CAPÍTULO 7

LAS GALERAS ESPAÑOLAS

La Indefatigable estaba anclada en la bahía de Cádiz cuando España hizo la paz con Francia. Casualmente, ese día el guardiamarina Hornblower estaba de guardia, y fue él quien avisó al teniente Chadd de que se acercaba una pinaza de ocho remos con la bandera roja y gualda, la bandera española, ondeando en la popa. Chad vio a través del catalejo una brillante charretera dorada y un tricornio y se limitó a dar la orden a los grumetes y a los infantes de Marina de rendir al visitante los honores correspondientes al rango de capitán de la Armada de un país aliado. El capitán Pellew, a quien acababan de avisar que venía el visitante, ya estaba junto al portalón cuando éste llegó. Allí mismo tuvo lugar el encuentro. El español hizo una profunda reverencia con el sombrero delante del estómago y entregó al inglés un sobre lacrado.

—Señor Hornblower, hable en francés con este hombre —dijo Pellew con el sobre en la mano, todavía sin abrir—. Invítele a que venga a mi cabina para tomar una copa de vino.

Pero el español, con una reverencia aún más profunda, rechazó el vino, y con otra rogó a Pellew que abriera el sobre inmediatamente. Pellew rompió el lacre y, con gran esfuerzo por comprenderlo, leyó el contenido, apenas entendía el francés escrito, aunque no podía hablarlo. Después le dio la carta a Hornblower.

—Dice que los españoles han hecho la paz, ¿no es cierto?

Hornblower leyó con no pocas dificultades las doce líneas de alabanzas dedicadas por Su Excelencia el duque de Belchite, grande de España, con otros dieciocho títulos más para finalizar con el de Capitán General de Andalucía, al «valiente» capitán sir Edward Pellew, caballero de Bath. El segundo párrafo era corto y sólo contenía una breve información sobre el acuerdo de paz; el tercero era más largo que el primero y repetía casi palabra por palabra su contenido para terminar con una despedida recargadísima.

—Eso es todo, señor —dijo Hornblower.

Pero el capitán español tenía que darle un mensaje verbal para complementar el escrito.

—Por favor, dígale a su capitán que ahora España, por ser una potencia neutral, tiene ciertos derechos que debe hacer prevalecer —balbuceó en una mezcla de español y francés—. Hace veinticuatro horas que su barco está anclado aquí. Si dentro de seis horas —dijo, sacando su reloj de oro del bolsillo y mirándolo— aún se encuentra al alcance de las baterías de Puntales, las baterías recibirán órdenes de dispararle.

Hornblower no podía hacer otra cosa que traducir el brutal mensaje sin tratar de suavizarlo, y cuando Pellew lo oyó, palideció de rabia a pesar de que su rostro estaba bronceado.

—Dígale… —empezó a decir, pero contuvo su rabia—. Que me vaya al infierno si dejo que vea que me ha enfurecido.

Se puso el sombrero delante del estómago e hizo una reverencia imitando lo mejor que pudo los elegantes ademanes del español. Luego se volvió hacia Hornblower.

—Dígale que he recibido el mensaje con agrado, que lamento mucho que las circunstancias nos separen y que espero poder gozar de su amistad siempre, sean cuales sean las relaciones de nuestros respectivos países. Dígale… Bueno, usted ya sabe las cosas que quiero que se le digan, ¿verdad, Hornblower? Y cuando baje por el costado quiero que se le despida con solemnidad. ¡Grumetes! ¡Ayudantes del contramaestre! ¡Tambores!

Hornblower incluía alabanzas, lo mejor que podía, después de cada frase. Los dos capitanes hicieron una inclinación de cabeza, y si el español daba un paso adelante cada vez que inclinaba la cabeza, Pellew, para que no le superara en cortesía, hacía lo mismo. Hubo un redoble de tambores, los infantes de Marina presentaron armas, y los silbatos sonaron hasta que la cabeza del español estuvo por debajo del nivel de la cubierta superior. Entonces Pellew se echó hacia atrás con los músculos tensos, se puso el sombrero y se volvió hacia el primer oficial.

—Señor Eccles, quiero que zarpemos antes de una hora —dijo y bajó pisando fuerte para recuperar la serenidad en privado.

Algunos marineros estaban en la jarcia largando las velas y cazándolas, mientras otros, a juzgar por el clic-clic del cabrestante, recogían la cadena del ancla. Hornblower se encontraba en el pasamano de babor con el señor Wales, el carpintero, mirando las casas encaladas de una de las ciudades más hermosas de Europa.

—He estado en la ciudad dos veces —dijo Wales—. Verá que tienen buen vino, si le gusta beber ésa porquería, pero no tome nunca coñac, señor Hornblower. Es veneno, puro veneno. ¡Hola! Por lo que veo, tenemos compañía.

Dos largas proas emergían del fondeadero interior y se dirigían hacia la Indefatigable. Hornblower no pudo reprimir un grito de asombro cuando dirigió la vista hacia donde miraba Wales. Las embarcaciones que se aproximaban eran galeras, y a cada lado los remos subían y bajaban rítmicamente, reflejando la luz del sol a medida que se alzaban. El resultado del movimiento de cien remos a la vez era digno de contemplarse. Hornblower recordaba un verso en latín que había traducido siendo colegial y que le había sorprendido mucho. El poeta romano decía en él que los remos de una embarcación eran sus «blancas alas». Ahora el símil le parecía claro. Ni siquiera una gaviota volando, que hasta ahora Hornblower había considerado como símbolo de la perfección del movimiento, era más hermosa que aquellas galeras. Tenían la cubierta baja y eran muchísimo más largas que anchas. Ni las vergas ni las velas latinas se hinchaban todavía en sus mástiles cortos e inclinados. Las proas, adornadas con mascarones, despedían destellos, y a su alrededor la bañaban de espuma las aguas de la bahía. Navegaban en contra del viento, y en el tope del palo mesana ondeaba la bandera española. Arriba… delante… abajo. Así se movían los remos siempre con el mismo ritmo. La distancia entre las palas no variaba ni una pulgada desde el principio al fin de las paletadas. Las dos galeras tenían en la proa dos cañones largos, apuntando justamente hacia donde ellas se dirigían.

—Tienen cañones de veinticuatro libras —dijo Wales—. Si se encuentran con un barco como el nuestro cuando el viento está encalmado, lo despedazan. Se acercan por la aleta, por donde uno no puede apuntar los cañones, y hacen varias descargas. Y no queda más que rogar a Dios que se apiade de uno… Una prisión turca es mejor que una española.

Formando una línea que parecía trazada con una regla y que se podría haber medido con una cadena de agrimensor, las galeras pasaron cerca del costado de babor de la Indefatigable y la adelantaron. Mientras las galeras pasaban, el redoble de un tambor y los pitidos ordenaron a los tripulantes de la Indefatigable que se cuadraran para saludar su bandera y sus estandartes, y los oficiales españoles devolvieron el saludo.

—No me parece correcto saludarlas como si fueran fragatas —murmuró Wales como para sí.

Cuando la galera que iba delante llegó a la altura del bauprés de la Indefatigable, movió hacia atrás los remos de estribor y giró como una peonza, a pesar de ser alargada y estrecha, delante de la proa de la fragata. La otra galera la siguió, y la suave brisa, que soplaba desde las galeras hacia la fragata, trajo a la Indefatigable un hedor que penetró en la nariz de Hornblower. Obviamente, también en la de otros, pues todos los hombres que se encontraban en la cubierta hicieron varios aspavientos que demostraban el asco que les producía.

—Todas apestan igual —dijo Wales—. Llevan cuatro hombres por remo y cincuenta remos, échale, doscientos esclavos. Cuando los hombres suben a bordo como esclavos, les encadenan a la bancada, y sólo les quitan las cadenas cuando les van a tirar por la borda. A veces, cuando los marineros no están muy ocupados, vacían la sentina, pero no lo hacen a menudo, porque son españoles y porque son pocos.

Hornblower, como siempre, quiso que le dieran una información detallada.

—¿Cuántos, señor Wales?

—Alrededor de treinta. Los suficientes para maniobrar las velas mientras hacen un viaje y para manejar los cañones en un combate. Es que antes de entablar un combate, señor Hornblower, arrían las vergas y las velas, como ahora —dijo Wales en tono doctoral, como siempre, y poniendo énfasis en la palabra «señor», algo inevitable cuando un oficial asimilado de sesenta años sin esperanza de obtener un ascenso hablaba a un oficial asimilado de dieciocho años (alguien nominalmente de igual rango) que algún día podría llegar a ser almirante—. Así que, como usted comprenderá, con treinta tripulantes nada más y doscientos esclavos, nadie se atreve a soltarles.

Las galeras habían vuelto a virar y ahora avanzaban paralelamente al costado de estribor de la Indefatigable. El movimiento de los remos era mucho más lento que antes, y Hornblower tuvo mucho tiempo para ver bien las embarcaciones. Observó el bajo castillo, la alta toldilla y el pasamano que estaba a lo largo de la galera y los unía a los dos. En la toldilla divisó a un hombre con un látigo que caminaba por el pasamano, pero los remeros quedaban ocultos por la amurada; los remos salían por unos agujeros que había en los costados y que, por lo que pudo ver, estaban cerrados con trozos de cuero que rodeaban la empuñadura para evitar que entrara el agua. En la toldilla pudo ver también a dos hombres al timón y a un pequeño grupo de oficiales, con uniformes de galones dorados que brillaban al sol. Pensó que esa embarcación, con la única diferencia de los uniformes con galones dorados y los cañones de veinticuatro libras de la proa, era la misma con que los antiguos sostenían batallas navales. Polibio y Tucídides hablaban de batallas con trirremes, naves casi idénticas a ésas, y hacía poco más de doscientos años que había tenido lugar la última gran batalla entre galeras, la batalla contra los turcos en Lepanto. En ella cada bando luchaba con cientos de galeras.

—¿Cuántas están en servicio actualmente? —preguntó Hornblower.

—Alrededor de una docena, aunque no lo sé con seguridad, desde luego. El puerto donde suelen pertrecharse es Cartagena, al otro lado del estrecho.

Según Hornblower tenía entendido, Wales se refería al estrecho de Gibraltar, en el Mediterráneo.

—Son demasiado frágiles para el Atlántico —apuntó Hornblower.

Era fácil deducir las razones por las cuales había sobrevivido ese pequeño grupo de galeras. El innato conservadurismo de los españoles era probablemente la más importante. Otra era que el hecho de condenar a galeras a los delincuentes era un modo de deshacerse de ellos. Además, una galera podría ser muy útil cuando el viento estuviera encalmado, ya que los mercantes que se detenían por falta de viento en las inmediaciones del estrecho de Gibraltar eran atrapados fácilmente por cualquier galera que zarpara de Cádiz o de Cartagena. Y tal vez la razón menos importante sería que las galeras podían usarse para hacer entrar o salir barcos de los puertos a remolque cuando el viento era desfavorable.

—¡Señor Hornblower! —gritó Eccles—. Presente mis respetos al capitán y dígale que el barco está listo para zarpar.

Hornblower bajó corriendo con el mensaje.

—Presente mis respetos al señor Eccles y dígale que subiré a cubierta inmediatamente —replicó Pellew, alzando la vista de su escritorio.

El viento del sur soplaba con intensidad apenas suficiente para que la Indefatigable doblara el cabo sin correr peligro. Después de colocar el ancla en el pescante, sus tripulantes giraron las vergas, y entonces la fragata empezó a avanzar hacia alta mar. En medio de un silencio sepulcral impuesto por la disciplina, no se oía más que el murmullo del agua bajo el tajamar, un ruido con musicalidad que no dejaba entrever los peligros que acechaban en las aguas en que entraba la fragata. La Indefatigable navegaba con las gavias desplegadas y a una velocidad de apenas tres nudos. Las galeras volvieron a pasar por su lado, moviendo los remos al ritmo más rápido posible, como si se jactaran de ser independientes de los elementos. Sus adornos brillaban al sol cuando adelantaron a la fragata por barlovento, y otra vez su hedor penetró en las narices de los tripulantes de la Indefatigable.

—Les agradecería que se quedaran por sotavento —murmuró Pellew mientras las miraba con el catalejo—. Pero me parece que la cortesía de los españoles no llega hasta ahí. ¡Señor Cutler!

—¡Señor! —gritó el condestable.

—Puede empezar a hacer las salvas.

—Sí, señor.

La carronada de proa del costado de babor hizo el primer disparo de saludo, y la fortaleza de Puntales respondió inmediatamente. Por la hermosa bahía se propagó el zumbido de las salvas. Dos naciones se saludaban con cortesía.

—Creo que la próxima vez que oigamos esos cañones, dispararán una andanada —dijo Pellew, mirando hacia la bandera española que ondeaba en la fortaleza de Puntales.

La marea de la guerra se movía ahora contra Inglaterra. Una nación tras otra se habían retirado de la guerra contra Francia, algunas obligadas por las armas y otras por la diplomacia de la joven y vigorosa república francesa. A cualquier persona sensata le resultaría más que evidente y lógico que después que se daba el paso de la guerra a la neutralidad, era fácil dar el siguiente paso, de la neutralidad a la guerra con el otro bando. Hornblower pensaba que dentro de poco toda Europa tendría una actitud hostil hacia Inglaterra y que su patria, para sobrevivir, tendría que luchar contra la poderosa Francia y la maldad del mundo entero.

—Largar las velas, señor Eccles —dijo Pellew.

Doscientos pares de piernas adiestradas subieron a la jarcia y doscientos pares de brazos adiestrados largaron las velas. Entonces la Indefatigable escoró ligeramente y su velocidad se duplicó. Ahora navegaba entre las olas del Atlántico. Allí estaban las galeras, a las que Indefatigable adelantó. Hornblower vio que la que iba delante dirigió la proa hacia una larga ola y que una ráfaga de agua cubrió el castillo. Pensó que hacer eso era pedir demasiado a una embarcación tan frágil como aquélla. Los remos de un costado se movieron hacia delante; los remos del otro, hacia atrás. Las galeras se balancearon peligrosamente durante unos momentos en el seno que se formó en el mar y luego terminaron de virar y se dirigieron hacia las seguras aguas de la bahía de Cádiz. Alguien en la proa de la Indefatigable empezó a abuchearlas, e inmediatamente se oyeron abucheos por toda la fragata. Una tormenta de gritos de enfado y silbidos azotó las galeras durante los breves momentos en que muchos tripulantes faltaron a la disciplina, mientras Pellew gritaba furioso en el alcázar y los suboficiales trataban en vano de anotar sus nombres. Ése fue un ominoso adiós a España.

Efectivamente, fue ominoso. Poco tiempo después, el capitán Pellew dio a sus hombres la noticia de que España había terminado de hacer el cambio. Cuando ya sus barcos con valiosos cargamentos estaban en sus puertos, España había declarado la guerra a Inglaterra y, por tanto, la república revolucionaria había conseguido la alianza de la monarquía más endeble de Europa. Los británicos debían utilizar ahora sus recursos para muchas más cosas. Tenían que vigilar cien millas más de litoral, bloquear los puertos donde se encontraba otra flota y protegerse de otra horda más de barcos corsarios y, para colmo, disponían de muchos menos puertos donde refugiarse y donde conseguir el agua y las pocas provisiones que permitirían a los tripulantes permanecer en la mar. Indudablemente, tendrían que cultivar la amistad con los estados de Berbería y soportar la insolencia de sus sultanes si querían obtener de África del norte los bueyes flacos y la cebada con que alimentar a las guarniciones británicas del Mediterráneo, todas ellas cercadas por tierra de enemigos, y a los tripulantes de los barcos que mantenían abierto el mar hacia ellas. Orán, Tetuán y Argel prosperaban ostensiblemente gracias al oro británico.

Era un día de calma chicha en el estrecho de Gibraltar. El mar parecía un escudo de plata; el cielo, una bóveda de zafiros. A un lado se alzaban las montañas de África, y al otro, las de España, con sus oscuros bordes serrados allá en el horizonte. Las condiciones en que se encontraba la Indefatigable no eran buenas, aunque no por causa del sol abrasador que hacía derretirse la brea en las junturas de las tablas de cubierta. Casi siempre hay allí una pequeña corriente que se mueve desde el Atlántico hacia el Mediterráneo, y el viento sopla en esa misma dirección, y cuando hay calma chicha, los barcos son arrastrados, frecuentemente, hasta mucho más allá del peñón de Gibraltar y luego tienen que batallar por llegar allí durante días e incluso semanas. Así que no era extraño que Pellew estuviera preocupado por el convoy que acompañaba, un grupo de barcos cargados de cereales procedentes de Orán. Era necesario avituallar a la guarnición de Gibraltar (España ya había mandado tropas a sitiar la plaza) y Pellew no podía correr el riesgo de ser alejado de su destino. Las órdenes que había dado al convoy tuvo que reforzarlas enviando mensajes por medio de señales con banderas y cañonazos, porque a ningún capitán de un mercante con pocos tripulantes le gustaba mandar a sus hombres a hacer un trabajo como el que Pellew quería que hicieran. La Indefatigable, al igual que el convoy, había bajado las lanchas, y ahora todos los barcos iban a remolque. Ese trabajo era agotador. Los marineros se encorvaban y tiraban de los remos incesantemente, haciendo un gran esfuerzo por mover las palas sobre el agua, mientras las espías se mantenían tensas y tiraban con fuerza descomunal de los barcos, que avanzaban dando guiñadas. Esto les permitía avanzar menos de una milla por hora, a costa de que los tripulantes de las lanchas cayeran rendidos de fatiga, pero al menos retrasaba el momento en que la corriente de Gibraltar los arrastraría a sotavento y, además, aumentaba las posibilidades de que tomaran el viento del sur, esperado con ansia por todos (sólo deseaban que soplara dos horas), que les llevaría hasta el puerto de Gibraltar.

En la lancha y en el cúter de la Indefatigable los marineros se cuidaban de mover los remos, pero estaban tan cansados por el duro trabajo que no advirtieron el revuelo que se había producido en la fragata. Iban encorvados tirando de los remos bajo un sol implacable, tratando de sobrevivir a dos horas de arduo trabajo. Pero de pronto la voz del propio capitán, que les gritaba desde el castillo, desvió su atención.

—¡Señor Bolton! ¡Señor Chadd! Suelten las espías, por favor, y vengan a armar a sus hombres enseguida. Se acercan nuestras amigas de Cádiz.

Al volver al alcázar, Pellew miró al horizonte a través del catalejo y comprobó la información que le había dado el serviola.

—Avanzan en dirección a nosotros —dijo.

Dos galeras venían de Cádiz. Seguramente un mensajero del puesto de observación de Tarifa había ido hasta allí a caballo para avisarles de que se les ofrecía una oportunidad de oro, pues con calma chicha los barcos de un convoy estaban dispersos y no podían moverse. Ése era el momento en que las galeras podían justificar el hecho de que aún existieran. Podrían capturar a los desafortunados mercantes y quemarlos, ya que era imposible llevarlos a un puerto, aprovechando que la Indefatigable permanecía lejos, sin poder alcanzarlas con sus cañones. Pellew miró a su alrededor y clavó sus ojos en los dos pequeños mercantes y los tres bergantines. Uno de ellos se encontraba a menos de media milla de distancia, evidentemente éste se hallaba protegido por los cañones de la fragata, pero los otros se hallaban a milla y media y a dos millas de distancia; ésos, por tanto, carecían de protección.

—¡Pistolas y sables! —gritó a los numerosos marineros que estaban pasando por encima de la borda—. ¡Enganchen esa estrellera! ¡Rápido esas carronadas, señor Cutler!

Los tripulantes de la Indefatigable participaban en tantos combates, que los minutos contaban como para no perder el tiempo en los preparativos. Los tripulantes de las lanchas cogieron sus armas, otros bajaron a colocar las carronadas de seis libras en la proa del cúter y la lancha, de modo que a poco ambas embarcaciones, abarrotadas de marineros armados, y con algunas provisiones para casos de emergencia, navegaban en dirección a las galeras.

—¿Qué demonios piensa usted hacer, señor Hornblower?

Pellew había visto a Hornblower en el momento de bajar el chinchorro, que era la embarcación que tenía a su cargo. No se imaginaba qué podía lograr un guardiamarina atacando a una galera desde una embarcación de doce pies y con sólo seis tripulantes.

—Podemos subir a bordo de uno de los barcos del convoy y reforzar su tripulación —sentenció Hornblower.

—¡Ah, muy bien! Adelante. Confío en su sensatez, aunque a veces me parece que no tiene mucha.

—¡Muy bien, señor! —replicó Jackson profundamente admirado cuando el chinchorro empezó a separarse de la fragata—. ¡Muy bien! A nadie se le hubiera ocurrido eso nunca.

Era obvio que Jackson, el timonel del chinchorro, pensaba que Hornblower no tenía intención de reforzar la tripulación de uno de los mercantes, como había dicho.

—¡Estos apestosos españoles…! —murmuró el primer remero.

Hornblower se dio cuenta de que sus hombres sentían la misma hostilidad que él hacia las galeras españolas. Reflexionó unos momentos al respecto y lo atribuyó a las circunstancias en que habían visto las galeras por primera vez y al hedor que dejaban tras sí. Nunca había sentido odio contra el enemigo. Siempre que había luchado, lo había hecho por servir al Rey, no movido por la animadversión. Pero ahora, furioso por luchar contra el enemigo, tenía agarrado el timón con fuerza y el cuerpo doblado hacia delante bajo un sol abrasador.

La lancha y el cúter estaban mucho más adelantados que el chinchorro, y aunque sus tripulantes habían remado durante el turno que les correspondía hasta hacía unos momentos, se deslizaban con tanta rapidez que el chinchorro, a pesar de tener la ventaja de que el mar estaba liso como un cristal, se acercaba a ellos muy lentamente. Las aguas tenían un intenso color azul, que cambiaba a blanco donde eran agitadas por las palas de los remos. Delante, en el lugar donde la calma había cogido por sorpresa al convoy, estaban los mercantes que lo formaban, separados unos de otros, y un poco más allá Hornblower vio brillar las palas de los remos de las galeras, que se acercaban a su presa.

La lancha y el cúter seguían ahora ritmos divergentes para proteger a tantos barcos como fuera posible, el esquife aún estaba muy lejos por popa. Hornblower no tenía tiempo de subir a bordo de ningún mercante, aunque quisiera. Viró el timón para seguir al cúter, y en ese momento apareció una galera en el espacio que había entre dos mercantes. Fue entonces cuando divisó que el cúter viraba para apuntar la carronada de seis libras contra su proa.

—¡Remad con fuerza! ¡Remad! —gritó muy excitado.

No sabía qué podía ocurrir, pero quería estar en el lugar del combate. La carronada de seis libras no disparaba con mucha precisión si estaba a una distancia mayor que a tiro de mosquete. Servía para lanzar una masa de metralla contra un grupo de hombres y para de contar, aquí las balas apenas dañarían la proa reforzada de una galera.

—¡Remad! —gritó Hornblower.

Ya estaba dando alcance al cúter por la aleta. La carronada disparó. A Hornblower le pareció ver que saltaban las astillas desde la proa de la galera, pero la bala había sido tan eficaz para detener la galera como las bolitas disparadas con una cerbatana para detener un toro que embistiera contra alguien. La galera viró un poco para ponerse exactamente frente al cúter, y sus remos empezaron a moverse más rápidamente. Se acercaba al cúter con la intención de embestido con el espolón, como las galeras griegas en la batalla de Salamina.

—¡Remad! —gritó Hornblower, e instintivamente viró el timón para desviarse hacia un lado—. ¡Parad!

Los remos del chinchorro se detuvieron cuando la embarcación pasó por detrás del cúter. Hornblower vio a Soames de pie en la bancada de popa: era la muerte que hendía las aguas azules y se aproximaba a él. Si chocaban proa con proa, el cúter resistiría el impacto, pero era mejor tratar de evitar el choque en el último momento. Hornblower vio cómo viraba el cúter. Su costado era ahora vulnerable, pero se encontraba frente a la roda de la galera. Eso fue lo único que alcanzó a ver, porque la propia galera le impedía la visión de lo que ocurría inmediatamente después, el acto final de la tragedia. Cuando la galera ocultó al cúter, sus remos de estribor casi rozaron los del chinchorro. Hornblower oyó un chirrido, al que se unió un estrépito que casi obligó a la galera a detenerse por el impacto. Anhelaba tanto luchar que el afán le había trastornado el juicio, y por su mente cruzaron ideas al frenético ritmo de la locura.

—¡Ciad, babor! —gritó, y el chinchorro viró en redondo de tal modo que quedó detrás de la popa de la galera—. ¡Ciad todos!

El chinchorro se lanzó contra la galera como un foxterrier contra un toro.

—¡Engánchela con el rezón, Jackson! ¡Maldita sea!

Jackson respondió con un juramento y avanzó hasta la proa, pero pasando con cuidado por encima de los remeros para que no cambiara el movimiento de los remos. Al llegar a la proa, Jackson cogió el rezón del chinchorro junto con el largo cabo al que estaba atado y lo lanzó con todas sus fuerzas a la galera. El rezón se enganchó en algún punto de la dorada borda cercano a la aleta. Jackson tiraba del cabo mientras los remeros movían los remos para hacer llegar el chinchorro a la popa de la galera. En ese momento Hornblower vio algo que volvería a ver durante mucho tiempo en sueños. De abajo de la popa de la galera salió la parte anterior del cúter, y agarrados a ella todavía había varios marineros, que seguían vivos después de haber pasado por debajo de la galera desde proa a popa. Vio que unos tenían la cara púrpura y otros los músculos tensos, aunque no faltaban algunos con los músculos de la cara distendidos por la muerte. Pasaron enseguida, y Hornblower sintió una sacudida, era que la galera se había movido hacia delante bruscamente estirando el cabo que la unía al chinchorro.

—No puedo sujetarla —dijo Jackson.

—¡Déle una vuelta alrededor de la cornamusa, tonto!

Ahora la galera española remolcaba al chinchorro. Lo arrastraba con el cabo de veinticuatro pies que tenía enganchado cerca de la aleta, y se mantenía justo al borde de la pala del timón. El agua borboteaba a su alrededor formando blanca espuma, obligando a la popa a inclinarse hacia arriba por la fuerza de tracción. Tenía una extraña postura, como si tuviera uno de sus arpones clavado en una ballena. Alguien fue corriendo hasta la toldilla y trató de cortar el cabo con un cuchillo.

—¡Mátele, Jackson! —ordenó Hornblower.

La pistola de Jackson dio un estampido, y el español cayó en cubierta. Fue un buen disparo. Aunque estaba trastornado por las ansias de luchar, a pesar del ruido del agua y el resplandor del sol, Hornblower trataba de decidir cuál sería su próximo paso. Tanto su deseo como su sentido común le indicaban que lo mejor sería luchar contra el enemigo, a pesar de que tenían pocas posibilidades de ganar.

—¡Remad para acercarnos! —gritó, en medio de los chillidos de todos los tripulantes.

Los remeros presentes en la proa del chinchorro se volvieron hacia delante y empezaron a tirar del cabo, pero era difícil progresar debido a la velocidad del chinchorro, y una vez que hubo avanzado una yarda más o menos, fue todavía más difícil, pues el rezón se enganchó en la borda de la toldilla, a diez u once pies por encima del agua, y a medida que el chinchorro se acercaba a la popa de la galera, el ángulo que formaba el cabo con ella era más pequeño. La proa del chinchorro se inclinó hacia arriba y se separó en demasía del agua.

—¡Amarrad! —ordenó Hornblower, y luego, alzando la voz otra vez, añadió—: ¡Saquen las pistolas!

Una fila de cuatro o cinco rostros apareció en la popa de la galera con otros tantos mosquetes que apuntaban hacia el chinchorro, de modo que dos grupos se dispararon por unos instantes, pero con furia. Un hombre cayó en el fondo del chinchorro dando quejidos, pero la fila de rostros desapareció. De pie en la bancada de proa, sosteniéndose precariamente, Hornblower no podía ver en el alcázar de la galera más que dos cabezas, seguramente las de los hombres que llevaban el timón.

—¡Carguen otra vez! —ordenó a sus hombres, recordando milagrosamente dar la orden.

Enseguida los hombres metieron los atacadores en el cañón de las pistolas.

—¡Despacio, si quieren volver a ver Pompey[7]! —dijo Hornblower.

Estaba temblando de emoción, trastornado por el deseo de luchar, y era su subconsciente el que daba esas órdenes sensatas. Sus facultades principales estaban anuladas por su ansia de sangre. Veía las cosas a través de una niebla rosa, como supo más tarde cuando volvió a pensar en esto. Hubo un ruido como de cristales rotos en aquel momento. Alguien había sacado el cañón de un mosquete por la ventana de la cabina de popa de la galera. Afortunadamente, después de sacarlo, tenía que apuntar para poder disparar. Varios tiros de pistola coincidieron con el disparo del mosquete. Nadie supo dónde dio la bala que disparó el español, pero él se cayó por la ventana.

—¡Vive Dios, así se hace! —gritó Hornblower y luego, serenándose, ordenó—: ¡Cargad otra vez!

Cuando los tripulantes metían las balas en los cañones de las pistolas, Hornblower se puso en pie. Todavía tenía en el cinto las pistolas, que aún no había usado, y el sable.

—Venga a la popa —dijo al primer remero, pensando que el chinchorro no podría soportar más peso en la proa que el que ya tenía—. Y usted también.

Entonces se subió en la bancada de proa y miró hacia el cabo del rezón y la ventana de la cabina.

—Mande a los hombres uno a uno detrás de mí, Jackson —dijo.

Se agarró con fuerza al cabo del rezón y se colgó de él. Sus pies rozaron el agua cuando el cabo formó una comba, pero usando toda la fuerza que daban de sí los brazos, logró subir por él. Ahora tenía al lado la ventana rota. Quitó con los pies un pedazo de cristal que quedaba en la ventana y pasó por ella los pies y luego el resto del cuerpo. Una vez dentro, se dejó caer en la cabina, un interior oscuro en comparación con la deslumbrante luz que había en el exterior. Cuando trató de ponerse de pie, pisó a alguien que dio un grito de dolor, evidentemente, había pisado al español herido. Echó mano al sable, lo desenvainó y notó que tenía la mano pegajosa manchada de sangre, sangre española. Entonces trató de erguirse y chocó con la cabeza contra los baos que servían de asiento a la cubierta, pues el techo de la pequeña cabina era muy bajo, con poco más de cinco pies de altura. El golpe fue tan fuerte que casi perdió el sentido, pero al ver en ese momento la puerta de la cabina, la atravesó con el sable desnudo. Por encima de su cabeza oía fuertes pasos y algunos tiros detrás, seguramente porque los tripulantes de la galera y los del chinchorro estaban disparando. La puerta de la cabina daba a una media cubierta baja hacia la cual, Hornblower, con paso vacilante, avanzó, rodeado otra vez por la luz del sol. Estaba en la estrecha cubierta que se encontraba junto al saltillo del alcázar. Ante él tenía el estrecho pasamano que separaba los dos grupos de remeros y miró hacia abajo para contemplarlos. Vio allí un mar de caras barbudas, de greñas hirsutas, de cuerpos delgados y tostados por el sol que se movían rítmicamente hacia delante y hacia atrás al compás de los remos.

Eso fue lo que le parecieron en ese momento. Al final del pasamano, junto al saltillo del castillo, estaba el capataz con un látigo, gritando a los esclavos una serie de palabras a intervalos regulares, seguramente números en español, para marcar el ritmo. Sobre el castillo había tres o cuatro hombres, y las puertas del mamparo del castillo, un poco más abajo, estaban abiertas. A través de ellas Hornblower pudo ver los dos cañones iluminados por la luz que entraba por las portas por donde asomaban, casi al nivel del mar. Los artilleros estaban junto a los cañones, pero eran muchos menos de los que se necesitaban para manejar dos piezas de artillería de veinticuatro libras. Hornblower recordó que Wales había calculado que la galera tenía alrededor de treinta tripulantes y pensó que al menos los artilleros encargados de un cañón habían sido enviados a la popa para defender la toldilla contra el ataque del chinchorro.

Oyó unos pasos detrás y con la angustia en la garganta, se volvió blandiendo el sable. Y vio entonces a Jackson que salía tambaleándose de la media cubierta con el sable en la mano.

—No me corte la cabeza —dijo Jackson.

Hablaba como un borracho, y a sus palabras siguieron más tiros disparados desde la toldilla, a la altura de sus cabezas.

—El siguiente es Oldroyd —dijo Jackson—. Franklin está muerto.

A cada lado había una escala para subir al alcázar. Parecía lógico que cada uno subiera por una escala, pero Hornblower pensó que no era eso lo mejor.

—Venga conmigo —ordenó, encaminándose a la escala de estribor.

Entonces, al ver aparecer a Oldroyd, le dijo que les siguiera.

Los andariveles de la escala los formaban un cabo rojo y un cabo amarillo trenzados. Hornblower se fijó en eso cuando subía apresuradamente la escala con la pistola en una mano y el sable en la otra. Después de subir el primer escalón, sus ojos estaban ya por encima del nivel de la cubierta. Vio que en el pequeño alcázar había más de una docena de hombres. Dos de ellos yacían sobre la cubierta. Estaban muertos, y uno, que estaba apoyado contra el casco, no hacía más que proferir quejidos lastimeros. Otros dos estaban junto al timón y los demás inclinados sobre la borda mirando hacia el chinchorro. Hornblower seguía fuera de sí con desesperadas ganas de luchar. Subió los otros dos o tres escalones saltando como un gamo y se lanzó contra los españoles gritando como un poseso. La pistola se le disparó antes de apuntarla bien, pero la cara de un hombre que estaba a dos pasos de distancia se convirtió en una masa sanguinolenta. Bajó la pistola y separó inmediatamente el martillo con el pulgar al mismo tiempo que daba un golpe con el sable a la espada que un español alzaba para defenderse. Descargó sablazos y más sablazos con una fuerza descomunal. Jackson estaba junto a él dando igualmente sablazos a diestro y siniestro y gritando:

—¡Máteles! ¡Máteles!

Hornblower vio el sable de Jackson brillar a cada golpe que daba en la cabeza al indefenso timonel y luego, mientras luchaba contra un hombre, miró de reojo y vio a otro tratando de golpearle, pero logró evitar el golpe disparándole inmediatamente. Oyó otro disparo a su lado y supuso que lo había hecho Oldroyd. La lucha en el alcázar no tardó mucho en acabar. Hornblower nunca supo si la causa de que los españoles no se hubieran prevenido contra el ataque había sido su ineptitud u otra cosa. Tal vez no sabían que el hombre que se encontraba en la cabina estaba herido o confiaban en que impedirían la entrada por allí; tal vez no creyeron que tres hombres podían estar tan locos como para atacar a una docena; tal vez no se dieron cuenta de que tres hombres habían hecho el peligroso ascenso por el cabo del rezón; tal vez, o sin tal vez, estaba casi seguro, se hallaban tan excitados en aquel momento que perdieron la cabeza, pues no habían hecho más que transcurrir cinco minutos desde que el chinchorro se enganchara a la galera y ya podía darse por finalizada la lucha en el alcázar. Dos o tres españoles bajaron por la escala hasta la cubierta y corrieron por el pasamano que separaba a los dos grupos de esclavos. Jackson alcanzó a uno cuando estaba junto al costado, y el hombre hizo un gesto que indicaba que se rendía; sin embargo, Jackson, que era un hombre corpulento y muy fuerte, le cogió por el cuello con una mano, le hizo inclinarse hacia atrás, por encima de la borda y luego le cogió la pierna con la otra mano para arrojarle por la borda. El hombre cayó dando gritos antes de que Hornblower pudiera interponerse. La toldilla estaba cubierta de hombres que se retorcían en el fondo de un bote como peces recién pescados. Jackson y Oldroyd cogieron a un hombre que intentaba ponerse de rodillas y lo alzaron para arrojarle por la borda.

—¡Deténganse! —gritó Hornblower.

Jackson y Oldroyd soltaron inmediatamente al hombre, que cayó con estrépito en la ensangrentada cubierta. Parecían borrachos, iban tambaleándose, respiraban con estertores y les brillaban los ojos saltones. A Hornblower se le pasó la locura justo en ese momento. Avanzó hacia el saltillo del alcázar pasándose la mano por los ojos para quitarse el sudor y el rojizo velo que le impedía ver con claridad. En la popa, cerca del castillo, estaban los demás españoles, formando un apiñado grupo. Cuando Hornblower caminaba hacia la proa, uno de ellos le disparó con un mosquete, pero la bala pasó a bastante distancia de él. Abajo los remeros todavía se inclinaban rítmicamente hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás, moviendo sus greñudas cabezas y sus desnudos torsos a la vez que los remos, guiados por la voz del capataz, que todavía estaba en el pasamano (los demás españoles estaban agrupados detrás de él) y gritaba: «¡Seis… siete… ocho…!».

—¡Deténganse! —gritó Hornblower.

Se acercó al costado de estribor para ver a todos los remeros de estribor y extendió el brazo con la mano abierta y volvió a gritar. Uno o dos remeros volvieron hacia él sus rostros cubiertos de pelo, pero siguieron moviendo los remos.

—¡Uno… dos… tres…! —continuó el capataz.

Jackson se puso junto a Hornblower y levantó la pistola para disparar al remero que tenía más cerca.

—¡Baje eso! —dijo Hornblower en tono enérgico, porque se dio cuenta de que ya estaba harto de matar Busque mis pistolas y cárguelas de nuevo.

Se quedó en lo alto de la escala y le pareció que estaba en un sueño, en un angustioso sueño. Los esclavos seguían remando; una docena de enemigos se agrupaban en el castillo, a poca distancia; los españoles heridos estaban detrás de él, dando gritos de dolor mientras la vida se les escapaba. Dio otra orden a los remeros, pero ellos, como en las ocasiones anteriores, le desobedecieron. Aparentemente, Oldroyd tenía la mente más clara que todos o había recuperado la sensatez más rápidamente.

—¿Puedo arriar la bandera, señor? —preguntó.

Hornblower despertó del sueño. En un asta próxima al coronamiento ondeaba la bandera roja y gualda.

—Sí, arríela enseguida —respondió.

Ahora tenía la mente despejada, y ahora el horizonte estaba más allá de los límites de la estrecha galera. Miró hacia las azules aguas que la rodeaban. Muy cerca estaban los mercantes, y lejos estaba la Indefatigable. Detrás estaba la estela de la galera, todavía blanca de espuma, pero era raro, tenía forma curva. En ese momento se dio cuenta de que era él quien tenía el control del timón y que durante los últimos tres minutos, la galera había navegado sin que nadie la moviera.

—¡Coja el timón, Oldroyd! —ordenó.

Entonces se preguntó si era verdad que veía la otra galera a gran distancia, alejándose. Seguramente era verdad. Luego vio la lancha, muy cerca de su estela, y allí por la amura de babor estaba el esquife con los remos quietos. Hornblower pudo ver tanto en la proa como en la popa algunas figuras de pie, agitando las manos, y pensó que las agitaban como signo de alegría porque había sido arriada la bandera española. Otro mosquete disparó desde la proa, y la bala dio en la barandilla, muy cerca de su cadera, haciendo saltar por el aire dorados fragmentos de metal que brillaron al sol. Pero ahora estaba en su sano juicio y, pasando por encima de los moribundos, corrió hasta el final del alcázar, donde nadie podía verle desde el pasamano ni las balas podían alcanzarle. Todavía podía ver el esquife por la amura de babor.

—¡Timón a estribor, Oldroyd!

La galera viró lentamente. Era tan estrecha que tenía dificultad para maniobrar sin la ayuda de los remos, pero pronto la proa se aproximó al esquife.

—¡Derecho!

En ese momento vieron algo asombroso. El chinchorro saltaba en las agitadas aguas llenas de blanca espuma de la estela de la galera, con un hombre vivo y dos muertos a bordo.

—¿Dónde están los otros, Bromley? —preguntó Jackson.

Bromley señaló hacia afuera de la borda. Les habían disparado desde el coronamiento cuando Hornblower y los demás hombres se preparaban para atacar el alcázar.

—¿Por qué demonios no has subido a bordo?

Bromley se agarró el brazo izquierdo con la otra mano. Era evidente que no podía mover ese miembro. No podían obtener refuerzos del chinchorro; sin embargo, era necesario controlar toda la galera, pues de lo contrario, lo más seguro es que se la llevaran a Algeciras, porque, a pesar de que ellos controlaran el timón, quien controlaba los remos determinaba el rumbo de la galera si quería. Sólo les quedaba un camino que tomar.

Ahora que Hornblower no estaba trastornado por la sed de sangre y ganas de lucha, estaba abatido. No le preocupaba lo que pudiera ocurrir, había perdido la esperanza y el miedo, se encontraba excitado. Tal vez ahora le guiaba el conformismo. Su mente, todavía analizando la situación, le mostró que por el hecho de que sólo era posible hacer una cosa para conseguir la victoria, debía tratar de hacerla, y debido al desánimo que tenía, trató de hacerla como un autómata, sin vacilar ni experimentar ningún sentimiento. Avanzó hasta la barandilla del alcázar. Los españoles todavía estaban agrupados en el extremo opuesto del pasamano, y el capataz todavía marcaba el ritmo del movimiento de los remos. Con gran cuidado envainó su sable, que había tenido en la mano hasta ese momento y, al hacerlo, notó que tenía las manos y la casaca manchadas de sangre. Lentamente se puso el sable a un lado del cuerpo.

—Mis pistolas, Jackson —dijo.

Jackson dio las pistolas a Hornblower con indiferencia, y él se las colgó al cinto con la misma indiferencia, mientras los españoles le miraban como hipnotizados. Luego se volvió hacia Oldroyd.

—Quédese en el timón, Oldroyd. Sígame, Jackson, no haga nada sin que se lo ordene.

Bajó la escala y avanzó por el pasamano hacia donde estaban los españoles. El sol le daba de lleno en la cara. A ambos lados, los esclavos seguían moviendo sus greñudas cabezas y sus torsos desnudos a la vez que los remos. Se acercó a los españoles; éstos blandieron sus sables y apuntaron hacia él nerviosamente sus mosquetes y sus pistolas con los ojos fijos en su rostro. Jackson, que estaba detrás de él, tosió en ese momento. Cuando Hornblower estaba a cuatro pasos del grupo, se detuvo y les miró uno a uno. Inmediatamente les indicó con un gesto a todo el grupo, menos al capataz, y luego señaló un punto del barco.

—Vayan todos al castillo —dijo.

Todos le miraron asombrados, aunque probablemente habían entendido el gesto.

—¡Al castillo! —dijo Hornblower haciendo un gesto con la mano y dando un golpe con el pie en el pasamano.

Sólo había un hombre que parecía decidido a negarse. Hornblower estaba preparado para quitarle la pistola y matarle allí mismo, pero luego pensó que el tiro podría despertar a los españoles de su sueño hipnótico y que la pistola podría fallar. Miró al hombre a los ojos.

—¡Al castillo!

Los españoles empezaron a moverse, empezaron a caminar arrastrando los pies. Hornblower les siguió con la mirada mientras se alejaban. Ahora volvió a experimentar sentimientos de compasión. El corazón le brincaba dentro del pecho y le resultaba difícil controlarse. Pero no debía precipitarse. Tenía que esperar a que todos se fueran para enfrentarse al capataz.

—¡Detenga a esos hombres! —dijo.

Miraba al capataz a los ojos mientras le apuntaba con la pistola. El capataz movió los labios, pero no dijo nada.

—¡Deténgales! —repitió Hornblower, y esta vez puso una mano sobre la culata de la pistola.

Eso fue suficiente. El capataz, alzando la voz, dio una orden, y los remos dejaron de moverse inmediatamente. Se hizo un extraño silencio en la galera cuando cesó el ruido de los golpes de los remos contra los escálamos. Ahora podía oírse el murmullo del agua alrededor de la nave mientras ésta seguía avanzando por el impulso que tenía. Hornblower se volvió hacia atrás para gritar algo a Oldroyd.

—¡Oldroyd!, ¿dónde está el esquife?

—¡Cerca de la amura de estribor, señor!

—¿A qué distancia?

—¡A dos cables, señor! ¡Avanza hacia nosotros!

—¡Intente virar la proa hacia él mientras tenga suficiente velocidad para maniobrar!

—¡Sí, señor!

Hornblower no sabía cuánto tiempo tardaría el esquife en recorrer un cuarto de milla. Temía al anticlímax, temía que los sentimientos de los españoles cambiaran de repente en el último momento. El hecho de esperar sin hacer nada podría provocar eso, así que no debía permanecer inmóvil. Todavía podía oír el ruido de la galera al deslizarse por el agua. Se volvió hacia Jackson.

—Este barco se mueve con suavidad, ¿verdad, Jackson? —dijo, riéndose, como si tuviera la certeza de todas las cosas.

—Sí, creo que sí, señor —respondió Jackson, asombrado, mientras jugueteaba con las pistolas.

—Mire a ese hombre —continuó Hornblower, señalando a un esclavo—. ¿Ha visto alguna vez en su vida una barba como ésa?

—N… no, señor.

—Hábleme, Jackson, tonto. Hábleme con naturalidad.

—N… no sé qué decir, señor.

—No tiene imaginación, Jackson. ¿Ve el verdugón que tiene ese tipo en el hombro? Seguro que se lo hizo el capataz con el látigo hace poco.

—Quizá tenga usted razón, señor.

Hornblower trataba de reprimir su impaciencia, y cuando se disponía a conversar sobre otra cosa, oyó algo que chocaba contra el costado. Unos momentos después los tripulantes del esquife pasaron por encima de la borda, y Hornblower sintió un alivio indescriptible. Estaba a punto de relajarse, pero recordó que había que guardar las apariencias, y entonces se irguió.

—Me alegro de verle a bordo, señor —dijo cuando el teniente Chadd pasó las piernas por encima de la borda y se dejó caer en la cubierta, cerca del castillo.

—Me alegro de verle a usted —dijo Chadd, mirándole con curiosidad.

—Estos hombres que están en la proa son prisioneros, señor —dijo Hornblower—. Sería conveniente atarles. Creo que eso es lo único que falta por hacer.

Ahora no podía relajarse y le parecía que iba a estar tenso toda la vida. Estaba tenso y, a pesar de ello, aturdido, cuando oyó los vivas de los tripulantes de la Indefatigable cuando la galera se abordó con la fragata. Todavía estaba aturdido cuando informó torpemente al capitán Pellew de lo ocurrido y se esforzó por no olvidarse de hacer mención de la valentía de Jackson y Oldroyd.

—El almirante se sentirá muy satisfecho —dijo Pellew, mirándole afectuosamente.

Entonces Hornblower se oyó a sí mismo decir:

—Me alegro, señor.

—Ahora que hemos perdido al pobre Soames, necesitamos otro oficial que se encargue de las guardias —continuó Pellew—. He pensado nombrarle teniente interino.

—Gracias, señor —dijo Hornblower, todavía aturdido.

Soames era un oficial maduro y de gran experiencia, había navegado por los siete mares y había luchado en innumerables batallas; sin embargo, siempre que se encontraba en una situación nueva, cómo ésta, no discurría con la rapidez suficiente y así aquí no pudo evitar que el espolón de la galera chocara con su embarcación. Soames estaba muerto. El teniente interino Hornblower ocuparía su lugar. El trastorno sufrido por el deseo de luchar, una verdadera locura, había hecho que le premiaran con la promesa de un ascenso. Hornblower nunca se había dado cuenta de las terribles locuras que era capaz de hacer. Como Soames, como el resto de la tripulación de la Indefatigable, se había dejado llevar por el odio mortal a las galeras, y sólo gracias a su buena suerte seguía vivo. Eso era algo que valía la pena recordar.