Pierre Daumesnil enrolló las hojas y las tendió a Jeanne Aubaine.

—¿Quiere verlas?

Después de haber leído tanto rato, tenía la voz ronca.

—Ahora, no —murmuró ella—. Sería inútil. Usted las ha leído con tanta claridad que todavía me parece estar en las Antillas.

—¿Se burla de mí, jovencita?

Con un movimiento nervioso, se tiró de los puños de la camisa sin dejar de mirar a Jeanne que estaba acurrucada en el lecho, las piernas recogidas debajo de su cuerpo, y una mejilla en su mano. Pierre estaba hundido en un sillón. Entre ambos, la dulce penumbra de la estancia, y sus vasos que brillaban sobre una mesita.

—¡Lástima! —prosiguió él, contemplando su vaso—.

Está vacío. Esta expedición a Santo Domingo me ha alterado. ¿No se acaba su bebida?

—No he sido yo quien ha leído. Y además, un “martini” doble... He bebido casi tres cuartos, y ya está bien.

—¿Entonces, puedo terminármelo?

Ella asintió, y luego se encogió de hombros, para expresar su indiferencia.

—Si tanto lo desea... Con la condición, naturalmente, de que luego no me asegurará que ha leído mis pensamientos.

—Esto sería algo mágico para un anticuario. ¿Por quién me toma? Además, uno se siente humilde en presencia de un anillo que está embrujado por el vudú.

Apuró el contenido del vaso de un solo trago y emitió una leve risita porque la mano de Jeanne había conseguido ocultar el anillo, colocándole encima el dedo meñique. La joven desvió la mirada. Durante aquella lectura que Pierre había efectuado con voz lo menos afectada posible, aunque muy acorde con el tono voluptuoso del relato, la joven se había sentido molesta porque, al recobrar el aliento, él había dirigido su vista hacia el extraño anillo que brillaba en su dedo.

Ahora, el episodio antillano había concluido. Jeanne volvía a hallarse en un domingo por la noche, dentro de la dulce y tamizada luz de una estancia en la que la electricidad todavía no había llegado, en pleno Auxerre, o sea en una de las regiones del mundo más razonables y más comedidas. Pero bastaba que un soplo moviese los cortinajes, que un moscardón chocase contra los cristales, que el aroma de los tilos de la calle fuese sensible un instante, que una luminosidad apareciese en la ambigua mirada de su compañero, para que Jeanne, de repente desarmada, aturdida, se sintiese presa por la atmósfera febrilmente libre del relato que acababa de escuchar. Aquel clima, tan contrario a su reserva, a su voluntad de negarse a su condición, de ser ella misma sin pertenecer nunca a nadie y de mantenerse siempre aparte de las odiosas turbaciones de la carne, le repugnaba y le atraía a la vez. Lo mismo que un niño canta para disimular su espanto, formuló su disgusto con la esperanza de persuadirse a sí misma:

—Esta historia es descorazonadora... Y si se piensa que ha sido escrita por un anciano y dirigida a un jovencito de veinte años, se cree estar soñando.

—¿No es usted un poco severa, querida?

—¿Severa? Más bien resulto un poco liberal —replicó, iracunda—. Odio a la tal Pauline. Comprendo que una mujer acepte, llevada por su pasión, las viles operaciones del amor. No, lo que me enoja es que, sin importar dónde, cuándo y quién, deja que usen y abusen de ella, que la dejen marcada antes de ceder el puesto al siguiente. Me encocora que una mujer pueda deliberadamente...

—¿Deliberadamente?

Su voz, ronca y fatigada, había pesado armoniosamente cada una de las sílabas. Con un gesto de prestidigitador, él cogió la boquilla que sostenía entre los labios y continuó:

—A menudo, las mujeres no se entregan con deliberación. No lo deciden como en una compra. En el relato que tanto la escandaliza, le costaría mucho determinar en qué momento exacto Pauline estuvo tentada a ceder al lugarteniente Moreau. Existe una especie de arrastre sostenido, confuso. No es una decisión razonable, es un aturdimiento... En nuestros actos no sólo cuenta la razón. Usted misma, que pretende detestar esta historia, la ha escuchado atentamente hasta el final. Al principio, se ha apoyado al borde de la cama, luego se ha instalado confortablemente, con un vaso en una mano y un cigarrillo en la otra. ¿O ha sido, quizá, por espíritu de mortificación?

La joven intentó replicar, pero él no la dejó.

—Usted lucha contra sí misma sin motivo alguno. Quisiera ser de hielo y no lo consigue. Es terriblemente obstinada, esto es todo, y se conduce como una niña. ¿Qué le pasa? Supongo que no irá a llorar...

La joven saltó al suelo. El se puso en pie. Jeanne había cesado de desviar la mirada y ahora le estaba mirando directamente. Pierre la dominaba con su estatura.

—Usted se hace ilusiones con respecto a mí —logró articular ella, con voz trémula—. No lloro porque un hombre se mezcle en lo que no le incumbe. Perdone, pero a pesar de sus deducciones, yo no soy femenina, ni siquiera con respecto a los sollozos. Simplemente, me siento fatigada...

Experimentaba vértigo. Sentía las piernas como anquilosadas.

“Si sospechara lo femenina que me siento en este instante —pensaba— y cómo me gustaría poder apoyarme en una espalda más alta y fuerte que la mía, y reclinar mi cara en un pecho varonil...”

No se perdonaba estos pensamientos turbadores, ni el no poder apartar de su mente los recuerdos de la aventura antillana que la perseguían, en alas de la voz suave de Daumesnil. Estaba a punto de recordar que Pauline, agotada, se había dejado casi caer en brazos del lugarteniente al descender de la calesa.

—¿Qué es lo que quiere usted? —gritó, sin poderse contener.

Pierre había dado un paso hacia ella, contorneando la mesita. Jeanne tenía miedo, más que nada de sí misma, Al mismo tiempo, pensaba que era cosa de hombres intentar aprovecharse del estado pasajero de debilidad en que ella se encontraba.

—Ver el anillo.

Jeanne se sintió aliviada y avergonzada por no sentirse más dichosa ante aquel respiro. Su mano estaba ya entre las de Daumesnil. Volvió a recuperar su sangre fría para observar, con burlona intención:

—Antes no le gustaba este anillo, y ahora lo contempla como una pieza rara. Si quiere una lupa, tengo una en mi bolso.

—¡Ah, una lupa! No podría aumentar las marcas que adivino en estas pequeñas púas de plata. No, no las veo, las adivino.

—¿De veras?

—Sí, adivino la presión de los dedos de la feroz Eliama..., y la gota de sangre de la blanca Pauline. ¡Claro está! ¿Cómo es posible que este ardoroso joven, tan fogoso como torpe, no arañase a la futura princesa Borghese, llevando en el dedo este conjunto de púas? Y si hay que creer en la virtud de tal anillo, seguro que no fue la última mujer arañada. ¡Cuántos bellos brazos habrán tenido que recurrir a los chales para disimular la mordedura de este fetiche! En fin, ahora, el objeto se halla en buenas manos.

“Intenta encantarme —pensó Jeanne—. Positivamente, ha montado su asedio en torno a mi persona. Como buen estratega, emplea sucesivamente la razón, el insulto, la turbación, la emulación...”

Le juzgaba con lucidez, pero estaba emocionada al contemplar y sentir su mano entre las del joven, unas manos que parecían concebirse para aprisionar, con el máximo confort posible, una mano de mujer. Había bajado la cabeza para mirar el anillo más de cerca. Así, la joven se veía obligada a respirar el aroma de sus cabellos y su nuca, una mescolanza de tabaco, piel y agua de colonia.

—¡Ha estado a punto de herirme!

Jeanne, en efecto, había retirado la mano con tanta viveza, que le había cogido desprevenido. Ella se dirigía ya hacia la puerta.

—Por poco —continuo él—, hubiese ostentado una inmerecida cicatriz. Arañado por el anillo, lejos del campo de batalla, mi mano se hubiera parecido al reverso de los caballeros que lucen el Nichan Iftikhar, para hacer creer que tienen la Legión de Honor. ¿Se marcha ya?

—He salido esta mañana a las cinco. He conducido hasta mediodía. He asistido a dos subastas. He tenido una avería, he soportado su conversación, el relato de un viaje, un curso de moral y, para que se diga todo, sólo he almorzado un bocadillo. Por lo tanto, si no tiene inconveniente, me voy a tomar un baño.

—Buena idea. Haré lo mismo. No se demore. Mire, como no tiene equipaje, le prestaré un jabón de los míos. Dentro de veinte minutos iré a llamar a su puerta y bajaremos a cenar.

Le entregó la pastilla de jabón, abrió la puerta y la empujó hacia fuera, palmeándole la espalda con un aplomo que irritó a la joven, aunque le disgustó menos de lo deseado.

Parpadeó varias veces en el profusamente iluminado corredor, y luego se halló envuelta por la penumbra de su dormitorio. Le habían preparado la cama, y las blancas sábanas resplandecían sobre una colcha con unos dibujos al estilo Matisse. La temperatura era suave. Por la ventana distinguió un pedazo de cielo que todavía no había oscurecido por completo. Debía haber algún baile, y varios grupos remontaban la calle, canturreando. Evidentemente, no se trataba de un cielo tropical, ni de una danza vudú, pero Jeanne continuaba con el pensamiento ensimismado en la atmósfera voluptuosa de la aventura que acababa de revivir.

Abrió los grifos de la bañera y regresó a la habitación para desnudarse, mientras el agua seguía cantando ininterrumpidamente sobre el esmalte de la bañera. Ya desvestida, sonrió al palpar las pequeñas púas de plata. Se hallaba en el mismo atuendo del joven Moreau al disponerse a asaltar a Pauline, sin más atavío que el anillo. Se decidió a girar el conmutador eléctrico y se volvió de cara al espejo del armario; era algo que hacía muy a menudo, puesto que todas las mañanas practicaba la gimnasia, y vigilaba su cuerpo con atención, espiando el exceso de grasas. Pero por primera vez, en el espejo de aquel dormitorio del hotel, intentó contemplarse con los ojos de un hombre.

No tuvo tiempo. Un silbido medio burlón, medio halagador le hizo girar la cabeza. Al correr precipitadamente la cortina, tuvo tiempo de divisar, de pie sobre una especie de pedestal, mientras iba encendiendo los faroles de la calle, la sombría silueta de su admirador. Rápidamente corrió a precipitarse en la bañera. El recuerdo de aquel incidente la perseguía. Se sentía ferozmente enojada, pero quizá aún más asombrada. No se le ocurrió ninguna de aquellas ideas generales sobre la maldad sexual de los hombres, que en otras circunstancias no habrían dejado de asaltarla. Enfadada sí lo estaba, pero con cierta sonrisa en sus labios.

No se apresuró. Se abandonó a la caricia adormecedora del agua. En lontananza sonó un reloj. No oyó la hora que señalaba, pero, al recordar el largo tiempo que Pierre Daumesnil y ella habían pasado en Santo Domingo, sintió un escalofrío. Debía ser terriblemente tarde. Se incorporó. Exuberante, la pastilla de jabón resbaló por su cuerpo. Recordó que aquella pastilla de jabón era propiedad de Dausmesnil.

Unos minutos después, envuelta en una bata suave, regresó a su habitación. Sentíase entusiasta sin saber por qué. Su ardor decayó a la vista de sus ropas que yacían sobre la cama. ¡El abrigo era desolador! Con un abrigo semejante era fácil, sin duda, obtener ciertas gangas, pero no compaginaba bien con una cena en compañía de un elegante joven en el comedor de un hotel, aunque fuese el de una ciudad de segunda categoría. Bien, no hacía frío, por tanto decidió bajar sin el abrigo. Su blusa no era el colmo de la elegancia, pero sí lo suficientemente clásica para no resultar fea. Tampoco la falda era muy tentadora. En fin, una vez a la mesa, la falda quedaba oculta a las miradas. Los zapatos resultaban estúpidos y muy desgastados. Jeanne se los lustró con el borde de la colcha. El conjunto de su atavío la hacía parecer una joven de buena familia, no muy acaudalada, morando en el barrio de Saint Germain. ¡Pero lo que era imposible eran las medias!

Como muestra, cogió una entre el índice y el pulgar, para contemplarla, completamente disgustada. Fabricada con un algodón granuloso, de un color beige nauseabundo, estaba además enlodada.

"¿Qué me pasa ahora? —se dijo—. ¡Vaya, estoy a punto de echarme a llorar!”

Había apretado el botón que decía “camarera”. Se dedicó a esperar, descalza, sintiéndose desdichada dentro de aquella bata flotante, fija la mirada.

—¡Oh, por favor! —le explicó a la doncella, con volubilidad—. Imagínese que mis medias..., bueno, se han corrido unos puntos y..., bueno, no puedo ponérmelas. Y dentro de un momento tengo que bajar a cenar. Si pudiera encontrarme un par...

La camarera del piso era regordeta, bonita, con rizos y de mejillas rubicundas. Abrió unos ojos tamaños.

—¡A esta hora! ¡Y en domingo! Pero, señorita, todas las tiendas están cerradas...

Después de infinitas consideraciones acerca de las dificultades de tal compra en domingo por la tarde, en Auxerre, la camarera recordó que en el mismo edificio del hotel, en la esquina, había una tienda de ropa interior. Claro que estaba cerrada, pero la dueña vivía en la tienda y quizá...

Mientras se iba vistiendo, Jeanne trataba de razonar consigo misma. En general, este esfuerzo no le era necesario. Lo que le resultaba difícil no era ser lógica, sino dejarse arrastrar a aquellas reflexiones. Se repitió varias veces que por un par de medias no era preciso ponerse en aquel estado. El hecho quedaba patente: por un par de medias, estaba al borde de una crisis nerviosa.

Tardó bastante en peinarse. Y la camarera no volvía. Jeanne deseaba hacerse perdonar la miseria de su vestido con el retoque de su rostro. Tenía una bella cabellera y lo sabía. Su tez, que cuidaba atentamente sin maquillar, era fresca y fina. Para mantenerse ocupada hasta la vuelta de la doncella, se cepilló minuciosamente las pestañas, hasta que llamaron a la puerta.

—¡Sí, adelante! —gritó gozosa, con la esperanza de ver en manos de la camarera la transparencia ambarina de un par de medias finas. Se levantó y entonces divisó a Pierre Daumesnil que se hallaba cortésmente en el marco de la puerta, con la cabeza asomada a medias.

—¡Ah, usted...! —balbució.

—Perdone, ¿esperaba a alguien más?

—No..., es que..., todavía no estoy lista.

Maquinalmente, Pierre consultó su reloj de pulsera.

—La creo, pero... Yo diría que ya está usted bien.

Sentada sobre la cama, ella se limitó a extender sus pies descalzos.

—¿Los zapatos? Esto no tarda mucho. Si le parece, esperaré en el pasillo.

La puerta había vuelto a cerrarse. Jeanne escuchó su paso regular e indolente. Se paseaba por el corredor. Al principio, la impresión de hacer esperar a un hombre no la desagradó. Luego, a fuerza de oír el rechinamiento de sus zapatos al otro lado del tabique, la joven empezó a tabalear con los dedos sobre la madera de la mesita tocador. Los minutos iban transcurriendo.

Detrás de la puerta se oyó toser.

—Perdone —dijo Pierre en voz alta—, ¿pero sería indiscreto preguntarle si ya se ha puesto el primero?

—¿El primer, qué?

—El primer zapato. Porque hace nueve minutos que me paseo. Por lo que, si ha conseguido calzarse uno, inferiré que solamente me quedan nueve minutos más de espera, lo que me calmará.

—Oiga —exclamó Jeanne, con voz trémula—, lo mejor será que baje al comedor solo, y me espere allí.

—No me apetece. ¿Le ocurre algo? ¿Es que tiene dificultades... eh... técnicas?

—¡Oh, por favor! No me enoje ex profeso.

—Bien, bien...

Había reemprendido su paseo. Jeanne le imitó en su habitación. De vez en cuando, se paraba para tirarse de la falda o para colocar un rizo en su debido sitio. Lo que más temía era que la camarera llegase animadamente con las medias bajo el brazo, que anunciase triunfalmente los obstáculos que había tenido que allanar para procurárselas y que, desde el pasillo, Pierre la oyese y se diese cuenta de la apasionada coquetería que se había apoderado de la joven. ¡Qué conclusión deduciría de todo aquello!

Jeanne encendió un cigarrillo, con las cejas fruncidas, y retuvo la primera bocanada en su boca. Aquel paso lejano era el de la camarera. Entonces, entrevió otro drama: la camarera regresaba sin las medias. Y no le quedaba otro remedio que ponerse las de algodón. Aplastó el cigarrillo en el cenicero. No, si así ocurría se metería en cama. Con la colcha y el edredón se fabricaría una muralla de China. Pierre Daumesnil... Pierre Dausmesnil... ¡Bien, lo enviaría al diablo! Se mordió los labios y sintió ganas de llorar. Porque si tal cosa sucedía, sufriría una espantosa crisis de nervios.

—Mírelas. ¡Ah, señorita, no sabe usted lo que he corrido! Primero, la tendera de abajo...

Jeanne cerró con viveza la puerta, interrumpió a la mujer con unas frases de agradecimiento incoherentes, le entregó unos billetes de Banco, desgarró la celofana, verificó la calidad de las medias, se sentó y se las puso con toda rapidez, ante la mirada desconcertante de la mensajera que intentaba continuar el relato de su victoria.

—Entiéndame, señorita. ¡Imagínese que hubiese tenido que afanarme tanto, y que luego las medias no hubiesen sido de su medida!

Jeanne se bajó la falda, se puso los zapatos y se abalanzó al corredor donde estuvo a punto de chocar con Pierre. Sentía deseos de echar a correr, como reacción ante aquella angustiosa espera.

—¡Seguro que todavía tiene usted más apetito que yo!

Pero al girar hacia la escalera sintió la joven que le flaqueaban las piernas.

“Todo esto es absurdo”, pensó Jeanne.

Sí, absurdo, pero sentía necesidad de verse sostenida, de que un brazo la rodease por los hombros. Ella fue la primera en sorprenderse al ver que resbalaba en uno de los peldaños, adrede, a fin de que su acompañante tuviese oportunidad de asirla.

Abajo de la escalera, una anciana dama, muy semejante por sus vestiduras a la madame Gros que les había recibido, pero más dulce a la vez, más rosácea y de tez más tersa, le sonrió.

Jeanne se desprendió de los brazos de Pierre y descendió sola los últimos escalones.

—He adivinado que necesitaban una mesa tranquila —murmuró meticulosamente la anciana, ante el leve enfado de Jeanne.

Les precedió hacia una sala alta, con pilastras doradas, resplandeciente con sus blancos manteles, y suavemente amortiguados los pasos con una espesa alfombra.

—Les he reservado la doce.

La doce era una mesa encajada entre dos pilastras y un semicírculo de tiestos con plantas verdes.

—En cuanto al cuadro, siempre ha estado colgado allí —murmuró antes de alejarse—. No vean ninguna malicia por mi parte.

Jeanne, que se estaba sentando, elevó la mirada hacia el cuadro indicado y volvió a bajarla al instante, con el tiempo justo de divisar, dentro de un marco ovalado, una galantería del siglo XVIII, con la pátina del tiempo, en que las únicas claridades procedían de los cuerpos desnudos. Había en él una mujer bañándose, un Amor, armado naturalmente con su carcaj, y un bello cazador que separaba las ramas.

—Es inquietante —comentó Jeanne, desdoblando la servilleta—. La gente no puede ver a un hombre y a una mujer juntos sin pensar...

—Permítame que no comparta su inquietud. Las suposiciones de nuestra anfitriona me halagan extraordinariamente. Bien, le recomiendo el pastel de liebre.

Al principio de la cena, Jeanne se sintió demasiado nerviosa para poder comer. Luego se dio cuenta de su apetito. Era poco experta en vinos; los que bebió le parecieron muy ricos. El comedor resultaba encantador, cálido; luego, ambos se sonrieron mutuamente con orgullo de propietarios cuando, tras haberse levantado el último grupo, se quedaron cómo únicos dueños y señores del lugar entre las volutas de madera dorada, los resplandores de la platería y el destello de las botellas que las blancas chaquetas de los camareros rozaban en un ballet silencioso.

Jeanne se sentía algo abandonada y contenta. Era la primera vez que una cena le ocasionaba la impresión de una dicha perfecta. También era la primera vez que del pastel de liebre al café, una pierna masculina había estado rozando una de las suyas con toda naturalidad.

Era ya tarde. Pierre Daumesnil la ayudó a levantarse. Se dirigieron hacia la entrada. La sostenía por el codo. Su mirada tropezó con el cuadro del unicornio. La joven se preguntó por qué le daba la impresión de turbación, de culpabilidad, de “no sé dónde correr a esconderme”. Recordó que se había vuelto para contemplarlo en el mismo momento en que la dueña del hotel le había propuesto a Daumesnil una habitación para ambos.

Sintió un escalofrío al descender los peldaños del portal. En la calle estallaron unos cohetes. La ciudad estaba de fiesta. Sonaba la música de un tocadiscos. Los chiquillos rompían unos tubos con muñecos disparando unas carabinas en unos tenderetes. Por encima de ambos jóvenes, brillaba la bóveda celeste. Unas torres y flechas góticas elevaban en las tinieblas sus recortados perfiles. De vez en cuando, la joven se estremecía, lo mismo que los tilos agitados por la brisa, y Pierre que lo había observado, orgulloso de su chaleco de ante, le había echado por los hombros su chaqueta. Una enorme chaqueta masculina que le golpeaba los muslos.

—Por favor, deme un cigarrillo —le susurró ella—. Habitualmente no fumo en la calle, pero esta noche... —calló, y rectificó—: Esta noche está bastante oscura y nadie se fija en mí.

Hablaba en voz baja, y él casi no le contestaba. La guiaba con autoridad, asida del brazo, imponiéndole el itinerario. De repente, se paró.

—Va a coger frío. Mañana veremos la casa del capitán Coignet.

—¡Me habría gustado...! —intentó ella protestar débilmente.

Mientras cenaban, habían hablado del bravo capitán del ejército de Napoleón, cuyas Memorias había leído ella en el Instituto y a quien su compañero le reveló como una de las glorias de Auxerre. Se habían puesto de acuerdo para ir a contemplar su casa antes de acostarse y cuando se había levantado Jeanne de la mesa, había insistido para que su acompañante no olvidase su promesa. Si debía ocurrir algo entre ambos, aquel paseo sería apropiado. Si nada debía pasar, prolongaría esta turbadora experiencia de la compañía masculina a la que se entregaba desde hacía pocas horas. Y además, intentaba, al desear ir a contemplar la casa del capitán junto con Pierre, mezclar la atmósfera tan particular de aquella jornada con la del dormitorio en que, de niña, había leído a la luz de su mesilla de noche, las Memorias de Coignet.

—¡Aquí está el hotel!

Los dos desfilaron por la recepción, donde estaban escribiendo las dos hermanas. Interrumpieron su tarea para desearles las buenas noches con idéntico movimiento de cabeza. En la escalera, Jeanne echó a correr. Era muy sencillo; sólo tenía que llegar a su cuarto, abrir la puerta con la llave que sostenía en la mano, y para mayor seguridad, llamar a la camarera. Le pediría cualquier tontería. Una botella de agua caliente. Hay gente muy friolera que incluso piden botellas calientes en el mes de mayo.

Introdujo la llave en la cerradura.

El la había dejado adelantarse. De reojo, ella divisó que Pierre desembocaba con mesurado paso por el extremo del pasillo. No demostraba malas intenciones. ¡Tanto mejor! ¡Sí, tanto mejor! ¡Por otra parte, ella no se lo hubiese permitido! ¡Ah, había sido una ridícula al preocuparse!

La cerradura funcionó. La puerta se abrió. Era muy sencillo, sólo tenía que girarse, decirle buenas noches con la mano, “gracias”, y “hasta mañana”. Dio un paso hacia la habitación. Con la mano, a tientas, buscó el conmutador.

—Si mi chaqueta le sentase bien —dijo la voz de Pierre—, se la dejaría. Sí, queda usted muy coqueta con ella, pero le sienta algo grande.

La joven se quedó de una sola pieza. Pierre se le acercó, sin apresurarse.

—¡Oh, perdón! —exclamó Jeanne—. La había olvidado por completo.

—En cambio —añadió él, apaciblemente—, le regalo el amuleto de las Antillas. ¡Sí, soy supersticioso! El anillo y el relato van juntos. Es voluntad del testador. Hay que respetar sus deseos. Venga, se lo daré también.

Petrificada en el umbral, Jeanne vio cómo su compañero entraba en su habitación, inclinándose sobre la mesa. No era más que una silueta. La joven se dio cuenta que al bajar para cenar, Pierre había dejado encendida la lamparita de la mesilla de noche, que esparcía una suave luminosidad. Dio un paso hacia delante, luego otro, y al fin se encontró junto a la puerta del cuarto de Pierre. Este estaba ordenando las hojas del relato. Sin girar la cabeza, dijo simplemente:

—¿Quiere cerrar la puerta?

Esto podía explicarse por la corriente de aire que hacía estremecer los visillos. Antes de haberlo pensado una sola vez, Jeanne había obedecido. Se quedó vuelta de espaldas, con la mano sobre la manija. Por el crujido del suelo comprendió que él se le estaba acercando. Unas manos se posaron sobre sus hombros. Sintió un escalofrío por todo su cuerpo. Se oyó un leve roce de tela. El se había limitado a quitarle la chaqueta de encima de su espalda, dejándola sobre un sillón.

“¡Bueno —pensó la joven—, recupera su chaqueta, ahora me entregará los papeles, y volveré sola a mi habitación.”

—¡Oh, por favor...!

—Evidentemente —le explicó él, con los dedos sobre el escote de la blusa—, los vestidos de mujer son más complicados que las ropas de los hombres, y, además, nosotros tenemos los dedos más torpes.

Ella seguía de pie, el rostro orientado hacia la puerta. El estaba a sus espaldas, los brazos pasados en torno a los de ella.

—¡Oh, por favor! —repitió ella, en voz baja, asiéndole de las muñecas.

Sus dedos se enlazaron.

 

Se levantó, asombrada de no sentirse extrañada al encontrarse allí. Se desperezó. Por entre las hendiduras de las persianas brillaba un sol resplandeciente.

Dos golpes, resonaron en la puerta. Se estremeció. No se atrevió a despertar a Pierre sacudiéndole para suplicarle que gritase que no entrase nadie.

—¡Esto es lo que quería saber! —gritó la camarera, depositando la bandeja del desayuno sobre la mesita—. Un momento. Voy a buscar el de usted.

Jeanne se sentía avergonzada. Por primera vez sintió su cara manchada con el jabón de un hombre que se estaba afeitando a su lado. Y por primera vez dijo en el momento en que se vestía:

—¡Es terrible! Fíjate cómo has doblado tu pantalón.

Luego, ella le sorprendió negándose a entrar en el coche con él. Se sentía extrañamente lúcida y sabía que había que poner fin a un estado de cosas que no podía durar. Pero él la asombró con la justeza de sus cálculos, ya que, al ir a tomar el tren, se enteró de que él le había mentido la víspera, pues todavía había un ómnibus a las ocho y media de la noche.

Ambos se sorprendieron al seguir siendo buenos amigos hasta la hora de la partida de Jeanne al mediodía. Su viejo amo se le había hecho insoportable. Además, quería “dirigir su propia barca”. Y su barca la condujo a Cannes, en donde se convirtió en la mujer de negocios que tiene éxito, que posee encanto y que vive a su placer.

 

—¡Es muy peligrosa esta herramienta! Mira lo que me has hecho; estoy sangrando. ¿Por qué la llevas?

Era en El Cairo, una luminosa mañana. La habitación estaba inundada por los rayos de luz irradiados a través de los cortinajes. Robert, el joven arqueólogo al que había encontrado en el curso de su viaje, restañaba su herida con la sábana.

—Es un anillo que respeto mucho, querido. Creo que sin él me habría quedado tal como estaba.

—¿Y cómo estabas?

—Al contrario de ahora. O más bien, no es exacto, estaba alelada. Y entonces me regalaron este fetiche. Y éste me salvó. —Añadió, mordiendo su brioche—; Tú, que has escrito una tesis sobre los objetos de arte mágicos de las Antillas, habrías debido reconocerlo.

—No lo entiendo —murmuró él, haciendo saltar el anillo sobre la palma de su mano—. No entiendo cómo has podido ser salvada por esto. Es el anillo más trivial de las Antillas, pero para una europea... ¿Es que naufragaste alguna vez?

—¿Naufragar?

—Sí, es un amuleto contra los tiburones.