IV

Los días se sucedían vertiginosamente para Maibea, cuyo rostro parecía resplandecer aún más bajo la caricia apasionada de unos ojos pardos, un poco burlones.

La noticia se acogió en la alta sociedad madrileña con aparente naturalidad; no obstante, en el fondo quedaba como sombra una extrañeza, puesto que a todas las mentes llegaba aquel recuerdo, ya un algo vago, pero presente ahora ante los hechos actuales.

Maibea Piedra-Hermoso, la muchacha por todos codiciada, caminaba inconsciente por un sendero muy empinado, guiada solamente por la voz varonil que era su sueño, su único guía; sin comprender por qué lo hacía, ignorando aún si aquél era su destino.

Se había enamorado de Hugo Walterra casi sin apercibirse, y ahora que se veía correspondida, vivía los momentos con avidez, desoyendo la voz de la razón puesta en la boca de Rolando Argüelles, quien con dulzura, con palabras claras y razonables, le hablaba de la maldad humana.

—¿No te das cuenta, Maibea, que Hugo Walterra es de los hombres que jamás olvidan una afrenta? —le dijo Rolando, una tarde que ella fue al despacho de la Gran Vía, a saludarlo.

—¡No seas ridículo! —manifestó, encogiéndose de hombros—. Hugo me quiere; me lo repite en todos los tonos, y pensamos casamos muy pronto.

El, sentándose de nuevo ante la mesa, dijo, después de mirarla largamente:

—Estoy bien seguro, Maibea, que aquella burla está tan fresca hoy en el corazón de Hugo, como el día en que tuvo lugar.

La risa de ella se oyó satisfecha y feliz.

—¡Oh, Rolando! ¡Qué poco le conoces! Hoy me pregunto cómo ha sido posible que yo pensase nada malo de él, ya que al conocerlo ahora con más precisión, le encuentro en todos sentidos como ningún otro. Hugo y yo hablamos infinidad de veces de aquella tarde, y a causa de ello nos hemos reído más de una vez.

El rostro de Rolando estaba muy pálido. Sus manos jugaban nerviosamente con la estilográfica. Los ojos del inteligente observador se mostraban dolorosamente apagados.

—Entonces, Maibea —murmuró, haciendo un esfuerzo—, no me queda nada que decirte, excepto esto: que seas feliz.

Ella le miró largamente. En su corazón sentía un doloroso pinchazo, algo así como un remordimiento, ya que no ignoraba de la forma que era amada por aquel hombre noble y honrado, pero al que ella no sabría jamás corresponder, puesto que nunca le inspiró otro cariño que el fraternal.

—Siento mucho lo que sucede, Rolando —musitó dulcemente, posando su manita temblorosa en el hombro abatido—. Quisiera amarte para ser tu esposa, y más de una vez hice un esfuerzo, pero no puedo…

El se irguió ante ella. Su rostro moreno, de facciones acusadas, que denotaban una gran energía viril, se atirantó. Los ojos negros, siempre dulces, adquirieron ahora una expresión de indómito orgullo.

—No quiero tu compasión, muchacha —dijo roncamente—; cásate con Hugo Walterra, y sé feliz. Yo… —hizo una pausa. Era muy alto, más que Hugo tal vez. Fue hacia ella y, posando sus manos sobre los hombros femeninos, concluyó, puestos en la carita pálida sus ojos grandes—: Yo me consagraré a un solo amor, el más leal, el que más nos defrauda… —y giró los ojos en tomo, añadiendo muy bajo—: Las letras.

—¡Desprecias mi amistad!… —se dolió Maibea, anegados en llanto los ojos bajos.

Rolando se paseó por la estancia.

—Bien sabes que jamás despreciaría tu amistad —silabeó, sin cesar en sus paseos—, pero él se encargará de prohibirte ninguna relación con Rolando Argüelles. Fuimos siempre enemigos desde una tarde…

—¡Ya sé cuál fue!

—Si lo sabes, no me preguntes nada más. Hugo Walterra será tu marido; yo, un simple abogado a tu disposición.

—¿Y tu amistad?

El, sin dudar, dijo, deteniéndose ante ella:

—Si es que también la deseas, es también tuya, Maibea. No dudes en venir a mí siempre que lo precises y… él te lo permita…

*  *  *

—¿Bailamos?

Sonrió ella, amorosamente, musitando:

—Si lo deseas…

Los brazos de Hugo rodearon la esbelta cintura.

—¿Sabes que odio a todo aquel que ponga en tu figura sus ojos? Pues es así. Te quiero para mí solo, Maibea, y son muchas las veces que tengo deseos de contrariarte, cuando me pides que te traiga a un salón animado. Cuando nos casemos bailaremos en casa. ¿Qué te parece?

Le miró apasionada.

—Eres un delicioso loco.

—Que te adora.

—Y al que yo correspondo con mayor intensidad, tal vez.

—Eso no es posible.

—¿Crees que no?

—¡Hechicera!…

La oprimió fascinado en sus brazos, diciéndose que aquella chiquilla tenía algo que enloquecía, que subyugaba.

Estaban bailando en un salón elegante adonde acudían todas las tardes, desde que eran novios.

—Mañana anunciaremos nuestro compromiso oficial, ¿qué te parece?

—¿Nos sentamos? Estoy cansada, la verdad.

Cuando se vieron acomodados en tomo a una mesita oculta en el rincón predilecto, dijo ella, apasionada, mirándole dulcemente:

—Vamos a organizar un baile en mi casa, pero mañana no podrá ser; espera unos días; después…

—Nos casamos.

—¿Dónde vamos a vivir, Hugo?

—Aunque fuera en una cáscara de nuez, seríamos felices, ¿no crees?

De esta manera continuaron charlando toda la tarde. Maibea, al enamorarse, dejaba de ser la mujer burlona llena de frivolidad, puesto que el amor ocupaba íntegramente su alma, no dejando lugar para otros pensamientos que no fueran Hugo Walterra, el único hombre que supo llegar a su corazón, tan reacio a entregarse. Aquella charla un poco incoherente se le antojaba la más deliciosa del mundo, e incluso se llamaba tonta cuando recordaba las veces que, burlona, se había reído de los enamorados.

Llegó la noche y, ante los requerimientos de Maibea, hubo que poner fin a la conversación amorosa.

—Te llamaré esta noche por teléfono. ¿Quieres, Hugo?

Dudó un momento; luego dijo, aproximándose a ella al mirarla intensamente:

—Te llamaré yo, para que tú no te molestes.

—¡Qué tonto! —sonrió, con cariñosa ironía—. No es molestia, puesto que me anima la ilusión de una charla contigo.

—¡Qué deseos tengo de casarme para que estas separaciones no sean precisas!

—¡Hugo!…

El la tenía muy apretada en sus brazos, pero sus labios buscaban ávidos el contacto de aquellos otros, nunca todavía saboreados; la manita suave se posó dulcemente en los labios varoniles.

—Bésame ahí, Hugo. Cuando nos casemos, me besarás como quieras; hoy, aún no.

—¡Maibea!

—Sé bueno —pidió, mimosa.

Los ojos verdes brillaron de una forma cruel, pero Maibea ya ascendía por la amplia escalinata de mármol, y nada notó.