V

Don Gonzalo Fonseca penetró en el club y atravesó la sala de éste yendo a sentarse en la mesa apartada junto a la cristalera, en la cual jugaban todos los días la partida de póquer con el farmacéutico. Este no había llegado aún y don Gonzalo fumaba su habano de sobremesa, con cierto nerviosismo. Había muchos socios en la sala. Unos jugaban y otros contemplaban el juego. El señor Fonseca saludó aquí y allá y luego se quedó solo y pensativo en espera de su compañero. Nadie se acercó a él porque nadie ignoraba que el opulento señor Fonseca era un hombre de costumbres metódicas y todos sabían que Arturo Oliveros era su compañero de juego. Pero en cada mente había aquel día un interrogante. ¿Aprobaba el señor Fonseca las relaciones de su única hija con el muy campanudo farmacéutico? ¿No se decía que Inés y Joaquín Acuña estaban destinados uno para el otro desde hacía tiempo?

Arturo entró por fin. Saludó en general con aquella su risita burlona que desconcertaba a todo el mundo y con rapidez avanzó hacia la mesa ante la cual se hallaba sentado su compañero de juego.

—Buenas tardes —saludó tranquilamente—. Hoy me he retrasado.

En otra ocasión cualquiera, el señor Fonseca le hubiera sonreído y hasta palmeado el hombro. Aquel día no se movió ni dijo nada. Se limitó a mirar a su compañero con fríos ojos y le indicó una silla frente a él.

Arturo se sentó, sacó la pitillera y encendió un cigarrillo con toda calma, lo cual indicaba que no estaba nervioso ni temía la ira del banquero.

—¿Póquer? —preguntó, manejando las cartas.

—Sí. Pon las cartas en la mesa.

Arturo así lo hizo con su parsimonia habitual, empezó el juego. Durante unos minutos ambos en silencio se dedicaron a él, pero de súbito, y sin que dejara de atender al póquer, don Gonzalo Fonseca le espetó:

—¿Qué te propones?

—Ganar.

—Es demasiado mi hija para ti.

—¡Ah! ¿Se refiere a Inés? Creí que se trataba del juego. ¿Quién es mucho para quién? ¡Bah!

—Te he preguntado qué te propones.

—Póquer de ases.

—Diablo, ahora no trato de juego.

—¿Lo dejamos?

—Te estoy hablando de mi hija, Arturo Oliveros.

Arturo levantó los ojos indolentes, sonrió de aquel modo en él peculiar, mezcla de ironía y pesar. De súbito comentó:

—Oliveros, mi abuelo, fue general de División. Era un hombre excelente.

El banquero aún no perdió la paciencia. En cierto modo estaba preparado para una entrevista semejante.

—No me importa tu abuelo. A decir verdad, no lo honraste mucho.

—¿Por qué? Tenga en cuenta que soy un hombre libre y que me gusta pasarlo bien.

—De eso precisamente deseo hablarte. No es Inés mujer para ti.

—¿Joaquín Acuña, sí?

El señor Fonseca empezaba a ponerse nervioso, debido a la tranquilidad que demostraba el farmacéutico.

—Joaquín es un hombre como Dios manda. Empieza porque tiene dinero…

—Dichoso él —cortó Arturo, sin inmutarse.

Don Gonzalo lanzóle una mirada fulminante y siguió hablando:

—Es estudioso.

—Yo terminé felizmente mi carrera.

—Estoy hablando yo, Arturo.

—Y le escucho. Pero hay cosas que no se digieren bien. Es usted injusto. ¿Puede reprochárseme que no tenga dinero? ¡Diantre, éste no se encuentra en cada esquina! Mis padres, al morir —rió, indiferente —me dejaron lo justo para estudiar Farmacia. Todos mis antepasados fueron farmacéuticos. Sigo la tradición. ¿Se me debe reprochar? En modo alguno. En cuanto a ser estudioso…

—Basta, Arturo. Lo que quiero decirte es bien breve. No te deseo para marido de mi hija. No quiero que salgas más con ella. Eres endemoniadamente simpático y hasta hoy, que venía dispuesto a decirte cosas desagradables, no puedo hacerlo. Pero eso no quita para que te deteste como futuro yerno.

Arturo se repantigó en la silla y hurgó en las cartas con los dedos bien abiertos. No parecía afectarle nada, al menos aparentemente, y continuaba sonriendo cachazudo. Sus ojos, al mirar a su interlocutor, tenían cierto brillo burlón.

—Mi admirable señor banquero —observó tranquilamente—, el que usted no me desee por yerno me tiene bien sin cuidado. El caso es que Inés me desee por marido.

—Nunca lo permitiré.

—¿Y por qué no, vamos a ver? ¿Qué defectos me pone? Soy un chico divertido, me gusta pasarlo bien, lo cual indica que soy un hombre como Dios manda. ¿Para que nos trajeron a este valle de lágrimas? Diantre, no creo que haya sido para llorar continuamente y para morir después como un idiota. Vivo mi vida y no perjudico a nadie. —Súbitamente se inclinó hacia el tablero de la mesa y dijo, con rara entonación de intensidad—: Señor Fonseca, si me caso con su hija, ésta sabrá lo que es la felicidad. Quizá no pueda comprarse un brillante para su dedo, pero a la hora de vivir, lo hará a mi lado y le aseguro a usted que Inés ha de preferir mi amor al brillante de Joaquín. Usted sabe lo que son los hombres y las mujeres. Pobre de aquella muchacha que se casa con la ilusión de amar y lo hace con un tipo como Joaquín Acuña. Sin duda pasará por esta vida sin pena ni gloria, como un triste animalito limitado.

El señor Fonseca se puso en pie y miró al farmacéutico con airados ojos.

—No lo permitiré nunca.

—Tanto peor para usted.

Y con la mayor indiferencia, vio cómo el señor banquero atravesaba la sala y salía a la calle. Minutos después el auto negro se perdía calle abajo, y Arturo se encogió de hombros con vaguedad.

* * *

—Tengo que hablarte, Inés. Ven a mi despacho.

Inés pensó: «Ya se vio con Arturo Oliveros. ¿Qué le habrá dicho éste? ¿Le contaría la verdad?»

Siguió a su padre. Amaba mucho a sus progenitores, pero no permitiría que se impusieran en su vida sentimental. Por supuesto que lo de Arturo y ella era una farsa, pero Joaquín… No. Eso nunca. Había llegado a la conclusión de que antes muerta que casada con Acuña.

Entró y cerró la puerta tras de sí. Su padre se situó tras la gran mesa y su rostro grave y serio no impuso a la jovencita.

—Acabo de hablar con Oliveros —dijo de súbito—. No quiero verte más con él. Creo que no necesito decirte que esto es todo.

—¿Y por qué no me permites salir con él? Es mi novio.

—¿Tu… qué?

—Mi novio.

El señor Fonseca se atusó el bigote. Era preciso tomar las cosas con calma y no salir de sus casillas. Inés era rebelde por naturaleza, haría y diría cuanto le viniera en gana y era preciso ir con cautela.

—¿Dices que es tu novio?

—Sí.

—Y, por lo visto, estás dispuesta a casarte con él.

—Cuando me lo pida.

—Y Arturo no tiene dinero.

—Lo sé.

—Le gusta la buena vida.

—También a mí.

—Lo cual quiere decir que os uniréis dos locos.

—Deliciosa locura la nuestra, si con ella hallamos la felicidad.

—Siéntate, Inés. Vamos a hablar con calma tú y yo. No como padre e hija, sino como un hombre y una mujer. Me considero en el deber de advertirte muchas cosas y lo voy a hacer.

Inés se sentó. No parecía enojada ni nerviosa. En cambio, su padre no sabía dónde poner las manos, lo cual indicaba su contenida ira.

—En primer lugar —dijo el caballero, recuperando un tanto la serenidad, y sentándose en el alto sillón giratorio—, te hablaré de su edad y la tuya.

—No es preciso —cortó Inés, serenamente—. De eso estoy enterada. Me lleva once años. Tú le llevas a mamá catorce. No creo que sea esto un obstáculo cuando no lo fue para ti.

El banquero la contempló un minuto en silencio.

—Bien —admitió, con calma—. Dejemos a un lado la edad. ¿Crees tú en el amor de los hombres?

—¿Por qué no, si lo he visto en vosotros desde que nací?

Sin duda, Inés estaba preparada para atacar y el caballero comprendió que iba a serle difícil doblegarla y, menos aún, convencerla.

—Bien, también esto es una razón. Supongamos que crees en el amor; que eres una chica sincera, que amas de veras a Oliveros… Hablándote de mí y de tu madre te diré que yo nunca fui un vicioso, que jamás gasté el dinero de mi sudor en francachelas, y que cuando me casé con tu madre, consagré mi vida a ella y a vosotros, mis hijos.

—Arturo puede hacer igual.

—¿Sabes tú la vida que lleva Arturo?

—Sí. Eso no me inquieta.

—Bien —se puso en pie—. Sigue con Oliveros. Joaquín se ha ido esta mañana a Madrid. Si crees que vas a ser feliz con Arturo…, no pienso impedirlo.

—Gracias, papá.

—Espero que antes de tres meses te des cuenta de tu error.

Inés sonrió entre dientes.

—Ten la seguridad, papá —dijo, grave—, que si de veras comprendo que no me hará feliz, seré la primera en reconocer mi error.

Don Gonzalo señaló la puerta y dio por terminada la entrevista. Cuando minutos después refirió a su esposa lo ocurrido, la dama se puso por las nubes.

—Ya te he dicho que mi gusto sería que se casara con Joaquín. No quiere hacerlo… ¿Voy a matarla por ello? ¿Voy a estar en guerra todos los días con Inés? Si le prohíbo que se vea con Arturo, lo cual hice de primera intención, será contraproducente, ya que Inés es espíritu de contradicción. ¿No me comprendes?

—No te comprendo. En tu lugar, cogía a Inés por un brazo y la llevaba de viaje una temporada. Pero dejarla junto a ese hombre…

—Ya veremos.

Y salió del salón. A él no le gustaba la guerra y, aunque tampoco le gustaba Arturo Oliveros para marido de Inés…, comprendía que el farmacéutico tenía encanto para las muchachas, y si su hija lo amaba, ¿qué podía hacer? ¿Quién era él para torcer el destino de la muchacha?