IV

Se disculpó por teléfono con Joaquín y a la hora prevista estaba en el portal. Atravesó la calle con andar gentil y le sonrió al farmacéutico, que en aquel instante salía de su farmacia.

—¿Has cancelado el compromiso con tu Joaquín? —preguntó por todo saludo.

—Sí.

—Estupendo. Me expongo a que tu madre me tire un tiesto a la cabeza, pero… es interesante pasear a una joven tan endemoniadamente atractiva como tú. Vamos, monada.

Y atravesaron la calle con la mayor tranquilidad.

Gonzalo y Susana se miraron de hito en hito.

—¿Qué dices? ¿Qué significa eso? —preguntó la dama.

Y su esposo arrugó la frente.

—Casualidad tal vez —replicó.

—¿Y si no lo fuera?

—Vamos —se enojó el caballero—, no digas tonterías. Sería absurdo que no lo fuera.

—Nuestra hija no es dócil, Gonzalo,

—¿Y eso qué tiene que ver? No pienso forzar a Inés. No buscaré su destino. El destino ha de venir a ella como nos vino a ti y a mí. Pero le hablaré, en el supuesto de que estas salidas con Arturo se repitan. Además, yo tenía entendido que lo de Joaquín iba en serio.

—Temo que no.

—Dejémoslo así. El tiempo dirá lo que ocurre.

—No obstante, y con la mala fama de Arturo Oliveros…, ¿no crees que nuestra hija pierde a su lado?

Gonzalo se retiró de la ventana y se dejó caer en una butaca frente a la mesa de centro. Encendió un cigarrillo. Sin duda estaba enojado, si bien disimulaba el enojo tras una sonrisa.

—Espero que esta salida haya sido una casualidad, y espero, asimismo, que la casualidad no se repita. En cuanto a la fama de Arturo, no me convence mucho. No hizo daño a nadie. Vive su vida y se divierte a su modo. No tiene novia, ni amantes, ni madre. Es un ave solitaria en este mundo. ¿Que se divierte? ¿Que gasta el dinero? ¿Que vive al día? ¿Que alguna vez deja la farmacia con el auxiliar y éste en vez de vender aspirinas, vende morfina? Todo eso lo admito, pero como Arturo Oliveros no tiene que dar a nadie cuenta de sus actos y es feliz viviendo así, sin hacer daño a nadie, no me parece que por ello tenga mala fama, y si la tiene se perjudica a sí mismo.

—Pero no lo deseas para marido de Inés.

—Eso no —exclamó rápido—. No lo quiero para marido de mi hija, pero no cabe duda que es un hombre simpático y campanudo y que, en cierto modo, la vida no pasa en vano para él.

—También a mí me resulta simpático, pero si sigue saliendo con Inés…

—No te preocupes, eso lo arreglo yo.

Nada dijeron a Inés cuando se presentó en el comedor a la hora de siempre. Nadie nombró a Arturo Oliveros, ni siquiera a Joaquín. La velada tuvo lugar en el salón hasta la hora habitual y sólo cuando se retiró Inés, Pedro se acercó a su padre y le dijo:

—¿Sabes ya que Inés estuvo toda la tarde sentada en un bar junto a Arturo Oliveros y que Joaquín se enfadó muchísimo?

—Casualidad —comentó tan sólo el caballero.

—Considero, papá, que es mucha casualidad.

—Mañana veremos.

Al día siguiente, Inés volvió a salir de casa a la misma hora y de nuevo emparejó con Arturo y se perdieron calle abajo con la mayor tranquilidad. Gonzalo Fonseca arrugó más la nariz, pero aún no dijo nada a su hija cuando ésta a las nueve y media entró en el comedor. Una vez la joven se hubo retirado, como el día anterior, Pedro volvió a la carga. Que si Joaquín estaba disgustado, que si Inés se disculpó por teléfono aduciendo un compromiso, que si las cosas iban muy mal, que si Joaquín pensaba irse a Madrid sin pedirle una explicación…

—Bueno, bueno —dijo su padre—, esperemos que estas salidas de Inés no se repitan.

—Es que la consientes mucho, querido —adujo la dama—. Me has prohibido hablarle, tú no lo haces y perderá a Joaquín por una niñería, porque no creo que esté tan loca como para hacerse novia del farmacéutico.

—El tiempo, Susana. El dirá lo que va a ocurrir. Si mañana Inés sale de nuevo con Arturo, entonces seré yo quien indague. Y no lo haré en la persona de mi hija. Ya sé que a Inés no se la doblega fácilmente, y cuanto más la contraríe más hará la suya. Hablaré con el propio Arturo. Somos compañeros de ajedrez… todos los días en el club.

—¿No es… violento?

—No. ¿Por qué? Arturo es un hombre que sabe responder siempre.

—De todos modos… yo en tu lugar…

—Sé muy bien lo que tengo que hacer, Susana —cortó breve y se dispuso a leer el periódico.

A la mañana siguiente, Joaquín llamó por teléfono a Inés y ésta se puso al aparato.

—¿También hoy sales con el farmacéutico? —preguntó, como si mordiera.

—Sí —dijo, recalcándolo—. Sí, sí.

—Eres una frívola.

—Bueno.

—Y no voy a pensar más en ti.

—Estupendo.

—Y me voy a Madrid mañana mismo.

—Buen viaje.

Cortó él e Inés se quedó mirando el aparato con alivio. Al dar la vuelta se encontró con su padre. Pensó que éste iba a decirle algo, pero no fue así. Le preguntó quién la llamaba. Inés indicó que Joaquín, y el señor Fonseca se despidió diciendo que se iba al Banco.

* * *

Al tercer día, Inés salió tranquilamente de casa y se reunió con Arturo en medio de la calle. Ya era la comidilla de la ciudad. La hija de los Fonseca novia de Arturo. Sin duda habría boda pronto. ¿Y Joaquín? El cambio, sin lugar a dudas, era pésimo, pero la hija de Gonzalo Fonseca decían que era caprichosa.

Arturo y la muchacha, ajenos a los comentarios que surgían a su paso, atravesaron la calle, se dirigieron a una plaza solitaria y se sentaron en un banco de madera. Arturo llevaba un junco en la mano y lo agitó sobre la arena mientras que Inés contemplaba vagamente a las niñeras que, tras los niños, se dedicaban a cuidar a éstos mientras pelaban la pava con el mocito de turno, cuyos caramelos chupaban los niños, y entretanto dejaban tranquilas a sus conquistas.

—¿No te extraña, Arturo, que mi padre no me haya dicho nada aún? —preguntó Inés de súbito.

—Pues no. Sin duda lo hará un día cualquiera, cuando considere que hemos jugado bastante. Por Otra parte —rió, cachazudo—, no creo que te diga nada a ti. Aprovechará nuestra partida de sobremesa y me lo dirá a mí.

Inés se estremeció a su pesar.

—¿Y tú qué le vas a decir?

—Pues… que me gustas que te quiero, que pienso casarme contigo. Y el señor Fonseca —añadió, filosófico— me tirará los naipes a la cara, me llamará cínico y aprovechado y hasta quizá pervertidor de mujeres jóvenes.

—¿Y tú?

—¿Yo? Tú dirás lo que yo respondo.

—Dirás que me amas.

Arturo dejó de juguetear con el junco y la contempló analítico.

—¿Y después?

—¿Después qué, Arturo?

—Cuando sepan que no es cierto, yo me convertiré en un muñequito. ¿Sabes lo que te digo, Inés? Eres mi amiguita, te estimo mucho y te admiro un poco, pero temo que estas relaciones de mentirijillas me dejen un mal gusto de boca. Supón que te amo, que me apasiono, que te beso, que te pido que seas mi mujer…

—Vamos, no seas majadero.

—Supónlo.

—Bueno —se resignó—, ya está supuesto.

—Pues ahora mírame a la cara y dime si soy hombre de despreciar. ¿Que no tengo dinero? ¿Que me gusta la buena vida? Cielos, ¿a quién le amarga un dulce? Pero soy un hombre interesante y gusto a las chicas. ¿Por qué no he de gustarte a ti?

Inés se impacientó. No creía nada de cuanto decía Arturo. Este era un amigo excelente, pero sólo un amigo, y nunca se casaría, y aparte de eso, ella no lo amaría en la vida.

—No juegues con las palabras —comentó, presurosa—. Estábamos hablando de papá.

—Es cierto. ¿Qué le digo al señor Fonseca cuando éste me interrogue?

—Que me amas. Luego… ya arreglaremos un rompimiento aduciendo falta de comprensión por ambas partes. Sin duda quedaremos los dos a la misma altura.

—¡Oh, pocos años! ¡Deliciosa juventud! ¡Bendita inocencia!

—¿Qué dices?

Arturo seguía mirando al cielo y declamando como un poeta. Hacía años que tomaba la vida en broma. ¿Podría un hombre con sentido común tomarla en serio junto a aquella preciosidad de mujer? En modo alguno.

—Digo, ¡ qué maravilloso es el don de vivir junto a una niña ingenua, ilusionada, feliz!

—Cállate ya y no seas Quijote. ¿Qué hacemos esta tarde?

—¿Y no estamos haciendo ya bajo esta sombra consoladora? Tengo a mi lado a la muchacha más atractiva de la ciudad. Soy un golfo perdido y le merezco confianza a esta maravillosa joven. No tengo un real, pues ayer gasté lo que me quedaba en una juerguecita muy interesante.

—Eres el colmo, Arturo. ¿No piensas formalizar jamás?

—Pues… sí, ¿por qué no? Me considero un hombre formal. La vida es agradable, tengo buenos amigos y una muchacha que eres tú, se deja ver a mi lado. Indudablemente, soy un hombre afortunado.

Hurgó en los bolsillos y sacó seis pesetas rubias. Un billete de cinco duros y dos monedas de diez céntimos.

—Tomaremos una cerveza —filosofó—. Vamos, encanto mío.

Inés se echó a reír. Le divertía Arturo. Era simpático y no ocultaba su situación financiera. Lo que la farmacia producía en un día lo gastaba él en una hora y luego no se ruborizaba. Era Inés demasiado joven y demasiado inocente para darse cuenta de que Arturo Oliveros era el clásico hombre despreocupado que al acostarse por la noche no le produce dolor de cabeza lo que puede ocurrir al día siguiente.