Capítulo 19
Solo una semana después de volver al trabajo, Eve consiguió una entrevista con Jack Harrison, el profesor de latín de Sutherland, que se había alistado como piloto de la RAF al comienzo de la guerra y que, tras ser derribado por la Luftwaffe en noviembre de 1942 sobre el puerto holandés de Den Helder, había sido confinado al campo de prisioneros de Stalag Luft III, en Polonia, de donde escapó el 24 de marzo de 1944 junto a otros setenta y tres hombres, que protagonizaron la evasión de prisioneros más importante de la guerra. La historia era apasionante porque Harrison había sido uno de los tres que consiguieron escapar con éxito y llegar al Reino Unido sanos y salvos, una verdadera hazaña, un verdadero milagro que esperaba narrar con todo detalle para su periódico mientras seguía pensando en cómo convencer a Frank McKenna para que hablara con ella no de la evasión, sino de la investigación que estaba llevando a cabo para conseguir «cazar» a los nazis que habían fusilado a cincuenta de los prisioneros que fueron capturados antes de conseguir llegar a la frontera polaca. El tipo, policía de profesión antes de la guerra, estaba levantando muchas ampollas y ella quería detalles, nombres y datos para poder aportar su granito de arena en la tarea de dar con los responsables, con esos y con muchos más, con todos los que fuera posible antes de que los juicios de Nüremberg pasaran al olvido y los culpables huidos quedaran impunes para siempre.
Era fundamental denunciar, dar nombres, publicar fotografías, para eso servía la prensa, para evitar el olvido, pero McKenna parecía un tipo duro de roer y ella, además de un montón de trabajo atrasado en la oficina y el encargo de Robert de documentar los antecedentes de la familia de Juliette Arnault en Glasgow, tenía otro quebradero de cabeza más importante, la salud mental de Andrew, que parecía cada vez más decidido a dejarse morir en su cuarto de invitados.
—La muy desvergonzada dice que mientras no se trate de tu hijo, cualquier marido no es más que un entretenimiento… —Eve se acercó al despacho de su suegro, donde él y el conde Fitzpatrick admiraban la nueva pieza que le habían llevado de Nueva York para su inmensa maqueta ferroviaria. Se quedó quieta y en silencio, escuchando sin poder evitarlo la charla que los dos caballeros mantenían con la puerta entreabierta tras la comida dominical—. ¿Con Rab? Si está casado, tiene una hija y ha formado una familia, le dije yo a gritos, pero ella se echa a llorar y no sé ya qué decir, Will. Es agotadora, igual que su madre.
—¿Y qué piensas hacer?
—Me da igual, no se va a divorciar de Andrew. Le dije que como firme el maldito divorcio la desheredo y le dejo todo a su primo John, así de simple.
—Pero es Andy el que ha solicitado el divorcio.
—Y hablaré con él, le diré que todo el patrimonio es suyo, lo conozco de toda la vida, lo quiero como a un hijo y es el único hombre decente y fiable que la loca de mi hija me ha traído a casa, no pienso permitir que lo deje marchar.
—El chico no se lo merece, Thomas, no se merece la vida que ella le da.
—Mejorará y se comportará como una abnegada mujercita o la dejo sin un céntimo.
—No me parece justo para nadie, ni para ella, ni para el pobre Andrew.
—Tiene treinta y seis años, como no se dé prisa en darme un nieto, con su marido, como Dios manda, también la desheredo.
—Amenazándola jamás has conseguido nada de Graciella.
—Pues ya ha llegado la hora de que obedezca o vivirá con su nuevo amante debajo de un puente, así de claro, y mejor será que Rab abandone el tema del divorcio, hablaré con él también.
—Eso ni lo sueñes, él solo hace su trabajo y defiende los intereses de su mejor amigo.
—No debería meterse en esto, Will, no debería.
—Está haciendo su trabajo.
—Si se hubiera casado con mi hija hace años, no estaríamos viviendo esto ahora. Me lo debe.
—¡¿Estás loco?! ¿Rab y Graciella? Lo hemos hablado mil veces. Ella ya lo hubiese matado, por el amor de Dios, si no se soportan ni cinco minutos seguidos. Robert, afortunadamente, ha sentado la cabeza con una mujer estable y serena como Eve, que lo apoya y lo entiende. No me imagino lo que hubiese sido la vida con tu hija…
—Estaba bromeando, William, ya sé cómo es mi hija.
—Vale, lo siento, es que a veces…
—¿Y esta estación es la Grand Central?
—Sí, mi nieta la eligió para mí en una juguetería de Manhattan.
Incómoda por sentir que los estaba espiando, Eve respiró hondo y entornó la puerta para saludarlos.
—Lo siento. ¿Puedo pasar?
Los dos caballeros la miraron un segundo con curiosidad y luego la animaron a entrar con la mano.
—Pasa, hija, estaba enseñándole a Thomas mi nueva estación.
—Queda perfecta —comentó mirando donde la había colocado—. Es muy bonita.
—Y única, al menos en Edimburgo. ¿Necesitas algo?
—Bueno, le quería hacer una pregunta a lord Fitzpatrick, si tiene un momento.
—Para una joven tan guapa siempre tengo tiempo —bromeó suspirando—. Ay, si te hubiera conocido con treinta años menos, Eve.
—Quería preguntarle por una propiedad en Glasgow —habló ignorando los piropos del conde, que era popular por su galantería—. Su heredera quiere vender y lo ha puesto en manos del bufete de Robert. Me preguntaba si sabe algo de esta famila, intento ayudar a Rab con la documentación del expediente, pero no consigo nada en claro.
—¿Quiere vender? ¿Quién? Eso me interesa.
—La antigua propietaria era Fiona de Mornay. Su heredera actual se llama Juliette Arnault, vive en Francia y quiere deshacerse de la propiedad, que es bastante grande. ¿Sabe algo de esta familia?
—¿De Mornay? Me suena, pero no sabría decirte, Eve.
—¿Y Juliette Arnault?
—No, esa menos. ¿Tiene Rab los poderes para vender?
—Están organizando la herencia y luego se pondrá a la venta, sí.
—Hablaré con él, siempre es bueno comprar.
—Se lo diré. ¿Entonces no le suena para nada la familia?
—Me suena, claro, pero no te fíes de mí, habla con Moira Strathbogie, seguro que ella los conoce, es como una maldita enciclopedia.
—Sí, pensaba hablar con ella.
—Hazlo, ella lo sabe todo. ¿Y qué tal tu viaje a Nueva York?
—Estupendo, ha sido maravilloso estar con la familia.
—Yo espero ir en primavera, tal vez pueda saludar a tus padres.
—Por supuesto, conde, estarán encantados de conocerlo.
—Me gusta verte tan guapa y recuperada. Tienes una nuera espectacular, Will, menuda suerte tiene el granuja de Rab…
—¡Eve! —Robert apareció por la puerta y la llamó sonriendo a su padre y al conde—. Vamos a jugar unos dardos al pub, vente.
—Sí, claro, vamos. Gracias, conde, hablaré con lady Moira.
—Adiós, chicos.
La mejor fuente de información de Escocia se llamaba lady Moira Strathbogie, una venerable anciana que lo sabía todo de todos los miembros de la alta sociedad escocesa, al menos eso decía ella de sí misma, y Eve había podido comprobar en más de una ocasión que era absolutamente cierto, así que decidió aprovechar un desayuno de las Damas de Edimburgo, una agrupación de mujeres de buena familia que pretendía recuperar para la ciudad todas las actividades culturales que se habían suspendido durante la guerra, para hablar con ella e intentar aclarar un poco el misterio que rodeaba a la mujer de Chelechenko.
—Buenos días, somos del Scotsman —saludó con una enorme sonrisa a la jovencita que controlaba la entrada al salón del desayuno y le entregó su invitación—. No ha empezado aún, ¿no?
—No, aún no.
—¡Santo cielo! Una persona que habla como Dios manda.
Eve se sobresaltó y se giró hacia el hombre desconocido que se había acercado a ellos aplaudiendo.
—¿Del norte de Londres?
—Hampstead.
—Yo soy de Mayfair, es un alivio oír el inglés de Su Majestad, a estos escoceses no hay quien los entienda.
—A mí me gusta su acento.
—Será porque eres muy paciente. ¿Vas a entrar? ¿Puedo acompañarte? Podríamos compartir mesa y charlar sobre Londres.
—No, muchas gracias, somos periodistas y solo venimos a cubrir el evento. Ya nos veremos —se apartó para alejarse de él, pero el tipo se le cruzó en el camino y la señaló con su elegante dedo.
—¿Periodista y de Londres? —entornó los ojos y sonrió—. Tú eres la mujer de Robert McGregor.
—Sí, Eve McGregor —extendió la mano y se la estrechó. Entonces lo miró con atención por primera vez. Era de estatura media, con el pelo oscuro y los ojos verdes, bastante bien parecido y vestido de manera impecable—. ¿Y tú eres…?
—Percy, Percival Worthington, soy amigo de Graciella Fitzpatrick, estoy pasando unos días con ella y me ha traído a este embrollo.
—Oh, claro —parpadeó algo confusa y dio un paso atrás—. Bueno, encantada, ahora debemos trabajar, así que…
—Graciella habla mucho de tu marido, bueno, de vosotros.
—Ya lo sé, hasta luego —lo dejó en medio del pasillo y se acercó a Paul—. Lo de siempre Paul, fotos de grupo, generales, un par de la directiva y se acabó.
—Tú mandas —contestó el fotógrafo y se apartó de ella. Eve barrió el salón con los ojos y localizó de inmediato a lady Strathbogie. Era importante llegar hasta ella antes de que la entretuvieran todas las personas a las que conocía, y lo consiguió dirigiéndose como una exhalación hacia la mesa de la dama que, en cuanto la vio, dejó lo que estaba haciendo para tomarle las manos.
—Lady Strathbogie, ¿cómo está?
—¿Cómo estás tú, tesoro? Me alegro tanto de verte. Después de ese horrible accidente llamé un par de veces a tu suegra. Lo sentimos tanto, lo del bebé, ¿cómo te encuentras?
—Bueno, físicamente mucho mejor, estuve unas semanas con mis padres en Nueva York y me recuperé muchísimo.
—Ah, claro, Robert fue a buscaros.
—Sí, disfrutamos de unas vacaciones estupendas.
—Ahora tienes que volver a quedarte embarazada enseguida.
—Bueno, yo…
—Oh, sí —se sentó y la obligó a ocupar la silla de su derecha—. Hay que tener niños, hay que llenar nuestros hogares con hijos sanos que palíen en parte la muerte y el horror de la guerra. Esa es la obligación de las mujeres jóvenes de hoy, tener hijos, y tú eres joven y guapa. ¿Cómo está la pequeña?
—Muy bien, crece muy rápido.
—Lo que tienes que hacer es entregarte mucho a tu marido, hacer mucho el amor —susurró tocándose el medallón de oro que reposaba sobre su pecho—. A los hombres les encanta y tú conseguirás un nuevo bebé… —Eve abrió y cerró la boca sin poder articular palabra y la dama le tocó la pierna—. Tienes un marido muy apuesto.
—Lady Strathbogie, yo quería aprovechar que la veo para preguntarle por alguien.
—¿Por quién?
—Fiona De Mornay, de Glasgow, era una terrateniente…
—Fiona De Mornay, sí claro, se casó con un aristócrata francés.
—Exacto, su hija se llama Juliette Arnault, me imagino que su marido se apellidaba Arnault.
—No lo recuerdo, pero sí me acuerdo de Fiona, murió hace un par de años. ¿Por qué te interesa?
—Su hija ha heredado el patrimonio de su madre y ahora quiere venderlo. El bufete de Robert y Andrew se está ocupando de los detalles.
—Ah, sí, su hija, la chica francesa, la conocí hace años, solían venir en verano un par de semanas.
—¿Entonces eran gente más o menos conocida por aquí?
—Sí, claro. Tienen algunas propiedades muy importantes. Que lástima que quieran vender. Dile a Robert que cuando tenga una oferta en claro me llame. La casa que tenían cerca de Fintry era estupenda, me interesa muchísimo si se pone a la venta.
—Claro, muchas gracias, lady Strathbogie —se levantó y la dama la sujetó por la falda—. Cielo, ¿cómo está Andrew? Me han dicho que está en vuestra casa.
—Está… en fin, es complicado para él, pero lo superará.
—¿Has visto al nuevo querido de Graciella? —le indicó con la cabeza al inglés que estaba desayunando en una mesa rodeado de chicas casaderas y bufó indignada—. ¡Qué vergüenza! Ni siquiera es capaz de esconderlo un poco.
—Bueno…
—Es un cazafortunas, ¿sabes? Porque está tieso como la mojama, muy guapo y le hará virguerías en la cama, me imagino, pero no le llegará a Navidad. Dile a Andrew de mi parte que no firme el divorcio, que vuelva a casa y se dé la gran vida con la fortuna de su suegro. Al menos que sé de el gusto dé vivir como un rey.
—Es él el que ha solicitado el divorcio.
—Pues es muy torpe.
—No creo, él…
—Y tú, cuidadito con Graciella, sigue obsesionada con Robert y en cuanto tú te das la vuelta…
—No me preocupa Graciella, lady Strathbogie, pero gracias por el consejo.
—Haces bien, él está loco por ti. Y adiós, espero verte algún día en alguna de nuestras renuniones.
—Sí, claro, ya nos veremos —se dio la vuelta buscando a Paul con los ojos y en cuanto hizo amago de andar, el tal Worthington se le puso al lado.
—Hola otra vez, ¿no te sientas conmigo? Por favor, deberías ser más solidaria con un paisano.
—Lo siento, pero estoy trabajando y debemos irnos.
—Eve Weitz —pronunció Graciella Fitzpatrick arrastrando las palabras y caminando hacia ella como si estuviera en un desfile de moda—. Ya veo que el accidente no te dejó secuelas.
—No físicas, afortunadamente, gracias por preocuparte —se apartó y llamó a su compañero con la mano—. Debo irme, adiós.
—Manda recuerdos a Robert, si lo ves, claro, porque viaja tanto que a lo mejor lo veo más yo que tú.
—¿Ah, sí? —sonrió entendiendo perfectamente su doble intención y miró a Worthington sonriendo—. ¿Y tienes tiempo para todos?
—Muy graciosa y una cosa más, muchacha, no le metas ideas a mi marido en la cabeza, ¿queda claro? Deja a Andrew en paz y dile que me llame, necesito hablar con él. ¿Me oyes, Weitz?
—Tú espera sentada —respondió dándole la espalda. Paul le hizo una venia y salieron juntos a la calle sin mirar atrás.
El despacho de abogados de Robert y Andrew, McGregor & Williamson, se encontraba en la señorial y céntrica calle Bank Street, con vistas al parque y muy cerca de la Royal Mille, el castillo de Edimburgo y Princess Street, un enclave privilegiado. Ocupaba una planta entera de un edificio reformado, donde trabajaban seis abogados jóvenes, además de los socios principales, varios pasantes, tres secretarias, y Fred Livingstone, que aunque no ocupaba un puesto muy claro en medio de la plantilla, era el ayudante oficial de Robert, el chico para todo, que disponía de un despacho propio al final del pasillo donde nadie podía molestar, ni oír su ir y venir de llamadas y teletipos.
Eve llegó al edificio caminando desde el Scotsman Hotel, donde se había celebrado el desayuno de las Damas de Edimburgo, y subió las escaleras hasta la segunda planta sin parar de dar vueltas a las conclusiones que se agolpaban en su cabeza, su mañana había sido de lo más fructífera y solo quería ver a Rab y contárselo. Entró en la sala de espera del bufete y sonrió a la recepcionista, la señora McFadden, que se puso de pie en cuanto la vio llegar.
—¡Señora McGregor! ¿Cómo está usted? No la veíamos desde… antes… ya sabe… ¿Cómo está?
—Muy bien, gracias Gloria, ¿y usted? —se sacó el abrigo y le dio un beso en la mejilla.
—Bien, perfectamente, mi hija Liz ha venido de visita, así que estamos encantados.
—Me alegro mucho. ¿Está Robert o se ha ido?
—No, sí que está, tienen mucho trabajo.
—¿Está ocupado? —se giró hacia los cómodos sofás donde esperaban un par de personas y la señora McFadden negó con la cabeza—. Estos señores están esperando al señor Williamson. Su esposo está solo en el despacho. Pidió un café hace un rato y dio orden de que no se le molestara, pero espere un minuto, ahora le aviso.
—No, déjelo Gloria, ya voy yo directamente, muchas gracias —volvió a sonreír y se encaminó por el pasillo alfombrado hasta uno de los despachos principales, tocó con los nudillos la enorme puerta de roble y la entornó antes de recibir respuesta—. ¿Se puede?
—¿Qué ocurre ahora? —ladró Rab desde su enorme escritorio cubierto de papeles. Estaba en mangas de camisa y con la corbata desanudada, suelta alrededor del cuello. Levantó los ojos y al verla, sonrió de oreja a oreja, se apoyó en el respaldo de la butaca y tiró la pluma encima de la mesa—. Vaya por Dios, había pedido un milagro, pero no pensé que alguien me escucharía.
—Hola, ¿tienes un minuto para mí?
—¿Qué haces aquí? —la recorrió descaradamente con los ojos y silbó.
—¿Te gusta mi vestido? Es uno de los que traje de Nueva York —se miró y luego caminó hasta el escritorio para dejar el portafolios encima de la mesa—. Tengo algo que contarte.
—Dudo mucho que ahora pueda concentrarme en otra cosa que no sea tu vestido.
—Vale, escucha —se sacó el sombrero y los guantes, rodeó la mesa y se apoyó en el borde cerca de él, pero a una distancia prudencial—. Vengo del dichoso desayuno de las Damas de Edimburgo. Lo cubrimos para el periódico y pude hablar con lady Strathbogie, además de conocer al amante de Graciella, que tiene un nombre muy raro.
—Percival Worthington.
—Sí, en fin, pero eso es otro tema. Hablé con Moira Strathbogie y me confirmó que conoce a la familia De Mornay, le suena la hija francesa de Fiona de Mornay, es decir, Juliette Arnault, y lo más interesante, dice que la familia tiene una casa preciosa cerca de Fintry.
—Claro, es la propiedad más importante del lote.
—¿Y si Tamara se ha escondido allí?
—¿Cómo iba a llegar a Escocia sin papeles?
—¿Cómo viajó a París desde Londres?
—La mandamos nosotros.
—¿Con qué pasaporte?
—Bueno, uno provisional.
—¿Estás seguro?
—No… —pulsó el intercomunicador y llamó a Fred Livingstone que se personó inmediatamente en el despacho—. Fred, coge un coche y vete a Fintry, a la propiedad De Mornay. Llama a Joe y dile que te acompañe, comprueba que la casa está vacía y que Tamara no anda por allí. Vigiladla sin llamar la atención y sin intervenir, ¿queda claro?
—Sí, coronel —Fred miró a Eve y le hizo una venia.
—Y si llegas a ver a Petrova, me avisas, no hagáis nada sin avisarme.
—Sí, señor —agarró el papel con las señas y desapareció como un rayo, cosa que hizo sonreír a Eve.
—Bueno, me voy, tengo muchas cosas que hacer.
—Ven aquí —estiró la mano y ella retrocedió—. Dame un beso.
—Solo uno —se acercó y lo besó fugazmente en los labios—. Debo irme, tengo que escribir la crónica del desayuno, preparar la entrevista de Jack Harrison e ir a la compra con la señora Murray, pero… ¿crees que Juliette Arnault podría encubrir a Tamara incluso ante su marido?
—Según sabemos, viven separados.
—Pero él sigue pendiente de sus asuntos legales.
—Porque no se han divorciado y porque seguramente estos puñeteros papeles no son más que una puñetera excusa para acercarse a mí, bueno, a nosotros. En realidad no tenemos ni idea de la relación que mantiene con su mujer y mucho menos con Tamara.
—Eso está claro, pero al menos el asunto de la herencia no era mentira. En fin, me voy, tengo muchas cosas que hacer.
—¿Eve?
—¿Qué? —se detuvo en la puerta y se giró hacia él sonriendo.
—¿Vais a ir a Glasgow en tren o finalmente en coche?
—No, hemos tenido suerte y el señor Harrison, que está encantado con la entrevista, se acercará a Edimburgo, viene a una conferencia en la universidad y de paso lo invitaremos a comer.
—Tampoco pasa nada porque cojas el coche de vez en cuando.
—Y lo haré… —suspiró, sintiendo un escalofrío, y lo miró a los ojos. Él se levantó, se acercó a ella y la abrazó.
—Estás preciosa, ¿nos vamos a comer juntos?, seguro que ni siquiera has desayunado.