CAPÍTULO 3

EL CASTIGO DEL FRACASO

La luz del día besó tímidamente y por encima las agitadas aguas del golfo de Vizcaya y dejó a la vista una lancha que navegaba por ellas. La lancha estaba abarrotada. En la proa se acurrucaban los tripulantes de un velero bergantín francés, de nombre Marie Galante, que se había hundido; en el centro se encontraban el capitán del bergantín y su ayudante; en la bancada de popa se sentaban el guardiamarina Horatio Hornblower y los cuatro marineros que tripulaban el bergantín cuando era una presa británica. Hornblower estaba mareado, pues su delicado estómago se había acostumbrado al movimiento de la Indefatigable, pero se negaba a tolerar el fuerte cabeceo, las cabriolas y las sacudidas que daba la lancha ahora que estaba anclada con el ancla de capa. Además de estar mareado, tenía frío y estaba muy cansado porque había tenido espasmos y había vomitado durante la noche, la segunda noche que pasaba sin dormir. El abatimiento producido por el mareo le hizo recordar la pérdida del Marie Galante. ¡Si se hubiera acordado antes de taponar el boquete de la bala…! Le vinieron a la mente muchas excusas, pero no las admitió. Se dijo que había muchas cosas que hacer y pocos marineros para hacerlas: vigilar a los prisioneros franceses, reparar la jarcia, determinar el rumbo que debían tomar… Por otra parte, el Marie Galante tenía un cargamento de arroz, y la capacidad de absorber líquidos del arroz había sido la causa de que se equivocara cuando se acordó de sondar la sentina. Todo eso era cierto, pero también era cierto que había perdido su barco, el primer barco que había tenido bajo su mando. En su opinión, no tenía justificación para su fracaso.

Los marineros franceses se habían despertado al rayar el alba, y ahora hablaban como cotorras. Matthews y Carson estaban junto a él y se movían con cuidado para que no aumentara el dolor que sentían en las articulaciones.

—¿El desayuno, señor? —preguntó Matthews.

Eso le recordó a Hornblower un juego al que jugaba en su solitaria infancia: se sentaba en el comedero de los cerdos vacío y simulaba que era un náufrago en un bote. Partía un pedazo de pan o de cualquier cosa que encontrara en la cocina, según un cálculo exacto, en doce raciones, una para cada día. Pero el voraz apetito propio de los niños hacía que esos días fueran muy cortos, que no duraran más de cinco minutos. Se ponía de pie en el comedero, colocaba la mano por encima de los ojos para protegerlos del sol y miraba a su alrededor con la esperanza de ver en el horizonte el barco que le salvaría del naufragio, pero no lo veía, y entonces volvía a sentarse, se decía que la vida de un náufrago era dura y decidía que acababa de pasar otra noche y que era hora de comer otra ración de las que constituían sus escasas provisiones. En cambio, aquí, bajo la supervisión de Hornblower, el capitán francés y su ayudante dieron a cada uno de los hombres que iban en la lancha una galleta y luego, a uno cada vez, un jarro lleno de agua de los barriletes que estaban bajo las bancadas. Pero cuando Hornblower estaba sentado en el comedero, a pesar de que tenía mucha imaginación, nunca se imaginó que podría sentir ese horrible mareo, ni frío, ni espasmos, ni que le dolería su delgado trasero por tenerlo apoyado constantemente en las duras tablas de la bancada de popa. Y puesto que tenía confianza en sí mismo cuando era niño, tampoco se imaginó lo difícil que le resultaba a un oficial de la Marina de diecisiete años soportar el peso de la responsabilidad.

Hornblower hizo un esfuerzo para alejar de su mente los recuerdos de su reciente niñez y analizar la situación actual. El cielo plomizo, por lo que podía apreciar como inexperto marino, no presagiaba un empeoramiento del tiempo. Se mojó un dedo y lo mantuvo en alto mientras miraba el compás de la lancha para ver cuál era la dirección del viento.

—Está rolando al oeste, señor —dijo Matthews, que había seguido con la vista sus movimientos.

—Exacto —dijo Hornblower, repasó mentalmente la reciente lección en que había aprendido a cuartear el compás.

Sabía que para contornear la isla d’Ouessant debían navegar con rumbo noreste cuarta al norte y que la quilla de la lancha no podría formar un ángulo menor de ochenta y cinco grados con la dirección del viento, y como el viento había soplado del norte durante la noche y no podían poner rumbo a Inglaterra, había ordenado que la lancha permaneciera anclada con el ancla de capa. Pero el viento había rolado. Ahora una desviación de ochenta grados del rumbo noreste cuarta al norte equivalía al rumbo noroeste cuarta al oeste, y el viento había rolado mucho más al oeste. La lancha podría contornear la isla d’Ouessant navegando de bolina e incluso tendría un margen por si presentaban contingencias, estaría a bastante distancia de la costa a sotavento, que, según decían los libros de náutica y según le indicaba el sentido común, era muy peligrosa.

—Zarparemos ahora, Matthews —dijo, sosteniendo todavía en la mano la galleta, que su rebelde estómago se negaba a aceptar.

—Sí, señor.

Hornblower gritó para atraer la atención de los franceses que estaban aglomerados en la proa, pero en esas circunstancias no necesitaba emplear su elemental francés para ordenarles algo que era obvio que había que hacer: recoger el ancla de capa. Pero esa tarea no era fácil porque la lancha estaba abarrotada y en su interior quedaba un espacio libre no superior a un pie. El mástil ya estaba en posición vertical y la vela al tercio, preparada para ser izada. Dos franceses, en precario equilibrio, tiraron de la driza, y la vela subió por el mástil.

—Hunter, ocúpese de las escotas —ordenó Hornblower—. Matthews, lleve el timón. Mantenga la lancha navegando de bolina con la vela amurada a babor.

—De bolina con la vela amurada a babor, señor.

El capitán francés había observado con gran interés las maniobras desde su asiento desde el centro de la lancha. No había entendido la última y decisiva orden, pero comprendió cuál era su significado en cuanto la lancha viró en redondo para poner proa a Inglaterra y la vela fue amurada a babor. Se puso de pie y comenzó a protestar.

—El viento es favorable para ir a Burdeos —dijo, moviendo los brazos con los puños cerrados—. Podríamos llegar allí mañana. ¿Por qué nos dirigimos al norte?

—Vamos a Inglaterra —dijo Hornblower.

—Pero… ¡Pero tardaremos una semana en llegar! Una semana, si el viento sopla con fuerza. La lancha está demasiado llena y no podrá soportar una tormenta. Esto es una locura. En el momento en que el capitán se había puesto de pie, Hornblower había adivinado lo que iba a decir, así que no se molestó en traducir sus protestas. Además, estaba demasiado aturdido por el mareo y demasiado cansado para discutir en un idioma extranjero. No hizo caso al capitán. Por nada del mundo pondría proa a Francia. Su carrera naval acababa de empezar, aunque la pérdida del Marie Galante podría truncarla, y no quería pasarse años en una prisión francesa.

—¡Señor! —dijo el capitán francés.

Su ayudante, que estaba sentado a su lado, también protestaba, y el capitán y él se volvieron hacia atrás, hacia donde estaban sus hombres, y les contaron lo que pasaba. Entre ellos cundió el descontento.

—Señor, insisto en que ponga proa a Burdeos —dijo el capitán.

Hizo ademán de avanzar hacia Hornblower, y uno de sus hombres trató de desenganchar el bichero, que podía ser un arma peligrosa. Hornblower sacó una de las pistolas que tenía en el cinto y apuntó al capitán, que retrocedió al ver la boca de la pistola a cuatro palmos de su pecho. Sin perderlo de vista, Hornblower cogió otra pistola con la mano izquierda.

—Coja esto, Matthews —ordenó.

—Sí, señor —contestó Matthews y, después de una prudente pausa, añadió—: Discúlpeme, señor, pero ¿no cree que debería montar la pistola?

—Sí —respondió Hornblower, exasperado por su propio descuido.

Echó hacia atrás el martillo de la pistola y se oyó un chasquido. El amenazador ruido hizo que el capitán francés se diera cuenta de que realmente corría peligro, pues un hombre con una pistola montada y cargada le apuntaba hacia su estómago en una lancha en movimiento. Entonces agitó las manos desesperadamente.

—Por favor, apunte hacia otro lado, señor —dijo y retrocedió hasta unirse al grupo de hombres que estaban detrás de él.

—¡Eh, tú, detente! —gritó Matthews a un marinero francés que trataba de soltar la driza sin que le vieran.

—Dispare a cualquier hombre que le parezca peligroso —dijo Hornblower.

Estaba tan firmemente determinado a obligar a esos hombres a doblegarse a su voluntad y tan deseoso de conservar su libertad que tenía una expresión furibunda. Nadie, al verle, podía dudar de su determinación. Hornblower no permitiría que ninguna persona le impidiera hacer lo que había decidido. Todavía tenía otra pistola en el cinto, y seguramente los franceses, si trataban de atacar a los británicos, al menos la cuarta parte de ellos moriría antes de conseguir vencerles, y el capitán sabía que él sería el primero en caer. El capitán indicó a sus hombres que no ofrecieran resistencia haciendo expresivos gestos con las manos a ambos lados de su cuerpo, pues no podía quitar la vista de la pistola. Los murmullos de los franceses cesaron, y el capitán empezó a rogarle.

—Pasé cinco años en una prisión inglesa durante la última guerra —dijo—. Hagamos un trato. Vayamos a Francia y cuando lleguemos a la costa, al lugar que usted elija, señor, nosotros desembarcaremos y ustedes continuarán su viaje. O desembarcamos todos y yo me valdré de mis influencias para mandarles a usted y a sus hombres de regreso a Inglaterra en un barco con bandera blanca, sin necesidad de un canje ni de un rescate, se lo juro.

—No —dijo Hornblower.

Era mucho más fácil llegar a Inglaterra desde allí que desde la costa francesa que bordeaba el golfo de Vizcaya. Y en cuanto a la otra sugerencia, Hornblower sabía lo suficiente sobre el nuevo gobierno instaurado en Francia después de la Revolución como para dudar de que soltara prisioneros a petición de un capitán de barco mercante. Además, en Francia había escasez de marineros expertos, y era su deber impedir que esos doce regresaran.

—No —volvió a decir, como respuesta a las nuevas protestas del capitán.

—¿Quiere que le pegue un puñetazo, señor? —preguntó Hunter, que se encontraba junto a Hornblower.

—No —respondió Hornblower.

Pero el francés vio su gesto y comprendió el significado de sus palabras y, poniendo gesto de enfado, se sentó en silencio.

Volvió a levantarse cuando vio que Hornblower apoyaba la pistola en la pierna y le seguía apuntando a él. Hornblower podría apretar el gatillo si se quedaba dormido.

—Señor, apunte la pistola a otro lado, se lo ruego. Es peligroso tenerla así.

Hornblower le miró con indiferencia.

—Apunte a otro lado, por favor. No haré nada para impedir que usted gobierne la lancha, se lo prometo.

—¿Lo jura?

—Lo juro.

—¿Y los otros?

El capitán se volvió hacia sus hombres, les dio numerosas explicaciones, y ellos accedieron de mala gana pero lo juraron.

—También lo juran.

—Muy bien.

Cuando Hornblower empezó a colgarse otra vez la pistola en el cinto, se acordó de echar hacia delante el martillo, en el preciso momento de evitar que se le disparase a sí mismo en el estómago. Todos en la lancha se relajaron y se quedaron quietos. Ahora la lancha se movía rítmicamente, y ese movimiento era mucho más agradable que las sacudidas que daba cuando estaba anclada con el ancla de capa; el estómago de Hornblower perdió buena parte de su resentimiento. El inglés llevaba dos noches sin dormir. Involuntariamente dobló la cabeza sobre el pecho y se inclinó hacia un lado y se recostó sobre Hunter. Durmió profundamente mientras la lancha, con el viento casi por el través, navegaba a velocidad constante rumbo a Inglaterra. Se despertó mucho más tarde, cuando Matthews tuvo que dejarle el timón a Carson porque estaba exhausto y tenía calambres. Entonces montaron turnos de guardia: uno de ellos llevaría el timón y otro se ocuparía de las escotas mientras los demás descansaban. Hornblower se ocupó de las escotas cuando le tocó el turno, pero no confiaba en poder llevar el timón como era debido, sobre todo de noche. Sabía que no tenía habilidad para mantener el rumbo guiándose por el viento que le azotaba las mejillas y por la impresión que le causaba el timón que tenía en las manos.

Hasta el otro día mucho después del desayuno, casi al mediodía, en realidad, no avistaron un barco. Fue un francés quien lo vio primero, y su grito de euforia hizo ponerse en pie a todos. Se divisaban sus tres gavias en el horizonte, por la amura de barlovento, y el barco seguía una ruta convergente a la de la lancha y se aproximaba con tanta rapidez que cada vez que ésta subía con una ola, podía verse una parte mucho mayor de sus velas.

—¿Qué barco le parece que es, Matthews? —preguntó Hornblower entre el murmullo de los excitados franceses.

—No lo sé, señor, pero no me gusta su aspecto —respondió Matthews vacilante—. Debería tener desplegados los juanetes con este viento, y las mayores también, y no las tiene desplegadas. No me gusta cómo tiene colocado el foque, señor. Me parece que es un barco franchute, señor.

Cualquier barco que navegara por motivos pacíficos, tendría desplegados el mayor número posible de velas. Ese barco no las tenía, por tanto estaba guiado por motivos bélicos; pero, a pesar de que se encontraba en el golfo, había más probabilidades de que fuera británico que de que fuera francés. Hornblower estuvo mirándolo largo tiempo. Notó que era un barco más bien pequeño, aunque llevaba aparejo de navío, que tenía cubierta corrida y que navegaba a gran velocidad. Cuando ya podía ver claramente y a intervalos su casco, observó que tenía una sola fila de cañones.

—Me parece que es un barco francés, señor —dijo Hunter—. Un barco corsario.

—Preparados para virar —ordenó Hornblower.

Viraron en redondo la lancha, la colocaron con el viento en popa y empezaron a navegar en dirección opuesta al barco. Pero en la guerra, como en la selva, la huida es una invitación a la persecución y al ataque. El barco desplegó las mayores y los juanetes y se acercó a la lancha navegando a toda vela, la adelantó, pasando por su lado a medio cable[2] de distancia, y se puso en facha delante de ella para impedirle escapar. En el pasamano del barco había gran cantidad de tripulantes mirándoles con curiosidad, una cantidad muy grande para un barco tan pequeño. Una pregunta atravesó el aire y llegó hasta la lancha: las palabras eran francesas. Los marineros británicos se sentaron de golpe y empezaron a maldecir, mientras que el capitán francés se puso en pie y respondió alegremente. Los marineros franceses abordaron la lancha con el barco.

—Bienvenido al Pique, señor —dijo en francés—. Soy el capitán Neuville, el capitán de este barco corsario. ¿Y usted es…?

—El guardiamarina Hornblower, de la Indefatigable, fragata de Su Majestad el rey de Gran Bretaña —respondió Hornblower en voz muy baja y en tono malhumorado.

—Parece que está de mal humor —dijo Neuville—. Por favor, no se aflija tanto cuando sufra un revés en la guerra. Se alojará usted en nuestro barco hasta que regresemos a puerto, y tendrá todas las comodidades que es posible tener en la mar. Quiero que se encuentre en este barco tan cómodo como en su casa. Esas pistolas que lleva en el cinto deben de causarle mucha incomodidad. Permítame quitarle ese peso de encima.

Le quitó con cuidado las pistolas mientras hablaba y luego le lanzó una mirada maliciosa.

—Y ese puñal que tiene ahí… ¿Me haría el favor de prestármelo? Le aseguro que se lo devolveré cuando nos separemos. Si tiene a su alcance un arma como ésta, que cualquier persona sensata calificaría de mortífera, mientras se encuentra a bordo de este barco, temo que el ímpetu de la juventud le impulse a cometer un acto violento. Mil gracias. Y ahora, permítame enseñarle la camareta que le están preparando.

Hizo una cortés inclinación de cabeza y le condujo abajo. Después de bajar dos cubiertas, probablemente a uno o dos pies por debajo de la línea de flotación, llegaron a una amplia entrecubierta vacía hasta la cual apenas llegaban la luz ni el aire que entraban por las escotillas.

—Ésta es la cubierta para los esclavos —dijo Neuville con indiferencia.

—¿La cubierta para los esclavos? —preguntó Hornblower.

—Sí. Aquí estaban confinados los esclavos cuando atravesábamos el océano.

Hornblower comprendió de repente muchas cosas. Un barco negrero podía convertirse fácilmente en un barco corsario. Era un barco armado con numerosos cañones para defenderse de los posibles ataques que pudiera sufrir cuando navegaba por los ríos africanos para comprar esclavos; era más veloz que un mercante normal porque no tenía bodega, pues no la necesitaba, y porque una de sus cualidades principales debía ser navegar con rapidez, ya que su cargamento era perecedero; y estaba construido de manera que pudiera transportar gran cantidad de hombres y el agua y los víveres necesarios para su subsistencia mientras surcaba los mares en busca de presas.

—Nos han negado el acceso al mercado de Santo Domingo a causa de los recientes acontecimientos, de los que seguramente ha oído hablar —continuó Neuville—. Por tanto, para que el Pique siguiera dando beneficios, lo convertí en un barco corsario. Además, decidí tomar yo mismo el mando de mi barco porque las acciones del Comité de Seguridad Pública han conseguido que París sea actualmente más peligroso que la costa occidental africana, y también porque para lograr que un barco corsario sea una inversión rentable, es necesario que su capitán actúe con resolución y audacia.

Neuville puso una expresión malhumorada y furiosa, pero un momento después volvió a poner la falsa expresión amable que tenía antes.

—La puerta que hay en este mamparo da a la camareta que he reservado para los oficiales capturados —prosiguió—. Aquí está su coy, como puede ver. Quiero que se sienta como en su casa. Si entablamos un combate con otro barco, lo que espero que hagamos con frecuencia, taparemos las escotillas, pero salvo en esas ocasiones, podrá andar por el barco a su antojo. Debo añadir que si un prisionero intenta obstaculizar las maniobras del barco o causarle daño, los tripulantes se lo tomarán a mal. Los tripulantes prestan sus servicios a cambio de una parte de las ganancias y arriesgan su vida y su libertad, así que no me sorprendería que arrojaran por la borda a cualquiera que ponga en peligro sus ganancias y su libertad.

Hornblower se obligó a contestarle, porque no quería que notara que la calculada dureza de sus palabras le había dejado perplejo.

—Comprendo —dijo.

—¡Estupendo! Bueno, dígame si necesita algo más, señor.

Hornblower miró atentamente la camareta donde iba a estar encerrado solo, una camareta casi vacía e iluminada por la luz mortecina de una oscilante lámpara de sebo.

—¿Puede darme algo para leer? —preguntó.

Neuville estuvo pensativo unos momentos.

—Me temo que todos los libros que tengo tratan de temas relacionados con la profesión —dijo—. Puedo prestarle Principles of Navigation, de Grandjean, y Handbook on Seamanship, de Lebrun, y otros libros similares, si cree que puede entender el francés en que están escritos.

—Lo intentaré —dijo Hornblower.

Tal vez a Hornblower le benefició que le prestaran los materiales para realizar un trabajo mental semejante. El esfuerzo de leer en francés y de estudiar materias relacionadas con su profesión al mismo tiempo mantuvo su mente ocupada durante los horribles días en que el Pique navegaba en distintas direcciones buscando presas. En general, los franceses no mostraban consideración hacia él. Una vez tuvo que entrar a la fuerza en la cabina de Neuville para protestar porque había puesto a los cuatro marineros británicos a bombear agua, un trabajo indigno de ellos, y perdió en la disputa, si se podía llamar disputa al diálogo que mantuvo con Neuville, pues el capitán se había negado rotundamente a discutir la cuestión. Había regresado a su camareta con la cara y las orejas rojas de rabia, y, como siempre que estaba turbado, volvió a su mente la idea de su fracaso.

¡Si se hubiera acordado antes de taponar aquel agujero de bala…! Se dijo que un oficial más sensato lo hubiera hecho así. Había perdido su barco, la valiosa presa de la Indefatigable, y estaba desolado. A veces se empeñaba en analizar la situación tranquilamente. Desde un punto de vista profesional, consideraba, y tal vez así lo consideraría siempre, que no había habido negligencia por su parte. Si se enviaba a un guardiamarina con sólo cuatro marineros a tripular un velero bergantín de doscientas toneladas al que una fragata había disparado numerosos cañonazos, no se le podía culpar de que el bergantín se hundiera cuando estaba bajo su mando. Pero sabía que, al menos en parte, tenía la culpa de lo ocurrido. Tal vez se había equivocado por ignorancia, pero la ignorancia no tiene justificación; tal vez había dejado que sus numerosas preocupaciones desviaran su atención y le hicieran olvidarse de que convenía taponar el agujero inmediatamente, pero eso era incompetencia, y la incompetencia no tiene justificación. Cuando pensaba estas cosas, se sentía desesperado, con un profundo desprecio por sí mismo, sin tener a nadie que le consolara. El día de su cumpleaños, cuando llegó a la avanzada edad de dieciocho años, se sintió peor que nunca. ¡Tenía dieciocho años y era un hombre indigno, prisionero de un corsario francés! Ese día casi llegó a perder su propia estima.

El capitán del Pique buscaba sus presas en las aguas más frecuentadas del mundo, las próximas al canal de la Mancha, y una prueba palpable de la inmensidad del mar era el hecho de que el bergantín navegaba por esas aguas en todas direcciones día tras día y sin que los vigías divisaran ningún barco. Recorría una ruta triangular: navegaba con rumbo al noroeste, luego avanzaba hacia el sur, y después, con pocas velas desplegadas, navegaba en dirección al noreste. Había vigías en los topes de todos los mástiles, pero no divisaban nada más que el mar embravecido. Pero una mañana, en el tope del palo trinquete se oyó por fin un agudo grito que atrajo la atención de todos los que se encontraban en cubierta, incluido Hornblower, que estaba solo en el combés. Neuville, que estaba junto al timón, hizo una pregunta al vigía a voz en cuello, y Hornblower, gracias a sus recientes estudios, pudo traducir la respuesta: se divisaba un barco a barlovento. Un momento después el vigía informó que el barco había cambiado el rumbo y avanzaba en dirección a ellos.

Eso era muy significativo. En tiempo de guerra, el capitán de un barco mercante desconfía de cualquier barco desconocido y se aleja cuanto puede de él, y más de lo que puede, cuando su barco está a barlovento, porque tiene más probabilidades de salvarse. Sólo alguien que esté preparado para luchar o tenga una curiosidad morbosa abandonaría la posición a barlovento. Hornblower, sin fundamento, concibió esperanzas de que fuera su barco. Pensaba que, puesto que Inglaterra tenía la hegemonía en el mar, era más probable que el barco fuera inglés que francés, ya que ésa era la zona que patrullaba la Indefatigable, su propia fragata, que permanecía allí para desempeñar una función doble: contener los barcos franceses que perjudicaban el comercio británico e interceptar los que violaran el bloqueo. A cien millas del lugar, su capitán les había enviado a él y a algunos tripulantes a bordo del Marie Galante. Dedujo que una de cada mil embarcaciones que se divisaran en esas aguas podría ser la Indefatigable, y, a pesar de que dudaba si había exagerado o no, se desvanecieron sus sueños. Pero enseguida volvió a abrigar nuevas esperanzas, pues pensó que, por el hecho de que el barco se acercara a uno desconocido para averiguar quién era, esa razón disminuía, era de uno a diez, o menor aún.

Miró a Neuville, tratando de adivinar sus pensamientos. El Pique era rápido y fácil de gobernar, con una amplia vía de escape por sotavento. Era para sospechar que el barco hubiera cambiado el rumbo para acercarse al Pique, pero todos sabían que los capitanes de los mercantes que hacían el comercio con la India, que eran las presas más valiosas de todas, a veces, aprovechando que sus barcos se parecían a los navíos de línea, aparentaban que tenían una actitud agresiva y asustaban y hasta provocaban la huida de enemigos peligrosos. Por orden de Neuville, sus hombres desplegaron todo el velamen, el Pique quedó preparado para huir o perseguir, según lo que se terciara. Luego dirigió la proa hacia el barco y se aproximó a él navegando de bolina. Poco tiempo después, cuando el Pique subió con una ola, Hornblower pudo ver a lo lejos, en el horizonte, una mancha blanca tan pequeña como un grano de arroz. Entonces Matthews fue corriendo hasta donde estaba Hornblower con la cara roja de emoción.

—¡Ésa es nuestra querida Indefatigable, señor, se lo aseguro! —exclamó, luego saltó a la borda, agarrándose a los obenques y miró hacia el barco protegiéndose los ojos del sol con la mano—. ¡Sí, es ella! Está largando los juanetes ahora. Subiremos a bordo de nuestra fragata otra vez a tiempo para tomar el grog.

Un suboficial francés estiró los brazos y, tirando de los fondillos del pantalón de Matthews, le obligó a bajar, luego, dándole puñetazos y patadas, le llevó hasta la proa otra vez. En ese momento Neuville dio la orden de virar en redondo a su nave y navegar en dirección contraria a la Indefatigable. Poco después hizo una señal a Hornblower para que se acercara.

—Es su antiguo barco, ¿verdad, señor Hornblower?

—Sí.

—¿Cómo navega mejor?

Hornblower miró a Neuville a los ojos.

—No sea tan honesto —dijo Neuville mientras sus finos labios se curvaban en una sonrisa—. Indudablemente, puedo inducirle a que me proporcione esa información. Conozco los medios. Pero tiene usted suerte, porque eso no será necesario. Ninguna embarcación en el mundo puede adelantar al Pique navegando viento en popa, y mucho menos las torpes fragatas de Su Majestad el rey de Gran Bretaña. Pronto lo comprobará.

Avanzó a grandes zancadas hasta el coronamiento y durante mucho rato estuvo mirando la fragata por el catalejo con gran atención, con la misma atención con que Hornblower la miraba sin el anteojo.

—¿Lo ve? —preguntó, ofreciéndole el instrumento óptico.

Hornblower lo cogió, pero para ver mejor la fragata, no para comprobar lo que le decía. Sintió tristeza, una profunda tristeza por estar ausente de la Indefatigable. Pero no cabía duda de que el bergantín le llevaba mucha ventaja. Ahora no se veían los juanetes de la fragata, sino sólo los sobrejuanetes.

—Dentro de dos horas no veremos ni los topes de los mástiles —dijo Neuville y cogió el catalejo y, con un chasquido, lo guardó.

Se apartó del coronamiento y fue a reñir al timonel por no haber mantenido el rumbo en todo momento, y Hornblower, lleno de tristeza, se quedó apoyado en el coronamiento. Hornblower no pudo oír bien aquellas duras palabras, porque el viento le azotaba la cara y le revolvía el pelo de modo que lo hacía pasar una y otra vez por encima de sus orejas, y porque el ímpetu del agua se oía mismamente debajo de él, en la estela del barco. Probablemente así miró Adán el Edén el día que lo perdió. Hornblower recordaba la oscura y reducida camareta de guardiamarinas, sus olores y sus crujidos, las frías noches que había pasado en ella, cómo salía del coy cuando llamaban a todos a sus puestos, el pan lleno de gorgojos, la carne correosa, pero él anhelaba tener todo eso otra vez, y eso que había perdido las esperanzas de conseguirlo. Sin embargo, no fueron sus sentimientos los que le impulsaron a bajar a cubierta para encontrar la manera de obrar acertadamente, aunque tal vez aguzaran su inteligencia; fue el sentido del deber el que le impulsó.

La cubierta para los esclavos estaba vacía como siempre que todos los marineros ocupaban sus puestos. Al otro lado del mamparo estaba su coy con los libros encima, y un poco más arriba, la lámpara de sebo. Nada de eso le dio ninguna idea. En el mamparo del otro extremo había una puerta cerrada con llave, la puerta de un pañol donde el contramaestre guardaba las provisiones. La había visto abierta dos veces mientras sacaban pintura y otras cosas. ¡Pintura…! Eso le dio una idea, y apartó la vista de la puerta y miró hacia la lámpara y luego volvió a mirar la puerta. Entonces dio unos pasos hacia adelante mientras se sacaba la navaja del bolsillo, pero poco después retrocedió, burlándose de sí mismo. La puerta no estaba formada por dos tableros sino por dos gruesas piezas de madera reforzadas con tablas transversales en el interior, y tardaría horas y horas en cortarla con la navaja, precisamente cuando los minutos eran preciosos.

El corazón le latía vertiginosamente, pero no más deprisa que las ideas que su mente formaba, más de pronto, se volvió y fue a coger la lámpara. La movió y notó que estaba casi llena. Vaciló un momento, que aprovechó para darse ánimos antes de ponerse en acción. Arrancó despiadadamente las páginas del Principles of Navigation de Grandjean y, arrugando varias a la vez, formó unas cuantas bolas que colocó junto a la parte inferior de la puerta. Se quitó la chaqueta del uniforme y luego el jersey de lana azul. Rasgó el jersey con sus fuertes dedos y trató de destejerlo, pero después de soltar algunos hilos, decidió no perder más tiempo haciendo eso y lo tiró sobre los papeles y al mismo tiempo que miraba a su alrededor. ¡El colchón del coy…! ¡El colchón estaba relleno de paja! Cortó el forro con la navaja y sacó la paja del interior cogiendo montones con los brazos. Por la constante presión, la paja casi había llegado a formar bloques consistentes, a los que él separó las briznas con las manos en la cubierta y consiguió formar un montón que llegaba casi a la altura de su cintura. Ese montón produciría la gran llamarada que él deseaba. Se quedó quieto y se obligó a pensar detenidamente en lo que iba a hacer, pues el ímpetu y la falta de reflexión eran las que habían ocasionado la pérdida del Marie Galante. Hacía un momento, que él había perdido mucho tiempo tratando de romper su jersey. Decidió los pasos que iba a dar a continuación. Formó un rollo con una página del Manuel de Matelotage y lo encendió con la llama de la lámpara, luego echó por encima toda la grasa (que estaba completamente líquida porque la lámpara estaba caliente) sobre las bolas de papel, la base de la puerta y la cubierta; un instante después, dio un toquecito a una de las bolas con el rollo que previamente había hecho, y el fuego se propagó rápidamente. Ahora actuaba con resolución. Echó el montón de paja a las llamas y, con una fuerza insólita, arrancó el coy, lo rompió en pedazos, y luego los echó sobre la paja. Las llamas subían cada vez más altas por entre el montón de paja. Finalmente Hornblower dejó caer la lámpara sobre el montón de paja, cogió la chaqueta y salió de allí. Tuvo la intención de cerrar la puerta, pero luego cambió de idea, pues pensó que cuanto más aire entrara, mejor. Entonces se puso la chaqueta y subió la escala.

Al llegar a cubierta se metió las temblorosas manos en los bolsillos, se obligó a adoptar una expresión indiferente y luego se apoyó en la borda. Pero la excitación, que tanto le había debilitado, no disminuyó mientras esperaba. Cada minuto que pasara antes de que se descubriera el fuego era lo importante. Un oficial francés, señalando a la Indefatigable por encima del coronamiento, le dijo algo sonriendo y en tono triunfal, probablemente que habían dejado atrás la fragata. Hornblower esbozó una sonrisa triste porque ése fue el primer gesto que se le ocurrió poner, pero luego pensó que una sonrisa estaba fuera de lugar y puso un gesto de enfado. El viento era muy fuerte, por lo que el Pique tenía que navegar sólo con las mayores desplegadas, y Hornblower lo sentía golpear sus mejillas, que estaban ardiendo. En la cubierta todos parecían muy ocupados e inquietos: Neuville vigilaba al timonel y de vez en cuando miraba hacia la jarcia para comprobar si cada vela desempeñaba correctamente su función, dos marineros y un suboficial medían la velocidad con la corredera y los restantes tripulantes estaban junto a los cañones. Hornblower, en su interior, preguntaba a Dios cuánto tiempo más podría seguir fingiendo.

¡Ahí! La brazola de la escotilla de popa parecía estar deformada y hacer un movimiento ondulatorio el aire trémulo, seguramente aire caliente que salía por la escotilla. Vio algo parecido a una voluta de humo, pero no estaba seguro de si lo era o no. ¡Lo era! En ese momento dieron la alarma. Se oyó un grito y luego pasos apresurados. Hubo una momentánea confusión y luego se oyó un toque de tambor y unos agudos gritos: «Au feu! Au feu!».

Hornblower, trastornado, pensó que los cuatro elementos de Aristóteles, tierra, aire, agua y fuego, eran los enemigos de los marineros, pero que en un barco de madera ninguno de ellos temía a la costa a sotavento, a la tempestad y a las olas tanto como al fuego. Las tablas viejas y reforzadas de gruesas capas de pintura ardían rápidamente, y las velas y los cabos embreados ardían como teas incendiarias. Por otra parte, los barcos llevaban a bordo toneladas y toneladas de pólvora que esperaban la oportunidad de hacer saltar en pedazos a los marineros. Hornblower observó cómo las brigadas encargadas de apagar el fuego empezaban a trabajar, pues ya habían subido a bordo las bombas y habían instalado las mangas. Alguien fue corriendo hasta la popa para comunicar algo a Neuville, probablemente, en qué parte del barco había fuego. Neuville escuchó al mensajero y, después de lanzar una mirada a Hornblower, que seguía apoyado en la borda, le dio órdenes. Ahora el humo que salía por la escotilla de popa era muy denso. Entonces Neuville dio una orden, y la guardia de popa bajó por la escotilla entre el humo. A cada momento había más humo. El humo formaba remolinos y se movía hacia delante empujado por el viento de popa y seguramente salía por los costados del barco cerca de la línea de flotación.

Neuville avanzó a toda prisa hasta donde estaba Hornblower, con la cara roja de rabia, pero un grito del timonel le hizo detenerse. El timonel, que no podía quitar las manos del timón, señaló con el pie la claraboya de la cabina, bajo la cual se veía una llama oscilante. En el momento que ellos miraron hacia allí, un cristal de uno de los lados se cayó y una llamarada salió por el agujero. Hornblower, más calmado ahora, tan calmado que se asombró de ello después, al recordarlo, pensó que el pañol donde estaba guardada la pintura debía de estar precisamente debajo de la cabina y que ya estaría ardiendo todo lo que tenía dentro. Neuville miró a su alrededor, al mar y al cielo, y se puso las manos en la cabeza en señal de desesperación. Por primera vez en su vida Hornblower vio a un hombre literalmente tirarse de los pelos. Neuville, no obstante, mantuvo la calma y ordenó traer otra bomba más. Enseguida cuatro hombres se pusieron a mover la palanca, y el clic-clic que producía armonizaba con el crujido de las llamas. Un fino chorro de agua cayó en el agujero de la claraboya, y varios marineros formaron una fila para pasarse unos a otros cubos de agua de mar y echarlos también por allí; sin embargo, el agua de los cubos era menos eficaz que el chorro que salía de la bomba. Bajo la cubierta se oyó el ruido sordo de una explosión, y Hornblower contuvo el aliento porque pensó que el barco iba a saltar en pedazos, pero no hubo ninguna otra explosión. Probablemente, las llamas habían hecho explotar un cañón o el calor había hecho reventar un tonel. De repente, los marineros que se pasaban unos a otros los cubos rompieron la fila, pues bajo los pies de uno de ellos se abrió un agujero como una amplia sonrisa por donde salió una roja llamarada. Un oficial tenía a Neuville agarrado por el brazo y discutía con él acaloradamente. Hornblower vio que Neuville, desesperado, cedió por fin. Algunos marineros subieron a la jarcia para arriar la vela trinquete y el velacho, y otros tiraron de las brazas de la verga mayor. El timón viró y el Pique orzó.

El cambio fue más aparente que real al principio, pero impresionante, pues el viento soplaba ahora en dirección opuesta y el rugido del fuego no se oía tan claramente en la crujía y en la proa. De todas maneras, la situación mejoró mucho, ya que el fuego, que había empezado en el extremo de la popa, ya no se propagaba a la parte delantera, pues las llamas se movían hacia atrás, donde la madera ya estaba medio quemada. No obstante, la parte posterior de la cubierta estaba ardiendo. El timonel fue retirado del timón, y enseguida las llamas alcanzaron la cangreja y la destruyeron con tanta rapidez que un minuto antes la vela estaba allí y al minuto siguiente sólo quedaban de ella varios trozos carbonizados colgando del cangrejo. Pero, puesto que el barco tenía el viento en contra, las otras velas no se hinchaban, y los marineros tuvieron que largar rápidamente una vela de capa en el palo mesana para que la proa no se desviara.

Fue entonces cuando Hornblower, volviendo la cabeza hacia la proa, vio la Indefatigable otra vez. Se acercaba al Pique navegando con todas las velas desplegadas, y Hornblower pudo ver la blanca espuma bajo su bauprés cuando el bergantín subió a la cresta de una ola. No había duda de que el capitán del Pique se rendiría, porque bajo la amenaza de una batería semejante, nadie al mando de un barco de esa potencia, aun cuando el barco no hubiera sufrido daños, podría resistirse. Cuando ya estaba a un cable de distancia, a barlovento, la Indefatigable viró en redondo y, aun antes de que terminara de virar, los tripulantes empezaron a bajar las lanchas al agua. Pellew había visto el humo, dedujo la razón de que el Pique se hubiera detenido e hizo los preparativos mientras se acercaba a él. La chalupa y la lancha tenían una bomba en la proa, en el lugar donde a veces tenían una carronada, y se aproximaron a la popa del Pique, que estaba envuelta en llamas, y, sin dilación, empezaron a lanzarle chorros de agua. Después llegaron dos esquifes llenos de marineros para unirse a la lucha contra el fuego, y Bolton, el tercero de a bordo, se detuvo un momento al ver a Hornblower.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Qué hace usted aquí?

Pero no esperó a oír la respuesta. Vio a Neuville y dedujo que era el capitán del Pique y avanzó hacia él con paso decidido para pedir su rendición. Luego miró hacia arriba para ver si todo estaba bien en la jarcia y, finalmente, se dedicó a la tarea de combatir el fuego. Al poco tiempo el fuego fue sofocado, sobre todo porque ya había quemado todo cuanto estaba a su alcance. La parte del Pique que se había quemado estaba comprendida entre el coronamiento, un punto a varios pies de distancia de él y la línea de flotación, así que el bergantín tenía un aspecto horrible si se miraba desde la cubierta de la Indefatigable. No obstante, el Pique no corría peligro, y con un poco de suerte y de trabajo duro, lograrían llevarlo a Inglaterra para que fuera reparado y pudiera navegar otra vez.

Sin embargo, lo importante no era el salvamento del bergantín, sino que ya no estaba en manos francesas y, por tanto, no podría perjudicar el comercio inglés. Eso fue lo que sir Edward Pellew dijo a Hornblower cuando el joven se presentó ante él. Hornblower, obedeciendo la orden de Pellew, empezó por contarle lo que le había ocurrido desde que le confiara el mando del Marie Galante. Como Hornblower esperaba, aunque a veces le había asaltado el miedo, Pellew pasó por alto la pérdida del bergantín, pues sabía que los cañonazos le habían dañado antes de la rendición y que nadie podía determinar si los daños eran graves o no. Pellew no dio importancia al asunto. Pensaba que Hornblower había tratado de salvarlo y que no lo había conseguido porque tenía muy pocos hombres, ya que en aquel momento no pudo proporcionarle más hombres de la Indefatigable. No consideraba a Hornblower culpable. Además, pensaba que lo más importante no era que Inglaterra se beneficiara del cargamento del Marie Galante, sino que Francia no lo recibiera. Creía que el efecto era similar al del salvamento del Pique.

—¡Qué suerte que se haya producido ese fuego! —exclamó Pellew, mirando hacia el Pique, que todavía estaba rodeado de lanchas, aunque de su popa sólo salía ya un hilo de humo—. Casi había logrado escapar de nosotros. Lo hubiéramos perdido de vista apenas una hora después. ¿Sabe cómo ocurrió, señor Hornblower?

Hornblower esperaba aquella pregunta y estaba preparado para responder. Ése era el momento de hablar con total franqueza, de recibir los parabienes que merecía, de obtener el privilegio de ser mencionado en la Gazette y tal vez incluso el nombramiento de subteniente. Pero Pellew no conocía todos los detalles de la pérdida del bergantín, y si llegaba a conocerlos podría formarse un juicio erróneo.

—No, señor —respondió Hornblower—. Probablemente se produjo una combustión espontánea en el pañol donde estaba la pintura. No se me ocurre otra causa.

Él sólo sabía que por descuido no había taponado el agujero a tiempo, sólo él podía decidir cuál sería su castigo, y eso era lo que había elegido. Sólo eso podía hacerle merecedor de su propio respeto otra vez. Al decir esas palabras había sentido un gran alivio y no había sentido arrepentimiento.

—De todas formas, fue un suceso afortunado —murmuró Pellew.