II

Inés entró en la farmacia y se recostó en el mostrador. Al otro lado de éste se hallaba Arturo enfundado en el batín blanco. Tenía un cigarrillo prendido en la comisura derecha y la espiral ascendía, haciéndole cerrar un ojo.

—Buenos días, Inés —saludó Arturo—. ¿Qué hay de nuevo?

—Dame aspirinas. Me salta la cabeza.

Arturo buscó un tubo y lo envolvió.

—Toma; no abuses de ellas. Toma el fresco y no pienses tanto, que a tus años el pensar es como una inyección de veneno.

—¡Bah!

—¿Te ocurre algo grave? Tus ojos no son muy tranquilizadores.

—¿Quieres que te lo cuente?

Arturo rió con aquella risa de hombre siempre cansado.

—Recuerdo —comentó pensativamente— que siendo una chiquilla venías a mí a contarme los asuntillos del colegio y luego tus apuros de jovencita y más tarde…

—Más tarde no te conté nada —cortó ella—. No me atreví.

—¿Y hoy te atreves?

—Hoy estoy que muerdo. Dime, Arturo…, ¿tú crees en la existencia del amor?

—Niña, niña… no me preguntes cosas que me ruborizan. Ten en cuenta que hice ya los treinta, y a esos años… cree uno hasta en sí mismo, cosa que no sucede a los veinte, que son los que tú tienes.

—En serio, Arturo. ¿Crees o no crees?

Arturo llevó la mano al mentón y lo acarició pausadamente.

—Viéndote a ti creo en todo —rió evasivo.

—No se puede tener una conversación formal contigo —dijo enojada—. Eres mi único amigo, mi mejor amigo, y te pido un consejo.

—¿Sí? ¿Y sabes tú si yo puedo contestarte?

—Has hablado antes de tus treinta años… A mis veinte… se necesita un consejo casi siempre y tú puedes dármelo.

—Es que mi consejo disgustaría tal vez a tu padre y ya sabes que estimo al señor Fonseca.

—Más me estimas a mí, creo yo.

—Por supuesto.

—Pues dame el consejo que necesito.

—¿De qué se trata?

—Aún no has contestado a mi pregunta. ¿Crees en el amor?

—Claro.

—¿Has tenido novia? ¿Las has querido mucho?

Arturo no se inmutó lo más mínimo.

—No he tenido novia, líbreme Dios, pero he querido a las mujeres, las estoy queriendo todos los días y que Dios perdone mi liviandad.

Inés se enojó.

—No hay quien pueda tratar de un asunto serio contigo. Creo que a veces tiene razón papá. Dice que eres un jugador de ajedrez estupendo, hombre divertido y simpático, pero demasiado ladino.

—Tu padre es un psicólogo estupendo —rió Arturo tranquilamente.

Inés cogió las aspirinas y se dirigió a la puerta.

—¿Pero te vas? ¿No me pides el consejo?

—No. Tenías que ser más de este mundo y no lo eres.

—No seas tonta y vuelve aquí.

—Ya te pagarán las aspirinas. Adiós.

Inés se fue y Arturo se quedó mirando el cuerpo esbelto y juncal.

—Lástima de dinero —dijo entre dientes—. De dinero y de ganas de casarse. Bonita muchacha. Y muy sensitiva y de un temperamento emocional nada común y el muy idiota de Joaquín se la llevará tranquilamente.

* * *

—¿Qué has pensado con respecto a Joaquín, querida?

Inés se hallaba en la terraza, tendida en una hamaca. Tenía los ojos fijos en el cielo y una rara mueca de contrariedad en la boca. Era aquella boca como una gota de incitación y aunque Joaquín no se había dado cuenta, Arturo se la dio muy pronto, quizá cuando vio a Inés con los labios pintados por primera vez o cuando anteriormente era una estudiante y acudía a su farmacia a buscar pastillas para no dormir. Pero es que Arturo estaba de vuelta de todas partes. Había vivido una existencia agitada y conocía a las mujeres, mientras Joaquín se dedicó a estudiar, empollando cuantos libros caían en sus manos, sin recordar que el hombre además de buen estudiante ha de ser un conocedor del sistema amatorio.

Levantó la cabeza, miró a su madre y encogió los hombros sin responder.

—Te he preguntado qué has pensado con respecto a Joaquín, Inés.

—¿Y acaso lo sé? Joaquín es un amigo de toda la vida. Su madre y tú sois íntimas amigas. Mi padre y el suyo son inseparables, pero no creo que éste sea motivo para que yo me vea forzada a quererlo. El cariño, mamá, nace porque sí, no porque vengas tú y me mandes querer a Joaquín ni porque a papá le convenga que yo me case con él.

—El cariño viene luego. Además, tú quieres a Joaquín.

—Por supuesto. Lo quiero como lo quieres tú y mi hermano y papá… Pero al hombre con el cual vas a compartir una vida se le quiere de otra manera, supongo yo.

—Eso… viene después.

—¿Cuándo? —se enojó—. ¿Cuando no tenga una remedio y esté ligada para el resto de su existencia? Supón que en vez de amarlo, me dé por aborrecerlo. ¡Bonito porvenir!

—Tu padre tuvo razón. No seas novelera.

—Tengo veinte años y sé poco de la vida —comentó filosófica—, pero no soy novelera. Mido las cosas en su justo valor y soy real como la misma vida.

—Lo cual quiere decir…

—Que deseo amar mucho. Y esto no es porque sea una sentimental empedernida, sino porque soy mujer y mido las cosas desde la altura de mi sexo.

—Joaquín te dará ese amor. Es formal, honrado, tiene dinero y sobre todo es un hombre que sabe lo que quiere. No tiene vicios, vive para sus estudios y el día que se case vivirá para sus hijos, su mujer y su hogar.

Inés se impacientó.

—Mira, mamá, yo te digo de verdad que no me agradan los hombres tan… metódicos, tan estudiosos, tan formales. El hombre puede tener algún vicio sin ser un perdido y puede ser estudiante sin dejar de ser un ser humano y con nervios. Dada mi personalidad, Joaquín nunca será el hombre ideal para mí y, pese a reconocerlo así, me casaré con él, siempre que no halle el amor en otro lugar. Pero si amo a otro no me casaré con Joaquín.

—Siempre fuiste rebelde y antojadiza, y sobre todo voluntariosa.

—Siento ser así.

—Tu padre se llevará un disgusto si estas relaciones no se formalizan pronto.

—Que papá dé tiempo al tiempo. No voy a ligarme para toda la vida sólo porque a él le guste Joaquín. Ya te he dicho que prefería que Joaquín tuviera vicios, fuera más mal estudiante y me hiciera alguna perrería. La vida, junto a un hombre como él, ha de ser monótona, odiosa, sin emociones.

—Observo que eres especial. Pides a los hombres lo que toda mujer detesta.

—Dentro de esos defectos, hay hombres excelentes. El mismo Arturo Oliveros…

La dama dio un respingo y se quedó mirando a su hija con enojo.

—¿Qué dices, criatura? Arturo Oliveros es un gran amigo de casa. Lo estimamos, pero nunca lo desearíamos para marido de nuestra hija.

—Ni yo.

—Entonces, procura no nombrarlo siquiera.

—Pongo un ejemplo.

—¿Un ejemplo? Pero si es un tarambana, si gasta todo el dinero que gana en francachelas, si es un veleidoso y toma la vida a broma. Una calamidad de hombre, querida mía. Un buen amigo, pero un muchacho que nunca llegará a nada y terminará la vida sin darse cuenta de que ésta pasa.

—¿Y eso no es estupendo?

—Calla, calla, no seas estúpida.

Inés encendió un cigarrillo y fumó con mucha calma. La dama, pensativamente, volvió la cara para decir:

—Los hombres como Joaquín no se dan todos los días. Esos son los hombres del hogar, de la felicidad, de la tranquilidad…

—Para otra menos temperamental que yo —rió Inés.

—Hija, ¿no crees que te hemos educado mal?

—En modo alguno, señora Fonseca —dijo Inés tranquilamente—. Me habéis educado admirablemente, lo que ocurre es que a mí no se me hace el temperamento. Nací con él así y así moriré. Papá y tú sois maravillosos. Vivís felices, tenéis dinero… Yo no me conformaría con vivir como vosotros.

—Jesús, hija, qué cosas dices.

—Sí, qué cosas.

Se puso en pie y se acercó a la balaustrada. Miró hacia el fondo del jardín y comentó con voz tenue:

—La vida es maravillosa para quien sabe vivirla y una carga insoportable para una mujer como yo junto a Joaquín. Tan modosito —se burló—, tan estudioso, tan pegado a la falda de mamá, tan ahorrativo, tan… —se volvió bruscamente hacia la dama y exclamó furiosa—. Puede que me case con él o puede que no, pero lo que sí te ruego es que me dejes en paz y no me hables más de eso. Lo pensaré bien, lo analizaré todo y luego obraré en consecuencia. Pero no me obligues a lo que no quiero. Y por favor, no me hables más de él. Te aseguro, mamá, que no me casaré con Joaquín por daros gusto.

—Es tu deber.

—En modo alguno, querida mamá. La que va a vivir con Joaquín soy yo, y puesto que soy yo, tengo derecho a elegir a mi gusto.

—Algún día puede pesarte.

—Ten la seguridad que si no me caso con él, no me pesará jamás. Y ahora —añadió, tras rápida transición— voy a salir. Me esperan las amigas.

Cuando una hora después llegó Gonzalo Fonseca y su hijo, la dama les expuso toda la conversación sostenida con su hija.

Gonzalo y Pedro se miraron asustados.

—¿Y qué? —preguntó el caballero—. ¿Será posible que esa loca no se case con Joaquín?

—Hasta ahora no ha decidido nada.

—La hemos criado mal. No frenamos sus impulsos voluntariosos. Temo, querida mía, que esta hija nos proporcione muchos dolores de cabeza.