Capítulo 30

París, viernes 24 de enero, 1947

—¡Dios mío, ¿sois de verdad?! —Mónica Newman soltó casi gritando y Eve dio un paso atrás instintivamente, chocando con Robert, que la sujetó por la cintura—. Pero si parecéis los muñequitos de una tarta de boda, el rey y la reina del baile…

—Calla de una vez, Mo, o acabarás asustando a nuestros compañeros ingleses —Michael Kelly se acercó a la pareja y les ofreció la mano con una sonrisa—. Eve y Robert, ¿no? Me llamo Mike, Mike Kelly. Encantado.

—Lo siento, pero es que sois tan guapos, perfectos —insistió Mónica desplomándose en una silla—. ¿Tenéis hijos? Porque deberías procrear por el bien de la humanidad, os lo digo en serio.

—¡Ya basta! —Kelly gruñó y la muchacha, rubia y muy atractiva, se calló de golpe—. Lo siento, es la mejor en su trabajo, pero no sabe cerrar la boca. ¿Queréis tomar algo?

—Sí, gracias y soy escocés, no inglés, la inglesa es mi mujer —Rab empujó suavemente a Eve y se sentaron en torno a la elegante mesa del restaurante Chez Pierre, en el centro de París, adonde habían acudido para conocer personalmente a los agentes norteamericanos que les iban a dar cobertura en Versalles—. Mi compañero, Andrew Williamson, está al llegar, pero podríamos pedir algo de beber, hace un frío de muerte.

—Me encanta tu acento —susurró Mónica sin dejar de mirar el aspecto inmejorable de ese escocés tan alto y tan guapo. Luego desvió la vista y se entretuvo mirando la cara dulce y perfecta de su esposa, que era menuda y muy femenina, una preciosidad judía de veintiséis años, les había advertido Cornell—. ¿Así que eres judía, Eve?

—Sí.

—¿Procedente de…?

—Toda mi familia paterna de Inglaterra, la materna en parte rusa, en parte inglesa. ¿Y la vuestra?

—Polonia —contestó Mónica observando a Robert McGregor extender la mano y la posarla sobre el muslo de su mujer—. Mis abuelos llegaron procedentes de Varsovia a Nueva York a principios de siglo, la familia materna de Mike es medio alemana, aunque su padre es irlandés.

—Hola, lo siento… el taxi… en fin… ¿Qué tal? —Andy se sentó tras quitarse el abrigo y miró a los americanos sonriendo—. Encantado y disculpad mi tardanza.

—¡Vaya por Dios! Dime por favor que estás soltero —gimió Mónica y Andrew parpadeó confuso—. ¿Dónde estabais vosotros dos durante la guerra y por qué no os vi yo cuando pasé una temporada en Londres?

—Volando con la RAF —intervino Mike llamando al maître—. Será mejor que pidamos, en este sitio tardan un poco en servir.

Llevaban apenas unas horas en París, solo faltaban dos días para el encuentro de François Pascaude en Versalles, pero Rab había querido conocer a sus infiltrados americanos antes del día señalado. Por supuesto Michael Kelly y Mónica Newman no se habían negado, y ahí los tenía, bromeando y bebiendo demasiado, pese a que el informe sobre ellos que les habían mandado desde Washington hablaba de las fuerzas especiales, experiencia en intervención durante la guerra, colaboración con la Resistencia, combate en Europa central y liberación de prisioneros, ambos eran dueños de un currículum impecable y de varias medallas al valor. Sin embargo, le costaba poner el bienestar de la operación, y el de Eve, en sus manos, y las dudas apenas lo dejaban dormir.

Miró a su mujer y la vio sonriendo de oreja a oreja, ni media hora y ya estaba fascinada con esa gente que hablaba de los Estados Unidos, de comida o de béisbol con el mismo entusiasmo. Desde luego Mónica Newman tenía un desparpajo difícil de ignorar, era una bocazas, sí, pero una bocazas muy simpática, franca, directa y dueña de un cuerpo fibroso y fuerte, era evidente que estaba bien entrenada, y su pelo rubio, corto, le daba el aspecto de alguien muy sofisticado. Fumaba y bebía con generosidad y no dejaba de coquetear con Andy que parecía entregado a ella de por vida. Resultaba gracioso verlo en esa tesitura y se dedicó a observar con calma a sus dos nuevos socios sin abrir la boca, oyendo todo lo que contaban, charla que poco a poco empezó a versar sobre el sionismo, el futuro estado de Israel y la decisión, de ambos, de instalarse en Jerusalén en cuanto los británicos retiraran su protectorado y concedieran al pueblo judío, al fin, un país propio.

—Antes de fin de año, la ONU aprobará la creación del Estado de Israel y entonces será el momento de que todos los judíos vayamos a arrimar el hombro para fundar un estado soberano, libre y próspero —proclamó Mónica—. No habrá trabas para nadie y recibiremos a todos nuestros hermanos con los brazos abiertos.

—Si se aprueba —susurró Andrew.

—Se aprobará, nos lo deben, tu gobierno ya no puede hacer nada con las tensiones locales, los palestinos y los judíos peleándose por la tierra, y entregará el protectorado. Es un hecho y este es el mejor momento, justo después de que nos diezmaran como a animales aquí, en Europa.

—Y entonces necesitaremos a todos los cerebros y las manos que quieran ayudarnos… —Michael miró a Eve y vio que ella se había puesto seria de repente—. Tendremos un país que será orgullo y ejemplo para el mundo entero. ¿Qué opinas, Eve? ¿Vendrás a echarnos una mano?

—De momento intento colaborar para reconstruir nuestro país, que después de la guerra quedó igualmente diezmado.

—En eso tienes razón, pero fundaremos un nuevo amanecer para nuestro pueblo y todos tenemos derecho a participar, no lo olvides.

—Bien —Robert sacó la pitillera y se inclinó hacia delante—. Estado de Israel aparte, me gustaría saber por qué habéis insistido tanto en participar en el operativo del domingo.

—¡¿Estás de broma?! —exclamó Mónica—. Se trata de cazar a una puta banda de asesinos alemanes.

—En realidad estamos operativos en Europa —terció Kelly cogiendo la mano de su compañera—. Trabajamos para la embajada estadounidense, pero personalmente mi misión es otra más importante y va encaminada a cazar a los asesinos y juzgar a quienes los ayudan, porque, joder, son cómplices de sus crímenes de guerra. Hay que pescarlos y Mónica me ayuda. Estamos al cien por cien en esta labor y cuando Cornell nos lo comentó, le suplicamos que nos metiera en el operativo.

—¿Estáis al tanto de los detalles?

—Absolutamente —Mike miró a Eve y se tocó la sien con un dedo—. Todo claro y estaremos allí para lo que haga falta.

—No queremos una batalla campal…

—Tranquilo, McGregor, sabemos de qué va el tema. Coger al Mirlo Blanco, a sus amiguitos nazis y hacernos con el paradero de los oficiales escondidos. Si conseguimos eso, nosotros nos damos por pagados.

—Compartiré con vosotros lo que encontremos.

—Estupendo.

—Muy bien, el operativo ha empezado a desplegarse en torno a la propiedad y vuestro papel…

—Ya estamos dentro —soltó Mónica y le guiñó un ojo.

—¿Qué?

—Yo ya he empezado a ensayar con la orquesta de cámara que llega mañana a la finca —explicó poniéndo acento alemán— y Micky se ha convertido en el señor Westing, un encargado de catering de lo más elegante.

—Nadie me informó de esto.

—Porque no se lo informamos a nadie, te lo estamos informando a ti personalmente y es que —Kelly se echó a reír—, tu unidad no es de las más fiables de la Inteligencia Británica, amigo.

—Lo sé, por esa razón este operativo está única y exclusivamente dirigido por Andrew y por mí, los demás harán lo que se les mande y no quiero errores.

—No los habrá.

—Eve…

—Ya sabemos que ella estará dentro y no la perderemos de vista.

—Muy bien —suspiró y miró a Eve a los ojos, ella sonrió y se acercó para besarlo en la mejilla—. Todo en orden, será mejor que nos pongamos en marcha.

Meter a tu mujer en la boca del lobo no era correcto, ni justo, ni digno de un hombre, pero no les había quedado más remedio y ella había aceptado encantada. Estaba bien aleccionada, habría mucha gente pendiente de su bienestar y, por encima de todo, él estaría a menos de diez minutos del lugar del encuentro para intervenir y pegar un tiro a quien hiciera falta si se torcían las cosas y corría peligro. Contaban con el beneplácito pasivo del gobierno francés y el británico estaba en alerta máxima, tenían un avión a media hora del objetivo y esperaban cerrar la operación antes de las cuatro de la tarde del mismo domingo. Rápido, eficaz y limpio, había ordenado Churchill y así lo habían organizado. No correrían demasiados riesgos y podrían entrar en la propiedad y detener a los implicados con un permiso francés, una garantía con la que no solían contar y eso le procuraba un mínimo de tranquilidad. Además, solo se trataba de una panda de ricos ociosos e indefensos, aunque muchos llegaran a Versalles con un amplio equipo de escoltas, que era el único escollo que les podría complicar la operación. Ellos eran más, estaban mejor entrenados y contaban con el as bajo la manga, el factor sorpresa.

Se giró en la cama y notó que Eve no estaba. Prestó atención y la oyó charlar con Michael y Mónica en voz baja en el salón de la casa de campo que habían alquilado en las afueras de París. Sacudió la cabeza y dejó escapar un bufido. Desde que se conocieran el día anterior no habían parado de hablar del sionismo, la Asamblea General de las Naciones Unidas y el Estado de Israel. Esa gente parecía empeñada en ficharla para su causa y ella, que era una judía poco religiosa y bastante fría respecto a sus tradiciones, los escuchaba cada vez más interesada. Estaba entusiasmada y hasta se había olvidado completamente de François Pascaude, que era el único motivo de su estancia en París. Apoyó los codos en la almohada y trató de vislumbrarla al otro lado de la puerta entornada, sentada en el suelo, compartiendo un té con esa gente y con Andrew, escuchando muy concentrada las teorías radicales de Kelly sobre los nazis.

—No creo en juicios, no creo en Nüremberg ni en la justicia internacional, creo en la tortura y el tiro en la nuca, así de simple, nada de paños calientes, ojo por ojo, diente por diente, Eve, no podemos tolerar otra cosa.

—Y entonces seríamos como ellos, unos monstruos.

—¿Y tienes algún problema en ser un monstruo, Eve? —preguntó Mónica—. Porque yo no, nosotros no, esa gente no tuvo compasión, ni piedad, no se merecen otra cosa.

—En Polonia llegamos a tiempo de coger a cuatro, cuatro hijos de puta que estaban escondidos en una granja amenazando a los campesinos a punta de pistola, los sacamos del granero, los colgamos boca abajo y los dejamos ahí un día entero. Pedían clemencia y no se la dimos, luego les pegué un tiro en la nuca, igual que ellos hacían con los judios en los campos de concentración, ni pestañeé, ni hablar, porque se lo tenían merecido.

—Si no paramos la barbarie, no podremos avanzar nunca, yo creo…

—¿Y si fuera a tu hijita a la que hubiesen llevado a una cámara de gas? ¿Si os hubiesen llevado juntas a Auschwitz y te la hubieran arrancado de los brazos?

—Los mataría con mis propias manos.

—De eso hablamos. Hay millones que ya no podrán tomarse la justicia por su mano y para eso estamos nosotros, para poner algo de equilibrio en esta maldita locura.

—Eve —Robert, bastante harto ya de los derroteros que estaba tomando la charla, se levantó y apareció en el salón—. Vuelve a la cama.

—Enseguida.

—Ahora —le extendió la mano y ella se levantó—. Buenas noches.

—Buenas noches —susurraron los norteamericanos sorprendidos ante el tono del escocés, pero lo ignonaron y siguieron charlando con Andy.

—¿Qué te pasa? —se metió en la cama protestando y él ni se molestó en contestar, le dio la espalda y se tapó con la manta—. ¿Rab? ¿Qué coño te pasa?

—Es tarde, Eve, mañana tenemos una misión, ¿recuerdas?

—No tengo sueño y estabamos charlando.

—¿De qué? ¿De una pesadilla que ya pasó? ¿Quieres torturarte en vano? ¿Has oído lo que te han dicho de Victoria?

—Solo era un ejemplo…

—Mira —se giró y la miró a los ojos—, en lo esencial estoy de acuerdo con todo lo que dicen, por supuesto, pero si se multiplica la gente como ellos jamás conseguiremos asentar la paz, hay que pasar página, confiar en la justicia, actuar como personas civilizadas y empezar a superarlo. Lo sabes, tú piensas lo mismo, no pierdas la perspectiva.

—Sí, pero a veces quisiera hacer algo. Durante la guerra…

—Durante la guerra soportaste en carne propia la Batalla de Inglaterra, los bombardeos y la escasez, además del miedo, mientras ellos estaban en los Estados Unidos siguiendo el conflicto a través de la radio. No tienes que justificarte con nadie.

—No me justifico.

—Pero te hacen sentir culpable.

—Bueno sí, pero…

—Si mañana todo sale bien, podremos asestar un golpe certero a esa gente, piensa en eso. Y ahora, descansa.

—Está bien.

—Bien, ven aquí.

Se abrazó a él e inmediatamente se sintió segura. Cerró los ojos y se durmió. Soñó con su tía Charlotte, muerta en Auschwitz-Birkenau a principios de la guerra, con su abuela Rebeca, con sus padres, con su hermana Claire, con Londres bombardeado, las casas destrozadas, los incendios y con Victoria, su preciosa niña de ojos enormes en medio del desastre, llorando, pero ella no podía cogerla y consolarla. Los escombros, volvió el olor a humo, a quemado, que no la dejaba respirar, dio un respingo y se despertó gritando.

—¿Eve? —Robert llegó al lado de la cama con una taza de café, y le acarició el pelo—. ¿Una pesadilla?

—¿Qué hora es?

—Hora de levantarse, pequeña, en dos horas lord Swodon pasará a recogerte. ¿Estás bien?

—Hace mucho frío.

—Está nevando. ¿Qué ocurre? ¿Otra vez el Blitz? —se sentó en la cama y la hizo beber un sorbo de café.

—Sí, pero esta vez estaba Victoria —hizo un puchero y se echó a llorar. Robert respiró hondo y la abrazó contra su pecho—. No podía cogerla en brazos, estaba llorando.

—Vale, tranquila, ya pasó.

—¿Rab? —Andy entornó la puerta y habló bajito—. Los americanos en sus puestos, los demás esperando las últimas instrucciones. ¿Puedes o lo hago yo?

—No, ve tú, mi amor, ya estoy bien —Eve lo animó a dejarla sola y le sonrió—. Ahora me visto y salgo, no te preocupes.

A las nueve en punto de la mañana, lord James Swodon pasó a recogerla en su Rolls-Royce negro metalizado. Eve iba de punta en blanco, con un traje de dos piezas, falda estrecha y chaqueta corta, en tweet de primera calidad, a cuadros marrones y camisa de seda blanca. Completaban el atuendo unos tacones con pulsera, un sombrerito en el mismo tono ocultaba su pelo suelto y un maquillaje discreto, pero suficiente. Se miró en el espejo y se dio un sobresaliente. Salió al porche y Robert le puso el abrigo de piel encima de los hombros, le agarró la muñeca y le reemplazó el reloj por uno diminuto y de oro.

—¿Qué es esto?

—Un transmisor. Si necesitas ayuda, si ves peligro o quieres abortar la misión pulsa el botón y en ocho minutos estoy a tu lado, ¿de acuerdo? Es instantáneo. Intervendremos de inmediato.

—Vale, espero no necesitarlo.

—Y no lo olvides.

—Lo sé, no es necesario correr riesgos. No lo haré, te lo prometo.

—Bien, mantente cerca de Swodon y cuídate.

—Preciosa niña, ¿eres tu mi acompañante? —James Swodon se acercó renqueando por culpa de su cadera medio deshecha por la artritis y le besó la mano. Eve lo saludó con algo de distancia porque el venerable señor había sido un conocido simpatizante del nacionalsocialismo alemán al principio de la guerra y había mostrado su antisemitismo en Londres, en aquellas primeras manifestaciones pronazis que Churchill abortó rápido, y aunque se había reconvertido y pagaba sus pecados ayudando al gobierno británico para neutralizar al duque de Windsor, ella no podía olvidar sus orígenes y se sentó a su lado, en el coche, en silencio, sin intención de entablar conversación alguna con él, muy seria, después de despedirse de Robert con un beso rápido.

—Estaré encima de ti —le dijo antes de cerrar la puerta del coche—. Y te espero para la hora del té.

—Te quiero —sonrió, emocionada. Un minuto después iba camino de la cita más inesperada de su vida, tranquila y confiada, segura de que conseguirían cerrar la misión con éxito.