«Méhée, lugarteniente del VII Regimiento de Cazadores Montados, 1ª División, 1.º Cuerpo, a Edmund Léobel, calle Orsino, Nantes.

 

Moscú, 11 setiembre 1812

 

Aunque fecho esta carta en Moscú, todavía no he entrado en la ciudad, lo mismo que ningún francés. Los que como yo se hallan en vanguardia, solamente la han contemplado, como la contemplo yo en tanto te escribo, sentado sobre una peña junto a mi caballo.

Resplandece a nuestros pies. Si fuese bastante cachazudo, podría contar las mil cúpulas abigarradas que brillan al sol. Un cosaco hecho prisionero, gracias a un oficial alemán que habla ruso, acaba de detallarnos la ciudad, extendiendo el dedo sucesivamente hacia cada barriada. Nos ha enseñado las torres de Petrovskoié, el castillo donde se hacen coronar los zares, la imponente mole del Kremlin, cercado en sus murallas, el Ayuntamiento, el museo, la iglesia San Miguel, la torre de Iván, cuya famosa campana está hundida en la tierra. Nos ha mostrado el barrio chino, denominado Khitaigerog, dominado por la Bolsa de los Mercaderes, y constituido por un dédalo interminable de tiendas orientales, abastecidas desde las orillas del océano Indico y el mar Rojo. ¿No hace soñar todo esto?

Es una ciudad inmensa, con más de cuatrocientos mil habitantes; la Ciudad Blanca y la Ciudad de Tierra contienen todas las maravillas de Asia y Europa. Sus tejados iluminados, dorados, nacarados incluso, constituyen un paisaje deslumbrador. Se perciben avenidas que enmarcan perspectivas de palacios dominados por el Gran Teatro. Añado, a fin de que te hagas cargo del espectáculo que se ofrece a mi vista, que la ciudad tiene cuarenta verstas de circunferencia, es decir, ya que en Nantes no se cuenta por verstas, algo semejante a diez leguas.

Tal es el reino donde tu amigo Méhée va a penetrar gloriosamente mañana por la mañana. En las grandes arterias se distinguen columnas de caballería rusa en tuga completa. Esperamos, pues, que Moscú no sea defendido. Entraremos en plan de desfile, con todos nuestros triunfales estandartes desplegados. Hemos ya recibido la orden de limpiar los instrumentos, cambiar nuestros trajes... y afeitarnos. En torno a mí, centenares de caballeros se disputan los espejos instalados de cualquier forma; los que van mejor vestidos no llevan más que una camisa blanca cuyos faldones agita una ligera brisa. En resumen, nos aprestamos a defender la reputación de elegante que posee Francia.

Te aseguro que esta entrada en Moscú, las horas que allí viviré, serán la compensación a las decepciones que me ha prodigado hasta aquí la carrera de las armas, y de las que tú has sido testigo. Apenas entrado en la Escuela Militar, como sabes, me rompí la pierna. Apenas enviado a España, fui herido por una hoz manejada por un aldeano anónimo. Tan pronto me curé, me enviaron a Verdún, de guarnición, donde la única distracción era comer confites. Había soñado con la gloria, y solamente alcancé aburrimiento y disgustos.

También había soñado con seducir al bello sexo gracias a mis prestigiosas heridas, condecoraciones y el rumor de mis grandes proezas, y me vi exilado a una pequeña ciudad abarrotada de militares, donde las jóvenes sólo podían elegir entre los héroes de Austerlitz, Jena o Marengo. ¡Y para colmo de desdichas, la campaña de Rusia empezó sin mí! ¡El interés que sientes por mis diez dedos y mis cuatro extremidades, te llevó a felicitarme por mi suerte, cuando yo me moría de rabia! Antes de poder contestarte; llegó la orden a nuestro regimiento de entrar en campaña. Nos unimos al Gran Ejército al día siguiente de la sangrienta batalla del Moscova, y si bien no tengo ningún episodio guerrero que contarte, al menos esto le ha valido a los de mi regimiento ir bien vestidos, poco enfangados y tener la oportunidad de ser los primeros en entrar en Moscú.

Comprenderás que lo que con más ansia espero es el espectáculo de los ventanales y balcones de esta ciudad. Mis padres y abuelos me han contado innumerables veces sus entradas en Nápoles, Viena o Berlín. Aún sucios de polvo y sangre, levantaban la vista para divisar a las damas y damiselas en sus balcones, mudas de admiración. De noche, volvían a verlas en los teatros, maquilladas y con los hombros al descubierto, disputándose el placer de ser individualmente conquistadas por el conquistador. ¡He aquí lo que me espera en Moscú!

Mi fiebre es tanto más viva cuanto que las últimas mujeres con quienes he hablado son las enormes rameras del puesto polaco, tan feas, que podían asustar a nuestros caballos. Desde que hemos puesto el pie en Rusia no hemos podido contemplar ni un solo rostro femenino, si exceptuamos las novicias de un convento de monjas en donde dormimos hace cinco días, pero la madre superiora, persuadida de que éramos diablos perversos, había hecho asperjar los cuerpos de las jóvenes con agua bendita y negro de humo, lo que las privaba de atractivo.

Por esto, en lugar de continuar esta carta o de seguir acicalándome, me dispongo a soñar con las bellas moscovitas, de ojos color de Asia, las cuales, tal vez dentro de pocas horas, abatirán sus largas pestañas ante mis miradas.

Perdóname que me interrumpa y termine esta carta al galope, pero acabamos de recibir órdenes. ¡Es mi Compañía la que mañana entrará la primera en Moscú! ¡Oh, dicha! ¡Oh, esperanza! ¡No cedería mi puesto por el de un consejero de Estado!

¡Saludos a ti, y viva la gloria!»


 


«Méhée, lugarteniente del VII Regimiento de Cazadores Montados, a Edmund Léobel.

Moscú, 15 setiembre

 

¡Sí! ¡Moscú! Ahora ya estoy en ella... Los astrólogos deben tener razón. Cuando se ha nacido bajo una fatal estrella, es en vano que se busque la suerte...

Esta carta, probablemente, llegará a ti al mismo tiempo que la anterior. Escribí la primera con el corazón alegre, pero escribo ésta con la muerte en el alma.

A las dos de la tarde, tenía el viento de popa. El rey Murat mandaba nuestra vanguardia. Resonaron unos cañonazos, asestados contra el Kremlin para poner fin a la resistencia de un puñado de cosacos ebrios, y presidiarios. Un puente, resplandeciente al sol, se abría a nosotros. Henchido de felicidad, era mi pelotón el que iba al frente. O sea que cabalgando a la cabeza de mi tropa, era yo el primer caballero francés que abandonaba los arrabales para penetrar en Moscú. Mis botas francesas brillaban como una coraza. Mi camisa relucía de blancura. El cabello perfumado, el mentón liso como el mármol, no podía dejar de echar un vistazo, ya a mis calzones de ante, de un amarillo brillante, ya a las bocamangas de mi levita o a mi chaleco escarlata, puesto que no ignoras lo bello que resulta nuestro uniforme. En fin, dejando a un lado toda modestia, resultaba un perfecto caballero.

Lo mismo que los chasquidos de una fogata, resonaban de vez en cuando algunos tiros de fusil. Nosotros apenas los contestábamos, puesto que sólo se trataba de civiles emboscados a orillas del río, y dejábamos a la infantería de la Guardia, que nos seguía, el cuidado de hacerlos prisioneros.

Delante de nosotros se abrió una amplia avenida. Los tambores redoblaron y las trompetas de la Guardia atacaron “La Victoria es nuestra”. Fue un gran momento. Yo intentaba mantenerme impasible, pero no podía resistir a la tentación de girar la vista a derecha e izquierda, buscando las ventanas atestadas de hermosas, los balcones adornados con chales de la India, y zumbando con el voltear de los abanicos...

¡Ah, querido! Las puertas cocheras estaban cerradas, los balcones vacíos, las fachadas desnudas y atracados los porticones. Imagínate un arrabal de Nantes un domingo de verano, cuando los habitantes que no están gozando de la fiesta en la ciudad, dormitan tras sus corridas persianas, o riegan sus rosales al fondo del jardín.

Pese a las pisadas de los caballos y los acentos de la música, oía murmurar a los jinetes a mis espaldas.

—¡Es una ciudad maldita! —rezongaban—. ¿Es que no hay mujeres aquí?

Claro que me reconfortaba el pensar que no era yo el único ser decepcionado.

Al cabo de media hora, nos hallamos frente a la primera muralla del Kremlin. Durante el trayecto, el único semblante humano que contemplamos fue el de una bruja que pasó la cabeza por un respiradero y la retiró con precipitación.

Un oficial vino a darme la orden de girar a izquierda, por una calle amplia y señorial, tan desierta como las anteriores. Aquel oficial se hallaba grandemente enojado. Encargado de guiar hacia el emperador la diputación de los burgueses de Moscú, no había podido hallar hasta aquel momento más que a un zapatero cojo y un cocinero francés, establecido en Moscú desde veinte años ha, el cual nos informó que toda la población había huido tras el ejército.

—¡Vamos, esto es imposible! —había gritado el oficial—. ¡Esto no se había visto jamás!

Yo había vuelto a ponerme en marcha. La música no tocaba ya. El resonar de mis botas me traspasaba el corazón. ¡Ah, vaya con mi famosa entrada en Moscú! ¡Para una vez que toda la gloria era mía, no había gloría de ninguna clase!

¿Te lo he confesado alguna vez? No recuerdo si durante nuestras largas conversaciones he llegado a contarte la causa de mi vocación militar. Fue hace dos años, un día de fiesta. Yo estaba en casa de mi tía Paulina con mis primas y varias de sus amiguitas. Me pavoneaba como un gallo... Inventaba historias... Faroleaba... Las damiselas se recreaban y me escuchaban con cierta complacencia encantadora. En fin, yo reinaba entre aquella asamblea femenina. De repente, el pavimento de la calle resuena bajo el paso regular de una tropa a caballo.

—¡Los lanceros! —grita mi prima Laura. Y ya están todas en la ventana, con el cuello estirado, las mejillas inflamadas, ávido el ojo, apretadas unas contra otras como ramillete dentro de sus vestidos de gasa, y haciendo crujir los dobles cortinones que apartan para ver mejor. Me quedo solo, boquiabierto, interrumpido en mi discurso, y tan colorado como mis primas, tanta era mi cólera y mis celos hacia aquellos malditos ataviados con calzones de ante, empenachados y gallardos, que desfilaban con risita de conquistadores sobre sus enormes corceles. Aquel día, a las cinco de la tarde, con un platito de croquetas sobre las rodillas, me decidí por la carrera de las armas, en el fondo de aquel salón, aterciopelado y oliendo a espliego. ¡Así fue todo!

¿Dónde estaba? ¡Qué importa, puesto que no ha pasado nada! Hemos llegado a la plaza del Gobierno, hemos albergado nuestras cabalgaduras en las corralizas del palacio, hemos cenado en un magnífico salón y ahora, tras haberme nombrado mi capitán el servicio nocturno, dormito ante una mesa de juego. A mi izquierda, dentro de un cofrecito nacarado, tengo unos maravillosos cigarros que me harán compañía hasta el alba. Es poco probable que nadie venga a importunarme, cosa que me encantaría, puesto que odio quedarme a solas conmigo mismo.

Hay vidas frustradas. Hay hombres valerosos que, durante toda su vida, llegan después del combate, obtienen un puesto el día en que ya carecen de valor, descubren afanes espirituales cuando no son más que unos patanes, y si alguna vez se muestran torpes es, naturalmente, en presencia de la joven objeto de sus preferencias. No puede lucharse contra el destino. Me gustan las mujeres, y éstas no se fijan en mí. Amo la gloria y me abandona, pero aún, me rehúye. Me conceden los honores del triunfo, y me escatiman los espectadores. Debo reconocerlo: si la joven más bella del mundo me concediese una cita, con toda seguridad me daría un ataque de gota al descender las escaleras.

¡Pero basta de filosofía y perdona mis jeremiadas! Peor para ti, por ser mi único confidente. El único remedio a mi tristeza es pensar en ti. He compartido la alegría de tu familia al enterarme de tus últimos triunfos universitarios, y formulo votos para que el señor de Beslard te consiga esa plaza de auditor en el Consejo de Estado.

Sería preciso que...

Perdona que me interrumpa. Me han llamado para confiarme el mando de una patrulla destinada a impedir que los soldados cometan excesos, y, particularmente, que, embriagados, se dediquen a incendiar las mansiones vacías. Hay ya algunas hogueras. ¡Vaya con mi primera noche en Moscú! Me la pasaré azotando a unos borrachos...

 

¡Ah, querido! ¡Cuántos acontecimientos!

La mano con que vuelvo a empuñar la pluma está ennegrecida, herida, manchada de sangre. En verdad, no sé qué contarte ni por dónde empezar mi relato. Lo más sencillo será principiar en el momento en que interrumpí la carta para ir, melancólicamente, a cazar a los merodeadores.

En la sala de armas hallé al oficial de alojamientos, Ribaud, y lo envié a reunir a los hombres. Luego, eché las últimas bocanadas de mi cigarro en compañía de unos oficiales que jugaban a las cartas, sentados a horcajadas delante de la puerta de su general. Su comentario era aún el mismo: nunca se había visto una ciudad desierta por completo como ésta. Y cada cual enumeraba las entradas triunfales a las que había asistido.

—Esto no me extraña —afirmó un capitán, solo contra todos—. Yo vi un fenómeno parecido al entrar en Lisboa. Aparte de algunas mujeronas que temblaban de odio ante nuestra presencia, todos los habitantes se habían escondido en sus cuevas. Pues bien, al día siguiente se atropellaban para salir cuanto antes: los hombres para negociar con nosotros, y las mujeres para ofrecernos su amor.

Aquella esperanza de una milagrosa repoblación de Moscú no había conseguido animarme; de todas formas, mi entrada triunfal ya había fracasado. Las damas no me habían visto desfilar. Y la competencia de los hábiles veteranos que me rodeaban no dejaría de resultar desastrosa para mí.

Aplasté mi cigarro con la bota sobre una alfombra de Oriente, me abroché el capote y descendí la escalera, a cuyo pie me esperaba la patrulla. Nos pusimos en marcha, cabalgando unos detrás de otros a lo largo de la calle, a cuyo extremo unas volutas de humo rojizo, sembrado de chispas, parecían requerir nuestra intervención.

Era un palacete que ardía con estrépito, crujiendo por todas partes. Cuando hemos llegado a él, era ya una antorcha.

—¡Cáspita! —le he dicho al mariscal Ribaud—. Aquí hacen falta los bomberos; nosotros no podemos hacer nada.

—A lo que parece, las bombas de incendios han sido destruidas antes de nuestra entrada —gruñó Ribaud—. No es muy inteligente por parte del municipio. ¡Mire esos desdichados que huyen! ¿No harían mejor pasándose cubos de agua unos a otros? Los incendios se propagarán con rapidez, en vista de la gran proporción de madera que existe en los edificios.

Hablaba disgustado, y es que tú no sabrías imaginarte, querido Edmund, la belleza de las raras maderas con que se hallan construidas las fachadas de los edificios. Así es como yo me imaginaba Persia. ¡Al final de esa absurda estepa, esos palacios eran como los de “Las mil y una noches”!

Hemos continuado nuestro camino con ojo alerta, ya que nuestra misión era arrestar a los soldados merodeadores o incendiarios que tropezásemos en la calle.

Esta misión sin gloria me repugnaba, y ya me vanagloriaba con la dicha de no encontrar a ningún francés en nuestro recorrido, cuando en un establecimiento de baños en forma de mezquita, al que las llamas alumbraban como en pleno día, hemos visto salir a una media docena de granaderos. Ribaud se precipitó hacia ellos. Guando supieron que teníamos intenciones de llevárnoslos, lanzaron gritos de indignación y un cabo muy gordo pretendió que ellos nada tenían que ver con el fuego, puesto que éste había sido encendido por los moscovitas, que habían entrado en el establecimiento de baños con antorchas en la mano, arrojando granadas cuando los soldados habían intentado impedirles que incendiasen las escaleras.

—Si alguna vez necesito un buen abogado —tronó Ribaud— no dejaré de llamarle a usted, cabo. Tiene una imaginación maravillosa. Espero que la emplee en divertir a los caballeros del consejo de guerra al que pienso enviarles a todos.

—¡Vea —exclamó el cabo— la prueba de que no miento!

Con un gesto de su mano señaló un grupo de hombres envueltos en abrigos de pieles que abandonaban el establecimiento en llamas, e intentaban ganar la calle contigua.

No prestando ningún crédito al relato del cabo, me limité, con una mescolanza de francés y algunas palabras rusas que habíamos aprendido, a llamar a aquellas pobres gentes que yo tomaba por domésticos u obreros abandonados por sus amos en Moscú, y huyendo ante las llamas.

De repente, Ribaud me golpeó con tanta fuerza que me derribó del caballo. Tan pronto toqué tierra —dolorido, como puedes suponer, y enfurecido—, oí silbar una bala. Cuando me incorporé, mis soldados cargaban ya contra la banda de moscovitas. Entonces comprendí que Ribaud había visto cómo uno de aquellos energúmenos me estaba apuntando, y me había salvado la vida.

No tuve tiempo de darle las gracias. En medio de las tinieblas, disipadas por la luminosidad anaranjada del palacio incendiado, que se estaba derrumbando, se había entablado un feroz combate entre mis caballeros y los incendiarios.

—¡Vea, teniente, como no le he mentido! —me ha dicho el cabo con tono burlón, mientras me ayudaba a subir al caballo—. Si hubiesen ustedes razonado un poco, habrían comprendido que no íbamos nosotros a incendiar unos edificios llenos de oro, de pieles, de licores y víveres.

No intenté reñirle por su insolencia, tanta era la prisa que sentía por entregarme al ardor de la lucha que continuaba violenta por las esquinas y rincones del callejón. Una hermosa carga de caballería, a pleno sol, bajo la mirada de águila del emperador, es la proeza con la que siempre he soñado, sin que mi mala estrella me haya permitido jamás tomar parte en una, y, en cambio, me ha ofrecido hace pocas horas algo que me erizaba de horror: ¡una refriega a muerte en la negrura de un callejón!

Sin embargo, hice un esfuerzo y me adelanté al lugar donde los últimos incendiarios caían abatidos bajo los sables de mis caballeros. Uno sólo consiguió emprender la huida. El callejón estaba tan oscuro que no lo hubiéramos visto, a no ser por la antorcha que llevaba en la mano.

En esa cabalgada, nos heríamos mutuamente, chocando nuestras monturas unas contra otras. Por mi parte, sufrí un golpe de sable en la tibia que, pese a mis polainas, aún me duele.

El hombre se había hundido bajo el salidizo de un palacete. Hemos saltado al suelo y hemos corrido hasta el portal, a sus alcances... ¿Alguna vez has tenido pesadillas, Edmund? ¡Pues bien, aquello no era una guerra, era una pesadilla! Hemos hallado al hombre en el vestíbulo. Calzado con botas bajas, embutido en un abrigo de piel de cordero, con una especie de toca en la cabeza, las mejillas rasposas por la barba, la mirada fría y estúpida, se destacaba claramente del amarillo del cuero cordobés que recubría los muros, iluminado violentamente por los cortinajes que acababa de inflamar.

Breton, el más joven de mis cazadores, le envió un sablazo en pleno rostro. Sangrando, jadeante, cojeando, la piel de las mejillas como el papel de un cartel que acabasen de arrancar, sólo los dientes blancos en aquella oscuridad, arrimó la antorcha sobre la seda de un sofá. Otro sablazo le cortó la muñeca y la antorcha cayó al suelo, pero volvió a cogerla con la otra mano. Al fin, querido, aquel agonizante, cuya sangre manaba como de una fuente, todavía estaría ocupado en incendiar cuanto estuviese a su alcance si un pistoletazo no le hubiera enviado, de una vez por todas, a los dominios de Plutón.

Yo estaba empapado en sudor. Recuerdo que he pretendido sentarme en el sofá ya lamido por las llamas, que mis hombres estaban tratando de apagar a golpes de sable. Con un signo de la cabeza he llamado a Ribaud.

—Creo que nuestra misión ha terminado. Nos han enviado a perseguir a los malhechores, pero ha quedado demostrado que no son nuestros soldados quienes incendian Moscú, sino las bandas bien organizadas de Rostopkin, que ha debido dejar detrás suyo antes de huir. Lo más urgente es prevenir al general.

—Es también mi parecer —asintió Ribaud.

Mientras que él reunía a los hombres, he intentado recobrar la calma, reafirmar mi sosiego, y me he apoyado junto a uno de los cortinajes, aún en llamas, para encender uno de los cigarros que me había llevado conmigo.

El cadáver del ruso, a mis pies, me ha parecido inmenso. Del mismo manaba un hilo de sangre que ensuciaba los arabescos de una espesa alfombra de Oriente. Al fondo del vestíbulo uno de mis cazadores, herido en el antebrazo, rociaba con una llovizna rojiza la seda del sofá en el que había caído. En la escalera oí los gritos de Ribaud intentando reunir a nuestros soldados. Estos se habían unido a los granaderos con quienes nos habíamos tropezado. El oficial de alojamientos se desgañitaba, pero en vano. ¡Cada cual sólo pensaba en el saqueo!

Me he levantado y con paso vacilante he empezado a subir la escalera. Cuanto más miraba a mi alrededor, tanto más olvidaba que era el jefe de una patrulla de policía. He hallado una palmatoria y su danzarina llama sólo me ha revelado tapices, pieles, divanes revestidos de brocados, muebles con incrustaciones de nácar, gigantescos cuadros con marcos de oro, tapicerías desmesuradas, muros empurpurados hasta el infinito...

De vez en cuando entreveía la sombra de uno de mis soldados, fascinado también por estas maravillas que, a la vacilante luz de las velas, reconstituían el decorado de un cuento oriental.

¡Por fin, después de su fría acogida, Moscú se decidía a ofrecerme el espectáculo de los fastos orientales, cuyo espejismo había hechizado mi corazón al abandonar Verdún! Me he sentido ávido de aquellas magnificencias y no sé si iba en busca de la princesa, o si como Simbad, me hallaba sobre la pista de un tesoro. Bajo un pórtico de marfil, no me habría sorprendido lo más mínimo encontrarme con un sultán bárbaro, esperándome para librar un singular combate.

—¡Ah, maravilla de maravillas!

La exclamación del soldado me ha hecho girar la cabeza. Veía su imagen en el agua profunda de un espejo que coronaba un tocador. Abría la boca como un ahogado, apretadas las aletas de la nariz, chispeantes las pupilas. Ante él el cajón abierto del mueble resplandecía de collares y brazaletes en la penumbra.

Me he olvidado de quién era. He avanzado un paso. El soldado y yo nos hemos contemplado mutuamente. Nuestros dedos se tocaban en el cajón y, silenciosamente, nos hemos llenado los bolsillos de joyas.

—¡Banda de ladrones! —nos ha gritado Ribaud.

El sudor resbalaba por mi rostro. Me he vuelto. Había creído que el oficial de alojamientos se dirigía a mí. Por fortuna, se trataba de dos soldados ocupados en romper, a martillazos, un San Nicolás de oro macizo.

—¡Pero si todo esto corre el riesgo de arder! —se defendía uno de los soldados.

—¡Apoderaos de los víveres, de las pieles, pero no de esto! —ha gritado Ribaud.

Luego me vio y se acercó a mí:

—No son los bienes de esos perros rusos los que defiendo, pero un soldado agobiado por su botín no vale para nada.

El final de su frase se ha perdido entre el estruendo de una terrible detonación. La conmoción ha sido tan fuerte que he creído que el palacio se derrumbaba, y nosotros con él. Yo ya había bajado la escalera, saltando por encima del cadáver del ruso y había llegado al portal, cuando, en el patio, me he hallado frente a dos centinelas apostados por Ribaud.

No habían visto nada, excepto un enorme tejado de zinc colorado que se había caído a pocos pasos.

Uno tras otro, los soldados se nos estaban reuniendo en el patio. Ribaud ha sido el último en franquear el portal.

—Estos cerdos han debido ocultar bombas en la casa —ha observado fríamente—. Por fortuna, no conocen su oficio. La explosión ha sido en la cueva.

Enojado por haber huido tan de prisa y celoso de la calma de Ribaud, le he arrancado su antorcha a uno de los centinelas y he regresado al portal.

—¡Mi teniente! —me ha gritado Ribaud—. Lo mejor será que vayamos a presentar nuestro informe. ¡Ya lo hemos visto todo!

Yo he hecho oídos sordos. El vestíbulo se presentaba ante mí. ¿Qué estaba buscando? ¿Tal vez la prueba de que no tenía miedo? Porque créeme, Edmund, no tenía el menor motivo para volver a penetrar en aquella mansión. Me repetía a mí mismo: “Así me quedaré tranquilo”, pero esto era una simple formula, puesto que creía vacío el edificio.

En medio del gran salón, crujieron las suelas de mis botas. A mis pies yacían los restos de una araña monumental que la explosión había arrancado del techo. Al mismo tiempo, los gritos de mis cazadores resonaban en el portal:

—¡Fuego! ¡Fuego!

Creo que he dado media vuelta, dando unos cuantos pasos en dirección al vestíbulo, decidido a huir de aquella mansión. En todo caso he dado un salto. Mi corazón ha latido fuertemente. Alguien se movía al fondo del salón.

Mi espanto había sido provocado por el roce de un cortinaje. Luego crujió el piso. Instintivamente, he sacado el sable. Con la otra mano seguía sosteniendo la antorcha y, guiñando los ojos, he intentado descubrir la sombra que rodeaba la extremidad de aquel inmenso salón. Se ha producido un silencio y luego un rumor de pasos precipitados que hollaban el espesor de la alfombra. Esta vez he distinguido una silueta. Durante un segundo he vacilado entre la tentación de huir y el deseo de demostrarme a mí mismo mi valor. Quizá debía haber huido, pero la impresión de ofrecer mi espalda como blanco a un misterioso adversario me ha retenido, lanzándome al ataque. De un salto, he pasado por encima de la araña. Vacilante, temblorosa, mi antorcha proyectaba delante de mí un fantástico resplandor.

Me he visto frenado por mi propia imagen, despavorida, que se reflejaba en un espejo florentino contra el cual se acurrucaba una joven con el semblante contraído por el miedo.

Durante un instante no ha ocurrido nada. Mi mirada iba alternativamente del espejo, donde yo estaba retratado, a la joven. Me contemplaba como si yo fuese una persona distinta, aunque era yo mismo, con mis charreteras, mis galones, mis botones de acero en mi levita y mis grandes botas golpeadas por la vaina de mi sable. Mi descubrimiento había petrificado mi impulso, y me contemplé, petrificado en aquel espejo, con la barbilla alta, las mejillas ahuecadas por el resplandor de la antorcha, la mirada despavorida y unos mechones hirsutos saliendo por debajo de mi “colback”. Era una visión espantosa.

Y esto también lo he leído con cierta satisfacción en la hipnotizada mirada de la joven. Era una inmensa mirada negra en una figurita, que no parecía hecha para sentir temor, con su nariz coqueta y respingona, sus gruesos labios de niña y los bucles alborotados de sus oscuros cabellos. Apoyada en el marco del espejo sujetaba con ambas manitas los pliegues de su vestido de satén. Fue ella la que primero habló. Al principio no fue más que un murmullo ronco. Yo no escuchaba, lo que decía. La joven era mi espejismo, la que había estado buscando en las ventanas desiertas de Moscú, al entrar en la ciudad. Estaba allí, temblando ante mí, y yo me hallaba adornado con todo el prestigio del guerrero. Recuperé la conciencia cuando oí los gritos del oficial de alojamientos que corría por el vestíbulo en mi busca.

—Señor oficial —decía la joven—, os ruego que no me matéis.

Había en su voz una mescolanza de tonos graves, ácidos y otros suaves, dulces... En fin, yo había perdido la cabeza, y no te sorprenderá, mi querido Edmund, si es que en realidad he conseguido darte a entender lo que esta noche ha tenido de espantoso, después de la triste desesperación de mi entrada en Moscú, en el interior de aquel palacio extraño a la luz de las antorchas, y ante aquel encuentro que más tenía de ensueño que de realidad.

—No temáis, señorita. Soy yo quien se halla al mando de esta patrulla. Soy yo quien os protegerá.

Por años que viva, la veré siempre escuchándome, fruncida su naricilla, apesadumbrada por haber hablado yo demasiado de prisa.

—Gracias —me ha dicho.

Hemos atravesado el salón juntos. He devuelto mi sable a su vaina. Sólo nos hemos separado un instante para rodear, cada uno por su lado, la araña caída. ¡No me digas que ya estaba trastornado por la pasión! Tenía mil razones para venerarla, para admirar su sangre fría y la forma como, en aquella asombrosa circunstancia, ha sabido conservar la reserva altanera de una joven de alto rango.

Ribaud y mis cazadores, en el portal, han sentido extremadamente avivada su curiosidad. No han disimulado su admiración, que han expresado en vivos términos. No me he atrevido a ordenarles que se callasen, por temor a que Alexandra, en caso de que no hiciesen caso de mis advertencias, no se apercibiese de mi limitada autoridad sobre aquellos veteranos.

¡Porque se llama Alexandra! Lo he sabido más tarde, durante el regreso entre dos hileras de llamas, cuando hemos estado cabalgando en una especie de zanja ardiente, y más chispeante que el estallido de un castillo de fuegos artificiales, ella en la silla de mi caballo, con un brazo en torno a mi cuello y la mejilla pegada a mi espalda.

Para protegerla contra el asfixiante humo, le he puesto mi capote sobre el rostro, y la he sentido respirar contra mi piel, de la que se hallaba Separada sólo por la camisa. Tejas incendiadas iban cayendo de los tejados. Hemos tenido que soportar una lluvia de fuego que nos asaeteaba como abejas. Yo apretaba a Alexandra contra mí, rodeándola con mis brazos y los faldones de mis ropas, como perdida y petrificada en aquel inmenso vestido que parecía desear incendiarse.

Sentía vergüenza de las joyas que tintineaban en mis bolsillos. De aquella noche extraordinaria sólo hubiese querido obtener como botín aquella joven desconocida, cuyo cuerpo, a la vez flexible, musculado y firme, se abandonaba entre mis brazos.

He bendecido cada salto de mi caballo, cegado por la humareda, asustado por el estrépito de los derrumbamientos y el rugir del incendio, ya que cada uno de ellos me procuraba la ocasión de estrechar mi brazo, de oprimir una rodilla, un talle suave, sus sólidos muslos, una espalda desnuda, suave como para hacer perder la cabeza; en fin, todo cuando yo había deseado y esperado, sin creer alcanzarlo, en tanto atravesaba las áridas planicies de Rusia.

A la extravagancia de mi felicidad se añadía la del espectáculo que nos rodeaba. Por un verdadero dédalo de callejuelas, habíamos conseguido salir de la zona incendiada, y las calles comenzaban a poblarse de gente. En los quicios de los portales, pobres moscovitas, familias de mogoles y judíos estaban arrodilladas al lado de algunos pocos bienes, que habían podido salvar de las llamas, o que habían robado. En una plaza muy sombría, vivaqueaba un pelotón de la Guardia imperial. En las ramas de los árboles había colgados los cuerpos de unos cincuenta incendiarios. Luego, hemos desembocado en la plaza del palacio del que habíamos partido; hervía de soldados que no habían perdido el tiempo dentro de las casas. Iban cubiertos de pieles, ataviados como kalmukos, chinos, mongoles, cosacos, tártaros, persas, turcos, lapones. ¡Un verdadero baile de máscaras! Y pensar que siempre he lamentado no haber acudido nunca al baile de la Opera... Me he quedado aturdido ante aquel inusitado espectáculo. La púrpura del incendio todavía resplandecía en el firmamento, y por entre las pavesas nuestros soldados se regalaban con todas las golosinas al alcance de sus manos: “lukums”, confituras, pescados secos, licores, vinos raros..., ¡todo a la vez!

He descabalgado en el patio de honor y he recibido a Alexandra en mis brazos. T. a he contemplado un instante antes de depositarla sobré las losas. Tenía que ir a dar cuenta de mi patrulla, y no sabía qué hacer de mi precioso botín, que lo miraba todo con grandes ojos angustiados, cuando Petit Luc, que me vigilaba, ha acudido providencialmente.

Le he dicho la misma, mentira que le había dicho al oficial de alojamientos, haciendo pasar a Alexandra por una joven de origen francés, cuya familia estaba emparentada con la mía. Petit Luc la ha tomado a su cargo, no sin antes decirme que como el bello apartamento que me habían asignado en un palacio de la vecindad había ardido, se había pasado la noche buscando otro, minúsculo, pero maravilloso en comparación con los de mis camaradas, a los que habían tenido que recurrir a causa del incendio.

Aprovecho esta ocasión para darte noticias de Petit Luc, ya que es tu protegido. No lamento haber cedido a tus ruegos cuando te apiadaste de este muchacho parisiense, que no había podido alistarse como tambor por ser demasiado enteco: es activo, despabilado, buen consejero pese a sus catorce años y me ha servido maravillosamente durante esta campaña, sacándome muchas veces de apuros.

Guiado por Petit Luc, Alexandra ha marchado, pues, hacia mi “palacio”. En cuanto a mí, acabo de presentar mi informe a mi capitán, que me ha enviado al diablo, puesto que ya hace mucho tiempo que en el cuartel general sabían que no eran los merodeadores franceses, sino los presos, armados con antorchas por Rostopkin, quienes iban incendiando sistemáticamente esta desgraciada capital. ¿Por qué? ¡Es preciso que los rusos estén locos! ¡Aunque todas las casas ardiesen juntas y Moscú quedase borrado del mapa, aún le quedarían al emperador bastantes sótanos para alojar a todo el ejército francés! Y como los depósitos no han sido alcanzados, este incendio no podrá hacernos morir de hambre. ¡Es raro que el fanatismo posea inteligencia!

¡Bueno, me burlo del fanatismo, de la inteligencia o de la estrategia! Desde la hora en que redacté esta auténtica gaceta de Moscú, en la mesa de juego, no hace tanto rato, he vuelto a revivir con tanta dicha como fiebre los perturbadores incidentes de esta noche.

Por el alto ventanal veo ya que la aurora destella en el horizonte, señal de que termina mi servicio y que podré correr al sitio donde me aguarda Alexandra. Las llamaradas del cielo y las de los palacios se entremezclan; los vapores matutinos se combinan por la brisa con las volutas del incendio. ¡Pero que arda Moscú! ¡He logrado una victoria!»

 



«Méhée, lugarteniente del VII Regimiento de Cazadores Montados, a Edmund Léobel.

 

Moscú, 23 de setiembre 1812Mi querido Edmund:

 

¿No es un poeta hindú el que ha escrito que el canto más bello salido de labios humanos no habría existido si otros dos labios no se hubiesen posado sobre ellos? Al vivir a las puertas de Oriente, ya ves que tu amigo se torna en rival de Galland. Pero si he apelado a esa autoridad asiática, es para hacerme perdonar mi silencio. Hace ocho días que estoy pensando en escribirte; pero me han faltado horas libres, y los pocos ratos de que he dispuesto los he tenido que emplear, o pensando en Alexandra, o corriendo en busca de una bagatela que desea.

Vivimos ambos en una especie de pabellón de guarda, situado al fondo de un jardín muy mal cuidado y separado de los muelles del Moscova por unos pesados arcos. Como muebles, poseemos un confidente completamente inútil, una biblioteca vacía, algunos taburetes y un tapiz inmenso representando a Teseo en Naxos. Me olvidaba de unas maletas repletas de objetos heterogéneos, que nos sirven de mesa, y un soberbio samovar. Es cuanto nuestros predecesores, en su fuga, nos han dejado.

Por la noche extendemos una cortina de indiana para separar nuestros camastros improvisados que Petit ha dispuesto a cada lado de la estancia. El duerme en el vestíbulo, contra la puerta de entrada, con una piel de zorro colorada por la que pretende haber pagado cinco francos la noche del incendio, detalle que no intento ahondar puesto que me vería sumamente apurado si me preguntasen de dónde cogí el puñado de joyas que ya sabes.

He experimentado serios remordimientos por aquel acto de pillaje, al pensar que lo había cometido en detrimento de la herencia de Alexandra. En efecto, es una de las hijas del conde Novosilrov, propietario del palacio donde la descubrí. En fin, me consuelo pensando que como el palacio quedó calcinado, las joyas también las habría perdido. No le he confesado mi latrocinio, pero casi cada día cambio una perla o una sortija por alguna fantasía que le regalo a mi compañera.

Positivo y observador como eres, no habrás dejado de observar que cada noche, Alexandra y yo corremos un cortinaje entre nuestras camas. Mis soldados, mis camaradas, tal vez incluso Petit Luc, se hallan persuadidos de que mi protegida se convirtió en mi amante al día siguiente del incendio. He desmentido tales rumores sin poner, empero, mucho énfasis en mi acento. Es porque en el fondo considero a Alexandra como mi querida, aunque todavía no haya sido mía.

Me admira. No quiere conocer a ningún otro francés, más que a mí..., excepto al emperador, ya que sus simpatías hacia Francia, su pasión por la guerra (¡es belicosa como un arcángel!) y sobre todo la pasión que ella siente con toda naturalidad por el semidiós que dirige mis destinos, la impelen a ver a Napoleón de cerca. ¿Qué te decía? Que yo lo era todo para ella, y que sólo depende de mí que la joven me dé lo que en el vocabulario amoroso se llaman “pruebas decisivas”.

No tengo prisa. Sería necesario ser muy imbécil, cuando se escucha con éxtasis una pieza musical, que los ejecutantes se apresurasen.

Por la mañana, abrazados estrechamente, sobre su camastro, bebemos el té y mordisqueamos los bizcochos de confitura que nos trae Petit Luc. Ya que si mi servicio me obliga temprano, Alexandra vuelve a dormir después de mi partida. A veces estoy hasta las cinco sin verla. Un crepúsculo dorado ilumina el jardín cuando llego a su lado, esperándome ella ya sosegadamente. Comemos a la luz de un hermoso candelabro que he adquirido, y luego nos vamos a pasear por las orillas del río. Las noches rusas son de una transparencia mágica. Oprimo a mi pequeña condesa contra mi cuerpo. Ella no se defiende, aunque no puede reprimir, cuando mis caricias se tornan opresoras, los sobresaltos de un emocionante pudor.

¡Han sido precisos bastantes paseos al borde del río para conseguir mi primer beso! Y todavía no me ha entregado nunca su boca, sin haberse librado a grandes remordimientos que a veces la llevan a deliciosas demostraciones de violencia. Ayer, al ver que yo prolongaba el beso más audazmente que de costumbre, me mordió la boca cuando la solté.

Luego regresamos a oscuras a nuestra pobre morada y corremos la famosa cortina. Sin embargo, gracias a la transparencia de la indiana, vivamente iluminada por el candelabro, yo asisto, a modo de sombra chinesca, al acto de acostarse de mi joven virgen, demasiado sencillo y excesivamente rápido para mi gusto, ya que, tan brusca como un muchacho, no hace más que quitarse el corpiño y la falda, desenlazar el corsé y dejar caer esta prenda que las parisienses ignoran: un pantalón de seda, cerrado por hebillas en el encaje, y al instante se mete entre las sábanas.

Una vez apagada la vela, no abandonamos la partida. En voz baja cambiamos al menos durante una hora nuestras confidencias, de forma desordenada. Cuanto sé de ella lo he aprendido durante estas charlas nocturnas, como si la densidad de la noche y el espesor de la cortina la librasen de su timidez.

Tiene dieciséis años y medio. Ha sido educada y criada en los terrenos de su padre, que posee millares de árboles y millares de siervos. Le concedían todos los caprichos porque es hija única; la dejaban entregada a su gusto, y ha sido así como ha trabado amistad con las ideas francesas Cuando el Gran Ejército se acercaba a Moscú, el gobernador Rostopkin anunció al principio que defendería la ciudad al frente de una milicia improvisada. Luego, se descubrió de repente que acababa de huir. Entonces, cundió el pánico. Burgueses y nobles se disputaban los carricoches, los caballos, hasta los más humildes vehículos, a fin de poder llevarse consigo la mayor cantidad posible de bienes.

Sólo se ha quedado el pueblo, falto de medios para huir. Indignadas al verse abandonadas, las pobres gentes, durante la madrugada que precedió a nuestra entrada, arrojaron piedras y hasta tiros de fusil, contra los nobles que se escondían para alcanzar las puertas de la ciudad, particularmente cuando se trataba de jóvenes en edad de combatir.

Pero permite que transcriba las propias palabras de Alexandra:

—Mi padre no estaba aquí, sino al lado del zar. Mi tío y mi madre se habían marchado en las primeras carrozas. Hacia mediodía, cuando se ha sabido que el ejército francés se disponía a franquear el río, mis hermanos han decidido huir también. Y, como todos los jóvenes de nuestra calle, se han visto obligados a disfrazarse de mujer, para evitar morir lapidados al pasar por el cruce. Yo les entregué mis ropas. Estaban tan sumamente ridículos, embutidos en aquellas prendas de satén, que me avergoncé por ellos. Yo me escondí. Pese a mi juventud, quería defender el honor de la familia, quedándome en vez de huir. Y luego, me habían amenazado tantas veces con ser castigada cada vez que cometía alguna falta en francés, cuando pequeña, que estaba ansiosa por demostrar mis talentos con auténticos franceses. Por una vez que la vida dejaba de ser trivial, no quería eludir la aventura y refugiarme bajo las faldas de mi madre. Quería ver al ejército más célebre del mundo, y esperaba poder tocar la bota del emperador. Entonces llegaron los presos, con sus antorchas, sus lanzas y sus perversos semblantes. Me oculté, hasta que pudiese oír voces francesas. Entonces, descendí como una gatita al salón. Una terrible explosión me derribó al suelo, y cuando me incorporé había un gran guerrero delante de mí, con un gran sable envainado. ¡Erais vos!

¡Y eso es todo! Ya sabes tanto como yo. Confiesa que esta aventura tiene un sabor sumamente romántico. Quisiera que mi estancia en Moscú se eternizase. Es probable, puesto que la intendencia adopta precauciones para nuestros cuarteles de invierno. Sin embargo, por otra parte, corre el rumor de que el emperador Alejandro ha pedido, o va a pedir la paz, lo que nos pone en peligro de obligamos a evacuar su capital..., o los restos de la misma. Estoy preocupado. Ya me imagino reemprendiendo solo la ruta de Europa... Lo que me consuela es que Alexandra comparte mis temores. No cesa de interrogarme sobre las intenciones del emperador, y sobre cuanto se rumorea en el cuartel general. La pobre sabe que nuestro amor se halla entre las manos de la historia.»

 



«Méhée, lugarteniente del VII Regimiento de Cazadores Montados, a Edmund Léobel.

 

Moscú, 2 octubre 1812


Mi querido y gran amigo:

 

¡Te compadezco! ¿Tal vez te preguntas por qué? Por vivir bajo el cielo de Nantes, es decir, por no tener, por toda comida, más que nantesas.

Las creo capaces de ser apasionadas, de tener caprichos, ternuras y efusiones, pero siempre les faltará la extravagancia de las jóvenes rusas. ¿Cree uno complacerlas? Las fastidias. ¿Las enojas por una fruslería? Entonces, uno espera unas lagrimitas, para tener el placer de secarlas... Pues no, te amenazan con un pistoletazo. Apenas ha tenido uno tiempo para sorprenderse, cuando te saltan al cuello, llevadas de su fiebre amorosa. En fin, podría vivirse eternamente en su intimidad, sin por esto desvelar su misterio. Sí, querido, éste es el carácter de Rusia, si hay que juzgar por Alejandra.

Figúrate que mi capitán, que es pariente del general Morand, había recibido de aquél dos localidades para una sesión de nuestro teatro improvisado, formado con actores y actrices franceses que trabajaban para placer de los moscovitas, pero que, en vez de huir como éstos, se han quedado para distracción del Estado Mayor. Estas dos localidades me las cedió bruscamente por diversas razones; entre otras, sus dolores reumáticos, y porque yo le había vendido uno de mis broches de diamantes por muy poco dinero y se consideraba en deuda. Me sentía tanto más gozoso cuanto que el emperador debía asistir al espectáculo.

Era más de mediodía. Juzga de mi angustia cuando me di cuenta de que el vestido de satén de Alexandra, ajado y remendado ya, era lo único que poseía. Cierto, en Moscú nos hallamos en campaña, pero yo me hallo demasiado poseído de mi conquista para no desear verla resplandeciente.

En fin, terminé cuanto antes la vigilancia de la partida de un convoy de heridos hacia Vilna, y marché en busca de un ajuar. Debo decirte que las cuatro quintas partes de la ciudad se hallan incendiadas, y que el resto o ha sido saqueado o está ocupado por el ejército, por lo que no queda una sola tienda de modas, y que sólo la idea de pretender hallar una hubiera hecho revolcarse de risa al hombre más serio. Tuve que componérmelas como Arlequín, obteniendo unos zapatitos dorados y unas medias blancas de un grueso sargento borgoñés que los había comprado como obsequio para una novia paisana, que había preferido a otro, según la última carta de su hermana. Este suboficial me aseguró que uno de sus camaradas del duodécimo de línea poseía “una falda de princesa, con triple volante”, y que hacía varios días estaba intentando cambiarla por vino entre los oficiales deseosos de enviarle un presente a la dama de sus pensamientos. Corrí hacia el palacio Kurakin, donde aquel militar estaba de guardia. No solamente me cedió la falda, que es magnífica, sino que también me entregó las señas de un viejo mercader judío que, aquella misma mañana, le había propuesto comprársela. Era probable que aquel hábil negociante me procurase las prendas restantes con que ataviar a Alexandra.

El anciano vivía en una cueva pestilente donde me acogió con desconfianza. Ante mi aspecto febril comprendió, sin embargo, que no intentaba requisar sus géneros, siendo el amor quien me guiaba. Esto no dejó de agradarle, pues ya es sabido que un hombre enamorado no regatea. Apartó unos montones de paja que parecían ser el fondo de la cueva, y tras los cuales, a la luz de un quinqué, divisé un amasijo de pieles, botas, botes de confitura y mostaza. Incluso había un maniquí de cera. Me dejó elegir entre varios vestidos, uno de los cuales, de seda y color gris perla, me pareció maravilloso y como hecho a medida de Alexandra. Tras otra breve conversación me vendió aún más cara una capa forrada de piel, unos pantalones de seda salmón y un abanico; la idea del abanico fue mía, ya que había deseado enormemente oír zumbar uno durante mi entrada en Moscú.

Cuando el mercader me vio sacar la bolsa, se tranquilizó por completo con respecto a la buena fe de mis intenciones, y contento por haber realizado un buen negocio, me regaló un par de magníficas ligas con cierre de coral, y hasta me propuso acompañarme llevándolo todo sobre la espalda.

Estaba como loco ante la alegría que sabía iba a proporcionarle a mi Alexandra. Cuando más pensaba en ello, marchando detrás del judío, más me felicitaba de la ocasión y el buen gusto con que había sabido escoger.— Tenía tanto miedo de que el mercader huyese en un cruce de calles, que incesantemente acariciaba la culata de mi pistolón. Llegamos sin obstáculos y penetré en nuestro jardincito, orgulloso del tesoro que llevaba.

—¿Qué es esto? —preguntó Alexandra.

—¡Un secreto!

Abrió unos ojos tamaños. Me encantaba hacerla suspirar de impaciencia.

—Es una sorpresa para vos.

Para escapar a la curiosidad de Petit Luc, que fingía estar cepillando uno de mis capotes cerca de la puerta, la arrastré hasta nuestra habitación, le hice cerrar los ojos y desempaqueté mis maravillas, disponiéndolas diestramente sobre su cama.

—¿Puedes adivinarlo? —le pregunté.

Al ver que continuaba con los ojos cerrados, sin responder, la cogí de la mano (una manecita dura como el mármol, dulce como el almíbar y cálida como un pájaro) y la hice tocar la ropa.

—Es un vestido —observó, sin alegría.

Entonces, me impacienté.

—¡Bueno, abre los ojos!

Contempló las ropas. Si a tu vieja patrona le regalases un compás y una brújula, mostraría mucha más alegría.

—¿Qué quieres que haga con todo esto? —me preguntó disgustada.

—¡Llevarlo, lucirlo, querida!

—No me gusta ir bien vestida —exclamó con rabia—. ¡Estos harapos me enfurecen!

La cosa resultaba tanto más turbadora, cuanto que si allí había harapos eran las prendas que ella llevaba, remendadas, arrugadas... Quise reír ante su capricho. Su repugnancia por lo que habría debido complacerla era tal que llegué a pensar que, por el hecho de haber sido una joven muy rica, soportaba alegremente nuestra pobreza pero consideraba con horror aquel mediano lujo, que tantos sudores habíame costado.

Para excusarme, le comuniqué que estábamos invitados ambos al teatro aquella noche, y que había querido que se presentase allí decentemente, puesto que en la sala habría tan pocas mujeres, que ella atraería todas las miradas, a las que, por descontado, su extremada belleza le daba derecho. Por muy hábil que fuese, ese cumplido no la apaciguó.

—¡No quiero ir al teatro!

Contemplaba el suelo, enfurecida.

—Irá el emperador —dije como al desgaire.

Entonces, querido, se me echó encima, me abrazó con transporte desordenado, saltó de alegría y luego se inmovilizó en medio de la estancia, muy pálida, mordiéndose los labios, petrificada de felicidad. Al momento comenzó a pasear por el cuarto, enredándose en su vestido, por así decirlo, tan brusca es y tan varonil en sus gestos.

Como yo había observado ya en voz alta que era tarde y que la representación no tardaría en dar comienzo, corrió la cortina para vestirse apresuradamente.

Por mi parte, me puse mi traje de gala, muy orgulloso de llevar a mi conquista por primera vez al teatro. Pequeños ruidos me permitían seguir de cerca sus movimientos, más rápidos que los de una parisiense. Un suave murmullo me dijo que se estaba rociando con el frasco de esencia de Houbigant que le había ofrecido la víspera. Luego, al escuchar el roce de la tela, comprendí que se estaba vistiendo. A veces se detenía para tararear una canción rusa, pegadiza y salvaje, que pretendía ser el himno de su convento, lo que da una idea muy belicosa de los conventos de las jóvenes rusas.

Permíteme abrir un paréntesis a propósito de Houbigant. Quisiera que me enviases, en vez de paquetitos de quinina, que te agradezco (pero ignoro qué quieres que haga con ellos, puesto que no tengo las fiebres), agua de colonia “Juan María Farina”, que aquí no se encuentra. Por otra parte, si procuro inmunizarme contra el invierno con una buena pelliza, cubriendo de pieles mi gorro de París, y forrando mis botas con piel de lobo, no estaré muy elegante, por lo que quisiera que me hicieses enviar un sombrero de uniforme, un frac y botas a la francesa. Creo que el sombrerero que me conviene es Cluzel, calle Richelieu, 101; el sastre, Léger, calle de Viena, 15, y el zapatero, Amik.

Volviendo a mi desconcertante ídolo —que no he abandonado, pues es para complacerle que te pido todo esto—, no tardó en franquear las sagradas fronteras de la cortina. Con los ojos brillantes, me interrogó respecto a los detalles del espectáculo, curiosa, no ya de los actores o la pieza que interpretaban, sino de aquella sala improvisada, ya que el teatro de Moscú había sido incendiado, y la representación tenía lugar en un palacio. ¿A qué hora llegaría el emperador? ¿Quién le acompañaría? ¿Acostumbraba quedarse hasta el final del espectáculo? ¿Tendría ocasión de acercársele? ¿Era posible que, observando una joven rusa entre tantos oficiales, quisiera conocerla?

Sin poder reprimir la risa, contesté alegremente a mi joven curiosa, cuya excitación me compensaba de mi primera decepción. Jamás la había visto tan nerviosa e inquieta. Me abandonó sus labios y sus espaldas un largo rato, y no me rechazó sino porque el tiempo transcurría, y corríamos el peligro de llegar con retraso. Sin embargo, me consintió una gracia que jamás habíame concedido hasta entonces: la de ajustarle yo mismo sus guantes blancos y abrochar en torno a sus piernas las ligas de coral. Sus gestos, su vista, las caricias que yo le prodigué, todo ello me inflamó hasta el punto que en el momento en que ella se volvió para ponerse bajo la falda su pantalón de satén, la atraje violentamente contra mí, y le supliqué que cediese. Sonrió con coquetería, y con una malicia que no posee de ordinario, me lanzó con su voz enronquecida una frase, cuya segunda intención habría hecho condenar a un santo:

—Si ejecutáis mis cuatro voluntades durante el espectáculo, tal vez, al volver, yo realizaré las cuatro vuestras...

El teniente Bertrand, que se sirve a menudo del coche de su general, vino a recogernos para conducirnos al teatro. Si esperas de mí, para contarles a tus amistades, una narración circunstanciada de una representación teatral en Moscú, tanto peor para tu curiosidad. No vi o no oí nada. O más bien, no veía más que las espaldas desnudas de Alexandra, sentada a mi lado, ni oía más que la maravillosa frase susurrada, y que la pulsación de mi sangre repetía en mis oídos. Alexandra se divertía como un diablo. Le había presentado los oficiales que nos rodeaban, y sufrió el asalto de sus cumplidos sin perder la cabeza, replicándoles con fuego, interrogándoles sin timidez; prohibiéndoles el tono trivial que les habría gustado emplear, para acribillarles a preguntas serias respecto a su carrera, la importancia de su regimiento, las dificultades que debían existir para aprovisionar a tan gran ejército. La pobre intentaba enterarse de si se habían tomado disposiciones para el invierno, y yo adivinaba que, como yo, se hallaba angustiada ante la idea de que la marcha del ejército pudiera separarnos Reía mucho con Molière, ya que era de Moliere la obra que se representaba, y sólo se ensombreció en el último acto, cuando se hizo evidente que la ausencia del emperador no era un simple retraso.

Entonces, su abatimiento contrastó con la petulancia que hasta aquel momento había mostrado. Durante el trayecto de vuelta, sentada entre Bertrand y yo, las manos hundidas en un manguito de armiño que, a sus instancias, le había comprado varios días antes, la cabeza echada hacia atrás, no abrió la boca.

Apenas hubimos llegado a nuestra habitación corrió la cortina de indiana para encerrarse en su cubículo. Como mi conciencia me aseguraba que al haberle presentado a cuantos había querido conocer, al negociar con un par de camaradas un cambio de sitio para que se hallase más próxima al palco previsto para el emperador, había satisfecho sus cuatro voluntades, separé la cortina con una buena lógica de francés que, habiendo sido fiel a su promesa, espera que la otra parte cumpla la suya.

Hallé a Alexandra, de pie sobre el jergón, la frente baja y mordiéndose los labios de rabia. Apenas la hube tocado, me rechazó con horror. Tan poco me lo esperaba, que me tambaleé y caí de rodillas. Por su mismo impulso, ella fue a chocar contra el samovar. Con gran estrépito, un objeto reluciente salió de su manguito. ¡Estupefacto, me di cuenta de que se trataba de un pistolón!

¡Cómo hacerte comprender mi horror, mis temores, el cúmulo de suposiciones que me asaltaban! El peor de todos era que Alexandra había querido matarse.

Su mirada se cruzó con la mía, como el acero. Reculó a pasos lentos, sin perderme de vista un instante, prietos los labios, los puños cerrados.

Con una francesa, lo más sencillo habría sido interrogarla, pero yo conozco a Alexandra. En aquel instante sufría por la horrible idea que acababa de atravesarme el cerebro y por el impenetrable misterio de aquel ser frágil al que, pese a nuestra intimidad, intuía como un extraño.

Con una mano, ella había cogido la cortina de indiana, que le caía sobre sus oscuros mechones. De una ojeada se había asegurado de que la puerta estaba abierta, y que nada impediría su huida. Sólo entonces me preguntó:

—¿Qué es lo que pensáis?

No había osado interrogarla, pero en aquel instante» me sentí aturdido ante su pregunta. Abrí los brazos en un gesto de ignorancia y de abatimiento.

—Estamos en Moscú —continuó fríamente—. Soy una joven rusa, de familia muy conocida. Duermo en la habitación de un oficial francés y me exhibo con él en el teatro. El pueblo ruso es rencoroso. Si ha abandonado y destruido su capital por odio a los franceses, ¿creéis que esté dispuesto a contemplar sin furor cómo una joven traiciona por amor a su patria? Me hallo a merced del fanatismo, sobre todo cuando asisto a brillantes veladas que atraen a los mirones. ¿Es de extrañar que intente protegerme..., y protegeros?

Bajé la cabeza, aturdido por el aspecto penoso y peligroso de la situación en que había colocado imprudentemente a Alexandra, y que ésta había soportado con tanto valor, sin una sola palabra de reproche. Me acerqué a ella, con expresión humilde, balbuciendo unas confusas frases, llamándole mi amor eterno. Luego la cogí por el puño y se lo besé. El puño derecho, que en caso de ataque, hubiese empuñado la pistola.

Entonces, por un cambio de humor, me eché a reír, tan tonta me pareció de repente la pretensión de aquel diminuto puño, intentando protegerme con un grueso pistolón. Besé a Alexandra en los ojos, tratándola de Diana cazadora. El peso de mis enormes responsabilidades con respecto a ella, la hacía más conmovedora..., y más deseable. Por fin creí poder aprovecharme de su emoción para obtener los dulces frutos que me había prometido.

El resultado, de no hallarte tú a miles de verstas de aquí, lo verías en mi semblante, abofeteado y mordido de mala manera. ¡Ah, y mañana habrá quien esté celoso de mí en Moscú!

Tú eres el único ser del mundo, mi querido Edmund, a quien puedo confiarle tales secretos, y tal vez incluso estoy abusando del privilegio de la amistad, y de tu sin par complacencia. Pero me hallo completamente seguro de ella, y siento necesidad de expresar la turbación que me domina.

Lo que es preciso que te confiese, es que mi fiebre habría sin duda violentado a Alexandra si, en el momento en que mis manos se aprestaban a acariciar su garganta y cuanto tiene su cuerpo de misterioso, que ella siempre me ha prohibido con una obstinación pueril, no me hubiese confiado en voz baja:

—Oídme bien: me quedé en Moscú para ver al emperador. Es por azar que os he hallado y amado. Debo cumplir mi voto antes de perteneceros, si no la maldición caerá sobre nosotros.

¡Vaya una joven rusa, querido!»

 



«Méhée, lugarteniente del VII Regimiento de Caza dores Montados, a Edmund Léobel.

 

28 octubre 1812,

en el vivac de la ruta de Kaluga

 

Cuando esta carta que garabateo sobre mis rodillas llegue a ti, tal vez ignorarás aún la gran noticia: hemos abandonado Moscú. ¿Adonde vamos? Unos aseguran que haremos nuestro cuartel de invierno en Kaluga, otros en Smolensko, incluso unos cuantos pretenden que regresaremos a Vilna, en Polonia, o esperaremos la paz, prestos a regresar a Moscú o a San Petersburgo, en primavera, si no se efectúa.

Es un extraño espectáculo el de este inmenso ejército serpenteando hasta el infinito por la planicie rusa; más aún por hallarnos cargados de carros, los de la artillería, los de la intendencia, los carruajes de los oficiales, las ambulancias y las múltiples carretas moscovitas que nos sirven para el transporte de nuestro botín. Añade a todo esto que nos vemos asediados por aldeanos que pretenden comprar o trocar. Para acentuar la donosura de esta expedición, recuerda que todos los ejércitos de Europa se hallan representados aquí, desde los holandeses a los españoles, y que se oye jurar en alemán, rezarle al buen Dios en calabrés, y a la santa Virgen en portugués.

El primer día ha llovido. Luego, el frío se ha hecho más vivo, lo que no deja de ser penoso para el vivac. Hemos visto la primera nevada del país, pero la nieve se ha fundido ya; en revancha, las heladas y la escarcha se mantienen. Mi regimiento está de desgracia, ya que desde la partida de Moscú nos hemos visto atacados cuatro veces de improviso por los cosacos. Han huido tan de prisa como habían venido, dejando a dos de los suyos en el terreno, pero privándonos de parte de nuestro equipaje. Esta mañana, el emperador, que se había acostado en una casa al borde del camino, la ha abandonado al nacer el sol, en medio de una espesa neblina. Casi en seguida, seis mil cosacos, al mando de Platov, han surgido para realizar un ataque. Los escuadrones de servicio de la guardia se han abalanzado a la llanura. Mi compañía les ha seguido. Durante unos minutos, nos vimos delante de una turbamulta de salvajes, que aullaban como lobos antes de huir.

El sol se ha levantado ya y estoy escribiendo, sentado sobre un terrón, con la espalda apoyada en la granja, acribillada por completo, en la que hemos dormido. ¡Sí, adivino tus sentimientos! Ahora que ya te he informado sobre el ejército, mi salud, y mi empleo del tiempo, esperas que te hable de Alexandra. Aguarda mis lamentaciones. Ya te imaginas las largas parrafadas que tendrás que aguantar para dibujarte la espantosa separación.

¡Nada de esto, Edmund! ¡Está aquí!

Conozco tu espíritu escéptico, tu carácter presto a la burla y a dudar de todo. He adivinado lo que mis cartas te habrán hecho pensar. Has creído, confiésalo, que había exagerado a propósito de Alexandra. Has juzgado ingenuas las explicaciones de sus negativas, que yo te he relatado invocando el alma rusa y sus inconsecuencias y la mezcla de audacia y de pureza de mi temeraria virgencita. Bien, la prueba de amor que le pedía, me la ha concedido, no entregándose por entero a mí, sino suplicándome que me la llevase conmigo, es decir, que la privase para siempre de su país, de su familia, de sus bienes, de su honor. Sí, esta joven rica y noble se arrojó a mis pies para que yo aceptase llevármela con mi equipaje, al azar de los caminos, a la merced de las balas, hacia un ignorado destino.

Tito y Berenice, Rodrigo y Jimena, la princesa de Clèves y... (¡he olvidado el nombre del varón!), todos estos pretendidos héroes del amor que no se amaban, puesto que han admitido que había obstáculos que podían separarlos. Entre Alexandra y yo no había obstáculos. Ella los ha barrido con un movimiento indolente de sus pupilas que no se anegaron en lágrimas porque, asustado por su sacrificio y cuanto ella arriesgaba, durante algunas horas tuve el valor de resistir a lo que mi corazón deseaba tanto como el suyo.

Por fin, cuando hube cedido, estalló la alegría. Jamás nadie ha comprado una calesa con más júbilo, aunque tal modo de transporte exponga peligrosamente a Alexandra al frío. La he equipado con dos caballos, uno excelente, el otro un konia vulgar, pero te ruego creas que es un esfuerzo, ya que la víspera de la marcha no había ni un solo caballo ni carruaje para vender. En el pescante he colocado a Petit Luc, que viajaba así con tanto confort como yo. Yo estoy a caballo casi todo el día, y hallo muy pocos ratos para ir a sentarme cerca de Alexandra, en su calesa. En efecto, cubrimos la etapa a las seis, encendemos los fuegos, nos calentamos y comemos hasta las diez, ya que es preciso levantarse a las dos para ponerse en ruta a las cuatro..., ¡en un país en que el día clarea después de las siete!

Bueno, Alexandra soporta este rigor mejor que yo. Ríe, se agita, curiosea todo cuanto ocurre, insensible al frío, impávida ante las balas. Ayer, unos cosacos vinieron a atacamos desde el otro lado del abismo que cruza la carretera. Cuando instintivamente yo agachaba la cabeza, “saludando” la bala, ella se erguía, intrépida, como embriagada por el olor de la pólvora. Me paso el día haciendo proyectos, el primero de los cuales es casarme con Alexandra tan pronto como haya terminado esta campiña. ¡Ay! Me avergüenzo de la existencia mezquina que le ofreceré con mi soldada de lugarteniente. Por eso, mis proyectos son sueños de grandeza. Y me luzco en una carga. Consigo un grado. Me convierto en oficial de enlace de un general que, en una gran batalla, me envía a llevarle un parte al emperador. Este me pide unas explicaciones suplementarias que yo le ofrezco con tanta claridad, que él me toma a su servicio, asegurándome que labrará mi fortuna. Fíjate hasta dónde llegan mis sueños, que sólo tratan, con riesgo de mi vida, de hacer más plácida la de Alexandra.

¡No, no ha ocurrido nada! Adivino tu pregunta de hombre positivo. Habría sido una gran ingratitud por mi parte exigirle una trivial complacencia, cuando con todo su ser acababa de demostrarme su pasión. Y además, mi querido candidato al Consejo de Estado, sabrás que los helados vivacs de Rusia, si atizan los impulsos del corazón, no se muestran muy favorables a otras delicias. Estas, las espero de la dulzura de nuestro clima, me las imagino voluntarias a orillas del Loira, en la paz campestre de nuestra casa de campo.

Ha llegado el momento de terminar esta extensa misiva. Alexandra acaba de salir de la granja, escoltada por Petit Luc. Lleva en la mano su cotidiana carta. Imagínate que su único remordimiento es una amiga del convento que teme no volver a ver, y a la que cada día envía una nota por medio de los aldeanos, con la esperanza de que si la de la víspera no llega al correo ruso, la de mañana tendrá mejor suerte. ¿No es conmovedora esta ingenuidad? ¿No es muy jovencita? Ya que es una personita llena de contrastes, y esta jovencita pueril en sus amistades, valerosa en su pasión, virginal en sus escrúpulos, sabe tirar tan bien a pistola como reír a carcajadas cuando algún gordo oficial se desliza sobre la escarcha y se cae al suelo.

Voy a reunirme con ella en la extraña calesa que comparte con el botín de mi capitán, un candelabro de oro macizo, un cuadro de oro de un pie de longitud por ocho pulgadas de altura, representando en relieve el juicio de Paris en el monte Ida, paquetes de tabaco, sacos de paja para los caballos, y ya iba a olvidarme de un pedazo de la sagrada Cruz del Gran Iván...

Amo y soy amado, y así es el decorado de nuestra aventura. ¡Una aventura única, ya que ninguna rusa ha seguido a un francés, y si entré en Moscú lleno de tristeza, he huido de allí en plan de vencedor!»

 



«Méhée, lugarteniente del VII Regimiento de Cazadores Montados, a Edmund Léobel.

 

En el vivac de Slop-Pneva,

cerca de Smolensko, 8 noviembre

 

Nuestra última esperanza era Smolensko. ¿Sabes que mi termómetro ha estallado? El buen artesano que lo fabricó a orillas del Loira no se imaginaba las nevadas a orillas del Dniéper. La nieve sopla horizontalmente, debido a la aspereza del vendaval. Nuestra única esperanza era, pues, Smolensko. Nos lo habíamos imaginado como Un paraíso. Cuando la vista aclaraba, se producía un movimiento de expectación en las filas, los labios apretados, los cuellos estirados, intentando divisar Smolensko, el refugio.

No estábamos más que a diez leguas de allí, cuando nos hemos enterado de que en Smolensko no habían más que cuevas heladas, y que, como aquí, se morían de hambre y de frío en la ciudad.

¡Ah, esto no se parece en nada a una carta! En cuanto a mi carácter de letra, no hablemos. Tiemblo tanto, que necesitarás echar mano de una gran paciencia, junto a tu hogar, para conseguir descifrarme.

Debo decirte que mi regimiento se ha dispersado.

Las compañías que aún están formadas pueden defenderse, cortar leña, encender hogueras, impedir que la horda de la que formo parte les rechace para ocupar su lugar cuando descubren una buena granja; llamamos una buena granja a unos muros y un poco de paja para hundirse en ella, y alimentar con ella los caballos al día siguiente. Mi jumento ha muerto. El konia que tiraba de la calesa se ha roto una pata. He llenado con su carne un saco, y así hemos podido alimentamos durante tres días. Ahora, cuando hallamos un poco de harina, o centeno, que Petit Luc calienta entre dos piedras, hacemos caldo.

Parece ser que los bordes de la ruta se hallan jalonados de cadáveres, pero no se les ve, ya que la nieve los cubre al instante. Cuando cae la noche es una prueba terrible. Como una fúnebre llamada, se oye a los suboficiales gritar los números de su unidad, para intentar reunir a los extraviados. La nieve ahoga sus voces. Y en seguida, la noche; es preciso cavar un nicho en la nieve y llamar, no al sueño, sino a una inmovilidad trágica, que dura hasta que los tambores tocan a diana o al ataque. Entonces, aquellos que todavía conservan cierto vigor se baten en torno a los cadáveres de los caballos, que no han podido sobrevivir a la noche, a fin de llevarse la mejor parte. Los otros se levantan y comienzan a caminar, tambaleándose, colocando cada cual el pie donde lo ha posado su compañero precedente. Muchos hombres mueren así en los vivacs. Al día siguiente, es preciso apartar los cuerpos para distinguir la ruta.

Te escribo sentado en la calesa que se ha parado para dejar pasar un convoy de artillería. Evito a menudo el subirme a ella para no fatigar al pobre Pirro. Alexandra está sentada a mi lado, envuelta en su capote de pieles, rígida, viva únicamente por los temblores que la asaltan a sacudidas.

Esta noche he creído que no volveríamos a vernos más. Con los pocos cazadores que me son fieles, hemos buscado leña en vano. Hemos sostenido con otros una pelea en torno a un carricoche, y por fin hemos conseguido llevarnos un larguero que los ayudantes de campo de un general polaco han conseguido volver a arrebatarnos. Cerca de la ruta hemos distinguido la mole de una granja enorme. Estaba llena de soldados que se calentaban y dormían, pasando de los trescientos. Apretados unos contra otros, de pie por falta de espacio para estar tumbados, nos han negado el acceso a golpes de bayoneta. Hemos regresado a la ruta para hundirnos en la hondonada, entre Pirro y la calesa.

—¡Ya no nos despertaremos! —ha profetizado un cazador.

En aquel momento, Petit Luc nos ha gritado que la granja ardía. Casi en seguida la noche se ha visto iluminada de rojo, y el gran silencio nevado ha cedido el sitio al más terrible concierto de quejidos que jamás haya oído.

—¡Tanto peor para ellos! —ha gruñido un brigadier—. No nos han querido. Han deseado calentarse solos..., ¡que se quemen!

—¡Somos nosotros quienes vamos a calentarnos! —ha exclamado Petit Luc.

Le he comprendido al instante. He asido a Alexandra. Petit Luc tiraba del caballo. Nos hemos deslizado por la nieve con un ardor que crecía a medida que nos aproximábamos a la gigantesca pira. ¡Hacía calor! Sí, amigo mío, si no nos hemos muerto esta noche es porque nos hemos servido de la espantosa ocasión de calentarnos en un brasero constituido por trescientos de nuestros camaradas. Al cabo de un cuarto de hora, ya no rugía lo que quedaba de la granja, sino que chisporroteaba simplemente como una honrada fogata. El olor de la carne chamuscada era lo único insoportable.

Nos hemos acurrucado, Alexandra y yo, a pocos pies de un terraplén incandescente, envueltos en nuestras pieles, entre la nieve. Su rostro estaba pegado al mío, destacándose de la piel de cibelina dorada por las llamas. He empezado a hablar. Le he anunciado que nos íbamos a morir, que lo intuía, que aquel calor divino no era más que un regalo final del destino. Le he rogado me repitiese que me amaba. No he osado confesarle que no había conocido nunca mujer, y que no tenía tanto miedo de perecer, como de perecer sin haber conocido la plenitud del amor.

—¡Déjame, déjame! —ha exclamado, llorosa.

La he abrazado con mis últimas fuerzas, pero ella se ha liberado. El fuego iluminaba su rostro. He visto que sus labios amoratados por el frío acababan de partirse, dejando escapar un hilillo de sangre. Le he pedido perdón y nos hemos dormido.

¿Cómo será nuestra próxima noche? ¡Oh, Edmund, haga el cielo que esta carta no sea la última de tu amigo!»

 



«Méhée, lugarteniente del VII Regimiento de Cazadores Montados, a Edmund Léobel.

 

Ruta de Krasnoiar, 11 ó 12 de noviembre,

¡qué importa!

 

¡Qué importa! ¡Todo ha terminado! ¡Ella ya no existe!

Anteayer por la tarde, Pirro murió de una congestión. Alexandra había podido beber su sangre. De noche, la carne del caballo se ha helado. ¡Ah, no sé ni lo que te cuento!

Por la mañana hemos sido atacados por los cosacos. Fue el mariscal Ney quien nos salvó, con el fusil en la mano. Yo no tenía más que dos cartuchos, uno para ella, otro para mí. Su cabeza no bailoteaba ya, horriblemente, como la víspera, sobre los cojines, sin decir palabra. Por la tarde, se dejó caer al borde de un fuego encendido por milagro.

—¡Qué bien duerme! —exclamé.

Petit Luc me ha dicho que estaba muerta.

He esperado el día para enterrarla, o mejor para ennevarla. Un zapador ha cavado su fosa. Le he puesto su mejor vestido, el del teatro de Moscú, que conservaba en mi mochila. ¡Por fin he visto su cuerpo tan querido, tan deseado, y que tanto me había hurtado!

Ha empezado a caer la nieve, enterrándola aún más de prisa que los cazadores y yo, arrodillados en torno a la fosa.

Esos hombres, de los cuales ninguno sabe si vivirá al día siguiente, y que desde hace quince días han visto morir a tantos de sus camaradas, me han emocionado por la gravedad de sus sentimientos. Oficiales, a los que no conocía, han venido a sostenerme por los brazos. Uno de ellos, incluso, me ha ofrecido una patata.

Sin Petit Luc, me hubiese dejado morir. Sé que no puedo hacerlo, que no me pertenezco y que me debo por entero a Dios y al emperador.

Debo vivir también para expiar con mis remordimientos la trágica responsabilidad que acepté al consentir en el sacrificio de Alexandra. Me ha amado hasta la muerte, y yo la amaré hasta la mía.

Dejo mi corazón en esta blanca ruta, cerca de un poblado cuyo nombre ignoro, entre Smolensko y Krasnoiar.»