Capítulo 31
La casa de campo era enorme, de piedra, ostentosa, propiedad de una acaudalada familia perteneciente a la más añeja aristocracia francesa, y en cuanto cruzaron la gigantesca verja de entrada, donde cuatro guardias comprobaron su invitación, pudieron ver sus impolutos jardines salpicados por la nieve. La vista era hermosa, aunque su corazón desbocado le impedía disfrutar de aquel paisaje de ensueño que los llevó directo a las escaleras de la puerta principal de la casa, donde un François Pascaude, abrigadísimo, les salió a dar personalmente la bienvenida. Eve bajó del coche ajustándose el abrigo y en cuanto lo miró, él le sonrió de oreja a oreja.
—Lord Swodon le debo una —bromeó besando la mano de Eve con una reverencia—. Gracias por traerme a la señora Butler.
—Menos galanterías y sírveme una copa, Pascaude, estoy helado hasta los huesos.
—Por supuesto y bienvenidos… —le ofreció el brazo y ella aceptó aplacando inmediatamente los nervios. Levantó los ojos y vislumbró la figura de esa italiana, Giovanna Lopidato, atendiendo a sus invitados en el hall de entrada—. ¿Se quedará conmigo esta noche Catherine?
—Tenemos hotel reservado, señor Pascaude.
—De eso nada, se quedan aquí y no hay nada más que hablar. Ya me rompió el corazón no viniendo ayer… así que me lo debe.
—Bue…
—Shhh —se volvió y le puso el dedo enguantado encima de la boca—, no acepto negativas, no pierdas el tiempo, ¿queda claro?
—Alabado sea Dios, ya la tenemos aquí —Giovanna Lopidato se acercó y la miró de arriba abajo—. Francoise lleva dos días esperándote, Catherine. Era Catherine, ¿no?
—Sí. ¿Qué tal está?
—Ahora mejor, pero pasad, adelante… —se la quitó a Pascaude del brazo y la acompañó al salón principal detrás de su supuesto jefe, lord Swodon, que se reencontró enseguida con varios conocidos—. ¿Qué quieres tomar? ¿Chocolate? ¿Café? ¿Té?
—Un té, gracias —repondió aliviada de alejarse de Pascaude, observando la casa con mucha atención. Rab le había dicho que era prioritario conocer el terreno y encontrar vías de escape, además de retener caras y nombres. Afortunadamente tenía una memoria prodigiosa y eso no sería problema. El único problema era hacerlo con disimulo. Contempló el salón principal y comprobó que tenía tres puertas de acceso, la del hall por la que acababan de llegar, una al fondo, que iría hacia las dependencias privadas de la casa, y otra de cristal que daba al jardín delantero, muy cerca de una chimenea enorme. Carraspeó y miró disimuladamente a su espalda donde una enorme escalera de marmol se abría frente a la entrada principal y donde dos tipos permanecían de pie cortando el paso a cualquier persona que no fueran los anfitriones—. La casa es preciosa.
—Sí y tenemos una habitación para ti.
—Ya le advertí al señor Pascaude que no podré quedarme. Mi jefe y yo tenemos hotel en el pueblo y…
—Yo que tú no haría eso… —Giovanna le entregó la taza de té moviendo la cabeza. Eve la observó y comprobó una vez más lo elegante y original que era esa preciosa mujer vestida esa mañana de rojo—. No, no, no es una buena idea.
—¿A qué te refieres?
—Parece amable y cortés, pero es un salvaje —se acercó para hablarle en el oído—. Muy mal genio y muy violento, está acostumbrado a tener lo que desea. No lo contradigas o podría ser… muy desagradable.
—No sé de qué me hablas, yo he venido a una cita de trabajo.
—¿Ah, sí? —se echó a reír a carcajadas—. Tú hazme caso y todo irá bien. Ahora, debo dejarte. Adiós.
—Adiós —la vio marcharse y dejó la taza de té en la bandeja de un camarero porque le temblaba en la mano. Se sintió muy incómoda con el comentario y empezó a respirar hondo para serenarse. No debía dejar que el pánico se apoderase de ella o todo se iría al carajo. Se acarició el reloj nuevo contando hasta diez y levantó la cabeza para ver las caras de esa gente, simpatizantes nazis, que campaban por allí con absoluta impunidad.
—Madame —Michael Kelly en persona, vestido de esmoquin y con el pelo engominado, se acercó con una bandeja—. ¿Un bollito de nata? Están deliciosos.
—No, muchas gracias.
—Estás muy guapa —susurró guiñandole un ojo—. Y Pascaude se muere por tus huesos.
—No me hace gracia.
—Está recibiendo a sus contactos más selectos en la biblioteca. En cuanto puedas entra allí y echa un vistazo.
—¿Yo? Rab me dijo que no me separara de Swodon.
—¿Y harás caso a papá?
Ella parpadeó confusa y vio cómo Kelly cuadraba los hombros y levantaba la bandeja.
—¿Un bollito de nata, señor?
—No, gracias, ya tengo uno —Pascaude apareció por la espalda de Eve y la sujetó por la cintura—, y es perfecto.
—Monsieur —protestó ella apartándose y sonriendo nerviosa—. Por el amor de Dios.
—Esperame por aquí, Catherine, enseguida estaré contigo —bromeó el tipo rozándole la espalda. El contacto con él se le antojó espantoso, como pegajoso, y sintió un escalofrío por todo el cuerpo. Respiró hondo y se acercó a lord Swodon que hablaba en ese momento de golf con una pareja mayor.
—En Escocia están los mejores campos de golf del Reino Unido, Saint Andrews… oh, maravilloso —exclamó Swodon mirando a Eve de reojo—. ¿No conocen Escocia?
—No, tierra de salvajes —exclamó la mujer con acento germano—, no soporto a esa gente, con ese inglés primitivo que hablan, que no les entiende nadie.
—Se nota que no conoce Escocia —susurró Eve y al darse cuenta de que la habían oído, sonrió— mitos y leyendas, madame. Escocia es una tierra hermosa y de gente educada y maravillosa.
—Si usted lo dice, por cierto. ¿Quién es? —la mujer la calibró con desprecio y luego se agarró fuerte al brazo de su marido que miraba a la joven con una sonrisa bobalicona en la cara.
—Es Catherine, Catherine Butler, mi secretaria y la mujer de mi sobrino segundo, Jamie.
—¿Entonces viene contigo?
—Casi no voy solo a ninguna parte, ya sabéis. ¿Y dónde jugáis vosotros al golf?
—Bueno… —el hombre empezó a farfullar algo sobre París, pero Eve lo ignoró y vio por el rabillo del ojo que François Pascaude, Giovanna Lopidato y otro de sus invitados se perdían escaleras arriba. Bajó los ojos y se encontró con los de Kelly, que le hizo un gesto hacia la biblioteca. Asintió en silencio, se disculpó con Swodon y sus amigos y se fue directamente al ala contraria de la casa donde, supuestamente, y según los planos del MI6, estaba la biblioteca de la enorme mansión.
En el camino se cruzó con la orquesta de cámara, cargada de instrumentos, que salía de la cocina hacia el salón para empezar a amenizar la reunión. Reconoció a Mónica Newman, aunque ella ni la miró, y continuó caminando por el pasillo hasta esa puerta enorme de roble donde debía estar la biblioteca, la entornó con cuidado, se asomó y entró cerrando suavemente a su espalda. En un segundo comprobó que no había nadie y que la enorme habitación tenía menos libros de los que se podía esperar. Localizó de inmediato el escritorio principal, se acercó, con la adrenalina subiéndole por el torrente sanguíneo a toda velocidad, y se dedicó a revisar los papeles que reposaban sobre ella: sobres, cartas, fichas, dos carpetas de cuero y varias plumas estilográficas, abrió un par de cajones y no encontró nada. Agarró una de las carpetas, la abrió sin mucho interés y el pulso se le congeló. En ella había nombres, direcciones, alias y todo tipo de datos, agarró un papel, un lapicero y tomó notas a toda velocidad, maldiciéndose por no haber llevado un bolso en condiciones para llevarse aquello a casa, alcanzó a tomar algunas notas, pocas, antes de que el ruido de voces en el pasillo la hiciera cerrar la carpeta, dejarla en su sitio, tirar la pluma y doblar el papel, que se escondió torpemente en la cinturilla de la falda, y girarse hacia la puerta para recibir con cara de inocencia a Pascaude que en ese momento la abría acompañado por uno de sus guardaespaldas. El tipo primero se quedó quieto, observándola de arriba abajo, luego se recompuso y caminó hacia ella fingiendo enfado.
—No, no no, qué traviesa. ¿Qué haces aquí, pequeña Catherine?
—Esperarte.
—¿En serio?
—Claro —se sujetó al bordillo del escritorio y fingió una risa de lo más falsa. El tipo le acarició la mejilla con un dedo y ordenó a su acompañante que los dejara a solas.
—Vete, Pierre, y que nadie me moleste.
—Sí, señor —el guardaespaldas obedeció de inmediato y Eve empezó a pensar en una salida digna. Se apartó del escritorio, mirándose el reloj que pondría en marcha si no conseguía controlar la situación, y caminó hacia la ventana para ver la nieve caer sobre el jardín.
—Eres preciosa, ¿lo sabes? —Pascaude se acercó por detrás y la aplastó contra él sujetándola por la cintura. Eve sintió claramente su erección rozándole las nalgas y se puso tensa—. Deja que te toque, luego follaremos hasta reventar.
—No, la verdad es que se trata de eso… —se escurrió sintiendo náuseas y Pascaude la detuvo agarrándole la mano—. Mi marido, James, es sobrino segundo de lord Swodon, trabajo con él por interés, ¿sabes? Necesitamos su dinero, yo necesito a James, y si el viejo zorro se entera de que… bueno… ya me entiendes —volvió a escaparse de sus garras y se acercó a la puerta—. Se montará un escándalo, nos echará a la calle a los dos y…
—Tú no necesitas de tu marido, ni del estúpido de Swodon, yo te daré todo lo que quieras, ven aquí —tiró de ella y la abrazó agarrándole con fuerza el trasero a la vez que le besaba el cuello. Eve se quedó rígida medio segundo y luego lo empujó con furia.
—¡No me toques!
—¿Qué ocurre? ¿Te haces la estrecha conmigo?
—Si vuelves a tocarme, te parto las piernas… —se oyó decir en el mismo tono escocés de Rab y el alemán sonrió con picardía.
—Así me gusta, juguetona…
—Yo me largo…
—Dentro de dos semanas estaré en Argentina, disfrutando del verano, ¿sabes? Ahora allí es verano, ¿lo sabías? Puedes venirte conmigo.
—No —él le bloqueó la salida y ella volvió junto al escritorio cada vez más mareada, si activaba el reloj todo el operativo se abortaría y si no lo hacía, Robert la mataría por llegar hasta ese punto. Miró a Pascaude cada vez más asustada y él aprovechó su desconcierto para hacerla girar y apoyarla contra la mesa, la empujó con fuerza y bajó la mano para levantarle la falda. Eve se revolvió indignada, asunto que parecía excitarlo aún más, y le dio una patada en la espinilla oyendo cómo se habría la puerta de un golpe seco.
—Chérie, qué demonios haces y sin mí, ¿eh?
—¡¿Qué?! —se volvió jadeando y soltó a Eve, que se apartó de él tras atizarle un par de patadas.
—¿Quieres que me marche? Porque si estás en este plan, me largo.
—No, no, chérie, solo estabamos jugando, ¿verdad, Catherine?
—Yo no estaba jugando —le temblaban las rodillas y le dolían los brazos por el forcejeo. Se arregló la ropa, comprobando que el papel seguía sujeto en su cintura, y cuando levantó los ojos se encontró con la última persona que esperaba ver allí. Abrió la boca para decir algo, pero no pudo, así que ella se acercó haciéndole un gesto para que disimulara un poco.
—¿Y quién es esta chica tan guapa?
—Catherine Butler, la secretaria de Swodon.
—Encantada, Catherine, me llamo Sonia. Soy una amiga de nuestro apasionado anfitrión. ¿Te encuentras bien? ¿Te ha hecho daño?
—Señor —el mayordomo se asomó a la biblioteca y llamó a Pascaude—, la comitiva está llegando a la verja.
—Ya voy —se giró hacia las dos mujeres y señaló a Eve con el dedo—. No he terminado contigo.
—Nadie ha terminado, vete ya y luego seguimos —musitó Sonia abrazando a Eve por los hombros. Esperaron a que Francoise Pascaude se fuera y solo entonces volvió a hablar—. Y no llores, Eve, o ya lo acabarás estropeando del todo.
—¿Tamara Petrova? —se apartó de ella, agarró una papelera y vomitó todo lo que tenía en el estómago. Tamara se acercó para sujetarle el pelo y le dio su pañuelo—. ¿Qué haces tú aquí? ¿Sabes cuánto tiempo llevamos buscándote? Tu padrastro…
—¿Qué demonios haces tú aquí? Cuando te he visto llegar casi me da algo. ¿Y cuántos sois? ¿Dónde está tu marido?
—Cerca, ¿pero estás bien? —comprobó el espléndido aspecto de la rusa y se enderezó intentando recuperar la compostura.
—¿Cuántos sois?
—No lo sé, yo solo acompaño a lord Swodon.
—¿Y Robert?
—Está fuera. Tu padrastro, Chelechenko, está buscándote.
—Sí, ya, el padre amantísimo… —bromeó mirando los papeles que había en la mesa—. ¿Has encontrado algo?
—No —mintió por puro instinto y se acarició las muñecas magulladas—. Y gracias por entrar.
—Unos minutos más y hubieses tenido un gran problema, dile a tu marido que lo felicito por su buen hacer.
—¿Adónde vas? Tenemos que hablar, Robert necesita hablar contigo.
—No, Eve —volvió y la miró de cerca—. No voy a hablar con nadie del MI6, con nadie, y ahora, si no te importa, permanece lejos de Pascuade y deja que haga mi trabajo, porque la próxima vez no pienso salvarte, ¿me oyes? Esto lo hice por lo del Ritz, pero ya estamos en paz.
—¿Qué trabajo?
—Eso no es asunto tuyo.
—¿Qué sabes de Micha?
—¿Micha? —preguntó revisando por última vez los papeles de Pascaude antes de encaminarse hacia la puerta—. Escúchame, muchachita, mantente alejada de ese degenerado. Si no sabes manejarlo, vete a casa ahora mismo.
—¿Qué? Pero…
—¡Hola! —Mike Kelly llegó a la carrera y sonrió—. Señoras, el invitado principal acaba de llegar, todos los demás ilustres invitados deberían estar en el salón, por favor.
—Cómo no —contestó Petrova desapareciendo enseguida por el pasillo.
—¿Estás bien? —preguntó a Eve y ella se apartó mirándolo con los ojos entornados—. ¿Qué te ocurre?
—No —se dobló y volvió a vomitar, luego se levantó con los ojos llorosos y le señaló la puerta—, no pierdas de vista a esa mujer. ¡Vamos! No la pierdas de vista.