Eran las ocho de la noche, y las sombras invadían el contorno. Junto al malecón estaban ellos, los dos, Inés y Arturo. El no la había besado aún. La escuchaba en silencio y la voz de la joven se hacía cada vez más íntima, más grata, más consoladora.
Arturo, escuchándola, pensó que había vivido en vano hasta aquel instante. Pensó en la vida que había pasado sin dejar huella y pensó en el futuro junto a aquella criatura ideal.
—Yo creo en ti —dijo Inés muy bajo—. Creo en tus promesas, en la felicidad junto, a ti, en el hogar del cual duda mamá. ¡Yo creo en ti, Arturo!
El que una mujer diga eso a un hombre es de gran valor para el hombre mismo. Es un superarse y subir y demostrar que ella puede y debe creer en él. Y Arturo Oliveros, pese a su fama de donjuán, su poco dinero y sus veleidades, era como otro hombre cualquiera.
Sin responder, la atrajo hacia sí. Había deseo, pasión y ternura en su ademán. Y no la besó como un loco desquiciado. Arturo sabía bien que aquella muchacha no había sido nunca besada y sabía, asimismo, que desconocía las pasiones de los hombres. Dominó sus sentidos y la besó en los labios, primero con lentitud, luego con ternura infinita.
—Arturo, vida mía.
—Cree en mí. Cree siempre en mí.
Se alejaban calle abajo. Lejos quedaba el malecón y la pasión y el deseo. Arturo sentía, de súbito, que dentro de sí despertaba una ternura nunca sospechada hasta aquel instante. Recordó cuando tenía quince años y vio morir a su madre. Recordó el beso que le dio antes de morir. Nunca pensó en aquello hasta aquel momento. Desde entonces no volvió a sentir dentro de sí aquel deseo de ternura, y la hija del banquero iba a darle lo que siempre creyó que no tenía valor y ahora adquiría un relieve nuevo ante sus ojos, ante su vida, ante todo el ser que poco a poco se desbordaba junto a ella.
Le pasó un brazo por los hombros y la atrajo hacia sí. Pero se dominó. El quería a Inés de muchas maneras. La quería con pasión y con ternura y sus sentidos despertaban y se apagaban de nuevo y volvían a encenderse como llamaradas, pero la ternura que era viva luz en los ojos de Inés, le apaciguaba.
—Buscaré un piso donde puedas vivir, si no tan holgadamente como en tu casa, lo bastante cómoda para ser feliz.
—A tu lado… donde sea.
—Pero no quiero que me digas «a tu lado pan y cebolla». Eso —rió con aquella su ironía incorregible—, se dice y no se siente y, si se siente, viene luego la realidad a demostrar que es un mito estúpido. Cuando un hombre y una mujer se casan, Inés, se desean y se poseen, la realidad, al llegar luego de la saciedad, se convierte en una pesadilla horrible. Hay que suministrar el amor a pequeñas dosis y luego buscar algo más que pan y cebolla. Yo quiero que a mi lado halles primero el amor, la pasión, el deslumbramiento y luego la paz; y, luego, la paz y el consuelo. No sería hombre si no pudiera proporcionarte todo esto.
—Confío en ti.
—Es un consuelo saber que es así.
Era ya la hora de volver a casa y Arturo la condujo calle abajo, siempre junto a él. Habló mucho. Su voz era queda, persuasiva, lenta como todo en él. Habló de sus soledades, de las ansias de formar un hogar, de tener hijos, de lo tontamente que vive el hombre, a veces, buscando lo que tiene, y no ve, al alcance de la mano. Y ya junto al portal concluyó así:
—No quiero que tu padre intervenga en nuestro futuro. Sería humillante para mí que él te ayudara a vivir. Si has de pasar necesidades las pasarás a mi lado únicamente, si puedo proporcionarte caprichos, yo sólo, seré quien te los dé. Has de pensar en eso, Inés. Ni a escondidas ni a sabiendas, ¡nunca!, admitirás una ayuda de los tuyos.
—Haré lo que tú digas.
—Mañana tu padre me hablará. No sé aún lo que piensa decirme. Entre cartas de póquer quizá me insulte, o quizá no. Pero ahora, en este instante, me creo con valor para enfrentarme con el mirado entero por tu posesión. Y es extraño que a mis años y tras de haber corrido tanto, me convierta en un cadete junto a ti.
—Eso es —susurró ella con velada voz—, tan maravilloso.
—Maravilloso, sí, como un sueño, como un anhelo deseado fervientemente y alcanzado de súbito… Eso es… lo mejor de este mundo.
* * *
—Póquer de ases… —dijo Arturo.
El habano se movió en la boca del banquero.
—¿Con qué piensas mantenerla? —preguntó el caballero por toda respuesta.
Arturo manejó las cartas. Nadie, al verlos, hubiera dicho que ambos estaban nerviosos y que entre carta y carta de baraja se estaba ventilando el porvenir de dos seres humanos.
—Póquer.
—Ella está acostumbrada a tener de todo.
—Yo también —dijo Arturo, sin inmutarse.
—A costa de no reservar ni un real.
—Cada uno vive como mejor desea.
—Inés es una muchacha de este mundo. No está habituada al sí de hoy y al no de mañana.
—He dicho póquer.
—Bien. Dame otra carta.
—¿Qué le parece?
—Ganas. No me opongo a vuestro matrimonio —añadió sin transición—, pero ten en cuenta una cosa… Si no la haces feliz…
Arturo levantó la indolente mirada.
—¿No me conoce usted de toda la vida? ¿Cree posible que yo no pueda hacer feliz a una mujer? Inés es hija de un banquero opulento, pero, a la hora de vivir, la opulencia de su padre, de cualquier padre que sea, importa un ardite. La vida de su hija a mi lado, me refiero a la vida emocional, será completa. No todas las mujeres pueden decir eso.
Don Gonzalo no replicó. Le escrutaba con oculta admiración.
—Te pasaré una pensión —dijo de súbito el caballero.
Arturo no hizo aspavientos, no tiró las cartas sobre la mesa ni miró iracundo a su futuro suegro, pero el brillo acerado de su mirada y la brevedad de sus frases fueron más que suficientes para dar a comprender al señor Fonseca que aquel farmacéutico no era tan… veleidoso como decían los murmuradores y él quería hacer aparentar.
—Si hay que pasar hambre… la pasará.
—Lo cual quiere decir…
—Que romperé en mil pedazos cada billete suyo que llegue a las manos de Inés. Y si desea que ambos seamos felices… procure vivir al margen de nuestras necesidades. Ahora —añadió poniéndose en pie—, debo dejarlo. Tengo mucho que hacer antes de la noche. A primeros de la semana próxima tendré mucho gusto en pasar por su casa y pedir la mano de su hija. No voy a poner un brillante en su dedo —rió cachazudo—, pero una simple piedra será para Inés como un símbolo de mi gran cariño.
—Oye. Espera un poco.
—¿La quieres mucho?
Arturo encogió los hombros y dijo irónicamente:
—Es grotesco y paradójico, mi buen señor Fon seca, pero la verdad es que nunca quise a nadie como quiero a Inés. Y bien sabe Dios que preferiría no amarla y seguir mi vida de hombre libre y veleidoso.
—¿Y tu amor es… firme, seguro, para toda la vida?
—Para siempre. Hallo en Inés lo que nunca vi en otra mujer. Ya le he dicho que es paradójico. Después de tanto reírse del amor, viene uno y se enamora como un cadete de una criatura. No puedo detenerme más. Hasta mañana, señor Fonseca.
—Adiós, muchacho.
Cuando Arturo entró en la fonda, la doncella le dijo que un señor lo esperaba en la sala de recibo. Arturo dejó gabán y sombrero en el perchero y se dirigió al salón.
—Buenas tardes, señor Antúnez.
—Buenas. En casa me dijeron que estuvo usted a verme ayer noche.
—Siéntese.
Lo hicieron uno frente a otro. El señor Antúnez era administrador de una casa recién construida y sabía que el farmacéutico iba a casarse con la opulenta hija del banquero. Negarle un piso hubiera sido absurdo, pues todos suponían que Arturo tendría el dinero de Inés Fonseca. Claro está que Oliveros no pensaba sacarlos de su error. Allá ellos, lo interesante era que le dieran el piso y luego ya la vida por sí sola se iría encargando de demostrar quién era él.
—Parece ser que quiere usted un piso del inmueble de la plaza de las Flores.
—Exacto.
—Renta…
—Ya sé lo que renta —cortó Arturo—. Si está de acuerdo, haremos el contrato mañana mismo.
El señor Antúnez, gordito y anciano, se puso en pie exclamando:
—De acuerdo. Pase por mi despacho mañana a las once. Y le felicito por la gran boda que va usted a realizar.
Arturo lo acompañó a la puerta sin responder, y al día siguiente el contrato estaba en su bolsillo.
Sin decir nada a Inés, se entrevistó con Javier. Eran íntimos amigos y Javier, pese a su poco atractivo para las mujeres, era un amigo excelente y un gran hombre. ¿Que se emborrachaba alguna vez? Bueno, también él lo había hecho y, sin embargo, iba a casarse y a sentar la cabeza. No haría un alarde de su buen juicio. Le importaba un ardite lo que los demás pensaran de su persona, y en los demás iba incluida la familia de su futura esposa; pero a Inés… sí, a ella había que demostrarle que él era un hombre como los buenos. Todos, aunque no lo dijeran, pensaban de aquel futuro matrimonio cosas desagradables, un fracaso tremendo. ¿También lo pensaba don Gonzalo Fonseca? Tal vez. Pero se equivocaba.
—Tengo que hablarte muy en serio, Javier.
—Ya sé que andas liado con Inés. ¿Es en serio?
—Has perdido el juicio. Mira que casarse. Pero si es absurdo que el hombre cambie de estado cuando tan bien se está libre.
—Ya sé tu opinión sobre el particular, pero yo no la comparto.
—La has compartido hasta ahora.
—Me enamoré. Cuando a ti te llegue la hora…
—¡Ni hablar! ¿Crees que estoy loco?
—Bueno, no vengo a discutir eso contigo, Javier, y tengo prisa. He de despedir al dependiente y tomar otro más decente. Creo, sin lugar a dudas, que por mi negligencia gana más dinero que yo.
—Eso seguro.
—Pues ahora no puedo derrochar ni una peseta. De dinero quiero hablarte.
—¿Quieres un préstamo?
—Sí. Si me vuelcas los bolsillos no encuentras ni cinco céntimos y comprendo que es una vergüenza, porque la farmacia da para vivir decentemente. Pero todo lo gasté.
Javier se echó a reír a lo loco.
—Apuesto —dijo entre hipos—, que dentro de nada te veo fumando «mataquintos» y más tarde nada y cuando te invite a una copa rehusar aduciendo que tienes prisa. La verdad, Arturo, estás loco de remate.
—Déjame con mi locura y préstame dinero. No se trata de una cantidad mísera. Ha de ser grande.
Y esto debe quedar entre tú y yo. No quiero la ayuda de los Fonseca y deseo casarme, poner la casa a mi gusto y luego… te lo devolveré céntimo por céntimo.
—¿Cuánto?
Citó una cantidad y Javier sacó el talonario de cheques y sin un titubeo firmó.
—Toma. Te admiro, pero no seguiré tu ejemplo entretanto sea feliz con mi celibato. Y no temas. Hay muchas otras cosas en común y secretas… Esta será otra de tantas. Pero —y rió con picardía—, recuerda que cuando quieras correr una juerguecita… aquí estoy yo para acompañarte.
Arturo, emocionado, pero disimulándolo, le palmeó la espalda y dijo:
—Espero que Inés llene las horas de mis días, de tal modo, que no desee correr más juergas en el resto de mi existencia.
—Ojalá sea así.