Estados Unidos y Canadá

Empezar de nuevo

Del alambrado que evita el ingreso a Río Grande cuelgan pequeñas tablas, son muchas. Llevan inscriptos los nombres de personas que murieron en la búsqueda de una nueva vida. Estamos aguardando, en una larga cola, poder entrar a Estados Unidos.

Sentimos ansias, nervios y miedos. ¿Qué nos pedirán para entrar? ¿Qué nos preguntarán? ¿Serán capaces de negarnos el ingreso? ¿Acaso no estamos entrando con un sueño a la tierra de los sueños, como ellos la llaman?¿Podremos encontrar gente que nos reciba o estaremos solos? ¿Podremos seguir haciendo dinero para avanzar? Hay una única forma de saberlo, y es yendo.

La cola se mueve y ya estamos casi sobre el puente. Nos damos el último abrazo con Oscar Chavarría, quien nos ha acompañado hasta el último momento para despedirnos de México y de Latinoamérica.

–¿Están realmente viajando desde Argentina hasta Alaska? –pregunta un señor en inglés. Es quien dirige los autos apenas pasan el río.

–Sí.

–¿No se pudieron conseguir otro carro? –pregunta con tono cómico, mientras nos señala por dónde ir.

Luego nos atiende un hombre dentro de una cabina que no responde a nuestro saludo ni muestra ninguna sorpresa ante el Graham ni ante el viaje. Nos entrega un papel donde marcó: “Revisación completa” y nos indica por dónde seguir.

Estacionamos el auto y, esperando a que nos revisen, un señor nos manda a que hagamos primero los papeles de inmigración. Entramos a una gran oficina y nuevamente una larga fila de gente esperando. Al alcanzar el mostrador entregamos nuestros pasaportes a la vez que vemos a una pareja a nuestro lado a la que le niegan la entrada. Preguntan por qué, pero el hombre que los atiende no les responde, sólo atina a llamar automáticamente a la siguiente persona de la cola.

Después del 11 de septiembre están mucho más atentos y presionados: ahora ante cualquier duda, niegan la entrada.

–¿Usted nació en San Francisco, California? –pregunta quien nos atiende.

–Sí –respondo.

–Y ¿no habla inglés?

–Casi nada. Sólo he nacido en San Francisco. Resido en Argentina desde mi primer año de vida

Observa mi cara, mira el pasaporte, se fija su autenticidad y cuando me lo devuelve me dice:

–Welcome home, guy... –no nos pregunta nada más.

Cande llena los formularios solicitando seis meses de estadía, pero le dan tres:

–¿Se puede renovar? –consulta ella–. Por el auto en que estamos viajando necesitaremos más de tres meses para llegar a Alaska.

–Sí, claro que sí. Cuando se esté por vencer, pidan una renovación.

Mientras regresamos al Graham vemos muchos uniformados a su alrededor: cinco de los hombres que revisan autos, tres militares armados y otros que se nota que trabajan acá.

–¿Qué pasa? –le pregunto a Cande con un enorme nudo en el estómago. Ella sólo levanta los hombros.

Nos acercamos…

–¿Ustedes son los dueños del auto? –inquiere un militar.

–Sí –contesto con voz nerviosa-. Ya llevamos 32.200 kilómetros, dos años de viaje y nuestra meta es llegar a Alaska.

–Guau, men. Ustedes sí que están locos –me dice mientras oímos cómo los demás exclaman: ¡Qué bueno! ¡Qué increíble! Más preguntas se suceden. Con Cande nos miramos y nos relajamos.

No nos revisan el auto para nada. Prefieren escuchar las preguntas y respuestas y nos despiden estrechando fuertemente nuestras manos mientras nos señalan la ruta a tomar hacia Alaska.

Al salir de la frontera y entrar a EE.UU. nos damos un beso de premio, contentos de empezar una nueva etapa y felices por que el paso de frontera haya sido fácil. Para festejar, paramos a comer y fieles a nuestra costumbre de probar lo típico de cada país nos detenemos frente a un McDonald’s.

Un “mojado”

Seguimos viaje hasta San Antonio. Nos hospedamos en la casa de unos chilangos que conocimos en Nuevo Laredo. Para cuando llegamos al lugar ya nos han hecho famosos. Varias personas nos vienen a ver a su taller e incluso nos entrevistan periodistas de la televisión. La mayoría de los reportajes son en español y los hacemos rápidamente. En cambio, para el canal en inglés se nos dificulta responder.

Con mucho entusiasmo, en el taller, repintamos entre todos gran parte del auto: por la mala calidad de la pintura anterior se estaba descascarando el color negro.

Citlali, la hijita de un año de nuestros anfitriones, abraza a Cande una y otra vez.

–Va a ser varón –dice con seguridad la madre.

¿Varón? No tenemos nombre para un niño, nuestro presentimiento nos condujo a creer que es una niña y ya pensamos el nombre para ella: América. No es que tengamos preferencia entre niño y niña. Es sólo una corazonada.

Entre los muchos que conocemos en el taller hay un “mojado”. Llaman así a quienes se mojaron al cruzar ilegalmente el Río Grande.

–Yo crucé el río cuatro veces, solo, sin coyote –nos cuenta éste.

–Sin ¿qué…?

–Sin ninguno de los que te cobran por pasarte de frontera –me explica–. Dos veces me agarraron los de “la migra” y las dos veces, al día siguiente, volví a cruzar.

–¿No temes?

–Claro que sí, pero no a los de la frontera, sino a los rancheros. Aquí existe una ley que los ampara y pueden dispararte si estás en su propiedad.

También nos cuenta que con su trabajo pudo pagar para que pasen a su mujer embarazada y que su hijo haya nacido acá en nada le facilita a él obtener sus papeles.

–¿Cómo que no?

–Debemos esperar que nuestro hijo cumpla los 18 años. Entonces podrá pedir mi nacionalidad estadounidense, hasta ese entonces tenemos que cuidarnos mucho, y más también. Si nos agarran ilegales, nos pueden mandar de vuelta y quedarse con nuestro hijo.

El Graham se despide de San Antonio, con pintura, batería y alternador nuevos. Como en este país no suelen arreglar las piezas, sino que se recambia todo, nos fuimos a un desarmadero gigante a sacar el alternador de un Chevrolet para ponérselo a nuestro auto. Muchos de los autos que estaban allí, si fuesen llevados a Latinoamérica, al poco tiempo estarían en la calle andando nuevamente.

Una corazonada

Llegamos a un cruce de ruta, aún estamos en Texas. Podemos elegir dos caminos:

Uno, hacia el oeste y directo a Alaska. Por éste llegaríamos sin duda en cuatro meses y tendríamos seguro a nuestro hijo a tiempo, antes del invierno.

La otra opción es ir por el este, participar en la reunión del Club Graham-Paige, visitar Nueva York, Washington; Toronto, Ottawa, la capital de Canadá, y Detroit, lugar donde nació nuestro auto. Por supuesto, esta ruta significa muchísimos más kilómetros, tiempo y un montón de dinero. La distancia no nos asusta, dado que nos gustaría conocer más.

En cambio, el tiempo sí nos preocupa porque esta elección significaría viajar con bebé a bordo y deber aguardar otro año más para recién llegar a Alaska el próximo verano. Además el dinero… dinero que no poseemos para pagar el parto ni para hacer kilómetros en un país donde todo cuesta mucho. Aún nos quedan libros que seguimos vendiendo, pero son en español y más al norte nos costaría encontrar latinos. Tenemos artesanías, pero sólo con ellas no llegaríamos muy lejos. Cande sigue pintando, pero si quisiéramos vivir de eso debería pintar un cuadro todos los días, cosa imposible.

–Y entonces ¿qué hacemos? –le pregunto a Cande que está sentada junto a mí observando el cruce de ruta frente a nosotros.

–Si lo pienso, digo al oeste… –se queda callada, con ganas de decir algo más–… Si lo siento, es al este.

Pongo primera, suelto el embrague y doblo mi volante rumbeando la trompa del auto hacia el este. Recuerdo las palabras del español subiendo a las ruinas de Machu Picchu: “Si dejas que tu corazón te guíe, nunca estarás en el camino equivocado”.

Haber dejado la decisión de qué ruta tomar hasta este último momento nos ha servido para elegir más rápido. Si nos poníamos a pensar aún más, seguíamos al oeste. En cambio, hacia lo mágico vamos. Nuestro corazón nos lleva al este.

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No tomamos las autopistas, que las hay por todos lados, sino los caminos pequeños, que van por los pueblos. Así pasamos más cerca de las casas donde se puede ver cómo es Estados Unidos.

Manejamos por la aridez del desierto. Nos detenemos en un pueblito, frente a un bar, para preguntar por una gasolinera. Hay enormes camionetas, dos de ellas poseen largos cuernos de vaca en sus capó.

Es empujar la puerta y entrar a una película del lejano oeste: pisos de madera, un bartender de bigote y camisa blanca, y tan sólo dos mesas ocupadas por varios cowboys, que aunque están bajo techo siguen con sus sombreros puestos.

Apenas doy dos pasos dentro del bar todos se voltean a verme. ¡Qué gran impresión debo causar! Tengo el pelo todo despeinado por venir con el parabrisas abierto, una remera amarilla con el logotipo de la cerveza colombiana Águila, pantalones cortos y ojotas… Sólo me falta pedir mi vaso de leche.

Hadas y ángeles

Houston nos espera, y con los brazos abiertos. Una pareja de argentinos que conocimos en Costa Rica nos hospeda. Ellos viven en una gran casa ubicada en un increíble barrio junto con su hijo, su nuera y el nieto.

Nos acomodan en una sala de juegos con televisión, advirtiéndonos que seguro el niño de dos años mañana nos despertará antes de las seis para jugar aquí.

Sin embargo, al día siguiente amanecemos después de las nueve y toda la casa está en silencio. Bajamos a la cocina y notamos que las cosas están revueltas, un poco desordenadas. Lo más llamativo es que no hay nadie en la casa. No sabemos qué hacer, no entendemos y sólo suponemos cosas.

Esperamos por media hora hasta que aparecen los abuelos:

–Perdonen que los hayamos dejado y despertado de esta forma...

–Nos despertamos solos, hace media hora –les dice Cande.

–¿Cómo? ¿No escucharon nada? A la mujer de mi hijo le agarró un ataque de epilepsia en el baño, se golpeó la cabeza y le salió mucha sangre. Llamamos a la ambulancia, la cual llegó con la policía despertando a todo el barrio. Estuvieron un buen tiempo. Mientras tanto mi nieto se despertó llorando y no lo podíamos calmar. Al final nos fuimos todos al hospital. Y ¿ustedes no escucharon nada?

–No, nada.

–Bueno, no importa. Ahora prepárense que tienen que ir a una reunión que organiza la Casa Argentina de Houston. Habrá muchas personas y los están esperando.

Antes de ir al encuentro chequeamos nuestro correo electrónico. Nosotros queríamos seguir vendiendo libros para avanzar, no sólo para financiarnos sino también porque es algo del viaje y transmite nuestro mensaje. Pero nos habíamos topado con el gran escollo del idioma: traducir la obra, corregir esa traducción, diseñarla e imprimirla costaba demasiado dinero.

Sin embargo, hoy nos encontramos con un milagro: en el momento más justo y exacto, desde Guatemala un amigo nos envió por e-mail la traducción al inglés. Se trata de Richard Skaggs, quien después de haber quedado encantado con el libro se había ofrecido a traducirlo. En ese entonces le habíamos respondido que sí pero pensando que no lo haría por el arduo trabajo que esta tarea significaba. Aun así ahora está acá, en nuestras manos, y sin cargo alguno.

Llegamos a la reunión y somos cálidamente acogidos por una colonia argentina mucho más grande de lo que imaginábamos. Todos nos festejan el haber llegado desde tan lejos. Están tan entusiasmados que algunos discuten entre ellos por invitarnos a sus casas, a pescar, a comer o a lo que sea. Incluso aparece un médico que se ofrece para efectuarle a Cande un examen de laboratorio y darnos el nombre de un obstetra.

Además, aparecen nuestras hadas madrinas: Juanita es estadounidense y está casada con un argentino. Emocionada ante todo lo que sea latino nos ofrece a corregir la traducción del libro y además, como esto le llevará mucho tiempo, nos invita a parar en su casa.

Al escucharnos comentar nuestro propósito, otra mujer argentina, diseñadora, se ofrece a armar el libro junto a su marido. Es decir que ahora sólo nos falta la imprenta. Mientras esto nos ocurre pensamos por qué y recordamos al pastor de ovejas que encontramos en la iglesia de aquella montaña: todo se puede, todo llega. Si uno se tiene fe, la contagia... Y aquí estamos, rodeados de contagiados por nuestra esperanza.

Antes de irnos del encuentro, y como broche de oro, nos presentan a un colombiano que nos ofrece su pequeña imprenta. Todo lo que él pueda hacer nos lo cobrará al costo.

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Reinstalados en la casa de Juanita y Eduardo empezamos a trabajar. Pensábamos pasar en Houston sólo un par de días, pero ya llevamos aquí más de un mes abocándonos al libro y a recibir o visitar gente de todo tipo.

De entre varias invitaciones, aceptamos ir a comer a la casa de una pareja que recorrió Europa en un Ford T. Esto nos sorprende, pero no tanto como algo muy lindo que hicieron durante su vida: adoptar muchos chicos y a casi todos ya de grandes. Parece ser una pareja con infinito amor hacia el prójimo y hacia los sueños.

Aprovechando que sabe de autos antiguos le preguntamos al hombre, Peter Reinthaler, por el seguro, que en este país es obligatorio y que aún no hemos podido conseguir. Los seguros para autos antiguos son muy baratos si tienes un registro de conducir local, pero no es ése nuestro caso. Al preguntar por precios nos pasaban tarifas altísimas por el tipo de viaje de aventura que estábamos realizando. Él sabe de qué estamos hablando y al terminar de explicarle me dice:

–El seguro para su auto corre por cuenta mía, me dedico a los seguros –nos ofrece Peter provocándonos inmensa sorpresa–. Tengo mi propia empresa de seguros para autos antiguos.

Con Cande nos miramos anonadados: ¿cómo es que siempre caemos en el lugar adecuado? Todo encuentro en este viaje nunca fue porque sí, todos traen su causalidad.

Al despedirnos, la pareja nos compra artesanías y nos sugiere llevarlas a la reunión del Club de Autos Antiguos de América (AACA) la semana entrante.

En la celebración de dicha reunión nos reciben de maravillas. Nos invitan a dar una charla sobre el viaje. Gracias a nuestras ansias de contar y las ganas de los presentes de escucharnos, logramos entendernos en un inglés que poco a poco empieza a mejorar.

Durante el encuentro conocemos a la familla Hardeman, que en modelos Ford T fueron dos veces desde Texas hasta Alaska. Hablando de viajes y sueños se nos pasan un par de horas. Al final de la charla, les pregunto si saben dónde podemos conseguir los neumáticos para el auto dado que nuestras ruedas de tractor no dan más. Enseguida el hombre saca de su portafolio una revista de una empresa que sólo se dedica a neumáticos de autos antiguos. Al ver nuestras ruedas nos quedamos helados por el precio: 125 dólares, cada una.

–Mejor vemos después del parto –digo.

Al día siguiente, mientras seguimos armando libros, suena el teléfono. Es para nosotros:

–Me tomé la libertad de contarles por mail a mis amigos que viven alrededor de Estados Unidos sobre su peripecia y su sueño –me cuenta súper exaltado Ben Hardeman– y también les hablé de sus ruedas gastadas. ¡Y entre todos ya les compramos las cinco ruedas! Con donaciones de Kentucky, Montana, Tennessee, Texas y Alaska. Algunos donaron lo suficiente como para comprar un cuarto de rueda, otros, media y algunos, una entera. Además, al contarle nuestra intención, la fábrica Coker Tires donó la de auxilio.

Le preguntamos a Ben por qué esta gente que ni nos conoce, ni vamos a llegar a conocer, nos ayuda. A lo que me responde:

–Por que hay un sueño que cumplir.

Nos vamos hasta Bryan para buscar las ruedas. Ben y sus amigos nos reciben, hospedan, ayudan a ponerle las ruedas al auto y además le realizan algún que otro arreglo. Para la noche nos han organizado una reunión en el club de la zona.

Es la primera vez desde que entramos en Estados Unidos que estamos rodeados sólo por estadounidenses. Sin embargo, por la forma en que nos tratan, su hospitalidad y ansiedad por ayudarnos, nos hacen sentir como si aún estuviéramos en Latinoamérica. La única gran diferencia que notamos es la idiomática.

Al final no sólo nos vamos con ruedas nuevas sino también con una cocina a estrenar. Ben nos fabricó una olla rectangular cuyo fondo abraza parte del motor y absorbe todo su calor. El artefacto nos viene genial en esta parte del viaje en la cual la comida es mucho más cara.

Apenas nos despedimos, como niños con juguete nuevo, la probamos. Ponemos unas sopas de pollo a cocinar que a los pocos kilómetros empezamos a oler a rico dentro del auto. Paramos bajo la pobre sombra de unos árboles donde comemos una sabrosa sopa caliente en una calurosa tarde de Texas.

El auto, con sus zapatillas nuevas se ve muy lindo. Además ahora podemos ir mucho más rápido, hemos mejorado nuestra velocidad crucero en un veinte por ciento: antes íbamos a cuarenta kilómetros por hora, ahora estamos manejando a ¡cincuenta!

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Frontera: zona caliente

Por recomendación del cónsul argentino y otras personas, al mes y medio de estadía solicitamos la extensión de la visa en la oficina de inmigración. Para esto vamos a las cuatro de la mañana con el fin de hacer la cola, pero cuando llegamos ya está larga. Hay gente de todo el mundo: mucha viene por vigésima vez; otra, como nosotros, por primera. La mayoría desea radicarse.

Una vez dentro del edificio nos entregan un número que pareciera ser el infinito, porque nunca llega. Cuando por fin lo anuncian, solo somos atendidos por unos segundos, horriblemente:

–Esto no se extiende, esto no sirve. Se tienen que ir –nos desalienta un hombre corpulento y rígido en sus gestos.

–Pero nos dijeron que sí se podía extender... –atina a decir Cande.

–No leyó acá atrás. Dice muy clarito: “No renovable”. Se tienen que ir.

–Pero ella es mi mujer. Yo nací acá y quiero que mi hijo también lo haga.

–La embarazada es ella, no usted. Ella se tiene que ir: que se tome un avión a Argentina, haga los papeles y después vuelva.

–Pero ¿yo acaso no tengo derechos? –el hombre me deja con las palabras en el aire y se va dándome la espalda. No lo puedo creer.

Preguntamos en otra ventanilla si hay algo que se pueda hacer. Nos responden que no, pero que si queremos podemos consultar a algunos abogados.

Vamos a ver a tres que nos dan la misma información: yo podría solicitar que le diesen a Cande la green card, pero ese trámite en Texas puede llegar a durar unos dos o tres años y cuesta dos mil dólares. Además, dado que no tenemos ingresos, alguien nos debería respaldar y tendríamos que conseguir un domicilio fijo. Como si fuera poco, durante ese tiempo ella no podría salir del país.

–Nosotros no queremos radicarnos, estamos viajando a Alaska –le explico al tercer legista.

–Acá, para lograr su renovación debe llenar formularios y si lo que están haciendo no cumple con uno de sus objetivos, pues nada se puede hacer. No les recomendaría salir y volver a entrar porque con ese embarazo tan visible dudo que se los permitan. Por lo tanto, les recomiendo que se queden de ilegales.

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No podemos creer que los mismos abogados nos aconsejen esto, nunca en todo el viaje, en ningún país, hicimos algo ilegal. ¿Por qué deberíamos hacerlo ahora, tan cerca de Alaska? Además tampoco nos solucionaría nada porque tenemos que salir de Estados Unidos para pasar a Canadá y luego entrar a Alaska, territorio estadounidense, en donde nos podrían rechazar al ver que estuvimos más tiempo del permitido.

En búsqueda de alguna solución real visitamos el consulado. Nada pueden hacer, salvo contarnos de algunos casos que están lejos de comparase con nuestro viaje.

–¿Por qué en el mes y medio que les queda no se van rápidamente a Alaska?

–No creo que lleguemos, por el auto y por el embarazo de Cande, al menos quince o veinte días antes de la fecha de parto tendremos que parar. Además no es la esencia del viaje llegar rápidamente a Alaska. Lo mejor está en el recorrido, no en el destino final. Hemos aprendido muchísimo y sabemos que en esta última parte hay mucho que aprender.

No vemos otra salida que salir del país y volver a entrar. Cande necesita renovar la visa, pero no juega a su favor este gran embarazo de siete meses. Además la frontera por tierra con México no es la mejor para pasar en ese estado.

Entre todos los argentinos de Houston se comentan nuestro problema. Una compatriota que tiene una agencia de viajes nos ofrece un paseo en crucero por el Caribe. Como la gente que así viaja lo hace por placer, la oficina de emigración es más flexible con ella. Nos gusta la idea y el crucero sería una despedida como pareja, antes de ser familia. Pero al día siguiente la argentina nos llama para avisarnos que no llevan pasajeros con un embarazo de siete meses en barco ni en avión.

Decidimos volver a México por tierra, en contra de los consejos de todos. Muchos nos despiden como si no fuéramos a verlos nunca más, y durante los dos días de viaje hacia la frontera nos llaman al celular una y otra vez que ahora llevamos con nosotros. ¡Raro un auto de 1928 con teléfono portátil! Nos comentan que a tal señora que acude siempre a Houston por un tratamiento de cáncer sólo le dieron diez días cuando antes solían darle tres meses, que otra que quería venir con su empleada no logró hacerla pasar y así un montón de historias negativas que nos provocan ganas de tirar el teléfono por la ventana.

Durante nuestro paso por San Antonio visitamos a nuestros amigos nuevamente. Como temen no volver a vernos algunos “mojados” nos traen datos de personas que podrían ayudarnos si nos llegaran a negar la entrada.

Retomamos el camino hacia Laredo. Estamos nerviosos, pero intentamos tranquilizarnos mutuamente: sabemos que lo que estamos haciendo es lo correcto, que estamos cumpliendo un sueño y que nada malo va a pasar. Asustándonos, en el camino vemos cómo gente de inmigración abre el baúl de un auto y pesca a dos hombres escondidos entre mantas y ropas.

Apenas llegamos a la ciudad fronteriza, vamos a ver al escritor chileno que habíamos conocido en nuestro paso por aquí, quien nos dice que nos puede solucionar el problema. Él está ayudando en la campaña por la alcaldía de la ciudad a una abogada que se dedica a estos temas y que podría hacer algo. Incluso le serviría para obtener un rédito político.

Nos quedamos esperando en su casa mientras la va a ver. El tiempo pasa, no hay novedades, ni siquiera un llamado. Ya casi de noche el chileno aparece, pero sin ninguna solución.

–Cande, quédate acá. Voy hasta la frontera a preguntar por mi cuenta.

Logro estacionar el auto frente a las ventanas de las oficinas. Entro y hago la misma cola que hicimos la primera vez que estuve acá. Apenas llego al mostrador, saco todos los diarios de Estados Unidos donde aparecimos. Le cuento al oficial lo que estamos haciendo y le muestro el auto estacionado. El hombre, acostumbrado a ver sólo pasaportes, no entiende mucho y me pregunta cuál es el problema:

–Quiero saber lo siguiente: si mi mujer y yo salimos y volvemos a entrar con esta visa, ¿habría algún problema? ¿Tendríamos que cumplir con algún otro requisito?

El hombre toma el pasaporte y se lo muestra a su jefe a la vez que le comenta nuestra situación. Su superior le hace corroborar la visa. Luego el oficial vuelve hacia mí:

–Váyase a México, tómese un café y vuelva.

Salgo casi corriendo a buscar a Candelaria. Subo al auto, veo que son cerca de las ocho temiendo que por esta hora cambie el personal. Como nunca, aprieto el acelerador hasta la casa del chileno. Cuando Cande sube al Graham le cuento el éxito de mi charla. Ella festeja con gritos de alegría y emoción.

Cruzamos a México, pero no tomamos ningún café. Apenas pasamos el puente pegamos la vuelta y volvemos a cruzarlo. Nuevamente dejamos el auto en la zona de chequeos y nos dirigimos rápidamente a la oficina de inmigración.

Cande viste ropa negra y holgada para disimular la gran curva de su vientre. Con la misma intención trae una carpeta grande con nuestros papeles en un brazo y en el otro los mismos diarios que yo he traído antes. Una vez en la fila, miro al personal detrás del mostrador lo cual me produce un intenso dolor en el alma.

–El que me dijo que vaya a México y vuelva...

–¿Cuál es? –me susurra Cande ansiosa por saber.

–Ya no está. Los cambiaron a todos.

Ella se viene abajo, la siento demolida:

–Herman, ¿qué hacemos?

–Ya estamos acá, ya nos tiramos a la pileta. Ahora tenemos que ver si hay agua.

Cuando nos hacen señas para que avancemos, Cande se esconde detrás de mí. Al llegar al mostrador choca rápidamente contra él escondiendo así su panza.

–Hola, somos Candelaria y Herman. Estamos viajando desde Argentina a Alaska en este auto –le explico al nuevo oficial mientras le muestro los diarios. Él no sabe si esto está permitido o no, pero yo continúo sin dejarlo hablar. –Por las características del viaje, necesitaríamos que nos dieran el mayor plazo de estadía posible –el hombre se nos queda mirando, hojea los diarios con curiosidad, pero no dice nada.

Cande llena nuevamente el formulario y lo hace mal por lo nerviosa que está. Lo vuelve a completar y el hombre, sin levantar su mirada atenta a los diarios, nos comunica:

–Más de seis meses yo no les puedo dar...

Nosotros, que por dentro saltamos de alegría, le decimos:

–Y bueno, tendremos que hacer el viaje en seis meses...

–Oh, no. Llegado el caso la pueden renovar –nos devuelve los diarios y toma el pasaporte buscando dónde sellar. A la vez que hace esto, una fila de nuevos agentes sale de una oficina. Uno se para detrás del que nos está atendiendo, quien enseguida se para, deja todo y se va sin sellarnos los seis meses de estadía.

No podemos creerlo; salimos de una para entrar en otra peor: de Guatemala a guatepeor.

–¿En qué estaban? –nos pregunta el nuevo agente.

Cande saca los diarios y se los muestra. El hombre pone la misma cara de no entender que el anterior.

–Nos estaba por sellar seis meses de estadía porque... –comienza a explicarle Cande cuando de una oficina sale el jefe. El mismo que vi cuando vine a averiguar solo.

–A esos argentinos dales lo que te pidan –ordena.

–¿Qué es lo que piden? –pregunta el oficial.

–Seis meses de estadía –respondemos al unísono.

¡Paf! Se escucha el sello.

Salimos felices de la oficina y nuevamente encontramos al auto rodeado por gente. Esta vez sin nervios, contestamos todas las preguntas.

El águila dentro de mí

Buscando rutas distintas volvemos hasta Houston, para dar la buena noticia, que sorprende a muchos. Ahora nuestra meta es Greensboro, Carolina del Norte, donde tenemos la reunión del Club Graham.

Primero vamos cerca de Dallas para ser recibidos por el presidente del club y asistir a una exhibición de autos durante la cual vendemos libros, artesanías y charlamos con gente de todas partes del país. Muchos, con sus tonadas de sus estados que apenas entendemos, nos ofrecen hospedarnos en sus casas cuando pasemos por allá. Con quienes puedo mantener una mayor conversación en la que nos entendemos es justamente con unos sordomudos, mediante señas y gestos.

Luego recorremos Louisiana, donde somos hospedados por un hombre que posee más de 40 autos antiguos. Ninguno funciona y aunque todos, según su dueño, están en alguna etapa de trabajo, para cualquier otro se trata de autos abandonados. La casa está repleta hasta el techo de repuestos, incluso los hay debajo de la cama que nos ofrece. La vida de este hombre son sus dos hijos, sus planes para los autos y el ser rebelde. Su familia es oriunda del sur y peleó en la guerra contra los yanquis. Él está convencido de que pelearía hoy si una guerra volviera a suceder. Mientras le sacamos fotos vestido de rebelde, con un cañón y armas de la época, junto al auto, nos dice:

–Acá en el sur los van a recibir muy bien. En cambio, en el norte… Los yanquis no, porque no son como nosotros.

Siempre la misma historia: los de acá son buenos, los malos están más allá. Antes de llegar a esta zona sur de Estados Unidos, nos contaron sobre ella lo peor: que no querían a los de afuera, que eran racistas y que los latinos no eran bienvenidos.

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En un restaurante de la ruta de Mississippi, nos esperan socios del club Ford A. Al terminar de cenar salimos afuera para sacar la foto grupal junto al auto, pero lo encontramos ladeado. Por primera vez en el viaje, pinchamos una rueda. Rueda que no puedo cambiar, porque todos los hombres mayores de edad no dejaron que este joven les entorpezca su trabajo.

Seguimos a dos miembros del club, John y Jane, hasta su casa. Es bellísima y está escondida en un bosque frente a un espejo de agua.

Al día siguiente emparchamos la cámara pinchada mientras una joven pareja vecina nos trae a modo de bienvenida una canasta llena de cosas ricas. El joven, al ver el asiento del auto vencido, se ofrece a retapizarlo.

Tanto en esta casa como en otras, Cande es muy mimada. Su embarazo provoca ternura, desde un poco antes de salir de México. Antes yo bajaba del auto causando impresión, para la gente era el héroe de la aventura acompañado por su bella mujer. Pero ahora es a Cande a quien ven como la increíble trotamundos que cruza el continente en un auto antiguo y nada menos que embarazada, acompañada por su marido, por no decir por su chofer. De repente primero está Cande; después, su embarazo; luego, el auto y al final, yo. Para colmo todos me dicen que la cuide mucho, pero ¿a mí quién me cuida? Creo que estoy un poco celoso. No tanto por el trato de la gente hacia Cande, sino por el bebé que viene. Temo que ella me deje a un lado.

Como es costumbre en el viaje, vamos a la iglesia con la familia que nos hospeda sin preguntar qué clase de religión es la suya. No sólo vamos y celebramos junto a la gente, sino que además, prestamos mucha más atención a los sermones: ahora suelen darnos un mensaje que casi siempre tiene que ver con lo que estamos haciendo.

En esta ocasión acompañamos a John y Jane, y el que oficia la misa cuenta:

–Un pichón de águila cae de su nido. El granjero lo ve, lo levanta y lo guarda en la bolsa. Al llegar a su granja lo mezcla entre las gallinas. El águila crece comiendo, durmiendo y haciendo todo como ellas. Una vez crecida, un hombre que pasa la ve en el gallinero comiendo el maíz del granjero. “Señor, ¿cómo es que el águila está entre las gallinas?”, pregunta. “¿Qué águila, señor?”, le responde el granjero. “Esa que está en el medio de todas las gallinas.” “En mi gallinero sólo tengo gallinas, señor.” “Mire –le indica el forastero–, eso que está ahí es un águila y de las más agresivas del mundo”. “Como le dije, yo sólo tengo gallinas”, insiste el granjero. “Si me permite, le probaré que es un águila. La subiré hasta el techo de su galpón y desde allí la haré volar como lo hace un águila”, propone el paseante. “Si toma esa gallina y la tira del techo, verá que vuela como una gallina”. El forastero pone una escalera hasta el techo, toma al águila, sube la escalera y en la parte más alta suelta al animal. Éste aletea, aletea, pero acaba en el piso como una gallina. “Si me permite una vez más, le demostraré que es un águila”, insiste. “Si quiere tratar de hacer volar a la gallina, va a tardar más de lo que se imagina”, le advierte el granjero, pero el forastero vuelve a subir y a largar al águila, que otra vez, tras aletear, da contra el piso del gallinero. “¿No ve? Es una gallina”, afirma el granjero. “Y dígame, granjero, ¿usted me vendería su águila?”. “Sí, yo vendo mis gallinas”, le responde. Paga el precio, la retira y enfila por el camino cuesta arriba hacia la gran montaña. Cuando llega al acantilado se detiene, saca su águila, se arrima al borde del abismo y la suelta. Ésta empieza a aletear como lo hace una gallina, pero el miedo a golpear contra el acantilado y perecer hace que pronto comience a aletear más fuerte, hasta que sus alas embolsan aire y levanta vuelo. Se eleva más y más alto hasta perderse en el horizonte. El águila que estaba dentro de la gallina despertó –explica el pastor–. ¿Por qué siendo águilas nos comportamos como gallinas? Nos criamos entre gallinas y pensamos que debemos ser como lo son a nuestro alrededor. Pero aunque sea cómodo ser gallina, somos águilas y como tales debemos actuar a pesar de que nos digan, juren y repitan que somos gallinas. No, no lo somos, somos águilas.

Para cuando acaba el sermón, el águila que hay dentro de mí empieza a aletear más fuerte.

Cande se me acerca y en voz baja me dice:

–Tenemos que escribir un libro al final del viaje que empuje a las gallinas al acantilado e incite a las águilas a volar.

El camino

Después de la misa se realiza una comida durante la cual contamos sobre el viaje.

–¿No les da miedo perderse? ¿qué pasaría si se perdieran? –escucho esta pregunta hecha más de una vez en este país.

–No existe estar perdido: se podrá estar fuera del camino, pero no perdido. Además ¿cuál es el camino? –últimamente pienso mucho en esto.

Sé dónde empieza, empieza en la puerta de mi casa y no tiene fin ya que es infinito, cuando parece que se termina aparece otro que lo cruza y que lleva a otro camino y este a otro y así…

Ver que sigue es sentir su llamado a que lo camines con una sensación de libertad infinita. Es una fiebre que una vez que se contagia no se cura con nada. Aunque lo dejes de recorrer sientes el llamado, sientes tu corazón cada vez que lo pisas.

Caminos que los hay de barro, de tierra o polvo, de cemento. De todas las formas y colores, negros, grises y hasta rojo sangre. Caminos que suben montañas, bajan cuestas, costean mares y lagos, cruzan ríos, valles y desiertos. Caminos de una huella, de dos, de tres y de muchas más. El camino une, une pueblos con ciudades, distintos países, cerros con costas, aridez con verdeles. Por el camino uno se va, despidiéndose de los suyos, y por el mismo camino uno va saludando nuevos horizontes, nuevas culturas. Uno aprende que hay distintas formas de vivir, de sentir, de rezar, uno las convive, las mezcla y las valora.

El camino es una prueba, sobre todo de fe, porque cuando uno está en él, uno está en las manos de Dios, no sabe qué le espera en la próxima curva, qué pasará más allá. El camino enseña y cuando uno aprende, uno cambia y eso es para siempre. Es el camino que me atrapó, que no puedo dejar. El camino que no termina, que sigue y me lleva, en lo físico o en mi imaginación. Ese camino que nació de una huella, ahora lo llevo dentro por toda América.

La mejor recompensa

Seguimos por Alabama, donde nos esperan los miembros del AACA en la casa de un gran coleccionista de Cadillacs. Un montón de gente nos mira bajar del auto: “Pensábamos que eran mayores... En esa clase de auto...”, comentan sorprendidos. Luego nos agasajan y regalan una bandera enorme de Estados Unidos junto con un certificado de que ésta estuvo flameando por un día en el Congreso, en Washington D.C.

Continuamos por un bello camino, cruzando el parque nacional Great Smoky Mountains, hasta llegar a Carolina del Norte y a la ciudad de Greensboro, donde nos aguardan, desde hace mucho, Mike y Mariann.

Como faltan sólo dos semanas para el parto tememos incomodar; seguramente el día del nacimiento y los posteriores serán jornadas complicadas. Sin embargo, Mike y Mariann aun así desean acogernos y nos ofrecen todo: hogar, amistad y apoyo, el cual en un momento como éste, lejos de casa, de nuestras familias, necesitamos a montones.

Además, otra pareja miembro del club Graham, Bob y Jeneil, son vecinos y se brindan para lo que necesitemos. Incluso ella ha guardado con entusiasmo un moisés para nuestro hijo, aquél en el que han dormido los suyos.

El primer fin de semana, vamos con Mike y Mariann, cada cual en su Graham, a un pequeño pueblo en el que se realiza una reunión de autos. Lo llamativo es que los propios concursantes eligen el mejor del show.

Mientras buscamos dónde estacionar, pasamos junto a carros en maravilloso estado, de marcas carísimas y que brillan por donde se los mire. No vemos muchas chances de ganar entre ciento cincuenta autos fabulosos. Nuestra intención es vender los libros.

Nos entregan un cartel con el número de ingreso que además pide al público: “Por favor no tocar”. Tacho el “no”y pego el afiche en el auto: “Por favor tocar”, reza ahora. Con Cande sentimos que cada caricia, cada palmadita de la gente que toca el auto y cada niño que a él se sube son una bendición.

En el transcurso de la tarde nos visitan algunos diarios locales y el alcalde, que como muchos otros se lleva nuestro libro. Se siente una maravillosa sensación al ver a otros que tras llevarse el libro se sientan a leer cerca de sus autos, y tras la lectura también recibir sus comentarios.

De todas, la mejor visita de la jornada es la de un chico de diez años que permanece casi todo el día con nosotros. Su abuelo, quien lo ha traído aquí, posee un Studebaker flamante.

Llega la hora de la votación y el hombre se prepara para elegir a un increíble Franklin, pero su nieto lo frena:

–Oh, no, abuelo: no votarás por ése, sino por éste –le ordena mientras nos señala.

También oímos conversar a dos señores. Ellos ya han escuchado nuestro relato frente al mapa, y ahora uno le dice al otro:

–Perdóname, pero no votaré por tu auto, será por éste... –se excusa mientras tacha el número de su amigo para anotar el nuestro.

Estamos un poco ilusionados, creemos que como hay quince premios podríamos obtener alguno. La entrega comienza por el último lugar y lentamente va acercándose el primer puesto:

–¡Y el primer premio… –anuncia el maestro de ceremonias a la vez que levanta un enorme trofeo y una bolsa con monedas doradas– …el primer premio es para un auto, un sueño y una pareja increíble: es para un Graham Paige de 1928!

Pego un salto y gritamos. Muchísimos festejan junto a nosotros y nos abrazan. Nos sentimos felices, no tanto por la recompensa: nos emociona que la gente haya votado con su corazón un sueño que se concreta en un auto, que evidentemente no está en estado para esta clase de exhibición.

A corazón abierto

Nos seduce la idea de tener un parto natural y en un hogar. Además éste es exageradamente más económico: a pesar de que venimos ahorrando desde que nos enteramos que seríamos papas, aún estamos muy lejos de los siete mil o diez mil dólares que pide un hospital para atender un parto normal y sin ninguna complicación.

Entonces visitamos una casa de nacimientos con parteras, que es la única en la ciudad de Greensboro. Pero nos dicen que no nos podrán atender por lo avanzado del embarazo, razón que no comprendemos: pues un parto es un parto.

Luego nos presentamos en las oficinas de Medicare, una agencia estatal, para solicitar apoyo económico. Tras hacernos las preguntas de rutina, una señora nos dice de forma firme y fría que aunque yo haya nacido en este país y esté esperando un hijo, nada podrá hacer para ayudarnos porque no soy residente.

Tras su negativa, salimos a la calle en un silencio total. Nos abrazamos sintiéndonos solos y discriminados. Así nos subimos al auto y nos vamos a The Women’s Hospital.

Allí no nos atiende una enfermera ni una médica, sino una encargada de negocios, a quien le contamos nuestra situación, cuántos ahorros tenemos y nuestro ofrecimiento de pagar el resto pintando cuadros, haciendo trabajos de electricidad o publicidad para el hospital. La señora, en silencio, escucha toda nuestra exposición:

–Este es un hospital privado, con fines económicos. No realizamos obras de caridad, tenemos que responder a inversores que esperan sus ganancias –responde.

–Pero, señora, necesitamos ayuda, mi mujer está por dar a luz... –le digo sin poder evitar que mis ojos se llenen de lágrimas.

La encargada no se inmuta, y en nada logro cambiar su postura. Me llama muchísimo la atención que aún con su comportamiento lleve en su pecho un enorme y vistoso crucifijo como queriendo mostrar al mundo su gran amor a su religión. La cruz me inspira:

–Señora, ¿usted qué haría si se les presentaran José y María a pedirle ayuda? ¿los mandaría de nuevo al establo?

La mujer se queda helada, dura, jamás habría imaginado esta situación. Se queda en silencio unos segundos. Entonces nos responde, pero lo hace mal. Como Poncio Pilatos habría hecho lavándose las manos, me dice:

–Yo sólo trabajo acá...

–Señora –continúo dolorido ante la evidencia de que es religiosa, pero no en horario de trabajo–, cuando usted vaya al cielo y San Pedro le diga que no y usted le pregunte el porqué, ¿sabe qué le dirá San Pedro?: “Señora, yo sólo trabajo acá”.

Salimos de su oficina destruidos, no podemos creer tanta frialdad hacia lo humano, hacia la salud. Quisiéramos más que nunca estar en casa, donde uno se presenta en el hospital y lo atienden sin preguntar nada. También así fue en Ecuador, Belice, México... todos países subdesarrollados. En cambio, aquí, país en el que encima he nacido, nos cierran las puertas.

Volvemos a la casa en total silencio, no queremos llenarnos la cabeza de bronca ni tampoco hay tiempo para ello. Debemos pensar qué podemos hacer. En un semáforo, Cande me agarra la mano y la apoya en su panza: siento una pequeña patadita, siento a mi hijo, que felizmente sí cuenta con nuestro amor, con el de nuestros amigos y seguramente con el de muchos otros, si ellos supieran que está por venir…

–¡Cande! Llamemos al diario y contémosle. Ellos pueden hacer una nota… –se me ocurre.

–Ya llamaron Mike y Mariann, antes de que viniéramos y también desde que llegamos, pero ningún periodista mostró interés –me interrumpe.

–Llamémoslos de nuevo, mandémosles un e-mail, alguien dentro del diario tiene que darse cuenta de que es una noticia de interés para el público.

Por la tarde compro el periódico y les mando correos a aquellos periodistas cuyas notas se orientan a lo social y humano. Dejo pasar unas horas, y los empiezo a telefonear:

–Hola, mi nombre es Herman y le mandé un correo sobre nuestro viaje y lo que estamos haciendo en Greensboro.

–Ah, sí, lo leí. No creo poder hacerle una nota, gracias igual por llamar.

–Hola, soy Herman, y le mandé un correo...

–¿Cuándo dijo que me lo mandó? A ver, ah, sí. Acá lo tengo, interesante viaje, pero no es mi estilo de notas.

–Hola, soy Herman...

–¿Hasta cuándo se quedan? Tal vez podríamos hacer algo, llámeme dentro de unas semanas y vemos.

Insisto, pero recibo respuestas negativas o escurridizas. Justo en la ciudad en la que necesitamos estar en la prensa, es donde más nos cuesta lograrlo. Ahora sólo me quedan dos llamados por hacer:

–Le mandé un e-mail, mi nombre es Herman...

–Hola, sí, leí con mucho interés su historia –contesta una voz femenina con tono inseguro–. Tendría que preguntarle al editor si me deja cubrirla. Deme su teléfono, que lo llamo.

Descarto que lo haga, porque también le he mandado un correo a su editor, al rato el teléfono suena y Cande contesta.

–Buenas tardes, hablé con su marido por la posibilidad de hacerles una nota. ¿Me podría decir dónde están?

Esperamos a la cronista muy ansiosamente. Cuando toca la puerta, vemos a una muy joven señorita que se presenta como Fia Curley e insiste en aclararnos que no debemos ilusionarnos con que publiquen su nota: ya que está haciendo una pasantía muy corta. Casi no hay espacio para sus crónicas en el periódico. Al parecer no exagera, porque ni siquiera le han asignado fotógrafo.

Igualmente ponemos toda nuestra energía en contarle con entusiasmo y alegría nuestro viaje, nuestro sueño. Poco a poco ella va enamorándose de la historia y la conquistamos al presentarle el auto.

–Bueno, yo vuelvo al diario, le contaré al editor y trataré de convencerlo de que mande un fotógrafo, pero no puedo prometerles nada. Su historia parece de película, con lo que me narraron no sólo se podría escribir una nota, sino filmar una película… Encima, como broche de oro, ¿estás embarazada? –comenta la joven dándonos pie a que le contemos qué nos está ocurriendo con el parto.

La vemos irse convencida de que tiene una buena nota y pensamos que tal vez logre que nos manden a un fotógrafo, donde una foto ayudaría mucho.

–¿Van a estar ahí? Me confirmaron al fotógrafo –nos anuncia por teléfono media hora más tarde.

Al día siguiente, salimos corriendo a comprar el diario. Vamos monitoreando cada página ilusionados de encontrar nuestra nota, pero llegamos a la última y no hay nada. Nos desilusionamos mucho. Llegando a la casa, desde afuera escuchamos el teléfono sonar: “Los estuve llamando –nos dice la reportera– tengo más preguntas que hacerles, quiero más detalles, ¿puedo ir para allá?”.

Ya junto a nosotros, nos cuenta:

–El editor está entusiasmado con la nota, le gustaron las fotos y me atreví a pedirle la tapa del domingo en la sección vida. Hasta ahora nadie más la pidió y esperemos que siga así, porque si la solicita un reportero del diario seguro la pierdo. Estoy encantada con la nota, es del tipo que quisiera hacer. Además, chicos, les confieso que sería mi primera nota... con fotos y en tapa.

Mariann y Mike, dispuestos a todo por nosotros y dolidos por lo que nos está pasando, nos ofrecen tener al bebé en su casa, pero para esto hay que encontrar una partera. Mike halla a alguien que nos podría ayudar: un mecánico de enfrente de su trabajo que ha asistido el parto de su propia hija. Gran solución, ¡falta que venga con sus herramientas! Nos reímos mucho con ellos, más por nervios que por otra cosa.

El domingo muy, pero muy temprano, antes de despertarnos, suena el teléfono:

–Perdón que llame tan temprano, pero acabo de leer su nota y no podía esperar más. Me encantaría ser parte de su sueño. ¿Les quedan pinturas? Quisiera comprarles una...

Cortamos totalmente sorprendidos. Apenas apoyamos el auricular en el teléfono vuelve a sonar y después otra vez y así sucesivamente durante cuatro días consecutivos.

Nos llaman por nuestras pinturas, libros y artesanías, para ofrecernos ropa y cosas para el bebé. Llegamos a recibir catorce ofertas de carritos para bebé y siete asientos para el auto. Y lo más importante: se comunican médicos, parteras, anestesiólogos, enfermeras y pediatras del hospital para ofrecernos sus servicios gratuitamente.

También nos llaman iglesias, que sin preguntarnos qué religión profesamos nos organizan baby showers u otros eventos. Asimismo nos invitan a clubes de autos que centralizan colectas y reúnen donaciones para darnos.

La casa es un ir y venir de gente ansiosa por ser parte de nuestra historia y convertirse en futuros tíos, tías y abuelos. Un capítulo aparte merecen Mike y Mariann, quienes reciben a todos con su corazón abierto.

Volver a ser niño

La miro a Cande pintar una pareja de jilguerillos. Observo su panza, la rodeo con mis manos y siento un movimiento del bebé, que me inspira tanto como la reacción de toda esta linda gente. Quiero escribir lo que siento, compartir este momento en el que hasta el mate amargo me sabe a dulce, en el que hasta lo más insignificante me es importante.

Faltan días para que me den el título de “padre”, pero no me estudié la lección: pregunto por libros, no los hay; pregunto qué tengo que hacer, me responden: “Ya sabrás”. El momento se acerca: ¿será niña o varón? Sólo deseo que sea soñador. ¿Qué haré? ¿Cómo lo agarraré? ¿Y qué sentiré? ¿Cómo será tener en brazos algo que hice por amor y con amor? ¿Cómo será verlo? ¿Me hará ver las cosas con otra mirada? ¿Me hará sentir las cosas distinto?

Un nuevo sentimiento me está llegando: de seguro un amor a primera vista y para siempre. ¿Para siempre? ¿Aunque tenga que ponerlo en penitencia? ¿Aunque rompa las cosas de la abuela? ¿Y cuando sea adolescente y se rebele? ¡Ay!, ¿cómo haré?, ¿cómo seré? Hijo, sólo te pido paciencia, nunca fui padre y contigo me toca aprender. ¡Diosito mío, sólo me diste nueve meses para prepararme! ¿No te sabe a poco?

Pero por otro lado, ya lo quiero tener. ¿Para qué? Pues para jugar, volver a cantar “Manuelita” y todas esas canciones, hacer castillos en la arena sin que digan: “¡Qué grandulón!”, sino: “Mira qué lindo papá jugando con su hijita o hijito”. Para ir a pescar mojarritas y renacuajos, hacer tortas de barro, jugar a la casita y todo eso.

Diosito, a mi hijo sólo quiero enseñarle que si aprende a amar, a soñar, a tenerte fe, todo lo tendrá. Pero no me dejes solo en esto, ayúdame, acuérdate de que no tengo ningún manual.

Te quiero agradecer por Cande, hoy la quiero más que cuando me la presentaste, incluso está más linda, más buenaza, pero –sí, hay otro pero–… parece ser que ahora ya no soy su James Dean. Por ejemplo, ya no me teje más, ahora es el bebé quien se lleva sus “pulovercitos” e incluso le ha hecho gorritos y mediecitas mientras yo… ¿Yo? Bien, gracias. Cuando nuestro hijo nazca, ¿Cande tendrá tiempo para mí? ¿Me brindará esos abrazos eternos porque sí? ¿O el bebé estará siempre diciendo: “¡Mamá es mía!”? Sí, yo estoy feliz con la idea de ser papá, pero a uno le agarra “celositis” y no tengo idea de cómo curarla. Diosito, tú dile a ella que no se olvide del papi, ¿sí?

–¿Qué estás pensando, Herman? –Cande interrumpe mis pensamientos–. ¿Te gustan los jilguerillos? Ya lo puedes enmarcar.

Un amanecer distinto

Hoy cuatro de junio amanezco sobresaltado. Cande pegó su salto a las siete y monedas: al sentir agua correr salió de la cama, yo creí que estaba soñando. Pero no, el sueño recién empieza, cuando ella exclama: “¡Rompí bolsa!”.

¡Nervios por todos lados! El día esperado ha llegado. ¿Qué hago? Cande está tranquila, divina, en cambio yo, alterado, sigo aquí parado ¿Cómo puede ser? Si aún faltan cuatro días para la fecha… y preciso ese tiempo más que nunca.

Limpio esa agua bendita que avisa una nueva visita, Cande se baña serena. Mariann ayuda a Cande, Mike no sabe qué hacer, pálido sale y entra de la casa.

Preparo el auto y subimos a él, para hacer el último viaje en pareja. Mike nos seguirá con su coche. El Graham, como si estuviese entusiasmado, arranca apurado. Manejo pensando que…, rezando por…, suplicando que no nazca aquí… Cande tiene contracciones. ¡Pucha! Este recorrido se nos hace más largo que el llegar a Alaska.

El hospital nos espera y nos recibe. La partera revisa a la futura mamá. Nuestra alegría desborda, pero la mujer cambia su mirada y pide un ultrasonido a la vez que nos explica:

–Está ubicado al revés…

Mientras ella llama al doctor nosotros nos sentimos caer. Vemos en la pantalla del ecógrafo que el bebé se resiste a hacerla normal, ¿por qué esas agallas? Llega el doctor:

–¿Qué hacemos, chicos? –nos pregunta–. Si ustedes quieren, no opero. Podemos intentar hacer un parto natural, la dilatación es muy buena –el fantasma de la cesárea ya no nos asusta tanto, por lo que dice el doctor, no es la única salida para esta nueva vida–. Sin embargo, deben saber que correrán riesgos.

–¿Cómo cuáles?

–Como que, al nacer con los pies y ser su cabecita la última en salir, ésta se atranque y no pueda salir ni respirar y… Esto lo deben decidir ustedes, ¡pero ya! Este bebé está viniendo.

Nos deja solos por escasos tres minutos. ¡Ay, qué momento! Cande y yo sentimos que esto es una prueba de fe y en ella nos basamos. Tomamos la medalla de la Virgen de Guadalupe y la lanzamos al aire: si sale la Virgen, parto natural; si sale el otro lado, a quirófano. La medalla cae sobre la panza de Cande y ¡con la Virgen mirándonos!

–Al menos, déjame anestesiarte por las dudas –le dice el doctor a mi mujer cuando le contamos nuestra decisión.

Cande asiente y en su camilla, camino a la sala, reza: “Que se haga Tu voluntad… Amén”. A mí me parece que todos los que nos rodean tienen alas. Las cosas siguen su marcha; Cande, maravillosa, dilata rápidamente, tanto que no hay tiempo para la anestesia.

El doctor le pide vida:

–Empuja, empuja –insiste él.

“Cande, empuja”, pienso yo. Vamos, mi amor. Absolutamente todo pasa por mi mente en este instante.

–No grites, empuja que sale –le dice nuevamente el doctor.

Y, como una rebeldía, este bebé muestra primero su trasero. Nace como tenía que nacer: fuerte y sano. Pero no sólo nace él, sino también una mamá y un papá, un nuevo amor, un todo corazón.

–¡Es varón, mi amor!

Lloramos, nos abrazamos y seguimos llorando acompañando al bebé en su primer llanto.

La enfermera me entrega un pequeño niño tan pequeño que en mis dos manos abiertas lo puedo sostener. Siento su suave piel y su pequeño peso, siento el cielo en mis manos, me lo llevo al pecho abrazando por primera vez a mi hijo, que me derrite en amor. Se lo ve increíblemente lindo, con ganas de empezar una linda vida, con ganas de empezar a soñar, de ver de qué se trata la vida. Son los primeros segundos que te tengo, los primeros como papá y los más lindos de mi vida.

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Mamá también quiere tenerte y a ella te llevo. Tiene lágrimas que brillan, de esas que dejan marcas de amor y que sólo momentos muy especiales permiten salir. Con esfuerzo, por su voz quebrada, Cande me dice que está muy feliz, tan feliz que nos abrazamos los tres, el primer abrazo de una nueva familia.

Hijo, sentimos que entre los dos estás muy bien, dejas de llorar y cierras tus ojos en paz, pero tu manito no deja de moverse. Buscando algo atrapas mi dedo, atrapándome la vida, atrapándome para siempre. Pampa, hijo nuestro, te queremos muchísimo, mil gracias por esta bendición.

–Felicitaciones. Tomaron la decisión correcta –comenta el doctor.

–Nosotros no decidimos, sólo nos sumimos en nuestra fe.

–Y ¿cómo se llama el nuevo viajero?

–Nahuel Pampa.

En el hospital, recibimos muchísimas visitas, con flores y regalos. Incluso viene la televisión y en el diario sale otra nota anunciando el nacimiento de Pampa.

Volvemos a entrar a “casa”, a nuestra casa rodante, pequeña, pero con el jardín más grande del mundo, es decir, el mundo mismo:

–Macondo, otra nueva generación te toca llevar y nada más ni nada menos que hasta Alaska –le digo al Graham mientras los tres subimos a él.

Nuestro auto acuna a nuestro hijo hasta dormirlo en su regazo. Verlo a Pampa en el asiento trasero, viviendo, durmiendo, me provoca paz.

Llegamos a la casa de Mike y Mariann, quienes nos esperan con su casa decorada con guirnaldas de colores y dos carteles en la puerta que dicen: “Welcome Home” y “¡Es un niño!”. Así como nuestros padres nos hubieran recibido lo hacen ellos; con todo el cariño del mundo.

Por la tarde, juntamos los tres Grahams, es decir, el de Mike, el de Bob y el nuestro, el cual decoramos con globos y guirnaldas. Todos festejamos llevándolo a Pampa en su primer día de vida a bordo de los tres autos.

Los dos días siguientes participamos de muchas reuniones para presentarles a todos a su nuevo sobrino y nieto: encuentros de autos, de iglesias, y de grupos diversos. Pampa continúa recibiendo regalos, algunos muy emotivos, como ropita tejida a mano o mantas con el nombre de nuestro niño bordado.

Estamos aprendiendo a ser padres, y para ello nos quedaremos aquí un mes, tal como nos recomienda la Dra. Lukas, la pediatra. Junto a Pampa empezaremos una nueva etapa del viaje: la de una familia que viaja unida en un sueño hacia Alaska. ¿Cómo será? Es la pregunta de siempre. ¿En que cambiará el viaje?

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“Eres nuestro invitado”

Llega la reunión del Club Graham Paige, que organizaron Mike y Bob junto a sus mujeres. Ésta dura cinco días y asiste gente desde todo Estados Unidos y Canadá, algunos con sus autos. En total se reúnen unos veinte, de distintos modelos.

Un día, estacionados todos los autos frente a una casa de campo a la que llegamos en caravana, nos sentamos en un jardín a charlar.

Los asistentes conocen nuestro viaje por la página de internet del club, en donde venimos contando algunas experiencias. Sin embargo, nada saben de lo que pasó en EE.UU. dado que aún no hemos escrito nada al respecto.

–¿Cómo fue el viaje desde que entraron aquí? –pregunta un hombre haciendo reinar el silencio, pues todos están interesados en la repuesta.

–Creo que mucho mejor de lo imaginado, vivimos increíbles historias: con el seguro, las ruedas, la extensión de visa y ahora, el nacimiento de Pampa. Todas historias que se fueron resolviendo de la mejor manera. Lo que más nos llama la atención es que antes de entrar aquí nos dijeron que no seríamos recibidos en las casas de familia, pero ya llevamos cuatro meses y sólo dormimos por nuestra cuenta una noche. Como ejemplo les puedo contar: en el Great Smoky Mountains, en una estación de servicio apareció un hombre que, después de las preguntas de siempre, nos preguntó si nos gustaría quedarnos en una cabaña que él tenía en la montaña. Allí nos llevó en su camioneta y nos dejó solos en un lugar increíble. Mas no fue sólo eso, también nos llevó a bucear al río y ayer se vino desde allí para conocer a Pampa. Otro que conocimos en Guatemala viajó desde Florida para felicitarnos y reencontrarse con nosotros y así otras sorpresas más, como cuando dormimos en una casa trailer muy humilde…

Bill Conley, junto con su mujer y otros canadienses, aprovecha el paseo por el parque para apartarnos del resto del grupo. Es que nuestro problema con la visa a Canadá sólo lo charlamos con canadienses, quienes sienten muchísima vergüenza por lo que nos pasó y quieren solucionarlo.

–¿Has recibido muchas invitaciones para visitar gente en Canadá? –me pregunta Bill.

–Sí, cientos de cartas para ir a casas de familia, clubes, organizaciones.

–Quiere decir que la nota en el diario hizo efecto. Les traje esta copia del diario donde verán su nota contando lo maravilloso de su viaje, de la gente del camino, y en el último párrafo sobre Canadá dice que es el único país que les está impidiendo entrar y terminar su viaje. Con estas invitaciones su situación es distinta, ahora somos nosotros quienes queremos que vengan a Canadá. Ellos pueden negar un pedido a un extranjero, pero no pueden negarnos a invitarlos. No sólo tienen esas invitaciones apoyándolos, muchos han llamado a sus representantes en el parlamento para contarles su situación. Quien decide qué temas se tratan en el parlamento tiene autos antiguos y pertenece al club de Canadá. Está muy enojado por lo que ha pasado.

–También otros canadienses nos contaron que hasta llamaron a la embajada en Washington contándoles que vamos a pasar a solicitar la visa –agrega Cande.

–Y hasta tenemos uno que se ofreció a cruzarnos ilegalmente en su lancha, de última... –digo yo.

–No creo que llegue a hacer falta. Que una sola persona en la embajada en México haya hecho una estupidez no significa que ahora nosotros vayamos a hacerla –concluye Bill.

El último día, durante el cierre de la convención, se entregan premios: Pampa gana el galardón al miembro más joven de la reunión, que le es entregado por los descendientes de la familia Graham fundadora de la empresa.

En cuanto a nosotros, nos llevamos el premio a la mayor distancia manejada, sin que nadie lo discuta, y la vivencia de cinco días maravillosos en los que conocimos personalmente a gente que sólo frecuentábamos por correo, a gente que nos ofrece sus casas y su apoyo.

Desfile

Al mes, la pediatra Lukas nos da el visto bueno para seguir viaje. Es 4 de julio y se nos ocurre la mejor forma de agradecerle a toda la gente de esta ciudad su trato hacia nosotros: este mismo día participaremos en la caravana del Día de la Independencia.

En el guardabarros delantero viajan los hijos del anestesiólogo; dentro del auto, con nosotros, Mike y Mariann, y al estribo se van subiendo muchas caras conocidas. A medida que avanzamos, los aplausos se hacen escuchar, nos dicen cosas muy lindas, pero sobre todo desean ver al bebé y gritan por ello. Mi mujer lo muestra desde el asiento trasero yendo de una ventanilla a la otra.

Agotados por tanta fiesta, a la noche volvemos a casa. Cande, mientras ordena todo para llevar y muy pensativa, me confiesa:

–Cuanto más se acerca el momento de despedirnos, menos quiero vivirlo, sentirlo. Algo de mí queda aquí como en cada lugar que dejamos. Sigo hacia delante con nuevos aprendizajes y rostros nuevos que difícilmente se borren de mi mente. Este encuentro, como todos los demás, me cambió: aprendí y crecí. Evado pensar que mañana me iré, que lloraré diciendo adiós. Es que ni ellos ni yo sabemos de un próximo encuentro, porque en la mayoría de los casos no lo habrá. La intensidad de lo compartido es lo que me emociona. Un día o un mes, no importa, lo que vale es lo vivido. Ya me veo temblar, diciendo frases hechas como: “Algún día nos volveremos a ver”. No quiero llegar a eso, pero sé que me tocará vivirlo porque el camino sigue, más sorpresas y más gente por conocer nos esperan.

Tal como lo adelantara Cande, dejamos Greensboro a viva lágrima. Mariann y Mike nos alientan, nos prometen que nos volveremos a ver antes de que concluyamos el viaje y dentro de unos años en Argentina. Con esta esperanza, nos alejamos.

Tal como venimos

En el camino nos llaman dos personas distintas diciéndonos que tienen sponsors para nosotros. La noticia nos toma totalmente por sorpresa y debemos decidir qué hacer.

Por un lado, contar con sponsors significaría no tener que rebuscarnos para generar dinero con el que seguir, significa más tiempo para dedicarnos a otras cosas. En definitiva, una cómoda seguridad.

Pero por el otro, si ahora pusiéramos la calcomanía de una empresa en el auto, sería como si todo el viaje hubiera sido posible gracias a ella y no a las personas que nos recibieron, apoyaron y ayudaron por amor y a cambio de nada.

Al principio, sobre todo en Perú y Ecuador, nosotros buscamos anunciantes, pero todos nos dijeron que no. Además, nuestra intención de mostrar que todo es posible quedaría menoscabada por un: “Ah, con sponsors… así es fácil”.

Por otra parte, el vender libros nos gusta, es nuestra forma de contactarnos con la gente, de inspirarla a ser águila, y nos gratifica. Además vender el libro no es sólo eso, son esos lugares inimaginables: estacionamientos, calles, ferias, mercaditos, restaurantes, esquinas, parques, escuelas, exhibiciones…

Venta de libros frescos, llenos de cuentos, aventuras y sueños. Libros que cuentan lo aprendido, lo enseñado; de aventuras para algunos, de locuras para otros. Libro que revive los sueños del lector y lo pone a prueba. Libro que, al firmarlo, le agregamos el toque de tierra recorrida.

Las nuestras son ventas en movimiento, a bordo. Ventas de una sola oportunidad, de un solo contacto, pues pocas veces nos hallan en el mismo lugar. Cada encuentro no es casualidad: el auto y nosotros nos reunimos en un lugar por el que sólo estamos de paso con un comprador que siempre resulta ser de aquellos que necesitan revivir sus sueños o ser parte de uno.

Casi no tenemos que hablarlo, Cande y yo deseamos seguir por nuestra propia cuenta. La mejor parte del viaje empezó cuando nos quedamos sin dinero, ¿para qué arruinarlo ahora?

Nos vuelven a llamar y agradecidos les damos a conocer nuestra decisión de seguir tal como venimos.

Fórmula de amor

Como si el auto fuera parte del paisaje con el que armoniza, viajamos por pequeños caminos ondulados, con muy poco tráfico, cruzando puentes cubiertos hechos de madera y rodeados de pequeños campos de amish en Virginia y Pensilvania, para llegar al pueblo de Macungie.

Llegamos a este pequeño pueblo casi sin querer, la familia que nos hospedó la noche anterior sabía que aquí habría una gran reunión de autos clásicos. Viendo la oportunidad de vender libros, nos acercamos. Recién mañana abrirán la exposición, pero ya hay muchísimos autos, puestos de venta, carpas y movimiento.

–Está todo ocupado, ya ni siquiera hay lugar para el año que viene. Se debe reservar con dos años de anticipación. Sin pase no dejan entrar a nadie –nos comentan varias personas. Igual nos quedamos a ver si hablando mañana conseguiríamos nuestro espacio.

Nos preparamos para dormir en el auto, por segunda vez desde que entramos a Estados Unidos y por primera vez junto con Pampa. Entonces se nos acerca una familia que nos invita a su casa y a la que le aceptamos ir, pero sólo a bañarnos y a comer. Mañana queremos estar desde bien temprano al pie del auto intentando entrar al show.

Cuando llegamos a la casa, nos encontramos con un hogar donde el amor no sobra sino que hay en demasía. Tienen siete hijos adoptados ya de niños. Para muchos, adoptar niños así es para problemas, pero no para esta pareja que con una fórmula de amor disuelve todos los problemas:

–Dales amor, es lo que precisan. Si hacen cosas para llamar la atención, es porque la necesitan, necesitan que les demos nuestro tiempo, atención y amor –nos aconseja la mujer.

Por la mañana, buscando hablar con el encargado de la reunión, conozco a Bill, importante directivo del AACA:

–Aquí son muy estrictos y difíciles, no puedo hacer nada. Sí los invito a Hershey en octubre, que es la reunión de autos más grande del mundo.

Luego, cuando conseguimos hablar con el encargado feliz nos acomoda en el centro del show bajo el mástil de la bandera. Un gran espacio que enseguida se llena de gente.

Son tres días de show en los que recibimos todo tipo de afectos. La encargada del parque nos da vales para usar la pileta y las duchas, los de la organización del show nos brindan desayunos y mucha de la gente que pasa vuelve con alguna gaseosa, jugo o sándwich para nosotros. No hay forma de pararlos.

Vendemos muchísimos libros, pero lo mejor es la cantidad de invitaciones que recibimos para ser hospedados en esta zona y otros muchos estados.

Nuevo intento

Entrar a la ciudad de Washington con nuestro auto es mucho más sencillo de lo que habíamos pensamos. Usamos un camino asfaltado que costea el río y por el que no se puede circular a alta velocidad.

Ya dentro de la ciudad, tampoco es difícil llegar a la casa de Paulita, una muy buena amiga y ex compañera del colegio de Cande, con quien hace años que no se ve. Es emotivo verlas abrazarse y recordar muchas cosas de su niñez.

Hay muchísimo por recorrer y ver en la ciudad. Sólo para los museos se necesitan varios días, pero no tenemos en nuestra mente nada de eso. Por ahora queremos resolver la visa a Canadá.

Nos presentamos en la embajada argentina, donde nos reciben como si fuera un club aun sin saber nada de nosotros. El ministro Jorge Osella se sube a nuestro auto y sueño queriendo ser parte en todo. Nos organiza una ronda de prensa y consigue que salgamos en varios canales internacionales; nos lleva a la sede de la Organización de Estados Americanos (OEA), donde nos nombran embajadores del continente americano y para terminar el día, nos dedica una gran parrillada junto con sus amigos.

El día siguiente lo dedicamos con Jorge a armar una carpeta en la que agregamos cartas con invitaciones a Canadá, una explicación de la razón del viaje, diarios, el libro, la carta de la embajada argentina y la de la OEA.

–Que no nos falte nada –nos alienta el ministro mientras manda a todo su personal a fotocopiar, traducir o escribir cartas.

Bien temprano nos presentamos junto al ministro en la embajada canadiense para solicitar la visa. Ya sabemos que conseguir una no es fácil, ahora nos falta saber si es posible revertir una denegada. Pagamos por segunda vez el arancel para solicitarla y empezamos a llenar el formulario. Hay tres preguntas con sus casilleros para marcar sí o no. La primera, es “¿Participó de un acto de terrorismo y/u otros delitos graves?”; la segunda, “¿Fue detenido por drogas y/u otros delitos graves?” y la tercera, como si fuera “delito grave”: “¿Alguna vez solicitó visa y le fue rechazada?”.

Hacemos la gran cola rodeados de gente de todo el mundo. Se nos vienen a la mente recuerdos muy feos, difíciles de olvidar. Al llegar nuestro turno, el ministro se presenta para anunciarnos, pero la mujer que atiende lo para antes de que termine:

–¿Quién es la persona que solicita la visa?

–Ella, pero quiero que sepa que el gob...

–Entonces, que ella sola la solicite –lo interrumpe secamente.

Cande le muestra la solicitud y el ministro le pasa la carpeta.

–Quisiera mostrarle, si me permite, porque queremos ir a Canadá –atina a decirle Cande mientras que la mujer lo primero que ve es una foto enorme en un periódico con el auto y nosotros–. Estamos siendo invitados por muchos canadienses...

–¿Ustedes son los que están viajando desde Argentina hasta Alaska? –nos pregunta sorprendiéndonos con su conocimiento, y agrega– Los estábamos esperando.

A partir de aquí todo nos es mucho más fácil. Simplemente nos preguntan qué es lo que queremos, a lo que el ministro responde: “el máximo tiempo con múltiples entradas”. El pedido es otorgado.

Felices, apenas volvemos a la embajada argentina llamamos a nuestros amigos de Canadá y nos contestan:

–Los estamos esperando, no se tarden.

Colgamos el teléfono y nos abrazamos felices de haber triunfado: se disfruta la victoria cuando se conoce la derrota.

El final está escrito

El auto ha empezado a estar más acelerado, no entiendo qué puede ser. Meto mis manos en el motor y junto al portero de la embajada logro arreglarlo ajustando unos tornillos. Mientras tanto, Cande está dentro del edificio vendiendo libros y artesanías en una feria que nos han organizado especialmente.

Al regresar a casa el auto falla de nuevo, empeora a medida que avanzamos y se para a tres cuadras de lo de Paulita, frente a la casa de un fotógrafo de aventuras quien sale enseguida y empieza a retratarnos a la vez que se ofrece a ayudarnos.

Le pido el teléfono y llamo a Pino, un paraguayo de unos setenta y tantos años, que al ratito viene a nuestro rescate. Lo conocimos en la radio Tango y Milonga: escuchó nuestra entrevista al aire y se acercó a la radio para regalarnos su libro. Una obra recién impresa en la que cuenta su viaje en un Ford T, desde Paraguay hasta Nueva York, en el año 1951, junto a una pareja.

Al libro me lo leí en una sola noche. Cuenta que al poco tiempo de salir se quedaron sin dinero, después que la pareja quedó embarazada y que el bebé nació en Colombia. En Costa Rica construyeron una balsa para cruzar un río selvático y se hundieron: el auto quedó bajo agua, a una profundidad de un metro y medio. No pudiendo encontrar quien los ayudara a sacarlo, lo fueron desarmando para volver a armarlo al otro lado del río.

Más tarde, en Estados Unidos y cuando ya casi estaban llegando, los chocaron por detrás haciéndolos a la vez colisionar con el auto de adelante y romper las cuatro ruedas de rayos de madera. La policía remolcó el Ford hasta un “desarmadero”, pero ellos no se rindieron: Pino consiguió un pedazo de madera y empezó a hacer los rayos. Cuando el dueño del “desarmadero” vio tanta decisión, les regaló un Ford T fuera de funcionamiento del cual pudieron obtener todos los repuestos. Llegaron a Nueva York, cumplieron sus sueños y Pino empezó una nueva vida, dado que encontró el amor de su vida y se quedó.

Ahora en la calle del muy pintoresco barrio Georgetown, bajo su dirección, estamos viendo qué pasa con el auto. Ya le saqué el capó, el radiador, el ventilador y la tapa de la cadena de distribución. Pino opina que con alguna de las aceleradas que pegó, de seguro la cadena saltó unos eslabones saliéndose de punto.

Muchos se nos acercan para mirar, opinar y preguntar. Mientras, el fotógrafo Robert Hyman los entretiene para que no nos distraigan contándoles lo que leyó de nuestro libro. De tanta publicidad que está haciendo, le vende uno a cada curioso que se acerca.

Por la tarde, mientras con Pino seguimos trabajando, algunos de los presentes se sientan sobre el pasto de la casa o el estribo del Graham a filosofar sobre la vida y los sueños mientras el fotógrafo sirve a todos refrescos.

–¿Y qué se siente ir por el camino y que todos los pasen?

–Ya me acostumbré –contesto.

–Ellos irán lento en su camino, pero saben muy bien adónde van –agrega uno.

–¿Qué tiene un hombre de negocios que otros no? ¿Qué diferencia hay entre el que se desarrolla y el que no? –nos pregunta a todos un señor mayor.

–¿La perseverancia? ¿El arduo trabajar? –arriesga otro.

–No, hay muchos que trabajan arduamente y son perseverantes, pero siguen dándose contra la misma pared y no avanzan.

–Entonces ¿qué es? –pregunto sin sacarle la vista a la tuerca.

–Es la imaginación, el uso de la imaginación llevada a la práctica. Donde muchos ven que todo se viene abajo, otros imaginan qué se puede hacer y lo desarrollan. Al actuar sin dejarse llevar por lo que ha sucedido, sin llorar por lo perdido ni por la negatividad colectiva, se amoldan a la situación y tratan de salir de ella superándose –nos explica–. Cada vez que una persona desarrolla un producto nuevo, simple y sencillo con el que gana millones, nos solemos preguntar cómo fue que no se nos ocurrió a nosotros. Fue sencillamente porque no queremos usar la imaginación. Creemos que todo está inventado, que no hay nada nuevo bajo el sol, pero hasta en las cosas más simples de una casa familiar hay un mundo de productos por desarrollar… Usa tu imaginación, mézclala con la razón y harás un millón.

–Perdón, pero ¿a qué viene este comentario? –le pregunta el fotógrafo.

–Tú me has dicho –me dice a mí– que cuando te quedaste sin dinero no regresaste a tu casa, sino que seguiste, y que en cada país que entraste volviste a empezar imaginando nuevas cosas, cambiando tus productos de venta, amoldándote a la situación económica de cada zona y modificando hasta tu estrategia de venta. Tú llegaste a cada país con el auto y con lo puesto, y en países donde a millones se les hace muy difícil el vivir día a día tú paseaste, trabajaste y te marchaste habiéndola pasado muy bien.

–Sí, bueno, pero siempre con mucha ayuda de la gente…

–La gente no ayuda a quien no sirve ayudar, sino al que está haciendo algo, al que la está peleando. Ustedes donde están demuestran que persiguen un fin, un sueño, por el que hacen todo lo posible. Ante eso la gente no puede resistirse a ayudarlos.

Nunca imaginé que la gente nos ayuda porque no puede resistirse… Suena muy lindo, como si fuésemos nosotros quienes les hacemos un favor a ellos. Pero siento que le quita valor a la ayuda recibida.

–¿Sabes cómo una empresa crece, se hace fuerte y muy rentable? –pregunta nuevamente el mismo señor.

–No, no creo saberlo.

–Pues haciendo que cada empleado de su empresa sienta que es suya, que le pertenece. Haciéndole creer que cada movimiento que realice influirá y que si tiene una idea para mejorar su empresa, la comente. Que si puede ahorrar en fotocopias, llamadas, productos de limpieza, materiales, electricidad o lo que sea, lo haga porque es su empresa. Así de sencillo… –hace una pausa y me mira fijamente–… Este comentario se debe a que ustedes, a cada una de las personas que les ayuda, le hacen sentir que este sueño también le pertenece, que es una parte fundamental para lograrlo. Es por eso que su sueño está funcionando como una empresa totalmente exitosa. Aunque no lo sepas, estás usando herramientas que llevan a las personas al éxito. Su sueño o empresa, como quieras llamarlo, tiene un final ya escrito: el éxito.

Me deja pensando, sin saber qué decir. Llamar a mi sueño empresa no me gusta y menos aún que el final ya esté escrito. Claro que tenemos fe en que vamos a llegar, pero vivimos cada metro avanzado como un logro sin plantearnos ni saber dónde ni cómo será el final.

Si bien Pino hace todo lo posible para ayudarnos, no está bien del corazón y el calor que hace le sienta mal. Los chicos de la radio Tango y Milonga ya tienen otra solución para nosotros: una grúa nos lleva al taller Champion, de un argentino. Guillermo, uno de los mecánicos latinos que atienden el lugar, se encarga de nuestro arreglo, que finalmente es un problema de carburación.

Por la noche me voy a dormir a la casa del mecánico, que vive en un barrio lleno de inmigrantes, muchos latinos. Con él y su hijo nos vamos a jugar a la pelota. Pareciera que no estuviéramos lejos de mi casa: llegamos a la cancha, intentamos armar un equipo con los que están afuera y pedimos jugar contra el ganador de los dos equipos que están enfrentando ahora.

El mecánico y el hijo son unos genios con la pelota y porque soy argentino lo mismo creen de mí los demás, razón por la que junto a ellos me mandan arriba, para luego, poco a poco, irme bajando hasta casi sacarme de la cancha por mi mal juego.

Si das, olvídalo; si recibes, recuérdalo

Entrar a Nueva York sí que es complicado; hay tantos puentes, túneles, desvíos, autopistas y tráfico que nos pasamos sin tomar salidas y otras que luego tomamos equivocados. Todo hace que llegar a la Quinta Avenida se convierta en un tour obligado por casi toda la ciudad. Al primer lugar que vamos es al consulado argentino, allí ya saben de nuestra llegada y nos han conseguido quien nos hospede.

Siguiendo sus indicaciones vamos hacia el Bronx; cuanto más nos adentramos más se parece este barrio al escenario de las películas de acción. Llegamos a la puerta de la iglesia que nos indicaron en el consulado. Golpeamos y abre la puerta una señora que se presenta como Mariana y ansiosa nos avisa: “Ahora llamo al Padre Carlos”. Al rato vuelve con él, quien nos muestra una enorme sonrisa mientras le pide a Cande el bebé para tenerlo en sus brazos. Luego nos da la bienvenida y nos explica que Mariana será quien nos recibirá en su casa, a dos cuadras de allí. Ella está encantada por ayudarnos y nos comenta que esto la hace muy feliz.

–Mariana, por favor venga… –la llaman y se va

–Ella trabaja en la secretaría de la iglesia –nos cuenta el padre a la vez que se acerca al auto–. ¡Qué maravilla, qué increíble, qué bueno!

–¿Tanto le gusta el auto?

–No, lo que están haciendo. Claro que el auto es muy lindo, pero lo que están haciendo es… glorioso.

–¡Padre! ¡Una pandilla saltó el alambrado del estacionamiento y está ahí! ¿Llamo a la policía? –irrumpe Mariana.

–No, ¿para qué? Son sólo unos chicos haciendo travesuras. Ahora vamos para allá y estacionamos el auto de Herman y Candelaria.

Su respuesta nos deja helados, estamos en el Bronx, famoso mundialmente por sus malas historias y al parecer estacionaremos el Graham por toda la noche en un lugar donde pandillas podrían saltar el alambrado mientras nosotros estuviéramos durmiendo, si es que pudiéramos pegar un ojo, a 200 metros de allí.

El padre indica que demos la vuelta a la manzana, él nos esperará en el estacionamiento.

–¿Escuchaste eso, Cande? Una pandilla en el estacionamiento. ¿Qué hacemos?

–No sé, me da terror. Veamos…

Al dar la vuelta vemos que, para colmo, el estacionamiento está cruzando la calle. El Padre ya nos ha abierto la puerta y nos hace señas para que entremos.

–Padre, ¿usted cree que el auto estará seguro aquí? –pregunto mientras miro la puerta hecha con caños ya torcidos.

–Sí, ten fe –me responde el padre en un tono muy seguro de lo que dice.

¿Qué pasó conmigo? ¿Cómo es que olvidé a mis ángeles guardianes? ¿Cómo puede el miedo hacerme olvidar mi fe de que nada malo pasará? ¿Cómo me dejé llevar así? Desde que entré a Nueva York soy un manojo de nervios. Al ingresar pensé cómo podríamos entrar a la ciudad con tantas autopistas, dónde conseguiríamos un lugar para dormir. Y acá estamos, dentro de la ciudad, tras cruzarla toda, desde Manhattan hasta el Bronx y habiendo conseguido lugar para dormir y estacionamiento para el auto. Mis nervios no me dejaron ver cómo todo ya estaba arreglado de antemano para nosotros. Respiro profundo, me relajo y me siento colmado nuevamente:

–Sí, Padre, tiene razón, no tengo que abandonar mi fe.

El Padre nos invita a pasar a la cocina de la iglesia, donde sobre la mesa hay un plato con comida rodeado por dos cubiertos y un vaso de agua. Busca un plato más, divide en dos la comida, llena otro jarro y pone otros cubiertos.

–Coman, chicos, que esto está muy rico…

–¿Usted ya comió, Padre?

–No, pero no se preocupen…

–No, Padre, nosotros podemos buscarnos algo.

–Chicos, no se dan una idea de la satisfacción que siento al compartir mi comida con ustedes. Por favor no me quiten este momento tan feliz.

Tras sus palabras, nos comimos el plato entero. Está riquísimo, con el ingrediente especial de que una persona estaba ayunando por nosotros.

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Inquebrantable

La casa de Mariana es grande y, aunque aún está pagando una hipoteca, nos da un cuarto que suele alquilar. Su marido, Marceliano, nos invita a quedarnos por todo el tiempo que queramos.

Mientras saboreamos el exquisito desayuno que nos preparó su mujer, él nos comenta, meneando la cabeza: “¡Qué par de locos ustedes dos! Son extraterrestres, son un par de marcianos”, y así quedamos apodados por siempre para él: “marcianos”.

Salimos a recorrer la ciudad.Tomamos el ferry, para ir a ver la Estatua de la Libertad, que tanto representa, que tantas personas vieron como la bienvenida a un mundo de nuevas posibilidades, de nuevos horizontes. Millones de seres la vislumbraron antes aun que a la tierra firme. Recuerdo Cuba y aquella gente que tanto me enseñó a valorar la libertad. La estatua es mucho más grande y linda de lo que imaginaba. Se ve tan firme e inquebrantable como yo siento mi libertad.

Volvemos al ferry y, para nuestra sorpresa, el tour aún no se termina. Nos llevan a una isla que fue para todo inmigrante el primer lugar donde puso sus pies en este continente al dejar el barco. Allí se mezclaban y compartían la mesa codo a codo con personas de todo el mundo. Esperaban en salones donde se escuchaba el eco de cientos de lenguas distintas, dormían en barracas llenas de desconocidos, sin embargo, todos tenían algo en común: sueños. En las paredes del ahora museo, hay cientos de fotografías que muestran, por las vestimentas, cuán distintas eran unas de otras: había gitanos, turcos, griegos, rusos, españoles…. Todos los rostros se ven cansados por el largo viaje y nerviosos por la incertidumbre; sin embargo, si uno se acerca más a las fotos y ve sus ojos, éstos tienen una luz que brilla: es la luz de la esperanza, que nunca se les apagó y ahora brilla más que nunca.

Silencio que no queremos romper

Menos lugar para estacionar, la ciudad de Nueva York lo tiene todo. Tiene a las personas más ricas del mundo viajando en la limusina más larga por la misma esquina en la que los sin hogar revisan la basura en busca de comida. Las entradas a edificios de empresas que dirigen la economía mundial, de noche funcionan como cobijo para ellos.

En esta ciudad se pueden probar todas las comidas del mundo y visitar barrios de comunidades de las que jamás uno antes escuchó hablar. Incluso la ciudad está plagada de carteles en idiomas que se mezclan con el inglés y que no podemos descifrar. Siguiendo uno de ellos, llegamos al lugar donde estaban las Torres Gemelas. Aquí el silencio duele y se hace notar, ni siquiera los autos que pasan se atreven a tocar la bocina, hay mucha gente a nuestro alrededor y todos en silencio. Algunos toman fotos pero nadie pide una sonrisa. Es que el lugar donde murió tanta gente que tan llena de vida estaba, que nada tenía que ver, donde los que murieron podríamos haber sido nosotros si hubiéramos llegado antes, nos deja en un silencio que no queremos romper.

Una vez repuestos de tanta intensidad, vamos al barrio Queens. En la unión de cuatro de sus esquinas nos podemos sentir como en Argentina: una parrilla, una carnicería, una panadería, una vidriería, un bar, el club social, una peluquería y el cariño con el que nos recibe la gente de este barrio hacen que, aunque tras dos años y medio lejos extrañando lo nuestro, nos olvidemos por un momento de las distancias.

Estacionamos el auto y enseguida se nos vienen al humo un montón de personas. No pueden creer que, desde Argentina, hayamos llegado “en esto”, tal como ellos llaman a nuestra nave.

–Éste es mi sueño: volver manejando desde aquí hasta la puerta de mi casa –dice un joven.

–Me siento tan feliz de verlos a ustedes como cuando salimos campeones del mundo. ¡Es que esto es mundial! –comenta otro.

A esa misma esquina volvemos varias veces, dado que es el paso obligado de muchos argentinos que buscan comprar artículos regionales, comer una parrillada o juntarse con paisanos. A ellos les vendemos nuestro libro, y casi todos compran. Nos sentimos muy bien al escuchar nuestra música en la calle y ver las mesas en la vereda.

Subir al altar

El domingo llega y no podemos negarnos a la invitación del Padre Carlos de asistir a su misa, la cual es brindada en español ya que en el Bronx viven miles de latinos.

El Padre nos pide que estacionemos el auto en el frente mismo de la iglesia, aunque está prohibido. “Éste pasa por un auto de casamiento, la policía no molestará”, nos asegura. Luego nos ubica en el primer banco e inicia la misa.

La iglesia está bien llena y realmente linda, hace muchísimo tiempo que no escuchamos una misa en español. Ya cerca de terminar la misma, el padre comienza a decir algo que nos inquieta:

–Hoy nos acompañan unas personas muy bellas que están tras su sueño. Habrán visto al entrar, un auto muy hermoso y muy viejo. Con él llegaron desde muy lejos, tras casi tres años de viaje, y habiendo tenido en su camino la bendición de poder contar con un integrante más que los convirtió familia –nos señala–. Por favor, Candelaria, Pampa y Herman, suban al altar. Cuéntennos algo de su viaje, de su sueño –nos propone tomándonos totalmente de sorpresa.

–El Padre tiene razón cuando dice que Dios nos bendijo al hacernos familia, y no lo decimos sólo por Pampa, sino por la maravillosa familia americana que ahora tenemos. Más que nunca sentimos que tenemos hermanos, porque cuando pasamos por sus países nos recibieron en sus casas, nos compartieron sus comidas y nos dieron su tiempo. Tienen que estar súper felices y orgullosos de sus paisanos, que nos abrieron tanto sus casas como sus corazones haciéndonos sentir en un lugar especial y muy queridos.

Al terminar de decir esto, el padre no nos deja volver a nuestro banco. Finaliza su misa llevándonos con él hasta la puerta de la iglesia, donde vemos a tres personas con baldes en sus manos que gritan:

–¡Juntemos para los viajeros, para que sigan con su sueño! ¡Para los viajeros!

Nos queremos morir, no sé si de alegría por el apoyo que nos brindan todos o si por la vergüenza de ser los destinatarios de la colecta. De todos modos, no nos dejan tiempo para replanteos porque inmediatamente nos empiezan a comprar libros a la vez que cada cual nos cuenta de dónde es, cosa que de todos modos podemos intuir por la típica tonada de cada uno. Al final de la jornada, nos dan un poco mas de trescientos dólares recaudados, gesto que agradecemos mucho a todos.

Corazón con corazón

¿Qué sería estar Nueva York sin visitar Times Square? Hacia allí vamos con el auto y bien tempranito. Ya que estamos tan bien estacionados decidimos quedarnos a vender libros y lo hacemos a buen ritmo. Una mujer policía se acerca, intuyo que me obligará a mover el auto y se acabará la fiesta. Ella se queda mirando absorta hasta que alguien le pide que le saque una foto con nosotros. Para mi sorpresa, encantada lo hace e incluso nos compra un libro.

Un hombre de casi cuarenta años y muy bien vestido, que espera parado la luz del semáforo, se queda en la esquina mirándonos aunque ya puede cruzar. Se nos acerca y nos dice:

–Están haciendo algo que millones soñaron, pero nunca hicieron –miles de veces he escuchado este comentario, pero no estoy haciendo esto para diferenciarme de millones, sino que lo hago por mí–. ¿De qué trata el libro que venden?

–Te resumo todo el libro en pocas palabras: el secreto para cumplir un sueño es empezar.

–Bueno, me lo llevo.

Creo que es una de las ventas más rápidas que hice, sorprendiéndome tanto que me nace cuestionarle:

–¿Te puedo preguntar qué estás haciendo por tu sueño?

–Ayer, justo ayer me planteé mi vida. No sé qué es lo que estoy haciendo ni para qué lo estoy haciendo. ¿Nunca te preguntaste por qué o para qué? O ¿a qué viniste a este mundo y qué estas haciendo por ello? A veces me pregunto: “¿Qué estoy haciendo acá en vez de estar pescando con mi hijo en la laguna o caminando con mi mujer por la playa, el bosque o donde sea, pero con ella?”. ¿Cómo es que todo se complica? ¿Cómo puede ser que no tenga tiempo para las cosas más simples, para mis amigos, para mis queridos… ? Tengo un excelente salario, pero me falta tiempo para disfrutarlo. Entre mi trabajo y el viaje que implica, estoy once horas fuera de casa. Mi mujer también trabaja y llegamos en distintos horarios, tenemos diferentes épocas de vacaciones y mi hijo... ¡tan poco tiempo paso con él! –el hombre necesita ser escuchado y yo, escuchar–. En este país hay estadísticas para todo, sin embargo falta un estudio sobre cuántas personas felices, enamoradas y cumpliendo su sueño existen –me dice mientras me da el libro para que se lo firme–. Si le preguntaras a cualquier estadounidense qué sacaría de su casa ante un incendio, te respondería que primero, a su familia y, segundo, los álbumes de fotos. Lo más importante de la vida son nuestra familia y nuestros momentos, ¡lástima que sólo lo recordemos durante un incendio!

No sé qué decirle, él sabe la verdad de lo que hay que hacer y también sabe que no es lo que está haciendo. Él quiere dejarse llevar por el amor, por los sueños, por la fe y la esperanza. Desea dejarse ganar por la alegría, pero está atrapado o, mejor dicho, se siente atrapado. El mayor escollo para cumplir un sueño y la felicidad es uno mismo. Se despide de mí:

–Ten cuidado.

–Todos me dicen que me cuide, ¿de qué? –inquiero.

–Cuida tu vida, que no te pase nada malo…

–Pero por más que haga lo que haga y me cuide, moriré.

–Bueno, mientras vivas, cuida de tu vida.

–Es justamente lo que estoy haciendo: cuido de que mi vida tenga vida. Y para eso hay que arriesgarla un poquito.

Me extiende la mano para saludarme. Yo le doy un abrazo.

–Tú abrazas porque eres latino...

–No, porque lo necesito. El abrazo nos pone corazón con corazón. Escucha, estás en un momento muy bueno de tu vida, puede que te sientas en crisis, pero estás en un momento en el que puedes empezar toda una nueva vida. Si a este momento lo dejas pasar, puede que no vuelvas a tener otra crisis. Es tu corazón que a gritos te está pidiendo cambiar, no lo calles, escúchalo, síguelo.

Vivir día a día

Una de las paradas que hacemos camino a Canadá es frente al río Hudson, para visitar a una pareja que conocimos en Macungie: Lou y Peg. Lo primero que uno percibe es que tienen muy claro qué desean de la vida: vivirla día a día. Su casa no es ostentosa, ni tiene cosas de valor: no son dueños de la tierra, así que construyeron su hogar provisoriamente sabiendo que algún día se tendrán que ir. Pero eso sí, se han armado una cancha de beach volley donde vienen amigos a jugar, un jacuzzi frente al río y cenan todos los días con champagne, aunque coman hot dogs. Ella es ambientalista y él tasa casas para los bancos, pero no responde llamados, sino que su máquina lo hace. Sabe que el trabajo de dos días a la semana le alcanza para vivir, y ése es el tiempo que le dedica. Se los ve felices, llenos de vida con todo lo que quieren de la vida.

Nos dan su cuarto para dormir, que si bien es tan pequeño que casi sólo entra la cama, se siente enorme: una de las paredes es toda una ventana con vista al río, la otra tiene una enorme ventana al bosque y el techo es de lo más estrellado, porque también es de vidrio.

Para el café de la sobremesa, nos invitan a pasar a los bancos que están frente al río y desde donde se puede ver en la costa de enfrente una enorme mansión con un gran parque:

–El dueño de esa casa que ven ahí es uno de los más ricos, tiene millones de millones, lo que quiera se lo puede comprar. Pero la verdadera riqueza de una persona no se mide con monedas. Millones de monedas pueden hacer de una persona un pobre tipo y a otro con pocas, el más valioso. Acá, en este país, el más rico del mundo, una persona es exitosa por la fortuna que puede mostrar, cosa que nos convierte en uno de los países más pobres –comenta nuestro anfitrión.

En esta casa nos relajamos totalmente, no sólo por la personalidad de la pareja, sino por una sumergida que nos damos solos con Cande en el jacuzzi observando el excelente paisaje del río mientras Pampa duerme.