Un silencio había seguido al sedoso crujido de la cinta que el barón de Méhée acababa de atar en torno a las cartas.
—¡Dios mío! —exclamó—. Temo haberos aburrido. Esta lectura siempre me trastorna, pero es que vivo entre mis recuerdos. Blanche, tú tan joven y tan alegre, vas a tener una opinión muy pobre de mí.
—¡Oh, barón...! —balbució la joven.
Tenía los ojos llenos de lágrimas. Tragó saliva con esfuerzo.
—¡Es la historia más bella que conozco! —suspiró al fin—. Más hermosa que las inventadas. Y fue tu abuelo el que...
—Mi tatarabuelo —rectificó el barón, con una satisfecha sonrisa.
Se levantó y designó el globo bajo el cual se retorcía un mechón de pelo descolorido.
—Antes de separarse de Alexandra, el lugarteniente Méhée cortó este mechón que nos hemos transmitido respetuosamente de generación en generación.
Albine y Moustache se pararon silenciosamente delante del globo. Con destreza de propietario, el barón hizo girar acto seguido el batiente de la vitrina tras la cual pendía un largo capote de terciopelo forrado de cibelina.
—Mi tatarabuelo no quiso separarse del capote de la desgraciada. Como podéis constatar, está enrojecido en muchos lugares por el fuego de los vivacs.
Blance extendió una mano tímida de uñas color sangre y acarició la tela.
—¿De veras es la pelliza que ella llevaba? ¿Es con ella que se envolvieron delante de la granja en llamar;? ¡Es más emocionante que la tumba de Julieta! Y sin embargo, cuando estuvimos de jira por Verona, aquella tumba me hizo llorar. ¿Te acuerdas, Moustache?
Los cristales estaban empañados. Una semipenumbra, aún empurpurada, se había apoderado del salón. Como si hubiese esperado aquel resplandor, el barón giró y, con la mano, indicó la serie de cuadros.
—He aquí los funerales de Alexandra. Como os he dicho, este gran cuadro se debe al prestigioso pincel de Gros que, apasionado por la novela de amor de mi antepasado, quiso tratar el último instante. A derecha e izquierda, los bocetos del cuadro que el pintor le regalo. He aquí la misma escena vista por Raffet quien, a mi entender, no ha puesto bastante nieve. El de Gros es seguramente el más exacto, ya que el artista le pidió a Méhée, no solamente que respondiera a un cuestionario preciso, sino también que esbozase la escena en una hoja de papel.
—Recuerdo —intervino Moustache— que el drama de su tatarabuelo ha inspirado a muchos grandes pintores, e incluso escritores ¿Tanto ruido no resultó doloroso para el sobreviviente?
Antes de que el barón hubiera podido replicar, Moustache prosiguió:
—¿Sabe que existe un peinado a lo Alexandra? Lo supe al comprar una gran cantidad de pelucas después de la quiebra de un peluquero de teatros.
El barón había cogido una mano de Blanche.
—Lamento —dijo— haberte trastornado hasta ese punto. Este salón, estos cuadros, esta atmósfera te impresionan. ¿Queréis que salgamos? Las puestas de sol son preciosas desde la terraza. Mi tatarabuelo la apreciaba enormemente. De tarde se paseaba solo y soñaba ante el inmenso mar.
—Creo que vivió hasta muy avanzada edad. ¿Es cierto? —intervino pérfidamente Moustache—. Le reconozco en otros cuadros. Es él mismo quien ofrece las uvas a la dama... ¿Récamier, sin duda?
—Sí —contestó el barón, secamente—. El drama fue propalado por Edmund y por los que habían sido sus testigos. Los compositores de romances se apoderaron de él. Cuando, agotado por la terrible campaña de Rusia, mi tatarabuelo volvió a París, se disputaron su presencia en las recepciones. No hubo casi ninguna mujer que no tratase...
—¿De consolarle?
—Es muy femenino. Pero si mi antepasado mereció el sobrenombre de “irresistible Méhée”, fue sin traicionar el recuerdo de su amada. No había mantenido con ella ninguna relación física. Las aventuras a las que se abandonó a continuación no desataron, pues, el nudo que le ligaba a la desaparecida. Y las múltiples damas que se disputaron sus favores comprendieron tan bien que la única manera de conmoverle era hablándole de Alexandra, que lo que nos resta de su correspondencia con la princesa Borghese, la duquesa de Abrantes y tantas otras, resuena a cada página con el nombre de la joven rusa. El ruido de su aventura hizo furor en París. En 1814 era capitán en la oficina de Geografía del Ministerio de la Guerra. Pese a la modestia de su graduación, Luis XVIII le concedió graciosamente una entrevista particular en cuyo transcurso, le dijo: “Sé que habéis sufrido mucho, caballero”, y le nombró jefe de escuadrón. Más tarde, fue él quien llevó a París la noticia de la batalla del Trocadero. Entonces fue nombrado coronel. Este cuadro de la izquierda, firmado por un nombre poco conocido, nos lo muestra de general sobre el puente del navío almirante, con la mano en visera contemplando Argelia la Blanca, donde nuestras tropas van a desembarcar. Ya hace años que es barón.
—¡Tiene un aspecto tan triste...! —exclamó Blanche—. Sin embargo, Argel es bonito. ¡Pero no hay nada que consiga alegrarle, sólo piensa en su Alexandra!
—Es tan cierto lo que dices, que cuando se casó con Adelaida Jeanne Pricielle Laure Fugery de Chamuelle, ésta, que adivinó con intuición femenina, que su papel debía limitarse a las atenciones de una presencia consoladora, rogó ella misma, cuando dio a luz una niña, que se llamase Alexandra. Fue esta Alexandra la que se casó con el conde Ambroise Anatole Augustin Ledoucet de Soye, al que veis en este cuadro, sirviendo de ayudante de campo al viejo general Méhée. Este, colocado al lado de Saint Arnaud, le muestra un mapa a Napoleón III, durante las maniobras. Hasta el final, cumplió su promesa, y vivió para su deber.
Moustache, que se hallaba detrás del barón, fingió aplaudir ante aquel parlamento, aunque evitando que sus manos hiciesen el más leve ruido. Pero Blanche, a la que iba destinada aquella mímica, le contempló estupefacta, como si acabase de realizar un acto demencial. Cogió del brazo al barón y se lo llevó, murmurando:
—Llévame a la terraza en la que a él le gustaba pasearse por las tardes. Quisiera ver la puesta de sol que él ha visto..., pensando en ella.
—¿Quién va?
Volvieron a sonar dos golpes a la puerta.
—¿Quién es? ¿Eres tú, Jeannette?
Moustache empujó la chirriante puerta, y una de las ráfagas de aire que barrían los corredores del castillo asediado por el viento, penetró con él dentro de la alta y sombría estancia donde Blanche Albine, sentada con un batín verde pálido ante un rústico tocador, se cepillaba los cabellos con meticulosidad.
—¿Eres tú, Jeannette? —parodió Moustache, imitando la voz de Blanche—, Palabra que desde que el barón te ha nombrado una sirviente para que te vista, te desnude y te peine las pestañas, crees que ya has llegado.
Aunque había reconocido la voz de Moustache, y divisado por el espejo su silueta socarrona, envuelta en un batín que había sido chillón, pero que el tiempo había descolorido, se volvió en medio de un revoloteo de cabellos que barrieron con virtuosismo sus blanquísimos hombros. Fingió, entonces, descubrir la identidad de su visitante.
—¡Es increíble! ¡Entras como si tal cosa! Si llego a estar desnuda...
Moustache se había sentado a horcajadas detrás de la joven, en una silla negra de estilo bretón.
—Calma, querida. No estamos en escena. En cuanto a entreverte en ropa interior, creo que es preferible a contemplarte a pelo, como me ha ocurrido muchas veces en tu camerino.
—¡Cretino! ¡Eres un cretino! ¡Y no grites! El barón se halla muy lejos de sospechar la... la promiscuidad escandalosa que reina en nuestros teatros.
Añadió, volviendo a cepillarse:
—No le gustaría mucho saber que te recibo a esta hora, en mi cuarto y con este atavío.
—¡Cáspita! —exclamó Moustache, burlón—. Buen principio de primer acto. Parece la Torre de Nesle. Buena réplica, y bien dicha.
La joven decidió reír y, tras haberse vuelto hacia él, le amenazó con el cepillo.
Moustache retrocedió, con la silla entre las piernas, y luego extendió una solemne mano.
—Amor de mi corazón, hablemos seriamente un segundo. Tengo que anunciarte una gran noticia. Ha llegado el telegrama.
—¿Qué telegrama?
Mientras ella se hallaba ocupada en desmaquillarse las pestañas con un poco de algodón, él chascó los dedos.
—Primero acaba tu operación. Si te lo cuento todo, con la emoción te meterás rímel en los ojos.
Tranquilamente sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo, encendió uno, exhaló de las profundidades de su pecho una bocanada de humo que llegó hasta los cortinajes de damasco amarillo que encuadraban el gótico ventanal y luego, con la reposada voz del hombre seguro de un hecho, dijo:
—Pequeña, has quedado contratada para la jira de América del Sur.
Con un gesto rápido, sacó un papel de su batín, lo desdobló y prosiguió:
—Mañana por la tarde estaremos en París. Verás al administrador pasado mañana por la mañana, o sea el sábado. Las modistas te tomarán las medias. Te darán los papeles. Te marcharás ocho días con tu madre a Andelys, y el 18 nos reuniremos en la estación de Austerlitz, para coger el tren de Burdeos. El 21, el “Campana” nos recogerá. Terminarás de aprenderte los papeles a bordo. Ensayaremos. ¿No quieres abrazar al pobre Moustache?
Hubo un silencio. Moustache decidió trasladar su mirada del papelito a la joven. Era evidente que no sentía la menor ansiedad por abrazar a Moustache.
—¡Bueno! —gruñó—. ¿No lo has entendido? ¿No me crees?
—Oh, sí —murmuró suavemente Blanche—, te creo. Y te doy las gracias, Moustache. De corazón. Jamás olvidaré la manera cómo te has ocupado de mí, tú has sido un...
—¿Se terminó el elogio fúnebre? ¿Has decidido burlarte de mí, o qué?
La joven le hizo frente. Le miró con firmeza.
—Es que, tras reflexionar —le dijo—, no tengo ganas de irme a América.
Los rubios mechones volvieron a caer sobre los nacarados hombros. Albine, con aplicación, estiró el rostro hacia el espejo, alzando las cejas, lo que le arrugó la frente y, armada de un nuevo algodón, aplicó un producto “Helena Rubinstein” a los últimos rastros del maquillaje hasta lo más profundo de los poros de su epidermis. Mientras se arreglaba, se dignó explicarse con voz serena.
—Compréndelo, amor, es un gran viaje. Sí, muy bien pagado pero no es un Perú. Y muy fatigoso. Y además...
Congestionado, Moustache se había levantado. Había rodeado la silla y dado unos pasos hacia el lecho de columnas, que contempló con odio. Chascó los dedos dos o tres veces, lo que constituía su tic favorito cuando estaba excitado..., o descontento. Se volvió con brusquedad:
—¿Y además..., qué? —preguntó.
—Bueno, ya sabes..., el teatro..., es muy ficticio.
De dos zancadas estuvo a su lado, la asió por los hombros, la obligó a dar una vuelta sobre sí misma, y sin soltarla, preguntó con voz seca:
—¿Qué te pasa?
—¡Suéltame! —gritó ella, enfurecida—. ¡Tengo derecho a tener mis propias opiniones!
La había soltado. Volvió lentamente sobre sus pasos. Se agachó y recogió el cigarrillo que, en su ira, había arrojado al suelo.
—Escucha, Moustache —gimió ella—. No sé por qué te enfadas. Siempre hemos sido buenos camaradas. Nunca me has hecho enojar. Siempre has sido amable. Me has tomado bajo tu protección, eso es cierto. Cuando me han querido pisar el terreno, me has defendido. Incluso has sabido darme buenos consejos. Y te estoy terriblemente reconocida por haberme obtenido ese contrato, pero..., no comprendo por qué te opones a mi felicidad.
—¡Tu felicidad! —rezongó el regidor de escena, con furioso ardor—. ¡Ya salió la gran frase! Cuando una ratita de tu edad se dispone a cometer una idiotez, siempre invoca su derecho a la felicidad. ¡Vamos, suéltalo, monada! Te escucho.
—¿Escuchar, el qué?
La muchacha se friccionaba los hombros con aire digno, alta la naricilla y bajas las pestañas.
—Escuchar tu idiotez. ¿Qué tienes en tu cabecita? Vamos, estoy dispuesto a oírlo todo. Hace más de veinte años que estoy en el teatro, y he visto suficientes estupideces para que nada pueda sorprenderme. No sé lo que has estado cocinando, pero no será nada nuevo. Ni siquiera sé por qué me intereso, ya que hace mucho que debiera estar curado de espantos. La mitad de las tontuelas que se dedican al teatro es porque son demasiado cretinas para dedicarse a otra cosa. Aunque, por lo visto, soy tan cretino como ellas, ya que sus tonterías todavía tienen el poder de enfurecerme. Porque, entiéndelo bien, me importa un bledo lo que te pase. No soy tu padre, ni tu querido, ni tu confesor..., pero no me esperaba esto de ti. Si me interesaba por tu porvenir, es porque te creía bien dotada para el teatro. Bueno, cuéntame tu historia.
Se había estado paseando de parte a parte del cuarto y ahora se detuvo ante ella, con el cigarrillo entre los labios.
—¿Qué historia? ¿Por qué tiene que haber una historia?
—Tiene que haber una historia porque la semana pasada, ¿qué digo?, hace tres días te habías colgado de mí para que te obtuviese ese contrato para América del Sur, y hoy, cuando te lo sirvo en bandeja de plata, me contestas que no te gustan los viajes y que hallas el teatro ficticio. O estoy loco, o algo ha pasado.
Con el cigarrillo medio consumido en la mano, fue febrilmente en busca de un cenicero. No hallándolo, empujó la ventana y lanzó la colilla incandescente a la oscuridad. Le volvió la espalda a Blanche, la cual, con voz inexpresiva, se había decidido a exponerle su caso.
—Una historia... No sé qué entiendes por una historia. Sencillamente, hay que he venido aquí...
—Esto ya lo sé, hijita —replicó Moustache, girando sobre sí—. Ahórrate los detalles.
—¡Si no son detalles! He visto este hermoso castillo... He aprendido a conocerlo, a amarlo. Me ha parecido tan real, mucho más sólido que nuestras bambalinas, nuestros contratos, nuestros papeles.
—¿Te crees una Eva Lavallière? ¿Quieres entrar en un convento?
—¡Cretino! Intento explicarte las impresiones que siento. Me he dicho que nuestra existencia que parece tan interesante, tan llena de aventuras, en el fondo está hecha de gruesas mallas que dejan pasar la verdad.
—Cada vez mejor. Ahora te expresas como Bernstein.
Moustache se sentó, cruzó los brazos y anunció:
—¡Vamos, te sigo escuchando!
Al ver que ella callaba, la atacó:
—Te ha hecho la gran jugada, ¿verdad?
—No te entiendo a qué te refieres.
—Que te ha formulado mil promesas del diablo. Y sin embargo, ya estás acostumbrada a esta musiquita.
—¡Oh! —exclamó dolorosamente Blanche—. ¡Cómo te engañas, amigo mío! El barón, precisamente, no se ha conducido como los otros. No me ha dicho que yo era encantadora, pretendiendo acariciarme. Sí, lo sé, esto no es nuevo. Pero me ha hablado seriamente, sin hacerme la corte, como a una amiga inteligente capaz de compartir sus emociones, de comprender su sentido de la vida.
Moustache lanzó una risita nerviosa.
—¡El sentido de la vida! Seguro que esta expresión idiota, no es tuya. Da gusto ver cómo repites los sermones del barón. ¡Un auténtico mono! ¡Ah, no me engañas, tienes grandes dotes de comedianta!
—¡Si me interrumpes...!
—Te interrumpo cuando hablas para no decir nada. ¿Qué te ha propuesto? ¿Qué es lo que has aceptado?
—Aún nada.
—Entonces, ¿qué quieres aceptar?
La joven se contempló las uñas, consideró su efecto, y luego dijo:
—Convertirme en baronesa.
Moustache amagó el golpe con un gesto de la cabeza, irónico y apreciativo.
—Vamos, no se para en barras. Y, naturalmente, tú te sientes infinitamente halagada.
—No halagada, sencillamente... emocionada, trastornada. Eres demasiado cínico para comprenderlo.
—Es muy sencillo —declaró Moustache—: me causas pena.
Para demostrarlo, apartó con la rodilla un sillón sobre el que había abierto un pequeño neceser de viaje de Blanche, desbordante de telas de muselina, frascos relucientes, y un par de zapatillas muy elegantes, pero ya en las postrimerías de su arrastrada existencia. Luego separó las contraventanas y respiró el aire fresco de la noche.
—¡Muy bien! Husmea en mis cosas —exclamó Blanche, con su mejor entonación de dama joven.
Se levantó para volver a ordenar los frasquitos en la maletita, ondeando al mismo tiempo, con singular acierto, las amplias mangas de su batín.
—Si querías hacer un matrimonio de conveniencia —observó él, vuelto de espaldas, seca la voz—, ¿por qué has rechazado a tu mantequero? Era rico ese tal Gosseline, hermanos y compañía. Más rico que tu barón.
—Me enojas, Moustache. ¿Crees que es por dinero que acepté a Alain?
—Pues si no es por dinero, me preguntó por qué. Si tuviera que repartirle un papel, le daría uno de marido engañado..., y con razón. No tiene buen tipo. Tiene las piernas patizambas y cita fechas históricas. ¡Y quieres hacerme creer que es por causa de sus encantos que...!
—Su encanto —sentenció Blanche—. Has pronunciado la palabra exacta.
Moustache se llevó una mano a la cabeza y tamborileó con la otra sobre el porticón. Blanche, de pie en medio de la estancia, contemplaba el suelo con una sonrisa casi mística.
—Sí, desde que me hallo en este castillo —continuó, con inflexiones etéreas—, estoy completamente imbuida de un encanto.
—¡Adelante, Maeterlink! —suspiró Moustache, apoyándose en la ventana—. ¡Los señores viajeros para Peleas y Melisande, al coche! Henos aquí en plena confitura de cisne! Vamos, deberías pasearte con trenzas. Espero que cuando os hayáis casado iréis a cortar muérdago con una hoz a una vieja encina, el primero de enero. ¡Gran porvenir! Por las noches, tú bordarás tapices. De vez en cuando, descansarás, con la aguja en alto, y susurrarás: “¿Qué le ocurre a nuestra alondra, mi querido Alain? No oigo su canto.”
—No —replicó Blanche—, no es eso; eres incapaz de comprender la belleza de una existencia pura y serena, noble, en una palabra. Te gustan las groseras bromas de bastidores, las palabrotas de los ensayos, las carreras en autocar, las crisis de nervios, el placer de meter la nariz en estúpidas rivalidades...
—¡Pobre hijita! —suspiró Moustache, jugueteando con un cigarrillo sin encender—. Yo sería el último en hablar mal de una vida de retiro en el campo. Me gusta. Por gusto, habría sido palomero. También habría descifrado los archivos de la región, descubierto algún sendero galorromano, del que me habría sentido muy orgulloso, y cazado la perdiz. Pero tú, hija mía, no has nacido para esto. Este castillo no tardarás ni seis meses en odiarlo. Necesitas ser admirada, estar al corriente de los comadreos y estar rodeada de gente bullanguera. Al cabo de un año, le habrás engañado a tu barón. Y te aseguro que en las costas del Norte no hay mucho donde elegir. Tu guardabosques, el juez de paz, o un moldoválaco cualquiera, que habrá venido a trabajar la tierra. ¡Ah, será un gran placer! Cuando te divorcies será demasiado tarde. Vendrás a verme. Te abrazaré y besaré en ambas mejillas. Todo el mundo te besará en las dos mejillas. Y todos te hablarán de la crisis del teatro. Pobre querida, te veo muy mal.
La joven había seguido su parlamento con la cólera reflejada en los ojos. Al oír la última frase dio media vuelta, ensanchadas las aletas de la nariz.
—No, no me enfado, Moustache. Tienes razón al decirme esto, y hasta eres muy amable al advertirme, pero es que los motivos que me impulsan a esta boda no son los que crees. No es ni por el dinero de Alain, ni porque me llamen la señora baronesa que pienso convertirme en su esposa. Tampoco es por el estúpido placer de vivir en un castillo. Te concedo que hay hombres más..., buenos, mejores que Alain. No me hago ninguna ilusión con respecto a su físico ni a su espíritu. Reconozco que no es su manera de decir las cosas lo que me hace reír. No, no me hará reír a menudo. Pero tú estás equivocado con respecto a mí, Moustache; pese a mi aspecto, no siento nunca ganas de reír.
—¡Vaya cosa! —exclamó él, burlón.
—Óyeme con atención, en vez de vejarme. ¿Crees que te trabajado en el teatro por el placer de los aplausos, de los cumplidos, de los vestidos, de la agitación ficticia de ese mundo? Mi madre era mercera. Una pequeña mercera de Pantin. Ya sabes que cuanto más pequeñas son las mercerías, más cosas venden en ellas. Nuestras mercancías iban desde la pluma de sargento mayor de pico curvo hasta el flix, de las reglitas de acero, de las ligas, al papel de dibujo, del encaje a las medias de algodón, y de las regaderas a los libros populares. Tenían preciosas portadas ilustradas. Era yo la que los sacaba de sus envoltorios, y la que los ordenaba. Terminados mis deberes, en invierno me deslizaba a la trastienda y los hojeaba, a escondidas de mamá. Los que no estaban con las páginas cortadas no podía leerlos por completo. Separaba las páginas como podía, y no distinguía más que la mitad de las líneas...
Mientras hablaba se había acercado a Moustache, tendiendo hacia él dos dedos para obtener un cigarrillo. Aspiró una bocanada de humo y se arrojó sobre el enorme lecho de columnas.
—Había frases que se me quedaban grabadas en el cerebro. Una vez en la cama, acudían a mi memoria y me deleitaba con ellas hasta que me dormía. Yo, que no tengo mucha memoria —ya sabes lo que me cuesta aprenderme los papeles—, recuerdo aún hoy alguna de las frases que leí: “La joven estaba sentada en un banco de mármol, bajo el lánguido follaje de los eucaliptus. «¡Ah, princesa —exclamó él, arrodillándose a sus pies sobre la arena plateada por la luna—, ¿por qué me hacéis el más desdichado de los hombres?»” Nunca había visto otros bancos que los de nuestro parque. No conocía los eucaliptus, salvo en paquetitos que echaban dentro de una marmita de agua hirviendo y que respirábamos cuando nos dolía la garganta. Una princesa era para mí algo tan alejado como un ángel o un unicornio. ¡Y aquel joven que sufría! Sabía qué cosa era el sufrimiento, ya que pasé por todas las enfermedades de niña, sin excepción, y el dolor de muelas era mi especialidad. Pero en aquellas novelas, la persona que sufría quedaba curada con un beso. Ese mundo que yo intentaba descubrir, bajo la pobre luz de nuestra trastienda, era algo inusitado, sin comparación con aquel en el que vivía. Y en lugar de decir como todas mis amiguitas que cuando fuese mayor me casaría con un fotógrafo, llevaría todos los días las ropas de los domingos, y comería tantos caramelos como quisiera, esperaba un mundo superior, llegar a vivir en el mundo de mis libros..., ¿te parece idiota?
—No, no me parece idiota, continúa.
Moustache, ya más calmado, se había sentado de través en el borde de la cama. De vez en cuando la alargaba a Blanche un cenicero, en el que ella arrojaba la ceniza de su cigarrillo.
—Cuanto más crecía, más perdía las esperanzas. En mis novelas populares había palabras que excitaban mi imaginación: “limousine”, glabro, lima... Mi primo, el garajista, me enseñó una limousine: era un coche como cualquier otro. Preparando el bachiller supe que se está glabro cuando uno se acaba de afeitar.
”Y la primera vez que fui a jugar a Montecarlo, y comí en un palacio, pedí una lima y me sirvieron un enorme limón, cuando esperaba que me trajeran una especie de cuerno de la abundancia desbordando frutas raras.
Moustache se había echado a reír.
—Si puedo entenderlo —observó luego—, es a causa de que la señorita no ha gozado, en su existencia cotidiana, de su ración de exotismo, por lo que se ha lanzado al teatro en busca de desconocidas sensaciones.
—No desconocidas, sino verdaderas, grandes. Por esto el teatro me ha decepcionado. ¿Para qué servimos? Para repetir las frases que otro ha escrito, y que nunca se pronuncian en la vida. Por esto la historia de Méhée y Alexandra me trastornó. Es más hermosa, mucho más, que la mejor de las comedias, porque ha sido vivida. No era una cosa falsa. Hubo un auténtico Méhée, una verdadera Alexandra; se amaron para siempre en un lugar real, en medio de llamas que no estaban trucadas con papel de seda anaranjado, agitado por una corriente de aire. Alexandra murió en la nieve, que no era algodón, y toda su vida, durante docenas de años, Méhée pensó en ella. ¡No sonrías, que te detesto!
Extendió su brazo por encima de la almohada y, enfadada, avergonzada sin duda de haberse mostrado al desnudo ante el sarcástico Moustache, de haberle contado sus confidencias, que se prestaban a la burla, posó su cabeza sobre el hombro, volvió la vista y sus labios se fruncieron, lo mismo que su ceño.
—No puedes entenderlo, es demasiado noble para ti. Esta historia verdadera —continuó Blanche—, la he estado esperando siempre, la he encontrado, no impresa tontamente en un libro, sino viva, escrita con temblorosa mano en unas hojas de papel. No, éste no es un castillo como los demás. Durante mucho tiempo, Méhée anduvo errante por él, llenos aún los ojos de su Alexandra. Su aventura impregnó toda la casa. Y cuando pienso que Alain lleva en su sangre, la sangre del desdichado amante de Alexandra, que ha sido educado en su culto, le contemplo y me emociono.
Cuando levantó la cabeza vio que Moustache buscaba algo en el tocador.
—¿Qué buscas?
—Tu reloj.
—¿Para qué?
—Para saber la hora, evidentemente.
—Mira mi reloj. Las doce y treinta y cinco minutos.
La joven añadió con ironía:
—¿Tienes una cita urgente?
—Mañana por la tarde en París tenemos ambos una cita urgente. Tendremos que levantarnos muy temprano. No quiero que muestres un semblante de papel prensado.
—¡Pero, Moustache...!
La muchacha vacilaba entre las lágrimas, la crisis colérica y las ganas de arrojarle algo a la cabeza.
—¿No te he dicho que...? —tronó al fin.
—Me has dicho —la interrumpió él, con calma—, que no pensabas casarte con tu barón más que a causa de que la historia de su antepasado y Alexandra había hecho de su lúgubre castillo y de su feo rostro algo encantador.
—¡Para empezar, no es un feo rostro! ¡No es un Clark Gable, pero tiene unos ojos magníficos y...!
—Te concedo lo de los ojos, pero tú misma has convenido en que si su aspecto y su morada no hubiesen quedado transfigurados por el drama del irresistible Méhée y la desventurada Alexandra, no te habrías dejado conquistar..., ¿cierto?
—Tal vez, pero...
—Sí, existe un pero. Y es que el drama en cuestión fue, en realidad, la aventura más sombría y sórdida que se pueda soñar.
—¡Fuera de aquí! —gritole Blanche—. ¡Estás loco!
—No estoy loco, pero soy curioso. Ayer, cuando el barón hubo concluido de leemos las cartas de Rusia de su tatarabuelo, y acabado de pasar revista a sus cuadros... —¿no te recuerda esto a Hernani: “Dejo algunos, los mejores”?—, me dejasteis delicadamente, mientras os ibais a ver la puesta de sol que tanto amaba su retatarabuelo. Como soy perezoso por naturaleza, me entretuve en el salón para examinar su cafarnaúm. En el momento de marcharme, vi que el cofrecillo estaba abierto y que el barón se había olvidado de ordenar en su sitio las cartas que acababa de leernos. Maquinalmente, cogí el paquetito y lo coloqué plano al fondo de la cajita; entonces descubrí otro atado de cartas. Bien, tal vez no hubiera debido hacerlo, pero no vi en ello ningún mal. Los dos me habíais abandonado, y me aburría. Además, creí haber dado con otro glorioso documento relativo a la historia de la familia. No me engañaba. Era un complemento dé la aventura Alexandra-Méhée. Un complemento peligroso que tenía la particularidad de destruirla de la A a la Z.
Blanche se tendió en su cama con una indolencia altanera.
—Querido, tengo sueño, y serás un amorcito si me dejas. No quiero pasarme la noche escuchando tus historias. ¿Quieres hacerme creer que las cartas las ha escrito el barón? No, mi pobre amigo, estás equivocado. No me tomes por más tonta de lo que soy. Tendrías que madrugar mucho más para hacerme creer que los cuadros también los ha pintado el barón, los libros históricos es él quien los ha hecho imprimir, los versos de Víctor Hugo y la frase de Chateabriand, que nos leyó durante el almuerzo, el pasaje del diario de Stendhal, y todo lo demás es un fraude. No sé lo que has podido hallar en el cofre, pero de todas formas, esto no puede probar nada contra un hecho establecido. Y además, no me engañes, no hallaste nada en absoluto.
—Hallé una carta de Petit Luc.
—¿El criado?
—El criado.
Moustache levantó el neceser de viaje que dejó en el suelo, para poder sentarse cómodamente en su lugar. Cruzó las piernas, envió dos o tres círculos de azulado humo al aire y luego dijo, con un tono soñador:
—Debo decir que me quedé con la respiración suspendida. Es algo incomprensible. Y mi indiscreción me ha procurado casi remordimiento. Observarás que no he comenzado a divulgar el secreto de familia que he descubierto por azar. Si ahora te lo comunico es porque te veo decidida a cometer una estupidez, y creo que la carta de Petit Luc bastará..., ¡y de qué manera!, a romper el encanto y a mudar tus ideas.
—Bien, te escucho. ¿Qué decía Petit Luc?
La voz de Blanche demostraba cierta inquietud. Se había incorporado en la cama y contemplaba impaciente a Moustache.
—Lo malo —suspiró éste— es que no querrás creerme.
—¡Te veo venir! Estás ganando tiempo porque todavía no has hallado el embuste.
—Tan poco te miento, que voy a hacerte una honesta proposición: cógete de mi mano y desciende conmigo al salón. Leerás tú misma la carta.
La joven titubeó, preocupada, y luego se decidió de repente.
—¡Vamos!
Había saltado de la cama con tanto arrebato que su batín verde se le subió hasta mucho más arriba de las rodillas, y Moustache pudo acariciar con su vista de buen conocedor, sus bellas piernas y el principio de unos muslos redondos y seductores, antes de abrir la puerta para preceder a la joven en las tinieblas del corredor.
En el primer peldaño de la escalinata, Blanche creyó haber sido atacada por un ratón y lanzó un grito.
—Escucha, queridita —le susurró Moustache—, no me haría ninguna gracia que se presentase el barón. Intenta no gritar. Trata de no caerte al suelo. Apóyate en mi espalda. No sería prudente encender la luz, mientras nos hallamos en la escalera.
Algo más lejos, la joven exclamó con voz ahogada:
—¿Has oído?
—¿Qué es lo que tengo que oír? —preguntó Moustache.
—¡Oh, no te burles! —se enfureció ella—. Eres tú quien me ha arrastrado fuera de mi cuarto. Apuesto lo que sea a que no hay tal carta, y que lo has hecho exclusivamente para que le coja miedo al castillo.
Para tranquilizarla, la cogió por el talle y la ayudó a descender con todo cuidado, peldaño a peldaño, la amplia escalinata enlosada que, en la oscuridad, conseguía una profunda sonoridad, en la que el roce de las zapatillas, el menor crujimiento de la tela, repercutía como en una caverna.
—No te aproveches, tú por favor —gruñó Blanche, aún de mal humor—. Baja un poco la mano... ¡Ah, no, no me dejes sola! ¡Y sobre todo, no intentes darme miedo! Te lo suplico, te conozco muy bien. ¡Ya sabes que puedo morirme de miedo! ¡En mi familia todos somos cardíacos!
El chirrido de una puerta la sobresaltó. Casi en seguida, Moustache la llamó suavemente. La joven dejó de protestar contra la familiaridad con que él la condujo a través del salón. Tropezaron con unos sillones. Luego se iluminó la lamparita de tafetán rosa, arrojando reflejos de puesta de sol sobre las nieves del cuadro de Gros, colocado encima de la joven.
—El cofre está cerrado —observó Moustache—, pero me fijé de dónde cogía la llave... Allí, bajo el tapete... No es difícil de abrir. Siéntate. Esta luz va muy bien. Parece que estemos a punto de interpretar a Henri Bataille: “Sí, señora, os traiciona, y aquí está la prueba...” ¡Ah, aquí están los papeles! Abre bien tus menudas orejas...
—¿Y si nos sorprende?
—Me decapita y a ti te viola, eso es todo. Bien, aprovéchate, pues de lo que te queda de vida, para enterarte de algunos detalles inéditos sobre los amores de Méhée y Alexandra, según los vio Petit Luc.