CAPÍTULO 8

Un saludo distinto

 

¡Estaba muerto de cansancio! Carla se había empeñado en que la llevara al aeropuerto. Él sabía que el “ciento veinticinco”59 no iba a llegar. Su automóvil había dejado de funcionar diez años antes de que lo comprara de cuarta mano. Pero lo peor fue lo del remise60. ¡Eso sí que resultó humillante! Menos mal que el tipo finalmente había aceptado los dólares de Carla. Él, en cambio, apenas tenía para el bus. ¡También! ¿A quién se le ocurría viajar a fin de mes?

Por lo menos era miércoles. Damián se animó. Quizás Marcela había preparado ñoquis de papa. Sí, los miércoles era el día en que Julia tenía guardia en la inmobiliaria, y Marcela se lucía con su especialidad.

La esperanza de una buena comida, (¡al fin!), y algunos movimientos en el tablero de ajedrez le hicieron apurar el paso.

Así que al abrir la puerta de los Bianchi todo ocupó su lugar habitual.

El bolso nuevo de Julia estaba en el perchero, la voz de Alberto tronaba por toda la casa, y el aroma de la salsa de Marcela, dulzona y picante como ella, venía a recibirlo.

Entró en la cocina pensando cuál había sido su última movida el miércoles anterior.

Pero al entrar allí todas las piezas del tablero cambiaron rápidamente de lugar.

¿Qué había pasado?

¿Qué le había pasado?

No sabía. Sólo podía recordar... No, no recordar: sentir.

Había entrado en la cocina confiado. Julia le dio un beso como siempre, Alberto un golpe en la espalda y Marcela...

Marcela, al oír su voz y como si no hubiera estado esperando a nadie más, había corrido hasta él para rodearlo con sus brazos, y mirándolo con ternura a los ojos le había dicho: “Hola, mi amor... ¿Cómo estás?”.

Palabras chiquitas...

Palabras chiquitas que inundaron su corazón, iluminándolo.

Entonces cuando Marcela lo abrazó acurrucándose en su cuerpo, él se quedó quieto, sintiendo. Sintiendo...

No fue sino hasta mucho después que le devolvió el abrazo rodeándola por la cintura, agachando su cabeza sobre los hombros de ella.

No podía recordar lo sucedido luego. Sólo sabía que muy a su pesar había estado buscando esos ojos celestes desesperadamente durante toda la cena.

—¡Eh! —la voz de Alberto lo despertó de su sueño—. ¿Me has escuchado?

—No... No. ¿Decías...? —balbuceó.

—Nada, nada.

—¡Cabeza de novio! —se burló Julia con cierto alivio en la voz.

—Hoy me parece que hasta el jaque mate no paro —insistió Alberto.

—¡Ni lo sueñes! —interrumpió Marcela.

Marcela...

—¿Hoy también piensas acapararlo con eso del ajedrez? Pero, al final, ¿es tu novio o el mío?

—Está bien, está bien —se avino Alberto mientras miraba su reloj—. Les doy cinco minutos. Tengo veinticinco para reventar a este idiota, y a las once me voy con Lola.

Damián parecía confundido, así que Marcela se apuró a tomarlo de la mano y lo condujo hasta el patio. Ahí se paró en una de las columnas de madera, miró hacia la cocina, y ubicó a Damián justo frente a ella.

Él la dejaba hacer, cautivado por lo que estaba ocurriendo.

—Alberto sospecha —dijo al fin la muchacha.

Damián tardó en entender el significado de las palabras porque estaba sumergido en aquellos ojos azules que miraba por primera vez. Trató de concentrarse, pero el calor del cuerpo de ella, ahora tan próximo, lo confundía. Miró su boca.

Su boca...

—Se lo dijo a mamá —insistió ella.

—Eso es terrible —respondió él sin mucho convencimiento.

...deseaba esa boca.

—Vamos a tener que poner más empeño con esto del noviazgo o Alberto nos mata. Damián, ¿me escuchas?

—Sí, claro.

—Ahí viene Alberto —insistió Marcela que no había dejado de controlar la puerta de la cocina desde que estaban allí. Damián, en cambio, la escuchaba, pero no le entendía. Ya no era dueño de sí. Sólo estaba esa terrible necesidad de... ¿De qué? O lo que era aún más inquietante, ¿de quién?

Marcela lo miró, esta vez a los ojos, y se sorprendió. Había algo en la mirada de él que no había visto antes.

—Ahí viene Alberto —repitió Damián.

Y la besó. Suavemente al principio. Con pasión después.

Ella se quedó inmóvil, receptiva. Sintiendo en todo su cuerpo ese beso tan esperado. Ese beso tan sorpresivo. Sintiendo el calor de él, su fuerza.

—¡Vamos! —los interrumpió Alberto—. Los cinco minutos ya pasaron.

Marcela se separó y miró a Damián confundida. Él le devolvió una mirada segura, casi desafiante. De alguna forma buscaba justificarse.

Alberto tomó a su amigo del brazo y literalmente lo arrastró a la cocina, mientras decía: —¿Sabes que ya me tenían preocupados ustedes dos? ¡Mira que resultaron tímidos!

Cuando la puerta de la cocina se cerró, Marcela se quedó sola en el patio.

¿Qué había pasado?

¿Qué le había pasado?

* * *

Apenas le llevó cinco minutos a Alberto lograr su primer jaque mate. Seguidos, otros dos.

—Jugar así no sirve para nada —sentenció—. ¡Hoy tienes la cabeza en otra parte!

“En otra parte”, pensó Damián.

La madre de Marcela fue a buscarla a su cuarto. La luz estaba apagada.

—Marce... Te busca tu novio —susurró.

—Dile que ya me acosté.

¿A qué estaba jugando Damián?

—Es que se tiene que ir, y me pidió especialmente que...

—¡Mamá!

—Es que a mí me parece que...

—¡Uf! ¡Está bien!

Su madre se fue y Marcela se levantó de un salto. Comenzó a vestirse sin quitarse el camisón. Su cabeza era un lío. Sentía vergüenza. ¿Se habría dado cuenta Damián de todo lo que había sentido con ese beso? Seguramente... Ella era una idiota, y él podía jugar a su antojo. Divertirse como cuando eran chicos y la pobre nenita se quedaba “pagando”61.

Salió del cuarto y lo vio cerca de la entrada. Fue a su encuentro, silenciosa.

La actitud de él la confundió. No sonreía, no la burlaba... Parecía asustado.

—¿Te enojaste? —rompió el hielo Damián.

—No.

—Me pareció que te habías enojado por el beso... Era lo pactado, ¿no? Ser más novios adelante de Alberto.

—Sí, claro.

—Pero te enojaste.

—No, no me enojé. No sé. Me sorprendí. No esperaba un beso tan... tan... realista.

—¿Realista? —se extrañó él—. ¿A qué te refieres?

Damián la miró desde la profundidad de sus ojos negros.

—Yo no sé besar de otra forma —se disculpó malamente—. Yo sólo sé besar como un hombre.

Un escalofrío corrió por el cuerpo de Marcela y su piel se erizó. Rogó a Dios para que sus mejillas no hubieran enrojecido.

Otra vez era ella la nena.

Se sintió incómoda. Una y otra vez trataba de dar por terminada la despedida, pero Damián la retenía, hablando de cualquier tontera mientras miraba con insistencia hacia la cocina.

Por fin la puerta se abrió.

—Ahí viene Alberto —le dijo.

Y la besó largamente.

* * *

Inés disfrutaba cada sorbo de su taza. El café era un asco, (no había presupuesto para más), pero después de tanta sangre venía bien algo caliente.

Observó a Damián, desplomado en una silla. Era raro verlo ese día. Él, que era la seguridad en persona, atento a las necesidades de los otros, divertido, aquel día lucía como un chico desamparado.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó por fin.

—¿Por qué? —se preocupó—. ¿Hice alguna estupidez en el quirófano?

—¡No! Has estado impecable, como siempre. Pero desde que llegaste te noto..., no sé, raro.

—Me siento raro. Pensándolo bien, me siento como la mierda.

—¿Tan mal, así?

—No, ¡peor!

—Pero, ¿qué pasó?

—Qué se yo lo que pasó... Pasó de todo. “Me” pasó de todo. Se me dio vuelta el mundo... Todos los días la vida te pasa por delante, y de repente... No sé... Es como nosotros. Nosotros somos amigos, ¿no? Todo de onda62, todo bien. Pero un día... Un día cualquiera, ¡qué sé yo!, vienes y me saludas distinto... O me saludas igual, pero a mí me hace distinto. Y empiezo a sentir...., no sé, “cosas” cuando estoy contigo...

Inés miró a Damián.

Miró sus hermosos ojos negros. Siempre había sido consciente que, de haberlo conocido antes, hubiera sido capaz de enamorarse de él. Pensándolo mejor: de que era muy capaz de enamorarse de él. Y pensándolo un poco más... No, mejor no pensaba tanto o se le quemaba el cerebro.

Decidió entonces, con el mismo temple que tenía para realizar una cirugía, enfrentarlo y preguntar sin rodeos.

—¿Qué? No me vas a decir que te ocurre algo conmigo.

Damián se sorprendió. Había tratado de hilvanar sus pensamientos con claridad, pero obviamente lo había hecho mal.

—¿Contigo? ¡Ojalá fuera contigo! Sería todo mucho más fácil.

Inés se ofendió.

—¡Gracias! ¿Qué quieres decir con eso? ¿Que me voy a la cama con cualquiera?

—No, no seas tonta. Sería más fácil porque tú eres una mujer ¿entiendes?

A Inés se le heló la sangre.

—Entiendo —repitió, dubitativa. Se le atragantó la pregunta, pero tenía que hacerla: —¿Y hace mucho que conoces al tipo?

Damián se sorprendió aún más.

—¿A qué tipo?

—No acabas de decirme...

No la dejó terminar la frase.

—¡No entiendes nada! ¡Que necia! ¡Cómo te imaginas que yo…! No, no se trata de que sea un tipo, sino de que es una nena

—Una nena... —repitió Inés incrédula.

—Una nena.

—¿Menor de trece? —arriesgó con miedo.

Esta vez Damián se indignó. —¡¿Trece?! ¿Pero por quién me tomas?

Inés ya estaba perdiendo la paciencia. —Entonces, ¿cuántos años tiene?

—Veinte —respondió él avergonzado.

—¡¿Veinte?!... ¡¿Veinte?! —Sencillamente no podía creerlo—. ¿Quién te ha dicho que a los veinte, una mujer todavía es una niña?

—Una mujer no, pero Marcela sí.

—¡No me hagas reír! Ustedes los hombres son unos verdaderos inocentes, por no decir boludos.

—No, no soy inocente —protestó enfurruñado como un niño—. Yo a Marcela la conozco de toda la vida. Yo le he cambiado los pañales. La ayudé a caminar... Yo le enseñé el siete por ocho. Yo sé todo de ella. Y ella todavía es una nena.

—Una nena de la que te has enamorado.

—¡¿Qué dices?! ¡¿Acaso has escuchado algo de todo lo que te dije?! —se indignó Damián—. ¡¿De qué amor me estás hablando?! ¡A ver si todavía te haces la novela! Lo que te digo es que yo tengo esta amiga, ¿no? Que más que amiga es como una hermana menor. ¡Te imaginas! ¡Yo hasta le cambié los pañales! Bueno, y por un motivo que no viene a cuento, con esta amiga nos hemos besado. Un beso inocente, ¿entiendes? Yo tenía ganas de besarla, pero eso no está mal. Porque somos amigos, ¿entiendes? Porque yo a ella hasta los pañales le he cambiado. Una hermana casi... Y ahora cuando la veo me da como una ternura, ¿entiendes?... ¡¿Entiendes?!

Inés entendía perfectamente.

Por un momento miró balbucear a Damián, tratando de convencerla y convencerse. Un hombre grande que para algo tan simple era un verdadero niñito.

Él, ante su silencio, insistió: —Es sólo ternura. Ganas de besarla... Es como una hermana para mí. ¡Si yo, incluso...!

Inés lo interrumpió.

—Sí, ya sé: “le cambiaste los pañales”.

* * *

La noche era larga.

Un bus se había quedado sin frenos, incrustándose de lleno en una casa. ¿Cómo se le explicaba a un padre que su hijo, que dormía en su propia cama, había muerto atropellado?

Una noche larga, una vida corta.

Inés miraba a Damián trabajar en el quirófano. Le costaba pensar que era el mismo tipo que hacía unas horas atrás había estado tan desamparado. ¡Qué maravillosa cualidad la de los hombres, que podían aislar totalmente su corazón de su trabajo!

Era obvio que los cursos que había hecho Damián rendían su fruto. No dejó cara sin reconstruir, ni abdomen sin completar. “Este tipo va a llegar lejos”, pensó Inés con algo de envidia. Ella no podía desprenderse tan fácilmente de las cosas que le pasaban por la cabeza cuando estaba operando. Claro que había sido excelente...., antes. Pero ahora, aunque más no fuera la culpa por no ir a una reunión en el colegio de sus hijos, la hacía rendir menos. En cambio Damián...

En cambio el corazón de Damián esperó seis operaciones para volver a derrumbarse mientras tomaba un “café”.

—Estuve pensando... —se atrevió a decir Inés, que no había dejado de observarlo desde que llegara.

—¿Eh?

Damián parecía haber olvidado su presencia.

—Estuve pensando... Esa niña... Tu amiga. ¿Qué le ocurrió a ella cuando la besaste?

—¡Cómo podría saberlo, si a mí en ese momento se me abrió el piso! Aunque... Al principio me pareció que estaba enojada, pero...

—¿Le gustas?

—¿A Marcela? —Damián sabía de quién se trataba, pero paladeó el decir su nombre—. ¡Ella siempre estuvo enamorada de mí!

Inés lo miró detenidamente. Ese hombre necio, que apenas unos minutos atrás parecía acabado, volvía ahora a recuperar su sonrisa, su aire ganador.... “¡Hombres!”, pensó Inés, pero no dijo nada. Sólo escuchó. Escuchó más de lo que él, en su inocencia de macho orgulloso, creía estar diciendo.

—Desde siempre me quiso. Yo me daba cuenta, por supuesto, pero nunca la alenté. Era una nena... Es una nena. Ella me miraba con cara de boba, y yo me hacía el distraído. Sería incapaz de aprovecharme de algo así.

—Hasta ahora —lo interrumpió Inés.

—¿Qué quieres decir? Mira que yo a ella nunca le he faltado el respeto y…

Inés no esperó a que acabara.

—¿No me acabas de decir que la “chiquita” está muerta contigo?

—Sí, pero...

Tampoco lo dejó terminar esa frase.

—Y que tú, por juego, diversión, o “ternura”, no interesa, haces el papel de novio con ella sin que signifique nada para ti.

—Bue...

—No te parece que, sin quererlo por supuesto, esta “niñita” puede malentender todos los besos y esa cosa “tan tierna”, y...

—Lo pensé, pero...

—... Y quedar finalmente destruida.

Si algo había aprendido Inés en ocho años de matrimonio era a discutir con un hombre y a quedarse con la última palabra.

Damián se desarmó. Inés sabía que la tal Marcela iba a odiarla por lo que acababa de hacer, pero al final terminaría agradeciéndoselo. Por más que él fuera un encanto, no podía permitirle que jugara con los sentimientos de esa niña…, de esa mujer.

Una compañera de desgracias.

Inés se sentía satisfecha, y en cierta forma vengada. Pero cuando volvió a centrar su atención en Damián notó que su mirada vagaba en el vacío. No se atrevió a hablarle. El silencio se hizo intenso, hasta que él, en un murmullo, casi para sí mismo, comenzó a decir: —Yo no la quería lastimar... No sé qué me ocurrió... Yo... Tienes mucha razón. Tengo que cortar con esto. No puedo lastimarla. Basta de mentiras... Total, ya está... Tienes razón. Esta misma noche acabo con esa historia, y que todo vuelva a ser como antes.

Antes...

* * *

Damián caminaba arrastrado por el viento ¿Ya habría llegado? Sí, seguro. Eran las nueve de la noche.

Necesitaba un cigarrillo. ¡Maldición!, ¿por qué había dejado de fumar? Fito, un amigo, no iba a venderle puchos, pero siempre quedaba el otro kiosco de la vuelta. Sintió el placer del tabaco en su boca, y abandonado a ese placer, sintió la boca de Marcela en la suya. Un instante, sólo un instante... Tenía que sobreponerse. Esa noche iba a acabar con la mentira y todo volvería a ser como antes.

Seguro de su fortaleza entró a la casa de los Bianchi. No se escuchaba la voz de Alberto, así que todo sería más fácil.

¿Cuándo se lo iba a decir? ¿Cómo se lo diría? ¿Y si a pesar de todos sus cuidados terminaba lastimándola? Todas esas preguntas fluían por la cabeza de Damián, pero había otra que no se animaba a pensar: ¿y si a ella le daba igual?

En la cocina Julia se ocupaba de la comida, mientras Marcela estudiaba frente a un plato de sopa.

Marcela... ¿Siempre había sido tan hermosa?

Trató de no pensar en eso. Tenía que saludarla. ¿Cómo?

Por fin fue ella la que tomó la iniciativa y lo besó en la mejilla... O en el alma, para él era lo mismo.

Mientras comían, Julia, como siempre, hablaba sin parar. Contaba algo acerca de una casa en venta, de un escribano conocido de Marcela, de una comisión.

Damián y Marcela callaban, cada uno pendiente del otro.

Sonó el teléfono y Julia fue a la sala para atender. Quedaron solos, ocupados en sus platos, como niños en penitencia. Cuando Julia al fin regresó, Marcela la ayudó a levantar la mesa.

Damián comenzó a mirarla a su antojo. No, no quería perderla. Tenía que decirle sin lastimarla. Tenía que decirle.

Cuando ya no pudo más, se levantó de un golpe. Julia comenzó a mirarlo, sorprendida: —¿Te vas, Damiancito?

—Sí. Mañana tengo guardia.

Se acercó a Julia y la besó. Marcela iba también a despedirse, cuando él la cortó en seco.

—¿Me acompañas? Tengo algo que decirte...

Marcela se enjuagó las manos y lo siguió a lo largo del patio, hasta la puerta de entrada. Recién entonces él se dio vuelta y la miró. Miró sus ojos celestes, miró sus labios... Y se enfureció. ¡Todo eso era una estupidez! Todo eso tenía que acabar. Todo eso tenía que volver a ser como antes...

—Marcela, hay cosas que tenemos que hablar tú y yo...

—Claro —respondió ella mansamente. Era sin duda una mujer frágil y había sido educada para obedecer.

—Somos amigos, ¿no? Amigos de toda la vida.

Ella asintió con la cabeza.

—Y lo del noviazgo…, no sé. No es bueno.

—¡Claro que no! —dijo ella convencida—. ¡No me gustan las mentiras!

—¡Claro! —repitió él—. Por eso hay que terminarlo cuanto antes.

—¡Claro!—asintió Marcela con énfasis.

Damián la miró. Sus ojos. Su boca... Por un instante pudo imaginar la boca de ella en la suya y la deseó. Tanto...

—Claro que no puede ser inmediatamente —se escuchó decir Damián—. Alberto podría sospechar.

—Claro —repitió no tan convencida ella.

—Mientras tanto vamos a tener que seguir con todo esto unos días más, sólo para que no desconfíen. Después cortamos la relación, y adiós, tan amigos como siempre... Total, nosotros tenemos todo claro, ¿no? Somos amigos.

—Claro...

La puerta de la cocina se abrió, y Damián no esperó a que apareciera Julia para besar a Marcela con pasión.

Otra vez.

* * *

Marcela caminaba sin ganas. Para colmo Marita no había aparecido por la facultad, y tenía que ir sola a la Cultural Inglesa. Llegaba tarde, lo cual era todavía peor. Ahora iba a tener que buscar especialmente al tal Ramiro después de clase, para alcanzarle el maldito sobre que le había dado su madre. ¿Por qué Julia la metía en esas cosas? ¡Justo darle algo al más buen mozo de la clase! Y para colmo tenía la impresión de que el tipo le estaba tirando onda63... Siempre la habían intimidado los hombres lindos. Bah, siempre la habían intimidado los hombres. Quizás por todas las advertencias de Alberto y Damián, no sabía. Cuanto más buen mozo, peor. ¡Y vaya si Ramiro era buen mozo! Un potro, como decía Marita: pelo castaño, ojos azules, tan distintos a los de Damián.

¡¿Qué tenía que ver Damián en eso?!

La verdad era que a veces, de puro tímida, parecía antipática. Sobre todo si alguien le gustaba. Siempre le pasaba así. Por eso no habían sido pocos los compañeros de “facu”64 que al ponerse de novios con alguna amiga y entrar en confianza, le terminaban confesando que primero se habían interesado en ella, pero que “como no daba bola”65...

La clase, cosa rara, no había empezado.

Quizás su reloj adelantaba de nuevo, (un regalo de Damián por supuesto).

Se acomodó en el aula vacía y vio con horror cómo entraba Ramiro y se sentaba a su lado. Se sintió aún más pequeña junto a ese hombre grande, y tuvo la sensación de arder cuando, luego de saludarlo, le alargó el sobre.

—¡Que hermosos ojos tiene tu madre! —dijo Ramiro, casi al pasar.

Marcela calló.

—Por eso cuando dijo que era la señora de Bianchi, de inmediato pensé en ti... No creo que además de ustedes haya muchas mujeres sueltas por Buenos Aires con esos ojos. Seguramente sería ilegal.

¿Qué debía contestar Marcela? No pudo pensarlo. En cambio, comenzó a ponerse colorada. Se sentía como una reverenda idiota.

Ramiro la miró por el rabillo del ojo complacido, y continuó: —Hermosa mujer, Julia. ¡Y es que no hay nada que hacer!: de tal madre, tal hija.

Marcela ya casi desmayaba cuando llegó su profesora. De hecho jamás se alegró tanto de empezar su clase de inglés.

* * *

Nunca había sido Damián tan feliz como por esos días. La gente le preguntaba si había adelgazado o si estaba haciendo gimnasia, porque realmente tenía “buena cara”.

Convencido como estaba de que su noviazgo era sólo temporal e inocente, decidió disfrutarlo sin culpas.

Comenzó entonces a ver a Marcela todos los días, a acompañarla a la facultad, a besarla con la excusa de que alguien llegaba, o simplemente por las dudas.

¿Qué sentía Marcela? Esa pregunta surgía una y otra vez en su cabeza, pero no lo inquietaba. Sabía que ella no le devolvía sus besos, pero los aceptaba mansamente. Sólo eso le permitía mantener quieto su sexo. Mejor. “Todo onda tranqui”66, pensaba con gusto.

Y disfrutaba.

Incluso cuando Carla llamaba de Estados Unidos y comenzaba a interrogarlo como si fuera el acusado y ella la fiscal, no se inquietaba. Después de todo no mentía: no estaba con otra. Estaba con Marcela.

Claro que al escuchar la voz de Carla, grave y sensual, un poco deformada por el teléfono, una ligera inquietud recorría su cuerpo. Pero eso era bueno. Todavía la deseaba.

* * *

Lola miró el paquete, hipnotizada. Demasiado pequeño, pensó. El ruido metálico que hizo al sacudirlo casi paraliza su corazón: ¿llaves de un auto quizás?

Rompió el papel de regalo con urgencia y abrió la caja...

Un anillo. ¡Qué desilusión! Un anillo con un brillante gigante en el medio. Miró la cara de alegría de Alberto y entendió. Era un cintillo, una de esas cosas que se daban antes de casarse.

Suspiró mientras se lo probaba. Tenía medio auto usado en su dedo. Miró de nuevo a Alberto y sonrió con falsedad.

Gracias a su madre últimamente había cambiado de idea respecto al matrimonio. Según ella, un marido era algo así como un seguro de retiro. Si todo iba bien tenía la obligación de mantener a su esposa, y si todo iba mal..., también. Lo que se dice un buen negocio.

Además Alberto era uno de los pocos que todavía la hacían sudar en la cama. No estaba mal para marido. Sin contar que de seguro en Estados Unidos iba a echar buenas67 porque, por lo que tenía entendido, era un médico excelente.

Claro que después de lo del teléfono le había prometido a Damián que iba a dejar a su amiguito, (era la condición que el muy idiota le había impuesto para no delatar su desliz), pero ahora que lo pensaba mejor, ni intenciones que tenía.

Al principio se había asustado pensando en la reacción de Alberto. Él era terriblemente celoso, y siempre le salía la “tanada”68 cuando se trataba de defender su honor.

Pero ahora todo era distinto. El imbécil de Damián estaba aprovechando la situación para “transarse”69 a su cuñadita, (¡la muy mosquita muerta!), y Alberto ni por casualidad creería que eso había sido sólo una farsa para tapar su mal paso. ¡No! ¡Ni loca dejaba a Alberto!.. ¡Qué Damián le contara todo! Él no iba a creerle ni una palabra. Así de enamorado estaba.

—¿Y? —preguntó ansioso—. ¿Nos casamos antes de viajar a Estados Unidos?

—¡Claro, boludo! —respondió Lola mientras lo besaba.

Y mientras lo hacía aprovechó para mirar su anillo una vez más. “Grande la piedra”, pensó. “Fácil de hacer dinero en cualquier casa de empeño”.

Sí, el casamiento comenzaba a rendir frutos.

* * *

—¡La pu...

—¡Basta, Marita! ¡Deja ya eso de las malas palabras! —la reconvino Marcela.

Odiaba esa costumbre de su amiga de gritar groserías en medio de cualquier clase.

—¡Es que estoy re- caliente70! Justo este fin de semana se le ocurre a mi primo casarse en Montevideo... Ahora que lo pienso, podría inventar algo y no ir.

—¡Cómo no vas a ir al casamiento de tu primo, sólo para ir al cumpleaños de mi hermano! ¡¿Estás loca?!

—Pero es que en la fiesta de Chichi va a estar lleno de mecánicos como él y verduleros como la novia. En cambio en tu casa...

—¿Qué?

—Va a estar lleno de médicos solteros.

—Ni uno quedó sin pareja. Creo que sólo Luis, y ese no te gusta seguro.

—Está Damián.

A Marcela le molestó que Marita incluyera a Damián en su lista de solteros deseables. ¡Ella sabía perfectamente cómo eran las cosas! Aunque pensándolo bien, ¿cómo eran las cosas?

—Que yo sepa nunca cortó con Carla —le replicó al fin Marcela, con el orgullo herido.

Carla... No había pensado más en ella. Sabía que estaba en Estados Unidos, (Harvard, o algo así. ¡La niña era brillante!). Pero Damián no le había vuelto a hablar de su novia. ¿Lo llamaría alguna vez?

Sintió celos de sólo pensarlo. ¡Celos! Terribles celos. Como cuando Marita lo había nombrado.

¡Celos!... Estaba enamorada. Era tonto negarlo. ¿Pero Damián?

Había aprendido dolorosamente a no dejarse llevar cuando estaba con él. Damián no hablaba sobre sentimientos. Sólo la besaba. Y ella se contenía por miedo a quedarse “pagando”. Otra vez.

Durante un tiempo Marita estuvo observando con placer sus cavilaciones, mientras cuantificaba el daño realizado por sus palabras, pero al fin le respondió: —Bueno, no te enojes. Yo sé que entre ustedes...

—Entre nosotros, ¿qué?

—¡Vamos!

—No seas estúpida.

—¡Vamos! ¡Si estás muerta por tu vecino!

—No. ¡En absoluto! —respondió su orgullo.

—¡Pero no mientas! Si se nota en cómo hablas de él.

—¿Cómo hablo? Bueno, tampoco lo critico. Pero eso es porque... Qué sé yo. Damián es una gran persona. Distinto a los demás.

—El único, me imagino —se burló Marita.

—No, no seas boba. Me refiero a que... No sé. La gente está... como encerrada, qué sé yo, cada uno en lo suyo. Bueno, a Damián todavía las cosas le importan. Como el otro día que iba con un traje nuevo y se paró a atender a un pobre hombre que habían atropellado. ¡Te imaginarás como quedó luego de eso! Pero a él no le molestó… Y la forma que tiene de escucharte, de ocuparse... La paciencia infinita que tuvo con su padre cuando se moría... ¡Hasta la forma en que juega con mis primitos, como si fuera uno más!.. O la ternura con que...

—Deja, deja... —la contuvo Marita—, que si no la que va a enamorarse seré yo.

Sí, le quedaba claro: el tal Damián era un gran hombre. Todo un desperdicio para la tonta de Marcela. Y, por desgracia para su amiga, a Marita no le gustaba desperdiciar nada.

* * *

Damián abrió el sobre con desgano. ¡Otra carta más! Aguas Argentinas volvía a acordarse de él, esta vez con un período prescripto que, por arte de magia, le reclamaban igual. ¡Ya estaba harto! Esa covacha iba a costarle más cara que un palacio...

Pero era su casa. Y la amaba. Cada pedazo de piso tenía historia. Su historia.

Algunas veces se imaginaba su futuro. Sus hijos corriendo por ese patio…

Sus hijos. Últimamente pensaba mucho en eso. Y de seguro iba a ser un buen padre. Un gran padre como lo había sido su viejo...

Se dejó abatir por la nostalgia. Se echó en un sillón y comenzó a dormir.

Cuando despertó no podía recordar sus sueños, pero se sorprendió al darse cuenta de que estaba mojado... ¡como cuando era un adolescente!

—Demasiado tiempo sin sexo... —pensó lleno de furia. O quizás había sido por el llamado de Carla anunciándole su regreso. ¡Lo que fuera! No era un buen día para él.

Dejó el reloj a la vista y comenzó a bañarse. Faltaba media hora para que comenzara el cumpleaños de Alberto y quería llegar temprano, porque a las doce tenía que estar de regreso en el hospital.

El agua caliente lo reconfortó, pero para su sorpresa su sexo no se había saciado. ¿Con qué habría estado soñando? Posiblemente con Carla. Ahora que ella volvía iba a poder... Sin embargo, pensar en ella le producía cierta congoja.

¿Con qué habría estado soñando?