XIV

Transcurrió un mes, y una tarde Inés se sintió muy aburrida en el piso. «¿Y si bajara a la farmacia?», se preguntó. «Arturo se quejó toda esta semana del mucho trabajo y habló de meter un dependiente».

De pronto se situó junto al tocador y se miró al espejo. Se encontró bien.

—Iré. ¿Por qué no? Si Arturo se enfada, volveré sobre mis pasos. Pero quizá no se enfade. Quien se pondrá por las nubes es mamá y si Arturo sabe que mi presencia en la farmacia molesta a mamá…, me admitirá a su lado, aunque sólo sea por darle a ella en la cabeza. ¿Por qué se llevarán tan mal mamá y Arturo?

Decidida, salió del piso y se metió en el elevador. Minutos después penetraba en la farmacia. Había varios clientes y Arturo y el dependiente estaban apurados. Ella, sigilosa, se metió tras el mostrador y preguntó a un cliente qué deseaba.

—Bellergal.

Lo buscó y se lo dio. Cobró y sin preguntar nada a Arturo metió el dinero en la caja.

Minutos después, su marido se fijó en ella.

—¿Qué haces aquí? —preguntó bajo, inclinándose levemente hacia ella.

—Ayudarte —replicó en el mismo tono.

—No me gusta.

—Tampoco a mamá.

De pronto se echó a reír y exclamó:

—Vete al mostrador paralelo. Allí todo es fácil. Me gustas para dependiente.

Y de este modo, Inés Fonseca se convirtió además de amante y esposa de Arturo Oliveros, en una eficiente dependiente de farmacia.

Pasó algún tiempo antes de que Susana Fonseca se enterara. Para entonces Arturo había saldado la cuenta con Javier y hacía dinero. Se dio cuenta de lo inútilmente que había pasado la vida para él hasta entonces y del mucho dinero que derrochó sin advertirlo. La vida tenía ahora un nuevo matiz, y ver a Inés constantemente junto a él era un consuelo y una tremenda satisfacción. A veces, cuando no había clientes, los dos se ocultaban en la rebotica y Arturo tomándola en sus brazos, le decía sobre los labios femeninos:

—Tienes un embrujo subyugador, Inés, y a tu lado la vida pasa como un soplo y uno tiene miedo de que se le escape.

Y ella, zalamera, replicaba:

—No escapará. La tenemos bien aprisionada.

Una de aquellas tardes, cuando Arturo penetró en el club, se dirigió a la mesa de siempre. Hay que decir que Arturo seguía jugando la partida de sobremesa con su suegro y entre carta y carta de póquer, la comprensión de ambos hombres se acentuó.

—Siéntate y dame cartas —dijo don Gonzalo aquella tarde.

—Veremos si hoy gano —observó Arturo—. Estos días tengo una mala racha.

—No se puede lograr todo en la vida, hijo. Tienes el amor de una mujer espléndida, y las cartas no pueden ni deben darte otro triunfo.

Arturo sonrió por toda respuesta y el caballero añadió en voz baja:

—Ayer me enteré de que Inés despachaba en la farmacia.

—¿Y bien?

—No pienso decirte nada. Has demostrado ser un hombre sensato. Pero… todos esperan un fracaso de vuestro matrimonio y yo tengo miedo de que este sea un paso hacia la pendiente.

—No. Es todo lo contrario. Inés me demuestra con ello lo mucho que me ama y yo por verla a mi lado todo el día… lo consiento. ¿Cree usted que hago mal?

—¿Por qué? Ella era antes una Fonseca y una Fonseca nunca se hubiera situado tras un mostrador, pero ahora es la mujer del señor Oliveros el farmacéutico y puede hacer lo que le acomode. Cuando una muchacha se casa, deja de pertenecer a sus padres y eso es agradable, aunque a veces los padres no lo consideren así. Ella vive contigo, vive para ti como antes otras mujeres vivieron para sus maridos. ¿Puedo yo, como padre, inmiscuirme en la existencia privada de dos seres que son felices? Cometería un pecado mortal.

—Gracias.

—Lo único que pido es que esa felicidad no mengüe nunca. El amor, a veces, vivido tan… precipitadamente llega a empalagar. Un día me dijiste que la vida emocional de mi hija a tu lado sería completa. Dime, ¿puedes seguir diciendo eso?

—Rotundamente.

—Pues entonces —sonrió comprensivo— tanto da que sea dependiente como modista. El caso es que la esencia de vuestro amor continúe palpitando dentro de ambos.

* * *

Todos los sábados, la pareja Arturo-Inés iba a cenar con los señores Fonseca. Aquella noche, cuando llegaron, el caballero aún no estaba en casa, pero sí, en cambio, estaba Susana más tiesa que un palo, con cara de pocos amigos y no besó a la pareja cuando ésta se personó en el saloncito.

—Pareces disgustada, mamá —dijo Inés.

Y la dama estalló:

—¿Cómo quieres que no lo esté? ¿Y tú, Arturo, cómo quieres que te tenga simpatía?

—¿A mí? ¿Es conmigo? —rió—. Pero si no me importa que me tenga simpatía, Susana.

Esto sulfuró más a Susana de tal modo que las venas de su garganta se hincharon.

—Siempre te odiaré, Arturo Oliveros. Primero por haber arrancado a mi hija de una esfera a la cual tú no podrás llegar nunca y luego porque no conforme con esto la has puesto de dependiente en tu farmacia como una vulgar mujer.

—Mamá, no te pongas así.

—Tú te callas. Esto lo ventilo yo con tu marido.

Arturo parecía apacible, pero en su interior no todo guardaba calma.

—Y te digo —añadió Susana, casi pegada a su yerno— que o la quitas de allí o de lo contrario se lo digo a mi marido y él…

—Pero si papá lo sabe, mamita —saltó Inés, feliz, creyendo que aquello apagaría la ira de su madre.

Susana se volvió en redondo y sus airados ojos se clavaron en su hija.

—¿Que tu padre lo sabe?

—Claro, mamá. Hace más de dos semanas que está enterado y no dijo nada desagradable.

—Era lo que me faltaba. —Se volvió hacia Arturo—. Eres un embaucador y además de robarme a mi hija, me has robado la voluntad de mi marido. ¿Qué esperas? ¿Que sea mayor la herencia? Pues te aseguro…

—Inés, vámonos —cortó Arturo.

Y la muchacha nunca apreció en la voz de su marido aquella sorda ira. Sintió los dedos de Arturo en su brazo y creyó que iba a morir.

—Vamos, Inés. Si de veras me amas, vamos. Y yo no volveré más aquí. ¿Me entiende usted? No volveré. No arranqué a su hija de una esfera social distinta a la suya. La arranqué para su ventura de una absurda monotonía y la conduje a través de un camino brillante. Empezó a vivir cuando me conoció a mí, ¿me entiende usted?

Susana no supo qué decir, pues nunca vio a su yerno de aquel modo. Arturo lo tomaba todo a risa y nunca se enfadaba con sus palabras y he aquí que de súbito se ofendía y se llevaba a Inés.

—Oye…

—Buenas noches, señora mía.

Y se marchó, llevando a Inés pegada a su cuerpo.

Susana se dejó caer en un diván y por primera vez se preguntó si sería injusta con el marido de su hija. Cuando media hora después entró su marido, éste la besó en la sien y preguntó a renglón seguido:

—¿No han venido los muchachos?

Y Susana tubo de confesar con pesar:

—Han venido y se han ido casi inmediatamente.

Don Gonzalo arrugó la frente.

—Ya has hecho una de las tuyas, Susana. ¿Qué ocurrió?

Lo refirió con velada voz y don Gonzalo se sentó junto a ella y en vez de sermonearle, susurró persuasivo:

—Claro que lo sabía. No puedo impedirlo. Inés quiere, su marido lo tolera. ¿Quiénes somos nosotros, Susana, para inmiscuirnos en una vida privada, aunque ésta sea la de nuestros hijos? Ellos son felices. Lo serán siempre. Arturo es el hombre que ni pintado para nuestra Inés. Nuestro desacuerdo, en el supuesto de que existiera, hace desdichada a nuestra hija. ¿La hemos criado para eso, Susana? Tú como madre y yo como padre tenemos el deber de allanar obstáculos, no proporcionarlos.

—El mundo…

—¿Pero aún sigues pensando que el mundo merece la pena tenerlo en cuenta? Cada uno vive a su gusto y a su medida y si ese gusto y esa medida proporcionan la felicidad, démoslo por bien empleados.

—Creo que… que tienes razón.

—La tengo. Vamos, Susana, ponte un abrigo y vayamos a cenar con ellos. No debemos, nunca, jamás, ¿me entiendes?, proporcionar a nuestra hija un pesar. Y los pesares de su marido son sus propios pesares, como para ti son los míos.

* * *

En el piso acogedor, Arturo no decía nada. Hundido en una butaca con el pitillo en la boca parecía pensativo, malhumorado, contrariado. Diferente, sí, a otras veces. Inés se sentó a su lado, le quitó el pitillo de la boca y se la besó larga y apasionadamente.

—Arturo —susurró luego en la comisura de la boca masculina—, yo te adoro. Todo lo que hagas o digas lo apruebo.

—Pero no tengo derecho a separarte de tu madre y ella me odia.

—No lo creas. Además, yo con quien tengo que vivir es contigo.

—Pero te duele que yo no vaya allí.

—Algún día vendrá mamá aquí. Mamá es comprensible y se le pasará la rabieta.

—No volverás a la farmacia.

—Eso no. Sería como quitarme algo de mí. La farmacia y tú, y tú y la farmacia, son eslabones que van prendidos en mi persona como un imán. Y te quiero. Más que nunca, ¿sabes? Cada día más porque también cada día te comprendo mejor.

Sonó en aquel instante el timbre de la puerta y Matilde abrió. Los señores Fonseca entraron, dando las buenas noches. En la salita, los jóvenes esposos se pusieron en pie.

Y penetró Susana la primera, sin decir palabra se acercó a Arturo, lo miró y luego murmuró bajo:

—Perdóname.

Y los ojos de Arturo resplandecieron. No por él, sino por Inés, por aquella mujercita que era toda su vida y que si la tenía era gracias a la maternidad de aquella mujer.

—Me alegro de que hayan venido —dijo feliz—. Precisamente tenemos unas truchas deliciosas. Las primeras que pescó Javier y que nos regaló gentilmente.