CAPÍTULO 1

La familia

 

El morral al hombro y la carpeta de planos servían de contrapeso a su andar ligero. Su falda mecida por el viento se arremolinaba constantemente entre sus muslos firmes.

¡Otra vez llegaba tarde!, (aunque la excusa de la facultad era perfecta: cuando de reuniones familiares se trataba, adoraba sus clases de los sábados a la mañana).

Se detuvo frente a la casa de su tía. Miró el reloj. Intentó luchar con un mechón rebelde empeñado en caer sobre sus ojos, y una vez más, como tantas aquel día, quiso aquietar las tablas de su falda. Todo en vano.

Estaba tomando algo de valor para poner su dedo en el timbre, cuando la puerta se abrió de par en par. Su prima la estaba esperando.

—¡Marcela! ¡Plantaste1 “al nabo”2! —dijo ésta con aire divertido, a modo de saludo.

Cristina podía ser bastante molesta como anfitriona si se lo proponía, y ese día parecía estar particularmente inspirada.

En su interior Marcela gruñó contra la indiscreción de su madre. Acababa de entender cuál había sido el tema de conversación en la mesa familiar durante el tiempo en que había estado ausente, y, (¡horror!), cuál sería durante las próximas cuatro horas.

—Sí, dejamos de vernos —respondió la muchacha, en medio de un involuntario suspiro. Aborrecía esa odiosa costumbre de su madre de hablar sobre la vida privada de sus hijos con la misma liviandad con que en otras épocas había relatado sus travesuras, o logros escolares.

No pudo librarse con tanta facilidad de Cristina. Tuvo que contarle detalladamente hasta el último gesto que hizo Nacho al enterarse de su decisión, y jurarle que no había otro en su vida, todo eso en los escasos dos minutos que tardaron en recorrer el pasillo hasta el comedor.

Allí las mujeres de la familia charlaban y reían a los gritos, tratando de entenderse por sobre el ruido que hacían sus hijos jugando en el patio. Marcela saludó a todas rápidamente, evitando los consejos de las de treinta, burlas de las de veinte, y pedidos de informe de las de más de sesenta. Al terminar la ronda se dirigió a la sala. Disfrutó un momento del silencio, y decidida a tardar lo más posible, se dirigió con paso lento a dejar sus cosas sobre el sofá de su tía. Estaba agachada acomodando sus carpetas cuando no pudo evitar tener una sensación incómoda: era como si alguien la mirara. Se incorporó, y giró rápidamente sobre sí misma. Y sí, ahí estaba él. Desde el otro extremo del cuarto, Rubén, el esposo de Cristina, la contemplaba en silencio.

—Hola —dijo Marcela tratando de romper el hielo.

—¡Hola! —respondió él, acercándose a saludarla, sin dejar de mirarla en ningún momento.

Últimamente no podía evitar sentirse incómoda cada vez que estaba sola en un cuarto con el marido de su prima. Y cada vez se encontraba más frecuentemente sola con él. ¿Eran ideas suyas?

Sintió unas terribles ganas de escaparse. Pero ¿hacia dónde? El comedor era un verdadero aquelarre. La puerta de calle resultaba tentadora, pero huir de una reunión familiar era pecado mortal en una familia ciento por ciento italiana como la suya.

De repente la cocina pareció iluminarse.

—Voy a hacerme un té —chilló mientras salía en forma atropellada.

La antecocina, aparentemente callada, bullía. Los hombres estaban en el comedor diario concentrados en un juego de truco3. Por momentos se cortaba el silencio, pero en seguida los gritos eran tantos, que opacaban las voces de las mujeres y los chicos. La entrada de Marcela los distrajo momentáneamente.

—Pon la pava4 para hacer mate5—ordenó Alberto a modo de saludo. Y es que nunca se podía esperar demasiada amabilidad del propio hermano.

—¿Así que “al nabo” lo mandaste a plantar rabanitos6? —vociferó su tío.

Una rápida algarabía corrió entre los presentes. Los chistes gruesos acerca del apodo del pobre novio abandonado se escucharon en andanada. Pero al menos fue breve: del sexo del chico pasaron rápidamente al del director técnico de Boca7, y, por supuesto, también al de River 8. Por fortuna, mientras las mujeres hablaban incansablemente de hombres, hijos y dietas, los hombres lo hacían de fútbol, fútbol, y sólo en temporada de “Fórmula uno”, autos y fútbol.

Marcela se encerró en la cocina. El refrigerador rebozaba de comida y ella estaba famélica. Comenzó a hacerse un té mientras mordisqueaba una masita9.

Los chicos gritaron en el patio. Levantó los ojos, miró a través de la ventana y... ahí estaba él, Rubén, mirándola del otro lado. Bajó la vista de inmediato.

—¿No hay un té para mí?

Pegó un salto al escuchar la voz de Damián. Desde que eran chicos su vecino tenía la mala costumbre de sorprenderla, acercándose sin que ella lo advirtiera y susurrándole al oído. Siempre le corría un escalofrío cuando él hacía eso.

—Creí que tenías guardia en el hospital.

—Pude cambiársela a Inés. Buena mina10, Inés... Sabes que estas fiestas de tu familia son una excelente oportunidad para probar comida casera —respondió Damián mientras engullía una masita.

—¿Probar? ¡Comes como para una semana!

—Con la malaria11 que se viene, y después de pagar mis impuestos, posiblemente esto sea lo único que coma en una semana.

Damián seguía tragando. A ella le gustaba verlo comer. Sabía que cuando estaba tan voraz era porque había pasado muchas horas en el quirófano y se sentía satisfecho del resultado obtenido. Cuanto más contento, mayor su apetito.

—Estoy un poco ofendido—comenzó a decir Damián con la boca llena—. Esperaba tener la primicia, como siempre, pero tal parece que esta vez soy el último en enterarme que largaste12 al pobre “nabo”—le reprochó—. A mí me gustaba el chico.

—¡Te gustaba! No seas caradura. Si fuiste tú el que le puso ese sobrenombre. Si cada cosa que te decía de él la criticabas... ¡Eres un chanta13!—aulló Marcela.

—Admito que el chico no era brillante. Pero era un buen chico. Un chico inofensivo…

La muchacha rio para sus adentros. ¡¿Inofensivo?!

Él insistió: —¿No vas a decirme por qué cortaste?

—No tengo que contártelo todo. Además, tú lo has dicho: ¡era un chico!

Mientras decía esto, Marcela se estaba llevando a la boca un dedo con la nata que cubría su masita como si también ella fuera una niña.

Damián observó encantado ese gesto infantil. Sonrió con malicia, y rápidamente usó la misma nata para pintarle un bigote, mientras le decía: —¿Y acaso tú eres una mujer?

Comenzaron a forcejear entre risas. Marcela intentaba devolverle la gracia, pero Damián, mucho más alto y corpulento, podía dominarla a su antojo.

De repente la puerta de la cocina se abrió.

Y como por acto de magia, de nuevo Rubén surgió de la nada. —¿Puedo ayudarlos? —dijo algo molesto.

Marcela se quedó petrificada, y de inmediato Damián aprovechó la oportunidad para volver a embadurnarla. —¡No, yo me basto solo!—le replicó a Rubén entre risas.

Ella se apuró a limpiarse tratando de ocultar su desagrado, justo en el preciso momento en que desde el patio llegaba la voz de Cristina llamando a su marido: los chicos estaban pateándose.

Por un momento Rubén dudó, pero al volver a escuchar la voz de su mujer salió de la cocina de mala gana.

Más allá, Alberto reclamó por el agua, así que Marcela mecánicamente volvió a comprobar que todavía no hubiera hervido.

—¿No notaste nada raro en Rubén?—le preguntó a Damián, mientras observaba por la ventana hacia el patio.

—¿Raro? Rubén “es” un tipo raro. ¿Qué se supone que tengo que notar?

—Me mira.

—¿Cómo que te mira?

—¡Me mira! —repitió ella con enojo, mientras se ocupaba del agua.

—¡Ay, Marcelita!.. ¡Ahora te vas a creer una mujer fatal! Plantas al “nabo”, los hombres “te miran”…

Marcela dio vuelta la cara con disgusto. Apagó el fuego y sin mediar palabra se fue de la cocina llevando la pava.

Damián la vio partir y sintió algo de lástima. Se sentía culpable por haberla hecho enojar. Había estado un poco “denso” 14con su burla, reconoció.

Después de todo Marcela todavía era una chiquilla.

* * *

Marcela jugaba en el patio a la par de los hijos de sus primas. El encuentro en libertad con los chicos era la parte más gratificante de las fiestas familiares. Amaba correr y gritar. E imaginar. Sobre todo, imaginar.

Damián comenzó a mirarla desde lejos. Desde el nacimiento de la muchacha él había sido como un hermano más. Y por cierto mucho mejor hermano que Albertito. Desde pequeños eran confidentes. Siempre le contaba todo, sin excepción. Y, entonces, ¿por qué no le había dicho nada sobre la ruptura? ¿Habría otro? No, eso era imposible... Debía ser por esa nueva amiga de la facultad. Esa que todavía no conocía. Quizás ahora era ella la nueva confidente de Marcela.

Esa última idea le produjo cierta inquietud. Ya estaba acostumbrado a sus visitas de los sábados por la tarde y a la charla incesante de ella.

Marcela se adueñó de la pelota una vez más. Por un momento Damián se quedó enredado en el brillo de su cabello rubio, pero al centrar de nuevo la visión notó que Rubén estaba del otro lado del patio, mirando..., y no precisamente el cabello de Marcela.

Salió al patio, caminó lentamente hacia él y se sentó a su lado.

Marcela seguía jugando.

—Está fuerte15, ¿no? —dijo Damián como al pasar.

—¿Fuerte? ¡Es un camión con acoplado16, la guacha17! Con esa colita parada. Esas tetas duritas. ¡Me tiene loco! Por ahora la miro, hasta que un día...

—Hasta que un día yo personalmente te saque los ojos y no la mires más —susurró Damián con una sonrisa falsa y furia mal contenida.

Y pasando su mano sobre los hombros de Rubén, y apretándolo disimuladamente hasta lastimarlo, siguió.

—Escúchame, pedazo de... marido. En lo que a ti respecta, la niña no existe. Fue18. Es una ilusión. Voy a omitir el hecho de que estés casado. De que ella sea casi tu prima. Vamos a concentrarnos en que todavía tiene veinte años, y tú eres un jovato19 de...

—Treinta —lo interrumpió Rubén—. Como tú —añadió desafiante.

Damián lo soltó, mirándolo con enojo.

—¿Y qué me quieres decir con eso?

Calló por un momento y luego retomó la palabra: —Si te pesco20 otra vez mirándola...

Hizo con la mano un gesto de cortar la garganta. Los chicos lo observaron, y comenzaron a imitarlo, divertidos. En un minuto Rubén estuvo rodeado por ellos, que no cesaban de amenazarlo.

La advertencia quedaba clara.

* * *

 

Como todos los martes a la noche la casa de los Bianchi se llenaba de olor a comino. Las empanadas21 que hacía Julia eran la perdición de Damián, así que al llegar del hospital no pudo evitar desviarse hacia la casa vecina. Usó la llave que le habían dado diez años atrás, cuando su padre enfermó y los Bianchi se convirtieron en parte importante de su familia.

Echó una rápida mirada al patio. Le gustaba esa casa. Era tan vieja como la suya y quizás tan descascarada, pero en ésta se respiraba vida. Hacia su derecha, la sala y los dormitorios estaban a oscuras, pero al fondo, en la cocina, las voces de Julia y Marcela se mezclaban en una. Madre e hija eran incansables. Probablemente Alberto todavía no había llegado. O quizás no llegara en absoluto. Ese día era martes, y los martes le tocaba a Lola, su novia. Fuerte la mina22. Sí, de seguro la partida de ajedrez tendría que esperar.

La cena fue como tantas otras estupendas cenas en casa de los Bianchi. Todo era igual. Aunque Damián se sentía distinto. Había algo en Marcela que comenzaba a inquietarlo... ¿Qué era?

Ayudó a Julia a lavar los platos, y de paso le sirvió de confidente. La entrañable dama estaba preocupada por su hijo mayor. “Albertito”, como ella lo llamaba a pesar de sus treinta años, estaba demostrando demasiado entusiasmo por esa Lola que, por supuesto, según la mirada materna distaba mucho de ser la candidata ideal. Por más que Lola se había instalado con él, ni se molestaba en cocinar o limpiar el apartamento. ¿Qué clase de muchacha era esa? Damián la escuchaba divertido. Resultaba curioso, porque si bien la bella Lola distaba mucho de ser lo que Julia definiría como “una buena chica”, el que no lo fuera constituía, a no dudarlo, su mayor encanto.

Aún a pesar de que la charla de su anfitriona lo divertía, Damián se aprestó para irse. Ya era tarde. Debía volver a casa y dormir unas pocas horas antes de que comenzara su turno en el hospital.

Caminó por el pasillo hasta el baño. La puerta estaba abierta. Marcela acababa de tomar una ducha. Con un camisón cerrado y viejo de franela, posiblemente de su madre, dos cepillos enrollados en su melena rubia, eternamente lacia a pesar de sus esfuerzos, y el secador echando viento sobre su cara, se veía...

divertida,

y...

No pudo evitar sentir de nuevo ese extraño enojo. Se sentó sobre un lado de la bañera para verla mejor. Marcela, que no había notado su presencia en aquel baño antiguo e inmenso, se sobresaltó al oír su voz.

—Tenías razón.

—¡Me asustaste! —exclamó dando un respingo.

Al verlo sentado allí como tantas veces, volvió a concentrarse en su cabello, a la par que respondía. —¡Yo siempre tengo razón! ¿Con qué acerté esta vez?

—Con Rubén.

Marcela dejó el secador a un lado y se sentó junto a él, abatida. —¿Por qué? ¿Te ha dicho algo?

—Eso no importa. Lo que importa es que no va a molestarte más.

Damián había sido terminante. Marcela sabía que no había lugar a bromas y que no debía insistir. Todo el asunto la preocupaba, así que volvió a secarse, pero esta vez con un aire serio y reconcentrado. Pero él de nuevo la sorprendió al hablar.

—Tienes que tener más cuidado —dijo en tono de reto.

—¿Más cuidado?

Su vecino parecía estar molesto y eso la asustó, como cuando era pequeña.

—Sí. No te das cuenta. De hecho, no digo que lo hagas a propósito, pero hay ciertas actitudes...

Marcela se sintió morir.

—No te entiendo.

—Ciertas veces... Como te mueves... No sé, posiblemente no te das cuenta, pero... ¡pero provocas!

—¿Qué yo provoco? —se defendió, indignada—. ¡¿Cuándo provoco yo?! Me visto como si fuera una niñita...

—Con las faldas de una niñita, que es distinto.

—El largo de mi ropa ya los hemos discutido bastante. Uso lo que se usa, así que acaba con eso. ¡Yo no provoco a nadie!

—Es que no te das cuenta. Hay algo en ti... En tus actitudes... En las cosas que haces —Damián volvió a enredarse con las palabras—. ¡Ahora mismo, por ejemplo!

—¿Que ocurre ahora?

—Y, no sé.... Yo estoy aquí, tú estás en camisón...

Por un momento se sintió aliviada. —¿Es un chiste? —preguntó haciéndose la ofendida. Y mirando despectivamente su camisón agregó: —Esto no puede provocar a nadie.

—¡Justamente! Tú no entiendes la mente de un hombre —la interrumpió él—. Un camisón siempre despierta fantasías. Uno piensa: poca ropa interior...

De inmediato se arrepintió de haber dicho eso, así que trató infructuosamente de explicarse —Qué sé yo. Un hombre piensa muchas cosas.

—Pero... eres tú. Es distinto—balbuceó ella—. Tú eres un amigo y...

Damián respondió cortante: —No, ¿ves? Ese es otro error. No hay amigo, pariente ni hermano que valga. Un hombre siempre es un hombre.... Piénsalo.

Por primera vez en su vida Damián se sintió incómodo en presencia de ella. Se despidió brevemente, casi sin mirarla, y se fue.

Marcela se quedó sola, confundida…

Y no pudo evitar la extraña sensación de estar desnuda.