Capítulo 36

Edimburgo, domingo 25 de mayo, 1947

—¿Así que vas a tener un hermanito, cariño?

—Sí —contestó Victoria sentándose al lado de Eve, que miraba a sus padres y a sus suegros con una sonrisa. Los Weitz acababan de llegar de visita y los McGregor habían organizado la comida dominical en el jardín. Hacía un estupendo día de sol, hacía hasta calor y se sentía estupendamente bien tras superar los primeros meses del embarazo, acorralada por los miedos y el malestar. Acarició el pelo de su hija y le besó la cabecita.

—¿Y dónde está el bebé? —preguntó Margaret McGregor guiñándole un ojo a sus consuegros.

—En la tripita de mamá —se inclinó para acariciar y besar la incipiente tripa de Eve y todos se echaron a reír.

—Claro, cariño.

—¿Y cómo se va a llamar el bebé, Vicky?

—Como papá.

—¿Robert? ¿Y a ti te gusta?

—Sí.

—¿Y si es una niña?

—No sé…

—¿No lo sabes?

—Hola —Robert apareció en la terraza en mangas de camisa y sacándose la corbata, saludó con una venia y luego se inclinó para besar a Eve y a Victoria en la frente—. ¿Qué tal?

—¿El bebé? —la niña le agarró la mano y se la puso en el vientre de Eve—. Hermanito.

—Sí, cariño, tu hermanito. ¿Se ha movido hoy?

—No.

—Es que es muy pequeñito aún, mi vida. ¿Qué tal la reunión? —Eve lo miró a los ojos y no le hizo falta oír su respuesta, se levantó y se disculpó con sus padres—. ¿Dónde están los chicos?

—En la cocina.

—Vale, ahora vuelvo. Victoria, ¿te quedas con los abuelos? Tengo que hablar con los tíos un momentito.

Se abrazó a Robert y caminaron hacia la cocina donde Anne y Andrew se reponían de la reunión que acababan de mantener con Graciella Fitzpatrick en el despacho de Princess Street. La todavía esposa de Andrew había accedido a quedar con ellos, después de pasar dos meses en el extranjero, y habían llegado al encuentro con el compromiso muy generoso por parte del conde Fitzpatrick de restablecer su mensualidad inmediatamente, sin explicaciones, sin condiciones, simplemente si accedía de una vez por todas a firmar el acuerdo de divorcio que llevaba meses reposando encima de la mesa de sus respectivos abogados, y que era el último paso que necesitaban todos para continuar con sus vidas. Sin embargo, el asunto no había sido tan sencillo y Eve lo comprobó en cuanto oyó el tono de voz de Anne discutiendo con Andy en la cocina.

—No quiero casarme, no me hace falta. Andrew, cálmate, por favor…

—¡¿Pero qué dices?! Estás embarazada.

—¿Y? —se puso en jarras y miró a su hermano y a su cuñada con el ceño fruncido—. ¿O alguien duda que tú seas el padre? Ha pasado y es maravilloso, fin del problema.

—No es eso, se trata de que nuestro hijo debe nacer en el seno del matrimonio, que tus padres y los míos… ¡Maldita sea, Anne! No digas que no te importa porque es imposible que no te importe.

—¿Qué ha pasado? —Eve se acercó a Anne y la obligó a sentarse. Acaban de saber que estaba embarazada, seis semanas, y aunque estaban felices, aún no se lo habían dicho a sus padres porque Andrew pretendía hacerlo con una fecha de boda en la mano. Para él era inconcebible seguir así, solo pretendía hacer las cosas bien.

—La zorra de Graciella —susurró Anne— se niega a firmar el divorcio. Es su forma de vengarse y es lógico. ¿O alguien esperaba que se comportara con algo de decencia? Por el amor de Dios.

—¿Es irrevocable?

—Bueno, quiere negociar, pero su petición es del todo imposible.

—¿Qué pide? —los tres se callaron. Eve se echó a reír y miró a su marido—. ¿Quiere que me dejes y te cases con ella? —Rab frunció el ceño y sacó una cerveza de la fresquera—. Vale, entonces no es del todo imposible, algo se podrá hacer. ¿Qué pide?

—Ciento cincuenta mil libras —contestó Andrew pasándose la mano por la cara.

—¡¿Qué?! Eso es una fortuna. ¿Para qué quiere tanto dinero? Cuando herede…

—No quiere saber nada de su padre y en todo caso el conde goza de buena salud, así que…

—Su novio, Percy —intervino Anne—, tiene intereses en Australia. Con ese dinero pretenden empezar de cero allí, comprar una finca y enriquecerse. Por lo visto lo tienen muy claro, al menos él nos lo explicó todo con mucha lógica, pero necesitan ese dinero para empezar, y los muy idiotas nos lo piden a nosotros…

—Entre préstamos, bonos y los ahorros, no tenemos ni para empezar —Andrew se desplomó en una silla derrotado.

—Y no le compraremos el divorcio, cariño —Anne le acarició la espalda moviendo la cabeza—. No lo necesitamos…

—¿Y por qué no? —Eve lo pensó un segundo y miró a Robert al tiempo que tomaba una decisión—. ¿Estás seguro de que firmará si le das el dinero?

—Hombre, por supuesto, ella firma y nosotros le damos un cheque, pero…

—Vale, pues queda con ella y dale el maldito dinero —se levantó y se estiró acariciándose la tripa, aunque apenas se le notaba el embarazo, y clavó los ojos oscuros en Rab, que sonreía de oreja a oreja—. Me muero por un helado. ¿Estará abierta esa heladería de la Royal Mille?

—¿Qué dinero? —preguntó Andrew.

—Esta noche te hago un cheque y se lo das, no hay ningún problema.

—¡¿Qué?! No gracias, ni lo sueñes.

—¿Cómo que ni lo sueñe? Está decidido, es mi regalo de boda y de bautizo para mi sobrino. No voy a permitir que esa mujer nos amargue la vida, faltaría más.

—¡Rab! —protestó Andrew mirando a Robert y él levantó las manos al tiempo que negaba con la cabeza.

—A mí no me miréis, es su pasta, no la mía, y ella decide.

—El dinero está para estas cosas, para la familia, tengo esa cantidad, no me supone ningún sacrificio y quiero que sea vuestra. Fin de la discusión.

—No, pero… —Anne se echó a llorar y Eve se acercó para abrazarla—. Te devolveremos hasta el último centavo.

—Como quieras. ¿Ahora podemos ir al centro a tomar un helado? ¿Me invitas, cariño?

—Hay helados en Leith, ¿vamos a Leith? Podemos dejar a Victoria con tus padres… —Rab se acercó y la sujetó por el cuello para besarla en la boca—. Y te invito a lo que quieras.

—¿Robert? —llamó su madre desde el pasillo y él se giró para mirarla—. Tu ayudante está aquí, ¿lo hago pasar?

—Sí, por favor. ¿Fred? ¿Qué ocurre?

—Lo siento, señor —el jovenzuelo entró con prisas y se detuvo a respirar hondo—. Tenemos que hablar.

—Habla.

—Es confidencial, señor…

—Habla, los cuatro somos de fiar, ¿qué ocurre?

—Se trata de Petrov, señor, está en París, lo ha traído de Berlín un equipo de la inteligencia gala.

—¿Micha Petrov? —exclamaron Eve y Rab, y Fred sacó del bolsillo el cable que le acababa de llegar.

—Esa mujer, la policía francesa, Alexia Smaragd, alias Giovanna Lopidato, nos ha mandado una comunicación privada. Petrov quiere pedir asilo al Reino Unido y, teniendo en cuenta el trato que usted tiene con el señor Chelechenko, le dije que iríamos enseguida, señor.

—¿Le hablaste de Chelechenko?

—Por supuesto que no, coronel, fue una reflexión interna.

—Vaya por Dios —exclamó Anne secándose las lágrimas y se puso de pie—. Yo me voy a la terraza.

—Dame eso —Robert revisó el cable y miró a Andrew—. Hay que contactar con el ministerio, necesitamos un pasaporte para Petrov inmediatamente. Puedo recogerlo en la embajada de París, y Fred, consigue lo necesario para viajar mañana. Yo voy a llamar a Chelechenko.

—¿Y Tamara? —peguntó Eve.

—Seguro que da señales de vida cuando se entere de que Micha está a salvo.

—Si se entera.

—Por lo que sabemos hasta ahora, tiene más recursos de los que pensamos, no te preocupes.

—Tienes razón.

—Vale, volvemos al despacho, hay que hacer esas llamadas. ¿Y tú que harás? —le acarició la mejilla y ella le sujetó la mano y se la besó.

—Invitaré a tus padres y a los míos al centro a tomar ese helado.

—Me parece perfecto —le dio un beso en la boca y desapareció—. Te veo esta noche.