Capítulo 4

LECHUGA CON ESPECIAS

 

-¡A

DJUDICADO!

Bondelle había pronunciado las sílabas sacramentales con una desenvoltura teñida de impaciencia. Su amplia barba desplegada en abanico vaciló; el comisario-tasador interrogó al cielo, desdeñando por un instante el amontonamiento bizarro de objetos esparcidos sobre los peldaños del porche, al borde del césped, entre las mesas del jardín. Guiñó un ojo dolorosamente, y su mirada de miope, que el sol acababa de lastimar reflejándose en sus gafas, se abatió de nuevo hacia la muchedumbre murmuradora que le rodeaba.

—Este sol no me inspira en absoluto.

En efecto, el horizonte estaba sombrío. El resto del cielo, algodonado, rasgado a trechos por esas nubes apelotonadas y de color blancuzco que en la región llaman “calzones de gendarme”, no ofrecía gran seguridad.

—Es un baño que calienta —declaró el coro de notables del pueblo.

—Seguro que acabará por llover —se lamentó el señor Bondelle—. Con el buen tiempo que hacía esta mañana... Decididamente, este mes de mayo parece de marzo. Si no queremos vernos empapados, les ruego, queridos señoras y señores, que no se demoren. Por otra parte, sólo quedan lotes de poca importancia.

La atención de los espectadores quedó cautivada por una riña de niños que, hartos de estar sentados uno al lado del otro en pesados sillones, fuera de lugar en medio de aquel cuadro dé verdor, los habían transformado en bastiones a través de los cuales se estaban enzarzando en una descomunal contienda. Las madres de familia corrieron, con las manos abiertas, para apoderarse de las muñecas de sus hijitos. Los caballeros se echaron a reír. Unos perros comenzaron a perseguirse, ladrando. Se levantó una fresca brisa que fue a ahogarse en la avenida de tilos, de hojas aún transparentes.

Jeanne Aubaine, con un leve gesto de la mano, sujetóse la falda que intentaba levantarse indecentemente a causa de la familiar caricia del viento. Al mismo tiempo, tropezó con la mirada de Pierre Daumesnil y leyó en ella, con cólera, una estupenda diversión. Era claro que aquel bellaco había juzgado que el gesto púdico de Jeanne; era una precaución inútil, ya que la falda de la joven, de una resistente tela oscura, recia como la justicia y casi trabada, podía resistir perfectamente los asaltos de una borrasca, sin estremecerse siquiera. Los ojos escépticos e imperceptiblemente burlones del joven, se habían dirigido ya hacia la figura del comisario tasador, que agitaba un flamero; pero Jeanne Aubaine siguió odiándole con firmeza. Se reprochaba el saber su nombre y apellido, aunque este conocimiento fuese algo natural, puesto que se trataba de uno de los más conocidos anticuarios de París, mientras que ella era la empleada de otro anticuario de menor categoría, por lo que pasaba la mitad de su tiempo en las subastas provincianas, donde solía hallar la alta y maciza figura de Pierre Daumesnil.

Cuando le divisaba, la joven se decía:

“¡Vaya, ya está aquí el bellaco!”, aunque no estaba muy segura del sentido del insulto, si bien opinaba que el vocablo le sentaba a maravilla a aquel petimetre cuidadosamente bien vestido, con corbatas chillonas y audaces, que se peinaba alborotadamente, con arte estudiado, y que exhibía en unos puños provocadores unos gemelos adornados con rubíes. No le perdonaba tampoco unas manos hermosas, evidentemente cultivadas por una tribu de manicuras; también pensaba que la regularidad de sus facciones era señal de cretinismo, el dibujo irónico de sus labios, una confesión de fatuidad, y la audacia cálida de sus ojos oscuros, signo de malicia.

La hostilidad de Jeanne Aubaine hacia Pierre Daumesnil ni tenía nada de excepcional. Detestaba a los hombres como los gatos a los perros, exceptuando sólo a los ancianos, los adolescentes enfermizos, los lisiados, los fracasados, los pobres a los que hacía objeto de su más viva compasión, segura de no ser jamás blanco de sus burlas, y feliz de sentir hacia ellos este sentimiento de superioridad que odiaba, en cambio, cuando lo adivinaba en la actitud de los hombres sanos. Esto no databa de ayer, puesto que Jeanne Aubaine contaba ya veintinueve años, y a los nueve había llorado de humillación al saber por boca de su institutriz, que en el grado de los adjetivos, el masculino dominaba al femenino.

—Es así, es así —le había explicado apresuradamente la institutriz, a la que al momento había detestado Jeanne por su resignación, puesto que la joven tampoco se sentía tierna hacia las personas de su propio sexo, que le repugnaban en la misma medida en que cumplían con la regla femenina que ordena que ha de complacerse a los hombres, si bien también la asombraban cuando imitaban las maneras de los hombres y sus vestidos..., o sea, otra forma de rendirles homenaje.

—¿No se marcha usted, Daumesnil? Sin embargo, no queda casi nada interesante.

Jeanne trasladó su mirada al bellaco que, mientras mordisqueaba su boquilla vacía, replicó indolentemente, sin dignarse volverse hacia su interlocutor, sin duda otro anticuario de la región. Tal vez de Auxerre, de Dijon, o quizá de Lyon, ya que Jeanne no le conocía.

—Si usted se queda —observó aquél—, es que hay gato escondido. ¿Habré mirado mal? A lo mejor...

—No, no tenga miedo, querido. Salte a su coche, antes de que nos pille la lluvia. Yo espero un objeto sin valor. Una pequeña pirámide desmochada, rococó y poco vendible, pero de la que me he empeñado en hacer un buen pisapapeles.

—¡Ah, sí! —aceptó el comerciante—. Está en el lote de la sortija exótica para viejas. Bueno, pues, que aproveche; no seré yo quien puje por tal cosa.

Al marcharse, el grueso anticuario rozó a Jeanne Aubaine, a la que había hecho enrojecer una súbita e impotente cólera. Para empezar, aquel cerdo se había permitido tratar con desprecio una sortija que a ella le había gustado. Además, su insulto, como todos los de los hombres, envolvía un desdén marcado hacia el género femenino. En fin, por su parte, el bellaco intentaba adquirir un lote que ella vigilaba desde el principio de la subasta, no para su jefe, el viejo compadre Ramond, sino para sí misma, porque la sortija del lote era de muy buen ver, aunque desprovista de todo valor comercial, como la pirámide y la bolita de marfil que la acompañaban, no parecía a propósito para atraer la atención de ningún aficionado.

Con la muerte en el alma, siguió a Pierre Daumesnil que se acercaba al lugar del subastador al ver el lote que acababa de aparecer sobre la mesa.

“Lo mismo podría marcharse —se dijo—, si este miserable ha decidido hacerse con el lote. Seguro que, con mi dinero, no podré pujar.”—¡Cinco mil quinientos! —exclamó una dama vestida de negro, uno de esos personajes a los que sólo se ve en las subastas y que, por motivos indescifrables, se vuelcan a veces sobre grupos de objetos heteróclitos.

Daumesnil pujó, con voz que no presagiaba nada bueno.

—¡Ocho mil quinientos francos! —ofreció Jeanne.

Estaba segura de que el anticuario no cedería, pero deseaba hacerle pagar su capricho lo más caro posible. Era una pequeña venganza, la única que se hallaba a su alcance.

Giró sobre sí misma y se reunió, en el pórtico del pabellón Napoleón III cuyas entrañas acababan de ser dispersadas, con el joven de la hacienda que se había encargado de llevarle sus adquisiciones hasta el coche. Amontonó en una carretilla el velador estilo Imperio, la pareja de jarros de opalina y el péndulo de nácar 1830, que constituía su botín. No se sentía muy orgullosa de sí misma, ya que tras haber dado un rodeo para acudir a aquella pequeña subasta después de una venta muy importante en Saint Pierre le Moutier, se había visto desbancada por anticuarios de categoría que habían hecho subir las cifras. No importaba, era una buena mercancía, y el compadre Ramond, aunque gruñiría para guardar las apariencias, estaría en el fondo satisfecho con aquella buena remesa.

Las primeras gotas de lluvia, gruesas como ampollas, se aplastaban ya sobre la carrocería del viejo “Peugeot”, cuando Jeanne y el mozo empezaron a disponer el precioso cargamento en el portaequipajes. Jeanne, apremiada por la lluvia, envolvió con premura los objetos en unos viejos cubrecamas. Volvió los ojos para no mirar a Daumesnil que, escoltado por una carretilla, se dirigía hacia su coche aparcado algo más lejos, contra la cerca de boneteros que rodeaban el jardín.

—¿Y a su señor? —le preguntó intempestivamente el mozo—, ¿No le espera?

—¿Un señor? ¿De dónde saca que yo tenga un señor?

—Entonces, ¿es usted la que conduce?

Su ancho rostro enrojecido se expansionó. Se pegó un golpe en la pierna y concluyó:

—Yo, cuando veo una dama al volante, me tiro a un hoyo o me subo a un árbol.

Para corroborar esta cortés declaración, simuló una huida a toda velocidad, fingió pánico y elevó las manos como en las películas americanas.

—En tal caso —replicóle secamente Jeanne—, debe llevar una vida muy agitada. Cada vez hay más mujeres que conducen..., y mucho mejor que los hombres.

Dio un portazo. En vez de los cien francos que se había prometido darle, le entregó cincuenta sin decir una sola palabra, y accionó el motor de arranque. El mozo ya se alejaba. Dio media vuelta, sorprendido por el silencio que había seguido al breve zumbido del motor. Jeanne volvió a apretar el botón. Esta vez, el motor lanzó un gemido lastimero y casi humano. Jeanne, cuya sensibilidad reprimida en muchos terrenos, se desbordaba sobre todo cuanto podía, sufría con aquella súplica del mecanismo. Decidió esperar un poco. Además, era inútil intentar martirizar al carburador. Sin embargo, estaba loca de rabia porque, por su retrovisor, veía muy bien la cara maliciosa del mozo de la hacienda que se había parado al borde de la carretera y esperaba la continuación del número. Para tranquilizarse, encendió un cigarrillo y se reclinó indolentemente en el asiento, como si no tuviese el menor deseo de marchar de allí. De reojo divisó asimismo a Daumesnil que, con una reacción de automovilista, se había vuelto, sorprendido al no oír el zumbido del motor después de los dos quejidos del de arranque. Estaba ocupado en cargar sus adquisiciones, por lo que la joven no veía más que sus hombros y el cuello de la chaqueta que se había levantado a causa de la lluvia.

Al fin, como se atrapa a un animal por sorpresa, apretó de improviso la palanca. El motor empezó a girar y la joven arrancó, poniendo en marcha al mismo tiempo el limpiaparabrisas.

La carretera relucía ante ella, serpenteando entre líos pasturajes, cortados por bosquecillos que subían al asalto de altozanos pelados. De vez en cuando, el tejado de una granja, erizado de cables eléctricos, se dejaba entrever por entre las copas de los frondosos nogales. Hacía sombra. Sin embargo, el reloj del tablero del coche sólo señalaba las cuatro y media. Jeanne Aubaine sabía que el compadre Ramond hundiría en el hueco de la mano blanca su mentón de conejo y murmuraría con reprobación:

—Cómo, ¿has estado en un país extraño y no has intentado hallar algunas mercancías en las casas de los particulares?

Y entonces le contaría la historia de un colega que, la semana anterior, había descubierto en la casa de un guardia rural un auténtico Martín por quinientos francos.

—Lo que demuestra —concluiría, dejándose caer pesadamente en su sillón Luis XIV—, que en las casas de los aldeanos siempre pueden hacerse buenos negocios..., a condición de querer ocuparse de ello.

Enfadada por no haber podido quedarse con la sortija, haber tenido que soportar las burlonas miradas de Daumesnil y el mozo de la granja, no se sentía de humor para padecer los ladridos de los perros y los desconfiados rostros de los aldeanos, a quienes la fiesta del domingo tornaba aún más suspicaces, y llegaban a considerar la visita de una forastera como la de una incendiaria de granjas.

Sin embargo, debido a ello, no era preciso que tuviese un aspecto de anticuario, por lo que, cuando salía de París llevaba el vestido más sencillo posible, consistente en una falda estrecha y de tela gruesa, medias de algodón, un paleto jorobado y una blusa cuya seda estaba ya amarilla de tanto ser lavada. Llevaba también unos zapatos de tacón alto, aunque pasados de moda, destinados a demostrar que ella no era una elegante ociosa, dispuesta a pagar por un capricho un ojo de la cara, ni la experta embajadora de un anticuario cuyo interés hacia un objeto hubiera bastado para hacer presentir su secreto valor. Naturalmente, ni rastros de maquillaje, aunque tampoco lo llevaba los días en que, sin ir de expedición, vendía en la tienda del señor Ramond, el cual habría querido que la joven emplease todos sus femeninos encantos para atraer a los acaudalados clientes americanos, y que ella realzaba con esas naderías de seda o terciopelo que prestan tanto atractivo a una joven. Le repugnaba recurrir a los recursos femeninos y, rabiosa, apretaba sus mandíbulas cuando oía que el viejo señor Ramond susurraba que una mujer, a menudo, es como un objeto en que todo el arte consiste en la presentación.

“No —pensaba la joven—, yo no soy un objeto.”

Ahora había acelerado. Hipnotizada por el transcurrir de la cinta mojada de la carretera, echó una ojeada por el retrovisor, con el fin de descansar la vista. Su descontento de sí misma y los demás, estaba profundamente marcado en su fina carita enmarcada en la frente por dos profundos pliegues, en la punta de la nariz, breve y aguda, ligeramente respingona, y en la crispación pasajera de su boca redondeada y carnosa, como la de una muñeca. Desaprobaba,— además, la puerilidad de su rostro, y se esforzaba en conseguir dirigirles a los demás una mirada llena de frialdad, cosa que no lograba, ante su gran desesperación, ya qué su mirada llegaba a lo sumo a la de una “Alicia desaprobando las maravillas”, como le había dicho su primer pretendiente, que también había sido el último.

Concentró su atención en la carretera, ya que estaba entrando en un pueblecito formado por un poco de viñedo virgen que escalaba unos tejados de tejas ambarinas en torno a un campanario románico. No aflojó la velocidad. Tenía que estar en París aquella misma noche, si no quería padecer las dolorosas observaciones del compadre Ramond, que contaba con ella, en la tienda, para la venta, al día siguiente a las diez.

Hizo caso omiso de una grieta que rompía la perspectiva de las fachadas adornadas con flores. La grieta demostró que, pese a todas las apariencias, era una auténtica calle que desembocaba en la carretera principal, y por la que salieron dos caballos tirando de un carro de basura. Si el automóvil hubiese quedado aplastado contra el carro, el último pensamiento de Jeanne habría estado impregnado de una satisfacción sin límites, puesto que su pie derecho había abandonado el acelerador por el freno con una rapidez ejemplar.

El coche se inmovilizó a un paso del carro, mientras el arriero lanzaba unos cuantos insultos en “patois”. La joven apretó los dientes. Los reproches de aquel zangolotino debían ir dirigidos a su condición femenina, pese a ser él el culpable por haber salido a una carretera de categoría sin previo aviso y sin mirar. Se hallaba tanto más irritada cuanto que, en sus prisas por frenar, había desembragado demasiado tarde, calándosele el motor. Y ahora, a pesar de sus esfuerzos con el motor de arranque, el coche roncaba sin esperanzas, en medio de la carretera y algo atravesado por causa del frenazo que le había hecho virar. Y, naturalmente, un enorme camión no paraba de tocar la bocina detrás. La joven saltó a tierra y, furiosa, separó los brazos para darles a entender a las dos figuras tiznadas que la contemplaban desde la cabina del vehículo de cinco toneladas, que ella no podía transformarse en motor, a pesar de sus cualidades de conductora. Después de, haberle dirigido unas cuantas frases no muy amables, los dos tipos decidieron apearse a su vez. Ambos, embutidos en sendos monos azules, la ayudaron a colocar el coche al borde del camino. Antes de volver a subir a su cabina, uno de ellos llevó su amabilidad hasta el extremo de levantar el capó. Luego consultó el tablero y se alejó, diagnosticando:

—Hay gasolina. Pero la batería está agotada. Hay un garaje a cincuenta metros.

Varios rostros calmosos se asomaban a las ventanas y balcones. Igualmente la estaban contemplando desde pequeñas puertas ojivales. Unos niños miraban los neumáticos. Jeanne se fue alejando, carrera adelante, furiosa bajo la presión de tantos ojos.

“Esta noche, en este pueblo, seré la comidilla de todas las lenguas”, murmuró, para sí, con una ironía que sólo a ella alcanzaba.

No hay que olvidar que era domingo. Los vecinos y la familia del garajista —en realidad, un simple reparador de bicicletas, dotado de una bomba de gasolina— no estuvieron muy lejos de considerar la insistencia de Jeanne como descortés y casi inmoral. El garajista consintió en abandonar las piadosas meditaciones de su siesta dominical y siguió a Jeanne hasta el coche. Articuló unas palabras bastante redondas. Su acento era más apropiado para emitir una opinión sobre la indigestión de una vaca que sobre la avería de un auto. Sus conclusiones fueron las mismas que las del conductor del camión. Era la batería y precisamente no tenía de aquel tipo.

—Pero, quizá...

Todas las frases de Jeanne Aubaine, que iba siguiendo al implacable garajista el cual deseaba volver a su comedor, empezaban lo mismo. Y todas las frases del garajista comenzaban por:

—¡Carape, es que en domingo...!

Este intercambio de puntos de vista continuó detrás de un “Citroën” negro, que acababa de detenerse al lado de la bomba, y al que el dueño del garaje se dignó llenar el depósito.

—¡Comprenda que no puedo esperarme aquí hasta mañana! —casi suplicó Jeanne, que se habría echado a llorar de buena gana—. Mañana a las diez tengo que estar en París.

—Podría coger el autocar —sugirió el garajista, volviendo a enroscar el tapón del depósito del “Citroën”.

—¿A qué hora?

—A las cinco y media. La dejaría en Auxerre, para el tren de París. Lo malo es que hoy es domingo y no hay autocar.

Una voz bien timbrada preguntó:

—¿Quiere que la lleve hasta Auxerre, señorita?

Jeanne giró sobre sí misma con rapidez. El rostro que se asomaba por la ventanilla del “Citroën” era el tan odiado de Pierre Daumesnil.

Jeanne casi no supo lo que contestaba, pero Pierre se apresuró a saltar al suelo.

—También puedo hacerme cargo de sus mercancías. Un poco más de barullo, o un poco menos, dentro del coche...

Ejecutó marcha atrás hasta el coche abandonado. Durante aquellos momentos, la joven se entendió con el garajista, a fin de que le enviasen el coche a París, al día siguiente.

—Perdone, tengo mucha prisa, pero si esto le causa alguna extorsión...

Falta de aliento, confusa al ver que el hombre a quien tenía que darle las gracias era el objeto de su odio, le ayudó, no obstante, a disponer sus objetos sobre el asiento posterior del coche. La muchedumbre que se había reunido para asistir al traslado de paquetes, comenzó a abrir paso con lentitud. Ya no llovía. Un sol crudo iluminaba cada uno de los charcos de la carretera con reflejos plomizos. El anticuario conducía con destreza, aunque de prisa y duramente. Al pasar las velocidades brutalizaba a su motor, confirmando a Jeanne Aubaine en su desconfianza. Debía ser capaz de hacer sufrir a un animal y de maltratar el cuerpo del prójimo con tal de satisfacer sus ambiciones.

Sin embargo, el joven hacía cuanto podía para que ella se encontrase a gusto, descartando sus frases de agradecimiento con gentileza e intentando consolarla contándole las múltiples historias de baterías agotadas que había sufrido en el transcurso de su carrera de automovilista.

—Tal vez soy indiscreto —añadió luego—, pero, ¿vive en París?

Su acento era de extrañeza, y la joven adivinó la causa. Ataviada como iba, con tan evidente falta de buen gusto, era natural que el anticuario, al encontrarla en aquel lugar perdido del campo, la hubiera tomado por una indígena. Aquella desconcertada curiosidad la divirtió. Resultaba claro que el joven intentaba situarla. Y Jeanne se limitaba a contestar sí, no, quizá, sin hacer nada por ayudarle.

—Cuando llegué me enteré de que los dos jarros de opalina estaban ya vendidos. He visto que fue usted la compradora. ¿Son para su salón?

Su voz había adquirido un matiz despreciativo. Sólo la gente del oficio y los aficionados inteligentes saben el valor que la moda le ha dado de repente a la opalina. La joven le siguió el juego. Le complacía que aquel individuo al que detestaba sin conocerle, quisiese estafarla.

—Son bonitos, ¿verdad? —comentó ella, con voz inexpresiva—. Además, son rosas. Adoro el rosa. Por esto pagué bastante por ellos. Sí, cometí una locura y casi estoy arrepentida. ¡Imagínese, seis mil!

Pierre tosió, vaciló, y luego dijo, sin mirarla, los ojos fijos en la carretera:

—Mire, es mi profesión... Pero estoy dispuesto a perder algún dinero. Si está arrepentida, puedo ofrecerle diez mil.

“Para revenderlos a veinticinco mil”, pensó interiormente Jeanne Aubaine. Su plan era hacerle pujar obstinándose en considerar su oferta como excesivamente generosa. Pero él le segó la hierba bajo los pies al volver hacia ella su rostro bruscamente endurecido.

—No acepte. Soy una víctima de mi deformación profesional. Los jarros valen mucho más.

La joven se vio decepcionada..., y al mismo tiempo, aliviada, casi feliz. Luego, se reprochó un sentimiento que suponía el deseo de aprecio por parte de aquel individuo. Antes, ya se había reprochado el haber estado contemplando demasiado tiempo sus manos sobre el volante.

—Lo sabía —replicó, a su pesar—. Trabajo en casa Ramond, calle Jacob.

Por el retrovisor vio la expresión, de repente aturdida, del anticuario al acusar el golpe. Pero reaccionó muy deportivamente y, al tiempo que adelantaba al camión de cinco toneladas al que poco antes Jeanne había inmovilizado a la entrada del pueblo, se echó a reír.

—Entre profesionales que se esconden las cartas, no cuentan las historias tontas. Ya conocerá aquel cuento de dos agentes provocadores que se cuentan mutuamente un complot contra el Elíseo, mientras se van llevando uno al otro a la Prefectura. En fin, supongo que pondrá en mi activo el no haber pretendido engañarla hasta el fin.

—No, y me pregunto por qué —quiso saber ella—. Le juzgaba más fuerte.

—¿Me conoce usted?

—Naturalmente. Y dudo que haya hecho una carrera tan rápida, demostrando tan buen corazón.

Se hallaba tan contenta de haber podido pillarle “in fraganti”, que había dejado de vigilarse. Le brillaban las pupilas y hasta se pasó la lengua por los labios.

—De ordinario, me muestro menos tierno —observó él, alto el mentón, la mirada fija en el volante del coche, que iba adelantando al interminable convoy de un circo ambulante—. Y la verdad es que...

Se interrumpió para darle una vuelta al volante, preservando al auto de un choque contra uno de los remolques, y como luego la carretera se ataría libre ya ante él, se volvió a Jeanne y concluyó, mirándola fijamente a los ojos:

—La verdad es que no me agrada disputarle unos jarros a una joven que me gusta.

Ella habíase ruborizado. Luego se dedicó a morderse los labios y a juguetear con el forro de su chaquetón. Todo lo que había sabido contestar era un: “¿De veras?”, bastante insípido, que en vano había intentado resultase indolente, desinteresado, hiriente. En el momento en que empezaba a sentirse segura de sí misma, aquel inesperado ataque le había hecho perder la ventaja adquirida, y la culpa era menos de aquella declaración sin ambages, que de la intensidad de la mirada que la había acompañado. Una de esas miradas que desnudan, que traspasan..., que dicen lo esencial.

Se tiró de la falda hacia abajo para ocultar un poco la rodilla, que se mostraba tímidamente, y adivinó que el joven había captado su gesto, y que estaba acordándose de las correctas precauciones que ella había adoptado contra la ráfaga de viento..., y también que en aquel instante, Pierre pensaba en su cuerpo. Esto la indignó, encendidas las mejillas. Decididamente, una mujer no se pertenece. Cuántas veces al saltar por encima de los cajones diseminados en el Marché aux Puces [4], o descendiendo de un escabel en la tienda, o saltando de un taburete de un bar, e incluso al apearse del coche, había sorprendido aquellas miradas glotonas que, gracias a lo que habían entrevisto por sorpresa adivinaban lo que estaba oculto, hasta el punto de sentirse embrutecida por una voluntad extraña, doblegada a los perversos caprichos de la imaginación de un desconocido.

El silencio se iba eternizando. La joven esperaba pacientemente a que fuese él quien lo rompiese. Preparaba unas cuantas frases cortantes que volviesen a darle cierta ventaja. Pero Pierre seguía callado, fija su atención en la cinta de la carretera, lo cual no era extraño puesto que estaban atravesando en ángulo recto, el pueblecito de Saulieu, de mucho tráfico, aunque sí resultó ya superfluo su silencio desde el momento en que enfilaron la carretera desierta y bien pavimentada. La turbación de la joven iba creciendo hasta convertirse en franco fastidio. Era preciso que uno de ambos dijese cualquier cosa para romper aquella barrera de hielo que se estaba formando entre los dos. Fue Jeanne la que, sin poder resistir más, se encargó de ellos.

—De todas formas, usted me ha soplado la sortija.

—¡Vaya! ¿Había una sortija entre nosotros?

—Me refiero al lote que usted adquirió al final —precisó ella con impaciencia.

—¡Ah, la pirámide desmochada! La verdad es que la sortija y la bolita de marfil apenas me interesaban. Por otra parte, si usted se interesa por esa sortija, valdrá la pena que la examine más atentamente.

La joven le explicó que la sortija le gustaba simplemente por su forma, y que no había pensado comprarla por cuenta de la tienda del compadre Ramond.

—¿Esto es cierto, o me está devolviendo la pelota por lo de las opalinas?

Al ver que ella sacudía negativamente la cabeza, insistió:

—Si me muestro escéptico es porque no veo en usted ninguna joya, ni siquiera un aro. Comprenderá que antes de invitarla a subir a mi coche, examiné sus manos para descubrir en ellas alguna alianza.

—Y si la hubiese llevado, usted no me habría...

—No, no, claro que la hubiera invitado a subir también.

Era una extraña conversación durante la cual él contemplaba fijamente la carretera y ella la alfombra del coche. Aparentemente, resultaba anodina, pero si ella perdía pie y dejaba que fuese Pierre quien llevase la iniciativa, sabía que una vez a solas se lo reprocharía. En rigor, no le importaba que la dominase una persona de poco espíritu, pero no podía consentir que lo hicieran aquella clase de tipos tan seguros de sí mismos, de su autoridad de hombres ante los que la joven se sentía terriblemente mala al verse desarmada.

—¿Entonces, por qué me examinó los dedos?

—Para saber si debía llamarla señora o señorita.

La joven no respondió. Su sensibilidad siempre al rojo vivo le dictó que acababa de dar un paso en falso al pensar que su compañero de viaje tenía perversas intenciones con respecto a ella, cuando en realidad acababa de airearlas con perfecta naturalidad.

Pierre abusó de su victoria.

—¿Qué es lo que se había figurado? No habrá creído que yo me refería a...

—¡Oh, por favor...!

—Esto es conocerme muy mal. Puesto que de haber tenido yo las intenciones que usted me atribuye, no me habría detenido en el hecho de que fuera casada..., antes al contrario. —Luego añadió, soñador—: El único reproche que puede usted hacerme es haber sido en exceso émulo de santo Tomás. No hay necesidad de contemplar sus manos para comprender que a usted hay que llamarla señorita.

—Sin embargo, tengo ya edad... —le atajó, furiosa.

—Ya lo sé, usted podría ser mi madre, pero...

—¡Tengo veintinueve años! —proclamó ella, en son de reto.

—Es lo que decía, es usted muy, muy vieja, pero su ancianidad no tiene nada que ver con el tema. Aunque tuviese diez años de más o de menos, seguiría dando la impresión de...

Buscaba sus palabras serenamente, sin parecer darse cuenta del temblor de las manos de Jeanne, que estaba jugueteando con una caja de cerillas.

—Sí..., la impresión de integridad. Usted posee un lado intacto y al mismo tiempo furioso que...

—Oiga, ya sé que la mayoría de las mujeres desean que durante horas se hable de ellas. He oído decir que ésta es una forma de seducción. Todo esto es posible, pero yo detesto esta clase de conversación. Lo que yo sea a usted no le interesa.

—Es precisamente lo que estaba diciendo —replicó él con aplomo—. Es usted intacta y obstinada.

—En cuanto a usted —contestó la joven, con voz trémula—, ya que jugamos a retratarnos, le confesaré francamente que pertenece exactamente al tipo que más detesto.

—Esto me tranquiliza. Tenía miedo de resultarle indiferente.

Como si la declaración de la joven hubiese sido un cumplido, comenzó a charlar alegremente con ella. Aunque furiosa al principio, Jeanne no tardó en verse obligada a contestar, aproximadamente en el mismo tono. Hablaron de su profesión, luego evocaron, al atravesar Avallon, una venta interesante que había tenido lugar allí el año anterior, intercambiaron cifras y volvieron a hablar de la sortija a pocos kilómetros de Auxerre.

—No se caliente la cabeza —le aseguró Jeanne—. No tiene más valor que el que yo le concedo. Me gusta por su forma... Está coronada por una diminuta bolita, ¿no la ha visto?

—En cierta forma, se trata de una sortija a imagen suya. Estoy seguro de que en su casa debe criar a un erizo y a un osezno, provisto de un bozal, ¿verdad? A mí, esta sortija me ha hecho pensar en estos collares provistos de púas que a veces les ponen a los perros, o en la maza de Hércules. Confieso que simboliza igualmente... a una jovencita a la defensiva.

Jeanne ya se había acostumbrado a aquella voz que sabía ser sorda en ciertos instantes, y a aquella clara dicción que, de repente, se tornaba tartamudeante, aislando las sílabas, buscando las palabras con visibles esfuerzos. Además, Auxerre se estaba acercando, e iban a separarse. Jeanne sonrió.

—¡Es usted espantoso! —suspiró, amablemente.

—¿Lo ve usted? Incluso sus palabras amables parecen insultos. Por esto temo regalarle la sortija. En realidad, no tengo ningún motivo para conservarla.

—¡Oh!, ¿podría cedérmela? —se interesó ella, vivamente—. Bueno, usted ha conseguido el lote por nueve mil. Yo le doy la mitad por la sortija. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, puesto que no aceptaría mi regalo; pero antes de cerrar el trato, quisiera que se mostrase usted un poco... encantadora.

Jeanne deseaba demasiado la sortija para pensar en enfadarse.

—¿Encantadora? No va con mi carácter —replicó, sonriendo.

Había aflojado la marcha para abandonar las márgenes del Yonne y dirigirse a la estación.

—Vamos, si es usted encantadora de continuo. Le pasa lo mismo que a monsieur Jourdain, que no sabía que hablaba en prosa. ¿Cree usted que no resulta encantadora su forma de parar los golpes, sus agrias contestaciones, su manera de agitar furiosamente la cajita de cerillas dentro del bolsillo, cuando un joven le dice que usted le gusta? Y su modo de arrugar el entrecejo y de tirarse de la falda si alguien la observa con interés, y de entrecerrar los ojos, por miedo a escuchar una proposición deshonesta, y esta carita de viejo sabio Cosino, en trance de meditar una ecuación, cuando se da cuenta de que están buscando su mirada, y esta boquita de bebé, tan redonda, que pone cuando cree que no se la observa, ¿de veras piensa usted que todo esto no es puro encanto?

La joven habíase ruborizado violentamente. Al detenerse el coche delante de la estación, Pierre tiró del freno de mano y se volvió hacia ella.

—¡Y esta gracia que tiene de ruborizarse! Me apuesto cualquier cosa a que se ruboriza hasta en los hombros. Claro que para saberlo sería preciso que la viese con un vestido de noche.

—Hace diez años que no me he puesto ninguno.

—También puedo adivinarlo.

La joven había dejado de ruborizarse, vejada.

—¿Es una alusión a mis ropas? Si le interesa, sepa que por París no ando de esta guisa, sino que he inventado este truco, consistente en ataviarme como una mendiga casi, para que los particulares a quienes deseo comprar alguna cosa, no entren en sospechas.

—¿Ve usted? Resulta que es más coqueta de lo que parece. Ahora se ha sublevado ante la idea de que yo pudiese poner en duda su elegancia. Permítame jurarle que si he creído que no tenía un vestido de noche es porque la creía demasiado arisca para consentir en desnudarse, embellecerse y vestirse para asistir a un baile o a un estreno. Y me siento tentado a añadir que éste es otro de sus múltiples encantos.

—Le agradezco mucho que descubra mis encantos, pero crea que para hallarlos, es preciso poseerlos.

—¿Esto será de Molière, verdad?

—Lo mismo que su monsieur Jourdain. Quiero estar con usted completamente en paz, aunque no pueda pagarle el servicio que me ha prestado trayéndome hasta aquí. Porque estoy segura que se negaría, si le propusiera pagarle la mitad de la gasolina.

Pretendió salir del coche y maniobró la manija de la portezuela en sentido contrario.

—Le aseguro que es usted mucho más femenina de lo que cree. Como todas sus colegas de sexo, se dedica a mover las manijas en sentido contrario y a empujar el batiente fijo de las puertas. O empuja precisamente el que ha de tirarse, o tira del que debe ser empujado, o pretende levantar los asientos que no pueden alzarse... Sí, ya lo sé, usted iba a decirme que la portezuela de su coche se abre en sentido distinto. Bueno, no se enfade. Y como conozco la estación mejor que usted, iré a consultar la hora de su tren; espéreme aquí.

De repente estuvo sola, consciente de lo insólito de su situación. No entraba en sus costumbres el esperar en el coche de un desconocido a que éste viniese a informarla sobre el empleo de su tiempo. En suma, él la estaba manejando a su capricho. Y Jeanne se juró que no había nada que la disgustase tanto. Entonces comenzó a reprocharse el haber aceptado un ofrecimiento que la dejaba a merced de otro, dándole al tal el derecho a ocuparse de ella, lo cual obstaculizaba su propia independencia. Al mismo tiempo, se decía que tampoco tenía por qué hacer de todo ello una montaña y que, en pocos instantes, en el andén de la estación recobraría su libertad de acción. Después volvió a ruborizarse al recordar que Daumesnil le había hallado varios encantos. Hubiera hecho mejor dirigiendo aquellos inútiles cumplidos a las muchachas que sabían agradecérselo. Ella no era ninguna muñeca. Consentía y le gustaba que la encontrasen ducha en los negocios, rápida en sus decisiones, inteligente; es decir, todas las cualidades que son gala de un hombre, pero de ningún modo le agradaba lo de “encantadora”. Y, en lugar de haber frenado bruscamente aquella tentativa de cortejo, se había lamentablemente dejado llevar por la conversación de Daumesnil. Su peor cobardía había sido la de confiarle a su compañero que si iba mal vestida era por su voluntad. No se perdonaría jamás esta tonta reacción de chica vanidosa.

—Bueno, ya estoy aquí.

La portezuela acababa de abrirse. Daumesnil se asomaba por la abertura y la joven encontró su mirada dura y burlona.

—Imagínese que el último tren ha salido hace un cuarto de hora. Créame que lo lamento de veras por usted. De haberlo sabido, habría conducido a mayor velocidad.

Se había acomodado ya a su lado.

—¿Está seguro? —rugió ella, colérica.

—El próximo tren..., veamos, lo he anotado —consultó un carnet de tapas negras—, el próximo tren sale a las cinco y tres minutos de la madrugada.

—Bien, muchas gracias —balbució Jeanne—. Entonces, me apearé. Ya me las arreglaré.

—Naturalmente. Aunque no veo cómo. A menos que tenga intenciones de dormir en la sala de espera... Pero creo que sería mucho más sencillo acompañarla al hotel, junto con sus adquisiciones, ¿no?

Por principio, Jeanne buscó febrilmente un plan que contrariase las sugerencias de Daumesnil, pero eran tan perfectamente razonables que resultaba imposible objetarlas.

—En efecto —se conformó, al fin—, no veo otra solución. Pero no me he quedado nunca a dormir en Auxerre. No conozco los hoteles.

—El “Licorne” está muy bien.

—Entonces, sea el “Licorne”, Pero siento mucho que por mí tenga que retrasarse.

El joven había puesto ya el coche en marcha, y por un breve instante giró hacia ella un rostro con la expresión sorprendida.

—¿Retrasarme? Si también me quedo en el “Licorne”...

—¿Quiere decir..., que va a pasar la noche en Auxerre?

—¡Claro está! A no ser por esto la habría llevado directamente a París. Auxerre es uno de mis altos en el itinerario. Esta tarde llegará uno de mis corresponsales para entregarme unas mercancías que mañana por la mañana tengo que llevarme. Ya lo verá, en el “Licorne” se encontrará muy confortable. Incluso tienen unos muebles y unos cuadros tentadores; pero son fruta prohibida, no se venden.

El coche iba siguiendo el curso del Yonne. El cielo había ya aclarado. Después de la lluvia, el aire estaba transparente. Los rayos del sol poniente recalentaban aún los tejados y los muros de las casas. Todo resultaba tranquilizante en aquel antiguo y polvoriento pueblo, de piedras ornamentadas y nobles muros que esparcían una sombra reconfortante sobre las calles húmedas aún por la lluvia.

De manera rápida, absorto en conducir por entre un dédalo de calles empinadas y estrechas, Daumesnil le señalaba a Jeanne ya un portal, ya un campanario, las flechas de una iglesia o la mole azulínea de una catedral. La joven sentía curiosidad por aquel pueblo que desconocía, pero por momentos iba tomando conciencia de su situación. Debían ser las siete y media. Si Daumesnil cenaba en el hotel le sería muy difícil hacerlo en una mesa distinta. Naturalmente, intentaría por todos los medios que les hiciesen las cuentas por separado. Y era seguro que él trataría de abonar todo el gasto. Y sin embargo, ¿no sería lo más normal que fuese ella la que le invitase, con el fin de devolverle el favor de haberla acompañado hasta allí? Decididamente, en una sociedad que no le reconoce a una chica soltera el derecho de comportarse de igual a igual con un colega es muy difícil conducirse a la vez con dignidad y desparpajo. Lo que siempre había fastidiado a Jeanne eran los muchachos con los que iba al cine en su época de estudiante, los cuales se creían obligados a pagarle la entrada del cine cuando ella disponía de más dinero que ellos.

Una vez el coche aparcado en el garaje, atravesaron el portal del hotel y se encontraron en un vestíbulo enlosado, muy noble, adornado en efecto con muebles muy antiguos que Jeanne catalogó al instante con aire de profesional.

—¿Se ha dado cuenta de la consola Directorio? —le susurró a Pierre.

Este asintió y con un gesto de la cabeza, la invitó a fijarse asimismo en el gran cuadro, de una escuela del siglo XVII, que motivaba la muestra del hotel: un unicornio, blanco por completo, y muy fino, de aspecto malicioso, que se destacaba suavemente del fondo verde umbroso de un parque apenas discernible.

—Maravilloso —murmuró Jeanne—. Entra en el estilo de Philippe de Champaigne..., excepto el tema.

—No hay firma visible —le explicó Daumesnil—. Pero sería muy dichoso si pudiese tenerlo en mi salón. Es una de estas telas que cuanto más se las contempla...

Se vio interrumpido por la tos de madame Gros, una gruesa mujer envuelta en un vestido negro, con gorguera blanca de encaje que le tapaba el cuello por completo, la cual se felicitó con un tono asaz autoritario de* que monsieur Daumesnil le hubiera concedido el honor de volver a hospedarse en su mansión; luego descolgó una llave, que entregó con gesto imperativo a una camarera muy rechoncha.

—Le doy la veintiuna —les explicó—. Como sabe, monsieur Daumesnil, es la habitación de la esquina que tanto le gusta, y el cuarto de baño le encantará a la señora; la semana pasada lo pintamos de nuevo.

Jeanne Aubaine no llegó a pronunciar ni una sola palabra. Había puesto toda su energía en no ruborizarse. Su compañero deshizo el malentendido con divertida soltura:

—No; si no le importa, madame Gros, dos habitaciones, por favor.

Jeanne se alejó unos pasos, fingiendo interesarse en la contemplación de los cuadros. Oyó cómo Daumesnil añadía en voz baja:

—Contiguas.

Jeanne se serenó al penetrar en su habitación, que no era contigua y comunicante, como había temido, sino frente por frente de Daumesnil, estando separada por lo tanto de la de él por un pasillo. Las puertas quedaron abiertas.

—¿Está usted bien? —le gritó el joven.

—Muy bien. Esto es puro Luis Felipe. ¿Y usted?

—Más mescolanza. El lecho es Imperio, pero tengo un gran surtido de butacones 1900.

—No, el neceser no es mío —le explicó Jeanne al mozo de equipajes, que acababa de depositar al pie de la cama una preciosa maletita de cuero.

—¿Qué dice usted? —preguntó Daumesnil, siempre gritando.

La joven se asomó a la puerta y, a través del pasillo, divisó la silueta del anticuario que destacaba contra el fondo de muselina de los cortinajes tamizados por el poniente.

—¡Nada! Le devuelvo su maleta.

—La recompensaré. Venga a verlo. La sortija va dentro.

La joven siguió al mozo y penetró en la habitación de Daumesnil que al instante hizo correr la cremallera. Se había quitado la chaqueta.

“Una camisa con iniciales bordadas, que es lo que más odio”, pensó Jeanne. Contempló las robustas manos hurgar en la maleta, apartando un pijama de seda y varios frascos de lujo. Bajó los párpados para no ver un braslip de recambio.

—Vaya, aquí está el tan deseado anillo.

Lo sostenía en el hueco de su mano, haciéndolo saltar como un jugador de póquer un dado.

—¿Quiere probárselo?

La joven alargó la mano para coger el anillo, pero más rápido fue él quien se lo colocó en el dedo. Ante la contracción colérica del rostro de Jeanne, le quitó la alhaja, y entonces fue ella misma la que se lo puso en un dedo anular derecho.

—Bonito efecto —comentó él—. Y original. Espero que herirá a alguien estrechándole la mano. Lo desgarrará todo, lo cual será un placer. Pero éste es su propósito, ¿verdad? Es el maravilloso equivalente del cartel de los chalets de extramuros.

—¿Qué cartel? —preguntó Jeanne, con voz reprimida.

—“Cuidado con el perro”.

Pierre se había vuelto hacia la puerta que acababa de abrirse.

—Quisiera beber algo fuerte y fresco —le dijo al camarero—. Un “martini” doble, por favor. ¿Y usted? ¿Lo mismo?

—No, yo...

—¿No se muere de sed, como yo?

—Sí, un poco, pero...

—¿Le gusta el “martini”? Bien, entonces, dos “martinis” dobles.

La puerta se cerró, en tanto Jeanne seguía protestando.

—Quisiera bañarme, descansar..., y pronto será la hora de la cena. No, no debo quedarme.

—Para empezar, no se cena antes de las nueve. Luego, nuestra transacción no ha concluido todavía. Imagínese que me he planteado un caso de conciencia.

—¿De veras? ¡Me sorprende mucho!

—¿Duda de mi conciencia cuando le he dado una prueba manifiesta con las opalinas?

—No volvamos al pasado. ¿Qué se le ha ocurrido ahora?

—Nada, sino que al cederle el anillo, corro el riesgo de que esta noche los manes de...

Sostenía la bolita de marfil en la mano. La desenroscó y extrajo unas hojas amarillentas, de las que leyó un nombre:

—...el señor Benoît Moreau vengan a tirarme de los pies. Ya que, entre otras cosas, le legó conjuntamente la bolita, los documentos y el anillo a su sobrino. ¿No ha oído al comisario tasador? Incluso ha hecho un chiste a este propósito. Según lo que ha contado, se trata de un anillo mágico, y aquí hay un conjuro que explica la manera de servirse del mismo para ser rico, invisible y no sé cuántas cosas más.

Jeanne había echado hacia atrás sus cortos cabellos con impaciencia, dando un paso hacia la puerta.

—¡Esto es muy serio! —le gritó el joven.

Y leyó: