Capítulo 28
Leyó una vez más el informe Petrova y luego lo tiró encima de la mesa mientras buscaba con los ojos la elegante pitillera que Anne le había regalado en Navidad. Era de plata, muy sobria, con sus iniciales grabadas en la parte inferior derecha y acarició las letras con la yema de los dedos pensando en ella, en Anne McGregor y sus ojos enormes e inteligentes. La abrió, sacó un cigarrillo y lo encendió mirando la lluvia golpear contra la ventana del despacho. Ese día Anne estaba en su consulta de Leith, junto al puerto, y sintió el impulso de coger el abrigo e ir a verla, pasar la tarde con ella allí y luego invitarla a cenar en cualquier pub del barrio donde los conocía todo el mundo. Ambos habían crecido en Leith por el trabajo de sus padres y ambos adoraban la zona, no como Graciella, que odiaba sus casas humildes y sus gentes modestas.
Se levantó y respiró hondo. Graciella no hacía más que perseguirlo desde hacía semanas para anular lo del divorcio, lloraba por teléfono, se presentaba en el bufete o lo seguía por la calle. Era lamentable, pero él sabía que solo lo hacía por la maldita herencia de su padre. A la mierda con la puta herencia, le dijo la última vez que la vio, a lo que ella respondió dándole una bofetada en plena calle, a dos pasos del despacho. Una vergüenza, no necesitaba aquello, no lo quería en su vida. Ella había muerto para él, para siempre, y no quería ni oír mencionar su nombre.
Desde luego estaba mucho mejor desde que la había abandonado. Se sentía libre y fuerte, estaba volviendo a su ser, a sentirse un hombre otra vez y parte de esa mejoría era mérito de Anne, y por supuesto de Eve y Rab, que lo habían cuidado como a un hijo, pero principalmente de Anne, que no lo había dejado solo, sino que lo había escuchado y regañado cuando le había hecho falta, y le había demostrado que lo quería y respetaba. Sobre todo que lo respetaba y él la adoraba por eso, porque eso era exactamente lo que necesitaba, respeto, y ella se lo había dado. Se preguntó una vez más si además de respeto podría darle amor.
Un escalofrío le recorrió la columna vertebral. Amor, susurró y se echó a reír, algo insólito con Anne, que era como una hermana pequeña, su mejor amiga, aunque eso no era impedimento para quererse. Rab le había dicho muchas veces que para él Eve era su mejor amiga, además de ser su mujer, y eso probaba que ambas cosas se podían combinar con voluntad y armonía, aunque con Anne no sabía si existía alguna posibilidad de voluntad y armonía, porque no daba ninguna señal clara al respecto. Pero no lo sabría jamás si no se lo preguntaba directamente y eso, por el momento, le parecía imposible.
—Capitán, novedades… —Fred Livingston entró sin llamar y lo hizo dar un respingo en la silla.
—No me llames capitán en la oficina. ¿Qué demonios ocurre ahora?
—Jack Cornell ha llegado a Edimburgo y ha organizado una reunión de urgencia. Llega en media hora.
—¿Aquí?
—Sí, aquí mismo, señor, ha pedido una cita a la señora McFadden y viene como un cliente más.
—¿Y Rab?
—Está en su despacho, pero… bueno… yo…
—No te preocupes, Fred, no le dará otra paliza, aquí no… —se echó a reír recordando la pelea que Robert había tenido con Cornell en París y que el mismo Livingstone le había relatado con pelos y señales. Al parecer nada más poner a Eve camino de Inglaterra había vuelto al piso franco y había tenido más que palabras con su jefe, aunque el mayor perjudicado había sido el inglés, que acabó la disputa con la nariz rota y dos dientes menos—. Y Cornell estará tranquilo, seguro que ya ha aprendido la lección de que uno no debe meterse jamás con un escocés cabreado.
—Pero preferiría que usted estuviera presente, señor.
—Lo estaré, no te preocupes, es mi trabajo.
Exactamente media hora después Jack Cornell y su asistente aparecieron en el bufete vestidos de punta en blanco. Andrew, cuyo trabajo para el MI6 se cincunscribía al apoyo logístico y al trabajo de oficina, los recibió en el hall de entrada y los acompañó a la sala de juntas donde Robert y Fred los esperaban tomando café. Todos se saludaron con cortesía y acabaron sentados alrededor de la mesa tras comprobar que nadie los oía. Cornell abrió su portafolios y sacó varias carpetas que repartió entre sus interlocutores.
—El domingo 26 de enero está fijado el encuentro en Versalles. François Pascaude ha reunido a todos sus apoyos para hacer una especie de «donación» privada con la que financiar la última gran huida de ex altos oficiales nazis a Sudamérica, especialmente a Brasil y Argentina. Ha organizado un fin de semana de golf, caza y una velada musical, una cena el sábado y una comida el domingo a la que asistirá nuestro Mirlo Blanco, que es el principal «cebo» para sus amigos. Si Eduardo está y suelta uno de sus discursos de apoyo al nacionalsocialismo, la gente aflojará más pasta. Ese es el plan y tanto Pascaude como Windsor están dispuestos a sacar el máximo de sus invitados. Según nuestras fuentes, será el gran momento del duque. Está encantado con el encuentro y nosotros también. Si lo pillamos con las manos en la masa lo trincaremos para Churchill y, de paso, nos llevaremos por delante a todos los hijos de puta colaboracionistas, así como un montón de información sobre el paradero de sus oficiales escondidos. Seguramente François Pascaude gestione el paradero de todos sus protegidos y nos podremos hacer con ellos. En resumen, es el gran momento para ellos, pero también para nosotros, porque será la culminación del caso Mirlo Blanco y necesitamos todos nuestros recursos en ello.
—¿Has venido a contarnos esto? —Robert agarró la carpeta y la tiró en la mesa, se apoyó en el respaldo de la butaca y le clavó los ojos claros—. Creí que yo ya estaba fuera del asunto.
—A pesar de su inadecuado comportamiento en París, coronel —intervino el ayudante de Cornell con precaución—, lo necesitamos en servicio, a usted y a su apoyo logístico, y también a su señora esposa.
—Mierda —susurró Cornell mirando la cara de furia de McGregor. Giró la cabeza y fulminó con los ojos a Peterson. Capullo imprudente. Le había dicho que manuviera la boca cerrada y a la primera de cambio metía la pata.
—Creo que esta reunión se acaba aquí, al menos para mí —Rab se puso de pie de un salto y Cornell con él.
—No, espera un segundo, escúchame…
—No y apártate o esta vez no tendré tanta compasión contigo.
—Haya paz… —Andrew se interpuso entre los dos y miró a Cornell muy serio—. No quiero una pelea en mi oficina, pero si tienes algo que decir respecto a la señora McGregor, Cornell, será mejor que te calles y te largues de aquí o no pondré impedimento a que Rab te rompa las piernas.
—No, escuchadme un segundo, si por mí fuera no estaría aquí, ni hablando con este puto descontrolado, solo cumplo órdenes directas del primer ministro.
—¿Y qué demonios dicen esas órdenes?
—François Pascaude ha pedido personal y reiteradamente la presencia de la secretaria de lord James Swodon en el encuentro y el venerable anciano dice que sin ella no se presenta en París, así que el departamento suplica —suspiró viendo los ojos entornados y furibundos de Robert— que la señora McGregor asista, al menos, a la comida del domingo en Versalles. No irá sola, irá con Swodon, con seis camareros, miembros de la antigua Resistencia, que se han podido infiltrar en el encuentro y lo más importante, dos oficiales de las fuerzas especiales norteamericanas, dos judíos sionistas muy cabreados que han pedido colaborar y que estarán solo para garantizar la seguridad de Eve. Se trata de una mujer y un hombre, muy bien entrenados, con experiencia en combate e intervención…
—No expondré a mi mujer otra vez.
—No estará expuesta más de lo necesario, y será de día, nada de trajes de noche ni parafernalia similar. Se trata de que llegue el domingo con Swodon y no se separe de él. Es simplemente para tranquilizar a Pascaude, evitar que sospeche más de lo necesario y suspenda la cita.
—No es responsabilidad de Eve, ni mía, así que no y si Churchill quiere hablar conmigo, que me llame.
—Podrás estar cerca —Cornell lanzó su último cartucho y McGregor se detuvo—. Desplegaremos un jugoso operativo en torno a la finca, ni cinco minutos de tardanza en intervención y podrás supervisarlo todo, antes y después, a los infiltrados, los movimientos, los pasos a seguir, el jefe te pone al mando y es todo tuyo si aceptas que Eve colabore. Nos jugamos todo a esta carta y os necesitamos, McGregor, a los dos. Por favor… —se hizo un silencio sólido y Rab volvió a su silla sin mirar a nadie—. Todo en tus manos. Se hará como tú dispongas.
—¿Quiénes son esos dos agentes norteamericanos?
—Están en París. Si quieres puedes hablar con ellos ahora mismo, pero te garantizo que son gente de primera.
—Está bien, hablaré con Eve y tomaremos una decisión. Te daré una respuesta esta tarde.
—Con eso me vale.