V

Habían transcurrido muchos días desde aquella mañana en que todos los periódicos madrileños publicaron la noticia de la petición oficial de mano de la hija de los marqueses de Piedra-Hermoso, insertando a la vez la crónica de la gran fiesta mundana que tuviera lugar en los regios salones del aristocrático palacio.

La boda, esperada en el gran mundo con avidez, puesto que era un acontecimiento digno de presenciarse, estaba señalada para un mes después; y, entretanto, Maibea repartía el tiempo entre el novio y los modistos, quienes confeccionaban su suntuoso trousseau.

Era una noche, quince antes de la boda, cuando Hugo, penetrando en el saloncito de Maibea, donde ésta leía una novela, dijo:

—¿Por qué no salimos, Maibea? Hace una noche espléndida.

—Mis padres están en el teatro con los tuyos, y no me parece conveniente salir sin su permiso. Además —añadió, ya a su lado—, son las once, una hora muy poco adecuada.

Hugo rió feliz, oprimiendo las finas manitas.

—Vas a ser mi esposa dentro de unos días, y no es sólo correcto, sino también natural, que salgas conmigo a cualquier parte. Anda, ve a ponerte un traje de noche. Ya verás qué divertido lo vamos a pasar.

—No debiera de complacerte, Hugo.

—¡No seas tontina, anda!

Y salió, retomando un momento después enfundada en el modelo de noche de un tono malva muy tenue, cuyo suave tejido dejaba al descubierto la blanca garganta, ajustándose en la breve cintura y cayendo hasta los pies, calzados en finos zapatos, en vuelos proporcionados, contribuyendo a resaltar su belleza alada. Los cabellos, recogidos en un moño tras la nuca le daban una gracia seductora, y aquellos ojos siempre reidores resplandecían con destellos de oro posados en el mar.

—¡Estás preciosa! —rezó la boca de Hugo, mientras que sus ojos expresaban profunda admiración.

—¿Vamos? —sonrió Maibea, cuando él hubo echado la capa blanca sobre sus hombros.

—No sé si podré resistir, muñeca; hoy voy a tener que besarte.

—Sé que no lo harás, Hugo, porque me quieres. Deseo que no me beses hasta que nos casemos; luego… —sonrió, coquetuela—, no me pedirás nada, porque yo te lo daré…

—¡Maibea!

—Sé juicioso y marchemos. Quiero estar de vuelta antes de que vengan mis padres.

Él, a su espalda, mordióse fuertemente la boca, pero la siguió dócil, aunque reflejando en sus pupilas una expresión indefinible…

El auto los dejó ante un cabaret profusamente alumbrado, donde se movía un público heterogéneo, de distintas clases y esferas.

Cuando se vio dentro. Maibea miró fijamente a su novio, que le sonreía, e interrogó, con ingenuidad:

—¿Es esto decente, Hugo?

—¡Qué chiquilla eres, Maibea! ¿Por qué no va a serlo?… ¿Crees que te hubiera traído, de no ser así?

—Es tonto pensarlo siquiera —replicó ella, dejándose guiar hasta un palco.

Maibea Piedra-Hermoso era una chiquilla mundana, pero, sin embargo, desconocía ciertos lugares nocturnos del hampa, donde los más bajos seres se reunían para dilapidar fortunas y pisotear honras puras. Ella, ignorándolo, se hallaba en uno de ellos, mezclando su ingenua pureza con la corrupción que imperaba en aquel cabaret.

Lo que Hugo Walterra tramaba íntimamente se ignora, puesto que él, particularmente, no se esforzaba en obtener de la pequeña beldad un solo favor, y sabía, además, que si se lo propusiera, Maibea consentiría en besarle aquella noche.

—Veo desde aquí a Paquito Sanjurjo —dijo la chiquilla, dirigiendo la vista al palco de enfrente—. No me gusta nada la mujer que le acompaña. ¿Verdad, Hugo?

Las pupilas del novio resplandecieron. A su alrededor veía muchos ojos que, extrañados, seguían sus menores movimientos; todos los que les miraban eran hombres viciosos, sin escrúpulos, pero, sin embargo, muchachos tan distinguidos como ellos, pertenecientes al mismo mundo elegante. Algunos habían sido desdeñados por la favorecida por la suerte, y Hugo no dudó en que a la mañana siguiente la noticia correría como un río desbordado.

—A mí tampoco me gusta —replicó, ensayando la más tierna de las sonrisas—. Pero déjate de eso. Vamos a beber y a bailar.

Ella, inconscientemente, ignorante de la crítica que levantaba, bailó, mezclando su figulina bella y distinguida con aquellas mujerzuelas despreciables, quienes sólo mostraban el barniz que las cubría, dejando entrever, no obstante, los modales ordinarios con que habían nacido. Claro que Maibea Piedra-Hermoso, demasiado pura e inocente, no hallaba en aquel público una diferencia tan marcada como para llamar su atención. Además, estaba prendida de la voz de él, e ignoraba que a su alrededor se movía tal vez una de sus más deslenguadas doncellas, encumbrada ahora por el vicio. Secundada por Hugo, bebió incansable, y cuando se vio camino de su casa, la cabeza le dolía horrores, y todo el cuerpo se le antojó como si fuera de plomo.

*  *  *

—¿Qué sucede? —preguntó ella, incorporándose en el lecho—. ¿Qué ha pasado? ¿Qué tenéis?

—¿Adónde has ido todas estas noches?

—Pero, papá, ya lo sabes: con Hugo.

—¿Adónde?

—¡Oh, mamaíta! ¿A qué fin me miráis así? ¿Hice algo malo? Fui con Hugo a un cabaret. Creo que ello no tiene importancia, puesto que me acompañaba el hombre que dentro de dos días habrá de ser mi marido.

—¡Pero aún no lo es! —rugió el padre—. ¿Sabes también la fama que acredita a ese local indigno?

—¡Papá!

—¿Lo sabías, Maibea?

—Fuimos a varios.

—Todos iguales —sentenció la madre.

—Mamaíta, sé razonable; fui con Hugo. Nos reímos mucho y…

—¡No seas ingenua! ¿Sabes lo que representaría para ti que tu novio te dejara? La deshonra para el resto de tu vida.

—¡Eso, no!

—Eso, sí —afirmó el marqués, pálido de rabia—; vas a casarte, sí, pero ya nadie cree en tu inocencia…

—Eso no es posible, papíto. Vosotros bien me conocéis…

Rió el padre con aspereza.

—Te conocemos nosotros, pero el mundo no… ¿Comprendes? Todo Madrid está enterado de tus salidas nocturnas. Hacerle creer ahora que eres tan pura e inocente como antes de haberte prometido, va a ser imposible. ¡Dilo, a ver quién te cree!

—Dios y nosotros.

La dama se sentó en el borde del lecho, acariciando dulcemente el rostro húmedo.

—Dios si, hijita, pero El a nadie se lo va a decir, y a nosotros no nos creerían. Menos mal que tu boda es pasado mañana y acallará las lenguas.

—Pero a nosotros no nos quitará nadie esta vergüenza.

—Perdona, papíto. Te juro que es totalmente cierto. Hugo y yo fuimos allí por fisgonear y divertirnos un poquito.

—Te creo, nena. Pero me duele que, cuando te aproximes al altar, alguien pueda decir que no te pertenece el ramo de azahar.

—¡Papá!

—La vida es así, muñeca. Eres demasiado inocente, e ignoras las maldades que encierra la humanidad.

—Eso me lo dijo Rolando una vez.

—Te lo dijo un hombre también azotado por la vida. Estoy seguro de que ése jamás te hubiera llevado a un lugar indecente.

—¿Culpas a Hugo, papá? —se entristeció la chiquilla.

—No lo sé, nena. Con esto me ha demostrado que no es como yo esperaba.

—¿No le quieres, papá?

El marqués, sin responder, salió de la estancia.

Maibea ocultó la cabeza en los brazos de su madre, y sollozó con angustia.

—No le queréis ninguno de los dos.

—Sí, nena —murmuró la dama, acariciando la abatida cabecita—; nosotros siempre querremos lo que tú nos traigas, pero esto no estuvo bien. El es un hombre, y sabe que no era correcto lo que hacíais.

—¡Pero si no hicimos nada!

Sonrió la madre, dulcemente.

—Dejemos eso. Te casas pasado mañana, y lo demás se olvidará. Ahora, dime: ¿no has invitado a Rolando a la boda? ¿Qué ha pasado para que te olvidaras de él, cuando antes erais tan amigos?

La chiquilla se desprendió de los brazos de su madre, saltando del lecho.

—A Hugo no le agrada esa amistad —dijo, nerviosa, poniéndose la bata guateada.

—¿Y le has hecho caso, Maibea?

—El va a ser mi marido, y tiene derecho a señalarme amistades.

—Rolando no merecía eso, hija mía.

—Como dice papá, eso también forma parte de la vida.

—Estoy bien segura de que tu padre nunca diría eso, tratándose de Rolando Argüelles.

—No me lo nombres más, mamá —se impacientó, yendo hasta el cuarto de baño—. Quiero ser feliz, y lo conseguiré.

La madre sonrió, resignada, saliendo de la estancia. Ella presentía que Hugo Walterra jamás la haría feliz.