CAPÍTULO 10

LA DUQUESA Y EL DIABLO

El teniente interino Hornblower conducía la corbeta Le Rêve, capturada por la fragata Indefatigable, por las aguas del puerto de Gibraltar para amarrarla a puerto. Estaba muy nervioso. Si alguien le hubiera preguntado si creía que todos los catalejos del Mediterráneo dirigían sus miras hacia él, habría pensado que se le había ocurrido una idea absurda y se hubiera echado a reír a carcajadas, pero se sentía como si todo esto fuera cierto. Calculó con especial cuidado la intensidad del viento, la distancia entre los dos navíos de línea anclados en el puerto y el espacio que Le Rêve debía tener alrededor según su desplazamiento al oscilar cuando estuviera anclada. Jackson, su ayudante, estaba en la proa esperando la orden de arriar el foque.

—¡Timón a babor! —gritó Hornblower, y Le Rêve orzó—. ¡Cargar las velas!

Le Rêve siguió avanzando, pero cada vez más lentamente, y, por fin, se detuvo.

—¡Echar el ancla!

La cadena dio un chirrido de protesta cuando salió por el escobén, y poco después se oyó el chapoteo producido por el ancla, que anunciaba que el viaje había llegado a su fin. Hornblower observó cómo Le Rêve hacía un ligero movimiento y ponía tensa la cadena del ancla y se relajó. Había conducido la presa hasta lugar seguro. Era evidente que el comodoro, sir Edward Pellew, capitán de la Indefatigable, no había llegado todavía, así que Hornblower debía presentarse al comandante del puerto.

—Bajen la lancha —ordenó y, pensando que debía hacer un acto humanitario, añadió—: Dejen que los prisioneros salgan a cubierta.

Veinticuatro horas hacía que los prisioneros habían sido encerrados en la bodega y se habían tapado las escotillas con cuarteles; Hornblower, como todos los hombres al mando de una presa, tenía miedo de que fuera recuperada por el enemigo. Pero ya en puerto, por el hecho de estar rodeados de los barcos de la escuadra del Mediterráneo, no había ese peligro. Dos remeros hicieron deslizarse suavemente la lancha por el mar, y diez minutos después Hornblower informó de su llegada al almirante.

—¿Y dice usted que es muy veloz? —preguntó el almirante.

—Sí, señor. Y se puede gobernar fácilmente.

—La compraré para la Armada —añadió el almirante—. Nunca tenemos bastantes barcos para llevar despachos.

Estas palabras eran reveladoras; sin embargo, cuando Hornblower recibió el sobre con sello oficial que contenía nuevas órdenes, se asombró al ver que se le ordenaba tomar el mando de la corbeta Le Rêve y llevarla a Plymouth lo más rápidamente posible en cuanto se le entregaran los despachos que debía llevar a Inglaterra. Ésa era la primera misión que dirigía y que le ofrecía la oportunidad de volver a ver Inglaterra (hacía tres años que no pisaba tierra inglesa), y era también, así lo consideraba él, un reconocimiento de su excelente comportamiento en las tareas profesionales encomendadas. Pero en el mismo momento le entregaron otro sobre, que leyó con menos regocijo:

«Sus Excelencias el mayor general sir Hew Dalrymple y su señora se complacen en invitar al teniente interino Horatio Hornblower a comer hoy, a las tres de la tarde, en el Gobierno de la Colonia».

Seguramente a cualquiera le hubiera causado satisfacción ser invitado a comer por el gobernador de Gibraltar y su esposa, pero no así a un teniente interino que sólo tenía un baúl y necesitaba vestirse adecuadamente para un acontecimiento de ese tipo. Sin embargo, era imposible pedir que un joven invitado a comer por el gobernador antes incluso de desembarcar, no estuviera excitado. Hornblower lo estaba, sobre todo porque su amigo Bracegirdle, que procedía de una familia rica y recibía una importante asignación, le había prestado un par de medias blancas de excelente seda china, que, por cierto, había tenido no pocas dificultades para ponérselas, ya que Bracegirdle tenía las pantorrillas gruesas y él, en cambio, muy delgadas. No obstante, entre los dos resolvieron la dificultad airosamente, valiéndose de dos trozos de estopa y unas tiras de esparadrapo que tenía el cirujano en su botiquín. Hornblower tenía ahora unas piernas de las que nadie podía avergonzarse. Podía alargar la pierna hacia delante para hacer una reverencia sin miedo a que se formaran arrugas en la media, con la seguridad de que tenía una pierna que, como decía Bracegirdle, sería el orgullo de cualquier caballero.

En la casa del gobernador, un atildado y lánguido ayudante de campo sirvió de guía a Hornblower. El joven hizo una inclinación de cabeza a sir Hew, un viejo caballero de cara sonrosada y gestos afectados, y a lady Dalrymple, una vieja señora de cara sonrosada y gestos afectados.

—Señor Hornblower, voy a presentarle a alguien —dijo lady Dalrymple—. Excelencia, éste es el señor Hornblower, el nuevo capitán de Le Rêve. Su Excelencia la duquesa de Wharfedale.

¡Nada menos que una duquesa! Hornblower adelantó la pierna con los dedos de los pies estirados, se puso la mano en el corazón e inclinó el tronco hasta donde le permitían los calzones que había comprado poco antes de ser destinado a la Indefatigable, cuando todavía estaba en período de crecimiento. La duquesa era una mujer de mediana edad, bella en otros tiempos, con ojos azules y expresivos.

—Así que se trata de este tipo —dijo la duquesa—. Matilda, querida, ¿vas a ponerme al cuidado de este niño de pecho?

La vulgaridad de sus palabras dejó perplejo a Hornblower. Estaba preparado para todo excepto para que una duquesa magníficamente vestida le hablara con ese tono. Levantó la cabeza para mirarla, pero se olvidó de erguirse, y permaneció inmóvil, con la barbilla echada hacia delante y la mano en el corazón.

—Parece usted un ganso pastando —dijo la duquesa—. Está usted a punto de graznar de un momento a otro.

Inclinó el tronco, puso las manos en las rodillas, echó hacia delante la barbilla y la movió de un lado a otro, imitando a la perfección a un ganso que estuviera peleándose, y, aparentemente, la postura que adoptó también se parecía tanto a la de Hornblower, que provocó la risa de los otros invitados. Hornblower, ruborizado y turbado, se puso derecho.

—Pero no debemos ser duros con el pobre joven —exclamó la duquesa, saliendo en defensa del marino y dándole palmaditas en el hombro—. Lo que ocurre es que es muy joven, pero no debe avergonzarse de ello. Todo lo contrario, ha de sentirse orgulloso de que le hayan confiado un barco a su edad.

Por fortuna, anunciaron que la comida estaba servida, y eso puso fin a la turbación que le habían producido a Hornblower esas palabras, ¡tan amables! Naturalmente, Hornblower se sentó junto a los invitados de menos categoría y a otros oficiales de poca antigüedad en el centro de uno de los lados de la mesa. Sir Hew estaba sentado junto a la duquesa en una punta de la mesa, y lady Dalrymple, junto a un comodoro en la otra. Había muchas menos mujeres que hombres, pero eso era lógico, ya que Gibraltar era, al menos teóricamente, una fortaleza que, además, estaba sitiada. No había ninguna mujer sentada al lado de Hornblower. Quien estaba sentado a su derecha era el ayudante de campo que le había servido de guía.

—¡A su salud, Excelencia! —dijo el comodoro, levantando la copa y mirando hacia la otra punta de la mesa.

—¡Gracias! —sonrió la duquesa—. Me ha salvado la vida. Me estaba preguntando quién sería el caballero que me rescataría.

Se acercó la copa, que estaba llena a rebosar, a los labios, y cuando la puso otra vez en la mesa, estaba vacía.

—Va a tener usted una acompañante muy divertida —dijo el ayudante de campo a Hornblower.

—¿Cómo es posible que ella sea mi acompañante? —preguntó Hornblower, desconcertado.

El ayudante de campo le miró con lástima.

—Entonces, ¿no le han informado de nada? —inquirió—. Como siempre, los más interesados son los últimos en enterarse de las cosas. Mañana, cuando zarpe con los despachos, Su Excelencia estará a bordo de su barco, y tendrá usted el honor de llevarla a Inglaterra.

—¡Qué Dios se apiade de mí! —exclamó Hornblower.

—¡Ojalá! —dijo el ayudante de campo en tono compasivo, olfateando el vino de su copa—. Este málaga es malísimo. El viejo Hare compró una buena cantidad de botellas de la cosecha del 95, y todos los gobernadores que se han sucedido en el puesto desde entonces han pensado que era su deber consumirlo.

—Pero ¿quién es ella? —preguntó Hornblower.

—Su Excelencia la duquesa de Wharfedale —contestó el ayudante de campo—. ¿No oyó a lady Dalrymple cuando se la presentó?

—Pero no habla como una duquesa —dijo Hornblower.

—No. El duque era un viejo chocho cuando ella se casó con él. Ella es la viuda de un posadero, según dicen sus amigos. Y ya puede usted imaginarse lo que dicen sus enemigos.

—Pero ¿qué hace aquí? —inquirió Hornblower.

—Espera un barco que la devuelva a Inglaterra. Según tengo entendido, estaba en Florencia cuando los franceses marcharon sobre la ciudad. Pudo llegar a Livorno, sobornó allí a uno de los barcos que hacen el comercio por la costa para que la trajera aquí, pidió a sir Hew que le proporcionara un medio de transporte, y sir Hew trasladó esa petición al almirante. Sir Hew pediría a quien fuera cualquier cosa para una duquesa, incluso una que, según sus amigos, es la viuda de un posadero.

—Comprendo —dijo Hornblower.

En la punta de la mesa se oían bromas y risas, mientras la duquesa pinchaba al gobernador por la parte de las costillas, mal protegidas por su chaqueta roja, con el mango del cuchillo, como si tratara de asegurarse de que se riera de sus chistes.

—Probablemente no le faltará diversión en el viaje a Inglaterra —dijo el ayudante de campo.

En ese momento alguien puso delante de Hornblower un humeante asado, y todas sus preocupaciones se desvanecieron ante la necesidad de cortarlo con buenos modales. Cogió cuidadosamente el cuchillo y el trinchador, miró a su alrededor y preguntó:

—¿Quiere que le sirva un poco de carne, Excelencia? ¿Señora? ¿Señor? ¿Hecha o poco hecha? ¿Un poco de salsa?

En el comedor hacía mucho calor, y a Hornblower le corría el sudor por la cara mientras luchaba por cortar al asado. Afortunadamente, la mayoría de los comensales estaban más atentos a servirse de los otros platos, y tuvo que trinchar poca carne. Puso en su plato dos lonchas mal trinchadas; ésa era la manera más fácil de disimular el mal resultado de su trabajo.

—Carne de Tetuán —dijo el ayudante de campo, olfateando—. Dura y correosa.

Era comprensible que el ayudante de campo del gobernador pensara así, y seguramente no podía imaginarse que esa carne le parecía deliciosa a un joven oficial de marina que hasta hacía muy poco tiempo había estado cruzando los mares en una fragata abarrotada. Ni siquiera la idea de que sería el anfitrión de una duquesa le quitaba el apetito a Hornblower. Y puesto que el último postre que había comido había sido un pudín de pasas el domingo anterior, los platos de postre a base de merengues, mostachones, flan y frutas, le produjeron un inefable deleite.

—Los platos dulces afectan el paladar —dijo el ayudante de campo, pero Hornblower no le hizo caso.

Ahora estaban haciendo brindis formales. Hornblower se puso de pie para brindar por el Rey y la familia real y levantó su copa para brindar por la duquesa.

—Y ahora por el enemigo —dijo sir Hew—. ¡Qué sus galeones con preciosos cargamentos traten de cruzar el Atlántico!

—Quisiera hacer otro, señor —dijo el comodoro—. ¡Qué los españoles se decidan a salir de Cádiz!

Alrededor de la mesa se oyeron gruñidos que parecían rugidos de fieras. La mayoría de los oficiales de Marina allí presentes pertenecían a la escuadra del Mediterráneo, al mando del almirante Jervis, y en concreto a la flota que patrullaba la zona del Atlántico cercana a Gibraltar, desde hacía meses, con la intención de capturar los barcos españoles si salían del puerto. Jervis mandaba sus barcos de dos en dos a repostar a la posesión inglesa, y esos oficiales pertenecían a la tripulación de los dos navíos de línea que en esos momentos estaban anclados en Gibraltar.

Johnny Jervis diría amén a todo —dijo sir Hew—. Entonces otro brindis por los españoles, caballeros. ¡Qué salgan de Cádiz!

En ese momento salieron las señoras, guiadas por lady Dalrymple, y cuando a Hornblower le pareció correcto ausentarse, presentó sus excusas y se fue, pues no quería tener la cabeza cargada de vino la noche antes de dar comienzo a una misión que él mismo iba a dirigir.

Quizá la idea de que la duquesa subiría a bordo de su corbeta sirvió de revulsivo a Hornblower, porque le había impedido preocuparse demasiado por la primera misión que iba a dirigir. Se levantó antes del alba, antes de que apareciera el claror que precedía durante breves momentos a la salida del sol en el Mediterráneo, para comprobar que su corbeta estaba en condiciones adecuadas para navegar y luchar contra los enemigos que pululaban en los mares. La corbeta tenía cuatro cañones de cuatro libras para combatir a los enemigos, lo cual significaba que no resistiría el ataque de uno solo, que era la embarcación más débil de cuantas navegaban por alta mar, ya que incluso los mercantes más pequeños tenían un armamento más potente. Y como a todas las criaturas débiles, la rapidez era lo único que le permitiría salvarse. En la penumbra, Hornblower miró hacia la jarcia, hacia donde estarían desplegadas las velas de las que dependería en gran medida su seguridad. Luego pasó lista con los dos oficiales encargados de las guardias, el guardiamarina Hunter y Winyatt, un ayudante de oficial de derrota, para asegurarse de que los once marineros que formaban la tripulación sabían bien qué tareas tenían asignadas. Ya lo único que le faltaba por hacer era ponerse su mejor uniforme, tratar de tomar el desayuno y esperar a la duquesa.

Afortunadamente, la duquesa llegó temprano. Sus Excelencias habían tenido que levantarse a una hora intempestiva para despedirla. El señor Hunter fue quien informó a Hornblower, con reprimido entusiasmo, de que la lancha del gobernador se acercaba.

—Gracias, señor Hunter —dijo Hornblower secamente.

Ése era el trato que la Armada exigía que le diera, aunque hasta hacía pocas semanas ambos se perseguían jugando por la jarcia de la Indefatigable.

La lancha se abordó con la corbeta y dos marineros muy bien vestidos colgaron la escala. Le Rêve tenía los costados tan bajos que ni siquiera a las mujeres les resultaba difícil subir a ella. El gobernador subió a bordo mientras sonaban los únicos dos silbatos que había en Le Rêve, y lady Dalrymple le siguió. Tras ellos subió la duquesa y luego su dama de compañía, una mujer más joven y tan hermosa como ella debió de haber sido en otro tiempo. Finalmente, subieron dos ayudantes de campo. Ahora la pequeña cubierta de Le Rêve estaba abarrotada y ya no había sitio para poner el equipaje de la duquesa.

—Vamos a mostrarle su cabina, Excelencia —dijo el gobernador.

Lady Dalrymple dio un grito de admiración al ver la pequeña cabina, ocupada casi por completo por dos coyes. Inevitablemente, todos se dieron golpes en la cabeza con los baos que sostenían la cubierta.

—Sobreviviremos —dijo la duquesa con estoicismo—. Y eso es más de lo que pueden decir los hombres que van a Tyburn[8].

En el último momento uno de los ayudantes de campo entregó a Hornblower unos sobres con despachos y le pidió que firmara un justificante. Unos a otros se dieron los últimos adioses, y después sir Hew y lady Dalrymple bajaron por el costado mientras sonaban los silbatos.

—¡Todos al molinete! —gritó Hornblower en el momento en que los remeros de la lancha empezaron a mover los remos.

Tras breves instantes de duro trabajo, los tripulantes de Le Rêve levaron anclas.

—¡Ancla levada, señor! —informó Winyatt.

—¡A las drizas del foque! —gritó Hornblower—. ¡A las drizas de la mayor!

Largaron velas y el tablón del timón presionó el agua, la corbeta viró en redondo y se situó con el viento en popa. Todos estaban ocupados, unos subiendo el ancla al pescante y otros haciendo las maniobras para empezar a navegar, razón por la cual el propio Hornblower bajó la bandera para saludar cuando Le Rêve salía del puerto con el viento del sureste en popa y empezaba a hundirse la proa en las grandes olas de Atlántico que entraban por el estrecho de Gibraltar. Por la claraboya que estaba junto a él salió un sonido metálico, como si algo se hubiera caído en la cabina, y luego un grito, pero Hornblower no podía dedicar atención a la mujer que estaba allí abajo. Observó Algeciras con el catalejo y luego Tarifa; cualquier barco de guerra o corsario bien tripulado que saliera de esos puertos podría atrapar fácilmente una presa indefensa como Le Rêve. No pudo relajarse durante la guardia de mañana. Cuando la corbeta dobló el cabo Espartel, Hornblower hizo rumbo al cabo San Vicente, y las montañas del sur de España quedaron ocultas allá por el horizonte. Ya se divisaba el cabo de Trafalgar por la amura de estribor cuando Hornblower guardó el catalejo y se puso a pensar en la comida. Le satisfacía ser el capitán del barco y poder ordenar que prepararan la comida cuando quisiera. Las piernas le empezaron a doler, y se dio cuenta de que había estado de pie mucho tiempo, once horas seguidas. Si en el futuro tenía que dirigir muchas más misiones, se mataría si continuaba obrando de la misma manera.

Bajó a la cabina y se sentó cómodamente en la taquilla. Ordenó al cocinero que llamara a la puerta de la cabina de la duquesa y le preguntara si se le ofrecía algo y luego oyó la voz chillona de la duquesa que respondía que ella y su dama no necesitaban nada, ni siquiera comida. Hornblower se encogió de hombros en señal de conformidad y comió con el apetito propio de un joven. Volvió a subir a cubierta cuando anochecía. El oficial de guardia era Winyatt.

—Hay una espesa niebla, señor.

Era cierto. El sol ya no se veía en el horizonte porque estaba sumergido en la profunda niebla. Hornblower sabía que ése era el precio que había que pagar por un viento favorable. Por esas latitudes siempre había la posibilidad de que se formara niebla cuando el viento frío que soplaba de tierra llegaba al Atlántico.

—Estará más espesa por la mañana —dijo con amargura.

Entonces releyó las órdenes que había dado para navegar durante la noche y decidió hacer rumbo al oeste y no al noroeste, como había pensado anteriormente, pues de ese modo se aseguraba que bordearían el cabo San Vicente manteniéndose a considerable distancia de él en caso de que también allí hubiera niebla.

Ésa era una de las pequeñas cosas que pueden cambiar la vida de un hombre. Después Hornblower tuvo mucho tiempo para pensar en lo que hubiera ocurrido si no hubiera cambiado el rumbo. Durante esa noche pasó muchos ratos en la cubierta escrutando la niebla, que se hacía cada vez más espesa, pero cuando sobrevino la desgracia, estaba durmiendo en su cabina. Se despertó al agarrarle un marinero por los hombros y darle violentas sacudidas.

—¡Por favor, señor! ¡Por favor, señor! ¡El señor Hunter me ordenó que le pidiera por favor que subiera a cubierta!

—Ahora voy —dijo Hornblower y parpadeó unos momentos hasta que terminó de despertarse y luego se tiró del coy. Le Rêve se deslizaba por las agitadas aguas, y el viento era tan flojo que apenas bastaba para que la corbeta tuviera suficiente velocidad para maniobrar. Hunter tenía apoyada la espalda en el timón y parecía angustiado.

—Escuche —dijo cuando vio aparecer a Hornblower.

Había hablado en voz muy baja y estaba tan nervioso que había omitido la palabra «señor» al hablarle a su capitán, como era su deber. Y Hornblower estaba tan nervioso que no se dio cuenta de que la había omitido. Hornblower escuchó. Entonces oyó ruidos como los que había siempre en cualquier barco: el sonido metálico de los aparejos cuando Le Rêve se balanceaba y el de las olas chocando contra la proa. Pero después oyó los ruidos de otro barco: el sonido metálico de otros aparejos y de las olas chocando contra otra proa.

—Hay un barco muy cerca del nuestro —dijo Hornblower.

—Sí, señor —replicó Hunter—. Cuando mandé a buscarle, oí que alguien dio una orden, y la dio en español, mejor dicho, en una lengua extranjera.

El miedo se difundió por la corbeta como la niebla.

—Llame a todos los marineros, pero en voz muy baja —susurró Hornblower.

Pero, en cuanto dio la orden, dudó de que sirviera para algo. Podía ordenar a sus hombres que ocuparan sus puestos, podía distribuirlos en brigadas que cargaran y manejaran los cañones de cuatro libras, pero si el barco que estaba oculto por la niebla era más potente que un mercante, él y sus hombres estaban en peligro de muerte. Entonces trató de animarse pensando que el barco era un galeón con un precioso cargamento y que si lo abordaba, lo capturaría y se convertiría en un hombre rico.

—¡Feliz día de San Valentín! —dijo alguien detrás de él y le dio tal susto que casi le mata.

Hornblower había olvidado que la duquesa estaba a bordo.

—¡Silencio! —susurró enfurecido.

La duquesa se quedó perpleja. La oscuridad y la niebla sólo permitían ver la capa con capucha con la que se protegía del aire húmedo.

—¿Puedo hacerle una…? —empezó a decir.

—¡Cállese! —susurró Hornblower.

En ese momento pudieron oír entre la niebla una voz chillona dando órdenes. Luego se oyeron otras voces que las repetían, y después, pitidos y muchos otros ruidos.

—Hablaban en español, ¿no es cierto, señor? —preguntó Hunter.

—En español, sin duda. Mandaban hacer el relevo de la guardia. ¡Escuche!

Oyeron cómo la campana de un barco daba dos campanadas dos veces seguidas. Eran las cuatro campanadas de la guardia de alba. Inmediatamente oyeron tocar una docena de campanas a su alrededor, que parecían responder a la primera.

—¡Dios mío, estamos en medio de una escuadra! —susurró Hunter.

—Y de barcos grandes —dijo Winyatt, que se había reunido con ellos después de haber llamado a todos los marineros—. Oí el sonido de media docena de silbatos cuando ordenaron el relevo de la guardia.

—Los españoles salieron del puerto —dijo Hunter.

Hornblower, con amargura, dijo para sí: «Y el rumbo que yo marqué nos ha traído al interior de su escuadra». Lamentaba muchísimo esa asombrosa coincidencia, pero pensó que a lo hecho, pecho. Incluso reprimió una frase sarcástica que vino a sus labios cuando recordó el brindis que había hecho sir Hew para que los españoles salieran de Cádiz.

—Están desplegando más velamen —fue lo que dijo—. Por la noche los españoles arrían las velas y preparan los barcos para hacer frente a posibles tempestades, como los mercantes que hacen el comercio con la India. Nunca largan los juanetes antes del amanecer.

Alrededor de ellos, entre la niebla, se oía el rumor de las roldanas de los aparejos, los gritos de los marineros que tiraban de las drizas, el ruido producido por los cabos al caer sobre la cubierta y voces y más voces.

—¡Qué ruido hacen esos condenados! —exclamó Hunter, visiblemente nervioso, mientras trataba de ver a través de la niebla.

—Dios quiera que sigan un rumbo diferente al nuestro —dijo Winyatt, más calmado—. Si es así, pronto les dejaremos atrás.

—No es probable —dijo Hornblower.

Le Rêve tenía el viento, el poco viento que había, casi exactamente en popa. Si los españoles estuvieran navegando con el viento en contra o a la cuadra, su ruta se habría cruzado con la de la corbeta formando ángulo abierto y, por tanto, los sonidos procedentes del barco más cercano a ella habrían aumentado o disminuido de volumen en ese tiempo; sin embargo, no había indicios de que fuera así. Era más probable que Le Rêve hubiera adelantado a la escuadra española durante la noche, cuando la escuadra tenía poco velamen desplegado, y que ahora estuviera en medio de ella. En ese caso, era difícil decidir lo que convenía hacer a continuación. Podía disminuir velas o poner la corbeta en facha para que los barcos españoles volvieran a ponerse delante de ella o desplegar todas las velas para que la corbeta los dejara atrás. Pero a medida que pasaba el tiempo se hizo patente que la corbeta y la escuadra seguían el mismo rumbo, y que hiciera la corbeta lo que hiciera, sería casi imposible que no pasara muy cerca de alguno de los barcos de la escuadra. Mientras hubiera niebla, la corbeta estaría más segura navegando así.

Pero era difícil que la niebla no se disipara con la llegada del día.

—¿No podemos cambiar de rumbo, señor? —preguntó Winyatt.

—Espere —dijo Hornblower.

A la tenue luz había visto jirones de niebla poco espesa pasar cerca de ellos, lo que indicaba a las claras que no podían confiar en que la niebla perdurara. En ese momento la corbeta salió de un banco de niebla y entró en una zona donde había mucha visibilidad.

—¡Allí está! —murmuró Hunter.

Los oficiales y los marineros, llenos de pánico, hicieron ademán de echar a correr.

—¡Quietos! —ordenó Hornblower, y el énfasis con que pronunció la palabra reveló su nerviosismo.

A menos de un cable de distancia, por estribor, había un navío de línea de tres cubiertas paralelo a la corbeta, y delante de ella, por babor, se adivinaban las borrosas siluetas de otros navíos de línea. Nada les salvaría si llamaban su atención. Lo único que tenían que hacer era seguir navegando como si la corbeta tuviera el mismo derecho a estar allí que los navíos de línea. Como en la Armada española solían andar despreocupados, era posible que el oficial de guardia del navío más cercano ignorara que la corbeta Le Rêve pertenecía a la Armada real inglesa e incluso que existía. Además, Le Rêve era una embarcación construida en Francia y con jarcia al estilo francés. Le Rêve y el navío de línea siguieron navegando juntos por el mar encrespado. La corbeta podía ser blanco de cincuenta potentes cañones, y un solo cañonazo bien dirigido hubiera bastado para hundirla. Hunter blasfemaba en voz baja, pero él y todos los demás observaban la disciplina, y si alguien miraba la corbeta con un catalejo desde el alcázar del navío español, no vería movimientos sospechosos en ella. Otro jirón de boira pasó cerca de ellos, y luego la corbeta penetró en un gran banco de niebla.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Hunter, sin notar el contraste entre el sentimiento religioso que mostraba ahora y las blasfemias de antes.

—¡Todos a virar! —ordenó Hornblower—. ¡Amuren las velas a babor!

No hubo necesidad de decir a los marineros que maniobraran sin hacer ruido, pues sabían tan bien como los demás que corrían peligro. Le Rêve viró silenciosamente mientras los marineros tiraban de las escotas y adujaban los cabos. Entonces, situada de modo que su quilla formara el menor ángulo posible con la dirección del viento, escoró y avanzó mientras las grandes olas chocaban contra la amura de babor.

—Cruzaremos su ruta ahora —dijo Hornblower.

—Quiera Dios que pasemos por detrás de las popas de los navíos y no por delante de las proas —dijo Winyatt.

Todavía la duquesa, envuelta en su capa y con la capucha puesta, estaba en la cubierta, pero se había ido al final de la popa para no estorbar.

—¿No cree Su Excelencia que estaría mejor abajo? —preguntó Hornblower, haciendo un gran esfuerzo por darle el tratamiento que le correspondía.

—¡Oh, no, de ninguna manera! —exclamó la duquesa—. No podría soportarlo.

Hornblower se encogió de hombros y se despreocupó de que la duquesa estuviera allí al recordar algo que le angustió aún más. Bajó corriendo para regresar luego con los dos grandes sobres lacrados que contenían los despachos. Cogió una cabilla del cabillero y empezó a atarlos a ella con un cabo.

—Por favor, señor Hornblower, dígame qué está haciendo —dijo la duquesa.

—Quiero asegurarme de que estos sobres se hundirán cuando los tire por la borda, en caso de que nos capturen —dijo Hornblower con irritación.

—Pero entonces se perderán.

—Eso es preferible a que los españoles los lean —dijo Hornblower, haciendo acopio de paciencia.

—Yo los podría cuidar en su lugar —dijo la duquesa—. Naturalmente que podría.

Hornblower la miró con curiosidad.

—No, porque podrían registrar su equipaje —replicó—. Probablemente lo hagan.

—¿Equipaje? —preguntó extrañada la duquesa—. ¡No tengo intención de guardarlos en un baúl! Me los pondré pegados a la piel. A mí no me registrarán. Nunca podrán encontrarlos si me los pongo debajo del refajo.

El crudo realismo de esas palabras impresionó a Hornblower, y se convenció de que la duquesa tenía razón.

—Si nos capturan… —dijo la duquesa—. Ruego a Dios que no… Si nos capturan, no me encerrarán en una prisión, y usted lo sabe. Me mandarán a Lisboa o me embarcarán en un barco del Rey tan pronto como puedan. Y al final los despachos serán entregados, aunque tarde. Pero más vale tarde que nunca.

—Tiene razón —confesó Hornblower.

—Los cuidaré como a mi propia vida —añadió la duquesa—. Juro que nunca me separaré de ellos y que no diré a nadie que los tengo hasta que los entregue a un servidor del Rey.

Miró a Hornblower con un gesto que traslucía su sinceridad.

—La niebla se está disipando —cortó enérgicamente Winyatt.

—¡Rápido! —terció la duquesa.

No había tiempo para seguir discutiendo. Hornblower desató los sobres y se los entregó a la duquesa; luego volvió a colocar la cabilla en el cabillero.

—¡Maldita moda francesa! —protestó la duquesa—. Tenía razón al decir que me pondría estos sobres bajo el refajo. No me caben en los senos.

Indudablemente, su vestido no tenía la parte superior amplia, ya que la cintura estaba casi debajo de sus axilas y la otra parte caía desde ella en línea recta, en claro desafío a la anatomía.

—¡Rápido, déme un poco de esa cuerda! —dijo la duquesa.

Winyatt cortó un pedazo de cabo con su cuchillo y se lo dio. La duquesa se subió el refajo enseguida, pero antes de que el asombrado Hornblower apartara la vista de ella, vio un pedazo de su blanco muslo por encima de la media.

—Ya puede mirarme —dijo la duquesa, aunque el refajo bajó justo en el momento en que Hornblower volvía la vista hacia ella—. Los tengo debajo del refajo, pegados a la piel, como le prometí. Según la nueva moda que ha llegado con el Directorio, ya no se usa el corsé, así que me he puesto esa cuerda alrededor de la cintura, por encima del refajo. Tengo uno bajo los pechos y otro en la espalda. ¿Se nota que los llevo encima?

Dio una vuelta para que Hornblower la examinara.

—No, no se nota —respondió Hornblower—. Le estoy muy agradecido, Excelencia.

—Me hacen más gruesa —dijo la duquesa—. Pero con tal de que los españoles no sospechen la verdad, no importa lo que piensen.

Hornblower estaba molesto por haber dejado de ocuparse momentáneamente de las tareas que era necesario realizar y por haberse dedicado a algo tan extraño como hablar con una mujer de su refajo y del uso del corsé.

El sol estaba cubierto por un velo neblinoso y todavía se encontraba a ras del horizonte, sus rayos traspasaban la niebla e iluminaban los ojos de Hornblower y hacían a la vela mayor proyectar su sombra sobre la cubierta. A medida que pasaban los segundos brillaba con más intensidad.

—Ahí viene —dijo Hunter.

El horizonte se alejaba por momentos. Primero estaba a varias yardas de la corbeta, luego a cien, y, finalmente, se separó de ella media milla. El mar estaba lleno de barcos. Seis de ellos podían verse claramente. Eran cuatro navíos de línea y dos fragatas, y tenían la bandera española, la bandera roja y gualda, izada en el tope de un palo, y cruces de madera en la proa, que permitían identificarlos como españoles con menos posibilidades de error que la bandera.

—¡Otra vez a virar! —ordenó Hornblower—. ¡Regresemos al banco de niebla!

La única posibilidad de salvarse que tenían era ésa. Era probable que los oficiales de los navíos que navegaban en dirección contraria a la corbeta quisieran hacerles preguntas, y ellos no podrían escapar a todos los navíos. Le Rêve viró, pero en el banco de niebla de donde había salido, la niebla se disipaba, como si fuera absorbida por el sol. Todavía podían ver el banco de niebla, que se alejaba de ellos a la vez que disminuía de tamaño. Entonces oyeron un cañonazo y vieron que una bala hizo brotar un surtidor por la aleta de estribor y luego hundirse en una ola un poco más adelante. Cuando Hornblower miró a su alrededor, aún podían verse volutas de humo saliendo de la proa de la fragata que les perseguía.

—¡Treinta grados a estribor! —ordenó al timonel, intentando al mismo tiempo calcular la dirección del viento y del núcleo del banco de niebla y averiguar el rumbo de la fragata y la posición de los otros navíos.

—¡Treinta grados a estribor! —dijo el timonel.

—¡A las escotas de la trinquete y la mayor!

Otro cañonazo. La bala cayó lejos de la popa, pero su trayectoria estaba en línea con la corbeta. De repente, Hornblower se acordó de la duquesa.

—Debería irse abajo, Excelencia —dijo secamente.

—¡Oh, no, no, no! —dijo la duquesa malhumorada—. Por favor, permítame quedarme aquí. No podría permanecer en esa estrecha y apestosa cabina con mi sirvienta mareada y sin esperanzas de vivir.

Hornblower se dio cuenta de que ella no estaría segura en la cabina, pues las tablas de la cubierta de Le Rêve tenían tan poco grosor que no impedirían el paso de las balas. El único sitio en que las dos mujeres podrían estar seguras era en la bodega, muy por debajo de la línea de flotación, pero tendrían que permanecer echadas sobre los barriles de carne.

—¡Barco por proa! —gritó el serviola.

Delante de ellos había un claro en la niebla, y a través de él se veía un navío de línea. Estaba a menos de una milla de distancia y seguía casi el mismo rumbo que Le Rêve. La fragata que les perseguía disparó otro cañonazo, y otro más. Seguramente ya toda la escuadra española se había enterado, por los cañonazos, de que ocurría algo extraño. El navío de línea que tenían delante ya sabía que la corbeta era perseguida. Una bala pasó muy cerca de la corbeta con su característico ruido aterrador. El navío que tenían delante estaba esperando por la corbeta. Hornblower vio sus gavias cambiar de orientación despacio.

—¡A las escotas! —gritó Hornblower—. ¡Señor Hunter, vire a babor!

La corbeta dirigió la proa hacia un espacio libre que había por el costado de babor. La fragata viró para interceptarla, y volvieron a salir volutas de humo de su proa. Una bala pasó cerca de Hornblower con estrépito, haciendo vibrar el aire de tal modo que el joven se tambaleó, y abrió un hueco en la vela mayor.

—Excelencia, éstos no son cañonazos de aviso —dijo Hornblower.

Fue el navío de línea el que disparó a la corbeta con los cañones de la cubierta superior, después de acercarse considerablemente. A todos les pareció que había llegado el fin del mundo. Una bala dio en el casco de Le Rêve, y tuvieron la impresión de que la cubierta se hundía bajo sus pies, de que la corbeta se estaba desintegrando. En el mismo momento otra bala dio en el trinquete, y se rompieron los estayes y los obenques y saltaron astillas por todos lados. El mástil, las velas, la botavara, el cangrejo y todo lo que tenía, se inclinó hacia el costado de barlovento y cayó por la borda. La corbeta se detuvo. Las pocas personas que estaban en la popa se quedaron perplejas unos momentos.

—¿Alguien está herido? —preguntó Hornblower, recobrándose.

—Sólo tengo un rasguño, señor —dijo una voz.

Era un milagro que nadie hubiera muerto.

—¡Ayudante de carpintero, sondee la sentina! —ordenó Hornblower, pero después cambió de opinión—. ¡No! Retiro la orden. Si los españoles quieren que se salve la corbeta, que la salven ellos.

El navío de línea que había causado graves daños a la corbeta volvió a cambiar de orientación las gavias y se alejó. La fragata que la había perseguido se acercaba con rapidez. Una figura salió por la escotilla de popa trabajosamente y dando gritos. Era la dama de la duquesa, que tenía tanto miedo que había olvidado su mareo. La duquesa le puso el brazo por los hombros, como si quisiera protegerla, y trató de consolarla.

—Excelencia, sería conveniente que preparara el equipaje, ya que dentro de poco abandonará la cabina y será llevada por los españoles a otro alojamiento —dijo Hornblower—. Espero que esté más cómoda allí.

Trataba desesperadamente de hablar con serenidad, como si nada extraordinario ocurriera, como si no fuera a convertirse muy pronto en prisionero de los españoles; sin embargo, la duquesa notó que sus labios, generalmente tensos, estaban ahora temblorosos, y los puños apretados.

—No tengo palabras para expresar cuánto lamento lo ocurrido —dijo la duquesa con voz suave y en tono de lástima.

—Eso lo hace más difícil de soportar —dijo Hornblower y se obligó a sonreír.

La fragata española se encontraba ahora a un cable de distancia por barlovento y estaba virando.

—Por favor, señor… —dijo Hunter.

—¿Qué desea?

—Podemos luchar, señor. Sólo tiene que dar la orden. Podemos disparar a sus botes cuando traten de subir a bordo. Tal vez podríamos vencerles enseguida.

Hornblower, arrastrado por la profunda pena que sentía, estuvo a punto de decir: «No sea tonto», pero se contuvo. Se limitó a señalar la fragata. Veinte cañones situados a poca distancia apuntaban hacia ellos. Y en la lancha de la fragata, que ahora los marineros estaban bajando al mar, habría por lo menos el doble de tripulantes que en Le Rêve. La corbeta no era mayor que muchos barcos de recreo. Sus posibilidades de ganar no estaban en razón de uno a diez ni de uno a cien, sino de uno a mil.

—Comprendo, señor —dijo Hunter.

Ahora la lancha de la fragata española se encontraba en el mar y estaba a punto de zarpar.

—Quisiera hablar con usted en privado, señor Hornblower.

Hunter y Winyatt la oyeron y se alejaron de allí para no escuchar lo que hablaban.

—Dígame, Excelencia —dijo Hornblower.

La duquesa todavía tenía el brazo sobre los hombros de su sirvienta y miraba a Hornblower a los ojos.

—No soy una duquesa —dijo.

—¡Dios mío! —exclamó Hornblower—. Entonces, ¿quién… quién es usted?

—Kitty Cobham.

A Hornblower le sonaba ese nombre, pero no sabía dónde lo había oído.

—Es usted demasiado joven para que ese nombre le recuerde algo, señor Hornblower. Hace cinco años que pisé un escenario por última vez.

Entonces Hornblower recordó que era Kitty Cobham, la actriz.

—No puedo contárselo todo ahora… —dijo la duquesa, mirando a la lancha española, que se acercaba saltando sobre las olas—. Pero le diré que el hecho de encontrarme en Florencia cuando los franceses marcharon sobre ella, sólo fue una de las muchas desgracias que me han ocurrido. Estaba sin un penique cuando escapé de ellos. ¿Quién iba a mover un dedo por una antigua actriz, una actriz abandonada y traicionada por todos? ¿Qué podía hacer? Pero a una duquesa la tratarían de modo diferente. Al gobernador de Gibraltar, el viejo Dalrymple, le parecía poco todo lo que hacía por la duquesa de Wharfedale.

—¿Por qué escogió ese título? —preguntó Hornblower, sin poder reprimir su curiosidad.

—La conocía —dijo la duquesa, encogiéndose de hombros—. La conocía bien porque la representé. Por eso la escogí. Siempre he representado mejor los personajes de las tragedias que los de las comedias y me parecen menos aburridos si es largo el papel que tienen en la obra.

—¡Oh, mis despachos! —exclamó Hornblower, temblando de miedo—. ¡Devuélvamelos enseguida!

—Si lo desea… —dijo la duquesa—. Pero puedo seguir siendo la duquesa cuando vengan los españoles, y estoy segura de que me pondrán en libertad tan pronto como puedan. Cuidaré estos despachos más que mi propia vida, se lo juro. Si confía en mí, los entregaré en menos de un mes.

Hornblower notó que tenía una mirada suplicante. Era posible que fuera una espía y que tratara ingeniosamente de evitar que los despachos fueran arrojados por la borda antes que los españoles llegaran. Pero ningún espía hubiera sabido de antemano que Le Rêve se metería en la boca del lobo de la escuadra española.

—He abusado de la bebida, lo sé —dijo la duquesa—. Bebía demasiado. Sí, demasiado. Pero me mantuve sobria durante los días que pasé en Gibraltar, ¿no es cierto? No volveré a beber ni una gota hasta que llegue a Inglaterra. Lo juro. Le ruego, señor, que me permita hacer algo por mi país.

A cualquier joven de diecinueve años, sobre todo al que nunca hubiera hablado con una actriz, le habría resultado difícil tomar una decisión al respecto en un asunto como aquél. Hornblower oyó una voz chillona fuera de la corbeta y comprendió que la lancha española estaba a punto de enganchar el bichero a la fragata.

—Quédese con ellos y entréguelos en cuanto pueda —dijo Hornblower.

No apartaba la vista de su cara. La observaba para ver si aparecía en ella una expresión de triunfo. Si hubiera aparecido, le habría quitado los despachos por la fuerza. Pero lo único que se reflejó en su cara fue la satisfacción, y en ese momento, no antes, se convenció de que podía confiar en ella.

—Gracias, señor —dijo la duquesa.

La lancha española ya había enganchado el bichero a la fragata, y un teniente español subía trabajosamente por el costado de la nave, y cayó en la cubierta sobre las manos y las rodillas. Hornblower avanzó hacia él para recibirle mientras se ponía de pie. Captor y cautivo se saludaron con una inclinación de cabeza. Hornblower no podía entender lo que el español decía, pero era evidente que hablaba muy solemnemente. Entonces el español vio a las dos mujeres y se quedó petrificado. Hornblower hizo las presentaciones en lo que esperaba que fuera correcto español.

—El teniente español —dijo—. La duquesa de Wharfedale.

Obviamente, el título había producido el efecto esperado, pues el teniente hizo una profunda reverencia, a la que la duquesa respondió con profundo desprecio. Hornblower estaba seguro de que los despachos estaban a salvo. Esto mitigó la pena que sentía al verse allí en el alcázar de su corbeta medio hundida capturado por los españoles. Mientras esperaba, oyó un ruido semejante al de varios truenos seguidos que el viento trajo desde un lugar lejano, por sotavento. Pero no era posible que los truenos duraran tanto. Seguramente lo que oía eran las descargas de las baterías de varios barcos, de los barcos de dos escuadras, en el fragor de la batalla; seguramente en algún lugar de las proximidades del cabo San Vicente la escuadra británica se había enfrentado a la escuadra española. Las descargas eran cada vez más potentes. Los españoles que subieron a Le Rêve mientras Hornblower, con la cabeza descubierta, esperaba ser llevado a prisión, estaban muy nerviosos.

Estar prisionero le parecía horrible. Cuando recuperó la sensibilidad, se dio cuenta de lo horrible que era. Ni siquiera la noticia de que la Armada española había sufrido un descalabro frente al cabo San Vicente mitigó la pena que sentía por estar prisionero. No le parecía horrible por las condiciones de vida (estaba encerrado en un antiguo almacén de velas en El Ferrol, donde cada prisionero sólo disponía de un espacio de diez pies cuadrados), pues no eran peores que las de un oficial de poca antigüedad en un barco. Le parecía horrible por lo que implicaban el encierro y la privación de libertad.

Pasaron cuatro meses antes de que Hornblower recibiera la primera carta. España tenía un mal gobierno y un peor servicio postal. Pero ahora, lo que más le interesaba es que tenía en sus manos la carta, que al parecer había sido devuelta de otro lugar y reenviada de nuevo a él. Prácticamente se la había arrebatado de las manos a un suboficial español que no entendía bien su extraño nombre. La letra no le era familiar, y cuando abrió la carta y vio el encabezamiento, pensó que había abierto la carta de otra persona. La carta empezaba así: «Querido joven…». ¿Quién diablos le habría llamado así? Leyó la carta como si estuviera soñando.

Querido joven:

Espero que le cause una gran alegría saber que lo que me entregó ha llegado a su destino. Cuando lo entregué, me dijeron que estaba usted en prisión, y eso me partió el corazón. Además, me dijeron que estaban muy satisfechos de lo que usted había hecho. Uno de los almirantes tenía acciones en Drury Lane. ¿Quién podía imaginarse una cosa así? El almirante me sonrió y yo le sonreí. Pero le sonreí para mostrarme amable, antes de saber que tenía esas acciones. Le conté cómo había logrado salvar mi preciosa carga, describiendo los innumerables peligros que había tenido que arrostrar, pero el relato fue simplemente un ejercicio histriónico. Sin embargo, lo creyó. Le causaron tan buena impresión mi sonrisa y mis aventuras que me consiguió un papel en Sherry. Represento un papel secundario en la obra, el papel de madre, y el público me aclama. He descubierto que envejecer también tiene sus compensaciones. No he vuelto a beber desde que le vi a usted por última vez y no volveré a hacerlo. Como otra recompensa, el almirante me prometió que mandaría esta carta en el próximo barco con bandera blanca que zarpara, y este gesto, sin duda, es una recompensa mayor para usted que para mí. Espero que esta carta llegue pronto a sus manos y logre mitigar su pena.

Rezo por usted todas las noches.

Su fiel amiga,

Katharine Cobham

¿Mitigar su pena? Tal vez un poco. Las noticias de que los despachos habían llegado a su destino, de que Sus Señorías estaban contentos con él y de que la duquesa estaba actuando de nuevo en el teatro mitigaron su pena, pero la alegría que le produjeron era insignificante en comparación con su tristeza.

Un guardia le llevó ante el comandante, junto al que se encontraba un irlandés renegado que hacía de intérprete. Sobre el escritorio del comandante había muchos papeles. Parecía que en el mismo barco con bandera blanca que llevó la carta de Kitty Cobham habían llegado cartas para el comandante.

—Buenas tardes, señor —dijo el comandante cortésmente, como siempre, y le ofreció asiento.

—Buenas tardes, señor —correspondió Hornblower, que iba aprendiendo español trabajosa y lentamente—. Gracias.

—Ha sido usted ascendido —dijo el irlandés en inglés.

—¿Qué? —preguntó Hornblower.

—Que ha sido ascendido —respondió el irlandés—. Lo dice esta carta: «Por la presente informamos a las autoridades de que el guardiamarina y teniente interino Horatio Hornblower ha sido ascendido al rango de teniente por los méritos que le adornan. El Almirantazgo confía en que el señor Hornblower gozará inmediatamente de los privilegios de que disfrutan los oficiales de su rango». Ya lo ha oído, joven.

—Le felicito, señor —se adelantó el comandante.

—Gracias, señor —contestó Hornblower.

El comandante, un amable caballero de cierta edad, sonrió al asombrado joven. Luego siguió hablando, pero Hornblower no conocía tantas palabras en español como para entender lo que decía y miró al intérprete con desesperación.

—Puesto que ha sido ascendido a teniente, será trasladado adonde se encuentran prisioneros los oficiales de alto rango —tradujo el irlandés.

—Gracias —replicó Hornblower.

—Y recibirá usted la mitad de la paga que corresponde a un oficial de su categoría.

—Gracias.

—Y se le concederá libertad bajo palabra. Tendrá libertad para pasear por la ciudad y sus alrededores durante dos horas al día si da su palabra de no escapar.

—Gracias.

Durante los largos meses siguientes, el hecho de tener libertad bajo palabra de honor dos horas al día alivió su pena. Tenía libertad para caminar por las calles de la pequeña ciudad, para tomar una taza de chocolate o un vaso de vino (si tenía dinero) y para hablar con marinos y soldados españoles. No obstante, prefería pasar esas dos horas rodeado de sol y viento cerca del mar, en el cabo, adonde se llegaba por estrechas veredas, donde la tristeza que le producía estar prisionero era más soportable. Por otra parte, el nuevo alojamiento era un poco mejor; también la comida. Y ahora que era teniente, ahora que el rey había confirmado su nombramiento, cuando la guerra terminara y fuera puesto en libertad, malviviría con la media paga que le correspondía. Seguro que un teniente de poca antigüedad no encontraría trabajo una vez que acabara la guerra. Al menos había conseguido el ascenso, había conseguido que le dieran autoridad, y eso era algo en lo que podía pensar en sus solitarios paseos.

Un día llegó hasta allí el viento del suroeste desde el otro lado del Atlántico. Había atravesado una extensión de mar de tres mil millas, ganando fuerza a medida que avanzaba, y levantaba frente a la costa española olas como montañas que chocaban contra los acantilados con un ruido atronador, lanzando al aire chorros de agua y espuma. Hornblower estaba en el cabo, en un lugar elevado desde donde se dominaba el puerto de El Ferrol, de cara al viento, por lo que tenía que sujetar con fuerza su viejo abrigo e inclinarse hacia delante para no perder el equilibrio. Le era difícil respirar, el viento soplaba intensamente, pero si se volvía hacia el otro lado para respirar mejor, al empuje del viento sus largos cabellos le taparían los ojos y el abrigo se le subiría hasta la cabeza, y hasta podría tambalearse y caerse o dar algunos pasos en dirección al pueblo, adonde no deseaba volver por el momento. Dos horas estuvo libre y solo, y esas dos horas eran muy valiosas para él. Durante ese tiempo respiró el aire del Atlántico, caminó, contempló el mar, hizo lo que quiso. Desde el cabo veía a menudo algún barco de guerra británico que pasaba despacio a poca distancia de la costa para vigilar los puertos españoles y capturar cualquier embarcación que navegara cerca de ella. Cuando Hornblower veía pasar un barco de esos durante sus dos horas de libertad, lo miraba como un hombre medio muerto de sed miraría un cubo de agua que estuviera fuera de su alcance, y se fijaba incluso en sus más pequeños detalles, como la forma de las gavias y la pintura, puesto que ya hacía casi dos años que era prisionero de guerra. Durante veintidós meses, durante veintidós horas diarias, había estado encerrado con otros cinco tenientes de poca antigüedad en una habitación de la fortaleza de El Ferrol. Ese día el viento pasaba junto a él rugiendo, como si quisiera pregonar su total libertad. Él estaba de cara al viento y tenía delante la ciudad de La Coruña, con sus casas blancas como terrones de azúcar esparcidas por las laderas. Entre el lugar donde se encontraba y la ciudad estaba la bahía, jaspeada de blanco a causa del viento, y a la izquierda, la estrecha entrada de la ría de El Ferrol, y a la derecha, el vasto Atlántico. Debajo de él, al pie del acantilado, se encuentra el arrecife llamado Dientes del Diablo, que corre de norte a sur y está situado perpendicularmente a la dirección en que avanzaban las enormes olas empujadas por el viento. Las olas chocaban contra el arrecife a intervalos de medio minuto, y cada una se dividía en ráfagas de agua que inmediatamente el viento arrastraba, dejando de nuevo a la vista las largas y negras puntas de las rocas. Cada impacto hacía estremecerse incluso el sólido cabo sobre el que se encontraba Hornblower.

Pero Hornblower no estaba solo en el cabo, a poca distancia de él se encontraba de centinela un soldado de artillería que no hacía más que mirar por un catalejo a un lado y a otro del horizonte con ojos llorosos. Cuando los españoles estaban en guerra con Inglaterra, estaban siempre ojo avizor, pues era posible que apareciera de repente en el horizonte una escuadra y dejara en tierra un grupo de soldados para intentar tomar El Ferrol y quemar los barcos anclados y el astillero. Pero Hornblower pensó que hoy eso no era posible, que los soldados no podrían desembarcar en la costa porque estaba a sotavento.

No obstante, el centinela no quitaba ojo hacia barlovento con el catalejo. De repente, se limpió los ojos con la manga de la chaqueta y volvió a mirar. Hornblower permaneció atento a aquella dirección pero no pudo ver qué era lo que atraía la atención del centinela. Entonces el centinela murmuró algo y fue corriendo torpemente hasta la barraca de piedra donde se encontraban los demás soldados encargados de manejar los cañones de la batería del cabo. Volvió con el sargento, que miró por el catalejo hacia barlovento, hacia donde le indicaba el centinela. Después ambos hablaron en gallego. En dos años, Hornblower había aprendido el castellano y el gallego, pero el aullido del viento le impidió entender lo que decían. Finalmente, cuando el sargento asentía con la cabeza, Hornblower pudo ver lo que era el objeto de su conversación. En el horizonte había un cuadrado gris pálido sobre el mar gris oscuro: era la gavia de un barco que navegaba con el viento en popa y probablemente se dirigía a La Coruña o a El Ferrol.

Era extraño que un barco hiciera eso, porque le sería difícil virar para poder entrar en la bahía de La Coruña si quería anclar allí y todavía más difícil entrar en la estrecha ría de El Ferrol. Un capitán prudente se quedaría en facha en alta mar hasta que el viento amainara. Hornblower, encogiéndose de hombros, pensó que era comprensible que los capitanes españoles quisieran llegar a puerto lo antes posible cuando la Armada inglesa patrullaba los mares. Pero el nerviosismo del sargento y el centinela era tal que seguramente estaba provocado por algo más que por la aparición de un solo barco. Hornblower, sin poder contenerse más, se acercó a los dos hombres mientras formaba mentalmente algunas frases en castellano.

—Por favor, caballeros… —dijo, y luego volvió a repetir dando un grito—: Por favor, caballeros, ¿qué ven ustedes?

El sargento le lanzó una mirada y, después de pensar unos momentos, le ofreció el catalejo. Hornblower apenas pudo evitar arrebatárselo de las manos. Con el catalejo pudo ver mucho mejor. Un barco con aparejo de navío con las gavias arrizadas (todavía con más velamen desplegado del que era prudente llevar) se acercaba raudo hacia donde se encontraban ellos. Un momento después vio otro cuadrado gris, la gavia de otro barco. El mastelero de velacho de ese barco era mucho más corto que su mastelero mayor, y, además, su aspecto le era familiar. Era un barco de guerra británico, una fragata, y perseguía a la otra embarcación, que parecía un barco pirata español. La fragata lo perseguía muy de cerca, y era dudoso que llegara a estar bajo la protección de las baterías antes de que la fragata lo alcanzara. Hornblower bajó el catalejo para descansar la vista, y el sargento se lo arrebató de las manos. El español, que no había quitado ojo al inglés, por su expresión averiguó lo que quería saber. El modo en que esos dos barcos navegaban justificaba que el soldado llamara a su superior y diera la alarma. El sargento y el centinela regresaron corriendo a la barraca, y poco después salieron de ella los artilleros para disparar los cañones de la batería que estaba al borde del acantilado. Al poco tiempo subió por el sendero un oficial a caballo, y le bastó una ojeada por el catalejo para enterarse de lo que ocurría. Se acercó a la batería dando gritos, y enseguida uno de sus cañones disparó, alertando al resto de los soldados que defendían la costa. La bandera española subió a la punta del asta que se encontraba detrás de la batería, y Hornblower vio izarse enseguida otra bandera en San Antón, donde estaba la batería que protegía la entrada de la bahía de La Coruña. Ahora todos los artilleros que manejaban los cañones de las baterías estaban en sus puestos, y no tendrían piedad con ningún barco inglés que estuviera al alcance de los cañones.

El perseguidor y el perseguido habían recorrido ya la mitad de la distancia que los separaba de La Coruña. Ahora podían verse desde el cabo sus cascos en el horizonte, y Hornblower creyó percibir que se deslizaban con gran rapidez por el grisáceo mar y esperaba ver de un momento a otro caerse los masteleros o soltarse las velas de las relingas. La fragata todavía se encontraba a media milla de distancia del barco español y tendría que acercarse mucho más para poder alcanzarlo con sus disparos en aquellas aguas agitadas. Llegaron el comandante y un grupo de oficiales a caballo a presenciar el momento álgido del drama. El comandante, al ver a Hornblower, se quitó el sombrero y le saludó con la característica cortesía española. Hornblower trató de responder a su saludo con igual cortesía, pero se limitó a hacer una inclinación de cabeza porque no tenía sombrero. Después se acercó a él para pedirle algo y tuvo que sujetar el arzón de la silla del español y gritarle mirándole a la cara para que le entendiera.

—Dentro de diez minutos se acaba el período de libertad —gritó—. ¿Puede concederme más tiempo? Quisiera quedarme aquí un rato más.

—Sí, puede quedarse, señor —respondió el generoso comandante.

Hornblower observó la persecución al mismo tiempo que los preparativos para la defensa. Había dado su palabra de no escapar, pero no había nada en el código por el que se regían los caballeros que prohibiera que mirara con atención todo lo que ocurría. Algún día sería libre, y tal vez entonces le sería útil conocer todos los detalles sobre las tropas y las armas que defendían El Ferrol. Todos los demás componentes del gran grupo de hombres que se encontraban en el cabo miraban la persecución, y su excitación aumentaba a medida que los dos barcos se acercaban. El capitán inglés había logrado acercar la fragata a unas cien yardas del barco español por el costado más próximo a alta mar, pero no podría alcanzarlo. Hornblower tenía la impresión de que ahora el barco español estaba aumentando de velocidad. Pero, puesto que la fragata inglesa se mantenía cerca del costado más próximo a alta mar, el barco español no podría escapar por allí. Y si el barco se apartaba de la costa, se reduciría considerablemente la ventaja que llevaba a la fragata. Si el barco no entraba en La Coruña o El Ferrol, estaba perdido.

Ahora el barco estaba cerca de la bahía de La Coruña. En ese momento su capitán tenía que virar todo el timón para entrar en ella y confiar en que las anclas agarraran a sotavento del cabo. Pero con un viento que soplaba con tanta intensidad hacia la costa podrían ocurrir cosas muy extrañas. Cuando el barco trató de virar, una ráfaga de viento que venía del interior de la ría hizo presión sobre la parte anterior de las velas, y Hornblower lo vio balancearse violentamente y retroceder un poco escorado. Luego vio como otra ráfaga de viento lo embestía. El barco se inclinó casi hasta volcar, y cuando se enderezó, Hornblower vio que había un agujero en la gavia mayor. Divisó el agujero sólo un momento, porque después de que apareció, enseguida la vela se hizo jirones. Ahora que el barco no tenía la presión de la vela, que lo ayudaba a mantener el equilibrio, no era posible gobernarlo. Una ráfaga de viento hizo presión sobre el velacho y viró el barco como una veleta, y quedó situado con el viento en popa. Si sus hombres hubieran tenido tiempo para desplegar alguna vela en la popa, el barco se habría salvado, pero en una reducida extensión de mar no había tiempo para ello. El barco había estado a punto de doblar la península en que se encuentra La Coruña para entrar en la bahía pero había perdido la oportunidad de hacerlo.

Todavía tenía la posibilidad de entrar en la ría de El Ferrol, y el viento le era favorable. Hornblower, en lo alto del cabo donde se encuentra El Ferrol, pensaba qué haría si fuera el capitán español, que estaba de pie sobre el oscilante alcázar. Vio que el capitán trataba de estabilizar el barco y hacer rumbo a la estrecha entrada de la ría, conocida entre todos los marinos por lo difícil que es entrar en ella. Vio el barco seguir el nuevo rumbo y atravesar la entrada de la ensenada. Aparentemente, el capitán español iba a conseguir entrar directamente en la bahía, a pesar de las escasas probabilidades que tenía de lograrlo. Pero el barco retrocedió de nuevo. Si hubiera respondido con rapidez al movimiento del timón, se podría haber salvado, pero, como la presión de las velas era desproporcionada, respondía con lentitud a los cambios de dirección del timón. El furioso viento lo hizo virar en redondo, y era evidente que estaba perdido, pero el capitán español decidió seguir jugando hasta el final. No dejaría que su barco chocara contra los escollos. Viró el timón lo más posible y, con ayuda del viento que rebotaba en el acantilado, hizo el valiente intento de doblar el cabo donde se encuentra El Ferrol para tener la posibilidad de salir a alta mar.

Fue un valiente intento, pero desde el principio era evidente que no podría conseguir su objetivo. El barco sobrepasó el cabo, pero el viento lo hizo virar en redondo otra vez. Momento en que el barco, con la proa hundida, avanzó directamente hasta las puntiagudas rocas del Dientes del Diablo. Hornblower, el comandante y todos los demás se acercaron a todo correr al otro lado del cabo para ver el acto final de la tragedia. El barco avanzaba hacia el arrecife a gran velocidad, navegando con el viento en popa, y cuando ya estaba cerca, una enorme ola lo alcanzó y, aparentemente, lo hizo aumentar de velocidad. Volvió a chocar, y la ola lo embistió dividiéndose en multitud de chorros de agua que cayeron sobre él y lo ocultaron durante unos segundos. Cuando el agua se escurrió de la cubierta, pudo verse de nuevo el barco. Estaba encallado y se había transformado, había perdido los tres mástiles en el impacto y ahora no era más que un casco, un negro casco medio oculto por la blanca espuma. Por la velocidad con que navegaba y por el impulso de la ola, el barco había llegado casi al fondo del arrecife y seguramente tenía el fondo destrozado. Tenía la popa totalmente fuera del agua y la punta de la proa sumergida en las aguas bastante tranquilas de la parte de sotavento del arrecife.

Algunos de sus tripulantes estaban vivos. Hornblower pudo verles agachados bajo el saltillo del alcázar para protegerse de las olas. Otra enorme ola se acercó en ese momento al Dientes del Diablo, chocó contra él y cubrió de espuma el barco destrozado. El negro casco volvió a aparecer, rodeado de blanca espuma. Como el barco había llegado al fondo del arrecife, la mayor parte de la superficie del casco estaba apoyada sobre las rocas que lo habían destrozado. Hornblower observaba a los supervivientes agachados en la cubierta. Les quedaba poco tiempo de vida: tal vez cinco minutos, si tenían suerte, y tal vez cinco horas, si no la tenían.

Alrededor de él los españoles gritaban, blasfemaban, las mujeres lloraban. Algunos agitaban el puño con rabia amenazando a la fragata británica, que, satisfecha por la destrucción de su víctima, había virado en redondo en el momento adecuado y ahora se alejaba hacia alta mar con gran cantidad de velamen desplegado. Sería horrible ver morir a esos infelices. El casco terminaría hundiéndose si una ola más grande de lo habitual levantaba la popa, o se partiría, lo que tendría como consecuencia que los supervivientes se hundirían conjuntamente con los pedazos. Y si tardaba en partirse, los pobres hombres todavía refugiados en él no podrían soportar el impacto de las salpicaduras que caían constantemente sobre ellos. Había que hacer algo para salvarles, pero ninguna lancha sería capaz de doblar el cabo y bordear el arrecife para llegar adonde estaba el barco encallado. Eso era evidente, y no merecía la pena pensar más en ello. Pero… Mientras Hornblower les observaba, su mente buscaba con rapidez posibles alternativas. El comandante, aún a caballo, hablaba con un oficial de marina sobre el mismo asunto, y el oficial de marina, con los brazos extendidos, decía que cualquier intento de salvamento fracasaría. Si embargo… Hacía dos años que Hornblower estaba prisionero, y la actividad reprimida durante ese tiempo buscaba una vía de escape. Además, después de soportar durante dos años la tristeza producida por el confinamiento, le daba igual vivir que morir. Se acercó al comandante y le habló del asunto.

—Señor, déjeme intentar salvarles —dijo—. Tal vez desde esa pequeña ensenada… Tal vez algunos pescadores vengan conmigo.

El comandante miró al oficial de marina, que se encogió de hombros.

—¿Qué sugiere usted, señor? —preguntó el comandante a Hornblower.

—Podríamos llevar una lancha por tierra hasta el otro lado del cabo —dijo Hornblower, esforzándose por expresar sus ideas en español—. Pero tenemos que darnos prisa.

Entonces señaló el barco encallado, y en ese momento una enorme ola chocó contra el arrecife, lo que sirvió para apoyar sus palabras.

—¿Cómo va a transportar la lancha? —inquirió el comandante.

Explicar su plan en inglés de cara al viento le hubiera sido difícil, y explicarlo en español era superior a sus fuerzas.

—Se lo diré en el astillero, señor —gritó—. No puedo explicarlo ahora. ¡Pero tenemos que darnos prisa!

—Entonces, ¿quiere ir al astillero?

—¡Sí! ¡Sí!

—Monte detrás de mí, señor —dijo el comandante.

Hornblower subió torpemente a la grupa del caballo y se sujetó del cinturón del comandante. El caballo dio la vuelta y bajó la ladera mientras Hornblower daba peligrosos saltos en su grupa. Todos los hombres de la ciudad y la guarnición que estaban inactivos corrieron tras ellos.

El astillero de El Ferrol tenía un aspecto fantasmal. Debido al bloqueo británico, podía compararse a un árbol seco al que le hubieran cortado las raíces. Por estar situado en una punta de España y comunicarse con el interior del país solamente a través de caminos escabrosos, dependía de las provisiones que recibía por mar, y era casi imposible que las recibiera, debido a la presencia de barcos británicos frente a la costa. En la última visita que los barcos de guerra habían hecho al astillero, los británicos lo habían dejado casi sin pertrechos y, al mismo tiempo, habían reclutado a la fuerza a muchos de los hombres que trabajaban allí. Pero todo lo que Hornblower necesitaba estaba allí, y lo sabía muy bien gracias a su capacidad de observación. Bajó de la grupa del caballo, evitando milagrosamente recibir una coz del animal, que, muy irritado, dio una en ese momento. Entonces ordenó sus ideas y señaló una narria, una especie de plataforma con ruedas, que se usaba para transportar barriles de carne y barriletes de coñac al muelle.

—Caballos —dijo.

Una docena de hombres dispuestos empezaron a poner los arreos a un tronco de caballos.

En el muelle del astillero había media docena de lanchas. También había poleas y cabrias y todo lo necesario para levantar grandes pesos. Sólo tardarían uno o dos minutos en pasar varias hondas por debajo de una lancha y subirla. Los españoles, por lo general, son lentos y perezosos, pero si se les hace comprender la necesidad de actuar inmediatamente, si se logra despertar su entusiasmo presentándoles un plan novedoso, trabajan como locos, y muchos son trabajadores realmente hábiles. Cogieron los remos, un mástil, una vela (aunque seguramente no la necesitarían), el timón y el tablón que debía ir unido a él. Un grupo de hombres llegó corriendo desde un almacén con cuñas para la lancha, y en el momento en que las colocaron en la narria, hicieron retroceder ésta con la polea y bajaron la lancha hasta ella.

—¡Toneles vacíos! —gritó Hornblower—. ¡Pequeños! ¡Así…!

Un pescador gallego de piel morena comprendió enseguida cuál era su propósito y amplió las cortas frases de Hornblower con muchas explicaciones. Los hombres trajeron una docena de toneles de agua con los tapones bien ajustados, y el pescador se subió a la narria y empezó a colocarlos bajo las bancadas y a amarrarlos a ellas. Los toneles así amarrados mantendrían a flote la lancha aunque se llenara de agua.

—Quiero que me acompañen seis hombres —dijo Hornblower, de pie en la narria, mirando a la muchedumbre que le rodeaba—. Seis pescadores que sepan maniobrar lanchas pequeñas.

El pescador de piel morena que estaba amarrando los toneles en la lancha levantó la vista.

—Sé cuáles son los hombres que necesitamos, señor —dijo.

Gritó una serie de nombres, y enseguida media docena de pescadores se adelantaron. Todos eran corpulentos y curtidos por el sol, y por su expresión serena se deducía que estaban acostumbrados a afrontar dificultades. Era obvio que el gallego moreno era su capitán.

—Entonces, vamos —dijo Hornblower, pero el gallego dijo algo en ese momento.

Hornblower no oyó lo que dijo, pero algunos hombres de la muchedumbre asintieron con la cabeza, se fueron y regresaron rápidamente con un tonel de agua, cuyo peso les hacía tambalearse, y una caja que probablemente contenía galletas. Hornblower estaba molesto consigo mismo por haber olvidado la posibilidad de que fueran arrastrados a alta mar. El comandante, que, todavía montado en su caballo, miraba con interés los preparativos, tomó nota de esas provisiones también.

—Recuerde que me ha dado su palabra de no escapar, señor —dijo.

—Sí, señor, y la cumpliré —dijo Hornblower, que había olvidado durante unos benditos momentos que era un prisionero.

Colocaron las provisiones en la popa de la lancha y el capitán del grupo de pescadores miró a Hornblower. Éste asintió con la cabeza.

—¡Vamos! —gritó a la muchedumbre.

Los cascos de los caballos golpeaban con estrépito los adoquines y la narria empezó a avanzar. Varios hombres guiaban los caballos, y otros muchos avanzaban junto a ellos como un enjambre; Hornblower y el capitán estaban de pie sobre la narria, como dos generales triunfadores en un desfile. Salieron por la puerta del astillero, que estaba al nivel de la calle mayor de la pequeña ciudad, y doblaron por una calle empinada que llevaba hasta la colina que constituía la altura máxima del cabo. Todavía la muchedumbre sentía entusiasmo. Los caballos aminoraron el paso cuando empezaron a subir la ladera, y un centenar de hombres empujaron la narria por detrás y por los lados y tiraron de los tirantes de la guarnición para ayudarla a subir. En la cima, el camino se convertía en un estrecho sendero, y la narria rodaba por él con estrépito dando bandazos. Del sendero partía otro aún peor, que bajaba serpenteando entre tojos y mirtos hasta la playa adonde Hornblower pensaba llegar, una playa en la que había visto a algunos pescadores tejiendo jábegas cuando hacía buen tiempo y que le había parecido un lugar apropiado para el desembarco de una pequeña brigada y que podría ser utilizado para eso por la Armada inglesa si alguna vez planeaba tomar El Ferrol.

El viento soplaba con más intensidad que nunca y Hornblower lo sentía aullar a su alrededor. Cuando tuvieron el mar ante su vista, vieron que se formaban olas de grandes crestas en todas direcciones, y cuando llegaron a un rellano de la pendiente, pudieron ver el Dientes del Diablo, que se extendía a lo largo de la costa por barlovento, y todavía se encontraba sobre él, sosteniéndose precariamente sobre las afiladas puntas de las rocas, el barco destrozado, cuyo negro casco contrastaba con la masa de espuma que lo rodeaba. Alguien gritó al verlo, y todos empujaron la narria con tanta fuerza que los caballos empezaron a trotar. La narria comenzó a avanzar con rapidez y a saltar por encima de los obstáculos del camino.

—¡Despacio! —gritó Hornblower—. ¡Despacio!

Si se rompía un eje o una rueda en esos momentos, el intento de salvamento terminaría siendo un horrible fracaso. El comandante, montado en su caballo, apoyó las palabras de Hornblower con sus órdenes y logró que la muchedumbre reprimiera su entusiasmo. La narria descendió despacio por el sendero y, por fin, llegó a la playa. El viento levantaba la arena húmeda y la lanzaba contra la cara de los hombres, pero a la playa sólo llegaban olas pequeñas, pues se encontraba en un entrante de la costa protegido del viento del suroeste que tenía por barlovento el Dientes del Diablo, donde disminuía la fuerza de las grandes olas que se movían casi paralelas a la costa. Las ruedas de la narria se hundieron en la arena, y los caballos se detuvieron al mismo borde del agua. Una veintena de hombres dispuestos quitaron los arreos a los caballos y cien ágiles brazos empujaron la narria al agua. Todas estas cosas resultaban fáciles porque muchos hombres ayudaban a hacerlas. Cuando la primera ola pasó por encima de la narria, subieron a ella los tripulantes de la lancha. En el fondo había rocas, pero los fuertes empujones de los soldados y los trabajadores del astillero, que estaban metidos en el agua hasta la cintura, hicieron pasar la narria por encima de aquéllas. El agua separó la lancha de las cuñas casi por completo, y los tripulantes terminaron de ponerla a flote y se subieron a ella; el viento empezó a balancearla inmediatamente. Los tripulantes cogieron los remos y dieron media docena de rápidas paletadas para controlarla. El capitán gallego había colocado un remo en la popa para dirigir la lancha en vez del timón y el tablón, y cuando empezó a moverlo, miró hacia Hornblower, que, tácitamente, le dejó ese trabajo.

Hornblower, de pie en la popa, trataba de determinar la ruta a seguir entre las rocas para llegar al barco encallado. Ahora la costa y la resguardada playa quedaban muy lejos, y los tripulantes luchaban por hacer pasar la lancha por una masa de agua que se movía caóticamente mientras el viento aullaba a su alrededor. Entre esas olas que se movían en todas direcciones, la lancha daba constantes bandazos. Afortunadamente, los remeros estaban acostumbrados a remar en aguas turbulentas y podían lograr que la lancha continuara moviéndose, al menos lo suficiente para que el capitán la orientara con el remo de popa que servía de timón, aunque con gran esfuerzo, y guiarla a través del monumental caos. Hornblower, que indicaba por dónde debían seguir, guiaba al capitán con gestos para que se ocupara de evitar que la lancha volcara por el impacto de una ola que la alcanzara inesperadamente. El viento aullaba, la lancha cabeceaba, se balanceaba violentamente al chocar con las olas, avanzaba trabajosamente yarda a yarda hacia el barco encallado. Aunque, en general, las olas no parecían seguir un orden, muchas se movían hacia el exterior del Dientes del Diablo; por eso el capitán tenía que maniobrarla con cuidado, virándola primero de modo que cortara las olas con la proa y luego de modo que pudiera avanzar un tanto con el viento en contra. Hornblower no tenía necesidad de mirar a los remeros, pues remaban constantemente con todas sus fuerzas. No podían tener ni un momento de respiro, tenían que empujar y halar, empujar y halar continuamente. Hornblower se preguntaba cómo era posible que sus corazones y sus tendones resistieran ese esfuerzo.

Se acercaban al barco encallado. Hornblower, cuando el viento y las salpicaduras de agua lo permitían, podía ver toda la cubierta, ahora inclinada, y algunas figuras humanas refugiadas bajo el saltillo del alcázar. Notó que alguien le saludaba con la mano. Pero, de repente, algo enorme y puntiagudo que emergió del mar, a veinte yardas de distancia, llamó su atención. Al principio no supo qué era, pero luego, cuando el mar lo dejó de nuevo a la vista, lo reconoció: era la base de un mástil partido. La parte superior del mástil todavía estaba unida al barco por el único obenque que no se había roto, y el mástil se movía hacia sotavento saltando sobre las olas, como si un dios de los mares quisiera utilizarlo para descargar su ira contra ellos. Hornblower indicó al timonel el peligro, y el timonel asintió con la cabeza y gritó: «¡Válgame Dios!»; el viento se llevó sus palabras. Esquivaron el mástil y siguieron avanzando. Ahora Hornblower podía apreciar mejor a qué velocidad avanzaban porque podía guiarse por un objeto fijo. Notó que sólo adelantaban unas cuantas pulgadas cada vez que los remeros movían los remos y cuándo la lancha se detenía o retrocedía al ser embestida por alguna ráfaga de viento y el movimiento de las palas de los remos en el agua no era efectivo. Adelantar una pulgada les costaba un trabajo infinito.

Ahora estaban lejos del mástil y muy cerca de la proa del barco, sumergida, pero a tan corta distancia del Dientes del Diablo que caían salpicaduras sobre ellos cada vez que las olas chocaban contra la parte exterior del arrecife. En el fondo de la lancha había ya varias pulgadas de agua, pero no tenían tiempo para achicarla ahora. Estaban en el momento más delicado de la operación, pues tenían que abordarse con el barco encallado para sacar de él a los supervivientes evitando que la lancha se desfondara. La popa del barco estaba rodeada de las puntiagudas rocas, pero la proa y la parte anterior del combés estaban sumergidas, aunque a veces el castillo estaba por encima de la superficie. El barco estaba inclinado a babor, hacia el lado por donde ellos se acercaban, por lo que les sería más fácil llegar a él. Cuando el agua había llegado al nivel más bajo, justo antes que la siguiente ola chocara contra el arrecife, Hornblower estiró el cuello y pudo ver que no había rocas junto a la parte intermedia del combés, donde la cubierta llegaba a la superficie del mar. Pudo indicar fácilmente al timonel que llevara la lancha hacia ese lugar, y cuando la lancha viró, agitó los brazos y atrajo fácilmente la atención del pequeño grupo de hombres que estaban bajo el saltillo del alcázar y luego les indicó el lugar al que se dirigía la lancha. Una ola chocó contra el arrecife, y el agua saltó por encima de la popa del barco encallado y casi llenó la lancha. Entonces la lancha cabeceó violentamente entre los remolinos, pero los toneles la hicieron mantenerse a flote, y los giros del remo que servía de timón y el fuerte movimiento de los remos impidieron que se estrellara contra el barco encallado y contra las rocas.

—¡Ahora! —gritó Hornblower.

No tenía importancia que hablara en inglés en ese momento, era el momento decisivo. La lancha siguió avanzando, y los supervivientes soltaron los cabos con que se habían amarrado para mantenerse en su refugio y se deslizaron por la cubierta hasta el lugar al que ella se aproximaba. A todos les sorprendió un poco ver que sólo eran cuatro. Seguramente veinte o treinta hombres habían caído por la borda cuando el barco chocó contra el arrecife. La lancha viró la proa hacia el barco encallado y se aproximó a él. El timonel gritó una orden y los remeros dejaron de mover los remos. Un superviviente se tiró a la proa de la lancha. Los remos volvieron a moverse, el remo que servía de timón volvió a girar y la lancha siguió avanzando, y otro superviviente más se tiró a ella. En ese momento, Hornblower, que estaba vigilando el mar, vio una ola pasar por encima del arrecife y dio un grito para advertir de ello al capitán con el fin de que retrocediera a un lugar más seguro, y los supervivientes volvieron a refugiarse en el saltillo del alcázar. La ola chocó con estrépito, la espuma susurró, las salpicaduras produjeron chasquidos, y la lancha se acercó de nuevo al barco encallado. El tercer superviviente se preparó para saltar, pero calculó mal el momento en que debía hacerlo y cayó al mar. Se fue al fondo enseguida, como una piedra, pues estaba exhausto y tenía los miembros entumecidos a causa del frío, pero no podían perder tiempo lamentándolo. El cuarto superviviente saltó en el momento oportuno para hacerlo y cayó en la proa de la lancha.

—¿Hay más? —gritó Hornblower.

La respuesta que obtuvo fue una negación con la cabeza. Así pues, ocho hombres habían arriesgado su vida para salvar la de tres.

—¡Vamos! —dijo Hornblower, aunque no hacía falta que dijera nada al timonel.

El timonel dejó que el viento alejara la lancha del barco encallado y de las rocas, y también de la costa. El movimiento ocasional de los remos bastaba para mantener la proa dirigida contra el viento y las olas. Hornblower observó a los débiles supervivientes, que estaban en el fondo de la lancha medio cubiertos por el agua. Se inclinó hacia ellos y les sacudió para reanimarles y les puso en las manos los achicadores. Tenían que mantenerse activos o morirían. A todos les sorprendió ver que empezaba a anochecer. Era urgente decidir qué iban a hacer a continuación, pues los remeros no estaban en condiciones de remar por mucho más tiempo. Si regresaban a la playa de la que habían salido, era posible que los remeros tuvieran que detenerse por cansancio o porque llegara la noche entre los escollos que había cerca de la costa. Hornblower se sentó junto al capitán gallego, que expresó su opinión lacónicamente mientras observaba las olas que se movían hacia la lancha.

—Está anocheciendo —dijo el capitán, mirando hacia el cielo—. Rocas. Los hombres están cansados.

—No es conveniente regresar —dijo Hornblower.

—No.

—Entonces tenemos que salir a alta mar.

Durante los largos años que había pasado haciendo el bloqueo a diversos puertos y patrullando aguas próximas a costas a sotavento, Hornblower había aprendido que era necesario que una embarcación se situara donde tuviera mucho espacio para maniobrar.

—Sí —dijo el capitán, y añadió algo que Hornblower no pudo entender debido al ruido del viento y a que no estaba familiarizado con su lengua.

El capitán volvió a gritar lo mismo y para acompañar sus palabras quitó una mano del remo que servía de timón y expresó algo con gestos.

«Un ancla de capa», se dijo Hornblower, y la idea le pareció excelente.

Miró hacia la lejana costa y trató de calcular la dirección del viento. Parecía que estaba rolando al sur. En ese lugar estaban bastante separados de la costa y podrían pasar la noche allí con un ancla de capa sin correr el riesgo de ser empujados hacia ella mientras hubiera esas condiciones climáticas.

—¡Bien! —dijo Hornblower en voz alta.

Entonces imitó los gestos del capitán, y éste mostró su aprobación con la mirada y luego dio una orden. Al oírla, los dos remeros de proa metieron los remos en la lancha y empezaron a construir un ancla de capa, que consistía simplemente en dos remos unidos a un largo cabo que pendía de la proa. La presión que el viento ejercía ahora sobre la lancha daría al ancla suficiente fuerza de arrastre como para mantener su proa dirigida a alta mar. Hornblower observó cómo el ancla empezaba a agarrarse al mar.

—¡Bien! —repitió.

—¡Bien! —observó el capitán, metiendo en la lancha el remo que servía de timón.

Hasta ese momento Hornblower no se dio cuenta de que llevaba mucho tiempo expuesto al viento invernal y estaba calado hasta los huesos. Tenía los miembros entumecidos por el frío y temblaba. Uno de los supervivientes estaba postrado a sus pies, y los otros dos, que habían achicado ya casi toda el agua, estaban espabilados y animados. Los remeros estaban sentados en las bancadas con la espalda doblada por el cansancio. El capitán gallego se inclinó hacia el fondo de la lancha para levantar al hombre que estaba postrado. Todos tuvieron el impulso de echarse en el fondo de la lancha, debajo de las bancadas, para protegerse del furioso viento.

Llegó la noche. A Hornblower le pareció agradable estar en contacto con otros seres humanos. Sintió que alguien le ponía el brazo sobre los hombros y él puso el suyo alrededor de los hombros de otro hombre. Todavía entraba un poco de agua por entre las tablas del fondo de la lancha y todavía el viento aullaba. La lancha bajaba primero la proa y luego la popa cuando las olas pasaban por debajo y cuando subía en la cresta de alguna ola, daba una sacudida porque el ancla de capa tiraba de ella. A intervalos de varios segundos caían salpicaduras sobre la lancha y sobre sus cuerpos encogidos, y poco tiempo después había tanta agua acumulada en el fondo de la lancha que tuvieron que levantarse y ponerse a achicar el agua a tientas. Después volvieron a agruparse bajo las bancadas.

Cuando volvieron a agruparse después de achicar el agua por tercera vez, Hornblower estaba muerto de frío y exhausto. Y entonces se dio cuenta de que el hombre sobre cuyos hombros había apoyado el brazo tenía el cuerpo rígido. Ése era el hombre que el capitán había tratado de reanimar. Había muerto sentado allí entre el capitán y Hornblower. El capitán arrastró el cadáver hasta la popa en la oscuridad. Durante toda la noche sopló un viento gélido y el agua helada siguió salpicándoles, y no cesaron las sacudidas, ni el cabeceo ni el balanceo de la lancha; ellos se sentaban y achicaban el agua y volvían a agruparse temblando bajo las bancadas. Todo eso fue un terrible tormento. Cuando Hornblower vio los primeros signos de que la noche llegaba a su fin, no podía dar crédito a lo que veía. La luz del amanecer se extendió poco a poco sobre el grisáceo mar, y llegó el momento de decidir lo que iban a hacer. Pero cuando la luz aumentó, las circunstancias resolvieron el problema. Uno de los pescadores se puso de pie e inmediatamente dio un grito y señaló hacia el norte, hacia un punto del lejano horizonte, y allí divisó un barco al que se le veía casi todo el casco y que estaba en facha y tenía gran cantidad de velamen desplegado. El capitán lo observó y enseguida lo identificó, demostrando que tenía una vista excelente.

—Es la fragata inglesa —dijo.

Probablemente la distancia que la fragata se había separado de la costa mientras estaba en facha era la misma que se había separado el bote al ser arrastrado por el ancla de capa.

—Háganle señales —dijo Hornblower, y nadie planteó ninguna objeción.

El único objeto blanco que tenían a mano era la camisa de Hornblower, así que el joven, a pesar de que temblaba de frío, se la quitó, y los demás la ataron a un remo, que colocaron en la carlinga para el mástil. El capitán, al ver que Hornblower se ponía la chaqueta empapada sobre los hombros desnudos, se quitó bruscamente su grueso jersey azul y se lo ofreció.

—No, gracias —protestó Hornblower.

Pero el capitán insistió y, sonriendo, señaló el cadáver que yacía en la popa y dijo que reemplazaría el jersey con su ropa.

Su argumentación fue interrumpida por el grito de otro pescador. La fragata dirigió la proa hacia la parte de donde venía el viento, que ahora era flojo, y con el velacho y la gavia mayor con tres rizos, puso rumbo a la lancha. Hornblower vio la fragata acercarse a ellos y luego miró en dirección contraria, hacia las montañas gallegas que se recortaban sobre el horizonte y pensó que a un lado estaban el calor, la libertad y la amistad, y al otro, la soledad y la cautividad. Cuando la fragata llegó adonde estaba la lancha, ésta empezó a cabecear y a balancearse con extraordinaria violencia. Desde la fragata, muchas caras asombradas miraron hacia ellos. Todos tenían frío y calambres. Los tripulantes de la fragata bajaron al agua una lancha, a la que descendieron dos de los más ágiles, y luego tiraron dentro un cabo y una anilla con retrancas. Entonces los marineros ingleses ayudaron a los españoles a pasar las piernas por entre las retrancas y les mantuvieron derechos mientras les subían a bordo de la fragata.

—Yo seré el último —dijo Hornblower cuando los marineros se volvieron hacia él—. Soy un oficial del rey.

—¡Dios santo! —exclamaron los marineros.

—Suban también el cadáver —dijo Hornblower—. Así podrá tener un entierro digno.

El cadáver, balanceándose en el aire, tenía un aspecto grotesco. El capitán gallego disputó a Hornblower el honor de ser el último en subir, pero Hornblower no se dejó persuadir. Al fin, los marineros le ayudaron a meter las piernas entre las retrancas y luego le aseguraron amarrándole un cabo alrededor de la cintura. Entonces le subieron, mientras él se bamboleaba con el balanceo de la fragata, y luego le pasaron por encima de la borda y le bajaron poco a poco hasta que media docena de fuertes brazos le cogieron y le colocaron con delicadeza sobre la cubierta.

—Bueno, compañero, has llegado sano y salvo —dijo un marinero barbudo.

—Soy un oficial del Rey —dijo Hornblower—. ¿Dónde está el oficial de guardia?

Poco tiempo después, Hornblower, con la agradable sensación de vestir ropa seca, estaba tomando ron mezclado con agua caliente en la cabina del capitán George Crome, al mando de la Syrtis, fragata de la Armada real inglesa. Crome era un hombre delgado y pálido y tenía una expresión triste, pero Hornblower sabía que era uno de los mejores oficiales de la Armada.

—Los gallegos son buenos marineros —dijo Crome—. No puedo reclutarles a la fuerza, pero tal vez algunos se ofrezcan como marineros voluntarios para no ser encerrados en un barco prisión.

—Señor… —dijo Hornblower, pero vaciló, porque pensó que era incorrecto que un teniente de poca antigüedad discutiera con un capitán de navío.

—¿Sí?

—Esos hombres se hicieron a la mar para salvar vidas. No pueden ser apresados.

Crome entrecerró sus grises ojos y miró a Hornblower con recelo. El joven tenía razón al pensar que era incorrecto que un oficial de poca antigüedad discutiera con un capitán de navío.

—¿Pretende usted enseñarme cuál es mi deber? —preguntó.

—¡Oh, no, señor! —exclamó Hornblower—. Hace mucho que leí las normas establecidas por el Almirantazgo y probablemente me falla la memoria.

—¿Las normas establecidas por el Almirantazgo…? —dijo Crome en un tono un poco diferente.

—Tal vez me equivoque, señor, pero me parece recordar que la misma norma puede aplicarse a los otros dos hombres, a los supervivientes.

Incluso un capitán de navío podía ser castigado por contravenir las normas establecidas por el Almirantazgo.

—Reflexionaré sobre eso —dijo Crome.

—Dije que subieran a bordo el cadáver porque pensé que usted haría todo lo necesario para que tuviera un entierro digno. Esos gallegos arriesgaron su vida para salvarle, señor, y espero que se sientan satisfechos por ello.

—¿Un entierro como manda el Papa? Daré orden de que les dejen actuar libremente.

—Gracias, señor —dijo Hornblower.

—Y ahora hablemos de usted. Me ha dicho que le han nombrado teniente. Puede estar de servicio en esta fragata hasta que nos reunamos con el almirante, y él decida lo que debe hacerse. No he oído decir que la Indefatigable haya regresado a puerto, y es posible que todavía usted esté en el rol de la fragata.

Cuando Hornblower bebió otro sorbo de ron con agua caliente, el diablo le tentó. La alegría que sentía por volver a estar en un barco de la Armada real inglesa era tan profunda que casi le causaba dolor. Aquí podía comer tasajo y galletas en vez de alubias y garbanzos; volvía a tener una cubierta bajo los pies y a hablar en inglés; era libre, libre como el viento. Y había pocas posibilidades de que le capturaran de nuevo los españoles. Recordó perfectamente la profunda pena que le producía estar prisionero. Todo lo que tenía que hacer era quedarse callado. Permanecer en silencio uno o dos días. Pero el diablo no tuvo que seguirle tentando mucho tiempo, sólo hasta que tomó el siguiente trago de ron, con agua caliente. En ese momento empujó al diablo, lo apartó de sí y volvió a mirar a Crome a los ojos.

—Lo siento, señor —dijo.

—¿Qué?

—Estoy en libertad bajo palabra de honor. Antes de abandonar la playa di mi palabra de no escapar.

—¿Ah, sí? Eso cambia las cosas. Desde luego, estaba en su derecho de hacerlo.

Era tan corriente que los oficiales británicos prisioneros dieran su palabra de no escapar que el hecho no suscitaba comentarios.

—Supongo que la dio en la forma habitual, diciendo que no haría ningún intento de escapar —dijo Crome.

—Sí, señor.

—Entonces, ¿qué ha decidido?

Naturalmente, Crome no podía tratar de influir en la decisión de un caballero en un asunto privado en el que había empeñado su palabra.

—Tengo que regresar en cuanto sea posible, señor —dijo Hornblower.

Notó el balanceo de la fragata y pasó la vista por la confortable cabina, y se le partió el corazón.

—Al menos puede comer y dormir esta noche a bordo —dijo Crome—. No me atrevo a acercarme a la costa otra vez hasta que el viento amaine. Cuando sea posible, le mandaré a La Coruña en una lancha con bandera blanca. Y voy a ver cuáles son las normas que rigen a esos prisioneros.

Una soleada mañana, el centinela de la fortaleza San Antón, en el puerto de La Coruña, comunicó a su superior que la fragata británica que patrullaba las aguas próximas al cabo se había puesto en facha casi al alcance de los cañones y que sus tripulantes estaban bajando una lancha al agua. Ése era el límite de la responsabilidad del centinela, que entonces observó tranquilamente cómo su superior miraba con atención el cúter con bandera blanca que se acercaba navegando a considerable velocidad. El cúter se detuvo a corta distancia, a tiro de mosquete, y el centinela se sorprendió al oír que desde él alguien respondió al grito de su superior en la inconfundible lengua gallega. El cúter se acercó a la grada y, después que diez hombres salieran de él, volvió a dirigirse hacia la fragata. Nueve de esos hombres reían y gritaban, mientras que el décimo, el más joven, tenía una expresión grave que no denotaba ningún sentimiento; no cambió ni siquiera cuando los demás, con evidente afecto, le abrazaron. Nadie se molestó en explicar al centinela quién era el hombre imperturbable ni él estaba muy interesado en saberlo. Después que el centinela vio que el grupo cruzaba en una lancha la bahía de La Coruña en dirección a El Ferrol, olvidó lo ocurrido.

Era casi primavera cuando un oficial del Ejército español llegó a las barracas que servían de prisión para los oficiales en El Ferrol.

—¿El señor Hornblower? —preguntó.

Hornblower, aunque estaba en un rincón, se dio cuenta de que el oficial había tratado de decir su nombre. Ya estaba acostumbrado a la forma en que los españoles mutilaban su nombre.

—¿Sí? —preguntó, poniéndose de pie.

—Tenga la amabilidad de venir conmigo. El comandante me mandó a buscarle, señor.

El comandante estaba sonriente y tenía un despacho en las manos.

—Ésta es una orden personal —dijo, agitando el documento en el aire—. Está refrendada por el duque de Fuentesaúco, ministro de Marina, y firmada por el duque de Alcudia, primer ministro y príncipe de la Paz.

—Sí, señor.

Hornblower debería haber concebido esperanzas entonces, pero en la vida de un prisionero llega un momento en que deja de tenerlas. Lo que le había llamado la atención era el extraño título de príncipe de la Paz, que había aparecido en España hacía poco.

—Dice: «Yo, Carlos Leonardo Luis Manuel Godoy Álvarez de Faria, primer ministro del reino de Su Majestad el Rey Católico, príncipe de la Paz, duque de Alcudia, grande de España de primera clase, caballero de la orden del Toisón de Oro, caballero de la orden de Santiago, caballero de la orden de Calatrava, capitán general de los Ejércitos, general de Caballería, Infantería y Artillería, gran almirante de España e Indias, coronel general de la Guardia de Corps…». En resumen, señor, en este documento se me ordena que dé los pasos necesarios para ponerle a usted en libertad. Tengo que entregarle a sus compatriotas en una lancha con bandera blanca en reconocimiento a «su valor y su sacrificio por salvar vidas arriesgando la suya».

—Gracias, señor —dijo emocionado Hornblower.