Capítulo 21
Andrew entró en el pub del centro, el de toda la vida, un poco tarde y caminó con el peso del mundo sobre sus hombros hacia su mesa de siempre saludando a Martin, el dueño del local, con una mano. Hacía días que no salía. No alternaba con nadie que no fuera Rab, algo que llevaban haciendo desde hacía un par de semanas en casa de este, cuando Eve y Vicky se iban a la cama tras la cena, y ya no le quedaban fuerzas para seguir simulando que todo iba bien, porque no era cierto. Todo iba fatal, cada día era peor, y solo aspiraba a estar solo, en la cama, sin comer ni beber, sin que nadie le hablara, hasta que ese dolor enorme que sentía en el pecho lo mandara de una maldita vez al otro barrio, con un buen infarto que acabara de una puta vez con tanto sufrimiento.
Nunca había tenido suerte con las mujeres. Desde muy joven había ido a la zaga de Robert, que era el que se las llevaba de calle y coleccionaba novias como calcetines, pero nunca le había importado porque en realidad a él solo le interesaba una chica, Graciella Fitzpatrick, la pretendiente más persistente y cabezota de Rab, a la que él adoraba desde que tenía uso de razón. Ella lo había encandilado a los siete u ocho años y desde entonces le había sido más o menos fiel, salía con otras, pero soñaba con ella y cuando al fin lo había llamado para decirle que estaba decidida a dar el paso y casarse con él, ya habían pasado dos maridos por su cama y otros cientos de amantes, a los que prometió aparcar para ser su esposa. Una noticia tan inesperada como maravillosa que le embotó el conocimiento y le hizo creer que la espera había valido la pena. Sin embargo, no había sido así, ella le había sido infiel desde el minuto uno, casi en la luna de miel, y, además, cada vez que tenía ocasión, le recordaba que él no era Robert McGregor, por muy amigos que fueran, y, que por lo tanto, jamás estaría a su altura.
—Zorra —susurró y se desplomó en la silla.
—¡Andy Williamson en carne mortal! —exclamó Danny Renton—. ¿Ahora hablas solo, tío?
—Eh, chicos, lo siento, y pídeme una pinta, tengo que irme pronto a la cama.
—¿Un viernes? —preguntó Peggy, la mujer de Danny, y entonces Andrew la miró por primera vez y se fijó que a su lado estaba Anne McGregor en silencio, preciosa con un vestido azul oscuro.
—Señoras, lo siento, no las había visto. ¿Qué tal estáis?
—Bien, gracias, ¿y tú?
—Bueno, Peggy, de momento no me he pegado un tiro, así que vamos sobreviviendo.
—¡Jesús! —exclamó Peggy y miró a su marido con los ojos muy abiertos—. Te dije que teníais que vigilarlo.
—Y lo hacemos, Rab se ocupa —ahora vuelvo, dijo Danny y se fue a buscar otra ronda a la barra.
—¿Y los McGregor no vienen?
—No lo sé, ambos están hasta arriba de trabajo, uno con el bufete y la otra escribiendo sobre no sé cuantas cosas. Menudo par.
—Eve tiene mucho trabajo, más el que le encarga mi hermano, sus cursos en la universidad, es de locos, espero que le paguéis por sus servicios.
—Ya está, tómate una pinta y relájate, tío —Danny le palmotéo la espalda y guiñó un ojo a las chicas—. Al menos te has dignado a venir. ¿Y Rab?
—En casa, los dejé charlando muy animados de un tema profesional. Es curioso, mi mujercita no me prestaba ni treinta segundos de atención cuando le hablaba de trabajo, bueno, de trabajo o de lo que fuera.
—Lo importante es que ella se ha recuperado bien del accidente y de lo de su bebé. No quiero ni pensar lo que hubiese hecho yo… —comentó Peggy con los ojos brillantes.
—Eve es fuerte o al menos intenta serlo —contestó Anne.
—Y pensar que yo la vi primero —susurró Danny, cambiando el tema—, porque habló primero conmigo en Leicester Square.
—Tú te la quisiste ligar —protestó Peggy.
—No es cierto, yo era un hombre casado, simplemente la saludé. En aquellos años, bajo las bombas y en un refugio público, todos nos saludabamos, había mucha camaradería y ella me saludó muy amablemente. Todavía recuerdo que me dio un apretón de manos muy enérgico, no como las demás mujeres, sobre todo las inglesas, que te saludan como si tuvieran la muñeca dislocada, no, fue muy franca y me cayó bien enseguida.
—A saber qué hacías tú en Londres cuando yo estaba aquí esperándote, Danny Renton, pero seguro que nunca lo sabré.
—No hacía nada, era un muy buen chico, te doy mi palabra de honor —intervino Andrew, mirando otra vez a Anne que seguía muy callada—. ¿Y qué tal tú, Annie?
—Bien, un poco cansada, pero bien, gracias.
—¿Me vas a retar a una partida de dardos en ausencia de tu hermano?
—No sé, no me apetece darte una paliza.
—¿Una paliza tú? Anda ya, bebe un poco y me apuesto veinte libras a que te arraso, doctora.
—Muy fanrarrón te veo hoy.
Se pasaron el resto de la noche jugando a los dardos, entre ellos y luego contra otra mesa de amigos a los que dieron una paliza considerable, y cuando miraron la hora y comprobaron que ya era medianoche, Anne comprendió también que estaba un poco borracha, no demasiado, pero sí lo suficiente como para volver a casa en taxi y no conduciendo. Así que se despidió de la pandilla y salió a la calle sola, poniéndose el abrigo, pero los gritos de Andrew la detuvieron en mitad de la acera.
—¿Qué ocurre? ¿Te debo algo?
—¿Adónde vas tú sola a estas horas?
—Normalmente voy sola a todas partes.
—No es cierto.
—Sí que lo es, lo que sucede es que jamás te habías percatado. ¿Qué quieres, Andy? Hace frío.
—Volvamos andando, estamos a quince minutos del barrio, venga, yo te acompaño hasta la puerta de casa, ¿quieres?
—Bueno, así me despejaré un poco.
—Perfecto, venga —la agarró del brazo y Anne instantáneamente se apartó, aunque luego respiró hondo y se agarró fuerte a él para caminar contra el viento. En la calle había gente paseando y regresando del pub a casa un viernes por la noche, pero en realidad estaban casi solos y era muy agradable dar un paseo silencioso a esas horas—. ¿Por qué dices que vas sola a todas partes?
—Porque es verdad, odio depender de mis hermanos para que me lleven, o peor aún, de mis padres. Serví cinco años en el ejército, creo que puedo arreglármelas sola.
—Pues no lo había notado.
—Eso no es muy halagador —Andy paró el paso y la miró a los ojos—. Es broma, tonto, aunque es cierto que te fijabas poco en lo que hacían los demás encandilado por el brillo de tu mujer y sus joyas.
—Me he comportado como un cretino todos estos años, ¿no?
—Bueno, dicen que el amor es así.
—¿Ciego y estúpido?
—No seas tan duro contigo, Andrew, solo has hecho lo que te dictaba el corazón.
—Pero estaba equivocado, y además de humillado y abandonado, me siento avergonzado, me he portado como un maldito pelele y dudo mucho que algún día recupere la autoestima, si es que alguna vez la tuve.
—No permitas que Graciella te siga destruyendo —se detuvo y se le puso en frente—. Ya lo hizo en el pasado, no permitas que siga haciéndolo ahora, no permitas que tenga tanto poder sobre ti. Se ha acabado, ya es suficiente. ¿Fue un maldito error casarte con ella? Pues sí. ¿Qué coño podemos hacer ahora? Nada, nada salvo pasar página con la conciencia tranquila, porque tú jamás le hiciste daño y te comportaste siempre como un señor con ella, así que ya está bien.
—Es fácil hablar así cuando se es tan fuerte como tú y nunca has cometido los errores que yo he cometido.
—¿Y quién dice que yo soy tan fuerte?
—Siempre lo has sido —siguieron andando y ella se echó a reír—. Lo de Andrew, en fin, su muerte y todo lo demás.
—Porque era joven y pude superarlo, no tenía muchas alternativas.
—Yo a veces creo que no podré volver a salir a la calle, ¿sabes? Estoy en el bufete y veo los ojos de la gente, que piensan que soy un capullo cornudo y apaleado, voy a los tribunales y lo mismo.
—Nadie te mira así.
—Debería cambiar de aires, dejar Escocia, no sé, tal vez volver a la aviación, me encantaba ser piloto. Fueron años duros, pero en resumen los mejores de mi vida.
—Hazlo, es una buena alternativa.
—¿Tú crees?
—Por supuesto, si te gustaba estar en la RAF, vuelve a ella. Ya eras oficial, podrías retomarlo y seguir escalando rangos hasta llegar a ser un jefazo —sonrió y se detuvo frente a su casa, se había pasado el tiempo volando y lamentó tener que dejarlo allí, con su abrigo de paño negro y sus ojos verdes bordeados por las ojeras. Andy nunca había sido un bellezón, pero era muy apuesto, dulce y muy elegante, y varios centímetros más alto que ella, así que siempre le había parecido perfecto, con esa sonrisa de niño travieso y esa bondad innata que derrochaba por los cuatro costados.
—Graciella Fitzpatrick no ha sido la única mujer que se ha reído de mí, Anne. Un día te contaré las veces que se han burlado de mí. Es patético y eso me ha convertido en un ser estúpido y pusilánime. Siento haberte dado la noche con mis quejas.
—Lo que yo siento es que tengas tan mal concepto de ti mismo, porque si no fueras tú, te daría una paliza por hablar tan mal de mi amigo —se chó a reír y él soltó una carcajada. Le agarró las manos, le sacó los guantes y se las besó. Anne sintió una descarga eléctrica y se le llenaron los ojos de lágrimas ante un gesto tan tierno.
—Eres la mejor chica del universo, ¿lo sabes? Lástima que seas la hermanita de mi mejor amigo.
—¿Qué? —balbuceó como una idiota y él le clavó los ojos transparentes.
—Si no fueras la hermana de Rab, hubiese intentado ligar contigo, y tal vez, no me hubieses roto el corazón.
—¿Y qué tiene que ver Rab en todo esto? Tengo treinta años, ¿sabes? —se oyó decir y se puso roja hasta las orejas—. Quiero decir, menuda idiotez, Andrew.
—¿Me hubieses dado una oportunidad?
—No seas capullo, me voy a la cama. No estoy para bromas.
—A eso me refiero… —susurró observándola cruzar la verja del jardín. Anne se paró y se giró para mirarlo a la cara—. Que no me tomas en serio.
—Tal vez si tú empezaras por tomarme en serio y ver que además de tu colega, soy una mujer, las cosas serían diferentes. Buenas noches.
Andrew estaba sonriendo, medio bromeando, pero ella no, y se quedó perplejo, quieto como una maldita estatua de sal, mientras entraba en la casa y cerraba la puerta sin mirarlo. Esa era Anne, a veces no sabías cuando estaba bromeando. Todos los McGregor eran así y aunque practicamente se había criado con ellos, a veces le costaba determinar si le estaban tomando el pelo o no. Sacó un pitillo y lo encendió mientras daba la vuelta para dirigirse hacia la casa de Rab, que se encontraba a cinco minutos, y pensó en que esta vez la cosa estaba clara y Anne McGregor, la mujer más abierta, directa y divertida que conocía, no estaba de broma, no, no lo estaba y debía empezar a poner más atención para no meter la pata.