PRÓLOGO

 

E

L pueblecito de S... se halla situado entre Gap y Barcelonnette.

Con gran despliegue de flechas, el mapa Michelin da su opinión sobre lo abrupto del terreno, erizado de cuestas y pendientes, el cual si se allanase resultaría tan inmenso como Australia.

El mismo mapa emplea mucho verde para indicar el pintoresquismo de la región que bordea las carreteras. En cuanto a la guía azul, tras ciertas consideraciones sobre los calcáreos jurásicos que sirven de base a los edificios de S..., alaba la abadía del pueblo, que data del siglo XVI, sus termas de la época de Calígula, de las que quedan todavía algunas piedras en el museo (antiguo obispado del siglo XVII) que puede ser visitado de 14 a 17 horas, salvo los domingos y los días de feria.

Pero el guía del Sans-Club se extasió:

—¡Abandonad las sombras del paseo —aconseja con fogosidad—, para degustar en la posada del Mal Armado, que se halla situada cerca de un torrente, a tres kilómetros del pueblo, la liebre con hierbas de la comarca, cuya exquisitez la ha hecho célebre en veinte leguas a la redonda!

Éramos diez en torno a la mesa, reunidos allí un poco por premeditación, y un algo por azar. Fue Antoine Belèche, el director cinematográfico, quien al saber que en aquellos finales de octubre yo buscaba pretextos para retrasar mi regreso a París y merodear más largamente entre el verano y el invierno, por los Alpes y el Mediterráneo, me había invitado a reunirme con él en S..., donde, en compañía de Yvonne, su esposa, estaba buscando exteriores para su próximo film. No me había anunciado la presencia de Blanche Albine, la estrella habitual de sus películas, que se nos vino encima de improviso, al apearse de su descapotable, y un poco temblorosa porque todavía lucía un conjunto de verano cuando ya la nieve se dejaba ver en las cimas de los montes vecinos.

Una joven anticuaría de Niza, que la acompañaba, lanzó agudos gritos en la plaza al reconocer a Bernard Entragues, el espeleólogo, que contemplaba la alcaldía con aire escudriñador, como si en su interior recelase cavernas aún no violadas. Bernard aceptó seguirnos, a condición de que el médico del país, en cuya casa estaba pasando unos días, fuese de la partida. Y he aquí cómo el padre Mallarmé, al que le habíamos encargado una “pequeña comida para tres”, tuvo que juntar dos mesas grandes, como si se tratase de un banquete.

Escoltado por una mujeruca de manos rojizas, completamente ataviada de negro, con un alto moño ceñido por una cinta, según la moda de Arles, y de un joven mozo que parecía perdido dentro de su delantal azul, el padre Mallarmé nos juzgaba severamente. En la cocina no puede improvisarse nada. Era una falta de respeto anunciar a tres comensales y llegar en tropel.

Acostumbrada a ser admirada, Blanche Albine contempló al padre Mallarmé, hizo una pequeña y graciosa mueca, y trasladó su mirada al otro extremo de la sala enlosada donde, por una ventana entreabierta sobre el jardín, penetraba una brisa nocturna que ahuecaba esos cortinones enormes y blancos que tanto aprecian en el Midi, y que más bien parecen mosquiteros.

—Huele a madreselva —comentó.

Escandalizado al pensar que alguien pudiera descubrir en su casa otros olores que no fuesen los propios del arte culinario, el padre Mallarmé consideró con cierto desprecio a aquella encantadora joven, cuya extravagante blancura de piel había dado motivo a su seudónimo. Ella todavía procuraba realzarla con un vestido negro que acusaba igualmente la esbeltez de sus piernas y la estrecha flexibilidad de su talle. La estrella se ajustó sus gafas negras y trató de sacudir su cabellera, más rubia de lo natural, olvidando que la tenía constreñida por un pañuelo de color rojizo como las cerezas inglesas.

Mallarmé se encogió de hombros, que eran muy gruesos, y con su mirada, calculadora y colérica, abarcó a los demás invitados.

—Se portará usted bien, ¿eh? —le preguntó Jeanne Aubaine, la anticuaría—. Nos servirá algo bueno, ¿verdad?

Iba vestida con un traje sastre de color oscuro, con una capucha. Apenas se distinguían sus negros ojos, muy hermosos, una pequeña nariz espiritual y una boca, también pequeña, pero bien delineada y roja.

—¿Cómo se halla mademoiselle Berne? —se interesó lentamente Mallarmé.

El doctor Arrois, a quien iba dirigida la pregunta, arrugó su nariz, plantada en medio de un rostro jovial, les dio un papirotazo a sus gafas y replicó, sin apartar el cigarrillo de sus labios:

—Está bien, y no le queda ya más que un mal recuerdo.

Esta noticia tuvo la virtud de satisfacer al padre Mallarmé, el cual, sin molestarse en pedirnos nuestro parecer, nos comunicó el menú que acababa de decidir con su vasta sabiduría. Y se alejó pesadamente, seguido de sus dos respetuosos acólitos.

—Esto me gusta —murmuró Yvonne Belèche con golosa gravedad—. Conserva de Alpilles para empezar; solamente este nombre me hace la boca agua.

Pasaron unos instantes de recogimiento silencioso. Luego, su marido se volvió hacia el doctor.

—¿Sería violar el secreto profesional preguntarle por qué nuestro buen posadero se interesa tan vivamente por esa mademoiselle Berne?

El doctor lanzó una espesa bocanada de humo, formando un ancho círculo a su alrededor. Luego, con breves frases, pronunciadas lentamente, contestó que, como la historia de mademoiselle Berne era conocida por todo el país, no era violar ningún secreto profesional contarla en torno a la mesa. Sólo temía que personas tan agitadas, tan mundanas y viajeras como las allí reunidas se decepcionaran al conocer aquel pequeño drama demasiado provinciano para nuestros gustos.

Tras esta precaución, nos confió con la mejor campechanía del mundo, que mademoiselle Berne era una joven de veinticinco años, de una vieja familia de Draguignan. Su madre se había instalado en S..., luego de la muerte de su marido.

—Muerte que no fue natural.

—¿Un crimen? —exclamó Blanche Albine—. ¡Oh, doctor, no nos tenga en vilo! Estos relatos me entusiasman. Y los crímenes de provincias son los más bellos. En París, en Roma, en Nueva York, no saben asesinar. ¿Fue un crimen pasional o por interés?

—Monsieur Berne se colgó. Su padre se había ahogado.

—¡Vaya familia! —comentó Jeanne Aubaine, decidiéndose a bajarse el capuchón de su chaqueta.

—Esas gentes —declaró Antoine Belèche— no tienen confianza en los médicos —y se echó a reír—. ¡Prefieren matarse ellos mismos!

—Las bromas de mi esposo —observó suavemente Yvonne—, se parecen a su familia de desesperados, doctor. Son casos perdidos.

—¿Y su mademoiselle Berne —pregunté yo, a mi vez— qué ha hecho? ¿Se ha suicidado, también?

Yo había hablado sonriéndome, por lo que el efecto de la respuesta del médico resultó totalmente inesperado.

—Sí.

Hizo una pausa y añadió:

—Pero falló. La cuerda databa de los tiempos de la ocupación. Y el material no era muy bueno. Cedió.

—Pero, ¿por qué en esta familia...?

—Él abuelo era notario. Se suicidó por una irregularidad sin excesiva gravedad, pero que hubiera originado uno de esos escándalos de los que la provincia tiene el secreto. En cuanto a su hijo, que dirigía una empresa de pasta de papel, se vio obligado a quebrar, se desorientó, se acordó de la decisión de su padre, y la imitó:

—¿Y la pequeña? ¿Penas de amor?

El doctor se ruborizó. Volvió a calarse las gafas que se había quitado.

—No. Quiso matarse porque su padre y su abuelo lo habían hecho. Esto, al menos, es lo que me contestó en la cuadra adonde la llevé, con el pedazo de cuerda todavía arrastrando por el suelo. Se le había metido en la cabeza que el suicidio es hereditario y que no podía escapar a su destino. Se había convertido en una especie de obsesión. Y, por eso, prefirió terminar cuanto antes.

—¿Pero no se ha establecido que la propensión al suicidio sea hereditaria?

—Nuestra época vive inmersa entre publicaciones de carácter pretendidamente científico. Se redactan a la ligera, pero los ingenuos las leen con toda seriedad. Buenas personas, empujadas por el ansia de instruirse, en lugar de dirigirse a vulgarizadores seguros, se deleitan leyendo estas necedades seudocientíficas. He aquí cómo esa joven, por azar, creyendo en una frase, seguramente escrita a la ventura, se había persuadido de que el destino de su abuelo y de su padre era obligatoriamente el suyo. Si hubiese llevado una vida activa, hasta agotadora, la funesta frase se le habría olvidado. Mademoiselle Berne es una joven seria, bien educada, que toca notablemente el piano, tiene una buena raqueta y vive sola con su madre en una gran residencia triste, donde cada día es exactamente igual al anterior. En el vacío de esta existencia, la categórica afirmación sobre la herencia del suicidio creció enormemente. Reunió las fotografías de su abuelo y de su padre, investigó en los lugares donde se desarrollaron los dos dramas. Reconstituyó casi con amor los gestos necesarios para colgarse. Antes de acostarse, ella misma me lo confesó, ensayaba hasta en sus menores detalles el acto que tanto le preocupaba. Realizarlo era para ella una liberación. Ha saltado a la realidad saltando al vacío.

—Supongo que usted la habrá curado para siempre poniéndole un libro de medicina bajo la nariz —observó Jeanne Aubaine.

El doctor exhaló un profundo suspiro.

—Le hice unas cuantas reflexiones y ella me acusó de estar dándole una falsa seguridad. Se hizo comprar libros. Ha comprendido apenas unos cuantos textos en los que se habla, no de la herencia del suicidio, sino de la herencia de ciertas enfermedades deprimentes que pueden conducir a él. Y a esta hermosa joven, sana, fresca y esbelta (me gustaría que la viesen), ha sido necesario vigilarla como a una verdadera enferma. Si yo les contase que esta mañana, sin la intervención de un jardinero que la he sorprendido al borde del estanque...

Un breve silencio. La tristeza del médico que, inmóvil, contemplaba fijamente el plato con adornos dorados que la criada acababa de colocarle delante, se apoderó de los demás. En el fondo, todos le acusábamos de habernos fastidiado un poco la promesa de una suculenta cena con la penosa historia de aquel drama provinciano, sin final.

Abatió la cabeza.

—La vieja sirvienta de los Berne ha resumido la situación. Me ha dicho: “Doctor, con todo su saber, usted no puede conseguir nada. Esos caballeros se han apoderado de ella”.

Había palidecido, y al pronunciar las últimas palabras, sus labios temblaron visiblemente. Belèche nos sirvió un último trago de pastís. Todos bebimos a la fuerza.

—¡Bueno, pues yo —objetó Blanche Albine, con su voz magníficamente bien timbrada— no entiendo nada de todas estas complicaciones, y las desapruebo! En la vida hay que mirar hacia delante. Yo siempre vivo pensando en el futuro. ¡El pasado...! Bien, el pasado me importa un rábano, puesto que se acabó. Particularmente un pasado tan alejado. Usted que es un científico, doctor, debería pensar igual que yo.

—Me gustaría pensar igual, sí.

Esta reticencia molestó a nuestra estrella, cuya voz subió medio tono.

—Me parece que es un poco necio creer en fantasmas. Lo que ha muerto, muerto está. Solamente en las leyendas vienen los muertos a tirar de los pies de los vivos.

—No, no es sólo en las leyendas.

Acababa de hablar Bernard Entragues. Hasta entonces habíase mantenido en silencio. Todas las miradas se volvieron hacia él. Su pálida mirada de color azul, que parecía la de un nictálope debido a la actividad subterránea de su dueño, relampagueó ante aquella muestra de interés. Joven aún, la frente despejada, el duro mentón apenas suavizado por un hoyuelo, las mejillas atezadas, ligeramente azuladas por la barba, evocaba, con su traje de franela, sin corbata, su libreta de notas y el mapa que sobresalía de su bolsillo, uno de esos turistas políglotas enjutos, con los que uno se tropieza tanto en Reims como en Livorna, con la mochila a la espalda.

—Es cierto —balbucid—. Toda mi existencia cambió por... En fin, si mi vida es lo que es, se lo debo a un capitán del ejército de Napoleón.

Recobró su aplomo, sonrió y prosiguió:

—Sí, un capitán muerto hace más de cien años que entró en mi vida un buen día sin armar mucho ruido...

En aquel instante ignoraba que más adelante, al abrigo de una pequeña población italiana, yo escribiría un libro con los recuerdos de aquella velada. Bernard Entragues habló el primero, bajo la presidencia de la conserva de Alpilles. Su historia fue contagiosa y provocó otras. Y el resultado fue que...

Por ahora, baste decir que al día siguiente tomé nota de todo lo que había sido explicado. Durante los meses; siguientes intenté hallar las obras y los documentos nombrados, o al menos poder reconstruirlos.

Tal vez con ello habría logrado dar la debida entonación de voz, esas sonrisas o esos bruscos silencios que bastan para iluminar el entendimiento del interlocutor, pero que en un relato escrito exigen, para ser debidamente interpretados, que el autor los desarrolle, los explique, e imagine y halle los adjetivos convenientes.