VIII

Inés dijo que se iba de excursión a la montaña y dispuso su equipo deportivo, pero no habló de que entre los amigos se hallaba Arturo Oliveros. Y lo curioso del caso fue que Inés no supo por qué lo ocultaba. No temía a sus padres, puesto que a éstos los desafió en otra ocasión, pero es que ahora, una vez rotas las relaciones entre Arturo y ella, era algo absurdo volver a empezar y tenerlo, además, que decir a su familia.

Analizándose fríamente llegó a la conclusión de que con el único hombre que no se aburría era con Arturo Oliveros. Y se preguntó si esto era amor, pero no, no podía serlo. Arturo era un hombre divertido, ameno, chispeante y sabía decir cosas bonitas cuando quería, lo cual no dejaba de ser interesante para una chica de veinte años que desconoce el mundo y los hombres.

A la hora prevista, Inés estaba dispuesta. Vestía pantalones negros, que sentaban a su cuerpo como un guante. Un jersey de gruesa lana blanca y un gracioso gorrito en la cabeza. Vestida de hombre resultaba infinitamente más femenina; las formas de su cuerpo se insinuaban túrgidas y bellas, y su cara pícara bajo el marco del gorrito parecía la de un pilluelo de película. Calzaba zapatos bajos y llevaba al hombro una mochila.

Se disponía a salir, cuando su madre apareció en lo alto de la escalera y se la quedó mirando con cierta admiración.

—Estás muy bella —ponderó—, y has madrugado mucho. ¿A qué hora piensas regresar?

Inés miró a lo alto y sonrió.

—Lo ignoro, mamá.

—Por mi gusto no irías, querida. Pero tu padre, a medida que pasa el tiempo, se hace más blando y te tolera más.

—La vida en esta ciudad no es divertida. Hay que buscar las diversiones y aprovecharlas. Me invitaron los amigos y acepté. Me agrada la pesca.

—No creo que pesques nada —adujo Susana, acercándose a la muchacha. La miró detenidamente—. Te sienta bien la ropa masculina. Dime —añadió, sin transición—. ¿Sabes ya que Joaquín llega mañana?

Inés se agitó perceptiblemente.

—Lo… ignoraba.

—Espero que ahora no te muestres tan esquiva. A decir verdad, todos esperamos de ti el buen juicio y la comprensión.

Inés la besó y se fue sin responder. Atravesó la calle con paso elástico, propio de la muchacha moderna. Pensando en Joaquín. El en la ciudad…, ¿qué ocurriría? Tal vez no la molestara, pero si lo hiciera… lo espantaría. No pensaba perder ni un solo minuto con él. Por mucho que hiciera, jamás llegaría a amarlo. Era Joaquín Acuña la antítesis del hombre que ella deseaba para marido.

El grupo la divisó a lo lejos y Arturo se apresuró a salir a su encuentro. Inés olvidó a Joaquín y su llegada, y hasta sus propósitos. Tan sólo miraba a Arturo. Vestía éste un pantalón de franela, un jersey azul marino de gruesa lana y calzaba zapatos de piel oscura. En la cabeza llevaba una visera y en la mano un junco… Ella recordaría siempre, aunque pasara mucho tiempo, el junco de Arturo, y los dibujos que éste hacía en la arena y las hierbas que se adherían a la punta del junco. Luego, él las quitaba una por una con sus dedos delgados y nerviosos.

—Hola, Inés.

—Hola, Arturo.

—Estás… muy bella. Hoy tendré que besarte.

Inés sonrió, aturdida, nerviosa.

—No digas majaderías.

—Es cierto, soy un estúpido majadero. Vamos, te esperábamos ya. Yo conduciré el auto. Javier prometió no emborracharse. Ya veremos si cumple su promesa.

* * *

Eran seis mujeres y seis hombres. Cuando llegaron a la falda de la montaña por la cual corría cantarín el río, ordenaron las cañas, mientras las muchachas disponían, en la cabaña, el desayuno. Lo tomaron con apetito y luego, en parejas, se alejaron con las cañas al hombro y las mochilas en las manos de las mujeres.

Inés y Arturo se dirigieron a un lugar apartado y se sentaron a la orilla del río. La pesca era de trucha y todos sabían que iban a pescar poco, o quizá nada. Pero se divertían.

Sentados uno al lado del otro, Inés y Arturo lanzaron sus cordeles y se quedaron silenciosos por espacio de largos minutos. Sin duda, ambos se enfrascaban en hondas reflexiones que quizá iban aparejadas, pero ni uno ni otro lo sabía ni lo sabría fácilmente. Era él un hombre demasiado mundano y ella demasiado niña para que ambos se comprendieran en voz alta. Quizá Arturo estaba dentro de ella y quizá ella estaba dentro de Arturo, pero eso no era fácil de averiguar para ninguno de los dos.

La mañana era fría y el cielo estaba encapotado. En caso de lluvia habían quedado, con los demás, en regresar rápidamente a la cabaña. Arturo lanzó la mirada al firmamento y comentó, pausadamente:

—Creo que no lloverá. Corre el viento demasiado y aleja las nubes.

—¿Venís aquí con frecuencia? —preguntó ella, por decir algo y romper aquel embarazoso silencio.

—Alguna vez. Recuerdo que en cierta ocasión, hacia de ello algunos años, justamente cuando terminé la carrera, pedí la llave a Javier y estuve en la cabaña, y alimentándome de truchas pasé cerca de un mes.

—¿Y qué hacías?

—Dormía, pescaba y pensaba. Fue aquí donde saqué la conclusión de que no merecía la pena sufrir por nada.

—Y sigues pensando igual.

—Exactamente.

—Si desearas casarte, formar un hogar como Dios manda…, no pensarías así.

Arturo se volvió apenas y la obsequió con una aguda mirada indefinible.

—A los treinta y dos años, y yo los cumplí hace tres días, no se piensa en casarse. Cuesta mucho mantener a una mujer.

—Pero es delicioso quererla, supongo yo.

—No te has casado nunca, por tanto, no puedes saber eso.

—Mis padres…

—Ya —cortó—, son felices; pero yo no me conformaría con la felicidad de tus padres. —Y a renglón seguido, añadió—: Una vida muelle, sí, pero sin emociones. Son dos seres iguales, nunca riñen, nunca discuten, siempre se aman igual. No —rezongó, agitando el cordel en el agua—. No seré quien desee esa vida monótona. Si algún día me caso, cosa que veo difícil, buscaría una mujer que fuera para mí, no sólo una esposa sumisa y dócil, sino una mujer verdadera, una amante, una amiga, una camarada y una madre.

—¿Y crees posible hallar todo eso en una misma mujer?

—Lo afirmo rotundamente.

—Y si la hallaras…

—Me casaría con ella mañana mismo, y hasta puede que no gastara tanto dinero y ella fuera feliz a mi lado.

Inés no respondió. Tiró nerviosamente del cordel y éste salió vacío.

Suspiró.

—No te preocupes —rió Arturo, afablemente—, no es fácil pescar truchas, pero uno se entretiene.

Pasaron así la mañana. A la una se reunieron con los demás y comieron con verdadero apetito. Tras de un rato de charla general, las parejas volvieron a separarse, y esta vez Arturo buscó un lugar junto al tronco de un árbol. No tiró el cordel al agua. Se tendió cuan largo era en la hierba y la muchacha se sentó a su lado. De pronto, ésta dijo:

—Joaquín llega mañana.

Arturo no respondió al pronto. Tenía los ojos cerrados, las manos bajo la nuca y un cigarrillo entre los dientes.

—¿Y bien? Espero que no vuelvas a pedirme que sea tu novio de mentirijillas para espantar a tu pretendiente.

—¿Y si lo hiciera? —preguntó ella con un hilo de voz.

Arturo se sentó en la hierba y apoyó la espalda en el tronco del árbol. Miró a Inés con fijeza. Había en sus grises ojos aquella lucecita oculta que daba a sus pupilas un brillo desusado.

—Te voy a ser franco —dijo sin dejar de mirar a la joven—. Tampoco seré irónico. Voy a decirte únicamente que pese a mi indiferencia por todo lo de esta vida, pese a mi escepticismo y a mi sarcasmo…, yo te quiero.

Inés no parpadeó.

—No te quiero —añadió él, pausadamente— como se quiere o se estima a una amiga. Te quiero como los hombres quieren a las mujeres que desearían poseer para siempre. Tu posesión para mí es lo más importante de esta vida. No tengo dinero y soy un ser veleidoso, pero te amo por encima de mis veleidades y mis escaseces monetarias. Pedirte que seas mi mujer… no puedo ni debo hacerlo. ¿Con qué iba a mantener yo, pobre de mí, a la hija de un opulento banquero? Tendrías que renunciar a muchas cosas y para eso sería preciso que me amaras mucho, lo cual no creo. ¿Verdad que no me amas, Inés? —terminó preguntando con leve acento febril.

La joven volvió a parpadear, esta vez con agitado nerviosismo. Esquivó la mirada de Arturo y la lanzó a lo lejos entre los arbustos.

—Inés…

—Me… me siento asombrada —dijo ella, bajísimo—. Yo no pensé…

—Ya. ¿Quién iba a pensar que el sarcástico farmacéutico, a sus treinta y dos años se enamorara como un cadete de una chiquilla como tú? Y si viene Joaquín tendrás que defenderte sola, Inés —añadió pensativamente—-. Yo no puedo ayudarte, porque, de hacerlo, tomaría en serio mi papel de novio, y yo soy un novio… muy apasionado.

La muchacha se estremeció imperceptiblemente. Trató de ponerse en pie, pero Arturo dejó caer la mano sobre la hierba y tapó febrilmente la de Inés.

—No me temas —pidió bajo—. Ni te asusten mis palabras. Después de todo…, dalas por no oídas, si tanto te molestaron.

—No me molestan —se apresuró ella a decir con velado acento sofocado—. Unicamente me siento aturdida, asombrada. Yo no esperaba que tú, que tanto te has burlado del amor y de cuanto con él se relaciona…, te enamoraras de mí. Yo no sé lo que siento —prosiguió más bajo aún—. Me debato en un mar de confusiones. A tu lado lo paso bien, deseo verte a cada instante, pero la idea de ser tu mujer no cruzó por mi mente… Y no creas —añadió, sofocada—, que esto se debe a tu escasa fortuna ni a tus liviandades. Ya sé que los hombres no necesitan dinero para hacer feliz a la mujer que aman. Y sé, asimismo, que tus veleidades dejarían de serlo si te casaras conmigo.

—Pero tú no me deseas por marido.

—Yo no sé lo que deseo, Arturo, te lo aseguro. Me has dejado tan asombrada, tan aturdida…

Los llamaban desde lejos y ambos se pusieron en pie.

—Inés —dijo Arturo, con gravedad—, esta conversación hemos de continuarla.

—Sí.

—Y seguiré siendo tu amigo.

—Gracias, Arturo —replicó, ahogadamente.

No tuvo ocasión de hablar de nuevo a solas con él y cuando regresaron lo hizo a su lado, si bien el muchacho habló de todo en general, sin referirse a la íntima conversación sostenida en el prado, junto al río.

La dejaron en la plaza y el farmacéutico no se ofreció a acompañarla. Eran las nueve y media de la noche y las calles estaban muy transitadas. Inés, enfundada en sus pantalones negros, con la mochila al hombro y el gorrito en la cabeza, buscó la dirección más solitaria y caminó lentamente hacia su casa.

Se sentía aturdida sin saber por qué. Ella nunca creyó que Arturo Oliveros la amara, y el descubrimiento de aquel amor la desconcertó. ¿Lo amaba ella? No, no. Ella lo estimaba, se sentía a gusto a su lado, pero de eso al amor… Arturo mismo lo había dicho en cierta ocasión. El amor es un deseo ferviente, un anhelo nunca satisfecho, un morir y un renacer y un volver a morir… No, ella no sentía eso por él.