Capítulo 2
TRUCHAS ARMADAS CON SALSA "POTEMKIN”
-¡A
escena para la cena!
Desde los camerinos se oía el paso regular del regidor que resonaba en aquella mezcla de madera blanca, yeso amarillento, ladrillos, herrajes y cemento que son las materias de todos los escenarios del mundo.
El Gran Teatro de Paramé no era más sórdido que cualquier otro. Es regla general que las partes internas de un escenario, con sus camerinos hediondos y sin ventanas, los estrechos pasillos, las retorcidas escaleras, contrasten violentamente con las bellezas de la escena, donde representan las obras los actores. Es clásico que los entusiastas jóvenes que sueñan en el perfumado palco, desde el que asisten a la representación en compañía de otros fanáticos, de qué manera su estrella predilecta se cambia de vestido entre el segundo y tercer actos, queden aterrados ante los reducidos camerinos en que, precipitadamente y discutiendo con sus ídolos se desnudan y retocan el maquillaje. Hubo una excepción: el saloncito camerino de la divina Sara Bernhardt, del que aún hoy día se habla.
—¡A escena para la cena!
Era la gran cena de despedida que señalaba el final de la jira. Habían empezado en Royan y terminaban a las puertas de Normandía. A los pocos minutos, en el hotel restaurante “El Oleaje”, la Compañía se diría adiós en torno a un “bogavante a la americana”. Era por eso que la monótona voz del regidor (o segundo apunte) sólo pretendía parodiar sus constantes y eternas llamadas a escena.
—¡Qué oficio más seductor! —comentó el barón Méhée.
Sentado en un taburete cojo, contemplaba en la pared una mancha de sangre en forma de Nueva Zelanda... Sangre, barniz, humedad ferruginosa, vino o minio. Pequeños roces le indicaban que tras la cortina de color chocolate que le cosquilleaba el cuello, Blanche Albine terminaba de ataviarse. Cada vez que la joven se movía, el barón experimentaba un golpe en los riñones, tan estrecho era el camerino; es decir, había sido un camerino para dos, pero afortunadamente, Marguerite Saurin, a quien no le gustaban las tercerías, lo había evacuado mucho antes.
El barón añadió:
—Esta noche estás maravillosa.
—Eres muy amable.
La joven se interrumpió. El barón adivinó que estaba atareada con el rimmel.
—Eres muy amable, pero... No pueden hacerse maravillas con un papel estúpido. Naturalmente, no es que quiera hablar mal de Natalie Durand, pero hay que confesar que un papel de virgen implacable y auténticamente juvenil se avendría más con mi temperamento que con el suyo, la pobre. En fin, está haciendo el ridículo. No soy yo quien lo dice. Es que es terrible envejecer, en nuestra profesión.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó cortésmente el barón—. Lo habrás oído decir. Aún no tienes diecinueve años.
—Casi veinte —suspiró ella—. Hace ya dos años que salí del Conservatorio. Dos años de luchas, ya que me han puesto obstáculos por todas partes. ¡Ah, cómo te envidio, viviendo en un castillo, a orillas del océano! ¡Mira, por ejemplo...!
La puerta acababa de abrirse bruscamente.
—¡Vamos, Blanche! ¿Qué te pasa? ¿Es que la señorita necesita un lacayo para ayudarla a salir de su camerino? El coche está a la puerta, y todo el mundo te espera, hijita, ¿Tienes ya listas las maletas?
Mientras hablaba, el regidor tabaleaba fuertemente en la puerta. Era un individuo enflaquecido, joven aún, de cabellos grises, dientes muy blancos y ojos estrechos.
—Ya estoy, Moustache, no hagas dramas. Tanto peor, no terminaré de maquillarme.
Apartó la cortina, y el barón estuvo a punto de caerse al suelo. Blanche era esbelta, flexible, aunque con unas caderas prominentes, senos redondos, endiabladamente rubia, ojos muy oscuros y cuya forma almendrada acentuaba el sabio maquillaje, labios gruesos, barbilla de cabra y una pequeña frente abombada, prominente, que los cortos mechones del cabello revalorizaban.
—¿No os conocíais? Ya sabes, Moustache, el barón de Méhée. Aquel cuyo castillo visitamos entre Val André y aquí.
—Y le doy las gracias, amigo regidor —intervino el barón—, por haberme admitido a la pequeña fiesta íntima que cierra la jira esta noche.
—No hay de qué —emitid Moustache, considerando con muy poco agrado al barón de piernas pequeñas, alto busto, rostro enjuto bajo una cabellera grisácea, pero cuidadosamente ondulada, y que, en conjunto, se esforzaba en parecer hermoso. Añadió—: No hay de qué. Los amigos de Albine son mis amigos.
La joven le puso gentilmente la mano en la espalda y se volvió hacia el barón.
—¿Verdad que es simpático mi regidor?
El barón asintió, evidentemente no muy a gusto dentro de su traje de franela gris, excesivamente ceñido, buscando visiblemente una respuesta que le pusiera a la altura del lenguaje propio de la gente de teatro. Seguramente la habría hallado, sin la interrupción del galán joven, Michel Distry, que pasaba por el corredor, maleta en mano.
—¡Vaya tupé, hijita! —exclamó—. ¿Crees que vamos a pasarnos toda la noche esperándote, Blanche de Desgracias? Ya estamos todos hartos, y yo el primero.
—¿Y en Las Baule? —replicó Blanche Albine—. ¿No nos hiciste tú esperar dos horas en una sala totalmente cerrada, en La Baule? ¡Y todo porque le ponías los ojos tiernos a la esposa del subprefecto! ¡Ya te daría yo a ti subprefectos!
Michel penetró en la estrecha pieza, la asió del brazo y la arrastró hacia el corredor.
—¡Adoro a esa criatura! —exclamó—. ¡Es mi razón de vivir! ¡Ah, y ella también me quiere! ¿Verdad, querida?
—¡Sí, amor mío!
La joven le besó en ambas mejillas, luego le dio un tirón a la chaqueta de su traje sastre, arrugada por aquella especie de cuerpo a cuerpo, y se pasó una mano por debajo de la blusa para subirse el tirante del sostén. El barón, que había bajado la vista mientras ella abrazaba a Michel, la levantó a tiempo de observar el cuello de la blusa aplastándose contra una piel resplandeciente.
—¿Tienes la maleta? —volvió a preguntar Moustache.
—Permíteme que la lleve —se ofreció el barón.
—¿Y esto? —preguntó entonces el regidor—. ¿Qué es este tarugo de papel?
—¡Oh, mis conchas para mamá! Sin ti las habría olvidado.
Abrazó a Moustache, y la pequeña caravana desfiló por los corredores del escenario que, mediante diversas bifurcaciones, y entre un denso olor a tabaco fresco, les condujeron hasta el escenario, desde donde salieron a la calle, bajando por una escalera de hierro.
Era una noche de principios de julio, magnífica, algo húmeda, tal vez, con bruscas ráfagas de viento, y en lontananza se oía el rumor del mar que tuvieron que costear hasta llegar al hotel restaurante “El Oleaje”, donde el autocar descargó su mercancía humana.
—¡Aquí están los artistas! —chilló un grupo de adolescentes, con suéteres azules, que montaban la guardia bajo la pérgola. Lanzado por una mano misteriosa, un pequeño ramillete aterrizó a los pies del barón cuando la compañía penetraba en la terraza protegida por cristales de aquel hotel de tercera clase “pero limpio”, como había hecho observar Moustache, y en el que era preciso saltar por encima de unas plantas para llegar a la mesa.
Fue una cena prolongada. Antes de separarse fijaron varias citas. Se esperaba, no sin melancolía, volver a trabajar juntos en cierta obra, si un Fulano de Tal les ofrecía contrato. Las primeras figuras de la compañía sabían que si volvían a interpretar en París una de las comedias que ahora habían representado en provincias, tendrían que limitarse a lanzar doce réplicas al personaje importante que ahora habían encarnado durante un mes. Sin embargo, como la temporada no había sido mala, la mayoría se regocijaba ante la idea de descansar unos quince días, volver a gozar de sus perros, de sus hogares, de sus porteras y de sus costumbres.
—¿Y tú qué va a hacer? —preguntó el barón.
—Iré a reunirme con mamá y mi hermana en Andelys. Y luego, si Moustache lo consigue, partiré de jira por América del Sur. Hay una actriz que ha denunciado su contrato. Moustache, en aquella compañía no puede hacer y deshacer como aquí, puesto que se trata de una jira muy seria, pero me ha prometido hacer cuanto esté en su mano para que me contraten. En Andelys tengo que esperar su telegrama.
—¿O sea que de todas maneras tienes algunos días libres? —sugirió suavemente el barón Méhée.
Se vieron interrumpidos por nuevos brindis.
—¡Me encanta el teatro! —continuó el barón—. Me hablabas de ese castillo que tanto te ha gustado. ¡Si supieras cuánto lamenté no estar allí cuando os detuvisteis en mi casa!
—¡El guía nos lo hizo visitar!
—¿Os enseñó, al menos, el rizo de pelo?
Moustache, que había estado siguiendo la conversación, se inclinó hacia ellos.
—En efecto, yo distinguí un ricito muy pequeño, bajo un globo inmenso, en el fondo de vuestra sala de armas. El guía nos dirigió un discurso a este propósito, pero había tanto eco que no llegué a entenderlo muy bien. Se trataba de un trofeo de la campaña de Rusia, ¿verdad?
—Un trofeo femenino. ¡Ah, si hubiese tenido tiempo, cómo me hubiese gustado relataros la historia!
—Adoro las historias —dijo Blanche Albine.
—Bueno, a mí, las historias... —desdeñó Moustache.
—En tal caso, es esta historia la que cimenta el castillo de Méhée. Si me atreviese..., le haría la misma proposición que a Blanche. Si vacila en venir a pasar un final de semana al castillo, es porque teme que no sea bien visto, ¿pero en su compañía...?
De nuevo se pronunciaron más brindis. Cuando sé separaron para ir a dormir, había quedado bien entendido que Moustache y Blanche Albine, dejando que la compañía regresase a París, irían a pasar tres días al castillo de Méhée, en la península de Méhée, en compañía del barón de Méhée.
Vivaz y relativamente ágil, el barón descendió ante ellos los altos peldaños que bajaban desde el camino de ronda hasta el mar. Un viento furioso le alborotaba el cabello. El barón lo protegía con sus manos, de dedos gruesos y adornados con sortijas, pero no se lamentaba.
—Habría sentido mucho —exclamó— que trabaseis conocimiento con mi vieja morada en un tiempo encalmado. Necesita los golpes del océano que huelen a yodo y a encinas viejas.
—¿Qué? —gritó Blanche. Se hallaba acurrucada en un peldaño, haciendo trompetilla con una mano en la oreja, y la otra crispada sobre las rodillas para impedir que la falda amplia, de tela ligera, le subiese a la cabeza.
Entre ambos, Moustache hacía de enlace.
—El barón cree que una ventolera le sienta bien al decorado —gritó, con las manos ahuecadas ante la boca.
¿Qué entendió Blanche? Lo cierto es que se extasió.
—¿Que han desembarcado unos corsarios? ¿Aquí? ¡Oh, debe ser emocionante!
—¿Perdón...? —preguntó el barón.
Moustache se inclinó hacia él.
—Dice que es emocionante.
Blanche había inclinado la cabeza ante el viento, bajando los peldaños de cuatro en cuatro. Aunque había conservado su mano crispada sobre la falda, el barón experimentó un choque y le hizo repetir la pregunta que ella le había formulado, falta de aliento.
—Espero que desde el parapeto los hayan regado con aceite hirviente.
—¿A quiénes?
—A los corsarios.
—En el siglo XVII, los corsarios solían venir a buscar abrigo aquí, efectivamente. Eran unos piratas intrépidos. El castillo les servía tanto más de refugio cuanto que en aquella época, el cabo aún no se hallaba unido al Continente, formando como una isla.
—¿Y tus antepasados se relacionaban con los corsarios? —se admiró Blanche.
Le tuteaba, llevada por la costumbre de la gente de teatro, acostumbrada a no concederle la menor importancia a tal cosa.
—Mis antepasados... A decir verdad, antes de la Revolución, este castillo no pertenecía a mi familia. Era el feudo de los condes de Quelen, los cuales habían sucedido a los Louedec, los lugartenientes de Godofredo de Bouillon que, habiendo marchado a las Cruzadas, se instalaron en Tierra Santa.
—¡Cáscaras! —era una exclamación algo inadecuada.
—¿Y sus antepasados —preguntó Moustache— qué hacían mientras tanto?
—Yo pertenezco a una familia muy antigua —explicó el barón—, pero ésta no abandonó el Loira para instalarse aquí hasta la época de mi tatarabuelo, el barón de Méhée.
Sonrió modestamente y añadió:
—“El irresistible Méhée”, como le llamaban.
—Caramba, no me había dado cuenta —exclamó Moustache—. En el “Diccionario de los Grandes Amantes” siempre citan al “irresistible Méhée”.
—¿Era verdaderamente irresistible? —se interesó Blanche, con el hálito cortado por el viento y el prestigio de tal apodo.
Si se había hecho actriz era por el hechizo de lo romántico. Lo que esperaba de la vida era la fama, la gloria, el amor entre un dédalo de imprevistos, jalonado todo ello por situaciones patéticas. Por ello, desde que por la mañana había llegado con Moustache a aquel castillo negro, de altos parapetos medievales azotados por el mar, con ojivas restauradas por Viollet-le-duc, con el ala amplia, achatada y deforme construida bajo Luis XVI, con tejadillos ruinosos, que databan de 1900, en su ignorancia de los estilos, había entremezclado los siglos, confundiendo las ventanas románicas con los capiteles festoneados, los arcos góticos con los entrelazados de plomo de los canales Napoleón III y, aturdida por aquel baño de historia, había sentido subirle a la cabeza el perfume de las grandes aventuras del pasado.
El barón, que había observado aquel interés, había esmaltado el almuerzo con multitud de anécdotas emocionantes o grandiosas, de las que aquellas piedras habían sido testigos. Su erudito ardor sólo se había visto limitado por los conocimientos de Moustache, al que de buenas a primeras había creído informado solamente en materia histórica por los dramas de Edmund Rostand o Victoriano Sardou, Pero como Moustache le había alarmado con algunas preguntas muy precisas, el barón Méhée había tenido que renunciar a prolongar su familia hasta San Luis, y admitir con tono campechano que pertenecía a la nobleza del Imperio.
—¿Nobleza del Imperio? —había repetido Blanche, con su delicada voz—. ¡Es una expresión seductora! Debe ser delicioso poder decir: “Yo, que pertenezco a la nobleza del Imperio...”Los tres habían remontado la escalinata marítima, el barón en último término en gracia a sus responsabilidades de castellano, y tal vez también por contar con una feliz coyuntura del viento y la ligera falda de la joven, que le permitiese gozar con la visión de parte de los encantos de la seductora Blanche.
En el gran salón del ala izquierda, había recobrado su ímpetu narrador.
—He hablado del irresistible Méhée, mi antepasado. Esta estancia alaba sus principales hazañas.
El barón, desplazándose por un movimiento de rotación en el sillón, mitad encina ancestral, mitad peluche, en el que se hallaba sentado, dirigió una mirada circular en torno al gran salón ensombrecido por los cristales pintados de las estrechas ventanas, los revestimientos de encina, la chimenea monumental de piedra imitada sobre la que jugueteaban ramajes dorados y purpurinos, los pesados armarios, cofres y sillones que rivalizaban en negrura con las pinturas murales, hasta el punto de que únicamente el suelo, maravillosamente enlosado y desprovisto de alfombra, aportaba cierta claridad al tenebroso conjunto.
—Esta estampa, a la izquierda, representa “Los Adioses de Méhée” —preludió el barón—. La escena se desarrolla en Nantes. Mi abuelo está vestido, como veis, con un carric y un tricornio. Tiene dieciocho años, aún es civil y parte para París a enrolarse al ejército de Napoleón. Ya monta bien a caballo. Apreciad la perfecta corrección con que la punta del pie se alinea con la rodilla. La mano que agita en gesto de despedida va dirigida sin duda a sus padres, a sus hermanas menores y a su amigo, Léobel, del que volveré a hablar.
Saltó del sillón, dio dos pasitos por la estancia, como un guardián de museo, y su puño giró para señalar un cuadrito al óleo que representaba un joven oficial de caballería avanzando montado y seguido de su cohorte, en un pueblo erizado de cúpulas iluminadas.
—Mi antepasado, como lo retrata el pintor, entró el primero en Moscú.
Continuó:
—Esta litografía de Horacio Vernet, representa el momento del incendio. Moscú en llamas, y Méhée, con el sable en la mano, se apresta a dejar caer el arma ante la aparición de una joven. Este inmenso cuadro de Gros representa a mi abuelo en los funerales de la joven. Los granaderos cavan su fosa en la nieve. Este primer plano de caballos muertos y agonizantes, ilustra perfectamente la desdicha de la retirada, y el artista supo darle, mediante un halo vaporoso, la emoción de Méhée y sus últimos compañeros inclinados sobre el sudario.
—¿Pero de qué joven se trata? —quiso saber Blanche.
La actriz se hallaba excitada. Su semblante resplandecía. Moustache contemplaba con cierta impaciencia la sombría intensidad de aquel hermoso semblante. El barón se frotó las manos con cierto orgullo de propietario.
—¿Qué joven? ¿Qué incendio? ¿Qué entierro? Vamos, Blanche, que no se diga que he excitado por nada tu curiosidad. Y no seré yo quien te contará esta historia, trágica como todo lo grande que existe en la Tierra. Será mi tatarabuelo quien se encargará. ¿Ves este cofrecito? Contiene las cartas de Méhée recibidas de Rusia por su amigo Léobel. Fueron reunidas para documentar a los pintores que han ilustrado la vida de mi antepasado. Mi conserje habla de ellas a los visitantes, pero nunca las enseña.
—Sí —observó Moustache—, aquella vez atravesamos esta estancia al galope, pero sin...
—No soportaría que una muchedumbre anónima husmease muy de cerca en mis recuerdos. Además, no son únicamente los míos, sino los de Francia... y los del amor —añadió, volviéndose hacia Blanche.
Esta, electrizada, le miró, viendo cómo cogía un cofre, cuyo forro de terciopelo carmesí se hallaba esmaltado con placas de plata labrada. El barón hizo una pausa. Lentamente se volvió, para volver a enfrentarse con sus invitados, con una llave de plata en la mano que introdujo en una cerradura también muy trabajada. Levantó la tapa.
—Temo que tendremos que sentarnos —anunció, desatando la cinta que mantenía unidas las cartas—. Tal vez resultará algo largo, pero a su izquierda, querido regidor, hallará licores.
—Gracias, no los quiero —rechazó Blanche—. Lo que quiero es la historia.
El barón desplegó la primera carta, la acarició suavemente, y comenzó a leer: