XII
La boda tuvo lugar en la capilla de los Fonseca. Inés vestía de blanco, parecía una figura celestial y todos los invitados la admiraron, si bien cada uno, para sus adentros, pensó que aquella boda era o sería el mayor desastre del siglo.
Dijo que «sí» sin ninguna vacilación y cuando Arturo le puso el anillo en el dedo, alzó sus ojos y en ellos vio el farmacéutico algo grandioso. Aquella muchachita creería en él hasta el fin de sus días y eso para un hombre tiene suma importancia y significaba mucho en la felicidad de un hogar.
Formaban una gran pareja. Cuando salieron convertidos en marido y mujer, algunos ojos parpadearon. Ella era muy atractiva y muy joven, y él arrogante, fino y delgado, resultando indescriptiblemente masculino dentro de las ropas de etiqueta.
Siguió el banquete y luego el señor Fonseca se acercó a Arturo, que en aquel instante estaba solo, mirando hacia el jardín.
—Oliveros.
Se volvió.
—¿Qué?
—Inés ha ido a cambiarse de vestido. Mi coche está a tu disposición. Puedes llevarlo en el viaje de novios.
—Hay trenes muy cómodos —replicó Arturo con la mayor sangre fría—. Y taxis y carros… Todo es bueno cuando uno está cansado. Y cuando no se está, también hay pies.
—Eres…
—Soy un farmacéutico de una ciudad no muy grande, donde gracias a Dios la gente enferma y los médicos recetan. Eso soy. Y todos ésos —con el dedo señaló a los invitados que se hallaban en el salón—, creen que hice una gran boda. Ahí es nada, casado con la hija del banquero. Pues, no, señor mío. No hice una gran boda. Elegí mujer a mi gusto y dudo que haya hombre que ame tanto a su esposa como yo. El dinero que tenga ésta me importa un rábano. Y la opinión de esos cerdos que están comiendo a dos carrillos a costa de los idiotas, menos aún. Con su permiso voy a buscar a Inés.
La mano del banquero cayó suave sobre el brazo del farmacéutico.
—Oye, muchacho, antes permíteme que te diga algo.
—Diga, usted.
—Siempre me resultaste simpático. Hasta cuando contaban de ti cosas bien desagradables.
—Gracias.
—Ahora te admiro —dijo el caballero con suavidad.
—Gracias otra vez.
Y marchó pisando fuerte.
Subió de dos en dos las escalinatas y tocó con los nudillos en la alcoba de Inés. Aparentemente estaba sereno, nadie diría que el corazón le golpeaba dentro del pecho como a un chicuelo. Entró y cerró tras de sí. Inés estaba sola. El traje de novia descansaba arrugado sobre el lecho. Ella se hallaba vestida y lista junto al tocador. Se pintaba los labios en aquel instante. Arturo avanzó y se situó tras ella. La miraba a través del espejo.
—Ya eres mía —dijo muy bajo.
Y su cabeza se hundió en el cuello desnudo de la joven. Esta se estremeció. Alzó una mano y acarició las sienes masculinas.
—Sí —susurró—, sí, ya soy tuya.
—Y esta evidencia es la mayor ventura para mí.
—Y para mí, Arturo.
—Es… como un premio, como una…
La lazó hacia sí y sus labios buscaron la boca femenina. La halló cálida, suave. Los labios calientes se perdían en los suyos y Arturo la apretó más y más cada vez. Ella lanzó un breve grito y Arturo aflojó su presión. Pero aun así buscó sus ojos y los encontró fijos, quietos, deslumbrados, en los suyos.
—Pequeña, pequeña…
—Vamos. Nos espera un auto —dijo ella, sofocada—. Lo mandé pedir yo. El de papá, no.
—No. Uno cualquiera. ¿Qué importa? Es para nosotros dos y estaremos solos. ¡Solos! ¿Sabes? Por primera vez no habrá nadie capaz de separamos.
—Sí, amor mío.
—Y hallarás la felicidad en mis brazos, Inés, como yo la hallaré en los tuyos.
La besaba y eran sus besos más cálidos, más suaves, como si de súbito temiera lastimarla. No supo hasta aquel instante lo mucho que la quería. El era un hombre material, y medía las pasiones y los deseos desde la altura de su criterio. Y de pronto ya al jugar a ser su novio, algo se purificó en su interior y al tenerla ahora en sus brazos y saberla suya para siempre, entraba en su corazón, como un deseo de protección, de ternura, de pureza.
Los grandes ojos de Inés lo miraban dulcemente y él dijo, acariciándole las sienes:
—Eres el objeto de mi más alta veneración, Inés Fonseca —dijo muy bajo sobre los labios femeninos—. Fui un hombre que nunca consideré a las mujeres. Y al conocerte a ti, al sentirte a ti, al tocarte a ti… empecé a venerar al sexo débil. Es como si en ti encontrara todas las virtudes unidas.
—Tus frases son consoladoras, cariño.
—Vamos, Inés. Vamos solos por ese mundo que nos reserva tantas emociones.
La separó de sí, la contempló largamente y dijo más bajo aún:
—En este instante siento como si jamás hubiera tocado a una mujer y tiemblo como tiembla la mujer cuando el hombre la besa por primera vez. ¿No crees esto curioso?
—Me amas de veras.
—Y tan de veras, Inés Fonseca.
* * *
El auto de alquiler los dejó en una capital cualquiera. Eran las once de la noche y Arturo dijo que tenía apetito.
—Entraremos en el primer hotel que encontremos.
Y allí, frente a un edificio de varios pisos, los dejó el auto. Un botones salió por el equipaje y Arturo, siempre llevando junto a sí su linda mujer, hizo las diligencias oportunas y luego subieron a la habitación que les destinaban.
El hotel no era lujoso. Era uno de tantos a los cuales van a parar las parejas de novios que desean pasar inadvertidos y que nunca lo logran porque se delatan por sí solos.
La habitación era amplia, con dos balcones a la calle y tenía algo así como una antesala. El botones depositó el equipaje, recogió las propinas, miró curioso a la linda muchacha y luego se alejó, dando las buenas noches.
Inés se hundió en un sofá y cruzó las piernas una sobre otra.
—Yo no tengo apetito —susurró—. Unicamente estoy muy cansada.
—Entonces yo iré a comer algo y diré que te suban un vaso de leche y unas galletas. ¿Quieres?
—Quiero.
Se le acercó despacio. La contempló desde su altura. Súbitamente se inclinó hacia ella y tomó la cara femenina entre sus dos manos. La acercó a sus labios y por primera vez la besó con intensidad.
—Arturo —dijo con un hilo de voz.
—Pequeña, me siento tan cerca de ti. Tan dentro de ti…
Fue una escena emotiva, honda, llena de algo que hasta entonces había desconocido la muchachita que, enamorada ciegamente del farmacéutico, iba a recibir su primera y gran emoción de mujer.
Arturo no bajó a cenar ni hubo vaso de leche y galletas para Inés. Pero en cambio supo con certeza lo que significaba la palabra amor y lo vivió intensamente, olvidada de todo y de todos.
No vamos a referir lo que ocurrió en días sucesivos. Fue para Inés lo que él le dijo un día. Un vivir y morir y un volver a vivir en días que pasaron como soplos. Días que no contaban, que si pasaban por el almanaque ella no lo sabía. Fue dándose cuenta poco a poco del gran temperamento del farmacéutico, de sus ironías, bajo las cuales ocultaba una ternura, una pasión, una suavidad indescriptible. La quiso con todo el ser, con los sentidos, con el alma, con toda su vida que era como un manantial inacabable. Así un día y otro hasta que, ambos de mutuo acuerdo, decidieron regresar al hogar.
La conversación tenía lugar aquella noche. Ella vestía un lindo pijama azul y sobre él una bata de felpa y, él sentado en el brazo de un sillón, aún llevaba su traje de calle. Se quitó la chaqueta con calma y luego se echó a reír con aquella su risa cascada que era como un consuelo protector para la joven esposa. Esta, sentada en medio de la cama, lo contemplaba con los suaves párpados entornados.
—Hemos de ganar dinero, mi vida —dijo él—. No tenemos más remedio que volver. Y no te preocupes. No será olvidar, ni por regresar a casa cesa la luna de miel. Sé que a mi lado este viaje de novios será eterno y como hay que vivir y yo no quiero nada de los tuyos, es preciso atender la farmacia. Esta es la prosa de la vida, pero yo he de procurar, durante toda mi existencia, que la prosa no mengüe un ápice nuestro hermoso idilio.
Inés no respondió. Seguía mirándolo.
—¿No me contestas, muñequita?
—Te escucho, me gusta escucharte. Me pasaría el resto de mi vida oyéndote decir cosas y cosas.
—Y regresas de buen grado…
—Contigo… ya te lo dije mil veces, al fin del mundo. Has llegado a ser para mí indispensable, Arturo. Yo… —se ruborizó—, siempre creí que el amor era algo simple, sin hilación, algo que no podía definirse.
—¿Y ahora?
—Desde que soy tu mujer… sé lo que significa el amor. A cada instante del día te tengo en mi pensamiento, gozo pensando en ti y sufro pensando en ti. Es…, sí —añadió pensativamente—, un gozar y un sufrir continuo, pero tanto el sufrimiento como el goce proporcionan intensa felicidad.
Se acercó a ella. Se sentó en el borde del lecho y la muchacha tiró la cabeza hacia atrás y sus grandes ojos hurgaron como llamas en las pupilas de Arturo.
—No sé lo que les ocurrirá a los demás hombres —observó él calladamente—, pero sí puedo decir que a mí la vida, convertida en tu persona, me dio la gran lección. He tenido muchas mujeres y éstas pasaron por mi vida sin dejar huella alguna y he aquí que de súbito una mocosa, una chiquilla aparece y me demuestra con su persona que la vida tiene un alto significado para el hombre.
Se inclinaba hacia ella y la muchacha, súbitamente, le pasó los brazos por el cuello y dijo como un susurro imperceptible:
—Te quiero, te quiero como nada quise en la vida. Como no querré jamás. Eres para mí… lo mejor, lo único, lo verdadero…
Arturo tampoco bajó aquella noche a cenar.