CAPÍTULO 8
EL EXAMEN DE TENIENTE
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La fragata Indefatigable se acercaba al puerto de Gibraltar, y el teniente interino Horatio Hornblower, erguido y apuesto, estaba en el alcázar al lado del capitán Pellew. Tenía su catalejo dirigido hacia Algeciras, donde se daba la curiosa situación de que dos importantes bases navales de países hostiles distaban apenas seis millas una de otra. Era conveniente vigilar Algeciras mientras la fragata se acercaba a puerto, de lo contrario siempre cabría la posibilidad de que una escuadra española se abalanzara sobre una embarcación incauta cuando entraba en la bahía.
—Ocho barcos… Nueve barcos con las vergas colocadas, señor —informó Hornblower.
—Gracias —dijo Pellew—. ¡Todos a virar!
La Indefatigable viró y puso proa al puerto de Gibraltar. El puerto, como siempre, estaba lleno de barcos, ya que todas las fuerzas navales inglesas en el Mediterráneo iban a pertrecharse allí. Pellew ordenó cargar las gavias y virar el timón; la cadena del ancla salió con estrépito y la Indefatigable quedó anclada.
—¡Bajen mi falúa! —ordenó Pellew.
A Pellew le gustaba que la pintura de la falúa y el uniforme de la tripulación fueran de color azul oscuro y blanco. La falúa estaba pintada de azul con una franja blanca, los remos tenían la empuñadura pintada de azul y la pala de blanco, los tripulantes llevaban camisas azules y pantalones blancos y sombreros blancos con cintas azules. El conjunto tenía un aspecto realmente hermoso cuando la falúa se deslizaba por el agua para llevar a Pellew a presentar sus respetos al comandante del puerto. Poco después del regreso de Pellew, un mensajero se acercó a Hornblower.
—El capitán le presenta sus respetos, señor, y dice que quiere verle en su cabina.
—Haz un examen de conciencia —dijo el guardiamarina Bracegirdle, sonriendo—. ¿Qué delito has cometido?
—Me gustaría saberlo —respondió Hornblower con franqueza.
Hornblower siempre se ponía nervioso cuando tenía que acudir a la llamada del capitán. Cuando llegó a la puerta de la cabina tragó saliva y tuvo que darse ánimos antes de llamar para entrar. Pero no tenía por qué preocuparse, pues Pellew le miró sonriente desde su escritorio.
—¡Ah, señor Hornblower! Espero que esta noticia le parezca buena: mañana habrá un examen para pasar a la categoría de teniente en el Santa Bárbara. Espero que ya esté preparado para hacerlo.
Hornblower iba a decir: «Creo que sí, señor», pero se detuvo, porque a Pellew no le gustaban las respuestas vagas.
—Sí, señor —dijo.
—Muy bien. Entonces preséntese allí a las tres de la tarde con sus certificaciones y sus diarios.
—Sí, señor.
La conversación había sido muy breve para la importancia del tema. Hacía dos meses que Hornblower había sido nombrado teniente interino por Pellew. Mañana iba a examinarse. Si aprobaba, el almirante confirmaría el nombramiento al día siguiente, y sería un teniente con dos meses de antigüedad. Pero si suspendía… Eso significaría que no le consideraban apto para tener el rango de teniente y volvería a ser un guardiamarina, perdería los dos meses de antigüedad y tendría que esperar al menos seis meses más para volver a examinarse. Ocho meses de antigüedad tenían gran importancia y podían afectar al futuro de su carrera.
—Dígale al señor Bolton que tiene mi permiso para salir de la fragata mañana. Y puede usar una de las lanchas.
—Gracias, señor.
—Buena suerte, Hornblower.
Durante las siguientes veinticuatro horas, Hornblower no sólo intentó leer completos el Epitome of Navigation de Norie y el Handbook of Seamanship de Clarke, sino también conseguir que su mejor uniforme estuviera impecable. Convenció al ayudante del cocinero, a cambio de su ración de grog, de que dejara al sirviente de los oficiales calentar una plancha en la cocina para planchar el pañuelo que se pondría al cuello. Bracegirdle le prestó una camisa limpia. A todo esto, Hornblower pasó un mal momento cuando descubrió que el betún que había en la sala de oficiales estaba agrietado de puro seco. Dos guardiamarinas lo suavizaron con manteca y aplicaron la mezcla resultante a sus zapatos de hebilla, pero la mezcla se resistía a coger brillo. Por fin, después de cepillar los zapatos muchas veces y de frotarlos con un paño seco, consiguieron que brillaran lo suficiente para presentarse a un examen de teniente. Y en cuanto al sombrero de tres picos… Su vida, como la de todos los sombreros de tres picos en la camareta de guardiamarinas, había sido dura, y algunas de las abolladuras no se podían eliminar por completo.
—Quítatelo tan pronto como puedas y manténlo debajo del brazo —aconsejó Bracegirdle—. Tal vez no te vean subir por el costado.
Todos subieron a la cubierta para ver bajar a Hornblower, con sus calzones blancos, sus zapatos de hebilla, sus diarios bajo el brazo y las certificaciones de sobriedad y buena conducta en el bolsillo.
Ya era muy avanzada la tarde de invierno cuando fue conducido hasta el Santa Bárbara. Al llegar, subió por su costado y se presentó al oficial de guardia.
El Santa Bárbara era un barco prisión. Era una de las presas capturadas por Rodney en la batalla de Cádiz en 1780 y desde entonces estaba allí amarrado, desarbolado y pudriéndose. En tiempo de paz servía de almacén, y en tiempo de guerra, de prisión. Soldados con casacas rojas armados con mosquetes con la bayoneta calada vigilaban el portalón; en el castillo y en el alcázar había carronadas apuntadas hacia el interior del barco y hacia abajo para cubrir el combés, el lugar donde los prisioneros, tristes y harapientos, tomaban el aire. Cuando Hornblower subió por el costado, sintió el hedor que se desprendía desde dentro, donde estaban confinados dos mil prisioneros. Al llegar a bordo se presentó al oficial de guardia para informarle de que había llegado y cuál era el motivo de su presencia allí.
—¿Quién podría haberlo imaginado? —preguntó el oficial de guardia, un viejo teniente con el pelo blanco, largo hasta los hombros, observando el impecable uniforme de Hornblower y el portafolio que llevaba bajo el brazo—. Otros quince como usted ya están a bordo y… ¡Dios mío! ¡Mire!
Un grupo de embarcaciones pequeñas se acercaba al Santa Bárbara, en cada una había al menos un guardiamarina, con sus calzones blancos y su sombrero de tres picos, y en algunas, incluso cuatro o cinco.
—Todos los guardiamarinas de la escuadra del Mediterráneo ambicionan una charretera —dijo el teniente—. Espere a que el tribunal vea cuántos son ustedes… Si yo fuera usted, no me haría ilusiones de que fuera a conseguir algo. Vaya a popa y espere en la cabina de babor.
La cabina estaba ya bastante llena. Cuando Hornblower entró, quince pares de ojos le miraron de arriba abajo. Había allí oficiales de todas las edades entre los dieciocho y los cuarenta años, todos vestidos con su mejor uniforme, todos nerviosos. Uno o dos tenían sobre las piernas el Epitome de Norie y leían ansiosamente algunos fragmentos que no se sabían bien. Otros, que formaban un pequeño grupo, se pasaban unos a otros una botella, probablemente para animarse. Pero en cuanto Hornblower llegó, entraron de golpe muchos otros guardiamarinas. La cabina se llenaba cada vez más, y al poco tiempo estaba abarrotada. La mitad de los cuarenta hombres que la ocupaban se sentaron en el suelo, y los demás tuvieron que quedarse de pie.
—Hace cuarenta años mi abuelo acompañó a Clive a tomar venganza por lo que nos hicieron en el Agujero Negro de Calcuta —dijo alguien en voz alta—. ¡Si pudiera ver lo que el destino ha deparado a su descendiente…!
—Bebe un trago y no te preocupes —dijo otro guardiamarina.
—Somos cuarenta —dijo un oficial alto y delgado con aspecto de oficinista que contaba las cabezas—. ¿Cuántos aprobaremos? ¿Cinco?
—No te preocupes —repitió el guardiamarina de voz aguardentosa desde un rincón y luego, alzando la voz, empezó a cantar—: ¡Alejaos, temores, os ruego que os alejéis de mí!
—¡Cállate, tonto! —gritó otro—. ¡Escucha eso!
El aire se llenó de los fuertes pitidos que daban el contramaestre y sus ayudantes, y alguien en la cubierta dio una orden.
—Un capitán va a subir a bordo —dijo alguien. Un guardiamarina miraba por la rendija de la puerta.
—Es Foster, El Acorazado —dijo.
—Es un tipo duro donde los haya —terció un joven gordo que estaba sentado cómodamente con la espalda apoyada en el mamparo.
Otra vez se oyeron pitidos.
—Es Harvey, del astillero —dijo el vigía.
El tercer capitán siguió inmediatamente a los demás.
—Es Charlie El Negro —dijo el vigía—. Mira como si hubiera perdido una guinea y hubiera encontrado una moneda de seis peniques.
—¿Charlie El Negro? —preguntó un guardiamarina, e inmediatamente se puso en pie y empezó a caminar hacia la puerta—. ¡Déjame ver! ¡Sí, es él! Entonces este guardiamarina no se quedará a esperar una respuesta. Sé muy bien la respuesta que me dará: «Siga navegando seis meses más, señor. Debería ser castigado por haber tenido la impertinencia de presentarse al examen sin saber nada». Charlie El Negro no olvidará que se me cayó su perro de lanas de un cúter en Port of Spain cuando él era primer oficial del Pegasus. Adiós, caballeros. Saluden de mi parte al tribunal.
Al decir esto, se marchó, luego todos le oyeron dar explicaciones al oficial de guardia y gritar para que una de las lanchas que estaba en el puerto le llevara a su barco.
—Uno menos —dijo el guardiamarina de aspecto de oficinista—. ¿Qué ocurre, señor?
—El tribunal les presenta sus respetos y desea que pase el primer guardiamarina —dijo un mensajero.
Hubo unos momentos de vacilación. Nadie quería ser la primera víctima.
—¡Eh, el que está más cerca de la puerta! —gritó un ayudante de oficial de derrota de cierta edad—. ¿Quiere ser el primero, señor?
—Yo seré el Daniel —dijo el vigía en tono angustiado—. Recordadme en vuestras plegarias.
Se alisó la casaca, se arregló el pañuelo del cuello y salió. Los demás esperaron en silencio, que sólo rompía algunas veces el gluglú que hacía el guardiamarina de voz aguardentosa al beber otro trago. Pasaron diez largos minutos antes de que el aspirante al ascenso regresara, haciendo un gran esfuerzo por sonreír.
—¿Seis meses más navegando? —preguntó alguien.
—No —fue la inesperada respuesta—. Tres… Me han dicho que pase el siguiente. Deberías pasar tú.
—Pero ¿qué te han preguntado?
—Han empezado por preguntarme qué es la línea de máxima carga… Pero os aconsejo que no les hagáis esperar.
Inmediatamente, alrededor de treinta guardiamarinas abrieron los libros de texto para leer todo lo que decían sobre la línea de máxima carga.
—Has estado ahí dentro diez minutos —dijo el guardiamarina con aspecto de oficinista, mirando su reloj—. Somos cuarenta, y a diez minutos cada uno… Llegará la medianoche y no dará tiempo a que todos nos examinemos. No podrán terminar.
—Estarán hambrientos —dijo un guardiamarina.
—Hambrientos, no; sedientos de nuestra sangre —dijo otro.
—Tal vez nos examinen en grupos, como los franceses —dijo otro.
Al oírles, Hornblower recordó a los aristócratas franceses bromeando al pie del cadalso. Los examinandos se iban y al poco tiempo regresaban, unos tristes y otros sonrientes. La cabina estaba ya más vacía. Hornblower tenía bastante espacio para sentarse y estirar despacio las piernas dando un suspiro de alivio. En cuanto dio el suspiro de alivio se dio cuenta de que había adoptado una actitud teatral para hacer buen papel, pero la verdad es que estaba muy nervioso. La noche invernal ya había llegado, y algunos buenos samaritanos llevaron algunas velas para alumbrar ligeramente la oscura cabina.
—Aprueban a uno de cada tres —dijo el guardiamarina con aspecto de oficinista, preparándose para irse porque le había llegado el turno—. Ojalá que yo sea el tercero.
Hornblower volvió a ponerse de pie cuando el guardiamarina se fue. El próximo era él. Salió a la entrecubierta y respiró el aire puro y frío de la oscura noche. El viento soplaba del sur y probablemente se enfriaba al pasar por las nevadas cumbres de los montes Atlas, en la parte africana del estrecho. No había luna ni estrellas. El guardiamarina con aspecto de oficinista regresó.
—Date prisa —dijo—. Están impacientes.
Hornblower pasó junto al centinela que vigilaba la cabina de popa y entró en ella. Había mucha luz en la cabina, tanta luz que se deslumbró, parpadeó y tropezó con algo. Recordó que no se había arreglado el pañuelo del cuello ni había comprobado si tenía el sable bien colocado. Siguió parpadeando nerviosamente frente a los tres rostros serios que estaban al otro lado de la mesa.
—Por favor, señor, preséntese —dijo una voz en tono irritado—. No tenemos tiempo que perder.
—Ho… Hornblower, señor. Ho… Horatio Ho… Hornblower. Gu… Guardiamarina. Quiero decir, teniente interino de la Indefatigable.
—Sus certificaciones, por favor —dijo el hombre que estaba a la derecha.
Hornblower se las dio, y cuando estaba esperando a que terminara de examinarlas, el hombre que se encontraba a la izquierda dijo:
—Señor Hornblower, su barco está navegando de bolina con las velas amuradas a babor hacia el interior del Canal y Dover se encuentra a dos millas al norte y el viento sopla del noreste y es muy fuerte. ¿Está claro?
—Sí, señor.
—Ahora el viento rola cuarenta y cinco grados y empieza a hacer presión sobre la parte delantera de las velas. Entonces, ¿qué hace usted, señor? ¿Qué hace?
La mente de Hornblower, si podía pensar en algo, era en la definición de la línea de máxima carga. Esa pregunta cogió a Hornblower desprevenido, como en el caso en que le habían puesto de ejemplo. Abrió la boca y la cerró, pero no dijo nada.
—Ahora ya su barco está desarbolado —dijo el hombre que estaba en el centro.
Ese hombre tenía el rostro moreno, por lo que Hornblower dedujo que sería Charlie El Negro, Charlie Hammond. Pensó eso, pero no podía forzar su mente a concentrarse en el examen.
—Desarbolado —repitió el hombre que estaba a la izquierda con una sonrisa como la de Nerón viendo agonizar a los cristianos—. Tiene el acantilado de Dover por sotavento. Se encuentra usted en una situación grave, señor… Hornblower.
¡Y tan grave! Hornblower abrió la boca y la volvió a cerrar. Oyó un cañonazo no muy lejos, pero su mente embotada no le prestó mucha atención. Los miembros del tribunal tampoco comentaron nada sobre el cañonazo. Pero unos momentos después sonaron varios cañonazos seguidos, y los tres capitanes se pusieron en pie. Sin ceremonia alguna, salieron corriendo de la cabina, atropellando al centinela que estaba en la puerta. Hornblower les siguió. Llegaron al combés cuando una bengala desde lo alto del cielo en la noche oscura se transformaba en una cascada de estrellas rojas. Era la señal de alarma general. En el fondeadero podían oírse los tambores de todos los barcos llamando a la marinería a ocupar sus puestos. Junto al portalón se encontraban agrupados los restantes aspirantes, que estaban muy excitados y hablaban a gritos.
—¡Miren! —gritó una voz.
En medio de las negras aguas, a media milla de distancia, vieron en un barco una luz amarilla, que aumentó rápidamente hasta que el barco fue envuelto por las llamas. El barco tenía todas las velas desplegadas y navegaba en dirección al abarrotado fondeadero.
—¡Barcos bomba!
—¡Oficial de guardia! —gritó Foster—. ¡Llame a mi falúa!
Varios barcos bomba navegaban en fila con el viento en popa en dirección al grupo de barcos anclados en el fondeadero. En el Santa Bárbara había gran agitación, pues los marineros y los infantes de marina subían a la cubierta y los capitanes y los aspirantes gritaban para que las lanchas que había en el puerto les llevaran a sus barcos. Entonces una fila de llamas anaranjadas iluminó el agua, y enseguida se oyó el rugido de una batería. Desde algún navío estaban disparando al barco bomba para hundirlo. Si el casco de alguno de esos barcos en llamas entraba en contacto con algún barco unos segundos, aunque fueran muy pocos, el fuego se propagaría rápidamente por la madera seca y pintada, por los cabos embreados y las velas, y nada podría apagarlo. En la mar, el mayor peligro para los marineros es el fuego, ya que los barcos arden con facilidad pues su material es combustible.
—¡Eh, la lancha! —gritó Hammond—. ¡Eh, la lancha! ¡Abórdese con el barco! ¡Abórdese con el barco! ¡Maldita sea!
Tenía la vista aguda y había logrado ver los remos de la lancha cuando pasaba cerca del barco.
—¡Abórdese con el barco o le disparo! —gritó Foster—. ¡Centinela, prepárese para dispararle!
Ante la amenaza, la lancha viró y avanzó hacia el pescante de popa del barco.
—Aquí está, caballeros —dijo Hammond.
Los tres capitanes bajaron rápidamente al pescante de popa y saltaron a la lancha. Hornblower les había seguido hasta allí. Sabía que había nulas posibilidades de que un oficial de poca antigüedad encontrara una lancha para regresar a su barco, adonde era su obligación volver tan pronto como fuera posible, y pensó que después que los capitanes llegaran a su destino, él podría usar esa lancha para ir a la Indefatigable. Saltó en el momento en que la lancha zarpaba y cayó en la bancada de popa, golpeando fuertemente al capitán Harvey, y la vaina de su sable chocó contra la borda. Pero los tres capitanes aceptaron su compañía sin protestar, a pesar de no haberle invitado.
—¡Al Dreadnought! —ordenó Foster.
—¡Yo soy el capitán de más antigüedad! —gritó Hammond—. ¡Al Calypso!
—¡Al Calypso! —gritó Harvey, cogiendo el timón y virando la lancha.
—¡Remen! —dijo Foster angustiado.
No hay peor tortura mental que la que produce a un capitán el hecho de no estar a bordo de su barco cuando se encuentra en peligro.
—Ahí hay uno —dijo Harvey.
Un poco más adelante había un pequeño bergantín que navegaba en dirección a ellos con las gavias desplegadas. Pudieron ver en el bergantín el resplandor del fuego y poco después vieron las llamas brotar con furia y envolverlo en un momento, como un conjunto de fuegos artificiales. Las llamas salían por las groeras de los costados y las escotillas. El agua que rodeaba el bergantín tenía un brillo rojizo. Entonces lo vieron detenerse y virar lentamente.
—Se dirige hacia el Santa Bárbara —dijo Foster.
—Está muy cerca —dijo Hammond—. Chocarán dentro de un minuto. Que Dios ayude a los que están a bordo.
Hornblower pensó en los dos mil prisioneros españoles y franceses que estaban bajo la cubierta del barco.
—Si un hombre cogiera el timón, podría desviarla —dijo Foster—. Deberíamos intentarlo.
Entonces pasaron muchas cosas con rapidez. Harvey viró el timón enseguida.
—¡Remad! —gritó con furia a los remeros.
Los remeros, lógicamente, eran reacios a remar para acercarse a aquel barco en llamas.
—¡Remad! —gritó Harvey.
Entonces desenvainó la espada, que reflejó el rojo resplandor del fuego, y rápidamente apoyó la hoja contra la garganta del primer remero. El hombre, sollozando, movió el remo, y la lancha se movió bruscamente hacia delante.
—Lleva la lancha hasta abajo de la bovedilla —dijo Foster—. Saltaré hasta ella.
Hornblower pudo hablar por fin.
—Déjeme ir a mí, señor. Yo puedo gobernarlo.
—Venga conmigo, si quiere —dijo Foster—. Tal vez hagan falta dos personas.
Probablemente a Foster le habían dado el sobrenombre de El Acorazado por alusión al nombre de su barco, pero era muy adecuado para él por muchos otros motivos. Harvey acercó la lancha a la popa del barco bomba, que navegaba muy despacio, con el viento en popa, en dirección al Santa Bárbara.
Hornblower era el que estaba más cerca del bergantín, y puesto que no había tiempo que perder, se puso de pie en la bancada y saltó. Sus manos agarraron algo, y entonces subió una pierna y luego, con gran esfuerzo, consiguió arrastrar su cuerpo hasta la cubierta. Como el bergantín navegaba con el viento en popa, las llamas avanzaban hacia delante. Al final de la popa simplemente había un terrible calor, pero Hornblower oía rugir las llamas y crepitar la madera ardiendo. Avanzó hasta el timón y cogió las cabillas, pero vio que el timón estaba amarrado con un cabo. Entonces cortó el cabo y cogió de nuevo las cabillas y notó el movimiento de la pala del timón en el agua. Se apoyó en el timón con todo el peso de su cuerpo para darle la vuelta. El bergantín y el Santa Bárbara estaban a punto de chocar, los dos por la amura de estribor, y las llamas iluminaron a una multitud de hombres que estaban en el castillo del Santa Bárbara, dando gritos de angustia y haciendo gestos.
—¡Todo a estribor! —gritó Foster casi en el oído de Hornblower.
—¡Todo a estribor, señor! —gritó Hornblower.
El bergantín siguió el movimiento del timón, desvió la proa y no chocó.
Grandes llamas salieron por la escotilla que estaba detrás del palo mayor. El palo y sus aparejos ardieron como una tea embreada. Al mismo tiempo, una ráfaga de viento arremolinó hacia atrás una gran llama, y Hornblower, instintivamente, se quitó el pañuelo y se cubrió la cara con él, manteniendo sujeto siempre el timón con una mano. La llama le rodeó y volvió a alejarse. La distracción había sido peligrosa, pues el bergantín había continuado girando y ahora su popa estaba cerca de la proa del Santa Bárbara. Desesperadamente, Hornblower movió el timón para el lado contrario. A causa de las llamas, Foster había retrocedido hasta el coronamiento, pero ahora volvió a acercarse.
—¡Todo a babor!
El bergantín siguió el movimiento del timón, chocó con el combés del Santa Bárbara por la parte de la aleta de estribor y luego se separó de él.
—¡Derecho!
El bergantín pasó por el lado del Santa Bárbara, a sólo dos o tres yardas de distancia, y al tiempo que pasaba, un grupo de hombres angustiados corría por el pasamano. En el alcázar otro grupo sostenía un palo con el fin de empujar el bergantín. Hornblower pudo verles al mirar de reojo hacia allí. Ahora el bergantín había dejado atrás el barco.
—¡Ahí está el Dauntless, por la amura de babor! —dijo Foster—. ¡Mantenga el bergantín alejado de él!
—¡Sí, señor!
El ruido del crepitar del fuego era tremendo. Era increíble que en aquella pequeña área de la cubierta se pudiera respirar y vivir. Hornblower sentía un terrible calor en las manos y en la cara. Los dos mástiles eran inmensas masas de fuego.
—¡Timón a estribor! —ordenó Foster—. ¡Lo encallaremos en el bajío de la zona neutral!
—¡Timón a estribor, señor!
Hornblower estaba muy excitado. El crepitar de las llamas le enardecía en vez de asustarle. En ese momento, a menos de cuatro pasos por delante del timón, las llamas salieron con fuerza por las junturas de las tablas de la cubierta, haciéndose el calor insoportable. El fuego se extendía hacia la popa a medida que las juntas quedaban destapadas.
Hornblower buscó el cabo para atar el timón, pero antes de encontrarlo, el timón giró sin que él lo moviera, probablemente porque los cabos que lo unían a la pala se habían quemado. Al mismo tiempo, la parte de la cubierta en la que tenía apoyados los pies se elevó y se abombó por causa del fuego. Retrocedió hasta el coronamiento, donde se encontraba Foster.
—Los cabos del timón se han quemado, señor —le informó Hornblower.
Las llamas se elevaban junto a ellos crepitando. La casaca de Hornblower ardía sin llamas.
—¡Salte! —gritó Foster.
Hornblower sintió el empujón de Foster. Estaba al borde de la locura. Saltó por encima de la borda, se quedó unos momentos en el aire, jadeando, temblando de miedo, y fue a caer estrepitosamente al agua. Enseguida le cubrió, y, sintiendo un miedo cerval, luchó por salir a la superficie. El agua estaba fría (el Mediterráneo es frío en diciembre). Gracias al aire que tenía en la ropa podía mantenerse a flote, a pesar de que el sable pesaba mucho. No veía nada en la oscuridad, pues todavía le duraba el deslumbramiento que le habían producido las llamas. Notó que alguien chapoteaba junto a él.
—¡Nos estaban siguiendo para recogernos! —dijo Foster—. ¿Sabe nadar?
—Sí, señor, pero no muy bien —respondió.
—Igual que yo —dijo Foster y luego, alzando mucho más la voz, gritó—: ¡Eh! ¡Eh! ¡Hammond! ¡Harvey! ¡Eh!
Trató de subir tanto como su voz y cayó de espaldas en el agua. Golpeo varias veces el agua con las manos y la boca se le llenó de agua cuando iba a decir algo. Hornblower, aunque apenas tenía fuerzas para chapotear, advirtió algo que le pareció interesante (así era su caprichosa mente), que incluso los capitanes de mucha antigüedad eran simples mortales. Intentó en vano quitarse el cinto donde tenía colgado el sable y se hundió en el agua por el esfuerzo. Luchó por subir y pudo salir justamente a la superficie. Aspiró aire por la boca y volvió a intentar desabrochar el cinturón. Esta vez el sable salió a medias de la vaina, y como él siguió intentando quitárselo, terminó por salirse por su propio peso; sin embargo, no sintió alivio.
Entonces oyó el golpeteo de unos remos en el agua y unas voces y vio una lancha muy próxima y dio un grito. Uno o dos segundos después la lancha llegó adonde estaban ellos y él, muerto de miedo, se agarró a la borda.
Los tripulantes de la lancha subieron a Foster, y Hornblower sabía que no debía moverse ni intentar subir a bordo, pero tuvo que hacer un gran esfuerzo para quedarse allí agarrado a la borda hasta que le llegara su turno. No se explicaba por qué sentía tanto miedo, y se despreciaba a sí mismo por sentirlo. Gracias a su fuerza de voluntad, pudo soltar alternativamente las manos mientras se movían hacia la popa de la lancha, desde donde sus tripulantes podrían subirle a bordo. Finalmente, los tripulantes le arrastraron hasta el interior de la lancha, y él, a punto de desmayarse, se dejó caer en el fondo boca abajo. Entonces uno de los tripulantes habló, y Hornblower sintió un escalofrío y notó que sus músculos se tensaban, porque el hombre había hablado en un idioma desconocido que probablemente sería el español.
Otro hombre le respondió en la misma lengua. Hornblower trató de ponerse en pie, y alguien le puso una mano en el hombro para impedírselo. Entonces dio una vuelta, y puesto que sus ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad, pudo ver tres rostros morenos con grandes bigotes negros. Esos hombres no eran gibraltareños. Entonces sacó en conclusión que eran los tripulantes de uno de los barcos bomba, que habían llevado su embarcación hasta el puerto de Gibraltar le prendieron fuego y luego escaparon en la lancha. Foster estaba sentado en el fondo de la lancha inclinado hacia delante y con la cabeza apoyada en las rodillas. En ese momento levantó la cabeza y miró a su alrededor.
—¿Quiénes son estos tipos? —preguntó con voz débil, pues la lucha por mantenerse a flote le había debilitado tanto como a Hornblower.
—Creo que son los tripulantes de un barco bomba español, señor —dijo Hornblower—. Somos prisioneros.
—¿Ah, sí?
La noticia le impulsó a moverse, como le había ocurrido a Hornblower. Intentó ponerse en pie, y el español que llevaba el timón le puso una mano en el hombro y le empujó hacia abajo. Foster trató de apartar su mano, dando un débil grito, pero el hombre estaba decidido a no tolerar ningún disparate y con gran rapidez se sacó un cuchillo de la bandolera. El resplandor del fuego del barco bomba, que se quemaba en el bajío a cierta distancia de allí, hizo brillar el cuchillo, y Foster dejó de forcejear. Foster era merecedor del sobrenombre El Acorazado que le habían dado sus hombres, pero sabía cuándo había que actuar con prudencia.
—¿Con qué rumbo navegamos? —preguntó a Hornblower lo bastante bajo como para no irritar a sus captores.
—Norte, señor. Tal vez tengan intención de desembarcar en la zona neutral y luego ir hasta La Línea.
—Eso es lo más conveniente para ellos —dijo Foster.
Volvió la cabeza para ver el puerto.
—Otros dos barcos se están quemando allí —dijo—. Creo que sólo había tres barcos incendiarios.
—Yo vi tres, señor.
—Entonces no han hecho daño. La acción ha sido arriesgada. ¿Quién podría pensar que los españoles fueran capaces de hacer algo así?
—Tal vez hayan aprendido con nosotros a lanzar barcos bomba, señor —sugirió Hornblower.
—¿Cree usted que «hemos movido la piedra de amolar que afila el acero»?
—Es posible, señor.
Foster era lo bastante aplomado como para decir un verso y hablar de la situación en que se encontraban los barcos mientras uno de los españoles que le habían capturado le vigilaba con un cuchillo en la mano. «Aplomado» era el adjetivo más apropiado para calificarle. A diferencia de él, Hornblower temblaba de frío porque su ropa estaba mojada, porque el viento de la noche era helado y porque él estaba débil y extenuado por la excitación que había tenido y los esfuerzos que había hecho durante el día.
—¡Eh, la lancha! —gritó una voz a cierta distancia, donde se veía un bulto negro.
El español que estaba sentado en la bancada de popa movió el timón, y el bote avanzó en dirección contraria. Al mismo tiempo los dos remeros redoblaron sus esfuerzos.
—Una lancha de guardia… —empezó a decir Foster, pero se interrumpió cuando el cuchillo hizo un movimiento amenazador.
Naturalmente, había una lancha de guardia en la parte norte del fondeadero. Debían haberlo tenido en cuenta.
—¡Eh, la lancha! —volvió a gritar la voz—. ¡Dejen de mover los remos o disparo!
El español no respondió. Un segundo después se vio un fogonazo y se oyó un tiro de mosquete. No supieron dónde dio la bala; pero el tiro alertó a la escuadra, hacia la que se dirigía la lancha otra vez. Los españoles estaban decididos a jugar hasta el final y siguieron remando con rapidez.
—¡Eh, la lancha!
Ese grito salió de otra lancha, que estaba a cierta distancia por delante de ellos. Los remeros, desalentados, se quedaron inmóviles, pero al oír el grito del hombre que iba en la bancada de popa, volvieron a remar. Hornblower pudo ver la lancha recién llegada delante de ellos, y oyó a alguien de a bordo dar otro grito y al mismo tiempo sus tripulantes dejaron de mover los remos. El español que llevaba el timón gritó una orden, y el primer remero ció, y la lancha viró. Luego dio otra orden, y ambos remeros volvieron a remar con rapidez, y la lancha arremetió contra la lancha recién llegada. Si los españoles lograban volcar esa lancha, podrían escapar mientras los hombres de la lancha que les perseguía recogían a sus compañeros.
Todo sucedió muy rápidamente, mientras todos los hombres gritaban con todas sus fuerzas. Se oyó el ruido de la colisión. La proa de la lancha española chocó con la lancha británica, pero sin fuerza suficiente para volcarla, y entonces las dos embarcaciones escoraron tremendamente. Alguien disparó una pistola, y enseguida la lancha de guardia que les perseguía se abordó con la lancha española y subieron a bordo inmediatamente. Un marinero se arrojó sobre Hornblower y le apretó el cuello con una mano, impidiéndole respirar, y luego le apretó más y más como si siquiera ahogarle. Hornblower oyó a Foster dar gritos de protesta, y el hombre que le estaba ahogando le soltó. Entonces oyó al guardiamarina de la lancha de guardia disculparse por haber tratado tan mal a un capitán de navío de la Armada real. Alguien abrió las portezuelas del farol de la lancha de guardia, y su luz alumbró a Foster, que estaba magullado y sucio, y a los enfurecidos prisioneros.
—¡Eh, las lanchas! —gritó otra voz, y otra lancha surgió de la oscuridad y empezó a navegar en dirección a ellos.
—¿Es usted, capitán Hammond? —gritó Foster en un tono irritado que era un mal presagio.
—¡Gracias a Dios! —dijo Hammond, y su lancha avanzó hacía el círculo iluminado.
—Pero no gracias a usted —dijo Foster con rabia.
—Después que ustedes separaron el bergantín del Santa Bárbara, una ráfaga de viento lo hizo moverse con tanta rapidez que no pudimos seguirlo de cerca —dijo Harvey.
—Lo seguimos navegando a la velocidad que logramos que remaran estos escorpiones —añadió Hammond.
—Sin embargo, fue necesario que vinieran los españoles a salvarnos de perecer ahogados —dijo Foster en tono sarcástico, probablemente amargado por el recuerdo de la lucha por mantenerse a flote—. Pensé que podía confiar en dos capitanes que eran buenos compañeros.
—¿Qué insinúa usted, señor? —preguntó Hammond.
—No insinúo nada, pero algunos pueden considerar una insinuación la simple constatación de un hecho.
—Creo que eso es una ofensa a mí y al capitán Hammond, señor —dijo Harvey.
—Le felicito por su perspicacia, señor —dijo Foster.
—Comprendo —dijo Harvey—. No debemos continuar esta discusión delante de estos hombres. Le enviaré a mi padrino.
—Será bienvenido.
—Le deseo que pase una buena noche, señor.
—Yo también —dijo Hammond—. ¡Ciad!
La lancha se alejó del círculo iluminado, dejando tras de sí a un grupo de espectadores sorprendidos de que un hombre pudiera tener un comportamiento tan extraño, de que un hombre llegara voluntariamente y sin motivo a una situación peligrosa después de haber sido salvado de morir y de ser encerrado en una prisión.
—Tengo que hacer muchas cosas antes de que llegue el día —dijo como para sí y llamó al guardiamarina de la lancha de guardia—. Hágase cargo de los prisioneros, señor, y lléveme a mi barco.
—Sí, señor.
—¿Alguno de ustedes sabe hablar su lengua? Quisiera que les dijera que les mandaré a Cartagena en un barco con bandera blanca y que no serán canjeados por otros prisioneros. Nos salvaron la vida —dijo, volviéndose hacia Hornblower—, y eso es lo menos que podemos hacer para recompensarles por ello.
—Creo que eso es justo, señor.
—Y a usted, mi amigo tragafuegos, le doy las gracias. Obró usted muy bien. Si sigo vivo después de mañana, me encargaré de informar a las autoridades de su comportamiento.
—Gracias, señor.
Hornblower tenía una pregunta en los labios, pero tardó en decidirse a hacerla.
—¿Y mi examen, señor? ¿Mi certificación?
—Creo que ese tribunal nunca volverá a reunirse —dijo Foster negando con la cabeza—. Debe esperar a que se le ofrezca la oportunidad de presentarse ante otro tribunal.
—Sí, señor —dijo Hornblower en tono triste.
—Escúcheme, Hornblower —dijo Foster en tono malhumorado—. Si no recuerdo mal, el viento estaba haciendo presión sobre la parte delantera de las velas de su barco y, además, su barco estaba a punto de perder los palos y tenía el acantilado de Dover por sotavento. Uno o dos minutos después habría suspendido. Le salvó el cañonazo de alarma, ¿no es cierto?
—Creo que sí, señor.
—Entonces agradezca a su suerte las pequeñas cosas buenas que le traiga. Y agradézcale aún más las grandes.