V
Cuando la vio cruzar el amplio jardín en dirección a él, Hugo Walterra creyó ser víctima de alucinación, ya que la belleza de aquel rostro femenino tenía semejanza con una luminosa aparición, algo así como un sueño nunca por él contemplado.
La miró largamente. Sus ojos dejaron en aquel instante de ser unos témpanos de hielo, faltos de expresión, para convertirse en bombillas ardientes de reflejos de fuego.
Un deseo violento sacudió su cuerpo, que, erguido ante la portezuela del coche, esperaba impaciente tenerla ya a su lado y confesarle la pasión que su belleza le inspiraba.
Maibea Piedra-Hermoso, enfundada en el abrigo de tejido inglés, caminaba apresurada, mientras su rostro artísticamente retocado sonreía con una dulzura demasiado expresiva para ser sincera.
—Buenas tardes, Hugo… ¿Me he retrasado? —le sonrió coquetuela, mirándolo con aquellos ojazos soberbios, que ya por sí enloquecían.
Hugo Walterra oprimió la mano que se le ofrecía, musitando, apasionadamente:
—No te has retrasado, Maibea, pero yo que estoy sediento de tu presencia, me consumo de impaciencia por no poder tenerte siempre a mi lado.
Con vehemencia llevó a su boca la fría manita y luego, sin dejar de contemplarla, abrió la portezuela para que ella subiera al auto, acomodándose él a su lado.
—¿Adónde vamos, Hugo?
—Tú lo dirás.
Maibea Piedra-Hermoso fingió reflexionar unos instantes, mientras Walterra pisaba el acelerador y el automóvil arrancaba suavemente, muy despacito.
—¿Te apetece salir a las afueras? —preguntó Hugo, volviéndose hacia ella.
Las pupilas de Maibea brillaron indescriptiblemente.
—Vamos a la Ciudad Lineal, ¿quieres? —interrogó, con suavidad.
—Lo que tú desees siempre lo quiero yo.
Los envolvió un silencio que se prolongó hasta que el vehículo se detuvo ante un café, amplio y acogedor, donde se veían grupos de jovencitas y muchachos enfrascados en agradable charla.
Los ojos de Maibea buscaron febriles al grupo de sus amigas, encontrándolo en un rincón apartado, muy próximo a una solitaria mesa que, con disimulo, le señaló Dorita Payares.
Había llegado el momento, el momento tan deseado y al verlo casi cogido entre sus manos bonitas no temblaba, ni pensó en las consecuencias que la burla podría ocasionarle.
Hugo Walterra caminaba a su lado, erguida la cabeza, orgulloso el gesto. Era hermoso; su figura atlética sobresalía dondequiera que se hallase, y ahora, en aquel típico jardín, al lado de la muchacha más bella y distinguida de toda la capital, crecía su orgullo, puesto que para nadie era un secreto que la hija del marqués de Piedra-Hermoso, había sido hasta entonces una conquista difícil.
Se acomodaron en torno a una mesita tan próxima al grupo femenino amigo, que hasta ellos llegaba la charla frívola de Dorita Payares, cuyos ojos se cruzaron una que otra vez con las pupilas chispeantes de Maibea que le enviaban un callado mensaje de triunfo.
Habían pasado algunos minutos, y ya la pareja Hugo-Maibea charlaban amigablemente, mientras saboreaban la sabrosa merienda.
—Me gusta mucho viajar —decía la de Piedra-Hermoso en aquel momento—. Papá me prometió este invierno llevarme con él a París y pienso disfrutar una temporada en la atractiva ciudad querida.
Hugo Walterra la miró apasionado, largamente. Se inclinó hacia ella para murmurar, muy quedo:
—¿Es que aún no piensas casarte este año?
Los párpados violáceos se abatieron coquetuelos hasta ocultar el fulgor de la mirada.
—Creo que no, Hugo. Para casarme sería preciso haberme enamorado.
—¿Y no lo has conseguido?
—No encontré aún el hombre que me enseñara.
Estaban sentados frente a frente en la mesita, y a Hugo le bastó inclinarse un poco más para alcanzar las blancas manitas que jugaban con el cubierto:
—¿Lo has buscado alguna vez, Maibea?
Ella sonrió con extrema dulzura.
—¿Y no has pensado nunca en que yo habría podido llegar?
La sonrisa de Maibea se acentuó aún más. Sus ojos fulguraron al mirar al hombre de una forma que…
—¡Maibea! —sonó la voz enronquecida—. ¡Te quiero!
—Pero, Hugo…
—Déjame ser el hombre que te guíe por ese luminoso camino del amor. Te haré tan feliz… —musitó, con loca vehemencia—. El mundo es muy grande —añadió, apasionado—, muy bello, y los dos unidos por el lazo del matrimonio podremos recorrerlo, dejando en sus rincones un grato recuerdo de nuestro cariño.
Las pupilas femeninas, más bellas cuanto más rutilantes, adquirieron una expresión extraña, tan extraña, que Hugo creyó verse nuevamente en presencia de una maravillosa aparición.
Con voz ronca, continuó hablando:
—Te adoro, Maibea. Cuando llegué a España después de mi largo viaje, por tierras extrañas, venía ahíto de haber vivido intensamente las más inverosímiles pasiones. Deseaba encontrar un remanso para descansar, y lo hallé en el nido hogareño de mi casa, en el regazo de mi madre, en los sanos consejos de mi padre. Después… —Hizo una pequeña pausa. Oprimió las manitas frías, añadiendo dulcemente, con tierna pasión—, te vi a ti y me dije, Maibea, que eras la mujer que yo precisaba para formar un hogar. Empecé a quererte aquel día, pero más tarde, aquel amor que nacía, fui alimentándolo en la soledad de mi cuarto, en la calle, en un teatro cuando te contemplaba a distancia, tan tierna y bella; cuando en tus ojos veía esa dulzura que atrae y enloquece a la vez, y ya desde entonces, sólo tuve un deseo, una febril preocupación: hablarte, enamorarte, robarte, incluso de los brazos de otro hombre si es que existía. Responde, Maibea; dime que me correspondes, dime que te casarás conmigo… ¡Maibea!
No concluyó. A su espalda sonaron seis burlonas carcajadas a las que se unió la hiriente de Maibea Piedra-Hermoso, quien después de mirar el rostro desencajado de Hugo Walterra, se puso en pie señalando a sus amigas, e interrogó, con burlona ironía:
—Decidme, amigas mías: ¿habéis oído alguna vez declaración más cursi?
Una risa mordaz. Luego… Dorita Payares habló por todas, acompañada de seis estridentes carcajadas:
—Si llegamos a imaginar su simplicidad hubiéramos ido a presenciar la película del Capitol, que, desde luego, había de ser más interesante.
Hugo Walterra, en pie ante las seis hermosas y distinguidas jovencitas, nada había replicado aún. Pero su tez cetrina pálida y la boca de finos labios se atirantaba hasta parecer formada por dos rayas rectas. Las miró una a una, encontrándose con unos ojos chispeantes de burla. Cuando hubo llegado a Maibea Piedra-Hermoso halló un rostro bello, donde las pupilas verdes brillaban retadoras, terminando por ser la más triunfante de todas las expresiones. Maibea sostuvo con valentía la mirada cruel del hombre y, disponiéndose a dar media vuelta, dijo, detonando en sus mordaces palabras el más hiriente desprecio:
—Ahora ya lo sabes, Hugo Walterra. Esta lección tal vez te enseñe a caminar por la vida anulando esa estúpida altanería que siempre te ha acompañado sin razón.
El seguía mirándola de un modo indefinible, pero su boca, terriblemente apretada, no pronunció una sola palabra.
—¿Vamos, Maibea? —chilló Dorita, iniciando la marcha—. Este pollo —añadió, despectiva—, ya tiene el pobrecillo en qué pensar.
Hugo Walterra continuaba inmutable. El grupo se alejó, riendo escandalosamente. Maibea Piedra-Hermoso se volvió antes de reunirse a sus amigas, miró a Hugo, que impasible seguía con los ojos clavados en ella, y dijo quedamente, con profunda maldad:
—El vómito de un cuervo suele con frecuencia causar un daño incurable.
Un momento después, el auto de Dorita Payares marchaba raudo en dirección a Madrid. En su interior, siete rostros reían con burla, alegremente Maibea Piedra-Hermoso sentía cómo su corazón palpitaba más acompasado, como libre, al fin, de un tremendo peso.
Allí, en el café, un hombre seguía plantado, la boca contraída con una expresión terrible en los ojos brillantes. En su corazón se introducía con pinchazo certero, una espina venenosa. Y mientras el corazón de Maibea Piedra-Hermoso se veía libre de un peso molesto, en el de Hugo Walterra se hincaba con saña un mundo entero lleno de odios.