CAPÍTULO 11
Un noviazgo formalísimo
—Esta noche la llevo a cenar a casa —dijo Ramiro con orgullo
—¿No será una de tus putas, no? —preguntó su padre con suspicacia.
—No, viejo. Esto es serio. ¿No querías que sentara cabeza?
—¿Y de dónde has sacado esta... “novia”. Mira que hay mucha atorranta77 suelta y...
—¡Es la hija de Julia!
—¡Ah! Eso es otra cosa.
Ramón Prieto no era un hombre de mundo. Eso se lo dejaba a su hijo. Apenas tenía sexto grado78 aprobado. Pero si algo había aprendido en la vida era a hacer dinero y a tratar a las mujeres. Era muy mujeriego. De hecho al ver a Julia por primera vez en la escribanía no pudo evitar que se le hiciera “agua a la boca”. Sus hermosas facciones, su figura rellena y algo amatronada, resultaban todavía atrayentes para un viejo cazador como él. Pero al comenzar a tratarla se dio cuenta de inmediato que pertenecía a esa clase de mujeres en extinción con las que no se podía jugar. Y él, tan soez y ordinario con el sexo opuesto, sabía a quién respetar. No como su hijo, que siempre tenía problemas... No era mal chico, sin embargo. Lo que le faltaba era una buena esposa. Una mujer complaciente que aceptara con resignación algunas de sus particularidades. Una mujer como las de antes...
Una mujer como Marcelita Bianchi.
* * *
—El arreglo es que sólo dejo uno de los hospitales, y esas ocho horas semanales las dedico a operar en su clínica. Me inscribo como trabajador autónomo y le facturo honorarios por cada intervención. Al principio quiere que opere los pacientes del hijo, porque parece que a Junior no le tiene mucha confianza como cirujano.
Carla se distrajo una vez más con la gente que entraba al bar. La charla de Damián le resultaba aburrida. Y no era que ella desaprobara que por fin hiciera algo rentable con su profesión. No. El problema pasaba por otro lado. Desde su regreso de Harvard que no tenían relaciones. Últimamente ni siquiera lo intentaba. Por desgracia ella necesitaba pocas cosas de un hombre. El dinero, la posición y el prestigio, podía conseguirlos sola. El sexo, en cambio... Como lo había comprobado en aquellos días, sola no era lo mismo.
—Vamos a tener que cortar con esto, Damián.
—¿Con qué?—preguntó él, sorprendido.
—Con esta relación. Eres muy buen tipo, e incluso creo que sigo un poco enamorada de ti. Pero a mí el tiempo no me sobra. Trabajo dieciséis horas diarias y en lo que queda del día quiero “relax”. Y tú últimamente tienes la vida muy complicada.
Damián la miró, sin entenderla. En todos sus años nunca lo había plantado una mujer. Y al pensar en eso pensó en Marcela. Y una vez más, como todos esos días, repasó mentalmente la noche fatal en que la había perdido.
Carla lo vio desmoronarse, y por un instante sintió lástima de él.
—Esto no tiene que ser definitivo... En otro momento quizás volvamos a encontrarnos.
—Sí, quizás volvamos a encontrarnos... —repitió Damián como un autómata. Pero sabía que eso era imposible.
Esta vez había perdido a Marcela para siempre.
* * *
Un mes era poco tiempo para entrar como novia oficial en casa de los Prieto. Marcela había hecho una ligera oposición al compromiso, pero Ramiro la paró en seco: —Yo no juego cuando estoy a tu lado. Estoy contigo porque te quiero. Porque quiero casarme.
No había podido responderle. Y eso le pasaba muy seguido cuando estaba con él. Ramiro tenía una forma de pedir las cosas que en verdad la intimidaba. Como la vez del bolso mostaza, por ejemplo. Cuando el notó que al día siguiente de regalársela no la usaba, le había preguntado:
—¿Qué ocurre con el bolso que te regalé? ¿No te gusta?
Ella, sólo por tranquilizarlo, respondió—: No. Es hermoso. Es que lo estoy guardando para una ocasión especial.
— ¿Y qué? ¿Salir conmigo no es una ocasión especial? ¿O tienes que hacer cosas más importantes?
No había estado brusco, pero fue lo suficientemente terminante como para hacerla sentir culpable.
Lo mismo ocurría con el tema de la facultad. Ramiro no parecía darle importancia a su carrera. Siempre había una salida hasta la madrugada cuando ella tenía una entrega. Y si protestaba, él le imponía su voluntad con dulzura, compensándola luego con algún mimo sorprendente.
Pero a pesar de esos pequeños detalles, Ramiro era todo lo que Marcela podía pedir en un hombre. La llenaba de regalos, le mostraba un mundo de lujo y placer que desconocía. Y lo más importante, era muy delicado cuando estaban solos. Desde el principio él le había jurado que iba a respetar su virginidad, y hasta ahora lo había cumplido, aún a pesar de que obviamente debía hacer grandes esfuerzos para lograrlo. Y ese gesto era lo que más la encantaba de él. La intimidad no era la parte que le resultaba más fácil a Marcela, así que agradecía enormemente su actitud.
Pero ahora estaba lo de la cena…
La casa de los Prieto no era el lugar donde se sentía más cómoda. El padre era un hombre bastante vulgar, y le había visto tener algunas actitudes con las empleadas domésticas que... La madre, en cambio, parecía ser una buena persona. En general no hablaba, y cuando su marido levantaba la voz lucía asustada. Pero esa noche en particular se mostró bastante locuaz con Marcela.
Finalizada la cena, la mujer la arrastró hasta su cuarto. Allí había comenzado a hablarle de su hijo, mientras buscaba algo en un inmenso armario repleto de trajes de hombre.
—Es un buen chico... Tiene sus cosas, como el padre. Pero en el fondo es cariñoso. Y tú sabes lo que hay que hacer si quieres que un hombre no te falte. Hay que decir a todo que sí. Eso les gusta.
Su futura nuera la escuchaba hablar con una sonrisa en los labios. Ya no quedaban mujeres como esa. Y si ella creía que Marcela era de las del tipo complaciente, todavía no la conocía.
—A los hombres les gustan esas cosas... Ramirito a veces tiene un poco de mal carácter, pero en seguida se le pasa. Y cuando quedes en “estado”, verás cómo sienta cabeza.
La búsqueda de la mujer terminó cuando de un estante extrajo una pequeña caja que le alcanzó a Marcela.
—Esto es para ti. Era de mi bisabuela. Su anillo de compromiso. Yo lo guardaba para cuando tuviera una hija, pero ya ves, Ramón no quiso tener otro.
Marcela observó con reverencia el anillo que había en el interior de la caja y no pudo evitar sentirse una ladrona.
—Yo no puedo aceptar esto —le dijo apenada—No me pertenece. Con Ramiro apenas estamos empezando a salir, y todavía es muy pronto para...
Y como si hubiera estado presente en la conversación, en ese preciso momento entró Ramiro al cuarto.
—¿Ya se lo diste?—le preguntó a su madre.
Marcela comenzaba a desesperarse.
—Dile tú, por favor. Dile a tu madre. Yo no puedo aceptar esto...
—¡Déjate de tonterías! —insistió él—. Este anillo ha pertenecido a las mujeres de mi familia por más de cien años. Ahora te toca a ti.
—¡Yo no quiero aceptarlo! ¡No puedo!
Marcela vio la desilusión dibujada en la cara de la señora Prieto. Y por desgracia ella no soportaba lastimar a nadie, así que de inmediato se corrigió.
—De verdad no puedo aceptarlo. Al menos no hasta el día en que nos casemos... Es muy valioso y podría perderlo... Guárdelo usted, por favor.
Sumisamente la madre de Ramiro volvió a esconder la caja con el anillo.
Al verla, su hijo tomó a Marcela de la cintura y, dirigiéndose a su madre, dijo: —¿Escuchó a mi novia? Entonces no lo tape tanto, que dentro de poco lo va a tener que volver a sacar.
* * *
Esa noche Marcela tuvo una agria discusión con Ramiro. Ella no estaba segura de sus sentimientos, (¿o sí?), y todavía le parecía demasiado pronto como para hablar de matrimonio. Al principio él comenzó a presionarla, pero al notar que Marcela se endurecía, decidió ceder y cambiar de tema.
A la mañana siguiente llegaron a la casa de los Bianchi cuatro docenas de rosas en una canasta. Y en el medio de las flores... ¡la caja con el anillo de compromiso! La nota decía: “No vale la pena discutir por tan poco”.
Cuando Marcela llamó a casa de los Prieto para reprocharle, Ramiro se escudó: —Fue idea de la vieja..., ¿quieres que se lo devuelva?
De nuevo Marcela sintió una opresión en la garganta, pero calló.
Otra vez.
* * *
—¡Bueno! Por fin has venido a visitarnos... ¿Dónde estabas metido?
Inés llegaba exhausta del quirófano, pero la presencia de Damián logró reanimarla. —¡Claro! Ahora que eres el cirujano de las estrellas no te mezclas con la plebe.
—¡Vamos! ¡No te burles de mí por favor!
—¡Cómo! Vi tu nombre en la revista Gente. La “señora” se llenaba la boca contigo... ¡También! Tiene razón en estarte agradecida: la dejaste hecha una pinturita.
—¡Ni me hables! Después de esa nota mi vida se convirtió en un manicomio. Con decirte que tuve que dejar todo lo otro para...
Inés se puso seria.
—¿Cómo? ¿Ahora solamente estás con Ramos Padilla?
—Trabajo más de catorce horas al día con él. No tengo tiempo para el hospital.
—¡Mira tú!.. Pensar que hace poco creías que hacer estética era como venderle el alma al diablo.
—Lo sigo creyendo.
—¿Qué ocurre entonces? ¿Acaso no te importa perder tu alma?
Damián se apesadumbró.
—Demasiado tarde. No se puede perder lo que ya no se tiene.
Inés lo miró de reojo. Estaba tan buen mozo como siempre, pero había algo en su mirada que parecía haberse apagado.
—Entonces por tu vida sentimental mejor no pregunto.
—No. No preguntes.
Como por arte de magia aquel hombre grande y seguro desapareció ante los ojos de Inés, dejando presente apenas su sombra.
—Tú lo supiste desde el primer día, ¿no? —dijo Damián, al fin.
—¿Qué?
—Que estaba locamente enamorado de ella.
—Desde el primer día.
—¿Y por qué yo...? —a Damián se le ahogó la frase en la garganta.
—Dime, ¿tuviste a Bello en Neurología? —preguntó Inés—. ¿Te acuerdas de Bello? El petiso, pelado...
—Puede ser.
—Bueno, en una de sus clases Bello explicó que las mujeres tenemos un centro del habla en cada uno de los dos hemisferios cerebrales, mientras que los hombres sólo lo tienen en uno ¡Por eso que las chicas nos lo hablamos todo! En cambio ustedes..., ¡pobrecitos! ¡Cómo les cuesta! A veces, cuando discuto con Tito, mi marido, y me pone esa cara de ordenador recalentado, me acuerdo de Bello, ¡te juro! Y cuando te veía... Pero dime, ¿estás seguro que no la puedes reconquistar?
—Está comprometida y va a casarse.
—Dudo que el otro sea mejor que tú.
—Es más joven, más rico y más simpático.
—¿Y ella lo prefirió aún a pesar de que le dijiste que la amabas?
Damián la miró desconcertado.
—Bueno..., yo nunca le dije que la quería.
Inés sonrió. ¡Cuánta razón tenía Bello!