Nicaragua
El tiempo no espera a nadie
“Tengan Cuidado”
Tras unos días más de marcha en subidas y bajadas de bellísimas montañas cubiertas de un maravilloso verde, dejamos Costa Rica para entrar a la “peligrosa Nicaragua”, como todos nos aseguran.
Ya es tarde cuando entramos a Nicaragua. Cosa rara en nosotros, que siempre tratamos de cruzar temprano las fronteras. Es que en Centroamérica es diferente, aquí todo es cerca y se llega más rápido de lo pensado. Los países son más pequeños y no existen largas distancias sin gente ni construcciones por manejar, como ocurría en Sudamérica. Aquí se cruza de país a país como allí se cruza de una provincia a la otra.
Al poco tiempo de entrar, la noche empieza a caer. Vemos una tranquera abierta a nuestra derecha e ingresamos hasta llegar a un puesto de campo, la casa es muy sencilla. Cobija una familia numerosa. Los miembros salen de a uno a nuestro encuentro. Nos preguntan si ya comimos mientras nos ofrecen arroz y frijoles y nos indican alegremente dónde dormir. Ésta es nuestra bienvenida a Nicaragua.
Descalzos
Nos han recomendado visitar la Isla de Ometepe, ubicada en el lago Nicaragua. Para ir tomamos un ferry. La isla es bonita, grande, tiene algunas playas y pronto conseguimos un hospedaje estilo familiar para dormir.
Por la mañana mientras Cande pinta, salgo a caminar por la oscura arena. Alcanzo a un hombre que tira pequeñas piedras al agua haciéndolas rebotar varias veces antes de que se hundan. Me presento e iniciando la charla le pregunto si es verdad que hay tiburones de agua dulce en este lago:
–Los había hace tiempo. No se ha vuelto a ver ninguno, una empresa extranjera los pescó a todos –el sonido de su voz demuestra que no es latino, sino español. Me cuenta que está tomándose unos días de descanso con su novia y que ambos trabajan en El Salvador–. Llegué allí hace dos años. En España trabajé para una empresa consultora. Por casi tres años estuve reflotando una empresa totalmente en bancarrota y cuando lo logré y estaba muy bien encaminada, armaron un complot inventando cosas que no hice para echarme y así no pagarme lo que habíamos acordado. Con toda la bronca del mundo, armé mi bolso, me fui al aeropuerto y saqué un pasaje. ¿Por qué a El Salvador? No lo sé, creo que era el primer avión que salía. Me vine escapando de la ley de la selva, donde sólo reina el más fuerte. Buscaba un poco de paz. Llegué a El Salvador al poco tiempo del terremoto que arrasó con todo y caminando por las montañas encontré plantaciones de café destruidas. Lo poco que los campesinos lograban cosechar les era pagado con monedas –arroja al agua dos piedras más y prosigue–. Aun así la gente me invitaba a sus casas y me daba de su comida. Me quedé unos días con ella saboreando un café riquísimo, como nunca había tomado. Un café especial que crece en las alturas de la montaña, bajo la sombra de los árboles y que es cosechado a mano seleccionando así las mejores pepas. Ahora ya llevo dos años trabajando con esa gente, armamos cooperativas, presentamos el café con marca y sello propio, lo envasamos para que llegue al público directamente y ya estamos haciendo envíos internacionales. Me cambió la vida, no estoy entre personas de las que me tengo que cuidar, estoy entre familias que me cuidan.
–¿Y tu novia es salvadoreña?
–No, no lo es. Es una mujer que llegó con la Organización de Médicos sin Fronteras para ayudar tras el terremoto. Su felicidad es dar y me contagia, lo hace todo el tiempo, tanto que ahora nos encontramos haciéndolo y ya se convirtió en nuestro sueño.
–¿Y ahora? ¿Vuelves a la montaña con tus amigos? –le pregunto maravillado al comprobar que hay muchas personas ayudando a otras sólo por el placer que sienten al hacerlo, porque no son adineradas de bolsillos, sino de corazón.
–Ya me estoy despidiendo de ellos, la idea es que ahora sigan solos. De todas maneras, seguiremos en contacto y ayudándolos en todo. Ahora deseo ser parte de los Médicos sin Fronteras.
–¿Eres médico?
–No, ni mi novia tampoco lo es, pero no sólo se necesitan médicos: cualquiera que tenga ganas de ayudar puede ingresar. Tampoco importa tu origen porque es una organización internacional. El grupo de mi novia está equipando las escuelas de las montañas con letrinas y miles de cosas más. Además les enseña a los pobladores cómo cuidar la higiene, cómo prevenir enfermedades. –El hombre me sigue contando cosas maravillosas que hacen a la humanidad maravillosa. Me nace agradecerle y él me dice que es su placer hacerlo.
El ferry de vuelta viaja completo, lleno de camionetas, camiones y mucha gente a pie. Es pequeño. Se destaca mucho un rodado de lujo último modelo, cuyos dueños, que visten muy finamente, se nos acercan para preguntarnos por el auto y el viaje.
No son nicaragüenses y después de preguntar y responderles las preguntas típicas nos quedamos en silencio, el cual rompen con un comentario.
–¡Qué pobreza que hay en este país! ¡Qué difícil debe ser la vida de esta gente!
Me molesta un poco la forma en que lo dice y la definición que tienen muchos de la pobreza.
–Usted ve pobreza, yo veo muchas riquezas –acoto–. Veo familias con muchos hijos, los cuales son su mayor fortuna. Veo familias unidas, numerosas, cuyos abuelos y nietos comparten un mismo techo construido por sus propias manos. Usted ve pobreza porque sólo ve lo que sus ojos le permiten ver, pero no vive lo que ve. Yo viví dentro de esos hogares, donde no tienen cuarto para huéspedes y aun así siempre hay lugar para uno más. Donde siempre se puede compartir la comida, donde uno no tiene que avisar su llegada. Son hogares donde siempre hay vida, risas, llantos, ruidos, juegos, niños corriendo. Todos se sienten útiles porque todos hacen algo y se necesitan entre sí.
–Sí, pero... andan descalzos.
–Es cierto, no tienen zapatillas, pero le puedo asegurar que esos chicos corren y hasta juegan más que los que las tienen. Usted ve pocos juguetes y rotos, pero es por el uso y por tanto compartirlos. Al no tenerlos desarrollan su imaginación y hacen de cualquier cosa un juego diferente. Usted ve pobreza porque ellos no fueron educados de niños para juntar, ahorrar y hacer dinero, no. Cuando sean grandes van a hacer lo que vivieron de niños en sus casas. Las pocas monedas que junten de su trabajo las compartirán, abrirán las puertas a quien pase, darán al que necesite, alimentarán a sus padres, hijos, sobrinos y a quien tenga hambre. Usted ve casas pobres, yo veo ricos hogares. Una casa se hace con ladrillos, con madera, con piedra o con barro, pero un hogar se hace sólo con amor. Mido la riqueza no por lo que uno puede mostrar, sino por lo logrado en la vida, por esas cosas que no se pueden vender ni comprar –el hombre no acota nada, sólo escucha–. Si yo le preguntara cuáles fueron los tres mejores momentos de su vida, ¿usted qué me diría?
–Bueno… –el hombre se pone a pensar. Me doy cuenta de que recuerda uno muy lindo por la alegría que expresa su rostro, luego parece recordar otro y aunque le cuesta un poco más, también encuentra un tercero– … entre los mejores momentos que ahora recuerdo están: los nacimientos de mis hijos, el día de mi casamiento y la reconciliación con mi padre.
–Como ve, los mejores momentos de su vida están relacionados con lo humano, ninguno con lo material. Entonces ¿para qué nos esforzamos en tener más cosas materiales? ¿Por qué no ir más por lo humano?
No hay armamento ni celda contra la voluntad humana
Llegamos a tierra firme y echamos a rodar a Macondo por una ciudad maravillosa: Granada, fundada en 1524 y la más antigua de todo Centroamérica. Colorida y de estilo totalmente colonial, sus iglesias y casas están bien conservadas. Señoras de polleras anchas con canastas llenas de frutas sobre sus cabezas decoran aún más esta pintoresca ciudad. Nos quedamos tres días aquí, y por las noches dormimos en el jardín de una mujer que amablemente nos lo permite usar.
Luego seguimos viaje hacia el poblado de San Juan de Oriente. La belleza de sus vasijas de cerámica, que vemos por doquier, nos atrae y nos detenemos para admirarlas más detenidamente.
Todo el pueblo se dedica a la cerámica y caminando el lugar podemos observar la manera en que la trabajan. Nos tienta el precio y la excelente calidad de las artesanías, así que pensamos en comprar algunas para venderlas más adelante.
Nos paramos en el mostrador de una familia que ha armado el puesto frente a su casa. Elegimos sólo algunas tinajas… quisiéramos llevarnos más, pero el dinero no nos alcanza. Son tan lindas que seguramente las venderíamos muy bien, pensamos una y otra vez.
La señora que atiende el puesto parece adivinar nuestra idea y nos pide que le mostremos las cosas que traemos de otros lugares. Así enseguida empieza el trueque. Luego manda a llamar a sus sobrinas e hijos que llegan desde otras casas para ver y cambiar sus trabajos por otras artesanías. Tengo fe de poder canjear uno de mis mandalas, y es lo primero que le muestro a cada uno de los recién llegados, pero a ninguno le interesa.
Al rato llega el marido, viene de la cooperativa que formaron entre los artesanos. Mientras nos convida con panela y mango salado cortado en trozos, nos invita a ver cómo se hacen las tinajas.
La elaboración de vasijas se realiza en cada casa, provista de torno, horno y estanterías de secado. En la zona hay un barro muy especial para hacerlas y se fabrican desde antes de que llegaran los españoles. Cada tinaja implica muchas manos de trabajo, delicadeza y paciencia. Cada miembro de la familia realiza su especialidad: uno es el tornero, otro el dibujante, otro el pintor que da toques con distintos colores, otro realiza los detalles y otro cocina en el horno. Entre que se tornea y se cocina, cada trabajo puede llevar quince días, durante los cuales se corre el riesgo de que se rompa, resquebraje, queme de más o de menos, etcétera.
Luego de que el hombre nos explica todo el proceso, vemos a todos trabajar. No podemos creer que los precios sean tan bajos y el trabajo, tanto. Todos están entusiasmados con nuestra visita y cada uno nos quiere enseñar su oficio, ¡hasta el torno nos dejan usar!
El señor, abrazando a su mujer, nos dice:
–En mi casa siempre hay rincón para uno más, por favor, quédense con nosotros esta noche. Con todo gusto los llevamos, si quieren, a conocer la zona.
Aceptamos encantados, aunque sin saber dónde dormiremos, pues no vemos lugar para nosotros: la casa tiene dos piezas, una es el negocio y la otra, el dormitorio donde duerme toda la familia junta. En la galería funcionan la cocina y el taller.
Nos llevan al mirador de Catarina, desde aquí podemos ver el lago Nicaragua y la ciudad de Granada. Mientras tanto hablamos de este país, de sus guerras civiles y guerrillas. El hombre nos cuenta cosas horribles que toda guerra trae, como por ejemplo, familiares caídos. Pero habla sin bronca ni odio, habla con perdón, con la idea de construir una nueva Nicaragua:
–El mañana no existe, porque cuando creemos que el mañana llega seguimos estando en el presente. Es como el horizonte que nunca se alcanza. El pasado sólo fue, y es una experiencia para vivir el presente. De nada sirve esperar un mañana mejor o vivir de lo pasado, lo único que tenemos en nuestras manos es el hoy y hay que vivirlo con todo nuestro ser –sus palabras nos encantan, queremos escuchar más.
–Oí que se hicieron muchas expropiaciones de tierras a los grandes hacendados –le comento.
–No son expropiaciones de tierra, sino devoluciones de tierras a los nativos –me mira de frente y con voz serena continúa–. Sólo es una gota de justicia en un mar de injusticias. Ahora que la guerra ha terminado estamos logrando mucho, pero que recuerden que no hay armamento ni celda contra la voluntad humana: se podrá matar la carne, pero no un pensamiento. La verdad se podrá doblar un poco, pero nunca llegará a quebrarse… –con estas pocas palabras dice todo, y su pequeño discurso no es sólo para Nicaragua.
Al regresar a la casa nos acomodan en el negocio. Entre todos ponen cartones y papeles de diarios sobre el piso para protegernos de la humedad. Sobre ellos tendemos nuestras bolsas de dormir sabiendo que será una dura noche y que podríamos dormir mucho mejor en el auto, pero estamos en casa.
Nos despiertan los gritos de unos chavalos vendedores ambulantes de plátanos, quienes tiran una pequeña carreta mientras a su paso todos los perros ladran. Aún no ha salido el sol, pero la luz que se le adelanta es suficiente para que nos estén preparando el desayuno de gallo pinto con huevos. Tras saborearlo en familia, nos despedimos con fuertes abrazos y recibiendo bendiciones para el resto de nuestro viaje.
Cargamos el auto con las abultadas tinajas que aún deben esperar para ser vendidas. Viajamos hacia el poniente, la cima, el horizonte. Por nuestro camino vemos a las lavanderas debajo de los puentes; friegan en los ríos con las piernas sumergidas hasta las rodillas. Cuelgan la ropa sobre ramas, alambrados, pastos y piedras dando a todo un gran colorido. Los niños juegan a su alrededor, las pequeñas, por su parte, ayudan a sus madres a lavar.
Managua
Llegamos a Managua, la capital. Entramos por una de las avenidas centrales eligiendo manejar por su carril más lento. Cruzamos una calle importante y a la media cuadra nos para la policía.
Me pide el registro de conducir y, cuando se lo entrego, el oficial me dice:
–En la esquina anterior usted estaba en el carril para doblar y no dobló, siguió derecho. Por lo tanto, voy a retener su registro de conducir...
De un rápido manotazo se lo quito, dejándolo con los ojos abiertos:
–A mí nadie me retiene mis documentos; si quiere, vayamos a la comisaría y hablemos allí –me le enfrento.
El policía se exaspera, me dice que él tiene la autoridad y mil cosas más. Yo insisto con ir a la comisaría sin entregarle nada. Su compañero se acerca, lo tranquiliza y después de unas palabras nos dejan ir.
Hemos llegado a Managua en el momento de una gran celebración. Por sus calles marchan comparsas y miles de caballos llegados de toda Nicaragua. Nos entretenemos mirándolos pasar.
A Cande la invitan a subir a una carreta tirada por bueyes. Ella sube de un salto, ¡si cuando de diversión se trata... ! Enseguida un mono que llevan se aferra a ella sin dejarla mover, al igual que un hombre disfrazado de muerte y otro vestido de esqueleto. Todo el mundo ríe por los gestos de despedida que me hacen desde la carreta.
Yo estoy entre la multitud saludando a Cande, cuando tres jóvenes aprovechan mi distracción. Siento algo en mi bolsillo, con un movimiento rápido agarro la mano intrusa y le digo a uno de los chicos:
–Te equivocaste de bolsillo, éste es mío.
El muchacho me mira atónito, después sonríe y se va junto a sus amigos.
El tiempo no espera
Después de Managua nos vamos para León, desde donde partiremos hacia las playas de Poneloya. En el camino, un auto nos para y su familia nos invita a hospedarnos en su casa, que está en León.
Su hogar es una construcción colonial, como casi toda la ciudad, con su patio interno rodeado por una galería. Por la tardecita nos invitan a sentarnos afuera, en la vereda angosta, con las mecedoras, como lo hacen todos los vecinos de la ciudad. El que camina debe esquivar constantemente a la gente sentada y, por supuesto, además saludarla.
Conversamos mientras nos mecemos:
–Yo también tuve mi sueño y lo quise cumplir: ir a Europa. Durante mi juventud me puse a trabajar muy duro con ese fin. Y cuando junté el dinero necesario, me iba tan bien que seguí trabajando para reunir más. Después vino la crisis y me quedé sin trabajo y sin dinero, entonces empecé a trabajar de nuevo hasta que llegó otra crisis… Al final nunca pude ir: o porque tenía mucho trabajo o porque no tenía ninguno…
–¿Y ahora por qué no? –lo interrumpe Cande.
–No lo sé, tal vez ya esté viejo, tal vez idealicé mucho… y ahora tengo miedo de que no sea así. Quizá es sólo un sueño y tal vez el sueño sea más importante que ir. No sé, pero creo que prefiero imaginarme el caminar por Europa que recordar el haber caminado por Europa… Sinceramente, no lo sé… Tal vez vaya, tal vez no. Realmente no estoy seguro de lo que quiero, ni siquiera sé lo que pretendo de mi vida. Parece ser que ustedes sí saben qué quieren, Dios quiera que nunca lo olviden…
–¿Que olvidemos qué? –le pregunto.
–Lo que quieren de la vida, los sueños que quieren cumplir en ella.
El hombre calla mientras mueve su silla. Se sabe observado. Lo miro a los ojos y en silencio le deseo que Dios lo bendiga y que cumpla sus sueños. Se lo deseo con todo mi ser, porque sé la gran diferencia que hay entre cumplir lo que se anhela e imaginarlo.
No obstante, su mirada me dice que él sabe que nada en su vida va a cambiar, pero aún así me agradece. Y así nos quedamos por un buen rato. Quizás soñar es lo que lo mantiene vivo. Tal vez piense que su sueño puede esperar un poco más, pero el tiempo no espera a nadie. Los días no tienen extensiones, ni la muerte acepta prórrogas.
Todo está y existe por ti
Vamos hacia la plaza central para ver cómo se divierte la gente un domingo. Estamos conversando con los artesanos cuando otra familia nos invita a que vayamos mañana a su residencia en Poneloya.
El lugar es precioso y la casa posee una imponente vista al mar. Nos cuenta la señora que ellos años atrás fueron grandes terratenientes, con muchas propiedades, pero que con un gobierno perdieron todo. Algunos pierden, muchos ganan; muchos pierden, pocos ganan... a unos les expropian, a otros les devuelven...
Observar el mar nos da muchas ganas de tocarlo, así que con Cande salimos a caminar por la playa. Somos casi los únicos. Está nublado y es día de semana, sólo vemos una persona caminando más adelante.
Nuestra romántica caminata de la mano es interrumpida por una lluvia que cae repentinamente. Nos ponemos a correr y cuando alcanzamos al hombre, que sigue caminando, le oímos decir:
–¿Para qué corren si más adelante también llueve?
Continuamos al trote pensando lo que nos dijo. Tiene razón: sigue lloviendo, ya estamos mojados y no hay nada de malo en eso. Nos quedamos parados esperando que nos alcance. Llega sonriente:
–¿No les encanta sentir estas gotas que bendecidas llegan desde el cielo?
–Sí nos encanta, pero siempre que llovió corrimos. Creo que desde que tenemos memoria hacemos eso.
–Se puede cambiar, uno siempre está en el cambio, y hay que cambiar la forma de ver las cosas. Uno está en un lugar y a la vez el lugar está en uno.
–Creo haber sentido eso, que era parte y todo estaba para mí –balbuceo recordando Machu Picchu y ese inolvidable momento en el que me sentí rey.
–¿Las estrellas del cielo o el cielo de las estrellas? ¿El árbol del bosque o el bosque del árbol? ¿La humanidad del hombre o el hombre de la humanidad? ¿Cuál es tu punto de vista de las cosas? ¿Cuál es más importante? –inquiere–. Ambos en un mismo nivel. Porque ¿de qué sirve uno sin el otro y viceversa? Nunca sientas que no eres importante ni que si tú no estás, nada cambia. Todo está y existe por ti. En toda la humanidad no hay quien sea más ni menos importante que tú…
–Perdón, pero ¿todo esto lo venía pensando mientras caminaba o se lo dice a cada uno que pasa corriendo un día de lluvia? –le pregunto.
Me mira a los ojos:
–¿Tú crees en las casualidades?
–No, ya no.
–¿Entonces por qué preguntas? –su interrogante me deja absorto. Los tres nos quedamos en silencio por unos minutos. La lluvia nos sigue refrescando.
Luego le pregunta a Cande:
–¿Cuál fue el mejor momento de tu vida?
–El ahora mismo –responde ella.
–Pero cómo, ¿no tuviste otros mejores?
–Lo mejor que tengo es lo que tengo ahora, lo que tengo en mis manos, el presente –responde Cande, segura.
–¿Sabes que tienes un tesoro en tu chava? –me dice el hombre.
–Sí, lo sé. Me siento el hombre más rico de la tierra.
La Gritería
Al día siguiente volvemos a León, dado que es día de fiesta. Hoy se festeja “La Gritería”, como ellos lo llaman.
Todo el pueblo llena las calles con su presencia. La gente va de casa en casa, golpea las puertas o las ventanas y quienes las abren preguntan a gritos: “¿Qué causa tanta alegría?”, para que los de afuera respondan a los alaridos: “¡La Asunción de la Virgen María!”. Entonces los de las casas les dan regalos, que pueden ser comidas, golosinas, lápices o cosas útiles para el hogar, todo vale.
Emocionados nos prendemos a la fiesta y vamos gritando de puerta en puerta. Los pobladores han armado en sus casas altares floridos para la Virgen María. Todo está muy alegremente decorado, a tono con las caras llenas de felicidad. Hay fiesta por donde se mire.
Tocamos la puerta de la familia que nos hospedó apenas llegamos, la del hombre que postergó su sueño. Entramos y cambiamos de rol. Ahora, desde adentro, somos nosotros quienes regalamos los obsequios antes recibidos a quienes pasan gritando. Nos deleitamos viendo esas caras iluminadas a través de la ventana, mientras nos cuentan que esta fiesta se originó cuando la ciudad quedó destruida tras la erupción del volcán y un terremoto. Dicen que fue la Virgen quien logró detener la destrucción y que entonces toda la gente compartió sus pocas cosas que les quedaron brindándoles a los otros aquello que les faltaba para poder sobrevivir.
Un nuevo Graham
Antes de llegar a la frontera con Honduras, vemos cerca de una casa de familia una carreta tirada por bueyes. Paramos a sacarnos fotos junto a ella, como para demostrar que existen vehículos más lentos que el nuestro.
Toda la familia sale a nuestro encuentro. Pido atar los bueyes al auto para remolcarlo como a una carreta. Su dueño, encantado con la idea, los desata y los engancha a nuestro carro.
Por un trecho abandonamos los cincuenta caballos de fuerza del motor para tener dos bueyes de fuerza. Todos pasamos un buen rato, hasta los bueyes parecen encantados.
Tras sacar las fotos, Cande anota los nombres de las personas y pregunta los de cada animal:
–Este se llama Joaquín –comenta la esposa–, pero éste es nuevo y aún no tiene nombre...
–Sí que tiene, desde ahora se llama Graham –interrumpo mientras bautizo al buey dándole una palmada en su cabeza.