En la blanca cocina la criada disponía el desayuno. Inés entró dando los buenos días. El sol penetraba por todas las ventanas y daba alegría al flamante hogar. Era grato vivir y despertar y sentir los rayos de sol en la cara y verlo brillar sobre el piso y sobre el fogón y en el pelo cano de Matilde, la criada.
—Mucho ha madrugado la señorita.
—Hay que empezar una vida nueva, Matilde —replicó la joven, feliz—. Son las nueve menos veinte. Mi marido tiene justo veinte minutos para tomar el desayuno e irse a la farmacia.
—Pero si llegaron ayer tarde de viaje de novios.
Inés rió.
—¿Y eso qué importa? El trabajo es estupendo.
Vestía una falda oscura, una chaqueta de lana azul pastel y calzaba zapatos bajos. Parecía una chiquilla y, no obstante… sabía de amor, de besos y caricias de hombre; de un hombre que compensaba todos los del mundo.
—Dispón el desayuno en la salita, Matilde. Mi marido vendrá al instante.
Arturo apareció en seguida. Vestía de gris y su impecable persona resultaba más elegante si cabe. En su rostro enjuto se dibujaba una suave sonrisa y de súbito quedó pensativo contemplando a su mujer y la mesa recién puesta, en medio de la cual lucía un ramo de frescas flores.
—Siéntate —dijo ella bajo.
Arturo se sentó y miró el reloj. Luego guió los ojos en torno y al fin terminó en la linda cara de su mujer.
—La vida pasa por uno sin decir que pasa durante años y años y de pronto…, ¿por qué será así, Inés? Cada vez que pienso lo inútilmente que perdí mis años. Sólo cuando empecé a acompañarte a ti haciendo un papel falso, comprendí lo mucho que me agobiaban mis soledades. ¡El hogar! Sí el hogar, es lo mejor de este mundo. Y yo no lo supe hasta ahora. ¿Sabes cómo eran antes mis desayunos, mis mañanas y mis noches?
—No divagues. Toma el café. Yo te unto la mantequilla en el pan.
—Te lo voy a decir. Era un levantarme a las nueve menos diez. Me vestía precipitadamente, salía de casa sin ver a nadie. Tomaba algo en un café y luego me iba a la farmacia cuando ya el dependiente me había robado la ganancia del día. A la hora de comer me iba a la fonda. Allí caras y caras desconocidas. Luego, a la noche me iba con Javier y molía mi cuerpo y hasta el amanecer del día siguiente…
—Eso se acabó.
—Claro.
Por encima de la mesa puso sus dedos sobre los de Inés y los acarició tenuemente.
—Tú lo significas todo para mí —dijo como un juramento—. Sin ti no concibo la vida, y es lo que me asombra. Que después de tanto tiempo… me haya yo convertido en un hombre de hogar, cuando siempre creí que éste no tenía objeto.
—Come.
Lo hizo con apetito y ella lo imitó. Cuando se dirigía a la puerta, Inés lo acompañó y en el umbral se dejó apresar. La besó en los labios de aquel modo que la enajenaba y luego le preguntó al oído:
—¿Has hablado por teléfono con tus padres? ¿Saben ya que hemos regresado?
—Sí, fue lo primero que hice esta mañana.
—Hasta luego, mi vida.
Se fue al fin y ella se dedicó a ordenar la casa. Lo que más detestaba era la cocina y Matilde se ocupó de ella. Nunca hizo nada, tuvo siempre doncella a sus órdenes. Y pese a ello, en aquel instante era feliz disponiendo el hogar propio. En cada detalle de la casa había un recuerdo y tuvo a Arturo presente hasta que éste, a la una, apareció de nuevo.
—¿Qué tal, cariño?
—Todo muy bien. He consultado los libros y creo que el dependiente es eficiente y honrado. Pero si sigo así tendré que meter otro dependiente.
Ella no dijo nada, pero pensó bajar aquella misma tarde a ayudarlos. ¿Por qué no? Indudablemente su madre cuando lo supiera se pondría por las nubes, pero eso era lo de menos. Ya se le pasaría, y si no se le pasaba… ella era la esposa del farmacéutico, y su madre la esposa de un banquero. Susana se amoldó a su marido, ella tenía que amoldarse al suyo.
A las cuatro de la tarde, cuando ya Arturo había bajado a la farmacia, sonó el timbre de la puerta y Matilde fue a abrir. Entró Susana Fonseca con su aire de dama rica y distinguida. Miró a un lado y a otro y sonrió sarcástica.
—Pase la señora —dijo Matilde humildemente, pues había servido en su casa años antes y Susana la despidió sin miramiento por una vanidad—. Avisaré a la señorita.
—Dime dónde se encuentra e iré yo —replicó la dama.
—En la salita. Siga al frente.
—Así lo hizo y recortó su elegante figura en el umbral, justamente cuando Inés se sentaba junto a la ventana con una labor de punto entre las manos.
Al verla, exclamó feliz:
—¡Mamá!
—Hola, niña.
La besó cariñosa. Luego se sentó en una cómoda butaca de cuero y señaló el punto.
—Nunca te vi las agujas en la mano.
—Es que nunca tuve marido hasta ahora, mamá.
La dama torció el gesto.
—Desde luego, es absurdo que tú, Inés Fonseca, tengas que hacer calceta.
—Pero si es un jersey para Arturo.
—Nunca hice uno a tu padre.
—Lo cual, seguramente, molesta a papá.
—Nunca me lo dijo. Dime, ¿qué piensas hacer en adelante? ¿Pasarte los días en este saloncito en espera de tu esposo?
—No seas irónica, mamá, ni me hables con ese tonillo sarcástico. De veras te digo que soy muy feliz y que no me importará estarme en esta salita en espera de mi marido el resto de mi vida.
—Te has vuelto una bohemia.
—Ya te digo que soy dichosísima.
—¿ Dónde habéis estado? Supongo que iríais a Italia.
Inés sonrió burlonamente.
—No salimos de Madrid, mamá.
Susana rezongó algo entre dientes.
—Por lo visto —dijo mordaz— tu marido no tenía medios.
—No se lo pregunté. Llegamos a Madrid al otro día de casamos. La primera noche no sé dónde la pasamos. Fue… algo así como un deslumbramiento y… es…
—No me interesa saber nada de eso —cortó fría—. ¿Qué hotel buscasteis en Madrid?
Inés se quedó con la boca abierta y los ojos casi cerrados. De súbito se echó a reír regocijada y exclamó:
—Pues no lo sé.
—¿Qué no lo sabes?
—No. Sólo vi a Arturo. No leí letrero alguno ni me fijé en la gorra de los «botones». Ya te he dicho que sólo vi a mi marido.
—Me asombras, hija.
—Fue todo muy delicioso, mamá.
—Me figuro que habréis ido como dos pobretones. Tú, mi hija… Esto me llena de indignación, querida. Me irrita hasta el paroxismo. Y tengo que marchar para no decirte lo que te mereces.
Inés no se enfadó. Reía encantadoramente aún cuando acompañó a su madre hasta la puerta.
—Has perdido el juicio hija mía.
—Estoy enamorada, mamá, locamente enamorada y, sí, algo perdí el juicio. ¿Pero no es delicioso perder el juicio por el hombre a quien se ama? ¿Nunca amaste tú así a papá?
La dama se marchó sin responder.
* * *
A las seis de la tarde volvió a sonar el timbre y esta vez abrió la misma Inés.
—¡Papá, querido papá!
Don Gonzalo la abrazó fuertemente, la besó tres veces seguidas y luego, pasándole un brazo por los hombros, ambos se dirigieron a la salita.
—¡Cuánto te agradezco que hayas venido, papá! Arturo y yo pensábamos ir luego, cuando él cierre la farmacia.
—Deja que te mire. Estás más bonita que nunca. ¿Es el amor?
La muchacha se ruborizó. ¡Qué diferente era su madre! ¿Serían de veras felices aquellos dos seres tan dispares entre sí?
—Soy feliz, papá.
—Ello me llena de satisfacción, hija mía. El amor, la felicidad de dos que se comprenden y la ternura de un hogar, es la mejor esencia de la vida.
—Siéntate, papá. Te voy a servir una copa.
—No te molestes, querida. A decir verdad entré de paso. No podía estarme un minuto más sin verte. Pero a las seis y veinte tengo una reunión y no puedo detenerme. ¿No vais a cenar con nosotros?
—Lo decidirá Arturo.
—De ahora en adelante, todo lo decidirá él en tu vida, ¿no es cierto?
—Lo es, papá.
—Me alegro, hijita. Y me da un poco de pena. Suspiramos por los hijos, los tenemos, vivimos para ellos, sufrimos durante su crianza. Trabajamos y luchamos para hacerlos hombres y cuando lo son… alguien viene y con sus manos limpias se los lleva y después… nos convertimos en algo secundario en la vida de nuestros propios hijos, los cuales fueron motivo de desvelos, de amargura, de orgullo… A veces —añadió pensativamente, palmeando el hombro femenino— la existencia no guarda compensaciones a tantas amarguras. Pero es grato saber que el fruto de nuestra vida, da otra vida y otra… Y así una cadena que nunca termina, y en cada uno de sus eslabones hay una lágrima y un pesar y a veces una menguada alegría.
—Todo eso es cierto, papá.
—Claro que lo es, querida mía. Bueno, di a Arturo que me gustaría veros en la mesa esta noche.
—Se lo diré.
—Hasta la noche entonces, y ya sabes. Mis alegrías dependen de vosotros. De ti y de Pedro.
—Es cierto, ¿dónde está Pedro?
—Se ha ido a Barcelona. Vendrá pronto, cuando le den vacaciones. También se ha ido Joaquín… ¿Nunca lo recuerdas?
—Alguna vez —rió feliz—. Gracias a él encontré el amor en el farmacéutico.
—Pillina —la besó—. Hasta la noche.