el embrague y tras dos carraspeadas, el auto arranca.

Estamos manejando por primera vez de noche y parece que las luces consumen más de lo que el alternador puede generar. La anaranjada luz poco ilumina nuestro camino y cuanto más despacio vamos, peor es. Para animar la situación siguen los chistes con risas ansiosas:

–¡Jaime, súbete al capó e ilumíname con la linterna!

–¡Qué linterna si bajamos todo para hacer lugar!–agrega Cande.

–¡Aunque sea con fósforos! –exclama David.

Todos seguimos riendo, pero abruptamente callamos cuando Jadith pide a gritos que detenga el auto. “Dios, te hago de chofer pero no me pidas que sea partero”, pienso mientras Jadith baja con la suegra. Todos nos miramos en silencio sin saber qué le pasa. Vuelve a los pocos minutos, pero parecieron eternos.

–El bebé está bajando y le presiona el vientre dándole ganas de ir al baño. Sólo fue eso, ganas de ir al baño.

Los pedidos se repiten dos veces más, y dos veces más quedamos con el corazón en la boca.

El oscuro cielo ahora se percibe más iluminado: es reflejo de la ciudad que deseábamos alcanzar. Al entrar en ella nos dirigimos derecho al hospital. Saltamos del auto y revolucionamos el policlínico. Con toda la paz del mundo le dicen a Jadith que todavía es pronto, que aún le falta dilatar, que salga a camina. Nosotros ahora con mas tranquilidad largamos un larguísimo suspiro de alivio.

Las horas pasan, la caminata sigue. El niño que tanto nos ha apurado no quiere ahora asomar. Acomodo el auto para dormir y nos vamos rotando para descansar un poco. Un médico que sale de su guardia nos ve en la espera, nos invita a todos a su casa a desayunar, a bañarnos y a descansar. Jaime siente que es demasiado molestar, pero el doctor lo convence agregando que es bueno para la futura mamá un baño de agua tibia.

Cuando entramos a la casa la esposa del médico nos recibe naturalmente, como si fuera algo de todos los días. Ella con una enorme sonrisa lleva a las mujeres para ayudar a dar un baño a Jadith. Luego prepara un desayuno para todos.

Yo me pongo a jugar con su hijo de cinco o seis años y su cachorrito. A la media hora me hacen notar algo que no había visto en él: es sordomudo. Nos estuvimos riendo todo el tiempo y no necesitamos otra comunicación que la felicidad.

En las primeras horas de la tarde de un maravilloso día soleado, llega un nuevo bebé al mundo, una nueva personita. Nace un varón al que todos abrazamos con un hermoso sentimiento. Este niño es lo más valioso. La fortuna de Jaime, su mujer, Jadith y David sólo llegará a ser mayor cuando llegue otro bebé.

Sacamos fotos de la nueva familia, de la que nos sentimos y nos hacen sentir parte. Al darnos el bebé a Cande y a mí, nos dicen:

–Ahora, una foto con los tíos.

Hemos salido seis, regresamos siete. Hemos salido como amigos, regresamos como una familia.

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Nace un libro

Apenas llegamos a San José, la capital de Costa Rica, vamos a visitar al embajador argentino.

–Tenemos un libro para imprimir, ¿usted nos puede recomendar dónde hacerlo? –le preguntamos.

–No tengo idea, pero tienen que imprimirlo como sea: en cuatro días es la Feria Internacional del Libro de esta ciudad y en esta edición el país invitado de honor es Argentina. Así que les puedo conseguir lugar para sus libros, para su auto y para ustedes –nos ofrece.

Salimos de la embajada sin saber por dónde empezar. Tenemos muy poco tiempo y ni siquiera hemos diseñado el libro. Se nos ocurre preguntar en una concesionaria de autos usados por el Club de Autos Antiguos. Y uno de los señores empieza a llamar. A los cinco minutos me comunica con el presidente del Club, Alan Rodríguez. A él le comento sobre nuestro viaje y le consulto por una imprenta. Me da el número de un miembro que tiene una pequeña, lo telefoneo y me dice que vaya para allá.

Este señor nos recomienda una diseñadora gráfica que deja su trabajo y que no para hasta que terminamos de armar todo el libro. Inmediatamente empezamos a imprimir en un ambiente de camaradería total con los tres trabajadores del taller que se esfuerzan en todo. Cande y yo cumplimos el papel de ayudantes ingresando a un mundo que nos es totalmente extraño: tintas, letras, máquinas, olores y ruidos desconocidos. Como nos permiten quedarnos encerrados dentro de la imprenta después de hora, logramos adelantar trabajo poniendo las hojas del libro en orden, una por una. A la inauguración de la feria llegamos… aún pegando las tapas.

Quien organiza la exhibición nos recibe muy bien y nos indica dónde podemos armar nuestro stand: la ubicación es excelente. Pero nos damos cuenta de que no tenemos con qué armar un stand, pues no tenemos mesas, ni sillas, ni nada en donde ubicar los libros. Somos sólo el auto y nosotros con los libros en mano.

La gente de los puestos vecinos nota todo esto y se nos empieza a acercar con una mesa, después con otra, con sillas, y hasta nos regala un mapa de toda América donde marcamos nuestra ruta y pegamos algunas fotos del viaje.

La feria abre sus puertas al público. Los paseantes visitan nuestro stand. La sensación es rara, ahora somos autores y también editores de nuestra propia historia.

“Estoy ansiosa por saber cómo resultará, nunca imaginé escribir un libro y ahora tengo uno muy especial en mis manos –piensa Cande mientras acaricia uno–. Cuenta parte de mi tesoro, de mi sueño, de lo que crecí y cambié. Revelo parte de mi vida abiertamente para que las personas me conozcan y vean que soy como ellas. No soy especial por lo que hago, soy común a todos, haciendo algo especial con mi vida. Atrapo mi sueño. Y así se llama el libro, Atrapa sueños.” Cande continúa acariciándolo, lo mira con cariño. Entonces un chico de trece años le pide que se lo firme. “Me siento rara, firmo mi propio libro poniendo todo mi esmero en la dedicatoria”, piensa mientras escribe: “Gracias por ser parte de este sueño, persigue y atrapa los tuyos. Con cariño, Cande”.

Tras la firma de Cande, el joven viene a mí y me pide que se lo autografíe, Cande no le saca los ojos de encima mientras piensa: “Observo al niño. Tiene la mejor edad para pensar que los sueños se pueden realizar, no piensa en lo imposible sino en lo posible. Yo tenía catorce años cuando soñé viajar y acá, frente a sus ojos, le demuestro que los sueños son posibles. No me animo a preguntarle por lo que anhela hacer. Lo saludo con un beso, deseándole lo mejor en sus sueños y me despido”.

–Recuérdalo siempre, nada es imposible. –Cande ve a su libro irse en las pequeñas manos que con cariño lo acaricia.

–Cuando lo lea ¿le gustará? –me pregunta Cande sin esperar respuesta.

Mucha de la gente que se acerca ya conoce nuestra historia porque hemos salido en la tapa del diario del domingo y en la televisión. Esto nos ayuda mucho. Firmamos cientos de libros a gente que nos trae abrazos, empuje y bendiciones. Las personas no reparan en nuestro viaje, sino en la concreción de un sueño, y mucha energía fluye hacia nosotros como también hacia ellos.

A un señor que mira detenidamente el recorrido en el mapa, le comento sobre la casualidad de haber llegado justo para la fecha de la feria, de que Argentina sea invitada de honor y de cómo se dio todo.

–Nada es casualidad, sino causalidad –me corrige–. No hay suerte ni accidente, todo es causal. Nada es en vano, todo tiene su razón de ser: cada cosa que nos pasa, cada encuentro, cada movimiento que ocurre tiene su enorme sentido, para nosotros y para el universo. No darnos cuenta es perdernos de mucho.

–¿Ustedes son los locos que están viajando con esto? –interrumpe un joven con ganas de hacer mil preguntas.

–Si te dicen loco, da las gracias –continúa el hombre que nos estaba explicando su concepción del universo–, eso significa que no eres del montón –y con un gesto se despide. Quisiera seguir hablando con él, pero la gente pide atención.

Al culminar la exposición, todos recibimos una gran sorpresa: Atrapa sueños fue el libro más vendido.

Vergüenza ajena

A partir del éxito del libro surgen muchas invitaciones de la gente del interior de Costa Rica y una del Club de Autos Antiguos, la cual aceptamos.

Éste organiza una salida con sus coches por un camino muy pintoresco hasta un restaurante que queda en el campo. Partimos de un parque, siendo nosotros quienes cerramos la caravana. Al rato de iniciar la marcha, los autos comienzan a dispersarse. No nos esperan, así que continuamos suponiendo el camino, hasta que aparece un jeep que ha llegado tarde y nos guía.

Al llegar al restaurante, mientras estacionamos entre los autos ya llegados, imaginamos que, como en todas las reuniones anteriores, explicaremos nuestro viaje y hablaremos sobre el Graham, tan desconocido para los amantes de los autos.

Sin embargo, al ingresar ya están todos sentados en las mesas y nadie se nos acerca. Somos nosotros quienes vamos hasta ellos, pero aun así no nos invitan a compartir ninguna mesa. Finalmente, nos sentamos solos.

Nos llama la atención que no haya casi mujeres ni niños, ésta parece más una reunión de hombres de negocios… y justamente de eso están hablando.

Al final de la comida el presidente del Club toma la palabra. Habla sobre su institución y aprovecha para darnos la bienvenida dándonos un paraguas del club y una carta. Todo termina tan rápidamente como empezó.

Cuando nos estamos yendo, un señor llamado Carlos, con el que casi no hemos hablado durante la reunión, nos invita a pasar por su casa para que veamos sus autos. Vive en un barrio privado muy exquisito. Estacionamos frente a una casa enorme y muy linda.

Junto a dos de sus amigos nos lleva a su garaje y nos muestra cinco autos mientras nos enumera los valores que pagó por cada uno. Nos induce a sacarles fotos, pues pretende que después mostremos su colección a otros.

Por nuestra parte, viendo que posee tanto poder adquisitivo, le ofrecemos pinturas ya enmarcadas. Elige una frente a sus amigos y nos pide que lo llamemos a la oficina el lunes para pasar a cobrarla. Luego le solicita a Cande que se la dedique.

Nos llama mucho la atención que en ningún momento nos invite a pasar a la casa. Ni siquiera nos ofrece algo para beber a nosotros ni a sus amigos.

Al día siguiente me presento ante otro miembro del Club que me ha recomendado su presidente como muy buen mecánico. Haremos un service, el cual será un regalo del Club.

Este hombre posee una gran casa y un muy buen taller para restaurar autos. Antes de empezar con el trabajo le pido un lugar para cambiarme:

–Por allí, entre los autos –me indica.

Luego, le solicito lavarme las manos:

–Hay una canilla en el jardín –me responde.

Al irse a comprar aceite para el auto, cierra el taller con llave dejándome afuera en el jardín, para prevenir que nada le desaparezca.

Cuando Cande llega, le cuento mi indignación. Además, aunque su familia está en la casa, no nos saluda ni nos invita a pasar. ¡No puedo creer el trato que estamos recibiendo! Tomo mis cosas y, cuando el hombre regresa con sus compras en las manos, me despido de él diciéndole:

–Para nosotros, más importante que el service a un auto es el trato humano.

El lunes Cande llama al señor Carlos, pero su secretaria le responde que lo llame mañana porque no puede atenderla.

Toda la semana nos la pasamos recorriendo la ciudad de San José, entre invitaciones de embajadas, argentinos residentes y ticos viajeros.

Seguimos insistiendo durante varios días, llamando y llamando por el pago de nuestra pintura. El hombre nunca contesta el teléfono y su secretaria, con vergüenza ajena, nos dice que le ha avisado y que ella nada puede hacer. Nunca más vimos la plata ni la pintura.

Antes de irnos de San José escribimos una carta al Club, dirigida a su presidente. En ella les contamos lo lindo que fue ser bien recibido en otros clubes y qué bellos recuerdos nos llevamos, como, por ejemplo, los abrazos, el apoyo y las bendiciones que recibimos para el resto de nuestro viaje. También les contamos cuánto nos hubiera gustado irnos igual de felices de aquí.

Mandalas

Continuamos recorriendo playas del Pacífico hasta llegar a Montezuma, donde conocemos frente a su puesto de artesanías a un español que lleva muchos años viajando por todo el mundo. Para financiarse hace mandalas con alambre. Tienen el tamaño de una naranja y sus alambres se articulan formando varias figuras.

Observamos cómo se los muestra a sus clientes mientras los mueve y les explica qué significa cada movimiento:

–Átomo: inicio de la vida, principio de todo –cambia la forma del mandala, de átomo a pelota, y continúa–. No se sabe ni cómo, ni por qué, ni para qué, es el símbolo de la energía al que estamos conectados. Siempre y cuando el florecimiento, la gran explosión cósmica, la científicamente conocida teoría del Big Bang… –pasa a la forma de tambor–… Se dice que toda vida animal y vegetal está conectada con una vibración cósmica, conocida como el mantra Om… –y así continúa moviendo el mandala ante sus clientes, que, maravillados, compran el objeto que tanto significado tiene.

El español, muy feliz con nuestro viaje, me enseña a fabricarlos; nos quiere ayudar y lo hace transmitiéndonos lo que sabe hacer, lo que le permite a él seguir viajando. Incluso nos enseña la historia de los movimientos del mandala, la cual Cande apunta en un papel.

Con los materiales que me regala, construyo mis primeros mandalas. Con la práctica van mejorando. Y cuando creo que ya están listos para ser vendidos, me estudio el cuento y armo mi puesto en la siguiente playa, predispuesto a tener tanto éxito como el español.

Mi primer cliente levanta uno; yo con otro en mis manos empiezo a relatar la historia mientras lo muevo:

–Nace la cúpula celeste, formación de los cielos. Nace la cúpula azul, creación de los mares. Nace el huevo, origen de la tierra… –y no me acuerdo cómo sigue, todo se me traba.

Mi cliente se retira sin hacerme la compra y Cande se mata de la risa:

–Te apuesto cien besos a que la próxima, vendo –la desafío antes de volver a practicar la historia.

Estoy repasando la historia cuando otra clienta llega, toma un mandala. Vuelvo a intentarlo. Mientras muevo la artesanía avanzo con mi relato:

–... y se forma el Ying-Yang o Equilibrio: bien-mal, hombre-mujer. La flor de toda alegoría de la sabiduría. Tambor hindú, símbolo de la meditación…

–¿Usted conoce sobre la madre Chakra... Kundalini, sobre la metáfora de la creación de los nueve planetas, nueve orificios, nueve sentidos…? –me interrumpe la mujer con una pregunta: no tengo idea de qué me habla.

–No, señora, yo sólo trato de vender mis mandalas… –le respondo, y se va sin realizar una compra.

Llega otro señor y me pregunta qué son:

–Son mandalas, se articulan. Valen diez pesos. ¿Quiere uno? –le digo solamente.

Este fue mi primer y único día como vendedor de mandalas. O mejor dicho, mi primer intento de serlo.

A ritmo de perezoso

Invitados por la embajada española, nos vamos al Parque Nacional Manuel Antonio, donde dormimos y comemos con los guardaparques, en un lugar donde nos volvemos a encontrar con el mar. No hay nadie en la playa, los únicos que nos acompañan son los monos, de los cuales debemos cuidar nuestro almuerzo.

Estamos acostados en la arena, Cande apoya su cabeza sobre mi pecho. Nos sentimos felices: todo es perfecto, maravilloso. Juntos miramos para atrás y vemos dos años de viaje. Por la intensidad con que los vivimos no parecen tanto tiempo. En el trayecto hemos cambiado muchísimo, somos totalmente otras personas, otra pareja. Gran parte del cambio se debe a que nos fueron cambiando. Y otra gran parte de lo que aprendimos no se enseña, sólo se aprende viviéndolo. Salimos a llenar algunas páginas de nuestras vidas, ahora sentimos que podemos llenar dentro nuestro una biblioteca de vivencias.

Vemos a nuestro alrededor. Este lugar nos inspira pensar, si todo lo que existe fue hecho para nosotros, por qué no salir a dar una vuelta, ir a conocer, a subir sus montañas, a cruzar sus desiertos, a ver selvas, a admirar esos animales de todas formas, a navegar sus mares y, lo mejor de todo, ir a charlar con esa persona desconocida que tanto tiene para enseñarnos.

No sé si llegaremos a cruzar todos los mares, subir las montañas más altas, ver todos los animales y charlar con todas las personas, pero salimos y después contamos qué aprendimos.

En el parque, los días pasan muy lentamente. Estamos contemplativos, pensativos, meditativos. Hace casi cuatro horas que estoy mirando a un perezoso. Apenas lo encontré se estaba moviendo y me miró con esa cara que contagia plena paz robándome una de mis mejores sonrisas. Luego dejó de moverse, apoyó su cara en su brazo y se dispuso a dormir. Desde entonces me senté a esperar que se despierte, para ver sus lentos movimientos, su mirada. Así han pasado una hora, dos, tres… hasta que se larga a llover. Con las gotas debería moverse, despertarse, buscar refugio. Pero el perezoso no opina lo mismo sobre la lluvia, sólo mueve su cabeza acomodándola debajo del brazo. Me quedo debajo de la lluvia: si él puede yo también. Tampoco yo, en todas estas horas que han pasado, me he movido. Sólo giro mis ojos para mirar a mi alrededor, cómo las gotas caen del cielo hasta una hoja y después a otra originando pequeños ruidos. Golpes de agua, que se suman a cantos de ranas, de pájaros, monos y otros. Todo en concierto.

Cuando empezó a llover pasó un tiempo hasta que las gotas llegaron a mí por tantos árboles y plantas. Cuando dejó de llover, siguió lloviendo desde las mismas plantas por otro tiempo. Cosas que veo mientras mi perezoso duerme, cosas que me hacen pensar cómo puede el viento, hecho de aire, traer agua o tierra; cómo puede el agua siendo tan blanda deshacer la piedra tan dura sólo con su roce; cómo puede un puñado de tierra dar vida a una semilla y hacer de ésta un árbol. Cómo puede un sol tan lejano darme calor y unas estrellas más lejanas guiarme en la noche, y cómo puede este animalito dormir tanto… puede que no me hayas dejado verte mover, pero me dejaste ver cosas que antes no había visto, me despido agradecido.

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Está la puerta abierta

En la ciudad de San Carlos nos quedamos hospedados con una familia que es “todo corazón”. El padre, carpintero, construyó la casa de sus sueños con la mujer que ama junto a unos hijos soñados. Nos muestran una vez más que para formar un hogar sólo se necesita amor.

Nos reciben con una canción que entonan todos: “Está la puerta abierta”, dándonos una cálida bienvenida. Estamos tan cómodos que Cande aprovecha para pintar.

Una de sus hijas de veintidós años está de novia, muy enamorada y ante nuestro asombro el novio debe “marcar”. Esto significa que debe cumplir un horario estricto de visita para verla y en determinados días. Ella con mucho trabajo nos quiere hacer un regalo. Es nuestro logo del viaje, que arma pegando pequeñas semillas sobre una madera. Le llevó tres días hacerlo, por lo que tuvimos que quedarnos gustosamente hasta que lo termine.

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Al salir de la ciudad de San Carlos, luego de varios días de tan buena compañía, el auto se para en el camino. Enseguida una camioneta se detiene, el dueño se ofrece en todo, para todo, pero no es necesario, porque el auto vuelve a arrancar.

Igualmente nos lleva a su casa a tomar unos refrescos, nos ofrece su teléfono para que llamemos a nuestras familias en Argentina y nos invita a dormir, pero recién hemos hecho sólo cinco kilómetros y queremos avanzar, entonces le decimos que no.

Nos pide que anotemos su teléfono y le prometamos que ante cualquier inconveniente recurriremos a él.

A los cinco kilómetros el auto vuelve a fallar y se detiene. Como estamos en una loma pensamos en aprovechar la pendiente, pero no hay caso, el Graham no quiere arrancar.

Un campesino con un gran machete en mano aparece. Nos pregunta qué necesitamos y le decimos que un teléfono. Me acompaña hasta una tienda y desde allí cumplo con nuestra promesa: el hombre que a todo se ofrecía, encantado, me dice que ya sale a buscarnos.

Cuando regreso al auto el campesino nos trae leche que acaba de ordeñar para nosotros, aún tibia y riquísima. No sé si por la buena leche o por el buen hombre, pero el trago sabe especial.

Remolcados por primera vez en todo el viaje, nos llevan hasta un taller que queda justo frente a la casa del señor, donde se arma un revuelo bárbaro; todos abandonan sus tareas para intentar arrancar el auto, que por momentos lo hace y por otros no.

Empiezan a llegar más mecánicos y electricistas de otros talleres para analizar qué pasa. Nos traen una batería nueva y cables, pero al ver que no es el problema se las devolvemos.

Sólo lo pudo arreglar al día siguiente un loco y realmente un loco de verdad. Tiene un taller muy pequeño en el que entra únicamente un auto por vez, porque arregla un auto por día. Tiene en su agenda dos meses de trabajo reservado, dado lo bueno que es. Entonces le pregunto por qué deja un auto para hacer el nuestro.

–Porque lo puedo hacer mañana junto a otro carro. Si quiero, puedo arreglar hasta tres o cuatro por día, pero me alcanza con hacer uno. Trabajo para vivir, no vivo para trabajar y por eso, más que nada, me tratan de loco. Creo que si Dios nos hubiera creado para trabajar, el cielo sería una gran fábrica –responde mientras desarma mi distribuidor. Le hemos traído el auto remolcando y no me ha pedido siquiera que lo intente arrancar, sólo ha abierto el capó y desarmado pieza por pieza el distribuidor–. No recibo a cualquiera. No porque me paguen tienen derecho a tratarme como quieran. Además si el auto no está limpio y prolijo, no lo acepto –mientras lo dice pienso que por fortuna lavé el nuestro ayer–. Nadie puede reclamar un buen trabajo para un auto que no se trata bien.

No entiendo por qué lo tratan de loco, todo lo que dice, aunque sea inusual oírlo, tiene mucho sentido. Aprovecho a sacarle una foto mientras trabaja. Pero cuando ve el flash, tira sus herramientas mientras grita:

–¡Ehy Mae! ¡Nadie me saca una foto! ¡Nadie tiene una foto mía! Ni siquiera mi hija tiene una foto conmigo… –ahora comprendo el por qué y no sé qué hacer. Mala suerte la mía, ¡es una de las contadas veces que saco una foto sin pedir permiso! Le pido disculpas.

–Prométeme que apenas reveles el rollo la destruirás –me ordena. Y sólo gracias a que también me considera un loco por lo del viaje, me perdona.

Cuando termina de armar el distribuidor, me dice:

–Bueno, ya es hora de que arranques –el auto lo hace como si nunca nada le hubiera pasado. Aunque intento varias veces no puedo pagarle y el loco tampoco acepta el dinero de quien nos está hospedando. Nos dice que el agradecido es él.

Vacaciones del sistema

Guiados por el humo del volcán Arenal llegamos a Fortuna, un pequeño pueblo. Durante la noche se puede escuchar las explosiones y ver la luz rojiza sobre el cráter.

Nuestros deseos de ver lava fluir aún no se cumplen, pero mientras esperamos, conocemos a un argentino que está viajando en motocicleta desde nuestro país hasta México. Ya lleva dos años y medio recorriendo y se transformó en artesano desde que se quedó sin dinero. Su pinta es la misma que la del Che, pero sin boina. Le contamos cómo cruzamos de Colombia a Panamá. Él también tiene algo para contarnos:

–En Bogotá me puse a trabajar en una revista de comercio exterior, como vendedor de publicidad. En una de las empresas que visité, me atendió el gerente. Es una empresa de aviones de carga. Al notar que soy argentino, me preguntó qué estaba haciendo por allí y le conté de mi viaje en moto y que buscaba la forma de pagarme el transporte a Panamá. ¿Y sabes qué me dijo? “Tú y tu moto viajan gratis. Yo recorrí toda Europa en moto y no te das idea de las mil veces que me ayudaron en el camino, ahora contigo puedo devolver un poco de esa ayuda que recibí.” –Nos súper emociona.

El compatriota nos pregunta:

–¿Y qué les dice la gente cuando los ve con ese carro?

–Toda clase de cosas, pero hay algunas que son bien cómicas. No pueden creer los rayos de madera de las ruedas, nos preguntan si éstas son macizas, si somos los dueños del carro, si el auto es alquilado… ¿Te imaginas manejando un auto alquilado por dos años? También nos preguntan cuántas horas hemos tardado –le cuento.

–Hay una pregunta que me duele en el alma, porque me hace sentir vieja: “¿Lo tienen desde que era cero kilómetro?” Imagínate cómo me hacen sentir… –confiesa Cande con nuestras risas de fondo.

–¿Y no les dicen que lo que están haciendo es una locura?

–Sí, miles de veces. Ahora, cada vez que nos lo dicen, les agradecemos. Ellos no se imaginan cuán bien nos hace sentir esta locura.

–A mí me pasa lo mismo. Siento que cada uno es una persona única y especial, pero que al dejarse llevar se convierte en mediocre. Sólo nos destacamos si vamos en contra del sistema. Mírame a mí, yo ante la sociedad soy un hippie. Y no hay nada de malo en eso, siempre y cuando no me junte con sus hijos, porque para la sociedad no valgo nada por no tener casa ni cosas materiales. Eso me convierte en un pobre diablo, y porque tengo barbas y pelo largo me considera rebelde y hasta un bicho feo. Esta pinta de hippie es como un escudo, un filtro, sólo se me acercan las personas que se interesan por mi interior. A las que les importa la imagen, ni se me acercan. Yo soy un arte-sano: todo mi ser es sano y con él hago arte. Sé muchas cosas que ellos no saben.

–¿Y qué es lo que sabes? –lo inquiero.

–Sé que el colegio, la secundaria y la universidad fabrican personas mediocres que no aprenden lo que quieren saber, sino lo que sus maestros quieren enseñarles. De las mejores universidades han salido presidentes que llevaron a sus pueblos a la guerra. Ingenieros que construyeron camaras de gases, físicos que fabrican bombas atómicas y medicos que practican abortos. Muchos que se reciben se dan cuenta de que lo que aprendieron no les sirve, salvo un cinco o diez por ciento. Las escuelas y universidades no están generando vivas personas que van a usar herramientas, sino herramientas que van a ser usadas por personas vivas. Mírame a mí: debajo de esta ropa cómoda para el calor, de esta “ropa de hippie”, hay un dentista que estudió odontología porque el sistema le exigía estudiar. Debía hacerlo porque si no, en el futuro, no podría darle un sostén a mi familia. Ese futuro me lo pintaban como muy difícil. En el no cabían personas sin título y con conocimiento de, al menos, dos idiomas. Me dijeron que tenía que estar preparado, aunque yo no me sentía siquiera preparado para el presente. Llegué a temerle al futuro. Terminé mi carrera, empecé mi trabajo y… sentí vacío. Un día, un paciente de aquellos que uno preferiría no atender, se quejó de que lo hacía doler. Me dijo de todo, incluso que yo no era dentista… Y me di cuenta de que tenía razón. Entonces me fui a mi casa pensando quién era realmente, qué era lo que quería de verdad, qué podía hacer y a qué había venido yo a este mundo. Sentí un despertar dentro de mí –continúa su historia mientras lo miramos con atención–. Imagínense que a mis viejos, felices de tener un hijo bien insertado en el sistema, no les gustó mi nuevo planteo sobre la vida. Me dijeron que seguro había estudiado y trabajado mucho, que estaría estresado y que necesitaba vacaciones. Y acá me ven, aún en mis vacaciones. Vacaciones del sistema. No tengo un lugar ni un ingreso fijo. Tampoco, un plazo fijo –comenta con ironía–… Pero tengo una libertad, una felicidad y una sabiduría de cosas que no te enseñan en ninguna universidad…

–¿Cómo cuáles?

–Por ejemplo, ahora poseo más conocimiento sobre las personas, el amor, la amistad, Dios y los sueños. Pero aún sigo estudiando, aún no me recibí: sólo mis amigos, mi amor y mis hijos, que serán mis maestros, sabrán darme el título.

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