Capítulo 5

MOLUSCOS A LA MALLARME

 

U

N aroma de aceite caliente, cebollas y tomates penetró por entre los bambúes del deteriorado estor. Ella dio, maquinalmente, un paso hacia la ventana.

—Sí, huele bien —gruñó el individuo tumbado sobre una ajada colcha color naranja a la que ponía lisias de sombra del estor. Añadió de buen humor—: Hubiera sido mejor que comprases una lata de cebollas que una revista.

—De acuerdo, cariño, pero en las antecámaras del consulado no se colocan cebollas. En las mesas sólo hay diarios y revistas. No es que me guste leer, pero puesto que he tenido que esperar dos horas para que al final me enviasen a paseo, he querido tener compañía. Y además, el ver frases escritas en francés siempre gusta.

Regordete, piloso, de piel negra, dientes blancos, con un pliegue amargo en las comisuras de los labios, que semejaba una cicatriz, Manuel Mallarmé dio vanas vueltas en su jergón y alargó la mano hacia la revista que Cleo, con aire fatigado, había arrojado sobre el cajón que les servía de mesa. Leyó un titular: “Historia”.

—¡Tate! —exclamó—. Esto debe ser bastante aburrido. Habrías podido traer algo más divertido.

La joven se inclinó hacia él, volvió las páginas y apoyó el dedo sobre un titular: “El asunto del conde de Wertelen”.

—Mira, lee esto. Me he divertido muchísimo.

«El 12 de noviembre de 1789, el conde de Wertelen, agente interino del emperador de Austria en La Haya, rodeado de sus oficiales, dio el último retoque a los preparativos de la gran cena que ofrecía a la municipalidad de la ciudad. Había hecho subir a su gabinete de trabajo a su cocinero francés, y cuando vio aparecer a su ayudante el capitán Kirkensky, su frente se arrugó.

—¡Idos al diablo, capitán! Esta noche recibo. Sabed que ante tal clase de ceremonia, Lúculo no habría aceptado jamás leer un despacho, haciendo arrojar a las galeras a todo aquel que acudiera a hablarle de sus asuntos relativos a la administración. ¡El correo se queda para mañana!

El capitán se inclinó y se dirigió a la puerta. Con la mano ya en el picaporte, dio media vuelta:

—Entre otras cartas, hay una del príncipe de Ligne. Debe ser urgente, a juzgar por el alboroto provocado por el mensajero que ha llegado extenuado, ha entregado la carta y ha vuelto a marcharse para ir a informarle a su amo de que la misiva se hallaba ya en vuestras manos. Bien, ya os la traeré mañana.

—¡Del príncipe de Ligne! ¡Dirigida a mí, personalmente! ¿Queréis entregármela en seguida?

En su emoción, el conde empujó al cocinero que, furioso, se retiró con una ofendida dignidad muy propia de su condición.

Con el pliego en la mano, el conde de Wertelen, rompiendo los sellos, echó una mirada de reojo a su subordinado, temiendo que éste hubiera reparado en sus prisas rayanas en el servilismo, lo que era exacto con respecto a un alto y poderoso personaje como el príncipe de Ligne.

—Este pobre príncipe —comentó, con aspecto desinteresado— tiene tantas obligaciones entre sus tierras, sus regimientos, sus lecturas, sus hijos y sus amantes, que no llegará a viejo. Muchos no lo creerán, pero me divierte. Es un conversador tan brillante...

Había desdoblado la carta y la sostenía abierta sobre sus rodillas. Siempre para excusar su prisa, se creyó en el deber de añadir:

—Sus cartas valen por una gaceta; al leerlas, uno so creería en Schoenbrun o en Versalles.

Habría podido añadir:

“Según dicen”, ya que era la primera vez que aquel gran príncipe, confidente del emperador Francisco y recibido amistosamente en todas las cortes de Europa, se dignaba escribirle a él, oscuro cortesano.

La misiva no era corta:

 


“Mi querido conde:

Será preciso que me disculpéis, pero mi hijo Charles se halla en La Haya y se dispone a efectuar una necedad. Por favor, pues, haced cuanto esté en vuestra mano para impedírsela.

Se halla en un albergue. Siendo el primero de su linaje que se halla disgustado de apellidarse Ligne, viaja bajo el nombre francés y plebeyo de Jean Marçot. Esta extravagancia os demostrará suficientemente que se halla con una joven de la que nada sé, aparte de que es bella y coqueta, lo que no sirve para excusar a mi descendiente, ya que todos los días yo hallo mujeres tan bellas y tan coquetas, sin sentir en absoluto la necesidad de marcharme con ellas al Nuevo Mundo.

Sin embargo, tal es la intención de ese loco. Para que su fuga sea imposible, suprimid por caridad a su inspiradora; pienso que mil luises os bastarán. Si debe costaros el doble, tanto peor.

Me han elogiado a menudo vuestro talento. Demostrádmelo haciendo que mi hijo se desembarace de esta impura seductora y os aseguro que emplearé toda la mínima influenza que ejerzo cerca de Su Majestad para que os otorguen pruebas rápidas de mi reconocimiento.

Y que Dios os guarde.”


 

El conde de Wertelen, de una pieza, saltó de su sillón.

—Kirkensky, no hay un solo instante que perder. Id a ver a los regidores, al preboste, a...

—¿Al preboste?

—Ved a quien queráis, pero es preciso que antes de una hora sepa en qué albergue se halla alojado un joven viajero llamado Jean Margot, en compañía de una bella joven.

El capitán se inclinó.

—En tal caso —observó—, no podré vigilar los preparativos de la cena.

—¡Al diablo los notables! Sabed que se trata de un asunto de Estado que...

En el momento de añadir: “puede ser magnífico para mi carrera”, se reprimió y agregó con tono solemne:

—...puede ser fatal para la seguridad del Imperio.

Al subir, una hora después, la escalera gimiente del albergue del Gato, el conde de Wertelen se preguntaba si no habría valido más confiar hasta el final en su ayudante que, en cuarenta minutos, no sólo había descubierto al pretendido Jean Margot, sino que se había asegurado de que éste había salido, y que podía darse el asalto a la joven desconocida.

—No —concluyó, deteniéndose ante la puerta que acababa de descubrir a tientas en la oscuridad del corredor—, no he obrado mal actuando en persona. Así podré decirle al príncipe: ’’Monseñor, habiendo dado de lado a todos los demás asuntos, con riesgo de hacer zozobrar mi carrera al faltar a la cena de los regidores, o dejando que se me reconociera en una taberna de último grado, volé adonde me llevaban vuestros intereses.”

En lugar de llamar, había ejecutado un gesto a la vez desenvuelto y respetuoso, con el que acompañaría esta declaración al hallarse en presencia del príncipe.

Luego, volvió a la realidad de la nauseabunda oscuridad del lugar y recordó sus consignas. Se trataba de convencer a la joven que abandonase por mil luises a Jean Margot, y esto antes de que el pretendido Margot regresase al albergue. Dos o tres veces, el conde se mordió el labio inferior y luego llamó a la puerta.

—¿Eres tú, Charlot?

Pese al grosor de la madera, la voz sonaba exquisita.

—Bueno, ¿qué esperas? Entra. ¡Vaya unos modales para volver a tu aposento!

Empujó la puerta y se quedó asombrado. Al fondo de la estancia ardía un hachón cuyas llamas esparcían una luminosidad alegre, como de fiesta. Era el único alumbrado de la habitación. Sus endiablados reflejos libraban un combate purpúreo y tenebroso con una joven, tan rubia como desnuda, cuya tez clara se prestaba orgullosamente a las caricias doradas de las llamas. Se hallaba tendida sobe un diván, con un vaso de licor al alcance de su mano.

Lanzó un agudo chillido. El conde volvió a verse en el pasillo, aterrado de su imprudencia.

—Señorita, os juro que... —balbucía, tabaleando febrilmente en la puerta.

La voz, furiosa, no servía para calmarle. El sólo era un gran personaje. Claro que alegaría que se acababa de equivocar de habitación. ¿Pero era el primero en servirse de aquella pobre excusa?

El trastornado mediador se hallaba tan turbado ante aquella voz acusadora, que era incapaz de plantearse ante la joven.

—Señorita, escuchadme —gimió—. Es a vos a quien vengo a ver.

—¡Ya me habéis visto demasiado!

—Vos me habéis invitado a entrar.

—He dicho “entra, Charlot”. ¿Os llamáis Charlot?

—Precisamente a propósito de ese Charlot vengo a visitaros.

—¡Y tenéis el tupé de hablarme de él! Si os hubiese hallado aquí, os haría descender la escalera a bastonazos.

Esta suposición se hallaba suficientemente bien fundamentada para que Wertelen, que conocía el carácter peleador de los Ligne, concibiese los mayores temores. El joven podía volver. Era preciso terminar cuanto antes aquella embajada. Por fin su insistencia ganó la causa; penetró en la habitación bajo las furiosas miradas de la joven que habíase metido en cama y le esperaba silenciosamente, con la sábana subida hasta la barbilla.

—Señorita —empezó solemnemente el conde, después de haber tomado asiento en una silla desvencijada, y haber posado sobre un barrote de la misma sus botas cubiertas de nieve—, quiero ser sincero con vos. Tan poco me he equivocado de habitación que, para veros, he dado esquinazo a los más altos personajes de este país. Es el padre de quien se hace llamar Jean Margot quien me envía. ¿Habéis entendido?

—En absoluto y...

—Sabéis tan bien de quién os hablo, que cuando me habéis confundido por vuestro amigo, no me habéis llamado “Jean” sino “Charlot”. Tal vez vos sentís algo por ese joven. Por mi parte, no le he visto jamás, aunque conozco su reputación. Es tan... calavera como su padre. No le dejéis la iniciativa de una ruptura que nada os ha de reportar...

La muchacha esbozó un gesto de protesta que hizo salir de entre las sábanas un hombro redondeado, que sostenía un tirante de camisa.

El conde, tras haber tragado saliva con dificultad, reemprendió apresuradamente el hilo de su discurso:

—Vos sois una joven estupenda, sed también una mujer inteligente. En vez de embarcaros para América con un exaltado que cuando su padre le haya cortado las subvenciones os dejará en la miseria, aceptad el ofrecimiento del príncipe de Ligne. Mil luises no se hallan así como así todos los días, al revés que los bellos mozos.

Interrumpió los coléricos gritos de la joven, arrastrando su silla algo más ceca de la cama.

—Comprendo que os sintáis despechada. He sido brutal. Es culpa vuestra. Sólo os imaginaba bonita y sois hechicera. Aunque yo sea conocido como uno de los mejores políticos del Imperio, mi talento ha quedado oscurecido por vuestra beldad. Os consolaréis pronto. No os faltarán galantes caballeros que se encarguen de ello.

Vaciló y luego, contemplando con satisfacción sus facciones agradables en un espejo roto, añadió regodeándose:

—Sabed que pese a ser conde, pese a ser coronel, pese a ser un embajador de Su Majestad el emperador, siento en mí en este momento unas ganas enormes de cenar con vos y no con los notables de la ciudad.

La joven ocultó el rostro entre sus brazos, con los hombros sacudidos por los sollozos. Por entre las atropelladas palabras que pronunció, el conde, creyó entender el vocablo “cenar”, como si la hubiese herido en lo más vivo, porque precisamente ella se disponía a gozar, en compañía de su amante, de una cena que sería como la despedida suya de Europa. Una vez bebida la última gota, habríanse marchado a ocupar su camarote a bordo del “Rey de los Mares” que esperaba la marea de las dos de la madrugada para zarpar de los Países Bajos con destino al nuevo continente.

—No, no —tartamudeó—, no quiero dejar a Charles. No quiero causarle este pesar.

—Si es su interés el que os preocupa, y esto os honra en gran manera, sabed que corre hacia su ruina, dejando plantado a su regimiento y marchándose a América, siendo maldecido por el emperador y su padre. Es un servicio el que le otorgaréis, impidiéndole cometer tal locura.

Para mejor consolarla, Wertelen había comenzado a palmearle la espalda. Al ver que ella no contestaba, le pintó un seductor cuadro de lo que la esperaba: la alojaría bien y, en unas semanas —si tal era su anhelo—, regresaría a Viena en la propia carroza del conde. A petición de la joven, le pintó su carruaje, alabó sus relaciones, tanto en Viena como en Versalles, y el hotelito que poseía a orillas del Danubio.

—¿Son de veras mil luises los que me proponéis? —le preguntó ella con voz trastornada.

—Más si queréis. ¿Qué diríais de mil doscientos?

—¿Mil quinientos? Sí, ¿pero qué haría con ellos? Me entristecería mucho separarme de Charles. En verdad, no le abandonaría a no ser por la seguridad que me habéis dado de que por mi culpa corre a su completa ruina. Y conste que no son vuestros mil seiscientos luises los que me impulsan a tomar tal decisión.

El conde sacó su bolsa y esparció sobre la cama varias monedas relucientes que proporcionaron a los reflejos del fuego nuevos y rutilantes espejos.

—¡Cuántas telas y vestidos bellos representa esto! —insinuó con una sonrisa maliciosa—. ¡Cuántas cintas! ¡Cuántos encajes de Brujas! Aunque vos no necesitáis ningún adorno. Tal como los veo, desde aquí, y tapados por la sábana, vuestros hombros testimonian la existencia de Dios, por más que ello disguste a los enciclopedistas.

La joven sonrió tristemente.

—Es muy gentil por vuestra parte decir esto.

No había más que una forma de demostrarle que no ora compasión. Cuando hubo mezclado sus cabellos con los de la joven, el conde se estimó un gran señor. De un solo golpe, servía al príncipe de Ligne, aspiraba a su nombramiento en Versalles, Londres o Madrid, y con los escudos de aquel personaje hacía la conquista de una auténtica beldad.

La auténtica beldad no se decidió a protestar hasta que Wertelen, entreabriendo la sábana, se mostró decidido a aprovecharse por completo de su ventajosa posición.

—Señor conde —protestó, con voz enérgica—, no está bien que abuséis del desamparo de una joven que está sola en un país extranjero. Se ve en seguida que sois un seductor pero, si os place, tened un poco de respeto hacía lo insólito de mi posición.

El conde se levantó y se excusó con aire cómplice; por Un escrúpulo encantador, la joven no quería ser suya hasta después de haber abandonado a su amante. Esta sensibilidad era buen augurio para el futuro de sus relaciones.

—Me retiro. Haced vuestro equipaje. Tomad un coche de punto que os conduzca a palacio. Allí todo estará dispuesto para recibiros. Voy para allá. No volváis a ver a ese desdichado Charles de Ligne. Dejadle unas cuantas líneas.”

 

“La Gaceta de Leyde”, entre las ceremonias de la semana, relata la cena ofrecida por el conde de Wertelen. Precisa que el representante del emperador de Austria, retenido por asuntos de importancia, había enviado en su lugar al capitán Kirkensky, y que él llegó a los entremeses, servidos a la danubiana, es decir, copiosamente.

No sabríamos nada más de esta historia que acabamos de relatar, entresacada en su mayor parte de una carta enviada por el conde de Wertelen a su amigo el conde de Tilly, carta escrita la misma noche de su aventura, si las notas del príncipe de Ligne no comportasen una doble misiva que envió un mes más tarde al conde de Wertelen.

 


“Mi querido conde:

 

Mis amigos pretenden que soy difícil de asombrar, y mis enemigos, cuando yo combatía, creían que era casi imposible sorprenderme. Todo esto era, claro está pura adulación. Sin embargo, vos podéis alabaros, si tal os place, de que vuestra nota me ha dejado completamente aturdido; y por haber dudado muy a menudo de los ojos de los demás, dudo de los míos.

¿Es así como habéis salvado a mi hijo Charles del acoso de una encantadora joven? Sabed que en este momento. Su Excelencia Charles de Ligne galopa hacia la frontera turca. Concededme que ese imbécil de Cagliostro no lo hubiese hecho mejor.

Lo más curioso es que vos hayáis obrado bajo mis órdenes. En principio, no suelo darlas. Es un placer que se me ha acabado al envejecer. Sólo las doy alegremente a mis albañiles de Bel-Aeil.

A propósito, si alguna vez pasáis por mi castillo, entrad a refrescaros. Esto no os consolará de la pérdida de vuestros mil seiscientos luises, pero confesaréis que, no habiéndoos pedido nada, no tengo ningún motivo para acreditar mi reputación de extravagante abonando deudas que no he contraído.

Creo que estas monedas no se han perdido para todo el mundo, y que el tal Jean Margot es todo lo contrario de un necio.

 

Vale.

 

Príncipe de Ligne.”


 

El expediente del asunto quedaría incompleto si, bajo la Revolución, los franceses no hubiesen ocupado los Países Bajos. Delacroix, nuestro representante en La Haya, en su correo del 25 de febrero de 1798, le envió a Talleyrand varios fragmentos de archivos hallados en los locales que habían pertenecido a los servicios austríacos. La malicia de Talleyrand hizo que le concediera atención a un documento que no poseía otro valor que su gracia. Fue encontrado entre los papeles del príncipe de Bénévent. Se trata de una carta dirigida por Jean Margot al conde de Wertelen. No lleva fecha, pero todo permite suponer que siguió muy de cerca a la agitada velada que hemos relatado.

 


“Señor conde:

 

Es un amigo de la moral quien os escribe. En el impío siglo en que nos hallamos, donde sólo se tropieza con cínicos (sostenedores de que las mujeres son caprichosas y venales), ¿no resulta consolador que mi querida Ángela, a despecho de los mil seiscientos luises que vos habéis dejado olvidados sobre su cama, haya resistido a vuestras acometidas?

¿No es igualmente edificante que una muchacha de diecinueve años haya conseguido poner en movimiento a uno de los más diestros diplomáticos del emperador de Austria? Tanto más cuanto Ángela, carente de instrucción, pues la dulce idiota apenas sabe escribir y lee con gran dificultad, no ha tardado ni un instante en dar a luz esta idea genial.

Ángela y yo nos conocimos a bordo del navío que nos traía de América sin un sueldo en nuestras bolsas respectivas. Apenas desembarcados, entramos en una taberna donde uno de vuestros servidores bebía y hablaba en voz alta. Por accidente, evocó la mansión de Ligne donde había estado sirviendo antaño, ¿Y sabéis qué hizo Ángela? Me dijo:

—Ya está.

Había hallado, aunque no sentía como Arquímedes, la satisfacción de expresar en griego su satisfacción.

Su razonamiento es de una simplicidad tan perfecta que si el descanso se me concede algún día, me inspiraré en él para elaborar una comunicación a la Academia sobre la lógica. La pobre muchacha se limitó a constatar que si fuese príncipe o hijo de tal, le darían una fuerte suma de dinero para separarla de mí y que, tal como os retrataba vuestro criado, os encargaríais voluntariamente de apresurar esta ruptura, sediento como os halláis de prestar pequeños servicios a quien pueda devolvéroslos grandes. Sólo quedaba por imitar groseramente los sellos del príncipe de Ligne. Creímos que en vuestro apresuramiento por leer, no os pasaríais una hora estudiando los sellos.

Los pocos sueldos que nos quedaban sirvieron para alquilar una librea de lacayo, para un ganapán, al que enviamos a vuestro palacio, y en encender una antorcha para recibir vuestra visita con toda dignidad.

A pesar de nuestra diferencia de edad y posición, en agradecimiento os doy un consejo: no hagáis intervenir a la justicia en este asunto. Se iban a reír de vos en todas las cancillerías de Europa. Además, me llamo realmente Jean Marçot: no he sustituido a nadie y no podía impediros que le entregaseis mil seiscientos luises a mi querida. El cielo os los devuelva centuplicados. Lo importante es tener confianza en él, como yo la tengo en vos.

 

Jean Marçot.”


 

Y he aquí cómo, en aquel otoño de 1789, la broma de una amable intrigante y de un amante sin escrúpulos, aunque no sin humor, les valió una honrada bolsa, divirtió al príncipe de Ligne y puso en guardia al conde de Wertelen que, sin embargo, no lo perdió todo, puesto que pasó a la posteridad.”

 

Durante su lectura, Manuel sólo se había movido para aplastar sobre su piel, con fieras palmadas, los atrevidos mosquitos que reventaban bajo sus golpes, en pequeñas gotitas de sangre. Una vez insultó a un hipócrita —gazmoño lo llamó— que, con aire determinado, subía al asalto de su jergón. Otras veces, ante las preguntas que ella le planteaba, respondía:

—Sí, espera...

Con un brusco movimiento, ahuecando el vientre, la joven se había despojado de su vestido de tela rosa bajo el que no llevaba nada; conservó puestos sólo sus zapatos, de altos tacones parisienses, que en aquel clima tropical resultaban ridículos. Tanto lo eran que, mientras mezclaba en la sartén, cebollas, pimientos y restos de pescado, ciñó su talle con un pedazo de delantal azul que no ocultaba ni los movimientos musculados de sus caderas empapadas en sudor ni la tensión de sus senos ya pesados para sus veinte años. El delantal era el único vestigio civilizado que le quedaba y del que no se desprendía para distinguirse de las negras que, en las habitaciones contiguas, trabajaban completamente desnudas, mientras canturreaban.

—Ya acabarás de leer luego... Esta bazofia ya está lista, Manuel.

Este había terminado de leer, pero seguía examinando la revista, ojeando los otros artículos, contemplando la portada, escrutando el índice, donde en letrillas seguían los nombres del director, el redactor jefe, el gerente, el impresor.

El aceite estallaba en la sartén. En el tabique de madera, un insecto, quizá un ratón, se iba abriendo camino con una regularizada paciencia, mezclándose apasionadamente con el ruido de una serrería en plena explotación. Y los negros cantaban. Cuanto más descendía el sol, tanto más ascendían los cánticos en las barriadas de Río. En la veranda de tablas desunidas que daba la vuelta al piso, los negros circulaban como hormigas, portadores de un pimiento, una fruta, un tajo, grandes maestros en el arte de echar al desgaire una mirada que se deslizaba entre los bambúes del estor hasta los muslos de Cleo, siempre inclinada sobre su sartén.

Cleo intuía aquellas miradas, como si un insecto la hubiese rozado con su caparazón. Se estremecía, intentando juntar sobre sus muslos los dos pedazos separados del ridículo delantal, único recuerdo del espectáculo “¡Vlan!, en las encías”, que había estado interpretando un año antes en Méjico, recién evadida del pequeño cabaret de la puerta San Dionisio, donde hacía ya un año que bailaba cuando un diminuto empresario, con pelo bajo la nariz y turquesas en los dedos, había ido a ofrecerle el Perú para bailar en América. La joven había pensado en Hollywood, había imaginado piscinas heladas, una nevera, luces tamizadas, un cuarto de baño blanco, teléfonos cromados, y, en fin, todo lo que había aprendido de Estados Unidos en el cine de la calle de Valence, a dos pasos del aposento que ocupaba en la calle Mouffetard. En cambio, había obtenido la grasa de Méjico, el champaña de vitriolo de Paraguay, los cafés donde se bailaba por entre las mesas, recibiendo palmadas en los muslos, trenes interminables, baños de polvo, las abandonadas estaciones... En Río, un corso que en su tarjeta de visita se hacía poner “importador-exportador” y “antiguo funcionario de Aduanas”, sin precisar lo que importaba o exportaba, ni para qué Aduanas había funcionado, le había prometido entregarle el equivalente de veinte mil francos para que fuese a bailar a casas particulares. Al principio, ella no había visto malicia en el asunto. A los catorce años, cuando había debutado en el teatro del “Petit Monde”, era frecuente que fuesen a interpretar sainetes en mansiones ricas que ofrecían un espectáculo a sus niños. No había previsto los grandes jardines pringosos, los globos de luz rodeados de insectos aplastados, y suspendidos entre los troncos de las palmeras, en un entrecruzamiento de plantas mordientes, de corolas chillonas, de flores enormes de vivos colorines, de frutas groseramente barnizadas, cuyo leve aroma picaba en la garganta dando ganas de llorar. La joven no había llorado, había respondido que no. Leandrini, tal era el nombre del importador-exportador, se había enojado. Sin embargo, todavía era bastante europeo como para conservar su elocuencia, el movimiento, la cólera en el sopor de un mes de enero brasileño.

—¡“Povera ragazzina”, muérete de hambre, si tal es tu deseo!

Para descargar su conciencia le había recordado las brillantes situaciones en que las damas blancas, que procedían directamente de la calle de Lappe, de Nantes, de Marsella, de Barcelona o de Nápoles, habían conquistado en aquel país ávido de femineidad y de Europa. La joven había contestado que no le interesaba. Y entonces había tropezado con Manuel Mallarmé. Habían bebido y cenado juntos. Tenía dinero. Habitada en un apartamento bien situado, todavía lejos de aquellas barriadas poco determinadas que forman parte de la ciudad y también de la zona y la jungla donde los negros se aglomeran como racimos de uva. El también quería, como ella, regresar a Europa. A los ochos días, habían empezado las confesiones.

Los dos estaban comiendo, cada uno sentado en un sillón de mimbre, la sartén depositada entre ambos sobre una estera desgastada. Manuel había guardado la revista histórica sobre sus rodillas.

—¿Te ha gustado? —le preguntó Cleo, con la boca llena.

Se consultaron con la vista. Cleo, levantando el delantal que reveló su vientre, se enjugó en el pecho una gota de aceite. Manuel bajó los ojos, obstinándose en seguir el curso de las gruesas hormigas sobre las tablas. Se apretujaban unas contra otras y formaban una especie de cinta móvil que se dirigía irremediablemente hacia la sartén. Esto le recordó las experiencias que el profesor de S... efectuaba ante sus alumnas con un imán y limaduras de acero. En aquella época deseaba aprender mecánica para ir a practicarla a América cuando fuese mayor. Quería emigrar, como habían hecho sus antepasados de aquella región de Gap, Sisteron y Barcelonnette, donde se esperaban noticias del tío de América, cuando no se ha adoptado la decisión de convertirse uno mismo en dicho tío americano.

A los veinte años había partido, tras haberse hecho llamar con un contrato de trabajo, haber regulado su servicio militar, abrazado y besado a una familia que hallaba muy normal aquel viaje. En Méjico había trabajado como botones de hotel, esperando el maná del cielo. Un veterinario belga que se proponía vacunar a todos los rebaños de Méjico contra no se sabe qué enfermedad, lo había tomado a su servicio y lo había paseado a lo largo de nauseabundos riachuelos. El veterinario había muerto de unas fiebres contra las que sus sueros no podían nada. Manuel había regresado a Méjico, con su fotografía ante el cadáver de un cocodrilo por toda fortuna. Se había empleado en viejos edificios blanquecinos para guiar a los turistas sobre las huellas de la agonía del emperador Maximiliano. Unos cineastas españoles se lo habían llevado a Panamá, y la borrachera de un camarero desertor le había permitido llegar a Río donde, en el fondo de un bar, había interesado al regidor de una compañía de comediantes franceses que acababan de interpretar “El Aguilucho” y “La Dama de las Camelias”, con lo cual pudo vestirse decentemente, alojarse y aparecer, como un gran señor a los ojos de una Cleo que esperaba un milagro y que sólo anhelaba creer en él. Y había creído hasta el día en que él le explicó que ella bajaría la primera, que él le tiraría las maletas por la ventana y que así, Alfredo, el propietario del apartamiento, no se apercibiría de nada.

La sartén estaba ya vacía, Cleo la cogió por el mango, y la mantuvo en alto para apartarla del asalto en columna de a cuatro, de las hormigas.

—Has tenido la misma idea que yo, ¿verdad? —quiso saber Manuel.

Cleo sabía de sobra que se trataba de la revista, de la historia del príncipe de Ligne, de Holanda, de todo lo cual en el fondo ella sólo había observado una cosa: que Manuel y ella se hallaban en la misma situación que los dos protagonistas. ¿Pero podía llamarse aquello una idea?

Se levantó y fue a depositar la sartén en su sitio. Fuera, toda la calle canturreaba. Si es que aquello podía llamarse una calle. Era peor que la zona. ¡Y decir que ella había rechazado el amor de un contable! Vivía en la calle Caulaincourt. Sí, no era la avenida Foch, pero al lado de aquel barrio de negros, la calle Caulaincourt se le aparecía como una avenida suntuosa, enlosada, con mármoles, bruñida, jalonada por inmuebles con balaustradas, alumbrada con las luces de neón de las tiendas. Algunas muestras, en aquel mes de enero, debían lucir como carteles de feria, el anuncio: ¡Saldos! Y muchas jóvenes, semejantes a Cleo, estarían apretujándose, aplastando su nariz en los escaparates, contemplando las camisas transparente, la ropa interior de seda... A ella, como ropa interior sólo le quedaba un slip de baile que Manuel le había confiscado para su uso personal, so pretexto de que su grueso pantalón de tela cruda le desollaba la piel. Suspiró. ¡Quizá nevase en la Caulaincourt! En la taberna de la calle de Valence debía experimentarse, al cerrar las puertas, un grato calorcillo. El patrón la llamaba a una “señorita”, sin acento, y le entregaba un paquete de cigarrillos “Gauloises”, en tanto que una empapaba en el café con leche las puntas crujientes del “croissant”.

Volvió lentamente hacia Manuel que había encendido medio cigarrillo. Se lo cogió de los dedos, se lo llevó a los labios y aspiró una bocanada de humo que devolvió penosamente por la nariz. No le gustaban los cigarrillos; aquello formaba parte de la enseñanza teatral. Claro que todavía seguía pensando en los escenarios y en el cine. Pero sabía que se engañaba. La felicidad para ella no residía en donde la había estado buscando. Y fuese como fuere, jamás se prestaría a las combinaciones de un Leandrini.

En París no había habido más que el contable. Un individuo casado, un acaudalado abogado, le había propuesto alquilarle un pisito. Era amable. La había escogido entre una multitud de bailarinas. Si le había enviado a paseo no era para convertirse en esclava de un plantador que la aceptaría, sin mirarla, como se compra un paquete de cigarrillos, que se limitaría únicamente a comprobar que era europea, de piel blanca de cabellos rubios, de igual manera que se echa una ojeada al paquete de cigarrillos para verificar si pertenece a la marca solicitada.

—Aclara tu idea, ¿quieres? —insistió Manuel.

Se abanicaba con una ficha, mitad impresa, mitad rellenada a mano, uno de los múltiples papelotes en que habían intentado exponer su vida para obtener del Consulado francés su repatriación. Pero no servía de nada. Jamás la rellenaban adecuadamente. O bien la habían extraviado y debían volver a empezar de nuevo. O bien sus argumentos eran pobres y un escribiente portugués les aceptaba sus últimos mil reis para proporcionarles unos mejores con referencias irresistibles, como un certificado de buenas costumbres, con gran refuerzo de cruces y arabescos firmado por su patrona, una mestiza hidrópica que vivía con ambas piernas metidas siempre en una palangana llena de agua fría.

—Tal vez haya tenido la misma idea que tú —replicó en voz baja Cleo. Y añadió—: Explícate un poco.

El sol se había decidido a acostarse, o más bien sólo se irradiaba detrás de una muralla de palmeras cuya sombra ponía en penumbra la estancia. Las voces del exterior crecían de punto, con bruscas sacudidas epilépticas y los obstinados maullidos de los gatos se juntaban a los penetrantes chillidos, a los jadeos, a las sordas llamadas de la jungla cercana.

Manuel dejó deslizar la ficha que cayó sobre la estera donde una grasienta aureola fue invadiéndola lentamente. Cleo, a través del estor de bambúes, contemplaba el último rubor del crepúsculo. A lo lejos, en la bahía, la sirena de un transatlántico rugía con testarudez. Tal vez era el “Mendoza” que zarpaba para Francia... hacia la nieve. Había una guitarra muy cerca y Cleo se acurrucó de repente para que Manuel la acariciase. Con la otra mano, él aplastó contra el suelo la punta brillante de su cigarrillo, a fin de conservar todavía un resto de colilla para más tarde. Más tarde, ya que ella sabe sobradamente lo que ambos quieren hacer ahora. Con aquel clima, su ociosidad, la pobreza que les prohíbe todo placer, sus miserables ropas que les impiden ir a tomar el aire por los barrios elegantes, allí donde las aceras dibujan guirnaldas de mosaicos, donde todos los inmuebles son llamados “palacios”, donde todos los hombres llevan trajes blancos, tan bien planchados que parecen almidonados, no les queda más, a ambos, que el recurso de disfrutar juntos, de gozar mutuamente sin que les cueste nada, haciendo el amor de día y de noche, entre breves pausas consagradas al sueño, a la alimentación y a las esperas en las antesalas consulares, las agencias de colocación o en las compañías marítimas.

A decir verdad, ya hace un mes que han renunciado a las compañías marítimas. Son demasiados los que desean embarcarse para Europa. Y esto les deja más tiempo para rodar por encima de la colcha naranja. Al otro lado del tabique se les oyes, y los negros burlones llevan la cadencia con sus manos. A ella le causa ya el efecto de que jamás podrá ser de un hombre —ni siquiera en aquel bello apartamento con alfombras y teléfonos cromados, del que ella ha trasladado el espejismo a Europa—, sin escuchar aquellos aplausos rítmicos mezclados al tumulto de las calles, a las sirenas del puerto, a los claxons lejanos de los grandes coches americanos que se deslizan a orillas del mar. Nunca se ha desesperado tanto, y nunca su cuerpo ha sido más dichoso que en esta habitación tan miserable. Es la malicia de las cosas. No se siente ligada a Manuel. Lo está agradecida de que sea su colega de desdichas, de que la preserve del horror de estar sola, y de dispensarle una voluptuosidad que no ha conocido ni en Paris, junto a su tenorio (un imitador de Tino Rossi), ni en Asunción, junto al ingeniero francés del ferrocarril.

Entre la oreja y la espalda de Manuel, contempla los moscardones que giran incesantemente en torno a los listones del techo. No piensa, y ello resulta agradable. Gime, como los gatos, los negros, los buques que le contestan a través del crepúsculo.

Intenta retener el cuerpo de Manuel. Este consiente. Se quedarán apresados uno en el otro, empapados de sudor. Luego, Manuel no puede contenerse. En voz baja le pregunta:

—Tu idea es escribir al cónsul, ¿verdad?

Sólo entonces, ella comprende que él ya ha vuelto a sus preocupaciones y, enojada, se aparta. Pese al calor, se estremece. El agua de colonia resultaría agradable. Contempla a Manuel, colérica. En el fondo, lo que no le perdona es su ausencia de sentimientos en los asuntos amorosos. Al momento volvía a pisar tierra firme y encendía la colilla. No se fijaba ya en ella. No la compadecía ni intentaba comprenderla. Se dirigía a ella siempre como a un compañero, sin jamás Interesarse en sus estados de ánimo. Ambos, uno en brazos de otro, habrían podido hallar una dulce emoción reconfortándose mutuamente o deplorando su suerte común.

Manuel solamente sabía adoptar unos aires de político sagaz que a nada conducían; o bien se abandonaba a crisis de cólera, en las que pregonaba que iría a exponerle su caso al cónsul, con sucias palabrotas, que sangraría al director de la agencia de colocaciones y enviaría una carta injuriosa al presidente de la República francesa.

—Tu idea —continuó Manuel, que se había sentado sobre el jergón— es plagiar el truco de esos dos vivales de la historia, ¿no? El cónsul no te conoce, ¿verdad? Por tanto, caerá en la trampa como su colega, el de La Haya.

La joven no le contestó porque le detestaba. Nutrida con novelitas populares compradas en los quioscos, no admitía bromas con el amor. Sentía necesidad del claro de luna, de abrazos interminables y de juramentos. No, no le perdonaría a Manuel haberle hablado de la historia que él había leído mientras todavía estaba con ella, mientras sus carnes se rozaban aún.

—Es simple como el día —gruñó Manuel, girando las páginas de la revista sobre sus rodillas—. Mañana por la mañana, iré a ayudar a vaciar las jaulas del depósito de Pérez. Tendremos para comer durante dos días y comprar sellos. Escribiré a Víctor, que es ujier del Senado. Seguro que nos proporcionará papel timbrado. Le enviaré un borrador. Y él redacta la carta. Todo esto por avión. Y antes del final de semana, ¿qué hallará en su correspondencia, ese desdichado de cónsul...?

Manuel se calló, estallando en una risotada. Cleo arrugó el entrecejo. Comprendía que él había visto más lejos que ella, y que de una similitud de situaciones entre la suya y la de los dos amantes de Holanda, iba a extraer un ejemplo que imitar. Al instante, ella quedóse convencida de que la idea, por entero, también se le había ocurrido al leer la revista.

—Seguro —le atajó—, no es muy difícil. Lo difícil, en cambio, era tener la idea.

Encendieron la vela y pasaron toda la noche redactando y corrigiendo el borrador que Víctor devolvería desde París con papel timbrado del Senado.

 


“Mi querido cónsul:

 

Tendrá que perdonarme la molestia, pero mi hijo se halla en Río y se dispone a cometer una necedad. Tendría la bondad de impedirlo.

Vive en un apartamento miserable, en el barrio más pobre de Río, bajo el nombre plebeyo de Manuel Mallarmé. Esta extravagancia le demostrará sobradamente que se halla con una joven, de la que nada sé, sino que es bonita y coqueta. Es ella la que lo ha arrastrado al Nuevo Mundo.

Para que la fuga de mi hijo no tenga razón de ser, suprima a su inspiradora. Pienso que un billete de primera clase para Francia, bastará, así como una indemnización que usted podrá fijar por sí mismo a la equivalencia del precio del billete.

A menudo me han alabado su inteligencia. Demuéstremela con su rapidez en desembarazar a mi hijo de esta criatura y pronto verá, por muy poca que sea mi influencia cerca del Gobierno de la República, cómo se le otorgan pruebas rápidas de mi agradecimiento.”


 

Había bastado con cambiar algunas palabras de la carta del príncipe de Ligne para otorgarle al documento un tono moderno que satisfizo a Manuel. Entre él y Cleo sólo hubo una disputa respecto a la fórmula de cortesía. Manuel estimaba que en una República era el laicismo el que remplazaba a Dios: “Y que el Laicismo le guarde”.

Cleo se oponía, alegando que no era corriente, y que resultaba poco cortés. Propuso e hizo triunfar: “Acepte mis mejores saludos”.

Faltaba la firma; Manuel era partidario de utilizar el nombre del Ministro de Asuntos Extranjeros, pero con mejor prudencia, no tardó en preferir el nombre de un antiguo ministro cuyas actividades actuales serían menos conocidas del cónsul. Pero como no le interesaba mucho la política, le costaba dar con el nombre.

Así, a las once de la noche, Cleo tuvo que vestirse y bajar a la plaza contigua donde Fernando, el anarquista, debía estar ocupado en beber, rodeado de un montón de periódicos extranjeros de los que recortaba los artículos más interesantes. Fernando, de día, trabajaba en casa de un carnicero y pasaba sus noches arreglando el mundo. Conocía a Manuel y le despreciaba porque éste no entendía nada de política. Pero, entre la lectura de dos artículos, uno en francés, y otro en alemán, no le disgustaba acariciar la rodilla de Cleo y hacerle proposiciones deshonestas. Como Fernando conocía los nombres de todos los políticos mundiales, a los que pronosticaba, según la cantidad de alcohol ingerida, finales trágicos que sólo diferían entre sí por la ingeniosidad de los suplicios y el lujo de detalles, Manuel estaba seguro de que la embajada de Cleo llegaría a buen fin y que la joven volvería a casa con el nombre de un antiguo ministro de Asuntos Extranjeros, francés, que hubiese tenido cierta relación con el Senado.

La noche era cálida, acariciadora, dominada por el Cristo luminoso del Corcovado. Cleo regresó con los brazos cargados de frutas húmedas, que no se hallan en Europa: mangos, aguacates, que había cogido de la trasera de un camión, pero sobre todo se hallaba como embrujada por las tres sílabas mágicas que debían abrirles la ruta del océano en dos camarotes de primera: “Couffinet”.

Repetía el hombre con ansioso ardor, primero para sí misma, luego murmurándolo, aunque al ritmo de su marcha, adoptaba aspectos tan extravagantes como “Finetcou”, “Nécouffi”, etc., acabando por sumirla en un tremendo pánico.

Se paró, y con los ojos fijos en el cielo, volvió a recordar el nombre sacramental: “Couffinet”. El cielo parecía hallarse muy próximo, con sus grandes estrellas, diferentes de las de Europa. Manuel le había enseñado a reconocer la estrella del Sur, que juzgaba idiota y sin comparación posible con el Carro y toda su familia de cabrillas que su abuelo le hacía ver, en agosto, cuando pasaba sus vacaciones en Etampes.

Aturdida por el resplandor de los astros extraños y las farolas suspendidas entre las palmeras, continuó la marcha, murmurando constantemente “Couffinet, Couffinet”, saltando por encima de negros dormidos, contorneando las mesas de los bebedores, pasando por en medio de negros danzantes, intentando evitar las caricias atrevidas y las proposiciones obscenas que su condición de mujer blanca multiplicaban a su paso.

—Creo que ya lo tenemos —declaró Manuel, al oír el nombre de Couffinet.

Ella se acostó, pero él, habiendo reconcentrado en su fiebre triunfante sus costumbres europeas, se paseaba de parte a parte de la estancia, moviendo los labios.

—Utilizas la vela para nada —se lamentó ella, antes de dormirse.

A la mañana siguiente, cambió la vida. Una vez la carta en marcha, quedó convenido que Cleo no volvería a poner los pies en el Consulado, por miedo de que, por casualidad, el cónsul se la tropezase en un pasillo, lo que le permitiría reconocerla en el gran día. En cuanto a Manuel, no sólo vendió, su último bien, que era el reloj de oro de su padre, sino que también trabajó todos los días en el muelle, a fin de ganar algo con que ataviar delicadamente a Cleo.

—¿Comprendes? —le había dicho ella—. Si el cónsul viene a verme, como en la revista, o si envía a su secretario o a su canciller, tal vez se mosquearía si hallase a una joven sin ropa, mal peinada y peor maquillada. Qué tú te hayas fugado y te hayas refugiado en un mal barrio, tiene un pase, pero que te portes mal con tu querida tal vez no pasaría.

Así obtuvo sucesivamente una camisa de noche, zapatillas, una maleta de piel de cerdo, de ocasión, un frasco de colonia, y una polvera con una borla de auténtica pluma de cisne “para el decorado”. Estos objetos de lujo, en un lugar donde faltaba lo más necesario con una sórdida evidencia, constituía para Manuel una cosa escandalosa que le tenía de mal humor. Cleo, por el contrario, se ponía la camisa de noche y con la polvera en la mano hacía muecas y caras delante del espejito. El primer día vació un cuarto del frasco de colonia, se manchó la camisa con aceite y lloró porque Manuel le exigió que desde aquel momento en adelante no volviera a ponerse aquel atavío de seductora.

El lunes por la mañana, Cleo fue al peluquero y luego subió a tenderse en el jergón, quedando bien entendido que ella se enclaustraría. La joven esperaba la llegada del cónsul, completamente desnuda, con la camisa de noche a su lado, doblada y a punto de ponérsela, tan pronto como una mano consular llamase a la puerta. En cuanto a Manuel, fiel al ejemplo dado por el héroe masculino del artículo, había evacuado el lugar. Por miedo a encontrarse cara a cara con el cónsul, se marchaba, a las seis de la mañana y no regresaba hasta la noche. Pasó los cuatro primeros días rondando por el puerto, sin propósito fijo. Luego, los agentes comenzaron a observarle. Cambió de barriada y se trasladó a los límites de la jungla. Desde mediodía a las seis de la tarde dormía bajo un árbol, a veces despertándose con la sensación de que el cónsul ya se había presentado. Con la frescura de la tarde iba a pasearse por los mercados de frutas y cebollas, para al final, con el corazón latiéndole fuertemente, subir la escalera de su casa.

—¡No —respondíale Cleo—, todavía no ha venido!

Durante todo un día se dedicó a contar con los dedos, sin poder contenerse de hablar a media voz. Calculaba y volvía a calcular el tiempo que su carta podía haber tardado en llegarle a Víctor, el que habría empleado aquél para copiar la carta, y el que hacía falta para que ésta, por fin, navegase desde París a Río. Una vez se detuvo en seco:

—¿Y si Víctor se hubiese muerto?

Había otras hipótesis. Víctor podía haber pensado que no era un encargo urgente y había dejado la copia de la carta para su primer día libre. O bien Víctor había extraviado la dirección. Esta era la hipótesis dramática. O también, Víctor podía estar peleado con su portera —debido a sus funciones públicas, se comportaba con altanería respecto a sus semejantes—, y la portera se había guardado la carta de Manuel como venganza. O la había retenido a causa de los sellos brasileños para su pequeño que hacía la colección. Todos los pequeños hacen colección de sellos. Y los brasileños son sumamente raros. No, no había duda: era esto.

Aquella noche, cuando abrió la puerta, Cleo se le apareció con la camisa blanca, de encajes. Su cuerpo se transparentaba bajo la fina tela. Para Manuel, la única explicación fue que “él” había venido.

—No —balbució Cleo—, Me equivoqué. No has subido la escalera en la forma acostumbrada, y me he figurado que era el cónsul.

La contempló colérico, sospechando que era capaz de haberle dado ex profeso aquella falsa alegría, por vanidad, para que la admirase en su camisa de noche. La pintura era, además, emocionante. Y Manuel se emocionó. La camisa fue desechada y, cuando él volvió en sí todavía le hizo aún más reproches a la joven.

—No te sulfures —objetó ella—, es mejor que la camisa esté un poco arrugada. Sin esto, resultaría demasiado “de cine”, el cónsul podría recelar.

Tenía respuesta para todo, pero Manuel no deseaba discutir.

—¡No vendrá jamás, si quieres saber mi parecer! Es el chico de la portera quien se ha quedado con la carta!

Cleo lloró y le acusó.

—¡Es culpa tuya! Lo que tenías que haber hecho...

—¿El qué? ¿Enviar el sobre sin sellos? Buena idea, entonces sí que no hubiese llegado.

Le dio una bofetada. La polvera cayó al suelo. Resultaba algo tan grotesco aquella polvera caída, con la estela de polvos rosados sobre la estera que Manuel, abatido, sintió a su vez ganas de llorar y chilló para disimular. Al lado, unos jóvenes negros batían palmas. Sus madres les hablaban en el lenguaje peculiar de la raza, con exclamaciones que tapaban las eternas quejas de las callejuelas, las llamadas del puerto, los alaridos de las bestias y los rasgueos de las guitarras.

El día siguiente fue tórrido. Al refrescarse la cara en el grifo de una fuente, delante de una pequeña iglesia, Manuel tuvo una idea: Víctor había enviado la carta, pero por culpa de su escritura, o de sus faltas de ortografía, o tal vez porque aquel crápula de Fernando se hubiese equivocado de ministro, el cónsul había descubierto la verdad. Falsedad, empleo de falsía, impostura, abuso de confianza, intento de estafa. Todas estas expresiones que había leído en los periódicos comenzaron a dar vueltas por su cerebro. Volvió a ver la plaza de S..„ la pequeña alcaldía, y un aviso pegado cerca de la puerta que pregonaba su condena, e incitaba a los jóvenes a no seguir su ejemplo. ¿Qué le harían?

¿Lo enviarían a una prisión francesa? Tropezó con un montón de cestas y sombreros de paja, apilados delante de un portal, bajo la custodia de una vieja mestiza ciega; acababa de imaginarse que en vez de una cárcel amable de subprefectura, el Gobierno francés, del que se había burlado, lo enviaría bajo el mismo sol, pero en Cayenne.

Enfiló el camino del Consulado. Pediría que le recibiesen. Explicaría que sólo se trataba de una broma, de una farsa para, simplemente, atraer hacia sí la atención. Que siempre había sido un poco farsante, pero esto no impide ser un hombre honrado. Podían pedir informes, ir a ver a su familia, interrogar al profesor del Instituto de S... Estos pensamientos fueron tranquilizándole e incluso llegó a sonreír de placer al hallar un último argumento: era soldado de primera clase.

Pesó por delante del teatro Municipal, cuyas turgentes piedras le recordaron la Opera de París. Pero el paso indolente de los viandantes, el calor húmedo, la anchura desmesurada de la plaza, luego de la avenida, el mar orillando la acerca, y las siluetas en Pan de Azúcar de los islotes que bañaba le retornaron a la realidad. Aquella mezcla de ciudad acuática y gran capital, aquellas farolas anticuadas, aquellos tranvías que rechinaban, llevando sobre sus flancos racimos humanos en traje blanco, los revestimientos de mármol de los inmuebles, las grotescas estatuas ecuestres de algunos “liberadores”, y las palmeras... todo ello formaba Río.

Apenas entrado en el fresco vestíbulo del Consulado, tuvo que dar media vuelta, perseguido por las imprecaciones portuguesas de una especie de ujier que fumaba un largo cigarro y que, en una mescolanza de gruñidos y fórmulas administrativas, le recordó que era ya demasiado tarde para ser recibido.

Volvió a descender la escalera, aliviado de improviso, persuadido de que antes que arrojarse a la boca del lobo era mejor huir, aceptar ir a levantar empalizadas a algunas leguas de Río, confiando en la indolencia de los servicios franceses, debilitados por el trópico, que no le buscarían si abandonaba la ciudad. Miraba hacia tierra, hipnotizado por los abigarrados canelones de la acera. No podía coger un tranvía; ningún cobrador lo aceptaría en la plataforma sin corbata y tan mal afeitado. De mosaico en mosaico, llegó a las aceras de cemento y luego a la tierra apisonada. No tenía hambre, pero dio un rodeo para ir en busca de un poco de carne que un dependiente le había prometido. Generoso, el otro le entregó dos pedazos sanguinolentos que él envolvió, algo más lejos, en un trozo de celofana que una ráfaga de viento había aplastado contra una cerca.

Después, volvió a escuchar los clamores constantes de su escalera. Cleo estaba tendida sobre el jergón, de nuevo revestida con la camisa de encajes. No tuvo ya valor para injuriarla. “Que lleve esta camisa, puesto que el cónsul no vendrá nunca y todo lo que podemos esperar es la irrupción de dos policías brasileños con uniformes blancos y manos negras”, este fue su pensamiento. Arrojó la carne sobre una repisa, al lado de la sartén y respiró profundamente para recuperar el resuello.

—Bueno, ¿no me preguntas nada? —le dijo Cleo, con voz vagamente lejana.

Despacio, se volvió hacia la joven.

Ella tenía las mejillas teñidas de rojo. Los muslos cruzados, la cabeza abandonada, los ojos semicerrados, mostraba un aspecto lánguido y misterioso.

—¿Preguntarte qué? —exclamó Manuel, furibundo.

—¡Pues si ha venido el cónsul!

—No vendrá nunca.

Los párpados de Cleo se entreabrieron. Sus inmensos ojos azules centellearon en su delgado rostro.

—¡Mira..., contempla la prueba de que ha venido! —casi gritó trémula la voz de triunfo.

El contempló. En una cacerola desportillada, reparada con pegamento, lucía un ramillete de orquídeas. En la caja que les servía de espuerta, divisó la cajita de celofana que había servido de envoltorio.

—Ha venido su chófer a traerme esto.

Maquinalmente, Manuel pasó su dedo por la celofana que mostraba una etiqueta dorada. La comparó con la que envolvía la carne. Se dijo:

“Debiera estar saltando de contento.”

—¿No te interesa saber lo que me ha dicho?

Hablaba con una voz cantarina que no era la suya. Hacía muecas. Eh aquel mísero jergón, Cleo interpretaba el papel de la joven parisiense loca de júbilo. Manuel se sintió colérico, sin saber por qué. En S..., a las chicas que hacían muecas, o que chismorreaban, las apaleaban y luego las arrojaban a las ortigas. Pero aquí no había ortigas. De dos zancadas se halló delante de la antigua caja de jabón donde guardaba su última botella de tequila. Tragó dos sorbos y luego se desembarazó una a una de sus prendas. O bien el cónsul no había venido y ella se estaba burlando de él, o se trataba de una farsa de Leandrini o de algún plantador que deseaba a Cleo y había terminado por proyectar aquel enredo. Más tarde estudiaría aquel aspecto del caso. Se dirigió hacia la muchacha y, por primera vez, ésta tuvo que luchar.

Los negros se perseguían en la veranda. Lo que quedaba de sol listaba la colcha anaranjada a través del estor. Manuel la iba palmeando metódicamente. Si se negaba a él era porque anhelaba a otro, o bien porque le habían hecho promesas y se creía ya una gran dama, o porque deseaba interpretar una de las coquetas del repertorio clásico Fuese como fuere, resultaba justo y agradable darle su merecido. A continuación, tomó lo que consideraba una deuda. Cleo gemía de placer. Unos negritos aplaudieron. Su madre les insultó. Los gatos mezclaron sus voces a las de las guitarras. De la calle subía un coro en honor del sol poniente.

Hacía ya mucho rato que había terminado de poseerla, pero todavía la sujetaba por las muñecas, con crueldad. La joven decidió abrir los ojos. Irguió la cabeza y contempló los faldones de la camisa de noche que se enredaban sobre su cuerpo.

—Ha venido el cónsul...

Luego continuó con voz baja y cantarina:

—¡Mira lo que has hecho! ¿Cómo quieres que repare esta camisa?

—¿Cuándo vendrá? ¿Mañana?

Cleo intentó incorporarse. El la retuvo por las muñecas y la abofeteó. Por la mejilla de la joven resbalaron unas lágrimas. Sin embargo, prosiguió con voz serena:

—Ha venido. Nos sacará de aquí y tú lo estropeas todo.

La soltó, se levantó, se enjugó el sudor con la colcha, encendió el fogón y empezó a preparar las cebollas y la carne. Le gustaba guisar, pero para que se ocupase de ello era preciso que hubiera carne, ya que sin ella era algo indigno de él. Con un pie descalzo, mientras seguía trabajando, aplastó una cucaracha que sonó como una nuez. Luego, vuelto de espaldas, observó:

—No me voy. Los franceses no nos comportamos así. Y si crees que voy a alquilarte a un blanco, estás muy equivocada. En mi familia no vivimos con el dinero de las mujeres.

Y otra vez furioso se giró para preguntar:

—Lo comprendes, ¿no?

Ella estaba de rodillas sobre la colcha anaranjada, desnuda, retorciendo los encajes de la camisa en todos los sentidos, sin duda con la esperanza de ver cómo podía remendarla. Sin mirarle, le contestó que no le comprendía, que juntos habían proyectado el asunto, que éste había tenido éxito y que ahora, en lugar de ufanarse, él montaba en cólera.

—¿Es verdad que era el cónsul? —preguntó él, débilmente.

Cleo se aprovechó de su ventaja con gesto digno.

—Sí, era él. Pero como no quieres que te lo cuente... Todo lo que sabes hacer es tundirme a golpes.

—Es la primera vez —objetó Manuel.

Hubo un silencio, y luego, Cleo expuso en detalle la llegada del cónsul y la manera cómo iba vestido.

—Y tiene un grano en la nuca.

—Bueno, ¿se ha tragado nuestra historia?

—Claro que sí.

—¿Y nos repatriará?

Cleo adoptó un aire soñador.

—Sí...

Manuel sintió, de nuevo que la cólera le invadía, sin saber por qué. El chisporroteo de la sartén le obligó a prestarle su atención. Al no verse objeto de sus miradas, la joven volvió a tomar la palabra con vehemencia. El cónsul se había mostrado encantador. Era noble, naturalmente. Sólo era cónsul para hacer algo. Conocía todo Río. Y estaba persuadido de que ella era una danzarina exquisita.

—Pero tú, querido, sólo sabes enfadarte. Hay cosas que no entiendes.

El “querido” sirvió para que Manuel parase en seco sus dedos, cuando estaba echando pimienta en la sartén. Empezaba a comprender por qué se hallaba tan furioso. Cleo no le hablaba como otras veces, y estas otras veces se remontaban sólo a aquella mañana. Algo había cambiado.

Colocó la sartén entre ambos. Tenía de tal modo la impresión de haberse convertido en un extraño para ella que, fastidiado, se alisó el pantalón. Cleo, por su parte, había hecho una especie de falda con su camisa y mantenía los brazos cruzados delante del pecho. Comieron en silencio, bebieron irnos tragos de tequila, se tumbaron sobre el jergón y durante horas, incapaces de dormir, se estuvieron espiando sin moverse, pese a las picaduras de los mosquitos.

 

A pesar del estor, una luminosidad cegadora invadió la habitación. Manuel parpadeó varias veces.

—Cleo...

La aludida respiró profundamente, se incorporó, y luego volvió a tumbarse boca abajo.

—Bien, amorcito, si quieres café, háztelo. Luego me das un poco. Yo quiero dormir un ratito más.

Se hallaba tan acostumbrado a que ella le sirviera por las mañanas que, desarmado por esta innovación, no tuvo fuerzas para protestar y se levantó. Al lado, uno de los negritos que sabía leer, iba deletreando interminablemente un diario brasileño.

—Gracias —díjole ella con lánguido acento, cogiendo el tazón.

En tono protector, añadió:

—Hoy puedes quedarte hasta mediodía. No vendrá hasta la tarde. Me lo dijo.

“Calma —pensó Manuel—, quisiera poder tener calma...”

—¿Por qué ha de volver? —preguntó sin embargo con tono cansado—. ¿Qué es lo que quiere? En la historia de la revista, el cónsul no volvió al día siguiente.

—¡Eres idiota! ¡En la vida no ocurre nunca como en los libros!

De nuevo sintió tentaciones de abofetearla y se contuvo únicamente a causa del tazón de café, cuyo contenido se habría volcado sobre la colcha. Al menos, ésta fue la razón que se dio a sí mismo. No quería reconocer que se hallaba impresionado.

Una vez bebido el café, ella le envió a buscar agua y tardó una hora en lavarse y en peinarse. Luego se puso el vestido.

—¿Vas a salir? —se extrañó él.

—Moja un poco las flores en lugar de hacerme preguntas estúpidas. ¿Por qué he de salir? ¿No te he dicho ya que el cónsul va a venir esta tarde?

Y cuando él se le acercó, ella le acogió con arrebato, le abrazó y le besó en el cuello y en los ojos.

—Cariño, ya sabes que te quiero. Lo que hago es por los dos.

Manuel se sentó delante del estor, se confeccionó un enorme cigarrillo con varias colillas juntas y se lo fumó mientras contemplaba cómo los negros jugaban con unas cajas bajo las palmeras, y las mujeres, con faldas de colorines, lavaban algo más lejos en la sombra violácea, en torno a una fuente de cemento armado.

—Pues si no sales, ¿por qué te vistes? —le preguntó al fin, girándose y ya con el cigarrillo terminado.

Ataviada con un vestido rosa y sus finos zapatitos lustrosos, sentada sobre una caja, alto el mentón, la joven intentaba atrapar su rostro dentro del espejito diminuto de su maletita de piel de cerdo.

—Te aseguro que eres admirable —suspiró—. Me destrozas la camisa y me preguntas por qué me pongo un vestido para recibir al cónsul. ¿Quisieras que le esperase desnuda? Además, sabiendo que ha de venir, sería una incorrección por mi parte que no me vistiese para recibirle.

Cansado, él dijo que sí con la cabeza y se levantó. Fuera, el calor le aplastó. Se dirigió titubeando hasta una empalizada que se alzaba más allá de la fuente y que contorneaba una especie de largo corredor fresco donde bebían café y vendían sombreros, frutas y pescado. Se sentó en la barra, contó su dinero y pidió un café a la especie de indio con delantal blanco, aunque manchado, que peleaba indolentemente con las moscas detrás del mostrador. Luego recogió un trozo de diario del suelo y se esforzó en leer en portugués, vigilando el tráfico de la calle.

El automóvil que esperaba no llegó hasta las cinco. Un caballero con traje blanco y panamá descendió del vehículo, miró a su alrededor y luego desapareció por la veranda de la casa. Las negras hablan dejado de lavar para contemplarle. Manuel se levantó, se deslizó bajo las palmeras y fue a examinar el “Packard” que, en efecto, llevaba la matrícula diplomática. Su propia indiferencia le asombró. En el fondo estaba seguro de que se; trataba del cónsul. El verdadero problema era que Cleo se le hubiese escurrido de entre los dedos. Ya no jugaba la partida con él, sino con el otro. Se cansó de esperar, erguida la cabeza, delante de la casa. Luego se preguntó si amaba de veras a Cleo.

Volvió a acomodarse ante el mostrador y trató de imaginarse lo que iba a, pasar. Normalmente, imaginaba bastante bien, las cosas. En aquel instante, sin embargo, no podía. Ante él no había más que un vacío ardiente, sin color, lívido, como el cielo recalentado del Brasil.

El ronronear del motor le hizo volver en sí. El coche efectuó una media vuelta y desapareció entre las empalizadas. El cónsul no se había quedado mucho tiempo. Se alegró de ello sin saber por qué, les sonrió a las lavanderas, a la mestiza que sentada bajo la escalera, con los pies en su palangana, le dijo algunas frases incomprensibles. Por fin levantó el estor. Cleo estaba de pie en medio de la estancia. Lentamente, dio media vuelta.

—¿Y bien?

La joven se encogió de hombros, con la sonrisa en los labios y huidiza la mirada.

—La cosa se va arreglando, pero no puede hacerse en un día.

Manuel renunció a saber nada más y se detuvo delante de un paquete de cigarrillos “Player’s”, apenas comenzado, que había al lado de la sartén.

—Le he dicho que sabían muy bien —le explicó ella—, y me los ha dejado.

Manuel, que deseaba fumar desde el almuerzo, hizo un gesto nervioso con las manos, pero se contuvo.

—Claro que puedes... —le animó ella, riendo.

—Seguro que puedo. También puedo retorcerle el gañote, lo mismo que a ti.

Había hablado tan bajo que ella no le entendió, cogió el paquete y extrajo un cigarrillo que le entregó. El lo aceptó, encendiéndolo.

De lo que sí tenía seguridad era de no querer permanecer ni un solo segundo en una habitación en que la presencia de su enemigo todavía podía palparse. Ya no dudaba que el cónsul era su enemigo.

—Hará un poco de fresco —comentó tranquilamente—. ¿Salimos?

Ella estornudó, llena de desdén.

—¿A dónde iremos?

—Al “Curaçao” de Babú. Se está bien, hay música y ya sabes que como es francés, nos dijo que para nosotros siempre habría un bocadillo y café helado.

Ella denegó con la cabeza y luego sonrió maliciosamente, examinando a Manuel como si le viese por primera vez.

—De acuerdo, vámonos.

Se quedaron hasta medianoche en la terraza del padre Babu, toda envuelta en follaje y que, por entre las aberturas de los edificios, permitía entrever la rada iluminada, dominada por la masa oscura del Pan de Azúcar, circundada de luces parpadeantes. En el mar, altares de fuego dejaban adivinar los grandes navíos. De terraza en terraza, se iban contestando las guitarras. Babu les ofreció una segunda ronda de café helado y luego, inflamado por la sonrisa de Cleo, descorchó una botella de vino blanco.

Cuando regresaron a su cuchitril, Cleo, excitada por la velada, muerta de risa, iba contando historietas de su cabaret de la calle Saint Denis. Nutrido, habiendo bebido, descansado y después de haber podido fumar a gusto, Manuel andaba con paso firme, rodeándola por el talle. Al pasar junto a la empalizada que terminaba en la casa, se detuvo, la cogió entre sus brazos, y la apoyó contra la barrera de bambúes.

—¡Estás loco! —murmuró ella—. Si pasa alguien..., pueden vernos. ¡Acaba, acaba ya!

No se defendía más que con las palabras; por más que debajo del vestido estuviese desnuda, habría podido defenderse, pero no quiso con victoriosa coquetería. Rodaron al pie de la empalizada.

Ella se incorporó la primera. Manuel permaneció tendido en tierra, los ojos abiertos. Mirando hacia arriba veía las piernas de la joven, que estaba a punto de bajarse la falda. Por encima, entre las palmeras, contempló las estrellas. La mano de Cleo se extendió hacia él para ayudarle a levantarse. Manuel la cogió, la oprimió y preguntó, como en sueños.

—¿Es la última vez?

Tan tranquila como él, ella le respondió:

—No, Manuel, nos queda aún toda la noche.

—¿Nuestra última noche, pues? —rectificó él.

Estaban aún asidos de la mano. Ella lo atrajo hacia sí, y luego comenzaron a caminar uno al lado del otro, muy juntos, en tanto se iban rozando en ocasiones sus caderas.

Luego, en la noche asfixiante de su habitación, lucharon uno contra el otro hasta los primeros rayos del sol. Entonces. Manuel se durmió.

Cuando se despertó, estaba solo. Había una taza de café sobre el suelo, pero el café estaba ya frío, y un impreso del Consulado, manchado de grasa, apoyado contra la taza. En el dorso reconoció la escritura de Cleo. Leyó:

 


“Querido, para ti todo está arreglado. Pasa por la Compañía de las Mensajerías holandesas. Hay un puesto de ayudante de cocina para ti en el “Utrecht”. Sólo tienes que dar el nombré. Recibirás un adelanto. Aféitate, vístete un poco. El barco zarpa esta noche, a las diez. Va a Nueva York, pero se te ha reservado un puesto similar en otro buque de la Compañía, que te llevará de allí al Havre. Yo estaré a las nueve y media delante de la pasarela. No me busques, querido, esto es lo mejor que podía pasarnos.”


 

Había pensado en todo, incluso en afeitarse y vestirse. Perdió la mañana cumpliendo varias formalidades, halló agradable almorzar en un buen restaurante, hizo la siesta, y le quedó muy poco tiempo de la tarde para cambiar sus harapos por un traje gris (no blanco, ya que había de pensar en Europa). Perfumado, afeitado, lustroso, con un cigarrillo entre los labios, fue a sentarse a la terraza de una cervecería, cuando empezaba a caer la noche. Sobre la rada había una neblina azul. Los tranvías no le intimidaban porque, tal como iba, tenía ahora derecho a subir a uno. Bebió líquidos helados, sorbiéndolos con una pajita. El camarero, que había intuido que era francés, le llamaba monsieur. De la cartera nueva, extrajo tres o cuatro veces la nota de Cleo para releerla.

El transatlántico era negro, con chimeneas blancas de las que ascendían grandes y espesas volutas de humo que se extendían hacia el firmamento, disgregándose indolentemente en torno a los fuegos de posición. Las máquinas giraban con regularidad, como un tam-tam obsesionante. No había bastante luz para poder volver a leer la cartita de Cleo.

En el muelle y a bordo varias voces femeninas parloteaban en inglés y holandés. No era un transporte ordinario, sino un crucero transoceánico para damas y jovencitas. Quince días con aquellas locas y estaría en Nueva York.

Manuel no osaba acercarse a la pasarela por miedo de que le viesen, obligándole a subir al instante. Sin embargo, miraba en torno suyo sin esperanzas. Ella no vendría. Era mejor cortar por lo sano e instalarse en seguida en aquel nuevo universo. Arrojó el cigarrillo y lo aplastó de una patada. Dio un paso... y chocó con aquel cuerpo al que estaba ya tan acostumbrado.

—¡Hace una hora que te espero! —le reprochó ella, con tono lastimero.

Una farola les iluminó Cleo llevaba medias de seda y un vestido nuevo. Manuel observó el bolso blanco, cuando ella lo abrió para sacar un pañuelito que mordisqueó.

—Es lo mejor para ambos.

—Ya lo sé, me lo has escrito.

Hablaba sin enojo.

—¡Dios sabe dónde habríamos acabado! —continuó Cleo, como si recitase una lección—. Ya empezábamos a hacer estafas..., ¿y sabes adonde conducen las estafas?

Caminaban uno al lado del otro, a pasos menudos. Ella prosiguió con voz estrangulada:

—Mientras que así, podrás regresar a Francia de balde, e incluso con algún dinero. Y yo..., tengo trabajo.

—¿Trabajo?

Lo había repetido como un eco, sin ironía.

—Tengo un contrato de danza para un año —se defendió la joven—. Sí, por el cónsul. Te figuras muchas cosas y aún no ha pasado nada. Claro que quizá pasará.

Hablaba con voz obstinada, como si protestase contra una acusación.

—¡Y tiene que pasar! ¡Soy una chica honrada, y jamás he hecho nada por dinero! El se ha interesado por mí, y le estoy reconocida. No es... no es como si me hubiese vendido a uno de los plantadores de Leandrini. Si no se hubiese portado gentilmente contigo —añadió, con voz casi inaudible—, le hubiera enviudo a paseo.

Manuel despertó.

—¡Gentil! ¡Repítelo! ¡Le molestó, le fastidia, soy un estorbo para sus planes y se desembaraza de mi! Me envía a Francia, como a un paquete y a todo honor.

—Habría podido hacerte arrestar, lo mismo que a mí. Como me explicó, hemos obrado como niños.

Curioso, Manuel interrogó:

—¿Por qué no ha cuajado el asunto? ¡Me apuesto a que por culpa de las faltas de ortografía de Víctor!

—También yo pensé en lo mismo, al principio. ¡Y se lo dije a él! Pero me contestó que era lo bastante buen republicano para no asustarse por una falta de ortografía en la carta de un ministro. Aunque no lo parece, es un bromista. En el fondo, la historia le divirtió. Sobre todo, porque no tardó en verlo todo claro... Y es que no habíamos pensado...

—¿En qué?

—Que el ejemplar, la revista histórica que cogí en la sala de espera, era un número atrasado. El cónsul ya lo había leído y luego lo habían dejado sobre la mesa, junto con las demás. Por tanto, ya conocía la historia de su colega holandés. Además, en su calidad de diplomático, le había sorprendido mucho. Bien, les pidió a unos amigos suyos de la policía del país que realizasen una pequeña indagación. Comprendió que jamás nos habíamos ensuciado las manos con nada y vino a casa, como en la revista, para divertirse un poco con la comedia que iba a representar. Luego...

Cleo se interrumpió. Tironeaba el pañuelo. Quizá se había ruborizado. Seguían oyéndose las chácharas de las inglesas y las holandesas, los canturreos de los cargadores negros, los gritos que subían de las barcazas cargadas de frutas que daban vueltas en torno al “Utrecht”, el estruendo de las diablas rodando sobre el pavimento, el rechinar de las grúas, los profundos rugidos de la sirena del navío y el eterno martilleo de sus máquinas, jalonado todo ello por las exclamaciones de los oficiales de marina.

“Decididamente —pensó Manuel—, Cleo y yo nunca podemos estar tranquilos.”

Y le pareció oír las manitas de los niños negros en la habitación contigua, y el tembleteo de la veranda bajo los pies de aquéllos al corretear, y el clamoreo de la calle sofocante contra la que tan mal les defendía el estor.

Interrumpió el torrente de palabras de la joven.

—Bien, bien, lo comprendo, no tienes necesidad de describírmelo. Bien, buenas noches.

—¿Te has enfadado? ¿Ni siquiera me besas?

Al escuchar su voz quebrada comprendió que estaba llorando.

—Nosotros éramos tan poca cosa... Es preciso arreglar las situaciones... No siempre puede hacerse lo que uno querría. Claro, si hubiésemos sido ricos, nos habríamos ido los dos juntos en este enorme buque.

Manuel intentó reírse.

—De todas formas, no habríamos podido hacerlo. Solamente hay damas entre el pasaje.

No fue un beso prolongado ni voluptuoso. Pero se quedaron casi sin respiración. Lo más duro era despegar los labios. Era como un esparadrapo sobre una herida. En lo alto de la pasarela, una cuadrilla con quepis esperaba a Manuel para hablarle en holandés. Oír hablar atropelladamente en holandés es algo que deja inevitablemente un inolvidable recuerdo.

 

Fue este clamor el que Manuel, con veinte años más sobre sus espaldas, oyó cuando reconoció a la ex frágil Cleo, más gruesa, con pieles azules en torno a su garganta, diamantes en los dedos más regordetes, cuando atravesaba el jardín de su albergue.

Un albergue pintado de nuevo que él acababa de adquirir a su regreso de Nueva York, más para distraerse que para ganar dinero. Madame Reineggersen, la más autoritaria pasajera del “Utrecht”, que sólo toleraba la cocina francesa, le había dejado ganar muchos miles ofreciéndole la gerencia de un bar provenzal en Soho. Diez años después, había adquirido uno por cuenta propia a orillas del Hudson, y regresó a S... con un “Cadillac”, como todo tío de América que se respete un poco, y había pensado darle a su albergue el nombre del sinvergüenza que, en Holanda, se había hecho pasar por el hijo del príncipe Ligne. Pero jamás había logrado recordarlo, y ni siquiera el nombre de la revista. En vano había fastidiado al catedrático del instituto de S...

—¿Cómo se llamaba?

Pero Cleo también lo había olvidado. Estaba de pie en la entrada, sobre el mosaico violeta. A su alrededor, todo era silencio. Por primera vez.

—No, no es por casualidad —le explicó ella, sin resuello—. Viene en la guía. Recomiendan tu albergue —se esforzaba en mirar por el espejito si le brillaba la nariz—. Manuel Mallarmé, no es un nombre muy corriente. Y, además, sabía que tú eres de aquí... Le dije a mi marido: “Quiero que vayamos a cenar allí”.

El marido había aparcado el coche. A través de los cortinajes, Manuel le vio acercarse. Sabía que Cleo era de su misma opinión: había hecho mal en venir. ¡Bah! Dentro de unos meses, su memoria habría ya rectificado, borrando la silueta de la nueva Cleo y devolviéndole la antigua, la que se paseaba completamente desnuda, con los muslos sudorosos, ocultos bajo un delantal azul, manchado de grasa, y llevando una sartén en la mano.

Repitió:

—Entonces, ¿no te acuerdas de su nombre?

Ella volvió a denegar con la cabeza.

 

Fuera, los motores se despertaban. La gravilla del jardín crujía bajo los neumáticos. Pesadamente, echaban los porticones. En la entrada, todavía resonaban pasos sobre las losas y las últimas voces felicitaban al padre Mallarmé. Ya no me quedaba ningún motivo para seguir en aquel comedor desierto.

Todos habían hablado a su sabor, y un observador habría podido adivinarlo al reparar la geometría imprevista de las cucharas y tenedores con los que las manos habían jugueteado maquinalmente, los pliegues a veces convulsionados de las servilletas, la agonía de las flores despedazadas por las uñas, el modelado crispado o soñador de las bolitas de migas de pan. En volutas, el humo de los cigarrillos todavía serpenteaba por encima de los racimos de uva dorada, colocados junto a las peras verdes, los vasos aún a medio vaciar, los platos donde se veían todavía los restos de los moluscos a la Mallarmé.

—¿Sus amigos le han abandonado?

En efecto, los motores habían cesado de turbar el silencio de la noche. El padre Mallarmé me contemplaba, con los párpados hinchados por el sueño. Un instante antes, evocando a Río, abiertos los ojos, se había rejuvenecido a cada frase. El encanto estaba roto, y las confidencias son algo que siempre se lamenta.

Le seguí al jardín explicándole que Belèche y su mujer habían ido a acompañar a Blanche Albine, por lo que yo había preferido volver a pie... para refrescarme.

Nos estrechamos las manos en el jardín. Pálida, la carretera se extendía ante mí. Sabía que había mentido y que sólo deseaba estar solo para retener en mi mente las escenas que el calor de una cena suele disgregar. Mientras caminaba, empecé a deducir, de lo que se había contado, lo que no había sido dicho. Recordaba silencios que se convertían en imágenes.

En el cruce tuve que pararme, cegado por la luz de dos faros que iban agrandándose a toda velocidad, y que se detuvieron y extinguieron junto a mí.

—¿Ejercicio de higiene? ¿No quiere que le lleve?

Era la alegre voz del doctor Arrois. No tardé en verme sentado a su lado, en su coche utilitario. Sólo brillaba débilmente el tablero de mandos.

—¿Terminó bien la cena? —se interesó.

Nos había dejado en el momento de los postres, apremiado por “una urgencia”. Me sorprendió su conducta nerviosa. Sentía que giraba constantemente hacia mí su comunicativo rostro. Pretendí estrecharle la mano cuando el auto se paró en seco delante de mi hotel.

—No hay secreto profesional —dijo con brusquedad—, porque no he actuado como médico.

Estaba ansioso por hablar. Sus dedos tabaleaban sobre la palanca del arranque.

—¿Recuerda la historia de la señorita Berne?

Abrí la boca dispuesto a contestar que mal podía olvidarla cuando de ella habían derivado las demás que se habían relatado en torno a la mesa de albergue. Pero no me dejó contestar.

—Me han llamado a su lado. Quería volver a empezar.

—¿A suicidarse?

—Sí, pero esta vez no ha tenido importancia.

¿Qué quería darme a entender? Esbocé una pregunta que interrumpió.

—Me pregunto cómo he podido tardar tanto tiempo en hallar el remedio. Sin las historias de esta noche, tal vez no habría llegado a comprender que se halla obsesionada por el pasado, y por tanto era el pasado el que había que cambiar. ¿Lo entiende?

—No.

—Sin embargo, es muy sencillo. Ella se creía condenada al suicidio, equivocadamente, porque su padre y su abuelo se habían suicidado. Pues bien, para curarla era preciso que ambos hubiesen fallecido de muerte natural.

—Bien observado —murmuré con tono conciliador—. Pero esto no puede alterarse, son hechos ocurridos.

—Cuando los hechos son erróneos, se les corrige. Para esto existe el don de la palabra.

Me agradan las paradojas, pero no hasta el punto de aguantarlas a las tres de la mañana.

—Estupendo —comenté cortésmente—. Sin embargo, los hechos son resistentes. Le costaría mucho probarle a esa joven que su padre y su abuelo murieron como todo el mundo.

—Ya lo he hecho. Ahora, ella duerme. Evidentemente, la ha trastornado. No ha sido una revelación muy agradable. Se ha trastornado, pero está salvada.

Le temblaba la voz, y recordé que después de su partida alguien había susurrado que se hallaba enamorado de su paciente.

—Ha sido como un relámpago. Me he llevado a su madre aparte. Ha sido muy duro. Le he dicho: “¿Prefiere que su hija muera o se vuelva loca?” Ya no era médico, sino abogado. Le he demostrado que no era traicionar la memoria de su marido, que éste adoraba a su hija, y que era el único remedio. Ella no hacía más que repetir: “A sus ojos, ya nunca seré la misma”. Yo le contesté: “Vaya, esto es egoísmo”. Por fin ha cedido, y nos hemos puesto de acuerdo en los detalles. Había que encontrar un individuo plausible del que la joven hubiese oído hablar, que no pareciese haber sido sacado a colación con aquel propósito...

—Perdón —balbucí—, tal vez le parezca lento de comprensión, pero no le sigo muy bien.

—¿No sigue, el qué?

—Bien, si me explicase para qué era preciso hallar un hombre plausible...

—Para servir de padre. No podía deshacer el pasado. Si los antepasados legales de la señorita Berne se habían suicidado, era algo imposible de remover. Lo único que yo podía hacer era convencer a su madre para que le confesase haber cometido una falta, por lo que su hija resultase que no llevaba la misma sangre que los suicidas. Oh, nos ha costado mucho, puesto que, si la señora Berne ha aceptado por fin el principio de mi embuste se ha revelado sumamente puntillosa en lo tocante a su seductor. Nos hemos puesto de acuerdo en un oficial muerto durante la guerra del Riff. Plausible, lo era por completo. Había sido el padrino de la niña y —al ver la emoción de la señora Berne, la mujer más santa que se pueda imaginar— he creído adivinar que no le habría desagradado que mi mentira hubiese sido realidad. Para emplear una expresión del país, creo que entre ambos se habían cruzado las miradas. Por fin ha consentido. La señorita Berne me ha acogido muy mal al principio, creyendo que de nuevo iba a persuadirla de que el suicidio no es hereditario. Bien, le he espetado al rostro que, hereditario o no, el suicidio no tenía nada que ver con ella. Y luego he intentado sugerirle, hacerle adivinar por sí misma la mentira bien urdida que debía creer para desear seguir viviendo. Ha sido bastante largo. He intentado mostrarme preciso, sin que ella se atreviese a adivinar. Luego ha exclamado:

”—¡No es posible!”

”Ha sollozado. Ha acudido su madre y ha sollozado. La vieja criada no sabía nada, pero también ha sollozado, por contagio, en la cocina. Al marcharme, le he dicho:

”—Son las últimas lágrimas de esta casa.”

Aturdido, contemplaba a aquel tipo para el que los relatos escuchados aquella noche en la cena, se habían convertido en una terapéutica. Para ser tan lógica, era necesario poseer un genio científico..., o estar enamorado. Su exaltación me hizo dichoso, aunque me sentí celoso de la maestría con la que se había improvisado en novelista médico. Al estrecharle la mano me sentí impulsado a decirle traidoramente:

—El marido de una joven que imagina tales embustes corre un peligro.

—¿Cómo? —había hablado con brusquedad.

—¡Diablo! Ella quería suicidarse porque su padre y su abuelo lo habían hecho y creía que era una herencia. Usted acaba de meterle en la cabeza que su madre sufrió una debilidad culpable por un guapo oficial. Hay que temer que una vez casada, no ceda a su obsesión, que ella creerá hereditaria, y pensando en la infidelidad.

Seguro, no había logrado disipar su felicidad, pero mis palabras me hicieron decaer mucho en su estima. Su “buenas noches” quedó cubierto por el insolente portazo de su portezuela. Largo tiempo..., bueno, unos segundos, miré huir hacia las tinieblas de la calle, el fuego rojo de su coche, el fuego rojo de un coche que se llevaba, como en una ráfaga a través de los siglos, al último de los héroes de aquella noche charlatana.

 

Bellagio, agosto 1951

Taormina, febrero 1952

Fin