Epílogo
Edimburgo, sábado 13 de diciembre, 1947
El salón principal de Scotsman Hotel resplandecía con miles de bombillas encendidas, el terciopelo rojo de sus sillas brillaba más que nunca y sus mesas, primorosamente decoradas para la ocasión, daban a la sala el aspecto de un cuento de hadas, o eso le pareció a Eve desde su posición de observadora de aquel maravilloso espectáculo preparado para albergar el baile anual del Club de Campo de la ciudad, una cita tradicional y muy esperada por los edimburgueses, que ese año disfrutaba como una invitada más.
Desvió la vista hacia la pista de baile y pudo ver a sus suegros bailando muy animados un vals junto a Andrew y una embarazadísima y radiante Anne. Tres pasos más allá Billy y Debbie hacían lo propio muy sonrientes, y justo detrás de los bailarines, lady Moira Strathbogie controlaba todo el panorama desde su mesa, rodeada por su pequeño séquito, un grupo de maduras y distinguidas damas que cuchicheaban y comentaban todos los detalles de la velada con el entusiasmo de unas colegialas. Eve sonrió y barrió todo el salón con los ojos buscando a su marido. Era la primera vez que salían de noche desde el nacimiento del pequeño Robert, y no pensaba ceder el privilegio de disfrutarlo toda la noche, o al menos el par de horas que aún les quedaban, antes de tener que volver a casa para dar de comer al bebé. Su bebé. Pensó en su pequeñito y precioso hijo, tan tranquilo, con sus enormes ojos claros que la miraban con devoción cuando le daba el pecho o cuando lo cogía en brazos, y sintió el intenso impulso de volver a casa enseguida, pero no lo haría, sus padres estaban con los niños, estaban bien y ella se había prometido una noche diferente con Robert, la necesitaban, así que espantó la añoranza y se concentró en buscarlo.
Se movió hacia un lateral y sus ojos toparon con su propia imagen reflejada en uno de los espejos de la entrada, y no pudo evitar detenerse un segundo en su ceñido vestido negro, con escote palabra de honor, que su madre le había traído de Londres y que le sentaba como un guante tan solo dos meses y medio después de haber dado a luz. Estaba delgada, se sentía muy bien, muy fuerte, a pesar del trajín que le daban los niños, y esa noche especialmente afortunada de poder arreglarse y ponerse tacones y un vestido de noche para alejarse unas horas de los pañales y los biberones. Se alisó los pliegues de la falda y al levantar la vista localizó a Robert al otro lado de la pista de baile, que charlaba muy animado con un grupo de colegas del Colegio de Abogados. Lo observó con atención unos segundos y no pudo evitar sonreír, parecía que el esmoquin lo habían inventado para él de lo bien que le sentaba, y se entretuvo en observar sus gestos mientras charlaba y en cómo, con su irresistible sonrisa, rechazaba amablemente la invitación de dos chicas casaderas para bailar. Cualquiera diría que tan encantador hombre se había estado paseando por su dormitorio con el bebé en brazos para hacerlo dormir tan solo una hora antes. Según él mismo afirmaba, el pequeño Rab solo se dormía con su padre y todo el mundo había aceptado su premisa, Eve la primera, así que desde hacía unas semanas era él el responsable de dormir al bebé por las noches, tarea que, en honor a la verdad, se le daba estupendamente. Lo miró otra vez con atención y él se giró inmediatamente, la vio y le guiñó un ojo. El gesto le provocó una corriente eléctrica que le recorrió todo el cuerpo. Respiró hondo y caminó decidida hacia él.
—Robert, ¿puedes venir, cariño? —se acercó y lo agarró por el brazo.
—¿Qué ocurre? ¿Va todo bien?
—Sí, llamé a casa y mi madre dice que está todo en orden…
—¿Y cómo es posible que seas tan guapa? —se acercó y la agarró por la cintura para besarle el cuello.
—Ven conmigo.
Se lo llevó de la mano, él dejó en una bandeja la copa de whisky que tenía y se dejó arrastrar cada vez más divertido, mirando con ojos brillantes su precioso aspecto con ese vestido de seda tan sexy. Eve lo condujo hacia un pasillo medio oculto y lleno de plantas artificiales y lo metió dentro de un cuarto de baño enorme sin que él dijera ni una sola palabra, echó el pestillo, se volvió y saltó para plantarle un beso con la boca abierta.
—Preciosa… —susurró acomodándola contra la encimera, le mordió la lengua y los labios y suspiró—. Es la mejor idea que has tenido en años, pero ¿por qué no nos vamos al coche? Es mucho más divertido.
—¿No quieres hacerlo? —bajó la mano hasta sus pantalones y los desabotonó buscando con ansiedad su pene instantáneamente erecto—. Creo que no soy capaz de esperar.
—¿Eve? —la asió con las dos manos por el cuello y miró su preciosa boca irritada por los besos—. ¿Eres tú?
—No bromees, es que apenas…
—Lo sé y te deseo con toda mi alma, pero todo Dios está allí fuera y…
—No llevo ropa interior —se liberó de su mano y le lamió la oreja pegándose a su cuerpo. Rab sintió que se le nublaba la vista, bajó la mano por su falda estrecha y luego deslizó los dedos lentamente por sus muslos desnudos hasta sus inexistentes braguitas para comprobar que estaba húmeda y ardiendo—. Solo las ligas.
—Bendito sea Dios —tiró la chaqueta al suelo, la levantó y la sentó sobre el lavamanos, le agarró el precioso trasero con las dos manos y la penetró sintiendo cómo le saltaba el corazón en el pecho—. Dios, Eve, vas a acabar conmigo.
Hicieron el amor como locos, apoyados contra la fría losa y besándose entre murmullos y palabras de amor. Fue el mejor polvo del mundo, pensó Robert meciéndose dentro de ella sin ninguna calma, dejándose llevar por el instinto y la necesidad, hasta que eyaculó soltando un gruñido satisfecho contra su cuello al mismo tiempo que ella llegaba al clímax con lágrimas en los ojos.
—Tienes el trasero más bonito del mundo —le dio una palmadita observando cómo intentaba arreglarse el maquillaje y el peinado delante del espejo, mientras él se fumaba un pitillo sentado en el suelo—. Estás cada día más guapa y más sexy, Eve.
—Gracias, pero no hace falta que me dores la píldora —se giró y miró sus ojos color turquesa con una sonrisa—. Tú sí que eres un tío sexy.
—¿En serio?
—Siempre lo has sabido, no disimules, te las traes de calle.
—¿En serio? —repitió poniéndose de pie para abrazarla por la espalda. Le acarició el vientre liso y subió las manos hasta sus pechos suaves y turgentes—. Me vuelves loco.
—Y tú a mí —giró la cara y lo besó. Abrieron la boca y sus lenguas se encontraron perezosas en un beso largo y delicioso que les subió inmediatamente la temperatura. Robert la hizo volverse hacia él preparado para repetir, pero la voz inesperada de un hombre los hizo saltar y separarse con si los hubiesen pillado hablando en la iglesia.
—Por favor, ¿no tenéis casa? —Michael Kelly encendió la luz y se puso las manos en las caderas.
—Sí, pero acabamos de tener un bebé —contestó Eve muerta de la risa.
—Y no tardaréis en tener otro si seguís así. ¿Qué? ¿No me das un abrazo, señora McGregor?
—¿Qué demonios haces tú aquí? —preguntó Robert viendo cómo Eve lo abrazaba. Se acercó y le estrechó la mano—. Si nos estabas espiando te advierto que es un delito.
—Seguro que follar en un baño público también lo es —encendió un cigarrillo y los miró con calma. Rab estiró la mano y abrazó a su mujer por la cintura—. Por lo que veo estáis bien. ¿Qué tal el pequeño Rab? —pronunció el nombre con acento escocés y los dos se echaron a reír.
—Está muy bien, muy sanito, gracias a Dios y Victoria está feliz con él.
—Me alegro y tú estás preciosa, Eve, pero no he venido para charlar de niños, así que me alegro de que os hayáis escondido aquí. Necesito hablar con vosotros dos a solas.
—Si es por trabajo, he dejado el MI6, estoy de baja.
—Nunca estarás de baja, a mí no me engañas, McGregor, ni siquiera tu mujer te cree —guiñó un ojo a Eve y ella sonrió—. Un exoficial nazi, el capitán Günter Steinmeier, se esconde en Irlanda, está esperando barco para emigrar a Australia.
—Oh, no, no quiero saber nada —Robert hizo amago de salir de allí, pero Eve lo sujetó por la chaqueta—. Y tú tampoco, ¿eh? Acabas de tener un bebé, hay dos niños pequeños esperándote en casa. ¿Eve? Mírame.
—Es uno de los oficiales de tu amigo Frank McKenna, Eve, Steinmeier participó en la matanza del Stalag Luft III y vive tranquilamente cerca de Dublín.
—¿Lo sabe McKenna?
—Sí, pero ni él ni yo tenemos los medios para localizar a ese hijo de puta, necesitamos de vuestro talento. Estamos convencidos de que si tiramos del hilo daremos con muchos más.
—¿Rab? —miró a su marido y le sonrió.
—No, Eve, no pienso dejar que te metas en esto.
—No tiene que moverse de tu lado, colega, solo os pido cobertura e información, investigad para mí, por favor.
—Bendito sea Dios —exclamó Robert viendo ese brillo característico en los ojos oscuros de su mujer. Dio un paso atrás y se apoyó en la encimera, sacó un pitillo y asintió entornando los ojos. Ella se giró hacia Kelly y le sonrió de oreja a oreja.
—Muy bien, Mike, dime todo lo que sepas.