XI

—Entra.

—Me da un poco de apuro.

Arturo sonrió y la empujó blandamente.

—No seas tonta. Si con todos estuvieras tan segura como conmigo, podías decir que la vida te pertenece por entero.

Ella, sin replicar, traspasó el umbral. Y en silencio recorrió el piso recién amueblado. No era un hogar lujoso como el de su casa, por supuesto, pero era un nido acogedor, moderno, bien decorado, amueblado con gusto, y todo realizado por Arturo.

Lo miró con honda expresión y él la atrajo hacia sí.

Era una ingenua deliciosa y Arturo sintió en su interior como una llamarada de ternura indescriptible.

—No debo asustarte —dijo bajo.

Ella rió. Su risa era como una caricia y el farmacéutico pensó de nuevo en el hogar. En aquel hogar que estaría lleno de las risas de ella, de su perfume, de su personalidad, de su exquisita presencia que sería siempre como un consuelo infinito a sus otras pasadas soledades.

La separó de sí porque tuvo miedo de su pasión que nunca, hasta entonces, había salido al descubierto y era preciso que no saliera. Inés iría poco a poco conociéndolo, entrando dentro de él y cuando se diera cuenta… ya lo conocería del todo y sería ella como una continuación de su ser.

—Ya lo has visto todo —dijo presuroso—. Pasado un mes lo habitaremos.

—Me gusta esta salita.

—Aquí me esperarás cuando yo regrese de mi trabajo.

—Me agradaría que no estuviera tan lejos. ¿Por qué no buscas un local en el bajo de esta casa y pones aquí la farmacia?

—Es una buena idea.

—Así te ayudaré.

Arturo se echó a reír.

—¿Tú, la hija del banquero, de dependienta?

Y la muchacha replicó con encantadora sencillez:

—Dentro de poco seré la esposa del farmacéutico, cariño mío. Y la hija del banquero quedará muy lejos.

—No. Eso no. A mi lado, vendiendo en la farmacia, nunca, Inés bonita.

Ella no replicó. Limitóse a agarrar entre sus dos manos el brazo masculino, lo apretó íntimamente y, empinándose sobre la punta de los pies, se alzó hasta besarlo levemente en la boca. Luego salieron juntos e Inés pensó que sí, que algún día cuando fuera la esposa de Arturo Oliveros, vendería con él en la farmacia. ¿Por qué no? Admitía al hombre en su vida, en su intimidad más absoluta, ¿acaso no tenía el deber de ayudarle a vivir?

Días después, Arturo Oliveros, muy elegante, muy pulcro, muy masculino, se personó en la mansión del señor banquero.

En el salón de recibo se hallaba el matrimonio, y Arturo los saludó con su acostumbrada mundología y afabilidad. Susana parecía muy estirada y don Gonzalo, cortés y casi amable.

—Siéntate, Arturo —invitó—. Inés bajará al instante. Ya sabemos el objeto de tu visita y si bien no pienso oponerme al matrimonio que vais a realizar, me gustaría conocer algunos detalles de éste. Por ejemplo: ¿puedes mantener a mi hija?

Arturo no se inmutó lo más mínimo. Limitóse a afirmar y mirar hacia la puerta, en el umbral de la cual se recortaba la preciosidad de su novia.

—¿Cuándo pensáis casaros? —preguntó Susana.

Arturo supo que en ella tenía una enemiga, pero tampoco esto le producía ningún pesar.

Replicó Inés, al tiempo de sentarse junto a su prometido:

—Dentro de un mes, mamá. Deseo casarme en la capilla de casa y no quiero una fiesta popular de mi boda, la cual supondrá el día más feliz de mi vida.

—Perfectamente.

—Yo hablé con Arturo de un asunto que deseo afirmar aquí —dijo Gonzalo—. No puedo ni debo consentir que tú, Inés, prescindas de lo que siempre has tenido. Arturo rehusó mi oferta, pero la hago de nuevo y esta vez en sentido positivo y más real. Te pasaré una pensión.

Arturo se puso en pie y dijo con su habitual calma:

—Si Inés acepta esa pensión, no me caso con ella. Me basto y me sobro para mantenerla y ya le dije cuando hablamos de esto, que si hay que pasar hambre, ella la pasará a mi lado.

—Arturo dice lo que yo pienso.

Saltó Susana:

—¿Pero crees, ingenua, que vas a poder vivir sin lo más indispensable?

—Señora —rió Arturo tranquilamente—, que hay muchos enfermos, unos médicos muy malos en la ciudad y mi farmacia está repleta.

—No me hacen gracia tus ironías —saltó la dama, indignada.

—Lo siento.

—Sensatamente, Arturo, considero que Inés debe recibir mi pensión.

—De eso ni media palabra más. ¿Permite usted que ponga en la mano de Inés el anillo de compromiso?

Gonzalo asintió y Susana se agitó en el sillón con ademán impotente.

Arturo, muy tranquilamente, puso el anillo en el dedo femenino y dijo:

—No es una joya de gran valor, pero dudo que hombre alguno ponga con tanta ilusión una sortija en el dedo de su novia. Inés, con ella —añadió mirándola intensamente—, te doy lo mejor de mi vida y juro que… tendrán que pasar muchas cosas desagradables, para que yo, el tarambana de la ciudad, el veleta, el perdido, no pueda mantenerte como mereces. Ahora señores Fonseca, si ustedes me lo permiten, me la llevo a dar un paseo.

Y se fue con la mayor indiferencia, con Inés muy junto a sí.

Gonzalo se sonrió cuando la puerta se hubo cerrado y Susana lanzó una mirada muy poco tranquilizadora.

—Encima ríete. ¿De qué estás hecho, Gonzalo?

—De carne y hueso —replicó el marido tranquilamente.

—Me parece que no. Consentir que ese muerto de hambre… Yo que había soñado con una boda deslumbradora para mi hija, y la muy estúpida…

—Calma, mujer. ¿Sabemos acaso lo que este hombre puede dar de sí? Todavía no conocí a un farmacéutico que viva mal. ¿Que él gastó el dinero según lo ganó? Bueno, era libre, no tenía familia, no tenía deberes. Ahora se coge uno de envergadura, ya bregará con él.

—Educamos a Inés para hacer una boda principesca.

Don Gonzalo Fonseca se enfadó:

—¿Qué principesca ni diablos? Los hombres y las mujeres nacen unos para otros. Se crían y mueren, y tanto da que sea príncipe como zapatero. El caso es que los temperamentos encajen, que engrane bien todo en el matrimonio, que haya felicidad por encima del dinero y de todas las miserias humanas. ¿Acaso crees que la felicidad se consigue sólo con dinero y con títulos nobiliarios? No seas visionaria. Tú y yo fuimos y somos felices. Tú te conformaste con mi dinero y mi persona. Yo me conformé contigo y no tenías dinero… Lo recuerdas, ¿no?

Susana torció el gesto.

El hombre continuó:

—Pues supón que, pese al dinero, yo, una vez casado contigo no me conformara con sólo tu posesión. No creo que tú fueras muy feliz sabiéndome a mí de picos pardos por ahí. Arturo ya corrió lo suyo. Desde ahora no habrá más mujer para él que Inés Fonseca. ¿Sin dinero? ¡Bah! Hay cosas que tienen infinitamente más valor.

Susana salió del salón sin responder y don Gonzalo se acercó al bar y bebió un vaso de coñac sin pestañear.

* * *

Arturo hizo las reformas consiguientes en el local de su nueva casa y puso allí la farmacia. El barrio era grande y pronto tuvo los mismos clientes que dejó, y, añadidos, los del barrio en el cual vivía.

Cambió de dependiente y vigiló los libros, lo cual no había hecho jamás. Esto le demostró que se podía vivir con las ganancias de la farmacia y aun saldar su deuda con Javier, lo cual hacía semanalmente con gran regocijo de su amigo, el cual gastaba el dinero según se lo daba Arturo.

—¿Pero es en serio?

—No seas estúpido, Javier, y déjate de hacer preguntas tontas. Me voy a casar dentro de una semana y noto que pese a lo mucho que alardeé de mi hombría, nunca fui hombre hasta este instante.

—¡Estupendo! ¿Quieres que te imite?

—Allá tú. Por mi parte te aseguro que cada día soy más feliz.

—Que te aproveche.

Aquella tarde, hallándose solo Arturo tras el mostrador, entró Susana con su aire de dama adinerada y elegante. Arturo arrugó la nariz. ¿Aspirinas? No. Esas las pedía Inés cuando deseaba verlo. La dama siempre mandaba a su doncella. La saludó afablemente y Susana se dedicó por unos minutos a olfatear por allí. Sin duda le agradó la nueva instalación moderna porque nada reprochó en ese sentido. En cambio, dijo:

—Siempre esperé que mi hija hiciera una boda a su medida.

—¿Y qué medida tienen las mujeres y los hombres, mi querida señora Fonseca? Porque yo me considero a la altura de una princesa y a la altura de una lavandera. El caso es que haya dentro temperamento y se complemente con el de la mujer elegida.

—Por lo visto, o bien diste tú la lección a mi marido o te la dio él a ti.

—Tal vez no. Tenemos…

—¿Sabes a lo que vengo?

—Casi.

—Pues dímelo.

—Trae usted intención de disuadirme de que haga mi esposa a su hija. Ignoro los términos de persuasión que elegirá, pero sin duda es únicamente lo que desea.

—Has acertado.

—Y ya ve usted como todo será inútil.

—Ya lo veo. Dame la llave de tu piso, he de verlo.

Arturo se la dio y la vio desaparecer y reaparecer media hora después. Susana le entregó la llave, rezongó algo entre dientes y se marchó sin que Arturo le preguntara su parecer respecto al piso, sus muebles y sus decorados.