CAPÍTULO 12
Confesiones
Esa noche Ramiro había estado especialmente “cariñoso” con Marcela. Mientras escuchaba su respiración entrecortada, ella se sentía casi una prostituta a su lado, porque ni bien el comenzaba a besarla su mente se ponía a vagar, distante de todo sentimiento.
Pero esa noche en particular, cargada de culpa, Marcela se lo había terminado confesando con vergüenza. Le había hablado una vez más de sus dudas sobre ese noviazgo que quería con la cabeza pero no con el corazón.
Él la tranquilizaba con dulzura. No quería escuchar nada acerca de sus dudas. No quería escuchar sobre su indiferencia. Simplemente no quería escucharla.
—Una mujer no tiene que ser ardiente —le susurró al oído—. La pasión de ustedes pasa por otro lado. Pasa por los hijos, la casa... ¡Ya vas a ver! Además, con lo caliente que estoy contigo basta y sobra en esta pareja.
Marcela lo escuchaba en silencio. Sabía que lo que decía no era cierto. Sabía lo que su cuerpo había sentido con cada beso de Damián, con sus caricias. Sabía lo que su sexo le reclamaba cada noche cuando pensaba en él.
Y se avergonzaba. Por eso siempre callaba. Una y otra vez.
* * *
Cuando Marcela llegó a su casa pudo escuchar los gritos que venían de la cocina. La voz de Alberto resonaba por el patio.
—¡Es mi vida y hago lo que quiero!
Su madre, en cambio, lloraba quedamente.
—¿Qué ocurre aquí?—preguntó asustada al abrir la puerta.
—Tu hermano dice que va a casarse con Lola —gimió Julia.
Marcela empalideció. Ya se había olvidado de Lola... Aquello quedaba a una vida de distancia.
—No puedes casarte con ella —dijo finalmente.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué no? —la desafió Alberto.
—Porque no... , porque...
—Porque me quieren cagar la vida, ¡por eso!
—No, no es por eso —replicó la madre de Alberto en un suspiro.
—¡No! ¡Claro que no es por eso!
Mas callaba Marcela, y más sentía crecer la furia en su interior.
Pero, ¿tenía derecho a seguir callando?
—¿Quieres que te diga por qué me opongo a que te cases con esa perra? ¿Eh? ¿Quieres que te lo diga?
—¡A ver! ¡Dime!
—¡Porque es una puta, Alberto! ¡Entérate! Lola es una reverenda puta.
Alberto la miró descolocado. Su hermanita menor jamás decía malas palabras. Quizás por eso sonaban más insultantes viniendo de su boca.
—¿Y sabes lo que eres tú? Una celosa de mierda.
—¡No! ¡No soy celosa! Lo que te digo es verdad: es una puta. Ella fue la que llamó a Damián esa mañana. Me pidió el número a mí y lo llamó, la muy puta. ¡Esa es la verdad!
Alberto se quedó pensativo, pero de inmediato reaccionó.
—Estás loca, ¿no? Eres capaz de cualquier cosa con tal de lograr lo que quieres. ¡Hasta de ensuciarlo a Damián!
—Yo no digo que Damián haya tenido la culpa. De lo contrario no lo hubiera ayudado simulando que era yo la del teléfono.
—¡Ah! Y los besos que le dabas... ¿también los simulaste?
Marcela agachó la cabeza.
—Eso es otra cosa.
—¡Mira! ¿Sabes lo que creo yo? Que estás tan furiosa con Damián porque te metió los cuernos con Carla, que ahora dices esto para que yo lo mate. ¡Pero no pienso darte el gusto!
—¡Pero, Alberto!
—¡Nada! El miércoles cinco me caso, y al día siguiente me voy a vivir a New York, lejos de esta familia de mierda. Y al que no le guste, ¡que se joda79!
* * *
Un súbito resplandor que venía de la ventana le hizo abrir los ojos. La luz del cuarto de estudio se había encendido. Damián ya llevaba muchas noches esperando en vano ver aquella luz, porque entonces se asomaba por la ventana, y sin que ella lo supiera podía ver a Marcela ante su tablero y recordar. Recordar esas otras noches serenas que habían pasado juntos. Sentir la cabeza de ella rozando la suya, el placer de dibujar planos a su lado. Era irónico pensar que todos esos trabajos de armonías y proporciones terminarían sirviéndole para componer narices y enderezar fealdades...
Se levantó y comenzó a observarla.
Su corazón dio un salto. Marcela estaba llorando.
“Si ese estúpido le hizo algo”, pensó mientras sus propios ojos se llenaban de lágrimas.
Entonces la vio tomar el teléfono. Y le dolió. Ahora era el otro el único que tenía derecho a consolarla. Se sintió terriblemente solo y deseó que, aunque por última vez, fuera su teléfono el que sonara...
Y entonces sonó.
Lo tenía a su lado, así que levantó de inmediato el tubo, y sin preguntar quién llamaba susurró:
—¿Por qué estás llorando, Marcela?
En un principio ella se sorprendió, pero luego miró por la ventana la luz de la casa vecina.
Sintió el calor de la mirada de él recorriendo su cuerpo y se avergonzó, pero no por Damián, sino por lo que su propia piel reclamaba.
—Alberto se va a casar—murmuró por fin en cuanto pudo aquietarse—. Le dije toda la verdad sobre Lola, pero simplemente no me creyó.
—No te preocupes, voy a hablarle. No vale la pena que llores por eso. Ya verás, lo voy a convencer...—trató de consolarla.
—Gracias.
Marcela no cortó y Damián tampoco. Se quedaron callados, escuchando el silencio del otro.
—Marcela.
Se asustó. —Es tarde, tengo que cortar.
—¡No, espera! Tengo que decirte algo...
Ella escuchó en silencio.
—Quiero que sepas que… a mí, a mí me pasan cosas contigo.
El corazón de Marcela comenzó a latir enfurecido. Su cabeza daba vuelta.
—¿Me escuchaste?—insistió Damián.
Ella recordó el anillo guardado en su cuarto, y respondió con dolor, casi en un susurro.
—Yo..., tengo novio.
—Ya sé. Sólo quería que lo supieras.
Marcela apagó la luz y colgó. No quería que Damián la viera llorar.
Pero cuando el teléfono sonó, y como si lo hubiera estado esperando, al levantarlo se apuró a gritar: —¡A mí también!
Pero del otro lado la sorprendió la voz de Ramiro.
—¿A ti también, qué?
—Yo también te quiero —susurró ella y cortó.
* * *
A la mañana siguiente Damián pospuso dos operaciones. Los rollitos habían estado en esas barrigas durante años, y podían estarlo unos días más. Hubiera sido incapaz de hacer algo semejante en el hospital porque respetaba el dolor del otro, pero allí simplemente se trataba de vanidad.
Sólo al tocar el timbre de Alberto y sentir su voz adormilada, dudó. No quería perder también a su amigo. Ya estaba lo suficientemente solo.
Pero bastó recordar el llanto de Marcela para tomar nuevo impulso y enfrentarlo.
—Es raro que vengas esta mañana, porque estuve toda la noche pensando en ti... ¡No vas a creer lo que dijo la idiota de mi hermana! —anunció su amigo con furia mal contenida.
—Alberto, fue Lola la que me llamó. Quería salir conmigo a tus espaldas. Es una puta, hermano. De verdad.
Alberto lo miró. Y esa mirada lo hizo estremecer.
—¿Sabes por qué no te rompo la cara? ¿Sabes por qué no te mato? Porque sé que estás hecho un pelotudo atrás de mi hermana, y que eres capaz de prestarte a cualquier cosa por reconquistarla.
—No, eso no, Alberto. Te juro que lo que digo es cierto.
—¿Y simulaste lo de Marcela para proteger a Lola, no?
—Para protegerme a mí. No quería que me mataras.
—Y entonces la metiste a Marcela en el asunto, y también jodiste con ella. ¡Tengo que matarte dos veces entonces!
—No. Lo de Marcela fue distinto. ¡Mátame si quieres por ella! ¡Me lo merezco por boludo! Yo estoy enamorado de Marcela. Siempre estuve enamorado de ella, pero fui tan pelotudo que no me di cuenta hasta que la perdí. Y ahora estoy hecho mierda. Solo. Sin futuro... Sin mi alma. Me da lo mismo que me mates, Alberto. Pero al menos sálvate tú. Esa mujer no te merece.
Alberto se dio vuelta y descargó un puñetazo contra una puerta, que cedió ante la fuerza de su ira. Y sin mirar a Damián le dijo:
—Vete. Te salvas porque no estoy seguro de creerte. ¡Esta vez la sacas barata!
* * *
Cuando Marcela subió al auto, Ramiro se dio cuenta de que había estado llorando. “Otra vez está con esas”, pensó.
—Vamos al Tattersal. Hoy hay fiesta toda la noche.
—No tengo ganas —contestó Marcela—. De verdad, tenemos que hablar.
“Tenemos que hablar”. Ramiro sabía lo que eso significaba. Y ya se estaba empezando a cansar de las dudas de ella. Tenía que apurar el casamiento a como diera lugar.
Aceleró y subió el volumen de la música.
—¿Te gusta? Recién acaba de salir en New York... —dijo a los gritos.
Marcela bajó la música y volvió a decir: —Tenemos que hablar.
En ese momento el auto tuvo que parar en un semáforo. Un chico de la calle80 se acercó para limpiar el parabrisas. Ramiro le hizo señas de que no lo hiciera, pero el chico insistió. Entonces él, mientras que con una mano aplastaba la cara del chiquito contra el vidrio, con la otra manoteaba un arma, (Marcela no pudo ver de dónde), y le apuntó directo a la cabeza.
Los ojos del niño se llenaron de terror.
—No quiero que me lo limpies, ¿entendiste?—dijo con autoridad.
Cuando lo soltó puso el pie en el acelerador, mientras guardaba la pistola. Parecía divertido y excitado.
Complacido, comentó: —¡¿Le viste la cara?! ¡Cagado estaba!
Marcela se estremeció. Nunca iba a poder olvidar la mirada de aquel niño.
Sí, por primera vez en su vida entendía lo que era el miedo.
Encuentros
La había visto desde el otro extremo del salón. Algo en ella lo conmovía. Era chiquita, menuda, de unos veinte años. Tan parecida a... Y tan distinta.
—¿Estás tan aburrida como yo?
Marita lo miró sorprendida. Ese tipo era increíble. Y le estaba hablando.
—No. Creo que un poco más... Marita, ¿qué tal?
—Hola, Marita. Yo soy Damián.
Marita casi se atraganta. ¿Damián? ¡Que coincidencia! Justo uno que se llamaba Damián.
—¿Y qué haces de tu vida, Damián?
—Eso es muy largo... Por qué mejor no hablamos de la tuya, que seguro es más corta. A que tienes... veinte años.
—Veintiuno —mintió Marita. El tipo se veía bastante grande y no quería espantarlo.
—Lo supe en cuanto te vi. Es que me haces acordar a... alguien.
—Tú también me haces a acordar a alguien. Y también se llama Damián.
—¿Ah, sí? Espero que sean buenos recuerdos entonces. ¿Y a qué te dedicas, Marita? ¡Espera!, no me digas nada, déjame adivinar: computación.
—¡No, para nada! Arquitectura.
El corazón de Damián dio un salto y se puso serio.
—¿Y tú? —insistió Marita.
—Soy cirujano.
La pobre niña casi se desmaya al escucharlo. ¡Era Damián! Finalmente un tipo que valía la pena se le acercaba, y era justo el tipo del que estaba enamorada su amiga.
—¿Conoces a Marcela Bianchi? —preguntó él, con una emoción en la voz que ella no pudo pasar por alto—. Ella también estudia arquitectura y tiene tu edad.
—No —mintió—. Hay tanta gente en la facultad...
—Tú me la recuerdas mucho. Aunque son muy distintas. Ella es rubiecita, un poco más alta... Pero no sé por qué me la recuerdas.
—En cambio tú te pareces mucho al otro Damián. ¡A él también le gusta rescatar chicas aburridas!
—Y si estás tan aburrida, ¿por qué no nos escapamos de esta fiesta?
—¡Vamos! —respondió Marita, encantada.
Después de todo con Marcela no eran tan amigas.
* * *
—¿Conoces a los Feldman? —preguntó Ramiro.
—No. No los conozco —contestó Marcela con sequedad.
—¿Cómo que no los conoces? —Él, en cambio, parecía contrariado—.Viven a dos cuadras de tu casa.
—Pero te dije que no los conozco.
—Es una pena... Buena gente los Feldman. Pensionados los dos. Lástima que un poco incumplidores. Y eso está mal. Eso está muy mal... Porque cuando uno se compromete hay que cumplir, ¿no te parece?
—No entiendo, ¿de qué estás hablando?
—Ya te dije: de los Feldman. Son buena gente. Pero quieren pasarse de listos. Y a mí no me gusta que me pasen... Yo les presté dinero, lo gastaron y ahora no quieren pagar.
—Quizás no pueden hacerlo.
—No quieren, no pueden..., para mí es lo mismo. No es bueno andar cagando a la gente. Es peligroso.
Marcela calló. Desde aquel día en que lo había visto empuñar un arma, él había cambiado con ella. Comenzaba a levantarle la voz por tonterías, y a decirle cosas que, como ésta de los Feldman, no tenían sentido. Ella apenas le contestaba: tenía miedo.
* * *
Durante varios días Marcela estuvo buscando a su amiga Marita por la facultad. Últimamente ella parecía estar esquivándola. Llegaba tarde, se iba temprano, faltaba a la Cultural. Y Marcela se sentía infeliz porque necesitaba desesperadamente alguien con quien hablar. Alguien a quien contarle el miedo pánico que le producía Ramiro. Alguien a quien decirle que Damián la quería. Alguien que supiera todo el amor que ella sentía por él.
Marita no era una amiga en quien se pudiera confiar, pero al menos le gustaba escuchar. Y Marcela estaba enloqueciendo de silencio y soledad.
* * *
Fue la primera noche en meses en que Damián durmió de un tirón.
Esa chiquita, tan parecida y a la vez tan distinta, le había devuelto algo de su alma. Acariciándola le parecía recuperar a Marcela... Sintiendo ese temblor joven de la inexperiencia calentaba otra vez su sexo y su corazón. Protegiéndola imaginaba una vez más rodear con sus brazos a Marcela, como lo había hecho siempre: mientras guiaba sus primeros pasos, en sus tareas escolares, en sus planos...
En la vida.
Si Marita quería dejarse amar, él podía hacerlo.
Y es que últimamente había mucho amor que le andaba sobrando.
* * *
Cuando Marcela entró al auto notó que había un recorte de diario en su asiento. Sabía lo meticuloso que era Ramiro respecto de todo aquello que pudiera manchar su Mercedes, así que lo levantó y por un momento dudó dónde colocarlo. Teniéndolo en la mano pudo notar que algunas palabras estaban marcadas con rojo. “Extraños asesinatos en Villa Urquiza” era el título del artículo. Subrayados estaban los nombres “Mauricio y Clara Feldman”, la palabra “sexagenarios”, y la frase “ajuste de cuentas”.
Marcela lo leyó con terror y Ramiro dejó que lo hiciera. Luego le dijo: —Ya no sirve.... Puedes tirarlo.
* * *
Damián era lo mejor que le había pasado en la vida, y realmente estaba muy enamorada.
No le importaba que en medio de algún beso la llamara Marcela. Que alabara en ella cosas sólo existentes en la otra. A Marita no le importaba nada. Ella lo quería con locura. Y si tenía que convertirse en Marcela para retenerlo, lo hacía. Había dejado de maquillarse, no decía malas palabras, escuchaba más que hablaba. Eso y mucho más estaba dispuesta a hacer por él.
Desde la primera noche Marita había querido entregársele, rendida por la fuerza de su sexo duro y poderoso, pero Damián no lo permitió. Por el contrario, le había hablado del respeto que tenía que tener por su propio cuerpo. De la importancia de la primera vez. Del tiempo que necesitaba una mujer para alcanzar el placer, y del derecho que tenía de lograrlo. Le hablaba con toda la dulzura con que solía hacerlo con Marcela... Ella no se había equivocado al describirlo. Y por eso Marita lo amaba tanto como lo amaba la otra. O más, porque ella jamás lo hubiera dejado por Ramiro ni por nadie. Porque nunca lo iba a dejar ir. Ni siquiera por Marcela.
Ahora Damián era suyo para siempre.
* * *
Mientras estacionaba el auto Ramiro seguía hablando de un piso para ellos. Insistía con eso del casamiento y Marcela ya no se animaba más a hablar de sus dudas, (o sus certezas). ¡Igual no la escuchaba!
Entonces se limitaba a mencionar su carrera, el tiempo que le faltaba para recibirse.
—¿Para qué quieres un título? —repetía siempre Ramiro—. No pensarás que mi mujer va a trabajar. ¡Deja eso para los muertos de hambre!
—A mí me gusta... —contestaba ella tímidamente.
Y él repetía siempre más o menos lo mismo.
—¡Y está muy bien! Para eso quiero comprar el piso. Así te olvidas de las entregas y los parciales, y te dedicas tiempo completo a decorarlo. ¿Qué te parece?
Ella callaba, como siempre lo hacía. Y él llenaba ese silencio con sus propias palabras... Como siempre.
Juntos entraron a un bar, el lugar más de moda de Buenos Aires.
Él había tomado el hábito de rodearle el cuello con su brazo, ejerciendo cierta presión que le permitía conducirla a su antojo. Pero esta vez, al entrar al lugar, ella se soltó. Estaba completamente paralizada.
Y le basto a Ramiro ver hacia donde miraba su novia para comprender de inmediato.
—Es tu vecino, ¿no? ¡Y está con Marita! ¡Mira qué bien! ¡Qué calladito lo tenían!
Observó la expresión en la cara de Marcela y de verdad comprendió todo. Entonces decidió redoblar la apuesta.
—Vamos a sentarnos con ellos. Me gusta estar con gente enamorada —insistió.
Y diciendo esto la arrastró hacia esa mesa que ella hubiera preferido no haber visto jamás.
Cuando llegaron allí, Ramiro se apuró a decir: —¡Los pescamos!
Damián, que comenzaba a besar a Marita, y no se había dado cuenta de su presencia, se sorprendió. Y al descubrir los ojos de Marcela en los suyos no pudo evitar estremecerse.
Ella, como si tuviera el derecho a reclamar, se quedó parada allí, quieta, mirándolo con dolor e incredulidad.
—Vamos, siéntate —insistió Ramiro, empujándola. Era obvio que disfrutaba con la situación.
Marita, en cambio, estaba pálida.
—¡Fíjate! No sabía que los habías presentado —le dijo Ramiro a Marcela para tratar de alejar su mirada de la de Damián.
—Yo no sabía que se conocían —replicó ella con un hilo de voz.
—No entiendo… —Damián miró extrañado a Marita.
Pero fue Marcela la que le respondió sin ocultar su reproche.
—Ella es mi amiga de la facultad, ¿o acaso no lo sabías?
—No —contestó, confundido.
—Nunca hablamos de ti —mintió Marita—. Nos conocimos por casualidad —se justificó.
—Bueno... —se inmiscuyó Ramiro, haciéndose el tonto de lo que allí estaba pasando—. ¡Esto es fabuloso!.. Podemos salir los cuatro. Eso si no les molesta que Marcela y yo nos pongamos cariñosos...
Y diciendo esto empujó la cara de Marcela contra la suya para besarla.
Luego insistió: —Ustedes recién empiezan a salir, pero nosotros ya estamos por casarnos.
Esta vez fue Damián el que clavó una mirada de dolor y oscuro reproche en los ojos claros de ella.
—Me siento mal... —le susurró Marcela a Ramiro, casi como una súplica—. Mejor nos vamos.
Ramiro, sin prestarle atención, intentó iniciar una conversación con Damián, pero ella insistió. Y esta vez fue terminante.
—Me siento mal —reclamó a la par que se levantaba de la mesa.
Por esta vez fue Ramiro el que la siguió.
Después de todo ahora sí la noche se podía dar por terminada.
* * *
—Tuve miedo de decirte. Sabía que entre tú y Marcela... Yo te quiero, Damián. Ella dice que te quiere, pero yo te amo de verdad.
Se arrepintió de haber dicho eso ni bien terminó de hacerlo.
Había cometido un error.
—¿Ella me ama?—preguntó él, ansioso. —¿Te lo dijo?
Marita dudó.
—No, nunca me lo dijo. Son cosas mías.
Era cierto. Por orgullo Marcela se había empeñado en negar el amor que obviamente sentía por Damián.
—Pero me contó que cuando era chica había estado... No sé... Algo así como que tú no le hacías caso, y entonces terminó odiándote.
Damián escuchaba en silencio.
—Ahora está con Ramiro — insistió Marita— ¡No vale la pena que sigas pensando en ella!
—Yo la amo.
—Lo sé.
—Me acerqué a ti porque la buscaba a ella.
—Lo sé.
—¿Y no te importa?
—No. Yo te amo, Damián. Y estoy dispuesta a todo por ti. A escuchar su nombre, como si fuera el mío. A entregarme a ti por entero, aunque sepa que es a ella a la que verdaderamente le estás haciendo el amor. Estoy dispuesta a todo por ti, ¿entiendes? ¡A todo! Úsame como más te plazca... Lo único que busco es consolarte —reclamó entre llantos.
Y Damián se dejó consolar.
* * *
Esa noche, por primera vez en su vida, Damián llevó a una mujer a su casa. Se había resistido a hacerlo, pero Marita no se merecía que la arrastrara a un hotel en una noche tan importante para ella.
Al menos eso no se lo merecía. Ya se sentía bastante hijo de puta. Después de todo ambos sabían que iba a gozarla sólo por acallar esa terrible sed de Marcela que tenía entre las piernas.
Ella comenzó a desabrocharse la camisa sin esperar a que él tomara la iniciativa. No llevaba sostén, y cada botón dejaba al descubierto un poco más de sus pechos incipientes, jóvenes y firmes. Él los tocó, apenas rozándolos.... Y extrañó a Marcela.
Marita se dio cuenta y lo besó. Quería confundirlo. Quería evitar que se acordara.
Él comenzó a besarla con pasión, a recorrerla, a necesitar su cuerpo...
Y en ese momento sonó el teléfono.
—No atiendas, por favor... —rogó Marita.
Damián dudó.
El timbre volvió a sonar.
Y atendió.
Nadie le respondió del otro lado.
—Marcela, ¿eres tú? —dijo, intuyendo el silencio.
Marita se erizó.
—¿Marcela? —repitió él.
Cuando iba a cortar sintió la voz de Marcela, que ahogada por el llanto, preguntaba: —¿Por qué ella?
—¿Importa quién?
—No — contestó Marcela. Y cortó.
Damián se quedó en silencio mientras Marita lo miraba, expectante. Por fin fue ella la que reaccionó enfurecida.
—¡Que desgraciada! De seguro nos vio cuando entrábamos, y...
—Marita...
Ella no quería oír.
—¡Marita! Eres su amiga. Tú sabes. Dime la verdad: ¿qué le pasa a Marcela conmigo?
—¡Qué sé yo lo que le pasa!
—¡Sí! ¡Lo sabes! Lo tienes que saber...
Acorralada, Marita comenzó a gritar esa verdad que le dolía tanto.
—¡¿Qué quieres escuchar?! ¿Que te ama? Sí, creo que te ama... Pero la que está aquí contigo soy yo, y no ella. Ella está con Ramiro.
A Damián le dolía, pero sabía que era verdad, así que volvió a preguntar: —¿Por qué está con él?
—Al principio yo tampoco entendía. Pero después me di cuenta: es por el dinero. Está con él por el dinero.
—¡No! ¡Eso sí que no! Conozco bien a Marcela, y ella...
—¿La conoces? ¿Acaso no te diste cuenta de la cara que tiene cuando está con él? No lo quiere, eso es obvio. Pero se va a casar igual... Un día me contó que en su casa tuvieron que vender los muebles para poder comer... ¡No sé! La cuestión es que a ella el dinero le importa, y mucho. ¡Será un trauma!
¿Tanto habría cambiado Marcela?, se preguntó Damián.
¿Cuántas otras cosas de ella se habrían modificado sin que él se diera cuenta?
Marita notó una sombra de duda en sus ojos, y pensó que todavía tenía una chance. Volvió a reclinarse sobre Damián y comenzó a besarlo con desesperación mientras decía: —Sea por lo que sea, ella está con Ramiro, Damián. Y se van a casar...
Tomó la mano de él y la llevó hasta sus pechos. — Y yo, en cambio, estoy aquí...
Él la miró como a través de un sueño.
Observó su cabello hermoso, su boca ardiente, sintió su respiración entrecortada, su mirada anhelante... Y reaccionó.
—Vístete —le dijo con autoridad, mientras le cerraba la camisa—. Te mereces algo mejor que esto. Y yo no soy tan hijo de puta.
Marita hizo un último intento.
—Se va a casar... ¿Eres capaz de esperarla para siempre?
Y esta vez no hubo ni una sombra de duda en la voz de Damián al responder.
—Sí, esta noche me di cuenta de que soy capaz de todo por ella.
* * *
Aquel fue un día difícil para Damián. La noche anterior casi no había dormido, y ya hacían catorce horas que estaba operando.
Sin embargo se sentía satisfecho. Mientras trabajaba estaba demasiado ocupado como para abandonarse a sus penas, y además la última de las dos operaciones que había hecho le permitió sentirse otra vez un verdadero cirujano. Como antes, cuando era pobre y la tenía a Marcela.
En apenas ocho horas tuvo que reconstruir la cara de un chico de seis años que había quedado atrapado entre los hierros del auto de sus padres. Y lo había hecho bien.
Cuando llegó a su casa, agotado, se sorprendió: la luz de la cocina estaba encendida.
Por un momento creyó que...
Pero no.
¡Era Alberto!
—¿Qué haces aquí? —se alegró Damián mientras lo abrazaba.
—Volví.... Soy un perdedor. No tardé ni un mes en irme al carajo.
—¿Te quedaste sin dinero? Habías estado juntando como por dos años.
—No. Todavía me queda algo. Pero me quedé sin ilusiones, que es peor. Me fui a la mierda... ¿Qué carajo pensé que tenía que hacer yo en Nueva York? Ese no es lugar para un médico. ¡Ese es lugar para un fotógrafo!
Damián dudó en preguntar.
—Entonces Lola consiguió trabajo...
—En una semana. Lo tenía medio arreglado desde acá. Sólo me llevó para que la financiara.
—¿Y después...?
—Ya te dije. Me fui a la mierda... Ustedes tenían razón. Era una puta... — Alberto sintió un nudo en la garganta y cambió el tono por uno más despreocupado. — ¡Y además una sucia! ¡La mierda, que fulana desordenada!
Damián sonrió y, abrazándolo, le dijo: —Ven, vamos al barcito de la vuelta a comer, que aquí no hay nada. ¡Me muero de hambre!.. Y por el dinero no te preocupes: ¡yo invito! Ahora soy un potentado. ¡Hasta tengo una cuenta en el banco y todo!..
Y por esas vueltas que tiene la vida una vez más los dos amigos se volvieron a encontrar.
* * *
—Y al final no me casé gracias a ustedes. Creo que eso terminó de pudrir todo con Lola. Por algo que dijo me parece que ya se había hecho a la idea de una pensión vitalicia a mi costa.
—¿Y ahora?
—Ahora todo vuelve a ser como antes. O mejor... Me encontré a Raúl en el aeropuerto. Dijo que tiene la oportunidad de figurar en la cartilla de algunas prepagas médicas. Quizás por ahí se abre el negocio... Además vi a la hermana de Raúl. ¡No sabes cómo creció esa chica!.. Quién te dice, y sigo tus pasos.
—Espero que te vaya mejor que a mí.
—¿Qué pasa con mi hermana?
—¿Qué pasa con tu hermana?
—¿Por qué está con ese estúpido del escribano, y no contigo?
—Marita, la amiga, dice que es por interés...
—¿Por interés? ¿Por el dinero? Está muy cambiada, es cierto. Hasta se viste distinto... Pero, no sé... ¿Qué piensas hacer?
—Ramos Padilla me ofreció dirigir el centro de Miami.
—¿Y hacer sólo estética?
—Hay muy buen dinero.
—¿Qué? ¿También a ti te interesa el dinero ahora?
—Si Marcela se casa me voy. ¿Qué sentido tendría quedarme?
—Pero... ¿Y tu casa?
—Marcela es mi única casa.
—¿Y hasta cuándo te irías?
—Hasta que ella vuelva a necesitarme.
Alberto lo miró sorprendido. Conocía a su amigo. Sin duda hablaba en serio.
Y por primera vez en la vida tuvo miedo de perderlo para siempre.
* * *
Ramiro casi la empujó del auto. Le gustaba sorprenderla. Le tapaba los ojos y la obligaba a caminar a tientas con la excusa de acrecentar el misterio de alguna sorpresa estúpida.
Pero aquel día Marcela no estaba tan sumisa.
Había llorado toda la noche. Lloró con todo su cuerpo, con todo su deseo, con todas sus ansias de mujer herida. Sabía que Damián había llevado a Marita a su casa. Imaginó una y otra vez sus dedos recorriéndola, como alguna vez lo había hecho con ella. Una vez más sintió su pecho musculoso tensándose por el deseo... Pero no era a ella a la que deseaba: era a Marita. Y por pura furia, asida a su almohada, en la imaginación había devuelto cada uno de esos besos de él, que ahora buscaban otra boca.
Tenía en su cuerpo el dolor de la ausencia y la traición. Y toda la fuerza del odio, por no haber sabido evitar lo inevitable. Por no haber estado ella en casa de Damián la noche anterior. Por estar ahora junto a Ramiro.
Cuando sacó la mano de sus ojos, Marcela se encontró en un edificio desconocido.
—¡Lo compré! —graznó Ramiro, al fin—. ¡Es nuestro!
Confundida, Marcela miró el interior de un lujoso piso, todavía sin terminar.
—Ahora podemos casarnos —insistió él.
—¡No te quiero! —gritó Marcela con furia.
Ya no le tenía miedo. Lo peor había pasado la noche anterior. Ya nada la asustaba.
—¡No pienso casarme contigo!.. ¡Nunca!
A Ramiro le sobró un segundo para explotar, con el odio a flor de piel. Furibundo, la agarró del cabello y comenzó a tirar, hasta casi tumbarla.
—¡¿Qué mierda dijiste, hija de puta?!
Por fin llegaba el momento de lo que ella tanto había temido y tratado de evitar. La violencia de él estaba desatada. Y ahora que sentía el dolor apoderarse de todo su cuerpo bajo la fuerza de aquel puño duro, extrañamente, no le temía más. Nada de eso dolía tanto como haber perdido a Damián.
Logró soltarse por un instante, pero sólo para tener que soportar un nuevo ataque, aún más violento. La revoleó al piso y comenzó a patearle con fuerza la cara..., el pecho..., la espalda.
—¡¿Qué no me quieres?! ¡Te compro un piso, y no me quieres! ¡Eres una mierda! —gritaba enfurecido.
Y seguía golpeándola sin compasión, cuando por la puerta abierta entró el portero del edificio.
—¡Basta! ¡Déjala ya!.. ¡La vas a matar!
Comenzaron a forcejear, entre gritos.
Marcela se recuperó como pudo, y todavía mareada tomó sus cosas del suelo y se escapó.
* * *
El taxista la miraba de reojo por el espejo retrovisor. Ella lloraba quedamente. Estaba llena de sangre en la cara, y los moretones comenzaban a hincharse.
Tenía poco dinero en el bolso así que tuvo que bajarse unos metros antes de llegar. En ese estado, todavía tambaleante, comenzó a caminar rogando que nadie la viera. Por fin, y con mucho esfuerzo, llegó a la puerta de su casa.
—Marcela.
La voz de Damián la sorprendió cuando estaba tratando de meter la llave. Tenía que entrar sin mirarlo. Ignorarlo por completo...
Pero no pudo. Era Damián.
Se dio vuelta.
—¡¿Qué te ha ocurrido?!
Por el horror en la voz de Damián pudo intuir el estado de su cara.
—Chocó el bus — mintió.
Damián sintió su proximidad y su dolor.
—¿Estás bien? ¿Te duele algo? ¿Quieres que te lleve al hospital?
—No. Estoy bien.
Sólo quería estar con él y echarse a llorar entre sus brazos.
Damián comenzó a examinarla con la pericia de sus años de guardia.
—¿Cómo es que nadie vio esto? Hay que hacer placas radiográficas.
—Por favor...
Damián tomó la llave de sus manos y abrió la puerta.
—¡Julia! —llamó al entrar.
Pero Julia no contestó.
Estaban solos.
—Ve a tu cama —le dijo con autoridad—. Voy a revisarte.
Marcela entró a su cuarto anhelante. Ya no le dolían los golpes. Sólo quería estar con Damián.
Él entró y comenzó a examinarle la cara. Había traído alcohol y gasas del baño. Suavemente empezó a limpiarle la sangre y a curarla. Ella cerraba los ojos y sólo sentía su proximidad. Su calor.
Damián estaba sentado del lado derecho de la cama. Ella del izquierdo. Ambos enfrentados. Uno junto al otro...
—Son marcas muy raras... —dijo todavía embriagado por la caricia de su respiración—. Alguien te debe haber pisado en la confusión del choque.
De repente miró su cuello. Las marcas continuaban.
—Desabróchate la camisa, por favor.
Marcela lo obedeció.
La marca se extendía más allá del costado de su cuerpo. Él la ayudó a terminar de desabrocharse, y con delicadeza comenzó a palpar su pecho por encima del sostén. Sintió la reacción de ella al sentirlo...
Y perdió la cabeza.
Comenzó a besarla, mientras la acariciaba con suavidad. Ella también lo besaba, con deseo, con pasión, con toda la furia contenida de aquella noche en vela en que lo había sabido en brazos de otra.
Su perfume comenzó a invadir a Damián. Su calor. Su debilidad. Y sus manos dejaron de jugar al doctor para buscarla, para sentir sus pezones tensos, su vientre, sus piernas tibias, su...
En ese momento se escuchó la cerradura de la puerta de calle.
Damián pegó un salto. Marcela seguía aferrada a él, perdida en ese deseo nuevo que se apropiaba de su cuerpo jadeante. Confundida.
—Llegó tu mamá —alcanzó a musitar él, mientras trataba vanamente de anclar su cabeza y su sexo—. Tápate.
Marcela se sobrepuso y comenzó a abrocharse la camisa, mientras con la otra mano intentaba arreglar su falda. Ahora la vergüenza era tan sobrecogedora como el deseo.
—¡Marcela! Creí que no… —comenzó a decir Julia, entrando despreocupadamente al cuarto. Pero de inmediato se sorprendió al ver a Damián allí.
—¿Qué haces tú aquí? —pregunto, añadiendo a la sorpresa un tono de oscura desconfianza.
¿Qué ocurría en su casa cuándo ella no estaba? Y su hija, que estaba por casarse: ¿acaso había perdido la cabeza?
Damián leyó las dudas en los ojos de Julia y se apuró a contestar.
—Marcela está muy bien, pero sufrió un accidente esta tarde. Chocó el bus en que viajaba.... Ahora la estoy revisando.
Julia, que no había mirado a Marcela, al hacerlo reaccionó con angustia. Damián comenzó a tranquilizarla. Su salud no corría peligro. Sólo necesitaba reposo...
Pero Julia no era tonta. Un poco inocente podía ser, pero no tonta. Y para desgracia de ellos, conocía muy bien la cara de culpa de esos dos. Ahí había ocurrido algo más.
“¿A qué está jugando mi hija?”, pensó con enojo.
* * *
Alberto se alarmó al oír la voz de Damián por el portero eléctrico a esa hora. Y al verle la cara se preocupó aún más. Su amigo parecía nervioso, inquieto... Vivo. Hacía tiempo que no lo veía así.
—¿Qué pasó? ¿Te caíste de la cama?
—El bus en que viajaba Marcela chocó y...
—¡¿Le ocurrió algo a ella?!
—No. Por lo que se ve a simple vista, nada. Habría que hacerle un par de placas de todas formas.
—¿Te parece que vaya a verla ahora? Porque...
—No, no. No es necesario. Ya la vi yo.
—Ah...
Alberto observó a su amigo con recelo.
—¿Y a ti? ¿También te atropelló un bus? —le preguntó al fin.
—Sí —contestó Damián sin dudar.
Y ya no pudo ocultar nada más.
—Mira, yo sé que no es precisamente a ti a quien le tendría que contar esto, pero... ¡eres mi amigo! No tengo la culpa de que además seas el hermano de Marcela.
—¡Uh...! —exclamó Alberto, en su categoría de cuñado—. Como presiento que esto no me va a gustar…
—No, no te va a gustar.
—¿Qué le hiciste a mi hermanita menor?
—¡Todo!.. Bueno, en realidad, nada, porque en ese momento llegó tu mamá. Pero si ella no hubiera venido a tiempo...
—¡¿Y justo lo tenían que hacer en casa?! —protestó Alberto no muy convencido—.¿No tenían otro sitio? Si los encontraba, mi pobre vieja se moría del infarto ahí mismo.
—¡Ya sé!.. Y casi nos pescó... Pero, ¡no sé! Perdí la cabeza. Tú sabes lo que me pasa cuando estoy con Marcela.
—¿Y el tal Ramiro?
—¡No sé! Y eso es lo que me está matando. Esto que nos pasó, nos pasó a los dos. Ella quería tanto como yo.... Me buscaba, ¿entiendes?
—Sin tanto detalle, por favor. ¡Es mi hermana!
—Sí, ya sé que es tu hermana, pero... Dime, ¿sabes si todavía es virgen?
—No tengo ni la menor idea. ¡Yo no hablo esas cosas con ella! Aunque después del noviazgo con ese Ramiro..., no creo.
—Yo pensé lo mismo —dijo Damián apesadumbrado— Y no por ella, te juro. Porque sé que quería llegar virgen al matrimonio... ¡Pero ese tipo! La verdad es que a ese fulano no le tengo nada de confianza.
—Pero no entiendo... ¿Qué tiene que ver que ella sea virgen o no?
—¡Todo! ¡Todo tiene que ver! Ella sale con este fulano, ¿no? Y se va a casar. Por qué mierda se va a casar no lo sabemos, pero no importa... Y, entonces, llego yo. Y ella me deja hacer. Me busca, me...
—Sin detalles.
—¡Sí, sin detalles!.. Ahora, mi pregunta es: ¿ella sabía lo que estaba pasando?
—¡Por supuesto! ¡No va a ser tan dormida!
—No sé. Había algo en su mirada cuando nos separamos... No sé si sabía... Creo que no. Creo que se dejó llevar por lo que siente por mí, como yo mismo me dejé llevar, ¿entiendes?
—¿Pero dónde entra el tal Ramiro en todo esto?
—Ahí va mi segunda pregunta: ¿no sabes si todavía está con él? Porque si todavía está con él, y sabía exactamente lo que estaba pasando esta tarde... ¡No! ¡Eso no es, seguro!.. Y si todavía está con él, pero se dejó llevar por lo que sentía por mí.... Entonces tenía razón Marita: me quiere, pero está con él por el dinero... Y si ya no está con él... ¿para qué pierdo el tiempo hablando contigo? ¿No te parece?
Alberto ya tenía la cabeza hecha un lío.
—¿Por qué no vas y se lo preguntas?
—Porque necesito que primero averigües tú. No quiero equivocarme otra vez. Por idiota yo me porté muy mal con tu hermana, y no quiero perderla de nuevo... ¡Vamos!.. ¡Por favor! ¿La vas a ir a ver?
—¡Está bien!—contestó Alberto de mala gana.
—¿Cuándo?
—No me apures...
—¿Te vas a acordar de preguntarle?
Alberto lo echó de su casa sin darle tiempo a más. ¡Y pensar que antes de enamorarse Damián había sido un tipo inteligente y todo!
* * *
Alberto asomó la cabeza por la puerta.
—¿Se puede? ¡Uy...! ¡Cómo estás!
—No es nada—dijo Marcela.
—No creas. Por lo que me contaron me parece que el golpe te afectó la cabeza.
Marcela lo miró desconcertada.
—¿Por qué lo dices?
—Dime hermanita: ¿no te enseñaron nunca que no es buena idea jugar con fuego?
—¿A qué te refieres?
—No te hagas la idiota. Hablé con Damián.
Las mejillas de Marcela ardieron de vergüenza.
—Según él, de no haber venido mamá tan a tiempo...—continuó Alberto—, ¡aquí pasaba de todo!
—¡No! ¡Eso no es cierto!—se defendió Marcela.
—Pero Damián me dijo...
—No sé por qué te lo dijo, pero no es así.
Alberto la miró de reojo. Parecía sincera.
—Dime hermanita... Me siento incómodo hablando de esto contigo, pero... Dime: ¿eres virgen todavía? No me contestes si no quieres...
Marcela se ofendió.
—¡Por supuesto que lo soy! ¿No me conoces?
—Pero, con Ramiro no...
—¡Nunca!
—Bueno, pero ya has tenido dos novios y..., una cosa lleva a la otra y..., digamos que uno toma temperatura y...
—Yo no soy así.
—¿A qué te refieres?
Marcela callaba por vergüenza. Alberto también sentía pudor.
—Siempre me dijeron... Me refiero a Nacho y a Ramiro... Bueno, yo no soy muy... Soy un poco... “fría”.
—¡Que! ¡No digas estupideces! No hay mujeres “frías”; ¡hay fulanos apurados, que es distinto!
Alberto reflexionó unos segundos antes de continuar.
—Así que con ellos eras fría... Pero con Damián no lo estuviste tanto.
—Con Damián es distinto.
—¿Por qué?
Los ojos de ella se iluminaron.
—¿Y dónde queda el escribano en todo esto?
—¡Ramiro está muerto para mí!
—¿Segura? Porque mira que...
Julia los interrumpió. Junto a ella llegaba Damián.
Alberto y Marcela se callaron.
—Mira quién te vino a ver...—dijo Julia, como si su hija aún tuviera diez años.
—¿Cómo estás? —preguntó tímidamente Damián.
—Mejor —respondió ella, poniéndose tan colorada como si él le hubiera dicho una grosería.
Alberto se acercó a su madre y la tomó del brazo para llevarla fuera de la habitación.
—Vamos, madrecita santa. A la cocina.
Y cuando ya estaba saliendo, se dirigió a Damián y le dijo: —¡Ah! Y eso que me preguntaste: a la primera pregunta la respuesta es sí, y a la segunda, no. ¡Ahora espero que te acuerdes el orden, porque de lo contrario vas a hacerte un lío! —le dijo divertido. Y saliendo del cuarto, comenzó a gritar: —A ver, mamita querida, si me haces unos buenos mates, porque allá en Estados Unidos...
El vozarrón de Alberto se perdió en el pasillo y Damián y Marcela se quedaron solos.
—¿Cómo estás? —volvió a preguntarle Damián, mientras se sentaba en la cama junto a ella y comenzaba a revisarle los golpes.
—Ya no duele.
Él trataba de ponerse serio, pero su felicidad lo traicionaba.
—¿Y el escribano?
—Murió.
Damián la miró directo a los ojos.
—¿Estás segura?
—Yo lo maté.
—Sabes que me lastimaste mucho —dijo él en tono de reproche.
—Sabes que me lastimaste mucho —respondió ella.
—No voy a hacerlo nunca más. ¡Te amo demasiado!
Y a Marcela se le iluminó el corazón. ¡La quería! No solamente “le pasaban cosas”, no solamente la besaba o la deseaba: ¡también la amaba! Y estaba dispuesto a decirlo.
—¡Yo también te amo! —le dijo ella.
Y empezaron a besarse con ternura, mirándose a los ojos entre beso y beso. Riendo y llorando.
—¡Vamos a decírselo a Julia! —propuso Damián.
—No, no. Mejor no.
Damián se sorprendió.
—Es que prefiero decírselo mañana, cuando estemos las dos solas. Creo que mamá se merece varias explicaciones.
—Yo también merezco algunas.
—¿Sí? —preguntó ella divertida, mientras lo besaba.
Él le devolvió el beso, pero Marcela se soltó para preguntar: —¿Por qué le dijiste a Alberto que ayer casi...?
Agachó la cabeza y no terminó la frase.
—Porque ayer, casi. Vamos a tener que casarnos cuanto antes, porque pierdo la cabeza rápido cuando estoy contigo, y me parece que tú... también.
—¡No! —protestó ella.
—¿No? —dijo él. Entonces comenzó a besarla con pasión, y ella no supo o no quiso pararlo.
Desde la puerta, Alberto carraspeó.
—¡No se los puede dejar solos! —se quejó mientras empujaba a Damián afuera de la cama y del cuarto. Los dos amigos jugaban a forcejear, y al salir, Alberto simuló ahorcar a Damián, mientras en un tono pretendidamente grave le decía: —Si tocas a mi hermanita antes del matrimonio ¡te mato!
Los dos rieron, encantados.
Como antes. Como siempre.
* * *
—¡Ramiro!
Julia no entendía nada.
Primero Marcela y Damián eran novios. De un día para otro aparece Ramiro, y Damián ni pisaba la casa. Después vino de nuevo Damián.... Todos con cara de alegría y a ella, como siempre, sin decirle nada. ¡Para qué!.. Entonces había creído que...
¡Y de nuevo aparecía Ramiro!
Marcela le había dicho que le tenía que hablar antes del desayuno, pero ahora iba a tener que explicarle mucho más.
Ramiro se apuró a besar a Julia en la mejilla. Parecía expectante, como temeroso de la reacción de ella.
—¿Te enteraste del accidente? —le preguntó Julia.
—¿Accidente? —se sorprendió él.
—Sí, lo del choque del autobús. Pobrecita mi hija, da lástima.
—¿Choque? —dudó él—. ¡Ah!.. Sí. ¡El choque!.. Ella me contó.
Ahora la extrañada era Julia.
—¿Cuándo, si no se levantó de la cama?
—Me habló por teléfono —mintió Ramiro—. Yo no pude venir antes porque estaba de viaje... Pero sé que ustedes cuidaron bien a mi novia. ¡Con tantos médicos cerca!.. ¿Cuándo dijo Damián que podía levantarse?
—Justo ahora se está vistiendo... —Julia dudó por un instante—. Aunque me parece que no te esperaba... Es más, escuché que dentro de dos horas la pasaba a buscar Damiancito para llevarla a hacerse unas placas.
—¡Que buen tipo es ese Damián! Claro, ellos no sabían que yo iba a venir. Pero, ya ves, aquí estoy. Y ahora me la voy a llevar yo.
—¿Pero, no sería más conveniente...?—volvió a dudar ella.
—¡No! Es que no hay tiempo. ¡Si tenemos la fecha del casamiento encima! ¿No te dijo nada Marcela?
—¡A mí nadie me dice nada en esta casa!
—¡Nos compramos un piso!
—¡¿Cómo?!... No sabía nada.
—La verdad es que estábamos un poco peleados. Por eso no te debe haber dicho. Me parece que ella quería algo más grande, aunque, no te creas, son ciento cincuenta metros en la Av. Libertador81. ¡Me salió una fortuna!
—Me alegro —dijo Julia.
Pero mentía.
* * *
—¡¿Qué estás haciendo aquí?!
Marcela había visto el reflejo de Ramiro mientras se peinaba frente al espejo, y tuvo que girar para confirmar que sus ojos no la engañaban.
—¡¿Todavía tienes el descaro de venir a casa luego de lo que me hiciste?!
Ya no le tenía miedo. Ahora podía enfrentarlo.
—¿Yo? ¿Cuándo te hice algo? Estás muy equivocada. Chocó el autobús en que viajabas, ¿no lo recuerdas? —dijo él, mientras la rodeaba para poder sentarse en la cama.
—Quise evitarle el disgusto a mamá...
En realidad había querido que Damián no se enterara. Sabía que él era capaz de cualquier cosa por ella.
—Pero todavía estoy a tiempo de hacer la denuncia policial, así que vete antes de que me arrepienta.
—¿Así echas a tu novio?
—¡Tú no eres mi novio!
Quiso echarlo por la fuerza, pero él le tomó el brazo y, doblándoselo, le dijo: —¡Ah, ¿no?! ¿Quieres ver cómo cambias de opinión?
Y diciendo esto la empujó a la cama.
—¡¿Vas a continuar pegándome?! —lo enfrentó, aún a pesar del dolor que todavía lastimaba su cuerpo.
—¿A ti? —replicó él con tranquilidad—. ¿Así? No. Mira que fea que quedaste. Así no te pego más...
Le acarició los moretones contra la voluntad de ella, que volteó la cara al sentir su contacto.
—Tiene razón mi padre. No hay que dejar marcas.
Mientras decía esto, y aún sin soltarla, había tomado su móvil y estaba marcando un número.
—¡Hola! ¿Sí? ¿Clínica del Dr. Ramos Padilla? Ah, sí, mire, es para informarle que el Dr. Damián Lavalle ha tenido un inconveniente con su auto.
El terror volvió a apoderarse de Marcela.
—No, no es nada serio... La tapa del distribuidor. Pero él acaba de llegar al mecánico, y tiene como para dos horas más, así que avísele a la familia Recalde que la operación va a tener que posponerse... ¿Por qué no le informa al Dr. Prado? Si, aguardo...
Ramiro puso el celular en el oído de Marcela, que estaba paralizada.
Desde el otro lado del teléfono la voz fría de una secretaria contestó: —Sí. Parece que el Dr. Lavalle ya había informado de la demora.
Ramiro volvió a hacerse cargo del celular.
—Ah..., entonces pudo comunicarse él, primero. Bueno, gracias. Y disculpe la molestia... —Cortó.
El corazón de Marcela latía desbocado.
—Yo le dije a Damiancito. Tiene que comprarse un auto importado. Hoy es la tapa del distribuidor, mañana... ¡quién sabe! ¡Imagínate si tuviera un accidente! Un cirujano como él... Bastaría una pequeña lesión en sus manos y... ¡adiós carrera!
Marcela, enfurecida, se abalanzó sobre Ramiro. — ¡Si le haces algo a Damián te mato!
Él la dominó con facilidad. Era un hombre muy fuerte y con demasiados recursos.
—Tú estás equivocada conmigo —le dijo—. Yo no le hago nada a nadie. Nunca tuve un problema policial. Yo soy un escribano, no un mafioso.
Marcela comenzaba a llorar.
—Ahora empieza a vestirte. No hay tiempo que perder. Después de todo, dos semanas son poco para preparar una buena boda.
* * *
“Ahora decididamente no entiendo nada”, pensó Julia al ver a Damián en la puerta.
—¿No me dices nada? —le dijo él, sonriente.
—No sé qué tengo que decirte.
Damián se puso serio.
—¿No te habló Marcela esta mañana...?
—No. Me dijo que tenía que hablarme, pero después vino Ramiro a buscarla y...
Damián se convulsionó.
—¿Cómo Ramiro?
—Sí, Ramiro.... Parece que se había ido de viaje. O estarían peleados, vaya uno a saber, porque parece que ella no estaba conforme con el tamaño del piso que compraron.
—¿El piso...? —repitió incrédulo Damián.
—Sí. Se compraron un piso. Y nada menos que en la avenida Del Libertador. Imagínate que parece que dentro de dos semanas se casan..., ¿tú sabías algo?
Damián se apuró a salir de allí. No quería escuchar más. Dolía demasiado.
—¡Ah, Damiancito! Ahora que me acuerdo... Marcela dejó un mensaje para ti: dijo que será mejor que ya no la esperes.
* * *
Cuando Alberto vio la cara de Damián a través del vidrio supo de inmediato que algo había pasado.
—¿Y esto?—le preguntó al salir a su encuentro.
—Tengo que hablar contigo. Tengo algo que contarte. Pero primero tienes que jurarme que por ningún motivo, ¡ninguno!, ¿me entiendes?, por ningún motivo le vas a contar algo de lo que te diga a tu hermana...
—Está bien —dijo Alberto, intuyendo que todo estaba muy mal.
—¿Está bien, qué? —insistió Damián—. ¿Me lo juras?
—Sí, hombre. ¡Te lo juro! ¿O quieres que traiga la Biblia?
—No, con tu palabra alcanza.
Por un momento Alberto pensó que su amigo iba a enterarlo de algún hijo que tenía oculto por ahí, por eso se sorprendió al escucharlo decir:
—Me voy.
—¿Adónde?
—A Miami. Voy a dirigir el centro de Ramos Padilla.
—¿Y te vas a llevar a Marcela allí? Mira que tiene que terminar la carrera, y...
Damián lo interrumpió.
—Voy solo.
—No entiendo...
—¡Y yo entiendo menos!
* * *
Ramiro ya no estaba tan seguro de querer que Marcela llegara virgen al matrimonio. Si bien sentía gran placer en aquel juego de controlarla, todo el asunto ya se estaba poniendo un poco aburrido, además de costoso.
Tenía que someterla y sólo podría lograrlo con un hijo. Sólo eso iba a sacarle de la cabeza al tal Damián.
“Cuanto antes, mejor”, pensó Ramiro. “Además, en estos dos días pueden haber pasado muchas cosas, y siempre es oportuno comprobar el estado de la mercadería antes de comprarla”.
Entonces comenzó a besarla con pasión. Marcela cerraba los ojos, apretaba la boca y trataba de no pensar. Él se agitaba, mientras ella buscaba en su mente una salida que la alejara definitivamente de aquel tormento, sin poner en peligro lo que más quería en el mundo.
Ramiro empezó a deslizar su mano entre las piernas de ella y Marcela lo rechazó. Él insistió, y comenzaron a forcejear. Ella se defendió ferozmente, lastimándolo, lastimándose... Entonces él levantó su puño para descargarlo con furia, pero lo detuvo en el aire.
—No, no quiero que estés marcada para el casamiento... Igual faltan sólo dos semanas... —dijo con desprecio—. Puedo esperar.
* * *
Damián estaba muy lastimado como para hablar, y Osvaldo respetaba su silencio. No tenía una idea clara de lo que estaba pasando en la vida de su amigo, ni el porqué de aquella huida del país, tan precipitada. Pero conocía a Damián, y si él lo había decidido así, de seguro era lo correcto. Probablemente habría mezclada alguna mujer en su decisión, pero no iba a preguntar. Había cosas de las que los hombres no hablaban.
Damián miró el reloj de la ventanilla de Aerolíneas. Eran las seis de la tarde. En dos horas y media salía su avión para Miami. Se hubiera podido decir que se le partía el alma de dejar atrás su vida, su historia, sus afectos. Pero no era así. Y es que no puede partirse lo que ya no se tiene.
Había vuelto a perder su alma.
* * *
Cuando Alberto abrió la puerta de la cocina, una punzada golpeó su estómago.
¡Ahí estaba Marcela! Marcela... ¡Eran todas iguales! Marcela, Lola... Cuando se les acababa la calentura sólo les quedaba esa oscura carcaza de putas interesadas... ¡Mujeres!
Gruñó un saludo a su madre, y se sentó sin mirar a su hermana.
Ella tampoco tenía ganas de enfrentarlo.
El silencio, tan raro en casa de los Bianchi, era intenso.
—¡Qué tiempo loco!—dijo Julia, mirando a la ventana.
—No es lo único loco en esta casa —masculló su hijo.
—Hoy llovía y había sol al mismo tiempo —siguió la conversación su madre, ignorándolo—. “Se casa una vieja”, decían en mi casa.
—O una puta —volvió a intervenir él, mirando de reojo a Marcela.
Ella no pudo evitar sentirse tocada, y le devolvió una mirada de dolor. Pero calló.
“Mejor”, pensó Alberto. No tenía ganas de discutir.
Pero en su interior, ardía. Miraba a la desconocida sentada ante la mesa familiar, a esa mujer barata vestida ahora con ropa cara, y se preguntaba dónde había quedado esa hermanita maravillosa, a la que tan concienzudamente había ayudado a criar al morir su padre... Mal. La había criado mal, de eso ahora no había duda... ¡Pensar que apenas unos pocos días atrás se había conmovido por la inocencia de Marcela! Pero obviamente él no era el mejor para juzgar a las mujeres. Todavía le dolía la traición de Lola en la piel. ¡Todas eran iguales!
—¡Son casi las siete! —se sorprendió Julia—. ¡Qué barbaridad, cómo pasa el tiempo!.. Tengo que irme o llegaré tarde a la Misa... ¿Y tú, hijito, te quedarás a cenar?
—No. Creo que hoy se me atragantaría la comida.
La madre no lo comprendió, pero ya estaba resignada a no entender a sus hijos, así que, sin preguntar, lo besó y se fue a rezar por el casamiento de su hija. Esa boda que tampoco terminaba de entender.
Alberto volvió a mirar el reloj. ¡Las siete! En una hora más Damián se iba. Era curioso que no le hubiera costado tanto su propia partida, cuando había decidido dejar todo atrás de la mano de Lola, como le dolía ahora la separación de su amigo.
Siete y dos minutos. Ya no tenía más nada que hacer allí, y con Marcela prefería ni hablar.
Así que simplemente se puso de pie e intentó irse.
Pero la voz de Marcela lo detuvo.
—Yo no soy una puta.
Alberto se dio vuelta y la enfrentó. Pero pensó que no valía la pena contestarle, y simplemente se fue.
Marcela se quedó sola, llorando en la cocina. Sentía que todas las palabras que callaba la estaban ahogando, y que ya no iba a resistir mucho más.
Siete y diez...
Entonces Alberto irrumpió en la cocina y le gritó: —Y si no eres una puta... ¿qué mierda te pasa?
Marcela agachó la cabeza. Dudaba. Sentía una terrible necesidad de descargarse, pero tenía mucho miedo de hablar. Tenía mucho miedo de que le pasara algo a Damián. Mil veces prefería perderlo..., aunque eso significara perderse.
—No puedo decirte. —dijo al fin, sin demasiada convicción.
Alberto se enfureció aún más.
—¿Qué razón me vas a dar para haberle arruinado así la vida a Damián... , ¿los metros cuadrados de un piso?
Marcela lo observó atontada.
—¿Crees que fue por eso?
—¡¿Y entonces, qué?!
Marcela agachó la cabeza.
—No te puedo contar...
—¡No, claro!.. No me puedes decir que aunque te pones a punto de ebullición cada vez que Damián está cerca, no toleras que no tenga un centavo… Tampoco me puedes decir que aunque el pobre Ramiro te importa un comino, ya te acostumbraste al lujo... Que lo único que quieres ahora es echar buenas y ser la Sra. de Prieto, cagues a quien cagues.
Marcela se indignó, y las palabras comenzaron a estallar en su boca.
—¡El pobre de Ramiro! ¡¿Pero acaso tienes alguna remota idea de quién es el “pobre de Ramiro”?!
No. Debía callar.
¡Pero reventaba!
—¡¿Quieres saberlo?! ¿Quieres conocer mejor a tu futuro cuñado? ¡Pues te lo voy a decir! Pero antes tienes que jurarme que nunca se lo vas a contar a Damián, pase lo que pase.
Alberto recordó el otro juramento que había hecho aquel día. Miró su reloj: eran las siete y cuarto.
—¡Está bien!, lo juro. Pero apúrate.
Y entonces Marcela habló.
Habló del compromiso, del miedo, del horror. Habló de lo que escondía la fortuna de los Prieto.
Y habló de Damián. De los celos. Del miedo. Del amor. Y del miedo, otra vez.
Alberto la escuchaba atentamente, quizás por primera vez en su vida. Escuchaba sus dudas de mujer joven criada para depender de los hombres, criada para callar y respetar. Educada, mal, como se daba cuenta en ese momento, por Damián y por él. Enseñada sólo a satisfacer deseos ajenos y olvidar los propios.
La miró y sintió lástima por ella.
Pero no era tan tarde todavía. ¿O sí?
El reloj marcaba las siete y media.
—Ponte un abrigo y péinate, que me tienes que acompañar... —le dijo él.
—¿Adónde?
—Eso no importa. No imaginarás que después de lo que me contaste te voy a dejar sola para que ese idiota termine de molerte a palos... Eso sí: no tardes más de diez minutos. Mientras tanto yo tengo algo que buscar.
—¿Pero dónde vamos?
—Al aeropuerto.
—¿Al aeropuerto? ¿Qué tienes que hacer tú allí? Además es muy tarde…
Su hermano volvió a mirar el reloj de la cocina.
—Sí —dijo Alberto entristecido— Tienes razón. Es inútil. Ya es muy tarde.
* * *
Ocho y cuarenta.
Damián miró a su amigo Osvaldo. Se sentía culpable.
—En serio: ¿por qué no te vas? Todavía ni siquiera aparece el vuelo en pantalla.
—No. No te voy a dejar solo justo ahora, que quizás sea la última vez que te vea en mi vida. Además, apenas son veinte minutos de demora... —Osvaldo miró hacia la entrada—. ¡Qué extraño!, ¿ese no es Alberto?
Damián vio lo que no quería ver: Alberto arrastrando a Marcela. “Parece que faltar a la palabra es un mal de familia”, pensó amargado.
—¡Llegamos!—dijo Alberto, al fin.
Marcela no entendía nada, pero empalideció cuando vio a Damián con una valija.
—¿Te vas...? —se lamentó ella, incrédula, con todo el dolor brotando ahora del fondo mismo de su voz.
Damián, casi sin mirarla, le reprochó a Alberto.
—Me juraste que no ibas a decirle.
—Y no le dije nada, boludo—se defendió él. — La traje hasta aquí, pero no le dije nada. La traje para que te cuente.
Entonces fue Marcela la que protestó: —Me juraste que no ibas a decirle.
—¡Y dale con los juramentos!—se enfureció Alberto—. Yo no pienso decirle nada a nadie. Eres tú la que tendrás que hacerlo. No ves, idiota, que lo estás perdiendo... Se va, hermanita. Se va para siempre.
Marcela miró a Damián conmovida, y él se rindió a esa dulce mirada que amaba tanto.
Pero Alberto no había concluido. Mientras arrastraba a Osvaldo a una pequeña oficina, siguió gritando: —¡Ah!, y de paso, amigo, ¿por qué no le preguntas cómo se llama el bus que le pasó por encima?
Damián la miró y comprendió. Y por primera vez vio en los ojos que amaba todo el terror que solían esconder con tanta eficiencia.
—¡Yo lo mato! —dijo enfurecido—.¡Yo no me voy! ¡Yo lo mato!
Marcela forcejeaba para disuadirlo.
—¡No! Te tiene vigilado... ¿No entiendes? El que puede matarte es él.
Damián se detuvo por un momento. Miró de nuevo los ojos de ella, y atrás del miedo vio todo el amor que le tenía. Y en esos ojos, otra vez, recuperó su alma.
Por unos minutos hablaron atropelladamente, contando cada uno su verdad. Y entonces Alberto, que acababa de correr hasta ellos, los interrumpió.
—Bueno, me imagino que a esta altura ya estará todo resuelto —concluyó—. Todavía quieres a esta tonta, ¿verdad Damián?
Su amigo miró a Marcela con toda la profundidad de sus ojos negros, y respondió:
—Sí, claro que la quiero. Con toda mi alma.
Y ahora Alberto se dirigió a Marcela: —Y tú todavía quieres a este idiota, ¿verdad?
—Nunca dejé de amarlo—, dijo ella, perdiéndose en esa mirada oscura.
—Bueno—insistió Alberto—Entonces aquí les doy mi regalo de casamiento.
Marcela y Damián lo miraron, sorprendidos.
—Un pasaje para Marcela; el pasaporte que tanto protestó cuando la obligué a sacarlo para que me fuera a visitar, con visa y todo. Ya está hecho el pre- embarque. Nuestro amigo Osvaldito es alguien muy influyente.
Le alargó un sobre a Damián.
—Y aquí van diez mil dólares, pero esos sólo en calidad de préstamo. Considerando que a la niña te la mando sin ropa. Aunque no creo que esa sea la peor parte… Eso sí, se casan ni bien lleguen a Miami... Por mamá, digo... No queremos que a la pobrecita se le atraganten sus Misas.
Osvaldo miró preocupado.
—¡Cuidado! Ese es el último aviso para embarcar. ¡Van a perder el avión!
Damián y Marcela corrieron a la escalera mecánica, más allá del cerco que separaba a los pasajeros de los visitantes.
Entregaron sus boletos de embarque al guardia, y ya habían comenzado a ser trasladados por la escalera mecánica al piso superior, cuando un pequeño tumulto llamó su atención.
—¡Marcela! —gritó una voz de hombre, sin pudor, con tono autoritario.
La muchacha sintió que las piernas le flaqueaban. Era Ramiro. Ya casi una sombra en su pasado, pero una sombra poderosa, capaz de cubrir con su venganza a su madre o a su hermano. Sobre su hombro sintió que el brazo de Damián comenzaba a crisparse. No había pensado en él...
—Ramiro… ¡Ahora lo mato! —murmuró enardecido Damián. Y comenzó a bajar la escalera mecánica que se empeñaba en subir, para ir a su encuentro. Marcela, aterrada, trataba de detenerlo...
Pero ya era muy tarde.
Damián sentía que todo el odio se apoderaba de él. Ya no entendía razones. Todo parecía transcurrir ante sus ojos en cámara lenta. Veía, como en un sueño, cómo Ramiro, también fuera de sí, era sostenido por las autoridades del aeropuerto que le impedían el paso a la zona reservada. Y recordaba. Recordaba los terribles golpes lastimando la delicada piel de Marcela. Tampoco podía olvidar el miedo en sus ojos.
Damián sintió que lo sujetaban. Pero su furia era más poderosa.
Uno y otro forcejearon con los que los retenían. Eran como dos huracanes ansiosos por chocar. Damián, azuzado por los insultos del otro, ya casi lo estaba alcanzando, cuando escuchó la voz del comisario de a bordo: —Señor, si no sube pierde el avión —le dijo con autoridad.
Y entonces Damián se detuvo. Miró a los ojos de Marcela y volvió a ver ese miedo que lo lastimaba tanto. Pero también vio los de Alberto, y una mirada del amigo bastó para entenderse. Recordó entonces que Osvaldo era médico en el hospital de la policía, y que el mismísimo Comisario General le debía muchos favores.
Y entonces miró a Ramiro. Fijamente. Duramente... Y sonrió.
—No.... No te voy a matar —dijo con satisfacción.
Y tomando a Marcela por la cintura la besó con pasión, mientras la escalera bajo sus pies subía sin detenerse. Los presentes aplaudieron felices, mientras Ramiro, vencido, seguía insultando a sus espaldas.