CAPÍTULO 9
Un noviazgo no tan formal
La puerta de los Bianchi estaba iluminada desde las nueve. Las parejas entraban y se perdían en el ruido de la fiesta. Damián escuchaba el bochinche desde su casa, pero por más que lo intentaba no lograba salir a la calle. Primero había sido Carla para asegurarse de que la estuviera esperando en el aeropuerto. Ya era la cuarta vez que lo llamaba. Evidentemente no le tenía confianza.
Después, la secretaria de Ramos Padilla. ¿Para qué lo quería el viejo? Ya lo había pensado, y ni loco se metía a hacer cirugía estética. Era como venderse, y no le interesaba.
El último al teléfono fue Claudio para avisarle que no se preocupara por el alquiler del jaquet para el casamiento, porque él se hacía cargo. Buen tipo Claudio. Debía estar muy desesperado por un padrino como para echarse uno tan tirado71 como él.
Por fin dejó el maldito aparato sonando y pudo llegar a la fiesta.
Estaba todo el mundo. Amigos de la facultad, de la práctica hospitalaria, alguna ex- novia. Todos... Todos menos Marcela.
Comenzó a buscarla por la casa. ¿No habría llegado? Sabía que solamente tenía dos horas, y aquel día todavía no habían estado juntos. ¿En qué estaba pensando esa muchacha?
Por fin la vio. Allí, parada en un banco, colgando una especie de guirnalda. La miró como solía no mirarla... Miró su blusa tensa, sus piernas largas. Su cabello cayendo sobre la espalda. Toda su espalda. Su cuerpo... ¡¿Qué estaba mirando?!
No, ese no era su día.
Sintió crecer el enojo.
Se acercó hasta Marcela, y le susurró con furia: —¡Bájate de ahí! ¡No seas ridícula!
Marcela, sorprendida, trastabilló, y tuvo que asirse a sus hombros para no caer.
Él la levantó en el aire, y se inundó de su perfume.
Entonces recordó con quién había estado soñando.
Y se avergonzó.
Marcela lo retó brevemente por llegar tarde, y se fue respondiendo al llamado de su madre. Hoy era su turno como anfitriona.
Damián se quedó confundido, mirándola. Juan, un amigo de la secundaria, lo sorprendió.
—¡Cómo creció la nenita, ¿no?! —le dijo en tono cómplice— ¿No sabes si está sola?, porque...
Damián lo interrumpió. —¡Es mi novia! —le gritó furioso y se fue.
Evidentemente ese no era su día.
* * *
Desde un rincón Damián comenzó a observar a todos. Marcela iba de aquí para allá llevando bandejas, charlando, riendo... Llamando la atención de los hombres.
“Cómo creció la nenita”. La frase retumbaba en su cerebro hasta lastimarlo.
Necesitaba a Marcela. Ahora. Ya.
Alberto y Lola comenzaron el baile. Ella se movía muy sensualmente. Poco a poco todos se fueron acercando y los siguieron.
Damián estaba nervioso. El tiempo pasaba.
—¿Bailamos?
La voz de Marcela, un poco burlona, lo sorprendió con la guardia baja y se le metió en el cuerpo.
Empezaron a bailar.
Comenzó a sentirla. A embriagarse con su piel. Y tímidamente empezó a recorrerla.
¡¿Qué estaba haciendo?!
Perdió el paso.
—Estuve pensando —dijo para no pensar—. ¿Te acuerdas la charla que tuvimos aquel día, cuando te estabas secando el cabello?
Habían tenido muchas charlas cuando ella se secaba el cabello, pero Marcela no dudó a cuál de ellas se refería.
—Esa charla sobre provocar a los hombres... —continuó Damián.
Marcela sintió avanzar el enojo. Odiaba las injusticias, y si de algo estaba segura era de que jamás provocaba a nadie.
—¡¿Qué ocurre con eso?! —contestó de mal modo. — Ya te dije que la minifalda...
No la dejó seguir.
—No, no es el largo. Es cómo te queda. No digo que a otra, pero...., ¡no sé!, a ti...
—¡¿Te estás burlando?! Esta falda tiene al menos tres años... ¿Recién ahora lo notas?
—Ahora te queda distinta. ¡Habrás engordado!
Marcela se quedó sorprendida. Quizás era cierto. Pensándolo bien, las cosas ya no le quedaban como antes.
—¿Te parece que estoy gorda?—preguntó, preocupada.
Damián quiso tranquilizarla, pero sólo consiguió enredarse más.
—No, no es eso... Es que algunas partes..., no sé... ¡Qué sé yo! Tu cuerpo... —Se enfureció—: ¡¿Qué tengo que estar hablando yo de tu cuerpo?!
Marcela, cuyas mejillas comenzaban a arder, se hundió en el pecho de él para que no viera su vergüenza. Tendría que empezar una dieta, pensó.
Entonces Damián simplemente se abandonó a sentirla en su piel. Luchaba contra sí mismo, pero no podía evitarlo. Quería distraerse, pero todo lo llevaba a ella. Su respiración, su calor, su perfume...
—... Como el perfume que usas, por ejemplo —volvió a la carga sólo por distraerse.
—¡No me vas a decir que provoca, porque...!
—Yo no digo eso, pero hay algo que...
—Damián: yo no uso perfume. Soy alérgica — lo interrumpió.
Era cierto. No lo usaba.
Sin embargo él podía identificar el perfume de su piel con los ojos cerrados. Conocía el olor de su miedo, el aroma del sol en su cabello, el...
—¿Por qué? ¿Huelo mal?
—¡No!
Y se le ahogaron las palabras.
—Ven. Estoy cansado.
Se sentaron en el único hueco del inmenso sofá verde de la casa de los Bianchi. A su alrededor las parejas charlaban, reían, se tocaban, se besaban...
Entonces él no pudo más, y así, sin excusas, comenzó a besar a Marcela. A recorrerla con sus manos. A desearla. Ella se dejó inundar por ese deseo ajeno. Por ese cuerpo caliente y musculoso que sabía tocarla con destreza. Y así, sin previo aviso, de repente también ella se enredó en la pasión. Y por primera vez en la vida Marcela se abandonó a su propia necesidad.
—¡Perdón! ¿Molesto?
Lola había caído sobre ellos, mientras se justificaba con sorna. —¡Disculpen! Resulta que di un mal paso. Y tal parece que no soy la única.
Marcela y Damián se separaron avergonzados, confundidos. La muy desgraciada ahora se estaba alejando, mientras todavía los miraba con esa estúpida sonrisa en los labios.
De inmediato Marcela intentó recomponerse, tratando de cambiar toda esa pasión por furia. Furia hacia su estúpida cuñada. Furia hacia su hermano, por traerla... Furia hacia sí misma, por haberse dejado llevar adonde no quería ir.
Damián, en cambio, simplemente estaba avergonzado. Se sentía en falta.
—Tenemos que hacer algo —concluyó al fin Marcela, con gran indignación. Necesitaba enojarse, necesitaba cambiar de tema. No hablar de lo que había ocurrido a la vista de todos.
—Sí... ¡Sí! No soporto a esa idiota.
También Damián aprovechaba para embarcarse en ese enojo salvador.
—¡Se cree que es la dueña del mundo! ¡Nosotros, teniendo que mentirle a Alberto para salvarla! —insistía Marcela, mientras sus mejillas estallaban de vergüenza.
—¡Sí! ¡Ya mismo voy a exigirle que cumpla con lo que me prometió!
Damián se levantó para ir a la cocina en busca de Lola.
Pero en verdad lo hizo porque necesitaba tomar aire.
Más lo pensaba, y más se daba cuenta que la culpable de todas sus desgracias era Lola. Que si ella no se hubiera metido en sus vidas, Marcela y él nunca... ¡Qué todo sería todavía como antes!
Entró en la cocina hecho una furia y se encontró a Lola tratando de encender un cigarrillo con el fuego de la hornalla.
—¡¿Te crees muy inteligente, no?!
—¿Por qué?—preguntó desafiante—. ¿Vienes a retarme porque los interrumpí?
—No te hagas la idiota. No he venido a retarte, sino a exigir que cortes ya mismo tu relación con Alberto y que no vuelvas a pisar esta casa nunca más.
—¿Qué corte con Alberto? ¡Mira!—le gritó exultante mientras le mostraba su anillo nuevo—. Vamos a casarnos.
—¡Eres una mierda! ¿Para esto te salvé el pellejo?
—¿Me salvaste? —Y entonces Lola estalló como sólo podía hacerlo una hembra desplazada—. ¡Soy yo la que te he salvado! Estabas caliente con la nenita y me has usado para sacarte las ganas. ¿Ya te la llevaste a la cama al menos? Por lo que vi hace un rato, andas en eso... ¡Buena puta resultó la santa!
Damián se le abalanzó, desviando justo a tiempo un golpe que la tenía por destinataria. Era la primera vez que sentía deseos de lastimar a una mujer, y hasta él mismo se asustó por ese terrible impulso.
Pero es que en verdad estaba desesperado.
* * *
—Tenías razón.
Inés se asustó al sentir la voz cascada de Damián. Lo encontró en un costado de la sala, sentado en el piso. ¿Estaba borracho?
—Soy un hijo de puta.
Ella calló.
—Creo que siempre la deseé... Siempre la estuve celando porque en el fondo la quería para mí... ¡No sé qué ocurre conmigo! ¿Qué clase de basura soy? Es como una hermana para mí, y ella es tan inocente...
—¡Acaba con eso de la inocencia! ¡Es una mujer! Y no es tu hermana, que te entre en la cabeza. No hay nada de malo en que te hayas enamorado de...
—¡Espera! ¿Quién habló de amor?… ¡Yo no estoy enamorado! —se defendió Damián—. No. Yo soy un reverendo hijo de puta que está re-caliente con ella. Como los otros. ¡Como todos los hombres que estaban en esa maldita fiesta! Y es que ella…
Todavía le quemaba el recuerdo de su cuerpo. —¡La puta que estoy caliente con ella! —concluyó.
Hizo una pausa antes de continuar.
—Te juro que hasta hoy no me había pasado nada. ¡Te lo juro! Pura ternura. Y es que a mi ella me da mucha..., no sé. Porque es re- dulce... Pero cuando hoy sentí su lengua buscando la mía, cuando la sentí agitarse entre mis brazos, simplemente me volví loco.
Se revolvió en su asiento.
—¿Y qué vas a hacer ahora? ¿Mudarte, para no verla más?
Damián saltó, herido.
—¡No, eso no! Yo la necesito, es decir, ya estoy acostumbrado, ¿entiendes? No, yo no sé vivir sin... Me refiero a que toda la vida hemos estado juntos. Es como si me dijeras que dejara de estar con Alberto. Sí, sí, es justo como eso. Me dolería demasiado, ¿entiendes?
—Pero dudo que tu amigo Alberto se pueda enamorar de ti.
—Tienes razón —respondió abatido.
—Dami, querido: ¿cuánto hace que no te acuestas con una mujer?
—Y... desde que se fue Carla, son...
De repente su cara se iluminó. —¡Eso! ¡Eres una genio72!
Para sorpresa de Inés se levantó y la besó.
—¡Eso pasa! Yo soy demasiado hombre para estar sin una mujer... Me refiero a que con Carla, todos los días...
Inés sintió envidia de la tal Carla.
—... Y ahora ya hace casi...—continuó él—. ¡No, no soy tan hijo de puta! Se me confundieron las hormonas, nada más. ¡Yo no estoy caliente con Marcela, estoy caliente con cualquier mujer que se me acerque!
“No con cualquiera”, pensó Inés un tanto ofendida. “No con cualquiera”…
* * *
—Entonces, ¿no ocurrió nada en el cumple de tu hermano? —preguntó Marita.
—No, nada —mintió Marcela mientras se miraba la espalda en el espejo.
Sí, decididamente ese era el vestido indicado para el casamiento de Claudio, su primo. Era sobrio, sencillo, y sobre todo barato. Era cierto que últimamente las cosas en su casa no andaban tan mal. El par de ventas que le había gestionado Ramiro Prieto a su madre eran fabulosas. La comisión de la casona de Burela y Congreso duraría por lo menos tres meses. Pero como iba todo en el país, tampoco era cuestión de tirar el dinero en vestidos.
—Lo llevo —le dijo a la vendedora.
—Eres una pelotuda —la reprendió Marita—. ¡El rojo te quedaba espectacular!
El rojo “era” espectacular. Llamativo, escotado, le quedaba perfecto. Pero se hubiera sentido un semáforo llevándolo puesto. No, decididamente el negro era el mejor... y mucho más barato.
Las dos amigas salieron del negocio riendo y empujándose.
—¿Vamos a tu casa a estudiar? —preguntó Marita.
—Vamos.
—¿Puedo quedarme a comer? ¡Me muero por conocer a Damián!
—¡Imposible! Por desgracia acaba de avisarle a mamá que esta noche no venía.
—¡Qué mala leche!73—se enojó Marita.
“Qué buena suerte”, pensó Marcela.
* * *
Damián quiso evitar papelones y fue a Ezeiza con un remise. El vuelo de Carla se retrasó, y el pobre muchacho sudaba sangre con cada minuto de espera. Esa ida al aeropuerto iba a costarle medio sueldo del hospital municipal.
Sin embargo cuando vio aparecer a Carla pensó que todo esfuerzo valía la pena. Ya se había olvidado lo hermosa que era. Al mirarla sintió en su sexo todo el deseo que había guardado durante esos dos meses. Ya en el auto se besaron y se acariciaron, mimándose sin pudor. Cuando llegaron a casa de ella, luego de que bajaran el equipaje y de que él le entregara hasta su último peso al chofer, comenzaron el viejo ritual de hacer el amor.
Damián repasaba con sus manos el cuerpo voluptuoso de Carla, mientras ella lo interrogaba una y otra vez acerca de su fidelidad.
“Ésta es una verdadera mujer”, pensaba Damián mientras la besaba. “Una mujer increíble”, se decía mientras le arrancaba la ropa. “Una mujer fabulosa...”
—¿Ocurre algo? —preguntó Carla secamente.
—No. ¿Por qué?
Damián miró su sexo. La verdad era que se había distraído un poco pensando y...
Volvió a intentar.
Y otra vez más.
Nada.
Empezó con todo tipo de excusas: qué había tenido guardia toda la noche; que no estaba comiendo bien; ¡hasta llegó a echarle la culpa al chofer del remise!
Por dentro estaba profundamente avergonzado. De verdad era la primera vez que le pasaba en toda su vida y se sentía muy miserable.
Mientras tanto, a su lado, Carla estaba enloqueciendo de celos. Odiaba las mentiras y le encantaba armar grandes escándalos. Además sus gritos eran una buena forma de desquitarse de los nervios del viaje.
Por fin se calló. Lo vio tan abatido que, sintiendo lástima por él, decidió no someterlo a un último interrogatorio. Lo dejó ir.
Sí, era una especie de libertad condicional, pensaron ambos.
* * *
Cuando estaba trazando las últimas líneas en su tablero de dibujo, Marcela sintió el timbre de la planta baja. Recordó que su madre había ido a la escribanía Prieto a entregar unos papeles. Tendría que bajar ella.
De seguro era Damián, pensó. El día anterior no había aparecido, pero a la noche, justo cuando ella estaba empezando su plano, la llamó. Luego estuvieron hablando tonterías hasta la madrugada. Él parecía nervioso. Como si hubiera querido decirle algo y no se animara.
Marcela tenía una remota idea de lo que podía estar perturbando a Damián. Pensaba que, quizás, como estaban las cosas entre ellos, él quería dar un paso más. Formalizar una relación que ya era conocida por todos. Y es que al besarla delante de todos sus amigos en el cumpleaños de Alberto, había presentado su noviazgo en sociedad y, quizás, sólo quizás, ahora fuera el momento de sincerarse también con ella.
Abrió la puerta de calle con ilusión, y se sorprendió al ver parado ahí al mismísimo Ramiro Prieto.
Su sonrisa segura, (que lo hacía ver más buen mozo, si eso era posible), sólo sirvió para intimidarla.
—¿Está tu madre?
—Creí que tenía que ir a tu escribanía.
—¡Tienes razón! ¡Qué distraído! Bueno, no importa. Te dejo los papeles a ti, porque estoy apurado. ¿Puedo pasar?
A pesar de su apuro Ramiro pasó los siguientes sesenta minutos charlando con Marcela. Era extremadamente educado y puntilloso, ameno y buen conversador. Al principio ella estaba tensa, pero las graciosas anécdotas de su época de boy scout, o las de su adolescencia en la Acción Católica, lograron distraerla. El tiempo pasó con rapidez, y sólo lo notaron cuando sonó el móvil de él.
—¿Sí? —contestó Ramiro mientras aún le sonreía a ella.
Del otro lado, su padre no reía: —El asunto de esa negrita74... Lo he tenido que llamar a Ordóñez. Tuvo que tocar75 al comisario...
—¿Y?
—Por esta vez está resuelto.
—¡Te dije!
—Nada de “te dije”. Es la tercera vez en el año... ¡Que carajo te ocurre! ¿Sabes cuánto va a costarme esto?
—Después arreglamos...
—¡Nada de “después arreglamos”! La muy puta estaba histérica, y no había forma de pararla. Decía que si le quedaban marcas en la cara perdía sus clientes... Te lo he dicho una y mil veces: ¡sin marcas!
—Ya sé...
—Tuve que poner cinco mil...
—¿Para el comisario?
—¡No, si va a ser para la puta!.. ¡Me tienes cansado Ramiro! ¡Si no sientas cabeza...!
Ramiro miró a Marcela y sonrió aún más.
Luego respondió con aire distendido: —En eso estoy, padre. Justamente en eso estoy...
* * *
A Damián comenzaron a acabársele las excusas. Esa mañana se había sentido recompuesto, aún a pesar de haber estado hablando hasta tarde con Marcela la noche anterior. Decidió entonces, erróneamente como se dio cuenta luego, sorprender a Carla con un ramo de rosas y unas masas para el desayuno.
¡Un desastre!
Creyó que todo era un problema de cansancio, así que cambió turno con Inés, (una buena mina), y después de dormir una larga siesta se fue a buscar a Carla al trabajo. Ella, conmovida por su buena voluntad, se avino a acompañarlo a un hotel.
¡Mala elección!
La paciencia de la mujer llegaba a su fin. Empezó de nuevo con las recriminaciones por su presunta infidelidad. Y Damián más se empacó.
Al llegar al piso de Carla lo volvió a intentar, pero su sexo estaba definitivamente muerto.
Recién de regreso a casa el muy maldito por fin comenzó a dar señales de vida. Lástima que para entonces ya estaba solo. Carla decididamente no le iba a creer.
* * *
Ramiro saludó a Marcela con un beso, y ella le respondió con una burla. Marita los miró sorprendida ¿Desde cuándo tanta confianza?
Al finalizar la clase de inglés Ramiro les ofreció tomar un café juntos, y para asombro de Marita, Marcela aceptó de inmediato.
—Tu primo me invitó a su fiesta de casamiento —mencionó Ramiro al pasar.
—¿Piensas ir? —preguntó Marcela.
—No sé... Voy a estar solo. No conozco a nadie.
Marita estaba furiosa. Desde hacía veinte minutos que parecía pintada en la mesa de aquel bar. — Yo puedo acompañarte —pudo decir al fin.
—La invitación es personal —contestó Ramiro sin mirarla, y de inmediato volvió a dirigirse a Marcela. —¿Tú también vas a ir sola?
Ella enrojeció. Demasiado directo, pensó Marcela.
—Voy a estar con toda mi familia —respondió sin comprometerse.
—¡Lástima!
“¡Demasiado directo!”, pensó con asco Marita.