Capítulo 39
Londres, lunes 23 de junio, 1947
—El Big Ben siempre me parecerá impresionante… —Anne se apoyó en la barandilla del Puente de Westminster y Andrew la abrazó por los hombros—. Jamás me cansaré de mirarlo. ¿Sabes cuánto mide?
—Unos cien metros.
—¿Y se puede subir hasta el reloj?
—Solo suben los responsables del mecanismo —contestó Andrew admirando la magnífica vista del Parlamento que tenían delante—. Y de todas maneras debe ser un suplicio subir hasta allí arriba.
—La escalera será larguísima.
—Trescientos treinta y cuatro escalones —respondió Eve que llevaba mucho tiempo en silencio, se acercó a la balaustrada y se apoyó para observar las oscuras aguas del Támesis que corrían apaciblemente bajo sus pies—. Subí hace muchos años con mis padres. Yo debía tener unos diez años.
—No me apunto, gracias —bromeó Anne y se inclinó para acariciar la cabecita de Victoria que dormía muy a gusto en su carrito de paseo—. Pobre Vicky, estaba agotada.
—Como yo. ¿Buscamos un sitio para comer? Rab ya tarda demasiado —opinó Andrew.
—No, ya debe estar al caer y le dijimos que esperaríamos aquí —Eve giró y miró hacia Whitehall donde Robert llevaba reunido toda la mañana. Se acarició el vientre y sintió una patadita del bebé. Miró a sus amigos sonriendo—. Pero si queréis, id a comer, yo me quedo aquí. Hace un día maravilloso.
—No, nos quedamos contigo —contestó Anne admirando el impresionante paisaje que los rodeaba—. Ay, Dios, qué bonito, creo que podría vivir el resto de mi vida en Londres.
Eve sonrió y asintió apoyándose otra vez en el puente. Adoraba esa zona de su ciudad, siempre había sentido un orgullo interno, muy profundo, cuando podía enseñar a los foráneos el Parlamento o la abadía de Westminster, ambos edificios monumentales que habían salido casi indemnes de la guerra, en aquellos días en que el Big Ben siguió dando sus campanadas puntualmente, aunque durante el Blitz dejara de iluminarse por las noches para evitar servir de guía a los bombarderos alemanes. De repente se sintió muy cómoda repasando esos datos sin importancia, porque llevaba semanas pensando en una sola cosa: la matanza de París, de la que se habían librado de milagro.
La salida de la ciudad había sido como una pesadilla, primero, había sido muy duro arrastrar a Rab, completamente inconsciente, por las escaleras del vestusto edificio hasta la calle. Entre Michael y Andrew consiguieron meterlo en el coche, pero llamando la atención de todo el barrio, la gente se detuvo para ver el espectáculo y en medio de los nervios y el revuelo apareció un agente urbano que se interesó por sus maniobras, observando el aspecto nervioso de todo el grupo con interés, hasta que Mónica, que fue la única capaz de reaccionar, soltó a voz en cuello que su novio bebía demasiado y que necesitaba llevárselo a casa, lo que hizo reír a todos los presentes, incluido al gendarme que los dejó marchar sin más preguntas. Y cuando al fin consiguieron subirse al vehículo y ponerlo en marcha, Robert empezó a vomitar y a hacer preguntas inconexas que decidieron ignorar. Volaron por la ciudad camino del aeropuerto donde el avión privado los esperaba listo para despegar, aunque no pudieron hacerlo hasta que a Andrew, herido en el brazo, consiguieron detenerle la hemorragia, vendarlo y entablillarlo.
Una vez en Escocia, Dany Renton se hizo cargo de los americanos y se los llevó a Leith y los demás se fueron a casa donde Anne curó la herida de Andrew y decidió suministrar suero a Rab para eliminar más fácilmente la ingente cantidad de morfina que le habían inyectado, y para conseguir hidratarlo después de dos días sin recibir alimentos ni líquidos. Todo en su propio cuarto, en secreto, y distrayendo a la familia para evitar dar explicaciones falsas sobre los motivos de su inconsciencia.
Afortunadamente se recuperó rápido, como siempre, y cuando al fin despertó, se situó y recobró el sentido común, se sentaron frente a él y le explicaron detalladamente la «misión» improvisada que había organizado al descubrir que Tamara y Alexia eran hermanas. Él tenía recuerdos vagos del tiroteo, de los gritos y las charlas previas, solo recordaba haber llegado por su propio pie a ese piso de Saint-Germain-des-Prés, donde lo esperaba Tamara Petrova para anunciarle sus verdaderas intenciones con respecto a Chelechenko, que ya viajaba camino de París, y que al negarse a colaborar con ella, había sido el propio Fred el que lo había encañonado y esposado a una silla. El chico estaba loco por Alexia Smaragd, ella lo había seducido en noviembre, cuando lo habían mandado a París para localizar a Tamara, y entre las dos lo habían embaucado para que robara información al MI6, espiara para ellas y pusiera zancadillas a los avances de su jefe con respecto al Mirlo Blanco. Llevaban meses manipulándolo y el pobre muchacho lo hacía esperando escapar con ellas a los Estados Unidos, donde se casaría y sería feliz con Alexia, que era una mujer espectacular y sensual, que había sobrevivido a la guerra con su familia en Suiza, pero que había regresado a Francia nada más acabar el conflicto para colaborar con el gobierno y las fuerzas especiales.
Alexia Smaragd era una espía de primer nivel, muy valorada por sus superiores, pero que se había saltado todas las normas por proteger a Tamara. Le explicó que todo lo había hecho por su hermanastra desaparecida, a la que creía muerta, y al final, esperaba salir indemne del asesinato programado de Chelechenko, dejándolo perfectamente maquillado para que pareciera un ajuste de cuentas. Al fin y al cabo Chelechenko era un célebre agente de la Unión Soviética y a nadie le extrañaría que lo matara un oficial del MI6 en París. El plan, que involucraba a Robert McGregor de principio a fin, era perfecto, salvo que él se negó a colaborar, se rebeló, se enfadó y empezó a dar serios problemas con sus gritos y sus amenazas, así que decidieron drogarlo, dos veces, con unas cantidades descontroladas de morfina.
Sin embargo, los planes de las hermanas Smaragd variaron radicalmente cuando Chelechenko, que no era un inexperto agente como Livingstone, se adelantó a sus pasos y apareció en la buhardilla provocando la matanza. Lo tenían todo bajo control, creían, y murieron creyéndolo, completamente sorprendidas por la aparición estelar de Sergei Chelechenko en sus dominios.
El desenlace y las muertes no dejaban olvidar a Eve, y aunque las pruebas confirmaban que ni ella, ni sus amigos, habían sido responsables absolutos de su fin, que hubiese ocurrido igualmente si no hubieran conseguido encontrarlas en París, no podía olvidar a Tamara Petrova, que solo había sido una víctima más de la guerra, dolida, sola y utilizada por todos, desde el MI6 hasta su padrastro y su hermana, y eso le partía el alma en dos.
La Inteligencia Británica puso el grito en el cielo cuando conoció el operativo clandestino, con una civil de por medio, llevado a cabo a sus espaldas. Sancionaron a Robert y a Andrew, y, por supuesto, no pidieron el rescate del cuerpo de Fred Livingstone, que había muerto traicionando a su país. Por su parte la policía francesa ocultó los crímenes, echó tierra sobre un hecho luctuoso más, de los cientos que ocurrían a diario en sus agitadas calles de la posguerra, y se olvidó enseguida, incluso antes de que Rab y Andy acabaran de redactar los minuciosos informes sobre el particular en Edimburgo.
En los Estados Unidos los amigos de Chelechenko se quedaron muy sorprendidos cuando se cerró su casa y se llevaron sus cosas de vuelta a Europa. Honor, muy afectada, le contó a Eve por teléfono que el diplomático estaba gravemente enfermo e ingresado en un hospital de Moscú, y ella, evidentemente, solo atinó a lamentar las novedades, pero no volvió a mencionar su nombre.
La reacción de Robert al operativo que tanto temía Andrew Williamson fue la esperada. Les gritó, les recriminó, los amenazó con no volver a dirigirles la palabra, rompió unas cuantas cosas y, finalmente, se fue a Murray Field a jugar a rugby con sus amigos, un día entero, después del cual decidió volver para aclarar el asunto con sus superiores, cerrar el caso y abrazar a Eve y a Andrew a la par, dándoles las gracias por cuidar tan bien de él, aunque los métodos no hubieran sido los adecuados. No estaba seguro de querer perdonar el riesgo que había corrido Eve, completamente innecesario. Sin embargo, los perdonó, y una semana después de volver de París viajó a Londres para presentar sus informes y de paso su renuncia al servicio activo, no quería más espías ni conspiraciones, ni que le tomaran el pelo, dijo, y, aunque seguiría vinculado al MI6 dando cobertura logística, lo haría desde casa, junto a su mujer y sus hijos, dejando el servicio activo para los demás.
Andrew, aún con vendas en el brazo, optó por no cambiar su colaboración con la Inteligencia Britanica, le gustaba el trabajo, le divertía y daba aire a su feliz vida en pareja con Anne. Una vida de «pecado», decían las abuelas de ambos, que acababa de mejorar en Londres, adonde habían acudido para casarse en los Juzgados de Chelsea, como Eve y Robert, sin ceremonias, ni fiestas, lejos de los comentarios y los cotilleos de su ciudad. Graciella Fitzpatrick, que brillaba con su sangre azul y sus aires de reina en Australia, se había casado una semana antes con Percy Worthington en Sydney, y ahora les había llegado el turno a ellos, que estaban felices y dichosos, disfrutando de la luna de miel en la capital, acompañados por Eve, Victoria y Robert, que se había escapado, en medio de las vacaciones, a Scotland Yard para una reunión de última hora con Jack Cornell.
—Hola… —abrazó a Eve por la espalda y la rodeó con las manos hasta abarcar su preciosa barriga de embarazada—. ¿Qué hacéis aquí?
—Dijimos que te esperábamos aquí. ¿Cómo ha ido? —se giró y lo besó en la mejilla.
—Nada, pura rutina. ¿Comemos? Llevo toda la mañana pensando en The Clarence. Podría comerme una vaca entera.
—¿Rutina? —se apartó para mirarlo a los ojos y él sonrió.
—Nada relevante y nada que me interese, ¿nos vamos?
—¿Podemos ir caminando? —preguntó Anne.
—Sí, está bajando por Whitehall hacia Trafalgar Square, aquí al lado, vamos… —se agarró al brazo de Rab, que se hizo cargo del carrito de paseo de Victoria y miró el Big Ben una vez más—. Me encanta este rincón de Londres.
—Y a mí.
—¿Me vas a contar lo que te han dicho?
—Me han preguntado por Kelly y Newman, se han hecho célebres en el departamento, aunque ellos no existan para nadie. Les quieren agradecer su intervención en París y en Versalles, y pedirles de paso, que colaboren extraoficialmente con nosotros.
—¿Y querrán?
—Contacté con Michael y me dio un no rotundo. Prefieren seguir con sus éxitos en solitario.
—¿Están aquí? —paró el paso y lo miró a los ojos—. Hablé hace una semana con Mónica y no me dijo nada.
—No, lo llamé a Francia.
—Tenemos una cena pendiente, se fueron tan rápido de Edimburgo…
—Ya habrá tiempo para cenas.
—Muy bien. ¿Y no intentaron seducirte para que vuelvas a la acción?
—No, la decisión es irrevocable.
—¿Estás seguro?
—Estamos en tiempo de paz, Eve —le guiñó un ojo y ella sonrió.
—¿Señora McGregor? —una pareja les cortó el paso. Eve subió los ojos y sonrió de inmediato al ver a Frank McKenna en persona sacándose el sombrero—. Pero qué sorpresa más agradable.
—Sargento, qué alegría, ¿cómo está?
—Querida, esta es la señora Eve McGregor, la periodista que me hizo la entrevista para el Scotsman en París —McKenna miró a su mujer y ella le tendió la mano a Eve mirando de reojo a Robert.
—Pero no me habías dicho que era tan joven y tan bonita.
—Encantada, les presento a mi marido, Robert, y a mis cuñados, Anne y Andrew Williamson.
—Mucho gusto, así que aumentando la familia —bromeó McKenna y Rab asintió abrazando a Eve por la cintura—. Su entrevista sigue teniendo una enorme repercusión, Eve, no me cansaré de decírselo.
—Me alegro que sirva de ayuda.
—Muchísimo y el contacto con sus amigos de los Estados Unidos, aún más.
—¿Está colaborando con ellos?
—Todo lo posible.
—Esa es una gran noticia.
—¿Y están de vacaciones en Londres? —Mary, la esposa de McKenna, se acercó al carrito para mirar a Victoria—. Una preciosidad ¿qué edad tiene?
—Dos años y tres meses —respondió Rab.
—Una muñequita.
—Bueno, me alegro de verla, Eve, y los dejamos seguir con el paseo. ¿Irá a la reunión de la Resistencia en París? Será en septiembre. ¿O ha dejado el trabajo?
—El bebé nace a finales de septiembre y no creo que pueda ir, pero estaré al tanto, no he dejado el trabajo. ¿Tiene ya el temario del encuentro?
—No ha dejado el trabajo pero ahora estamos de vacaciones —intervino Rab animándola a seguir—. Vamos, cariño, me muero de hambre.
—Claro, lo llamaré, sargento, y encantada —sonrió a los McKenna y siguió el paseo con Andy y Anne caminando delante de ellos—. Es un hombre muy agradable y depende de la fecha en septiembre…
—Ya veremos.
—Y volviendo a lo tuyo… ¿seguro que no has dejado la puerta abierta para una nueva misión?
—No —la miró de reojo y se echó a reír—. No te preocupes, no pienso aburrime.
—No me preocupo, solo quiero que no cierres puertas, al fin y al cabo y siendo sinceros, Rab, tú eres un hombre de acción.
—¿Y qué más acción necesito que vivir contigo, Eve? —sonrió de oreja a oreja, se acercó y la besó en los labios—. ¿Qué más puede pedir un hombre?