La familia Fonseca se hallaba en torno a la mesa, dando fin a la cena. Inés comía en silencio y apenas si prestaba atención a la conversación que tenía lugar entre su padre y su hermano, pero de súbito el señor Fonseca dijo:
—Parece mentira que hombres de treinta y pico de años hagan un escándalo semejante. Y sobre todo ese Oliveros, que tiene menos juicio que una criatura.
Inés alzó los ojos, pero su padre no se fijó en su ansiedad. En aquel momento miraba a Pedro, el cual dijo, rotundamente:
—Oliveros no estaba en el grupo.
—Pues me han dicho…
—Ya sé lo que dicen —replicó Pedro—. No tengo simpatía alguna al farmacéutico, pero me gusta dar a cada uno lo suyo. Oliveros no podía estar en el grupo de los borrachos, puesto que yo mismo salí con él del club a las doce de la noche y lo despedí a la puerta de la farmacia, la cual estuvo de guardia toda la noche. Dicen que él estaba en el grupo porque a las tres de la madrugada hubo que ir a la plaza con el botiquín de urgencia a curar las heridas que se hizo Javier al caer de la glorieta a la fuente.
Inés sintió cómo algo grato, hondo y consolador entraba dentro de ella, pero no exteriorizó nada. Volvió a inclinar la vista hacia el plato y oyó con honda y oculta satisfacción la conversación de su padre y hermano.
—Pues me han dicho —insistió el padre—, que uno de los más borrachos era Oliveros.
—Cuando se tiene mala fama…, cuesta poco decir eso. Pero repito que no es cierto. También se lo han dicho a él esta tarde y no protestó. Se echó a reír tranquilamente y exclamó: «Qué divertido», lo que le sirvió para que siguieran creyendo que estaba en la juerga. A Oliveros le importa un ardite lo que crean los demás. El tiene su propio criterio y si no estaba la noche pasada, lo estará otra cualquiera. Por eso no le preocupa.
—Vaya, vaya, pues me alegro que no estuviera. Después de todo es un hombre simpático y cuando ocurre algo desagradable que le atañe a él, lo siento.
La conversación giró sobre otros derroteros y cuando Inés se cerró en su alcoba, fue directamente al teléfono y marcó el número de la farmacia.
—El señor Oliveros no está —le dijo una voz gangosa.
Inés, con febril ansiedad, de la cual no tenía ni la menor idea, miró su reloj de pulsera. Eran las once y media. Seguramente estaría en la fonda. Marcó el número de ésta y respondió otra voz desconocida:
—¿Podría decirme dónde se encuentra? —preguntó Inés.
—En el club, seguramente.
Marcó el número del club y pidió hablar con el señor Oliveros. Cinco minutos después lo tenía al otro lado del teléfono.
—¿Quién llama?
—Soy yo.
Hubo una risita al otro lado.
—Tu voz la conocería entre mil. ¿No se dice así cuando se quiere ser galante?
—Arturo, no seas irónico y escúchame.
—Soy todo oídos, encanto mío. ¿De qué se trata? ¿Aspirinas?
—Esta mañana fui injusta contigo. Sé que no formabas grupo en la juerguecita de ayer noche.
—Ya.
—¿Cuándo dejarás de decir ya?
—Cuando diga sí, bonita criatura.
—Arturo, ten un poco de formalidad. ¿Qué estás haciendo en el club?
—Contando lo que ocurrió en la glorieta. Es muy divertido, ¿sabes? Dicen que sequé la chaqueta en el radiador, yo digo que se quemó y aquí quieren más detalles.
—Si que no estabas entre ellos.
—¿Y para qué lo voy a decir?
—Porque es la verdad.
—Una verdad que dejará de serlo mañana cuando Javier arme otra gorda.
—Arturo…, por el amor de Dios, ¿no puedes ser un hombre formal? A tus años…
—A mis años tiene uno más ganas de divertirse que nunca. ¿No lo sabías? Dime —añadió, sin transición—. ¿Te duele la cabeza?
Inés cortó airada y se tendió en la cama con desaliento. Se estaba preocupando mucho por Arturo. Después de todo, a ella, ¿qué le importaba? Allá él y sus amigos, y sus juergas y sus ironías.
Nunca más volvería a darle confianza. Procuraría no hablar con él. Eso, no hablaría más con Arturo, excepto lo indispensable cuando se encontraran en la calle y cuando fuera a la farmacia. Y tampoco iría a la farmacia. Mandaría a una doncella. Sí, eso haría.
Se puso en pie y se acercó al teléfono, y con gran asombro por su parte, se encontró marcando el número del club y preguntando por Oliveros.
Al instante tenía a éste al otro lado del hilo.
—No me duele la cabeza Arturo.
Hubo un silencio. Después…
—Encantadora Inés.
Y cortó.
Inés volvió a la cama muy asombrada. ¿Por qué lo había llamado si acababa de hacerse el firme propósito de no buscarlo jamás?
Sintió un resabio en la boca y cierto sobresalto en todo el ser. Ahora era cierto, nunca más le dirigiría la palabra, excepto lo indispensable. No, nunca.
Y se quedó dormida con un sueño pesado y nervioso.
* * *
A la una de la noche, Arturo Oliveros penetró en la fonda. La doncella de guardia le recogió el sombrero y gabán y Arturo, distraído, le hizo una carantoña.
—Señorito Arturo, no sea usted así —dijo la doncella.
Y el farmacéutico se echó a reír tristemente, con sequedad.
—Tienes una cara fláccida, Paloma, hay que tomar vitamina B.
Y se fue en dirección a su cuarto, dejando a la doncella perpleja. El señorito Arturo ya no era tan simpático como antes. Ahora reía poco y parecía preocupado. ¿Qué le pasaría? Alguna vez le daba un pellizco antes de irse a la cama y hubo una ocasión en que le dio un beso. ¡Ay, qué beso! Paloma no lo olvidaría en la vida. Y hay que decir que Paloma contaba únicamente veinticinco años. Aún le quedaba vida, seguramente.
Arturo se sentó en el borde de la cama y miró en toro con vaguedad.
—Bonito panorama, Arturo —filosofó—, a los treinta y un años, solo, sin dinero, enamorado como un cadete de una deliciosa muchacha y todo eso… Como para reventar de risa.
Pero no rió ni siquiera a medias. Vestido y todo se tendió en la cama cuan largo era. Habló solo y enmudeció y volvió a hablar.
—Ni siquiera tengo interés por otras mujeres y yo me reí del amor. Me está bien empleado. Bueno, después de todo, ¿qué? A otros millones de hombres les habrá ocurrido igual. Yo soy un ser humano vulnerable como los demás, aunque haya creído lo contrario.
Encendió un cigarrillo y expelió el humo lentamente.
—Ni me divierten las juergas que organiza Javier. Esto es desconcertante. Porque bien sabe Dios que yo no hago nada por regenerarme, por ser un modelo de hombre como el endemoniado señor banquero. Yo amo a su hija con intensidad y cuando la tengo delante siento cómo la sangre bulle y se convierte en un volcán dentro de mí. Sí, señor, bonito panorama. Hay que hacer algo, Arturo. ¿Por qué no te vas a recorrer el mundo y mandas todo esto al mismísimo diablo? Pero no, ¿qué hago yo sin dinero? Porque la verdad, no tengo ni dos reales en este instante y el cochino del dependiente me sisa todos los días. Hay que poner coto a esto. Sí, ¿por qué no convertirse en un hombre respetable? Porque no, porque no me da la gana de que Inés Fonseca crea que lo hago por ella, porque el señor banquero me está resultando muy antipático.
Se sentó en la cama y aplastó el cigarrillo a medio consumir en el cenicero de bronce.
—Ea, duerme, Arturo, y déjate de pensar absurdos. Después de todo…, ¿merece tanto la pena una sola mujer cuando hay tantas por el mundo dispuestas a quererlo a uno? Diablo, pero es que Inés Fonseca… es Inés Fonseca, y dudo que exista otra mujer en el mundo tan… tan… Bueno, y sabe todo el mundo lo que yo pienso del tan…
Al día siguiente, Arturo Oliveros, se levantó lozano y fresco como si nada. Y nadie, al verlo, hubiera pensado que una gran pesadilla gravitaba sobre su cabeza.
Trabajó toda la mañana en su farmacia, riñó con el dependiente y lo amenazó con echarlo a la calle en la primera ocasión, y a las once vio entrar a Inés y se echó a reír cínicamente.
—¿Qué hay, encanto mío?
—No soy encanto tuyo.
—Es una lástima, porque envidio a aquel que pueda llamártelo así con justeza.
—¿Quieres dejar de decir tonterías? Vengo por almidón.
—No tenemos almidón, rica. Aquí salen las camisas planchadas sólitas.
—Entonces, adiós.
—Que lo pases bien.
Pero, de súbito, Inés se volvió y sorprendió la brillante mirada del farmacéutico. Se estremeció, a su pesar, sin saber por qué y Arturo mordióse los labios.
—Supongo que me habrás perdonado lo del otro día.
—¿Lo de qué?
—Lo de ayer. Ya sé que no estabas en la juerga.
—¡Ah, sí! Ya me lo has dicho. Estás perdonada.
—No vuelvas a unirte a ese grupo —pidió bajo, suplicante.
Arturo sintió que la sangre volcaba dentro de su cuerpo como una cascada enfebrecida.
—¿Quieres salir conmigo mañana? —preguntó de pronto—. Es domingo y tengo organizada una excursión.
—¿Solos tú y yo…?
—No pido tanto, Inés. Iremos en un grupo. Las hijas del médico, las del notario. Varios muchachos y yo.
—Iré.
—Vamos de pesca. Tenemos, en la montaña, junto al río, una casuca y allí nos refugiamos, en caso de lluvia.
—Me gusta eso.
—Entonces a las once reúnete con nosotros en la plaza. Vamos en los coches de Javier.
—¿Cuántos?
—Los dos que tiene.
—Ya.
—¿Has copiado mi ya?
—De ti… —dijo, saliendo—, lo copio todo aun sin darme cuenta.
Arturo quedó con un tubo de Bellergal en la mano y mirando hacia la calle por la cual atravesaba Inés. Por aquella muchacha merecía la pena luchar. Pero…, ¿vencería él en caso de lucha?