CAPÍTULO 4

EL HOMBRE QUE SINTIÓ NÁUSEAS

Esta vez el lobo rondaba el redil. La fragata Indefatigable había perseguido a la corbeta francesa Papillon hasta la desembocadura del Garona donde el capitán trataba de encontrar la manera de atacarla en el fondeadero donde estaba anclada y protegida por las baterías de los extremos de la desembocadura. El capitán Pellew dio órdenes a la fragata de avanzar por aguas poco profundas hasta donde se lo permitían las baterías del puerto, que hicieron algunos disparos para indicarle que se mantuviera a distancia. Allí se quedó largo rato mirando atentamente a la corbeta con el catalejo. Después lo guardó, se volvió y ordenó a la Indefatigable que se alejara de la peligrosa costa a sotavento, prefiriendo llevarla hasta donde no se divisara la costa. El alejamiento de la fragata podría tranquilizar a los franceses y hacerles pensar que estaban más seguros, pero el capitán esperaba que comprobarían que estaban equivocados, ya que no tenía intención de dejarles tranquilos. La captura de la corbeta o su hundimiento no sólo impediría a la nave perjudicar al comercio británico sino que también obligaría a los franceses a aumentar las tropas que defendían esa parte de la costa y a disminuir la protección en otras. En su opinión, la guerra era una sucesión de duros ataques y contraataques, e incluso una fragata de cuarenta cañones podía lanzar duros ataques si se gobernaba con astucia.

Una tarde en que el guardiamarina Hornblower paseaba de un lado a otro por el alcázar en el costado de sotavento, donde debía estar por ser el insignificante oficial subalterno de guardia, el guardiamarina Kennedy se acercó a él. Kennedy se quitó el sombrero, hizo un molinete y luego una profunda reverencia como le había enseñado su maestro de baile, poniendo delante el pie izquierdo y bajando el sombrero a la altura de la rodilla derecha. Hornblower siguió el juego. Se puso el sombrero en el estómago y dobló el cuerpo por la mitad tres veces seguidas. Debido a la torpeza de sus movimientos podía hacer una parodia de los gestos de una ceremonia sin intentarlo siquiera.

—Excelentísimo señor —dijo Kennedy—, le traigo los saludos del capitán sir Edward Pellew, que humildemente solicita a Su Señoría que acuda a la cena que tendrá lugar cuando suenen las ocho campanadas de la guardia de tarde.

—Presente mis respetos a sir Edward —dijo Hornblower, haciendo una genuflexión al mencionar al capitán—, y dígale que condesciendo en ir unos breves momentos.

Ambos hicieron movimientos más complejos que al principio con el sombrero, pero en ese momento notaron que Bolton, el oficial de guardia, les miraba desde el costado de barlovento, y se pusieron el sombrero rápidamente y adoptaron una postura más adecuada a la dignidad de oficiales de marina nombrados por el rey Jorge.

—¿Qué está tramando el capitán? —preguntó Hornblower.

Kennedy se apoyó el dedo en la nariz y dijo:

—Si lo supiera, me ganaría un par de charreteras. Pero que algo se está cociendo es indudable, y creo que uno de estos días nos enteraremos de lo que es. Hasta entonces, lo único que podemos hacer nosotros dos, pobres víctimas, es jugar ajenos a lo que nos depare nuestro destino, aparte de evitar que se hunda la fragata.

Durante la cena en la gran cabina de la Indefatigable, Hornblower no notó nada que indicara que algo se estaba cociendo. Pellew, a la cabecera de la mesa, se comportó como un anfitrión cortés. Los oficiales de más antigüedad conversaban animadamente, pero separados en diversos grupos: los dos tenientes, Eccles, Chadd y el oficial de derrota, el señor Soames, en uno; Hornblower y Mallory, el otro oficial subalterno, un guardiamarina que tenía dos años más de antigüedad, permanecían silenciosos y, por tanto, podían dedicar toda su atención a la comida, que era mucho mejor que la que servían en la camareta de guardiamarinas.

—¡Bebamos juntos, señor Hornblower! —dijo Pellew, alzando la copa.

Hornblower trató de hacer una reverencia sin levantarse del asiento y alzó la copa. Bebió con cautela, porque hacía tiempo que se había dado cuenta de que el vino se le subía a la cabeza con facilidad y no le gustaba sentir los efectos de la borrachera.

Después levantaron la mesa, y todos se quedaron en silencio, observando a Pellew para ver lo que haría a continuación.

—Señor Soames, traiga esa carta marina —ordenó Pellew.

Era el mapa donde aparecía la desembocadura del Garona y donde estaban indicados los lugares en que el agua era poco profunda; alguien había marcado con lápiz dónde estaban las baterías costeras.

—La Papillon está aquí —dijo sir Edward, quien no condescendía a pronunciar el nombre a la manera francesa, indicando una cruz hecha con lápiz al fondo del estuario—. El señor Soames señaló exactamente su posición.

—Caballeros, ustedes entrarán con las lanchas y la sacarán de aquí.

¡Conque era eso, una captura en un fondeadero!

—El señor Eccles tendrá el mando supremo. Ahora quiero pedirle que les explique su plan.

El primer oficial, un hombre canoso, pero de aspecto joven, con profundos ojos azules, miró a los que estaban a su alrededor.

—Yo estaré al mando de la lancha, y el señor Soames, del cúter —dijo—. El señor Chadd y el señor Mallory estarán al mando, respectivamente, del primer esquife y del segundo, y el señor Hornblower, del chinchorro. En todas las embarcaciones excepto en la de Hornblower irá un oficial subalterno que será el segundo en el mando.

Eso no era necesario en el chinchorro porque su tripulación se componía de siete hombres solamente. La lancha y el cúter tendrían entre treinta y cuarenta tripulantes; los esquifes, veinte. En la misión participaría gran cantidad de hombres, casi la mitad de la tripulación de la fragata.

—Es un barco de guerra, no un mercante —dijo Eccles, leyéndoles el pensamiento—. Tiene diez cañones por banda y está a rebosar de marineros.

Probablemente tenía alrededor de doscientos hombres, que, obviamente, tendrían una fuerza superior a ciento veinte marineros británicos.

—Pero la atacaremos de noche y por sorpresa —dijo Eccles, leyéndoles el pensamiento de nuevo.

—Atacar por sorpresa es como tener ganada más de la mitad de la batalla, como bien saben ustedes, caballeros —dijo Pellew—. Por favor, perdone la interrupción, señor Eccles.

—En cuanto dejemos de divisar tierra, viraremos en redondo para volver a acercarnos a la costa —continuó Eccles—. Puesto que nunca hemos estado rondando esta parte de la costa, los franchutes pensarán que nos hemos ido. Cuando caiga la noche nos acercamos a ella y avanzaremos lo más posible. Mañana habrá marea alta a las cuatro y cincuenta, y amanecerá a las cinco y treinta. El ataque se llevará a cabo a las cuatro y treinta, para que los hombres de una de las dos guardias tengan tiempo de dormir. La lancha atacará por la aleta de estribor; el cúter, por la de babor. El esquife del señor Mallory atacará por la amura de babor; el del señor Chadd, por la de estribor. El señor Chadd será el encargado de cortar la cadena del ancla de la corbeta cuando tenga el control del castillo y los tripulantes de las demás barcas hayan llegado al menos al alcázar.

Eccles miró alternativamente a los capitanes de las tres grandes barcas y ellos hicieron una inclinación de cabeza en señal de que habían entendido. Entonces prosiguió:

—El señor Hornblower esperará en el chinchorro hasta que los hombres que emprendan el ataque ocupen toda la cubierta. Hecho esto, abordará la corbeta por el pescante central bien por el costado de babor, bien por el de estribor, por donde estime conveniente, y, sin prestar atención a la lucha que haya en cubierta en ese momento, subirá a la jarcia del palo mayor, largará la gavia mayor y cazará las escotas cuando se lo ordenen. Yo mismo o el señor Soames, en caso de que yo muera o resulte herido, mandaremos dos marineros a hacerse cargo del timón de la corbeta y daremos las órdenes de realizar las maniobras necesarias en cuanto tenga suficiente velocidad. La marea nos ayudará a salir, y la Indefatigable nos estará esperando en un lugar cercano fuera del alcance de las baterías costeras.

—¿Algún comentario? —preguntó Pellew.

Ése era el momento en que Hornblower debería haber hablado, el único en que podía haber hablado. Las órdenes de Eccles le habían hecho sentir tanto miedo que le daban náuseas. Hornblower no tenía aptitudes para ser un gaviero, y lo sabía. Detestaba subir a gran altura y también detestaba subir a la jarcia. Sabía que no tenía agilidad ni confianza en sí mismo, las principales características de un buen marinero. Se sentía inseguro cuando subía a la jarcia en la oscuridad incluso en la Indefatigable, y le horrorizaba la idea de tener que subir a lo alto de un barco desconocido abriéndose paso entre una jarcia todavía más desconocida. Le parecía que no era apto para realizar la tarea que le había sido encomendada y debería haberse negado a ejecutarla alegando que era inepto para ella. Pero dejó pasar la oportunidad porque estaba impresionado al ver que los otros oficiales habían dado total asentimiento al plan. Miró sus rostros impasibles y se dio cuenta de que nadie le prestaba atención y, sin otra intención se movió para hacerse notar. Tragó saliva e incluso se atrevió a abrir la boca, pero nadie le miró y su protesta se malogró.

—Muy bien, caballeros —dijo Pellew—. Creo que ahora debería explicar el plan con todos los detalles, señor Eccles.

Ya era demasiado tarde. Eccles indicó en la carta marina la ruta que seguir entre los bancos de arena y cieno de la desembocadura del Garona, y luego explicó cómo estaban colocadas las baterías de la costa y que la distancia a que la Indefatigable podría aproximarse a la costa en pleno día dependía del faro de Cordouan. Hornblower trató de concentrar la atención en lo que decía, a pesar del miedo que le embargaba. Por fin Eccles terminó su explicación y Pellew dio por terminada la reunión.

—Puesto que ya todos conocen cuáles son sus tareas, caballeros, creo que deberían empezar a hacer los preparativos para el ataque. El sol está a punto de ponerse, y tienen ustedes mucho que hacer.

Tenían que poner provisiones en las barcas por si llegaban a encontrarse en una situación de emergencia, escoger a los tripulantes y preparar las armas que iban a necesitar. Tenían que enseñar a cada uno de los tripulantes cómo realizar la tarea que se les había asignado. Y Hornblower tuvo que practicar cómo subir por los obenques del palo mayor que estaban sujetos a los genoles y cómo llegar hasta el penol de la verga de la gavia. Se obligó a repetirlo dos veces. El ascenso por los obenques era difícil, pues, por estar colocados oblicuamente al palo mayor, era más que obligado subir un tramo de varios pies colgando de espaldas hacia abajo y apretando con fuerza los flechastes entre los dedos de las manos y los pies. Subió moviéndose despacio y con cautela, pero torpemente. Apoyó los pies en el marchapié, el cabo que estaba atado de una punta a otra de la verga y formaba una curva unos cuatro pies por debajo de ella, y se preparó para desplazarse hasta el penol. Una vez apoyado firmemente en el marchapié, puso los brazos alrededor de la verga de manera que le quedara bajo las axilas y se desplazó arrastrando los pies hasta el penol y, al llegar allí, soltó los tomadores y largó la vela. Hizo todo el recorrido dos veces, tratando de sobreponerse a las náuseas y al miedo a caer desde una altura de cien pies. Luego, con los nervios crispados y tragando saliva, se soltó y se agarró a la braza y se obligó a deslizarse por ella para bajar a la cubierta; ésa era la mejor ruta que podía seguir para ir a cazar las escotas. El descenso era verdaderamente peligroso, y Hornblower pensó, como la primera vez que había visto a los marineros subir a la jarcia, que si se hacían proezas similares a ésa en un circo, serían acogidas con gritos de aprobación como «¡Oh!» y «¡Ah!». Pero no se sintió satisfecho ni siquiera cuando llegó a la cubierta, y en un rincón de su mente se vio a sí mismo haciendo de nuevo la maniobra en la Papillon y luego soltarse del cabo accidentalmente y caerse de cabeza y estar bajando en el aire durante dos terribles minutos hasta chocar contra la cubierta. Y sabía que el éxito del ataque dependía de él, en la misma medida que de cualquier otro, y que si la gavia no se desplegaba con rapidez, la corbeta no alcanzaría velocidad suficiente para hacer maniobras y encallaría ignominiosamente en uno de los innumerables bancos de arena de la desembocadura del río y sería recuperada, y la mitad de los tripulantes de la Indefatigable morirían o serían hechos prisioneros.

La tripulación del chinchorro estaba formada en el combés para pasar revista. Hornblower inspeccionó los remos para ver si estaban bien forrados y se aseguró de que cada uno de los tripulantes tuviera una pistola y un alfanje. También se aseguró de que las pistolas estuvieran desmontadas y, por tanto, no había peligro de que se les dispararan, pues un tiro disparado antes de tiempo sería el aviso de que iba a producirse el ataque. Asignó a cada uno una tarea en la maniobra de largar la gavia, recalcando que era posible que hubiera cambios en el plan a causa de las bajas.

—Yo subiré a la jarcia primero —dijo Hornblower.

Tenía que ser así. Tenía que guiar a los demás, y eso era lo que los demás esperaban de él. Es más, si hubiera dado cualquier otra orden, habría suscitado comentarios… y desprecio.

—Jackson, usted será el último que abandone el chinchorro y tomará el mando si yo caigo —dijo Hornblower al timonel.

—Sí, señor.

Era corriente expresarse poéticamente y decir la palabra «caigo» en vez de «muero», pero justo en ese momento en que Hornblower acababa de pronunciarla, pensó en el horrible significado que tenía en estas circunstancias.

—¿Lo han comprendido todo? —preguntó Hornblower con voz enronquecida por la fatiga que le había producido el esfuerzo mental hecho.

Todos los marineros excepto uno asintieron con la cabeza.

—Perdone, señor, pero siento náuseas —dijo Hales, el primer remero del chinchorro.

Hales, un joven moreno y de complexión robusta, se había puesto la mano en la frente mientras hablaba.

—Usted no es el único que siente náuseas —dijo Hornblower secamente.

Los otros marineros se rieron. La idea de abordar una corbeta armada en un puerto enemigo, exponiéndose al fuego de las baterías de la costa, podría hacer que cualquier cobarde sintiera miedo. Seguro que la mayoría de los que habían sido elegidos para la misión habían sentido náuseas en algún momento.

—No me refería a eso, señor —dijo Hales indignado—. ¡Por supuesto que no!

Pero ni Hornblower ni los demás marineros le prestaron atención.

—¡Mantén la boca cerrada! —dijo Jackson, malhumorado.

Nadie podía sentir otra cosa que desprecio hacia un hombre que confesaba que sentía náuseas cuando le acababan de asignar una tarea peligrosa. Hornblower le disculpaba y le despreciaba a la vez. También él se había acobardado, pero no se atrevió a expresar sus temores porque tenía miedo de lo que los otros dijeran de él.

—Rompan filas —dijo Hornblower—. Les mandaré a buscar cuando les necesite.

Todavía había que esperar varias horas mientras la Indefatigable se acercaba a la costa gobernada por el propio Pellew, guiado por las constantes mediciones de la sonda. A pesar de su nerviosismo y su miedo, Hornblower pudo apreciar la destreza de Pellew al hacer avanzar la gran fragata por esas peligrosas aguas en una noche oscura. Ponía tanta atención a las maniobras que los temblores que tenía desaparecieron. Era de esa clase de personas que observan y aprenden hasta en su lecho de muerte. Cuando la Indefatigable llegó al lugar cercano a la desembocadura más adecuado para bajar las lanchas al agua, Hornblower era ya un guardiamarina que había aprendido cómo aplicar en la práctica los principios de la navegación costera, cómo organizar la captura de un barco en un fondeadero y, a fuerza de reflexionar, había llegado a conocer en buena medida la psicología de los hombres que iban a emprender un ataque.

Ya había logrado dominarse y se mostraba sereno cuando bajó al chinchorro, que cabeceaba en las aguas negras como la tinta. Dio la orden de zarpar en voz baja y con tono decidido. Cogió el timón, y el hecho de tener agarrado ese grueso madero le dio seguridad, pues ya se había acostumbrado incluso a apoyar el brazo en él mientras estaba sentado en la bancada de popa. Los marineros empezaron a remar y el chinchorro avanzó despacio detrás de las cuatro barcas más grandes, que ahora no eran más que oscuras formas. Tenían mucho tiempo, la pleamar les llevaría al interior del estuario. Era mejor así, porque a un lado estaba la batería de Saint Dye y al otro, dentro del estuario, la fortaleza de Blaye, que tenía cuarenta cañones apuntando hacia el canal de entrada, y ninguna de las cinco barcas (el chinchorro menos que ninguna) soportaría el impacto de un solo cañonazo.

Hornblower mantenía la vista fija en el cúter, que navegaba delante a cierta distancia. Soames tenía la enorme responsabilidad de guiar las barcas por el estuario, mientras que él lo único que tenía que hacer era seguir el cúter, además de largar la gavia. En ese momento volvió a temblar.

Hales, el hombre que había dicho que tenía náuseas, era el primer remero. Hornblower podía ver su oscura figura moviéndose hacia delante y hacia atrás dando rítmicas paletadas. Después de mirarle unos instantes, dejó de prestarle atención y desvió la vista hacia el cúter, pero en ese momento sintió una sacudida y volvió a mirar al chinchorro. Alguien había dado una paletada a destiempo y había provocado que los seis remos perdieran la coordinación. También se oyó un golpe seco.

—¡Maldita sea! ¡Atiende a lo que estás haciendo, Hales! —susurró Jackson, el timonel, en tono apremiante.

Como respuesta, Hales dio un grito, aunque, por fortuna, no demasiado alto. Luego se inclinó hacia delante y cayó sobre las piernas de Hornblower y Jackson y empezó a retorcerse y a dar patadas.

—A este condenado le ha dado un ataque —susurró Jackson.

Hales siguió retorciéndose y dando patadas. Desde un lugar próximo del mar llegó un gruñido a través de la oscuridad.

—Señor Hornblower, ¿no puede mantener callados a sus hombres? —preguntó Eccles sotto voce y en tono irritado.

Eccles había virado la lancha y casi había abordado al chinchorro para decir esto, y la necesidad de guardar silencio quedó demostrada por la ausencia de las habituales maldiciones en la amonestación. Hornblower se imaginó cómo sería la reprimenda que le echaría al día siguiente en el alcázar y abrió la boca para dar explicaciones, pero, por suerte, se dio cuenta de que cuando los hombres iban en pequeñas barcas a emprender un ataque y se encontraban al alcance de los cañones de la fortaleza de Blaye no debían dar explicaciones.

—Sí, señor —se limitó a decir.

Entonces la lancha continuó su misión de guiar la flotilla siguiendo la estela del cúter.

—Coja su remo, Jackson —susurró a Jackson en tono exasperado y se echó hacia delante y arrastró al remero, que seguía retorciéndose, con el fin de que no estorbara al timonel.

—Pruebe a reanimarle echándole agua, señor —sugirió Jackson en voz baja—. Ahí está el achicador.

Los marineros creían que el agua de mar era el remedio contra todas las enfermedades, la panacea universal; por lo tanto, de acuerdo con esta idea, los marineros nunca enfermarían, porque tienen constantemente mojada la ropa; y el coy, la mayor parte del tiempo. Pero Hornblower dejó al remero allí tendido, pues había notado que hacía cada vez menos aspavientos y, además, porque no quería hacer ruido con el achicador, pues la vida de más de cien hombres dependía del silencio. Ahora que se encontraban en la mitad del estuario, estaban al alcance de los cañones de las orillas, y un solo cañonazo bastaría para despertar a los tripulantes de la Papillon, que correrían a los cañones y la borda para repeler el ataque, dejando caer balas de cañón en las barcas que se hubieran abordado con la corbeta y destrozarían con una ráfaga de metralla las que estuvieran aproximándose.

Las silenciosas barcas avanzaban por el estuario. El cúter, cuya velocidad servía de pauta, iba muy despacio, y sus hombres sólo daban alguna que otra paletada para mantener la suficiente velocidad para maniobrar. Parecía que Soames sabía muy bien lo que hacía. Había escogido una ruta con innumerables bancos de cieno por la que sólo podían pasar embarcaciones muy pequeñas, pero había ordenado usar una pértiga de veinte pies para medir la profundidad, con la cual podía medirse más rápidamente y con mucho menos ruido que con la sonda. Aunque los minutos pasaban con rapidez, aún era noche cerrada, sin indicios de un pronto amanecer. Hornblower aguzaba la vista, pero no estaba seguro de ver las lisas orillas del estuario, y pensó que sólo alguien que tuviera la vista muy aguda podría ver avanzar las barcas desde tierra.

Hales, aún tendido a sus pies, dio una vuelta sobre sí mismo y luego otra. Movió la mano a un lado y a otro en la oscuridad y tropezó con el tobillo de Hornblower y lo palpó, aparentemente con mucha curiosidad. Entonces murmuró una frase que terminó en un gemido.

—¡Cállese! —susurró Hornblower, tratando de expresarse con todo el cuerpo para decir que la situación era grave de una forma que no fuera audible.

Hales, afirmando el codo en la rodilla de Hornblower, levantó el tronco hasta sentarse y luego se puso de pie, pero se le doblaron las rodillas, trastabilló, y tuvo que apoyarse en Hornblower.

—¡Siéntese! —susurró Hornblower lleno de angustia y de rabia.

—¿Dónde está Mary? —dijo en tono coloquial.

—¡Cállese!

—¡Mary! —repitió Hales, inclinándose hacia él—. ¡Mary!

Hales cada vez que repetía la palabra lo hacía en voz más alta que la anterior, y Hornblower intuyó que pronto la diría en voz muy alta e incluso gritaría. Vinieron a su mente las conversaciones que había tenido con su padre y recordó que las personas que acaban de tener un ataque epiléptico no son responsables de sus actos, que además podían ser peligrosas y lo eran en muchos casos.

—¡Mary! —volvió a decir Hales.

La victoria y la vida de más de cien hombres dependía de que Hales guardara silencio, y de inmediato. Hornblower pensó en coger la pistola que llevaba en el cinto y pegarle con la culata, pero tenía un arma más conveniente a mano. Desmontó el timón, una gruesa barra de madera de roble de tres pies, la agarró fuertemente y la impulsó hacia delante con furia. El timón golpeó la cabeza de Hales cuando intentaba hablar otra vez, pero cayó sobre el fondo del chinchorro. Los tripulantes ni abrieron la boca, sólo se oyó el suspiro de Jackson, aunque no sabía ni importaba saberlo si el suspiro era una señal de aprobación o de desaprobación. Estaba convencido de que había cumplido con su deber. Había derribado a un inútil y probablemente le habría matado, pero ya no había peligro de que fuera eliminado el factor sorpresa, del que dependía el éxito de la misión. Volvió a montar el timón y en silencio continuó la tarea de seguir la estela del esquife.

A lo lejos se veía una enorme masa oscura cerca de las negras aguas, aunque en la oscuridad era imposible calcular la distancia a que se encontraba. Posiblemente era la corbeta. Después de doce silenciosas paletadas, Hornblower tuvo la certeza de que lo era. Soames había hecho un magnífico trabajo como piloto, pues había llevado las barcas directamente a su objetivo. El cúter y la lancha se separaron de los dos esquifes. Las cuatro embarcaciones se preparaban para emprender el ataque simultáneamente.

—¡Parar! —susurró Hornblower, y los tripulantes del cúter dejaron de remar.

Hornblower tenía que cumplir determinadas órdenes. Debía esperar a que los hombres que emprendieran el ataque ocuparan toda la cubierta. Tenía agarrado el timón con las manos crispadas. La excitación nerviosa que le había producido acallar a Hales había vuelto a traer a su mente la idea de que tenía que subir a una jarcia desconocida en la oscuridad, y ahora esa idea había vuelto a aparecer, y con mayor carga emotiva. Hornblower tenía miedo.

Aunque podía ver la corbeta, las barcas habían desaparecido de su vista, ya no estaban en su campo de visión. La corbeta estaba anclada muy cerca, pero apenas se veían sus palos dibujarse sobre el oscuro firmamento. ¡Y allí era adónde tenía que subir! La corbeta le parecía enorme. Cerca de la corbeta vio formarse una franja de espuma en las oscuras aguas, probablemente porque las barcas se aproximaban a ella con rapidez y alguien había dado una paletada con poco cuidado. En ese mismo momento se oyó un grito en la cubierta de la corbeta, y después otro, y le siguieron mil gritos más que salían de los botes que ya estaban abordándose con ella. Los gritos eran muy fuertes y constantes a propósito. El ruido despertaría a los enemigos y les desconcertaría, y, por otra parte, la continuidad de los gritos indicaría a los tripulantes de cada barca el progreso de los demás. Los marineros británicos estaban gritando como locos. En la corbeta se vio un fogonazo y luego se oyó una detonación, lo que indicaba que se había disparado el primer tiro. Muy pronto se oyeron los disparos de las pistolas y los mosquetes desde varios lugares de la cubierta.

—¡Adelante! —dijo Hornblower como si le hubieran sacado la orden atormentándole en el potro.

El chinchorro avanzaba mientras Hornblower luchaba por dominar sus sentimientos y trataba de enterarse de lo que ocurría en la cubierta. No tenía motivo alguno para escoger un costado en vez del otro para abordar la corbeta, y como el de babor estaba más cerca, dirigió el chinchorro al pescante de babor. Tenía puesta tanta atención en lo que hacía que se acordó justo a tiempo de la orden que tenía que dar.

—¡Guardar remos!

Luego giró el timón y el chinchorro viró en redondo haciendo remolinos. El marinero que estaba en la proa enganchó el bichero. Desde la cubierta, justo encima de ellos, llegó un ruido similar al que hace un calderero al martillar una caldera, y Hornblower lo notó cuando se ponía de pie en la bancada de popa. Comprobó que tenía el sable y la pistola en el cinto y se preparó para saltar al pescante. Dio un gran salto para alcanzarlo con las manos y luego se subió a él. Entonces se agarró a los obenques, puso los pies en los flechastes y empezó a subir. Cuando ya tenía la cabeza por encima de la borda, un fogonazo iluminó momentáneamente la cubierta, y la lucha pareció estar detenida un momento, como si estuviera en un cuadro. Cerca de allí pudo ver a un marinero británico y a un oficial francés luchando furiosamente con sables y con asombro se dio cuenta de que el ruido que le había parecido un martilleo lo producían los sables al chocar entre sí, era el ruido del choque de las espadas que habían relatado tantas veces los poetas. Pero ése no era momento de recordar poesías.

En cuanto se dio cuenta de eso, siguió subiendo. Mucho más arriba se pasó a los obenques sujetos a los genoles, aferrándose a ellos mientras se echaba hacia atrás con los flechastes fuertemente agarrados con los dedos de los pies. Eso sólo duró uno o dos desesperados segundos, y luego Hornblower siguió subiendo hasta los obenques del mastelero, momento que aprovechó para empezar el ascenso final, con los pulmones a punto de reventar por el esfuerzo. Allí estaba la verga de la gavia, y Hornblower se soltó y la rodeó con los brazos y empezó a buscar el marchapié con los pies. ¡Dios santo! No había marchapié. Sus pies lo buscaron en la oscuridad, pero sólo encontraron aire. Estaba colgando a cien pies por encima de la cubierta, retorciéndose y dando patadas como un bebé al que su padre sostuviera en el aire con los brazos estirados. No había marchapié, así que no podía ir hasta el penol. Sin embargo, había que soltar los tomadores y soltar la vela, pues todo dependía de eso. Hornblower había visto a muchos marineros temerarios ir hasta los penoles andando por la verga como si caminaran por una cuerda floja. Ésa era la única forma de llegar a los penoles ahora.

Hornblower tenía la carne débil y al pensar que tenía que caminar por la verga sobre el negro abismo, se estremeció y se quedó sin respiración por un momento. Eso era miedo, y el miedo despojaba al hombre de su hombría, hacía a su intestino expulsar agua y transformaba sus miembros en papel. No obstante, las ideas seguían dando vueltas en su cabeza. Había actuado resueltamente cuando había silenciado a Hales. Cuando no era él el afectado, había sido valiente: no vaciló en golpear al pobre epiléptico con todas sus fuerzas. Sólo tenía valor para hacer acciones mezquinas como ésa; carecía por completo de valor para arrostrar el peligro. Eso se llamaba cobardía, lo que provocaba que la gente murmurara de uno. No podía soportar la idea de que le ocurriera a él. Esa idea le asustaba más que la de caer en la cubierta en la oscuridad de la noche, aunque la alternativa fuera horrible. Apoyó la rodilla en la verga y se puso de pie sobre ella jadeando. Sentía bajo sus pies el madero redondo cubierto de lona, y su instinto le decía que no debía perder ni un momento allí.

—¡Vamos! —gritó, y empezó a caminar hacia el penol.

Había veinte pies de distancia de allí al penol, y Hornblower los recorrió rápidamente con unas cuantas zancadas. Entonces, ya sin cautela, bajó las manos para agarrarse a la verga y luego se tendió sobre ella y buscó los tomadores con las manos. Un golpe seco en la verga le indicó que Oldroyd, que tenía orden de subir detrás de él, le había seguido mientras caminaba por la verga hacia el penol; sin embargo, tenía que recorrer seis pies menos que él. No cabía duda de que los demás tripulantes del chinchorro estaban en la verga ni de que Clough había ido al frente de otro grupo hasta el penol de estribor, pues la vela se desplegó con gran rapidez. A su lado se encontraba la braza. Estaba tan excitado ahora que, sin preocuparse por el peligro, la agarró con las dos manos y se bajó bruscamente de la verga. Luego movió las piernas en el aire hasta encontrar la braza y la rodeó con ellas. Entonces bajó deslizándose por la braza.

¡Qué tonto había sido! Nunca aprendería a ser prudente. Nunca aprendería que siempre había que estar alerta y tomar precauciones. Se había deslizado con tanta rapidez por la braza que se quemó las manos, y al apretarlas para bajar más despacio, sintió un dolor tan fuerte que tuvo que aflojarlas un poco, y, al bajar el último tramo, se desolló la piel de la mano como si fuera la de un guante. Por fin puso los pies en cubierta y luego miró a su alrededor, olvidando momentáneamente el dolor.

Ahora había una débil luz grisácea y no se oía ninguno de los ruidos de una batalla. El ataque por sorpresa había tenido éxito. Aquel centenar de hombres que llegaron de repente a la cubierta de la corbeta vencieron a los pocos marineros de guardia y se apoderaron de ella antes de que los que estaban abajo pudieran ofrecer resistencia. En ese momento se oyó la estentórea voz de Chadd en el castillo.

—¡Cortada la cadena del ancla, señor!

Entonces Eccles, desde la cubierta, gritó:

—¡Señor Hornblower!

—¡Señor! —gritó Hornblower.

—¡Tire de las drizas!

Muchos marineros fueron a ayudarle, no sólo los tripulantes del chinchorro, sino también otros con iniciativa y empuje. Con las drizas, las escotas y las brazas tensaron la vela y la orientaron. La vela se hinchó con el débil viento del sur y la Papillon viró en redondo para salir cuando empezaba a bajar la marea. Llegó el alba, acompañada de una fina capa de niebla que cubrió la superficie del mar.

Por la aleta de estribor se oyó un terrible estrépito, y una serie de espantosos gritos muy agudos rasgaron el aire y la niebla. Las primeras balas de cañón que Hornblower oía en su vida estaban pasando por su lado.

—¡Señor Chadd! ¡Largue las velas del estay! ¡Largue el velacho! ¡Eh, ustedes, suban algunos para largar la sobremesana!

Por la amura de babor llegaron las balas de otra andanada. Ahora les disparaban desde la fortaleza de Blaye por un lado y desde la batería de Saint Dye por el otro, porque sus hombres habían deducido lo ocurrido en la Papillon. Pero la corbeta navegaba veloz con la ayuda del viento y la marea, y, además, no sería fácil derribar alguno de sus palos con tan poca claridad. Había estado a punto de no poder escapar, y unos segundos de retraso habrían tenido fatales consecuencias. Sólo una de las balas de la siguiente andanada pasó rozando la corbeta, y al pasar, hubo un estrépito en lo alto de la jarcia.

—¡Señor Mallory, ordene ayustar esa vela de estay de proa!

—¡Sí, sí, señor!

Ya había suficiente claridad para mirar alrededor de la cubierta. Vio a Eccles en el saltillo de la toldilla dirigiendo las maniobras y a Soames junto al timón guiando la corbeta para salir del estuario. Dos grupos de infantes de marina, con sus rojas chaquetas, vigilaban las escotillas con las bayonetas caladas. Había cuatro o cinco hombres tendidos sobre la cubierta en extrañas posturas. Todos estaban muertos. Hornblower les miró con la indiferencia propia de la juventud. También había un hombre herido, un hombre con el muslo destrozado que se retorcía de dolor; Hornblower no podía mirarle con indiferencia y se alegró, tal vez por egoísmo, de que un marinero pidiera permiso a Mallory para abandonar su tarea y ayudarle.

—¡Preparados para virar! —gritó Eccles desde la toldilla.

La corbeta había llegado al extremo de la zona de mediana profundidad e iba a virar para salir a alta mar.

Los hombres corrieron a las brazas, y Hornblower les siguió. Pero cuando Hornblower cogió los ásperos cabos, sintió tanto dolor que estuvo a punto de dar un grito. Tenía las manos en carne viva, y le sangraban. Ahora que se daba cuenta, sentía un dolor insoportable.

Las escotas del velacho se desplazaron, y la corbeta viró suavemente.

—¡Ahí está la Inde! —gritó alguien.

Ahora podía verse claramente la Indefatigable, que estaba en facha justamente fuera del radio de alcance de las baterías costeras, preparada para recibir a la presa. Alguien dio un viva, y todos los demás dieron vivas también, y así siguieron incluso mientras caían los últimos enfurecidos disparos de la batería de Saint Dye en las aguas que rodeaban la corbeta. Hornblower se sacó el pañuelo del bolsillo con mucho cuidado y trató de envolverse una mano con él.

—¿Puedo ayudarle, señor? —preguntó Jackson.

Jackson movió la cabeza a uno y otro lado mientras miraba la mano despellejada.

—Ha sido descuidado, señor, porque debía haber bajado con una mano sobre la otra —dijo cuando Hornblower le explicó lo que le había causado la herida—. Ha sido muy descuidado, señor, perdone que se lo diga. Pero ustedes los guardiamarinas a menudo lo son. No tienen miedo de romperse la crisma ni de perder el pellejo.

Hornblower miró hacia la verga de la gavia, muy por encima de su cabeza, y recordó cómo había caminado por aquel estrecho madero hasta el penol en la oscuridad. El recuerdo le hizo temblar, aunque ahora tenía la firme cubierta bajo sus pies.

—Disculpe, señor —dijo Jackson, haciendo el nudo—. No quería lastimarle. Ya está. Lo he hecho lo mejor que he podido, señor.

—Gracias, Jackson —dijo Hornblower.

—Tenemos que comunicar a nuestros superiores que hemos perdido el chinchorro, señor —prosiguió Jackson.

—¿Perdido?

—No lo llevamos a remolque, señor. No había ningún marinero cuidándolo, ¿sabe? Wells era el que lo iba a cuidar, ¿recuerda?, pero le mandé subir a la jarcia al ver que Hales no podía. Es que no éramos muchos para hacer el trabajo. Así que el chinchorro se fue al garete cuando la corbeta viró.

—Entonces, ¿qué le ocurrió a Hales? —preguntó Hornblower.

—Todavía estaba en el chinchorro, señor.

Hornblower volvió la vista al estuario del Garona. En algún lugar del estuario estaba el chinchorro a la deriva, y tendido en el fondo estaría Hales, probablemente muerto, posiblemente vivo. Hornblower estaba seguro de que, en cualquier caso, los franceses encontrarían a Hales, pero, al recordarle, sintió escalofríos de remordimiento que disiparon el cálido sentimiento de satisfacción que le había producido el triunfo. Si no hubiera sido por Hales, él no se habría atrevido a caminar por la verga de la gavia hasta el penol (al menos eso creía), y en ese momento estaría desprestigiado y sería considerado un cobarde, en vez de estar lleno de satisfacción por haber sido capaz de realizar la tarea que tenía encomendada.

Jackson notó que le invadía una expresión triste y dijo:

—No se lo tome así, señor. No le culparán de la perdida del chinchorro. Le aseguro que ni el capitán ni el señor Eccles le culparán.

—No estaba pensando en el chinchorro —dijo Hornblower—. Estaba pensando en Hales.

—¡Ah! —dijo Jackson—. No se preocupe por él, señor. Nunca habría sido un buen marinero. Le faltaba destreza.