Bolivia
Tan cerca del Cielo
Felices como niños
Entramos a Bolivia por Tambo Quemado: en quechua, “tambo” significa lugar de descanso para el viajero. Para nosotros no lo es: en esta frontera a 4800 metros sobre el nivel de mar, después de haber pasado una noche de perros, nos sentimos totalmente abombados. Los efectos de la altura están por hacer estallar nuestras cabezas… Por suerte los trámites fronterizos son rápidos y fáciles de hacer. Cuando salimos de las oficinas, hay cuatro personas sentadas sobre el estribo del auto y otras cuatro del otro lado como bancos de plaza, más una cantidad de gente que lo rodea.
Preguntamos por un mapa de Bolivia, no hay, sólo contamos con el mapa de Chile que abarca un poco del territorio boliviano. En él marca que a 30 kilómetros hay un pueblo y a 50 kilómetros una ciudad donde seguro hay gasolina. Salimos lo más rápido posible, porque lo que más ansiamos es bajar de altura. Vemos al pasar una estación de gasolina pero no reaccionamos: sólo nos interesa bajar y bajar.
El camino es bellísimo, las llamas y guanacos curiosean nuestro pasar, los cerros nevados nos rodean y un paisaje desolado se nos presenta, pero bajar… bajamos muy poco. Es que ya estamos en el altiplano boliviano, una gigante planicie en los Andes donde todo es alto, muy alto, así que no le queda a nuestro cuerpo otra opción más que acostumbrarse.
Empiezan a verse casas, todas hechas de barro con techos de paja, al igual que los corrales. No vemos árboles, solo sentimos el frío y la altura… Y el pueblo que marca nuestro mapa es un caserío, sin calles. Las casas no respetan una línea, no hay nadie, sólo un camión. El ruido de nuestro motor debe llamar la atención porque vemos a la gente que entreabre las puertas de sus casas a medida que vamos pasando. No tienen ventanas y, si las tienen, son diminutas. No hay gasolina.
A medida que seguimos avanzando, Cande mira los rebaños de ovejas que se mezclan con los chivos y algunas llamas. Busca ovejas negras, porque si las tienen, tienen lana negra y ella la necesita para terminarme el pulóver que me está tejiendo.
–¡Ahí! Para… –me señala un rebaño que está en la base de la montaña, súper lejos. Las cholitas que lo cuidan están aun más lejos…
–¿Te vas a ir hasta allá? –le pregunto sin ganas de acompañarla. La altura me tiene desganado y lo que menos quiero es hacer ejercicio. En estos momentos me gustaría ser tan fuerte como el Graham que se ríe de estas alturas, andando campante, como si nada.
Cande no me insiste en que la acompañe y se va… Han pasado veinte minutos y todavía sigue yendo al encuentro de la cholita, quien no se acerca a ella… quiero que se apuren. Finalmente llega y pasan otros eternos veinte minutos. Seguramente algo pasa porque aún no se mueven, ¿será que no entiende español? Al rato, comienzan a acercarse en dirección a mí trayendo todo el ganado, lo que lleva su tiempo y a la vez es lindísimo de ver. No sé de dónde aparecen de entre los matorrales un hombre, una mujer y dos niños, que, alejados unos de otros, traen las ovejas. Me asusta ver a Cande sola tan lejos, ¿y si son más?, mejor voy para allá.
Después de un rato, el pastor de ovejas llega a mi encuentro: es muy bajo, trae una honda cargada en su mano. Las elaboran ellos mismos con lana hilada y tejida, son como dos sogas de un metro y medio unidas por una soga plana donde descansa la piedra. Con una mano agarran los extremos de la soga y sobre su cabeza la revolean, y en el momento de lanzar la piedra sueltan una de las sogas.
–¿Sería posible que me enseñe?
Con una felicidad enorme lanza una piedra y otra… zumba la honda en el viento, silba la piedra en el aire, golpea en el arbusto elegido, quebrando sus ramas. Con la alegría de mostrar su habilidad, me da a probar. Me elige una piedra, la ubica como si fuera de una forma, y logro lanzarla, aunque lejos del arbusto castigado por el hombre. Llega Cande a mi encuentro.
–Tiene lana en su casa, que es ésa de allá… –señala un pequeño punto en una loma.
–¿Y por qué tardaste tanto en volver? ¿Qué pasaba?
–La señora desconfiaba mucho, no quería hablarme, me hablaba en quechua y me hacía señas para que me vaya, pero le insistí en que sólo quería lana, que se la quería comprar y enseguida empezó a negociar en castellano. Rapidito aprendió a hablar…
El pastor de ovejas cada tanto tira una piedra cerca de una oveja que rumbea para la ruta; ella, corriendo, vuelve a la majada, sabiendo que la próxima pegará en sus costillas.
Él no para de hablar, pero la mujer está seria y enmudecida. Él dice que ella es su mujer y que muy bien a él no lo trata. Quiero comprarle una honda y le consulta en quechua a su mujer. Noto que lo reta.
–No tener ahorita, vuelvan otro día, mi mujer está desconfiada…
Sin embargo, apenas llegamos al auto la mujer se sienta en el estribo del lado de la sombra.
–¿Qué están haciendo? –nos pregunta el pastor.
–Estamos viajando, conociendo…
–¿Qué es lo que buscan?
¿Qué es lo que buscamos? Nunca nos pusimos a pensar qué es lo que buscamos. Tan sólo viajar, pero… ¿qué buscamos? No sé…
–Buscamos conocer –le respondo.
–Buscan conocer… –piensa mientras baja la mirada– ¿conocer qué? Toda búsqueda de conocimiento tiene un fin, un por qué.
¿Cuál será el fin de nuestra búsqueda? Tal vez busquemos conocernos, saber quiénes somos, tal vez saber cuánto podemos hacer, cuánto podremos avanzar, avanzar sobre nuestros miedos. El pastor me mira con mirada cómplice, creo que él sabe lo que yo estoy pensando…
La otra mujer tarda como una hora en llegar con la lana hilada a mano, con todo el olor de la oveja y con pedacitos de cada planta de la zona enganchada a ella. A Cande no le importa, es rústica como ella quería y sigue peleando un rato más el precio.
Les preguntamos antes de irnos dónde podríamos conseguir gasolina. No contestaron. Cande se fija en el mapa y lee el nombre de la ciudad, a lo cual responden con una señal sobre el camino y un “ahicito nomás”.
Llegamos al “ahicito nomás” mucho después… Estuvimos más que preocupados por llegar al “ahicito” casi quedándonos sin nada de gasolina. Ya nos veíamos varados en la ruta ovillando lana y sin comida en este paisaje desolado.
La ciudad es pequeña, paramos en una despensa, donde tienen un poco de todo y hasta sirven comida. Preguntamos por una gasolinera, pero el dependiente sólo menea la cabeza con gesto negativo. Bueno, ahora sí que estamos mal…
En la ruta sólo se ven camiones, en la pequeña ciudad no vemos autos, ni calles asfaltadas, solamente hay dos camionetas y son diesel.
–¿Dónde podríamos conseguir gasolina, señora?
–En mi otro almacén.
Nunca me hubiera imaginado que la señora tenía sucursales y con servicio de combustible. Ya sabiendo que conseguiríamos gasolina, comemos primero, un menú de arroz con llama.
La señora viene con nosotros en el auto con sus polleras y su sombrero, que aunque toca el techo y le incomoda bastante, no se lo saca. Con ella trae a su bebé que carga en la espalda, más otro niño en su falda que tendrá unos seis años. Cande se acomoda atrás como puede, entre nuestras cosas. Llegamos con la idea de pagar lo que pidiera, ya que otra posibilidad no nos queda, pero sólo nos cobra un poco de más.
Al cabo de unos kilómetros, en los que seguimos bajando poco a poco, Cande señala una casita de adobe, pegada al camino, rodeada de corrales por detrás, donde asoman dos llamas y un burro mirando curiosos nuestro parar. La noche está llegando. La casita terminó siendo otra despensa, bar, restaurante, venta de lotería, ramos generales y no sé cuántos otros ramos más, aunque la construcción sólo midiera cuatro metros por tres.
Más tarde para un colectivo pequeño bien destartalado lleno de pasajeros. El primero en entrar al bar y pedirse una caña es el chofer, que ya viene medio tomado. Afuera ya casi está oscuro y hace mucho frío. Los que bajan del colectivo visten ponchos y una gorra de lana típica de la zona que les cubre las orejas con dos soguitas para poder atársela bajo el mentón. Además algunos sobre la gorra llevan sombreros que los protegen más aún del frío, pero cuando les miro los pies, frío me dan a mí: calzan ojotas hechas con neumáticos usados que dejan los pies totalmente al desnudo.
Muchos de los que no entraron se quedaron rodeando nuestro auto, que ahora estamos preparando para irnos a dormir. Enseguida dejamos los preparativos para no perder la oportunidad de conversar.
Uno de ellos viste un poncho rojo, que entre todos es bien llamativo, es el primero en correspondernos nuestro saludo y en preguntar.
–Buenas noches, ¿los rayos de las ruedas son de madera?
–Sí, lo son –y aprovecho a hacer mi pregunta.– Perdóneme, pero ¿por qué usted viste un poncho rojo?
–Vamos a una reunión de comunidades y soy yo el elegido en la nuestra, por eso tengo este poncho.
–¿Sería algo así como un cacique? –el hombre me miró de una forma que me hizo sentir un ignorante.
–Un cacique es otra cosa, en nuestras comunidades no los hay, somos electos por un plazo.
Sobre el techo del colectivo se escucha una oveja y al subir la mirada veo a unas cuantas, hay además gallinas enjauladas y muchísimos bultos haciendo que el colectivo parezca una torre andante.
–¿La reunión de comunidades es por algún tema en especial? –el chofer sigue tomando, lo que nos da tiempo a seguir hablando.
–Sí, a los indígenas de estas tierras, antes de que llegara el blanco nos sobraba el alimento y las riquezas, ahora sólo nos queda poco en tierras y costumbres. Hoy nos quieren quitar lo poco que nos queda, nuestras plantaciones de hoja de coca, dicen que lejos de acá la usan de otra manera, distinta a la nuestra y con otro sentido. Por estos motivos debemos dejar de plantarla. Durante miles de años la usamos, nos ayuda en el trabajo, ante el hambre, ante el frío, es parte de nuestra tradición y así queremos seguir. Así que vamos a la reunión con la idea de empezar a ser cortes de rutas si es necesario.
Todo venía muy bien hasta que dijo corte de rutas… Venía apoyando mentalmente su movimiento por sus tradiciones hasta que dijo corte de rutas… justo ahora que entramos en Bolivia. Pero no nos quejamos, de alguna forma no podíamos ser egoístas.
Como el chofer sigue tomando y no hace caso ante los reclamos de seguir viaje, lo toman por los brazos, lo suben al colectivo, lo sientan al volante y así salen. Cuando el colectivo arranca se sube al asfalto agarrándolo tan mal que casi vuelcan, las gallinas gritaban mientras se zamarreaban de un lado para el otro. Agradecemos no estar en este momento de la noche manejando, aunque hubiera sido más divertido porque Cande enseguida me levanta los brazos, me cuelga una madeja y se pone a ovillar. ¡Imagino que viajeros como Marco Polo, Darwin, Humboldt no pasaron por esto!
Mientras revisa la lana quitándole espinas, ramitas y demás, pienso en la pregunta del pastor, que nunca me hubiera esperado de un pastor, y que tampoco me la había hecho yo mismo. ¿Qué estamos buscando? ¿Buscamos medir nuestras capacidades? ¿Dejar la rutina? ¿Qué sería? El fin del viaje es cumplir nuestro sueño, pero el pastor me hace ver que también estaríamos en la búsqueda de algo… ¿qué?
Carnaval
¡Llegamos a la ciudad de Oruro para el carnaval! El día anterior a que empiece estamos ahí sin poder conseguir hoteles, ni moteles con cuartos libres. Ni uno. Llevamos cuatro días sin bañarnos y sin dormir entre sábanas y cobijas, la altura con su frío nos tiene muy cansados, deseamos una ducha y una cama. Vamos a la municipalidad a preguntar por casas de familia que estén alquilando cuartos. Justo al entrar, hay una señora preguntando por qué no le habían mandado a nadie y nos lleva a ver su casa.
La hija de unos 16 años y su hermano de 12 nos acompañan como guías. La ciudad es un torbellino, hay miles de vendedores ambulantes preparando sus puestos, hay músicos con trompetas, bombos, guitarras y charangos en las gradas, cada grupo viste con el mismo color de poncho. El lugar está inundado de alegría por todos lados, todos con sonrisas, cantando y bailando.
El rico olor a comida nos tienta. Nos sentamos compartiendo un banco con otros frente a una olla enorme, pedimos dos porciones y dos refrescos. Primero nos sirven las porciones de comida poniéndolas dentro de una bolsita de donde tenemos que escarbar con nuestros dedos. Más nos llama la atención todavía cuando vacía las botellas de los refrescos también en bolsitas plásticas que ata poniéndoles antes un sorbete.
El primer día de carnaval llega, y nos agarra tempranito en las gradas. Las comparsas pasan y pasan, sin parar, una tras otra. Desfila la Diablada, los Tobas, la Morenada y otros vistiendo los más extraños disfraces, que significan cada uno algo especial. Son muy pintorescos, coloridos. Son los mismos que usan desde los inicios de los carnavales. Es una fiesta autóctona: la finalidad de las comparsas no es ganar un premio sino honrar a la Virgen del Socavón, virgen de los mineros, hacia cuya iglesia todas las comparsas se dirigen.
Entre comparsa y comparsa hay un lapso de tiempo, donde la guerra campal se produce. Vuelan cientos de globos de agua, espuma y chorros de pistolas de agua. Es una batalla de una tribuna a la tribuna de enfrente. Aunque se esté atento es imposible no quedar empapado. El paso de otra comparsa da una tregua a la guerra acuática.
Cande, en un paso heroico o de locura, se compra un pomo de espuma, camina hasta la tribuna de enfrente y empieza a espumarlos a medida que avanza hacia un costado, pero la revancha no se hace esperar: la empapan con globos de agua que le revientan por todos lados, más espuma y chicos que la empiezan a seguir con sus armas de agua mientras ella corre. Llega apenas dos minutos después, irreconocible: no se le ve la cara de la espuma, sólo su risa a carcajadas me dice que es ella.
Debajo de las tribunas están las cholitas que llenan los globos y los venden en bolsas. Me hago de un par de bolsas y al pasar la comparsa me voy a la mitad de la calle desde donde empiezo a atacar a un grupo de turistas que no paran de tirar globos a nuestra tribuna. A medida que tiro, tengo que esquivar los que ellos me arrojan, están todos amontonados en un solo lugar y puedo mojar a unos cuantos, pero… ellos son unos cuantos más y con todas las provisiones necesarias. Así que, como en toda guerra, todos salimos perdiendo, todos salimos mojados. Vuelvo con más… sólo que esta vez doy la espalda a mi grupo de turistas enemigo y comienzo a atacar a mi propia tribuna que tanto se reía cada vez que mis enemigos acertaban en mí un globo. Al final termino súper empapado por recibir de los dos lados. Es muy divertido, todos se ríen, festejan un globo bien acertado, o el esquivar otro.
Cuando me quedo sin globos, empiezo mi retirada y como todos aplaudían mi locura levanto los brazos como triunfador saludando a las tribunas, justo cuando recibo un globazo que estalla en mi cabeza y que hace a todos reír a carcajadas.
Nos olvidamos de la altura y del frío, ¡es que estamos tan felices y tan divertidos! Nuestro niño interior había vuelto a nacer, había roto el caparazón de hierro que lo tenía encerrado. La verdad es que no nos reconocemos, somos esos amigos de la infancia, matándonos de risa por estar empapados, escuchando cómo la gente se ríe de nosotros y riéndonos de los demás. Nos habíamos olvidado de ser niños y hoy lo somos otra vez divirtiéndonos muchísimo.
Vamos siguiendo el camino de las comparsas y es ver en todos lados fiesta. La gente nos para así porque sí para ofrecernos un trago, una cerveza o tirarnos un globo de agua, hasta que llegamos a la iglesia. Si bien afuera es todo baile y festejo, adentro de la iglesia los rostros muestran otra cosa. Agradecimiento y pedidos personales. Se nos caen las lágrimas de ver con qué emoción llegan las comparsas a la iglesia. Se arrodillan al entrar y llegan de rodillas hasta el altar, con sus trajes, su banda musical, lágrimas en los ojos y mucha alegría. Besan a la Virgen del Socavón y se retiran quedándose en la plaza frente a la iglesia donde las comparsas se disuelven, se mezclan con la gente, y la fiesta sigue mientras las bandas mezclan su música con las demás. Bailamos, todos bailamos, son tres días imparables de fiesta.
Dejamos la ciudad con muchos borrachos en las calles, el auto en el garaje y nosotros en ómnibus a Potosí. Son muchas horas de viaje. Hablamos una y otra vez del carnaval, de lo bien que nos hizo sentir dejar aflorar a nuestro niño interior.
Cuando éramos niños todo lo podíamos pero no teníamos las fuerzas, y ahora que las tenemos pensamos que no podemos. La vida deja de ser guiada por nuestro niño interior para ser guiada por un ser adulto modificado por el entorno, donde ser ese adulto significa no hacer cosas de niños y ser responsable. Cuando en realidad la responsabilidad más grande es ser feliz. Somos responsables de ser felices y si para eso tenemos que actuar como niños, bienvenido sea.
Un señor sentado casi en el fondo del ómnibus se pone a cantar una melodía en quechua, y siento que si uno quiere cantar tiene que cantar, como si nadie te escuchara, bailar como quieras y como si nadie te estuviera mirando. Si sólo hacemos lo que para los demás es normal, terminaremos haciendo todos lo mismo, quedándonos en silencio, vistiéndonos igual, en un mundo sin risas ni cantos. Si sólo los que saben pueden hacer las cosas, nadie haría nada, porque todos alguna vez tuvieron que aprender. No te pierdas el momento, ríete mucho, si es una carcajada mejor, sé un niño, sin medir tus risas, espontáneo, fresco. No te ates al entorno, pierde los prejuicios, ríe, baila, canta, actúa y sentirás lo bello que es ser niño otra vez.
Agradecidos a la Pachamama
Seguimos en el ómnibus viajando estas enormes distancias de caminos rotos y buses sobrecargados donde uno se prueba a sí mismo cuánto es capaz de aguantar, especialmente cuánto es capaz de aguantar sin ir al baño. Pueden pasar seis, siete y hasta ocho horas sin que pare, agarrando pozos que empujan más aún las ganas de todos. Cuando nadie da para más, el chofer para pero donde se detiene no hay baños, ni arbustos.
–Hombres por allá, mujeres por acá… –organiza el chofer en el medio de la noche y la nada.
Las cholitas del lugar no tienen problema, ellas visten siete polleras una arriba de la otra que les llegan hasta el suelo, sólo deben ponerse en cuclillas y listo. Sin embargo no ocurre lo mismo con Cande ni con las demás turistas que visten pantalones… Se la ven difícil ante los paisanos que no quieren perderse el espectáculo. Entre ellas, aunque no se conocen, se organizan para taparse unas a otras.
Al lado de Cande viaja una señora muy mayor que no para de hablarle. No le puede entender ninguna palabra de lo que dice, le habla súper entusiasmada en su idioma aymará ante el cual Cande sólo asiente y mueve su cabeza.
Nos bajamos en el mercado de Potosí a las seis de la mañana. Sobre el piso vemos como cuarenta reses de ovejas y cabras abiertas al medio que esperan para ser compradas. La ciudad, durante la colonia española, creció de tal manera que no había otra en Europa tan grande y rica como ésta. Los adinerados españoles gastaban su dinero en construir iglesias, y hay casi una por manzana. Hay un cerro, uno solo, cónico; sus anchas vetas de plata parecían no tener fin.
Vamos a las minas que siguen explotando, pero las vetas ya casi no se encuentran. Los mineros que las explotan apenas sobreviven. Utilizan las mismas herramientas de la época de la conquista española, hasta las lámparas son a llama de fuego, y al hombro acarrean el material fuera de la mina. Los mineros, a cambio de regalos, nos dejan visitar sus túneles. Las entradas son pequeños agujeros y, una vez adentro de la montaña, uno va a veces de pie, otras en cuclillas, otras panza abajo, se sube por escaleras de maderas viejas, por sogas… hay huecos en el piso, maderas añejas sosteniendo paredes, o deteniendo derrumbes. Cada tanto escuchamos el retumbar de la dinamita: es una sensación rara, escalofriante el estar ahí. Me siento una hormiga en un hormiguero a punto de derrumbarse.
Cuando llegamos adonde están los mineros, vemos que todos tienen una mejilla abultada por las hojas de coca que están masticando. Les traemos más, junto con dinamita y otros regalos. Uno toma un paquete de cigarrillos y nos hace señas de que lo sigamos. Nos lleva junto al Tío, a quien le enciende un cigarrillo poniéndoselo en su boca.
El Tío es una representación del diablo. Para ellos Dios está en el cielo sobre la tierra, el diablo reina debajo de ella y es donde estamos. Lo veneran con todo lo que Dios considera vicio, como cigarrillos, alcohol y hojas de coca, y para que no se enoje por el ingreso de las mujeres a las minas, ellas deben darle un beso.
Potosí también está de fiesta: es la celebración de la Pachamama, el agradecimiento a la tierra por lo recibido en el año en sus cosechas y negocios. Todo es colorido, las vendedoras ambulantes ofrecen en las veredas pétalos de distintas flores, otras papelitos picados de colores, otras hierbas para quemar que también son coloridas. Es un festín para los ojos. Todos los lugares de trabajo, sea una huerta, una oficina o un camión, están decorados con pétalos de colores, guirnaldas, papelitos, y en todos ellos se ofrecen licores, se queman inciensos, y así se agradece por lo recibido y se pide por otro año más de frutos.
Salimos a caminar con un alemán y una suiza y por donde pasamos nos invitan a entrar y a bailar, tomando su licor de caña que es alcohol en un 90%. Antes de beber se debe dar un poco a la tierra, a la Pachamama, con lo cual aprovechamos a volcar casi todo el contenido del vasito dejando apenas unas gotas para beber.
Con los festejos y el alcohol amanecen los borrachos en las calles. Uno que viene caminando por la angosta vereda como siguiendo el rastro de una víbora zigzagueante, se cae en seco al piso y su cabeza va a dar a mi zapato en vez de al adoquín de granito de la calle. Con mis dedos súper doloridos y el hombre un poco más mareado por el golpe, sólo puedo ayudarlo a sentarse. Creo que le debe la vida a mi zapato.
“Mi lugar es especial...”
Nos reencontramos con el auto y manejamos hasta La Paz, una de las ciudades más altas del mundo. Vamos al mercado campesino donde llegan los productos de toda Bolivia y se puede comer algo bien típico del país. Compartimos unas porciones de un pollo bien flaco con banana frita y mucha fruta con un niño lustrador de zapatos.
Recién ahora conseguimos el mapa de Bolivia, un poco tarde, pero como todo viajero nos encantan los mapas, así que nos alegra. En él marcamos lo recorrido, imaginamos lo que hay por recorrer, y poco a poco el mapa se convierte en un compañero que se hace querer. Siempre lo ponemos a mano, se nos va rompiendo de tanto abrirlo y cerrarlo pero la cinta scotch ayuda a mantener al país unido en un solo mapa. Lo guardamos como un diploma al cruzar a otro país.
Queremos llegar a la ciudad de Copacabana que está sobre el lago y para ello debemos cruzar en un bote-ferry. Un bote que mucha fe no me hace sentir… pero en los mismos bote-ferry cruzan ómnibus así que deben aguantar. Una vez del otro lado sanos y salvos, podemos apreciar que el camino que rodea al lago es lindísimo. Las lluvias han producido deslaves y hay enormes rocas en el camino, que los mismos pasajeros de los colectivos ayudan a mover para poder seguir.
Aquí el paso del tiempo no se hace notar. Vemos que todavía están los caminos de piedra hechos por los incas, mucha gente usa las mismas terrazas y sistemas de riego que ellos construyeron, además de servirse de las llamas como medio de transporte.
Conseguimos un hotelcito y estacionamos el auto en su patio interior. Hace mucho frío y el hotel no tiene calefacción, sino un montón de ponchos sobre la cama. Las duchas, como en todos los demás lugares de Bolivia, son unos aparatos eléctricos que están justo a la salida del caño de la ducha, pero que realmente no calientan nada. Cambiamos tres habitaciones antes de encontrar uno que funcione. Cuando lo encontramos felizmente me baño y ahora lo hace Cande mientras yo escribo. Siento olor a quemado ¿Qué será? Cande abre la puerta del baño, casi se asfixia, el calentador se estaba quemando.
Salimos a caminar por Copacabana, donde hay muchísimo para ver. Subimos la montaña hacia los pequeños sembradíos por angostos senderos de piedra, donde nos encontramos con mucha gente trabajando. Felices de vernos por ahí, nos invitan a ver cómo hacen sus labranzas. Ellos trabajan con las mismas herramientas que los incas usaban: el único cambio es la punta, que en vez de piedra ahora es de hierro. Se necesitan dos personas para dar vuelta la tierra: uno clava la herramienta separando el terrón de tierra, y el otro de frente con otra herramienta lo gira dejando el pasto debajo.
En la falda de la montaña hay un hombre viejito con una señora más joven y una niña de seis años. Los tres trabajan dando vuelta la tierra. Enseguida nos invitan, el hombre mayor me pide que ayude y cuando ve que tan malo no soy, se va… y me deja trabajando. “Eso me pasa por curioso”, pienso.
–¿Y el hombre? –pregunto.
–¿Mi tío? Puede que vuelva… Él me está ayudando porque soy viuda –en realidad la estaba ayudando, pienso.
–¿Y toda esta tierra tiene que dar vuelta? –le señalo una parcela para saber cuánto trabajo hay que hacer.
–Mi porción es sólo de doce metros por ocho, es lo único que tengo de tierra para trabajar. Es poco pero mal no está porque hay gente que no tiene nada, y nosotras encima tenemos dos cerdos que están creciendo –al hablar, la hija se le había prendido a la pierna.
–¿Va a cocinarlos?
–No, no son para nosotros, son para vender…
Cande juega con la niña y con una llama bebé que las corre. Trabajé más de una hora sin parar, la tierra es buena, a pesar de que tiene cientos de siembras encima. Ante mis ojos la señora no tiene nada pero aún así está agradecida por lo que tiene… será porque me crié en una sociedad que te enseña a querer tener más y más, sin ver lo que se tiene, sin ver lo que otros no tienen.
Es casi la hora de la comida y con la caminata más el trabajo mi apetito se ha más que abierto.
–Tengo algo para comer si ustedes quieren –dice mientras abre un paño de tela.
Nos sentamos alrededor del paño que muestra unos pequeños tubérculos, semillas tostadas y maíz blanco hervido que con el hambre que tengo me parece riquísimo. Ella nos cuenta de su lugar y de su tierra que tanto quiere.
–Si tanta gente visita mi lugar, si se la ve feliz de llegar acá es porque es especial… ha de ser uno de los lugares más lindos. Para mí lo es. ¿A ustedes les gusta?
–Sí, lo es, es realmente lindísimo –respondemos a la vez mientras miramos el lago, la ciudad de Copacabana, los mil colores de los sembradíos sobre la montaña…
Con un cielo oscuro llegamos al hotel, nos perdimos de ver el museo Inca, pero vimos y vivimos un día como incas. La señora del campo nos hizo meditar y con los nuevos pensamientos nos ponemos a escribir hasta muy entrada la noche, cuando nos vamos a dormir no sin antes rezar, sin pedir más y agradeciendo por lo que tenemos.
El imperio inca se inició con Manco Cápac en la Isla del Sol ubicada en el lago Titicaca. Ahí es donde ahora estamos, en lo que fue su casa. Frente a ella se ve la Isla de la Luna, bellísima con el sol de la mañana.
Nos quedamos a dormir en una pequeñísima posada donde una turista colombiana nos convida de su exquisito café a dos canadienses, a una italiana y a nosotros. Nos pasamos datos de lugares vistos, de cosas hechas, pero la colombiana con todo el dolor de su alma, no nos recomienda visitar su país.
–En mi país la violencia domina, no hay ley, no existe a quién creer, ante la duda se mata. Somos casi cuarenta millones de habitantes destruidos por unos cien mil entre guerrilleros, paramilitares y gobiernos corruptos.
–Si cuarenta millones son el 100%, el 10% son cuatro millones, entonces el 1% es 400.000, lo que hace que 100.000 sea el 0,25% del total de la población –calculo en voz alta..
–¿Por qué será que siempre unos pocos pueden más que unos cuantos? –agrega Cande.
Nadie nos recomendó pasar por Colombia, pero nunca había sido una persona colombiana quien nos advirtiera. Por nuestra parte, ya habíamos descartado la idea de visitarla antes de salir.
Qué difícil debe ser hablar así de tu propio país, uno que siempre siente algo tan lindo por su lugar... Como cuando escuchamos ayer a la boliviana que tanto cariño siente por su terreno y por su lugar, y tan feliz le hacía ver gente de otros lugares conociendo su tierra.
La Virgen de la Candelaria
Frente a la iglesia algo se festeja, hay muchas personas con sus vehículos estacionados alrededor de la plaza.
–¿Qué puede ser mejor? ¿La virgen o un seguro? –me dice un señor mientras decora su camión con guirnaldas, flores y cosas de colores.
Me deja sin palabras, con toda la fe del mundo vienen a pedir por la seguridad de los suyos y de sus vehículos. Los seguros para autos no son obligatorios en Bolivia y, para que nada malo pase, la gente se acerca con sus coches hacia la Virgen de la Candelaria, patrona del país, para ser bendecida por el padre párroco.
El hombre y las demás personas nos contagian esa fe y traemos nuestro auto, que tan lindo está quedando bajo todas estas flores, globos y papelitos de colores. La gente nos trae aún más cosas para decorarlo y hasta le tiran un vaso de licor de caña.
Un cura con muchas primaveras vividas, de rasgos y acento nórdico, avanza con su vestimenta franciscana sin detenerse, bautizando los autos de un lado al otro con una rosa que moja en agua bendita. Se detiene frente al Graham.
–¡¡¡¡En un auto de estos aprendí a manejar!!!! –nos dice. Primero lo rodea en su caminar dos veces y después lo empieza a bautizar por todos lados. Moja la rosa una y otra vez en su agua bendita, nos hace abrir las puertas y aprovecha a meter sus narices. Recordando algo de su adolescencia, lo mira y lo mira mojando absolutamente todo con su rosa.
–Bendigamos el motor. Abra… –me dice mientras espera saciar su curiosidad.
Nosotros súper felices se lo abrimos, y él encantado bendice todo, hasta a Cande que está filmando, mojándola íntegra como también a la filmadora.
–¿Cómo te llamas? –le pregunta.
–Candelaria.
–Igual que la virgen –comenta feliz.
–Sí, pero ésta no es tan virgen –se me escapa decirle, y sólo muestra una gran sonrisa mientras todos se ríen.
La frontera en el camino
Nos dirigimos hacia Perú rodeando el lago Titicaca. En la frontera necesitan unas fotocopias, así que dejo a Candelaria para irme a un pueblito limítrofe dentro del Perú en una motoneta-taxi, que es una moto con dos ruedas traseras y un asiento para dos pasajeros.
Me doy cuenta que he pasado la frontera sin haber hecho mis papeles, y así como yo están constantemente pasando personas que traen y llevan cosas. Logro sacar mis fotocopias. Pero el hombre de la aduana nos exige dejarle los originales de nuestros papeles y que nos quedemos con las fotocopias.
–¿Cómo le vamos a dar el título y el certificado de salida de Argentina? –le digo, pero no quiere entrar en razón y nos demora… Salimos de la oficina simulando ir a buscar algo y con Cande nos quedamos afuera tomando aire fresco para relajarnos un poco de los nervios que nos hacen estallar.
–¿Pero qué tiene en la cabeza ese tipo? ¿Cómo va a querer quedarse con los originales, cómo puede ser tan inútil? –nos decimos uno al otro, tratando de descargarnos.
La gente que está alrededor del auto busca respuestas a sus preguntas pero con nuestros nervios no tenemos ni ganas de contestar…
–Tal vez me relaje contestar algunas preguntas –le digo a Cande y me acerco al auto.
Enseguida me hacen olvidar parte del problema. Un señor de blanca y corta barba me pregunta qué estamos esperando para pasar a Perú.
–Ahí adentro hay un señor que no quiere entrar en razón y nos pide lo que no le podemos dar…
–¿Intentaron hablar con el superior? –no lo habíamos ni pensado, nos enceguecimos con el problema y con esa persona.
–Puede que quien les esté pidiendo los papeles no sepa mucho, sea nuevo, no conozca los trámites a realizar… o vaya a saber qué estará pasando por su cabeza… Vayan, hablen con un superior y coméntenle su viaje, sus ganas de entrar a Perú y de este pequeño inconveniente que seguramente sabrá resolver.
Parecía que los que no queríamos entrar en razón éramos nosotros, ahora este señor con toda la paz del mundo nos mostraba que no estamos buscando la solución, sino el problema.
–Obstáculos, inconvenientes y cosas inesperadas no los miren como problemas, mírenlos como pruebas. Pruebas de fuerza, de fe, de amor, de ganas. Los problemas no existen, nos los hacemos nosotros. Todo problema tiene solución. Y si tiene solución ¿por qué es un problema?
Volvemos a ingresar a la oficina de aduana.
–Discúlpeme, señor… ¿Es usted el encargado de la aduana en esta frontera? –pregunto dándole importancia a su trabajo y a su cargo.
–Sí, soy yo, ¿qué se le ofrece?
–Con mi señora Candelaria estamos realizando un viaje increíble en un auto de 1928 rumbo a Alaska –también le doy importancia a lo que estamos realizando y continúo–. Desde Argentina venimos con muchas ganas de entrar a conocer el Perú, pero nos encontramos con un muy pequeño inconveniente que seguramente usted sabrá resolver. –Uso al pie de la letra las palabras del viejo, que ni su nombre llegué a preguntar.
–Veré qué podemos hacer.
A los cinco minutos tenemos todo listo para entrar a Perú.