CAPÍTULO 6
LAS RANAS[3] Y LAS LANGOSTAS[4]
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—¡Ya vienen! —gritó el guardiamarina Kennedy. El guardiamarina Hornblower, a pesar de no tener un oído demasiado fino para distinguir los sones musicales, percibió los estridentes acordes de una banda militar, y poco después el jefe de la columna, con uniforme escarlata, dorado y blanco, dobló la esquina. En los instrumentos de viento restallaba cegador el cálido sol del verano, y detrás de ellos la bandera reglamentaria ondeaba en su asta, sostenida con orgullo por un abanderado rodeado por los demás miembros de la guardia de la bandera. Dos oficiales a caballo iban detrás de la bandera, y tras ellos los soldados que componían la mitad de un batallón, formando una larga serpiente multicolor, con las bayonetas caladas brillando al sol. Y mientras tanto, los niños, nunca ahítos de la pompa militar, corrían a su lado.
Desde el muelle, los marineros contemplaban curiosos el desfile de los soldados y sentían por ellos una mezcla de lástima y desprecio. El hecho de llevar rígidos pantalones de dril y pesadas casacas, la férrea disciplina a que estaban sometidos, y su vida rutinaria, contrastaban con las costumbres y la vida de los marineros, mucho más libres y relajadas. Los marineros escucharon el floreo con que la banda finalizó sus marchas militares y después vieron a uno de los oficiales a caballo ponerse al frente de la columna. Entonces se oyó una orden, y todos los soldados se volvieron hacia el muelle, haciendo los movimientos tan bien sincronizados que los talones de quinientos pares de botas se juntaron produciendo un solo ¡tac! Un robusto sargento mayor, con brillante banda sobre el pecho y bastón con resplandeciente empuñadura de plata, alineó a los soldados, que ya formaban filas perfectas. Se oyó la tercera orden, y todos los soldados apoyaron la culata del mosquete en tierra.
—¡Quitar las bayonetas! —gritó el oficial desde su montura, y sus palabras fueron las primeras que Hornblower entendió.
El guardiamarina Hornblower miró con los ojos desmesuradamente abiertos la ejecución de las siguientes órdenes, por las cuales los gastadores dieron tres pasos a adelante, todos al unísono, como marionetas movidas por las mismas cuerdas, volvieron la cabeza hacia el final de la fila, quitaron despacio las bayonetas, las envainaron y volvieron a apoyar los mosquetes a su lado. Después los gastadores retrocedieron hasta su puesto, exactamente al mismo tiempo, en opinión de Hornblower, pero, aparentemente, no lo habían hecho a la perfección, pues el sargento mayor mostró su descontento ordenando a los gastadores que se adelantaran y retrocedieran de nuevo.
—Me gustaría verle en la jarcia una noche tormentosa —susurró Kennedy—. ¿Crees que podría soltar los tomadores de la gavia mayor?
—¡Langostas…! —exclamó el guardiamarina Bracegirdle.
Los soldados con casaca escarlata, integrantes de cinco compañías, formaban filas perfectas, y un sargento con una alabarda marcaba la separación entre las cinco. De un alabardero a otro, la altura de las cabezas de los hombres que formaban cada fila era inferior en el centro que en los extremos, pues los hombres habían sido colocados en la compañía de acuerdo con su altura: los más altos en los flancos y los más bajos en el centro. No movían ni un dedo ni pestañeaban siquiera. Cada uno llevaba colgada tras la espalda una coleta empolvada y rígida.
El oficial de a caballo avanzó hasta donde estaba esperando la brigada de marineros al mando del teniente Bolton, quien dio un paso adelante y se tocó el ala del sombrero con la mano.
—Mis hombres están listos para embarcar, señor —dijo el oficial del ejército—. Su equipaje llegará inmediatamente.
—Sí, mayor —contestó Bolton, en un tono que contrastaba con el título del oficial.
—Será mejor que me llame milord —corrigió el mayor.
—Sí, señor… milord —repitió Bolton, sin poder evitar su azoramiento.
Su Señoría, el duque de Edrington, el mayor al mando de aquella división del XLIII regimiento de Infantería, era un hombre corpulento que lucía sus esplendorosos veintitantos años. Tenía aspecto de soldado aguerrido con su espléndido uniforme, y montaba un magnífico alazán. No obstante, parecía demasiado joven para tener un cargo de responsabilidad como el que desempeñaba. Claro que la compra de cargos por aquel entonces hacía posible que hombres muy jóvenes ocuparan altos cargos, y este sistema parecía satisfacer al Ejército.
—Las tropas auxiliares francesas tienen orden de presentarse aquí —prosiguió lord Edrington—. Supongo que ya habrán hecho los preparativos para transportarlas también a ellas.
—Sí, milord.
—Tengo entendido que ninguno de esos pobres hombres sabe hablar inglés. ¿Tiene algún oficial que sea capaz de hacer de intérprete?
—Sí, señor. ¡Señor Hornblower!
—¡Señor!
—Usted se ocupará del embarque de las tropas francesas.
—Sí, señor.
Volvió a oírse música militar. Hornblower, por tener tan pésimo oído, sólo la diferenció de la que había interpretado la banda del regimiento de Infantería británico en que sus sones eran menos potentes. La banda precedía la llegada de las tropas francesas a un extremo del muelle por una calle secundaria. Hornblower corrió hasta allí. Era el Ejército del cristiano y católico monarca francés o, si se quiere, una parte de él, un batallón de las tropas reclutadas por los nobles franceses émigrés para luchar contra la Revolución. Al frente de la columna avanzaba un abanderado con bandera blanca y lirios dorados y un grupo de oficiales a caballo a quienes Hornblower saludó tocándose el sombrero. Uno de ellos respondió a su saludo.
—Marqués de Pouzauges, brigadier general del Ejército de Su Majestad el rey cristianísimo Luis XVII —dijo en francés el oficial, que llevaba un inmaculado uniforme blanco con una banda azul. De ese modo hizo su presentación.
Hornblower, balbuceando palabras en francés, se presentó como un aspirante a miembro de la Armada de Su Majestad, el rey de Gran Bretaña, encargado del embarque de las tropas francesas.
—Muy bien —dijo Pouzauges—. Estamos preparados.
Hornblower miró a la columna francesa. Los soldados estaban en muy diversas posturas, mirando a su alrededor. Todos iban bien vestidos, con uniformes azules que a Hornblower le pareció que se los habría suministrado el Ejército británico, pero las blancas bandoleras estaban sucias y los adornos de metal y las armas carecían de brillo. Sin embargo, no había duda de que serían capaces de luchar.
—Ésos son los transportes que han asignado a sus hombres, señor —dijo Hornblower, señalándolos con el índice—. En el Sophia irán trescientos, y en el Dumbarton, ése que está ahí, irán doscientos cincuenta. Aquí en el muelle se encuentran las barcazas que les llevarán hasta los barcos.
—Dé las órdenes pertinentes, monsieur de Moncoutant dijo Pouzauges a uno de los oficiales que estaba detrás de él.
Los carros, cargados con los baúles de los soldados, llegaron chirriando hasta la cabecera de la columna, y al punto ésta se convirtió en un bullicioso enjambre cuando los soldados corrieron a coger sus pertenencias. Pasó algún tiempo antes de que volvieran a agruparse en orden de formación, cada uno con su baúl, hasta que por fin escogieron entre ellos a un grupo para que cargara el equipaje de todo el batallón. Los que recibieron la orden de encargarse de esta tarea dejaron de mala gana sus baúles a cargo de sus compañeros, perdida, con toda seguridad, la esperanza de volver a ver sus pertenencias. Hornblower todavía estaba dando información.
—Todos los caballos tienen que ir en el Sophia, que puede llevar seis a bordo —dijo—. El equipaje del batallón…
Entonces se interrumpió, porque había visto un extraño aparato en uno de los carros.
—Dígame, por favor, ¿qué es eso? —preguntó, muerto de curiosidad.
—Eso, señor, es una guillotina.
—¿Una guillotina?
En las noticias que Hornblower había leído últimamente, había encontrado muchas referencias a esa máquina terrible. Los pérfidos revolucionarios habían colocado una en París y la hacían funcionar constantemente. El propio rey de Francia, Luis XVI, había muerto en ella. Hornblower no esperaba encontrar un arma como ésta entre el bagaje de un ejército contrarrevolucionario.
—Sí —respondió Pouzauges—. Nos la llevamos a Francia. Tengo la intención de darles a esos revolucionarios un poco de su propia medicina.
Afortunadamente, Hornblower no tuvo que responder, pues en ese momento un grito de Bolton interrumpió la conversación.
—¿Por qué demonios tarda tanto, señor Hornblower? ¿Quiere que perdamos la marea?
A Hornblower le parecía algo común de la Armada el ser reprendido por tardar tanto tiempo en disponerlo todo para el embarque de las tropas francesas, y ya estaba habituado a que le dijeran ese tipo de cosas y, además, había aprendido que era mejor escuchar en silencio la reprimenda que dar excusas. Sin más, volvió a dedicarse a la tarea de llevar a los franceses a bordo de los barcos transportadores de tropas. Terminada la misión, fue un guardiamarina agotado el que se presentó ante Bolton con las hojas de la lista de las tropas y la noticia de que ya habían subido a bordo todos los franceses, sus caballos y su equipaje. Inmediatamente recibió la orden de coger sus bártulos y trasladarse al Sophia, donde todavía necesitaban que hiciera de intérprete.
El convoy salió rápidamente del puerto de Plymouth, dobló Eddystone y puso proa a la salida del canal. Estaba compuesto por la Indefatigable, que tenía izado su distinguido estandarte, los cuatro transportes y los bergantines que habían sido encargados de prestarles ayuda y protegerlos. En opinión de Hornblower, ese conjunto de soldados era demasiado escaso para derrocar a la República Francesa. Sólo lo formaban mil cien soldados de infantería: medio batallón del XLIII regimiento y el débil batallón francés (si es que se les podía llamar así, ya que muchos de ellos eran soldados mercenarios procedentes de diversas naciones). Hornblower tenía suficiente sensatez para no juzgar a los franceses ahora que se encontraban echados en la oscura y maloliente entrecubierta casi agonizando a causa del mareo, le asombraba que alguien pudiera esperar alguna victoria con tan pocos soldados. Por los libros de historia sabía que en muchas guerras se habían enviado infinidad de expediciones con pocos soldados para atacar las costas francesas, y sabía que habían sido tildados por un estadista de un país enemigo de «abrir ventanas con guineas», en principio estuvo de acuerdo con tal apreciación, pues creía que minaba el poder de los franceses, pero ahora que formaba parte de una expedición de esa clase ya no lo estaba.
Así que sintió alivio cuando oyó a Pouzauges decir que la tropa que había visto era una pequeñísima parte de todas las que disponían. Pouzauges, pálido por el mareo, que valientemente trataba de vencer, extendió un mapa sobre la mesa de la cabina y le explicó el plan.
—Las tropas del Ejército Cristiano desembarcarán aquí, en Quiberon. Zarparon de Portsmouth un día antes de que nosotros saliéramos de Plymouth… Estos nombres ingleses son difíciles de pronunciar… Son cinco mil hombres al mando del barón de Charette. Marcharán sobre Vannes y Rennes.
—¿Y qué hará su batallón?
Pouzauges señaló y volvió a señalar un lugar en el mapa.
—Aquí está la ciudad de Muzillac, a veinte leguas de Quiberon —dijo—. Aquí se encuentra el camino real que viene del sur y cruza el río Marais por donde éste disminuye su caudal. El río no es grande, pero las riberas son pantanosas, y hay que atravesarlo por un puente o por un camino empedrado de cierta altura para poder seguir el camino real. Las tropas revolucionarias se hallan principalmente en el sur, y para avanzar hasta el norte deben pasar necesariamente por Muzillac. Para entonces tenemos que estar allí, destruir el puente y defender el cruce para retrasar a los rebeldes lo suficiente como para dar tiempo a que monsieur de Charette logre sublevar toda Bretaña. Suponiendo que reúna veinte mil hombres armados, los rebeldes volverán a rendirnos vasallaje, y entonces marcharemos sobre París para restaurar en el trono a Su Majestad el Rey cristianísimo.
Así que ése era el plan. Hornblower se contagió del entusiasmo de los franceses. El camino estaba a unas diez millas de la costa, y con unos cuantos soldados que desembarcaran en el fondo del estuario del Vilaine podría tomar Muzillac. Al menos durante uno o dos días no sería difícil impedir el paso al enemigo por un camino empedrado como el descrito por Pouzauges, incluso aunque contara con mayor número de soldados. Eso aumentaría las probabilidades de éxito de Charette.
—Mi amigo monsieur de Moncoutant, aquí presente, es el señor de Muzillac. Los habitantes de la ciudad le dispensarán una buena acogida.
—La mayoría de ellos —dijo Moncoutant, entornando sus ojos grises—. Otros no se alegrarán de verme, pero el encuentro será una gran satisfacción para mí.
En las regiones occidentales de Francia, en Vendée y Bretaña principalmente, se registraron disturbios desde hacía tiempo, y sus habitantes, bajo el liderazgo de la nobleza, se habían levantado en armas contra el gobierno de París más de una vez. Pero, ya se sabe, en todas las rebeliones, los grupos armados habían sido derrotados; las tropas monárquicas que ahora se dirigían a Francia custodiadas por los británicos estaban compuestas por los restos de esos grupos armados derrotados, que ahora iban a hacer la última intentona, una intentona a la desesperada. El plan, desde este punto de vista, no parecía excesivamente brillante.
Era una mañana gris, una mañana en que el cielo estaba gris, dejaban atrás grises islotes, cuando el convoy contorneó Belle Île y se dirigió al estuario del río Vilaine. A bastante distancia al norte, en la bahía de Quiberon, se divisaban muchas gavias, y Hornblower, desde el alcázar del Sophia, vio que la Indefatigable hacía señales para informar de su llegada al oficial que mandaba el grueso del cuerpo expedicionario, que se encontraba allí. Una prueba de la movilidad y la ubiquidad de las fuerzas navales era el hecho de que, aprovechando la configuración del litoral, podían lanzar dos ataques en dos lugares distintos de manera que los barcos se veían unos a otros a pesar de que esos lugares estaban separados por tierra, por un tramo de camino de cuarenta millas. Hornblower miró por el catalejo la costa prohibida de un lado a otro, volvió a leer las órdenes dirigidas al capitán del Sophia y miró hacia la costa de nuevo. Divisó la desembocadura del Marais y la franja pantanosa donde desembarcarían las tropas. Estaba el Sophia avanzando despacio hasta el lugar donde debía fondear, cuando la sonda cayó al agua desde el pescante de proa, ocasionando un fuerte balanceo del barco, debido a que ese lugar estaba resguardado del viento, pero confluían en él corrientes tan diversas que parecía Bedlam[5], corrientes que podían formar una fuerte marejada incluso cuando el viento estaba en calma. Poco después la cadena del ancla salió por el escobén y el Sophia dio un bandazo en medio de una fuerte corriente, y enseguida los tripulantes engancharon las lanchas a los aparejos y las sacaron del barco.
—¡Oh, Francia, querida Francia! —exclamó Pouzauges, que estaba al lado de Hornblower.
En ese momento llegó el grito de una voz procedente de la Indefatigable.
—¡Señor Hornblower!
—¡Señor! —gritó Hornblower a través de la bocina del capitán.
—¡Baje a tierra con las tropas francesas y quédese con ellas hasta que reciba nuevas órdenes!
—¡Sí, señor!
Sería de esta forma como Hornblower pisaría suelo extranjero por primera vez en su vida.
Los hombres de Pouzauges estaban saliendo a cubierta. Luego les hicieron bajar por el costado del barco hasta las lanchas que les aguardaban, lo cual fue un proceso lento y desesperante. Hornblower se preguntaba qué estaría ocurriendo en tierra en ese momento. No había duda de que muchos mensajeros cabalgaban a uña de caballo de norte a sur por todo el país para comunicar la noticia de la llegada de la expedición, así que seguramente muy pronto los generales del Ejército Revolucionario reunirían a sus hombres y rápidamente se dirigirían con ellos a este lugar. Era estupendo que el punto estratégicamente escogido y que había que tomar estuviera a menos de diez millas de distancia de la costa. Así que, sin más, volvió a ocuparse de las tareas que se le habían encomendado. Tan pronto como los hombres terminaran de bajar a tierra se ocuparía del desembarco del bagaje, vituallas y las municiones de reserva, así como de los caballos, que ahora se encontraban en improvisados establos delante del palo mayor.
Las primeras lanchas acababan de alejarse del costado del barco. Poco después, Hornblower vio a los soldados caminar tambaleándose por la costa, entre el cieno y el agua. A la izquierda estaban los soldados franceses, a la derecha, los soldados de infantería británicos, con sus casacas rojas. En la playa se asentaban algunas casas de pescadores, y Hornblower vio que los hombres de las avanzadillas se acercaban para apropiarse de ellas. Al menos habían podido desembarcar sin disparar ni un solo tiro. Hornblower bajó a tierra con las municiones, y al llegar tuvo conocimiento de que el encargado de las operaciones en la playa era Bolton.
—Lleve esas cajas de municiones más allá de la marca de la marea alta —dijo Bolton—. No podremos llevarlas más lejos hasta que las Langostas hayan encontrado carros para transportarlas. También necesitamos caballos para arrastrar esos cañones.
En aquel momento, en la cabeza de puente establecida en un extremo de la playa, los marineros al mando de Bolton montaban dos cañones de seis libras en sus correspondientes cureñas. Los cañones tenían que ser manejados por los marineros, pero eran los soldados quienes los transportaban en carros y caballos requisados, pues, de acuerdo con la tradición, cuando un cuerpo expedicionario británico desembarcaba, debía conseguir en las aldeas todo lo que necesitaba para sus actividades militares. Pouzauges y sus oficiales esperaban impacientes sus caballos, así que montaron en ellos en cuanto lograron hacerlos salir de las lanchas y bajar a la playa.
—¡Por Francia! —gritó Pouzauges, sacando el sable y poniéndose la empuñadura sobre los labios.
Moncoutant y los demás se adelantaron a galope tendido para ponerse al frente de la columna de infantería, que ya estaba avanzando, pero Pouzauges se quedó donde estaba para hablar con lord Edrington. Los soldados británicos formaban una línea escarlata en la dorada playa; en el interior de la campiña se veían ocasionalmente puntos rojos, que indicaban dónde estaban los soldados de los piquetes que formaban la avanzadilla. Hornblower no podía oír la conversación, pero notó que Bolton había empezado a hablar con ellos, y luego Bolton le llamó.
—Debe ir delante con las Ranas, Hornblower —dijo.
—Le daré un caballo —terció Edrington—. Coja este caballo ruano. Necesito que las acompañe alguien de confianza. Vigílelas e infórmeme en cuanto hagan alguna travesura. Sólo Dios sabe de lo que serán capaces de hacer en el futuro.
—Ya traen el resto de sus pertrechos —dijo Bolton—. Se los mandaré en cuanto me haya enviado algunos carros para transportarlos. ¿Qué demonios es eso?
—Es una guillotina portátil, señor —respondió Hornblower—. Forma parte del equipaje de los franceses.
Los tres se volvieron hacia Pouzauges, que aún estaba montado en su caballo, impaciente por terminar esta conversación que él no entendía, aunque bien se imaginaba cuál era el tema.
—Eso es lo primero que hay que mandar a Muzillac —dijo a Hornblower—. ¿Tendría la amabilidad de decírselo a estos caballeros?
Hornblower tradujo sus palabras.
—Mandaré los cañones y un carro de municiones primero —anunció Bolton—. Yo mismo me ocuparé de que los reciba pronto. Ahora pueden irse.
Hornblower se acercó al caballo ruano con paso vacilante. A pesar de haber montado a caballo solamente en algún que otro corral, metió el pie en el estribo y subió a la silla, luego, cuando el caballo echó a andar, se agarró nervioso a las riendas porque le parecía que estaba tan lejos del suelo como si estuviera encaramado en la verga juanete. Pouzauges tiró de las riendas de su caballo y empezó a cruzar la playa, el caballo ruano le siguió. Sobre Hornblower, que seguía fuertemente agarrado, caían porciones de cieno que el caballo del oficial francés hacía saltar por el aire con sus patas traseras.
Un camino embarrado con los bordes cubiertos de hierba corta y espesa iba de la aldea de pescadores al interior de la región. Pouzauges trotaba por el camino y Hornblower iba dando tumbos detrás de él. Después de recorrer tres o cuatro millas alcanzaron la retaguardia del batallón de infantería francés, que marchaba con paso marcial a pesar del barro. En estas circunstancias Pouzauges tiró de las riendas y el brioso alazán empezó a andar más despacio. Cuando la columna subió una suave colina, pudieron ver ante ellos, a gran distancia, la bandera blanca. Más allá, en campo abierto, Hornblower vio algunos terrenos rocosos y, a lo lejos, por el lado izquierdo, una casita de campo de piedra gris y a un soldado con uniforme azul que se alejaba de allí en un carro tirado por un caballo blanco, mientras otros dos o tres sujetaban a una campesina enfurecida. De esa forma el cuerpo expedicionario consiguió algunos de los medios de transporte que necesitaba. En otro campo un soldado pinchaba a una vaca con su bayoneta, pero ignoraba por qué razón lo hacía. En dos ocasiones oyó tiros de mosquete, a los que nadie pareció hacer caso. También se cruzaron con dos soldados que llevaban algunos pencos a la playa; los soldados sonrieron al oír las bromas que les hicieron los soldados de la columna. Más adelante, sin que hubiera pasado mucho tiempo, en medio de un campo, Hornblower vio un arado solitario y un bulto parduzco al lado. El bulto era un hombre muerto.
A la derecha estaba el pantanoso valle que el río atravesaba, y que poco tiempo después Hornblower cruzaría, y también pudo ver el camino empedrado y el puente que debían tomar. El camino que seguían pasaba bordeando la ciudad, entre unas casuchas grises, y luego confluía con el camino real, a cuyos lados se extendía la ciudad. A un lado se encontraba una iglesia de piedra y una edificación que, a juzgar por su aspecto, era una posada con una posta, y alrededor de ella hormigueaban los soldados. Un poco más adelante, donde el camino real se ensanchaba, aparecía un espacio rodeado de árboles, que Hornblower creyó que probablemente sería la plaza mayor de la ciudad. Todas las casas estaban cerradas, aunque algunos rostros se asomaban a las ventanas superiores, y los únicos habitantes que vieron fueron dos mujeres que cerraban a toda prisa sus tiendas. Pouzauges detuvo el caballo en la plaza y comenzó a dar órdenes. Sin pérdida de tiempo un grupo de soldados sacaba los caballos de la posta y otros iban de acá para allá apresuradamente al parecer, para realizar tareas urgentes. Cumpliendo una orden de Pouzauges, un oficial reunió a sus hombres, después de gritar y gesticular mucho, y se dirigió al puente con ellos. Otro de estos grupos avanzó en dirección contraria por el camino real para evitar un ataque sorpresa por ese lado, pero no pocos de los cansados soldados que se encontraban en la plaza se habían sentado con las piernas cruzadas y comían el pan que habían sacado de una de las tahonas después de forzar la puerta. En dos o tres ocasiones, Hornblower vio cómo los soldados arrastraban a algunos habitantes hasta donde estaba Pouzauges y luego, siguiendo sus órdenes, les llevaban rápidamente a la prisión de la ciudad. Muzillac había sido conquistada.
Aparentemente. O eso era lo que Pouzauges pensaba después de un periodo de tiempo no muy largo, pues, volviendo la vista hacia Hornblower y tirando de las riendas de su caballo, se dirigió al camino empedrado. La ciudad terminaba antes de que el camino real llegara a los pantanos, y en un yermo que había a un lado del camino, los grupos de soldados que se habían enviado para apostarse en aquella parte encendieron una hoguera y se calentaban en torno al fuego y asaban en las brasas pedazos de carne de vaca enganchados en la punta de sus bayonetas. Cerca de la hoguera estaba la vaca muerta a medio desollar. Un poco más adelante, donde el camino daba paso al puente sobre el río Marais, había un centinela sentado al sol con el mosquete detrás de él, apoyado en el parapeto del puente. Todo estaba bastante tranquilo. Pouzauges avanzó hasta coronar el puente, acompañado de Hornblower y miró hacia los campos del otro lado. No había indicios de que el ejército enemigo estuviera cerca. Bajaron. Abajo les esperaba un oficial inglés a caballo. Vestía casaca roja: lord Edrington.
—He venido a ver las cosas por mí mismo —dijo—. Me parece que la posición está bastante segura. Cuando tengan los cañones colocados, podrán retener el puente hasta que sea posible volar el arco. No obstante, media milla más abajo hay un vado, y voy a apostarme allí. Si perdemos el vado, ellos pueden llegar a controlar la posición y aislarnos de la costa. Dígaselo a este caballero… ¿Cómo se llama?… Lo que he dicho, dígaselo.
Hornblower tradujo su mensaje lo mejor que pudo y siguió haciendo de intérprete mientras los dos jefes señalaban a un lado y a otro y determinaban sus respectivos cometidos.
—Todo arreglado. Ya está todo arreglado —dijo Edrington al fin—. No se olvide de informarme de cuanto ocurra.
Les hizo un saludo con la cabeza y se alejó a galope tendido. En cuanto se hubo ido, se acercó a ellos un carro que venía de Muzillac, detrás del cual se oía un ruido metálico que anunciaba la llegada de los cañones de seis libras, cada uno arrastrado por un par de caballos guiados por varios marineros. Sentado en la parte delantera del carro se encontraba el guardiamarina Bracegirdle, que saludó a Hornblower con una amplia sonrisa.
—Del alcázar a un carro para acarrear estiércol no hay más que un paso —dijo, bajando de un salto—. Lo mismo que de guardiamarina a capitán de artillería.
Miró al camino empedrado y luego a su alrededor.
—Coloca los cañones allí, porque así podrán cubrir toda la posición —sugirió Hornblower.
—Exactamente —dijo Bracegirdle.
Después dio algunas órdenes, y los cañones fueron sacados del camino y colocados en el camino empedrado. Finalmente fue descargado el carro. Los marineros, trabajando con ahínco porque les estimulaba el inusual medio que les rodeaba, colocaron los cartuchos de pólvora sobre un pedazo de lona alquitranada extendido sobre la tierra y lo cubrieron con otro y luego apilaron las balas y las bolsas de metralla junto a los cañones.
—La pobreza nos trae extraños amigos, y la guerra, extrañas tareas —dijo Bracegirdle—. ¿Has volado un puente alguna vez, Hornblower?
—Nunca —respondió el guardiamarina.
—Yo tampoco. Ven, vamos a volarlo juntos. ¿Quieres subir a mi carro?
Hornblower subió al carro con Bracegirdle, y dos marineros llevaron el caballo ruano de Hornblower desde el camino empedrado hasta el puente. Al llegar allí se detuvieron y miraron hacia abajo, hacia las turbias aguas que se movían con gran rapidez, y luego se inclinaron sobre el parapeto y estiraron el cuello para ver el sólido puente de piedra.
—Lo que tenemos que volar es la clave del arco —dijo Bracegirdle.
Sin duda, ése era el procedimiento que siempre se empleaba para destruir un puente, pero Hornblower miró a Bracegirdle y luego volvió a mirar al puente pensando que no era fácil hacerlo. La pólvora hace presión hacia arriba cuando explota, y, además, tiene que estar en contacto con la superficie. Hornblower se preguntaba cómo se podría colocar bajo el arco del puente.
—¿Qué te parece si la colocamos en el machón? —sugirió.
—Podemos mirar a ver si se puede —dijo Bracegirdle, y se volvió hacia el marinero que estaba junto al carro—. Hannay, trae un cabo.
Amarraron el cabo al parapeto y se deslizaron por él hasta una resbaladiza cornisa que bordeaba la base del machón, donde apenas había espacio para apoyar los pies y desde la cual se oía el fluir de las aguas.
—Parece que ésta es la solución —aseguró Bracegirdle, agachándose bajo el arco casi hasta reducir su altura a la mitad.
El tiempo pasaba velozmente mientras hacían los preparativos para la voladura. Hubo que traer a un grupo de hombres de la guardia del puente para hacer el trabajo; luego buscaron picos y palancas y otros objetos que pudieran usarse como tales; hubo que quitar algunas de las grandes piedras del machón que estaban cerca del arranque del arco y después bajaron con cuidado dos barriletes de pólvora y los metieron en los huecos que habían dejado las piedras; introdujeron una mecha de combustión lenta en el orificio donde iba el tapón y dejaron el otro extremo colgando en el exterior. A continuación taparon los huecos donde estaban los barriletes con toda la tierra y las piedras que cabían en ellos. Había oscurecido bajo el arco cuando terminaron, y los hombres que habían hecho el trabajo subieron por el cabo hasta el puente con gran esfuerzo. Bracegirdle y Hornblower se miraron al quedarse solos.
—Yo encenderé las mechas —dijo Bracegirdle—. Suba usted ahora, señor.
No había motivo para discutir, pues era Bracegirdle el encargado de destruir el puente. Hornblower empezó a subir por el cabo y mientras tanto Bracegirdle se sacaba el yesquero del bolsillo. Al llegar al puente, Hornblower ordenó que retiraran el carro y él se quedó allí esperando. Apenas habían pasado unos minutos cuando vio a Bracegirdle subir desesperadamente por el cabo y saltar por encima del parapeto.
—¡Corre! —fue lo único que dijo.
Los dos bajaron el puente a toda prisa y se detuvieron jadeando al llegar al terraplén y se agacharon detrás del contrafuerte. Entonces oyeron una explosión de poca intensidad, sintieron la tierra temblar bajo sus pies y sólo alcanzaron a ver una nube de humo.
—Vamos a ver —dijo Bracegirdle.
Volvieron sobre sus pasos cuando el puente todavía estaba envuelto en humo y polvo.
—Sólo parcialmente… —comenzó diciendo Bracegirdle cuando ya estaban cerca del lugar del suceso y el polvo se había dispersado.
En ese mismo momento hubo otra explosión que les hizo tambalearse. Un trozo de la calzada del puente chocó contra el parapeto cerca de donde se encontraban y explotó como una bomba; muchos de sus cascotes cayeron sobre ellos. A partir de ese momento todo fue un ruido como de truenos, y el arco cayó al río con estrépito.
—Lo más probable es que explotara el segundo barrilete —dijo Bracegirdle, limpiándose la cara—. Deberíamos haber tenido en cuenta que quizá las mechas tenían diferente longitud. Dos prometedoras carreras habrían quedado truncadas si hubiéramos estado más cerca.
—De todos modos, el puente está destruido —dijo Hornblower.
—Bien está lo que está bien —sentenció Bracegirdle.
Setenta libras de pólvora habían realizado su función. El puente estaba cortado, y en el centro había ahora una buena brecha y al otro lado un pedazo de la calzada que sobresalía del machón estaba suspendida en el aire dentro de la brecha, dando testimonio de la dureza de la argamasa. Miraron hacia abajo por el boquete y vieron que las piedras casi habían cortado el río.
—No necesitaremos más que unos cuantos hombres de guardia —aseguró Bracegirdle.
Hornblower miró hacia donde estaba atado el caballo ruano. Tuvo la tentación de regresar a Muzillac andando y tirando de las bridas del caballo, pero la vergüenza prevaleció sobre esta sensata preferencia, así que con no pocos esfuerzos y trabajos subió a la silla y se dirigió hasta el camino. A lo lejos el cielo enrojecía porque se aproximaba el ocaso.
Entró en la calle mayor de la ciudad y dobló en la esquina de la plaza mayor. Allí vio algo que le hizo tensar fuertemente las riendas en contra de su voluntad y detener el caballo. La plaza estaba llena de gente, de habitantes de la ciudad, de soldados y, en el centro, había un gran rectángulo que parecía tocar el cielo, tenía una reluciente cuchilla en la parte superior. La cuchilla cayó con estrépito, y el pequeño grupo de hombres que rodeaban la base del rectángulo arrastró no sé qué a un lado y lo añadió al montón que ya había allí. La guillotina portátil estaba funcionando.
Hornblower se quedó horrorizado. Le entraron náuseas. Eso era peor que ver azotar a los marineros en el enrejado. Estaba a punto de hacer andar a su caballo cuando oyó un extraño sonsonete. Un hombre cantaba con voz potente y clara, y una procesión salió de un edificio que daba a la plaza. Al frente de ella iba un hombre corpulento de pelo rizado y negro con camisa blanca y calzones negros. A ambos lados y detrás de él caminaba un grupo de soldados. Era ese hombre el que cantaba. Hornblower no había oído jamás la melodía, pero sí conocía la letra, que podía escuchar claramente. Eran los versos del himno revolucionario francés, cuyos ecos habían llegado incluso al otro lado del canal de la Mancha.
—¡Oh, patria querida, patria sagrada…! —cantaba el hombre de la camisa blanca.
Los habitantes de la ciudad presentes en la plaza, al oír la música, se pusieron de rodillas murmurando no sé qué, bajaron la cabeza y cruzaron los brazos sobre el pecho.
Los verdugos estaban subiendo de nuevo la cuchilla, y el hombre de la camisa blanca siguió su ascenso con la vista mientras continuaba cantando con voz temblorosa. La cuchilla llegó arriba. Se hizo un silencio sepulcral, callaron los cantos cuando los verdugos cogieron al hombre de la camisa blanca y lo llevaron a la guillotina. Y la cuchilla volvió a caer con estrépito.
Aparentemente, ésa era la última ejecución, ya que los soldados empezaron a empujar a los lugareños para que volvieran a sus casas. Hornblower espoleó a su caballo a través de la multitud que se dispersaba. Estuvo a punto de caer de la silla porque el animal, al percibir el olor de los cuerpos amontonados junto a la guillotina, cambió de dirección de repente, resoplando con furia. En uno de los lados de la plaza había una casa con balcón. Hornblower alzó la vista y tuvo tiempo de ver en él a Pouzauges vestido con su uniforme blanco y una banda azul, apoyado en la barandilla rodeado de sus oficiales. Vigilaban la puerta de la casa dos centinelas, a los que Hornblower entregó el caballo antes de entrar. Justamente en ese momento Pouzauges bajaba la escalera.
—Buenas tardes, señor —dijo Pouzauges cortésmente—. Me alegro de que haya conseguido llegar al cuartel general y confío en que no haya tenido problemas en el camino. Ahora vamos a cenar, y nos gustaría disfrutar de su compañía. Ha venido a caballo, ¿verdad? Estoy seguro de que monsieur de Villers, aquí presente, dará órdenes para que lo atiendan.
Todo eso era difícil de creer. Era difícil de creer que tan distinguido caballero hubiera ordenado la matanza que acababa de terminar; era difícil de creer que esos jóvenes elegantes con quienes estaba comiendo arriesgaran su vida para derrocar a una joven república bárbara, pero fuerte. Y esa noche, cuando Hornblower se metió en una cama con dosel, pensó que era difícil de creer que él, el guardiamarina Horatio Hornblower, corriera un grave peligro.
En la calle, las mujeres llenaban el aire de lloros y gemidos al ver que los cuerpos sin cabeza, fruto de las ejecuciones, eran sacados de la plaza. El guardiamarina pensó que no podría dormir, pero la juventud y la fatiga se impusieron, y durmió toda la noche, aunque se despertó con la idea de que acababa de tener una pesadilla. Todo le parecía extraño en la oscuridad, pasaron unos momentos antes de que se percatara de los motivos de su extrañeza. Estaba durmiendo en una cama, no en un coy; la cama era firme como una roca, no se movía por el balanceo de un barco. El aire de la habitación estaba viciado, pero olía a cortinas, a cama; mientras que en el aire viciado de la camareta de guardiamarinas había una mezcla de rancio olor a humanidad y rancio olor a agua de sentina. Estaba en tierra, en una casa, en una cama; a su alrededor reinaba un silencio absoluto, lo que resultaba extraño a un hombre acostumbrado a estar en la mar oyendo los crujidos de un barco de madera.
Indudablemente, se encontraba en una casa en la ciudad de Muzillac, en la región de Bretaña. Estaba durmiendo en el cuartel general del brigadier general de las tropas francesas que participaban en esta expedición, el marqués de Pouzauges, y esta expedición, a su vez, formaba parte de un gran conjunto de fuerzas que habían invadido la Francia revolucionaria para conseguir el triunfo de la causa monárquica. Notó que su pulso se aceleraba y se sintió inseguro al pensar que estaba en Francia, a diez millas de la costa y de la Indefatigable, y que sólo un indisciplinado grupo de soldados franceses (en verdad, la mitad eran mercenarios, así que eran franceses sólo nominalmente) le protegía contra la muerte y el encarcelamiento. En ese momento lamentó hablar francés, pues no estaría allí si no fuera porque lo hablaba, y tal vez la suerte le habría acompañado y ahora estaría con los soldados del XLIII regimiento de Infantería británico vigilando el vado a una milla de distancia.
En parte fue el recuerdo de las tropas británicas lo que le hizo salir de la cama, y en parte porque tenía el deber de cuidar que se mantuviera el enlace con ellas, y la situación podía haber cambiado mientras dormía. La cosa es que descorrió las cortinas de la cama y saltó al suelo. Cuando sus piernas sintieron todo el peso del cuerpo, protestaron enérgicamente, principalmente, por el hecho de haber cabalgado tanto el día anterior. Por eso le dolían todos los músculos del cuerpo y todas las articulaciones, y apenas podía caminar. En la oscuridad se acercó a la ventana cojeando, descorrió el pestillo de los postigos y los abrió. La luna iluminaba la calle vacía; debajo de él pudo ver el tricornio del centinela apostado fuera y su bayoneta, que reflejaba la luz de la luna.
Se apartó de la ventana y buscó su casaca y sus zapatos. Se los puso. Y luego con el sable al cinto bajó la escalera tan silenciosamente como pudo. En la habitación situada junto al vestíbulo, una vela de sebo se derretía sobre la mesa, y junto a ella estaba un sargento francés adormilado con la cabeza apoyada en los brazos, que levantó la cabeza cuando Hornblower se detuvo en la puerta un instante. Apoyados contra la pared descansaban los mosquetes de los miembros del cuerpo de guardia que no estaban de servicio, tumbados en el suelo, apelotonados como cerdos en una pocilga, y dando estentóreos ronquidos.
Hornblower hizo una inclinación de cabeza al sargento, abrió la puerta de entrada y salió a la calle. Enseguida sus pulmones se ensancharon al respirar el aire puro de la noche, de la mañana ya, porque por oriente se veía un tenue resplandor en el cielo. El centinela, al darse cuenta de que era el oficial de marina británico, se puso torpemente en posición de firme. En la plaza todavía dominaba la lúgubre armazón de la guillotina, que casi llegaba al cielo iluminado por la luna, rodeada del negro charco de sangre de sus víctimas. Hornblower se preguntaba quiénes serían y qué habrían hecho para que los monárquicos les hubieran apresado y les hubieran matado con tanta rapidez, y dedujo que serían servidores del Gobierno revolucionario, seguramente el alcalde, el jefe de la aduana y otros, aunque también era posible que fueran simplemente personas a quienes los émigrés guardaban rencor desde los días de la Revolución. Pensó que el mundo que le rodeaba era salvaje y despiadado, y en ese momento se sintió solo y triste.
Dejó de pensar en estas cosas cuando el sargento de guardia salió de la casa con una fila de soldados. El centinela de la puerta fue relevado, y los demás fueron a relevar a otros centinelas que rodeaban la casa. Hornblower vio a un sargento y a cuatro soldados con tambores salir de una casa al otro lado de la calle. Los soldados formaron en fila, sosteniendo los palillos de los tambores en el aire delante de sus caras, y cuando el sargento dio una orden, los ocho palillos bajaron a la vez con estrépito y los soldados avanzaron lentamente por la calle marcando el paso tocando los tambores a un ritmo endiabladamente rápido. Al llegar a la primera esquina se detuvieron, tocaron con amenazadores redobles, y luego siguieron marchando y volvieron a tocar al mismo ritmo de antes. Estaban haciendo una llamada a las armas, ordenaban a los hombres que dejaran sus hogares y fueran a cumplir con su deber. A pesar de que Hornblower no tenía un oído muy fino que digamos para distinguir los sones musicales, distinguía perfectamente el ritmo, y por eso le pareció que era música, auténtica música. Ya no se sentía triste cuando se volvió para regresar al cuartel general. El sargento de guardia regresó con los soldados que habían sido relevados, y los primeros soldados que se habían despertado salieron soñolientos a la calle. Entonces se oyó un ruido de cascos y vio a un mensajero montado a caballo acercarse al cuartel general. Se estaba haciendo de día.
Un joven oficial francés leyó la nota que había traído el mensajero y se la entregó a Hornblower cortésmente. El guardiamarina se rompía la cabeza para entenderlo, pues no estaba acostumbrado a leer textos en francés y manuscritos, pero finalmente supo cuál era su contenido. No decía nada nuevo, sólo que el grueso del cuerpo expedicionario, desembarcado el día anterior en Quiberon, avanzaría esa misma mañana hasta Vannes y Rennes, mientras que las tropas auxiliares con las que se encontraba Hornblower, debían mantener su posición en Muzillac para cubrir ese flanco. En ese momento apareció el marqués de Pouzauges, con su inmaculado uniforme blanco y su banda azul, y leyó la nota sin hacer ningún comentario, luego se volvió hacia Hornblower y le invitó amablemente a desayunar.
Entraron en la gran cocina, en cuyas paredes colgaban relucientes cazuelas de cobre, y una mujer silenciosa les llevó café y pan. La mujer podía ser una patriota y todo lo que se quisiera, hasta una entusiasta contrarrevolucionaria, pero no lo aparentaba. Naturalmente, sus sentimientos podrían haber cambiado porque esa horda de soldados había invadido su casa, se comía su comida y dormía en su casa sin pagar. Tal vez algunos de los caballos y los carros requisados por el ejército fueran suyos; tal vez algunos de los hombres que habían muerto en la guillotina fueran deudos suyos. La mujer llevó café, y los oficiales, que esperaban de pie en la gran cocina entre el tintineo de sus espuelas, empezaron a desayunar. Hornblower cogió una taza y un pedazo de pan (desde hacía cuatro meses la única clase de pan que comía era galleta), tomó un sorbo de café, que no estaba seguro de que le gustara porque sólo lo había tomado dos o tres veces en su vida. Pero la segunda vez que se llevó la taza a los labios no pudo tomar un sorbo siquiera, no le dio tiempo porque antes de probarlo, un distante cañonazo le hizo bajar la taza y quedarse como paralizado. Se oyó otro cañonazo, y otro más, y luego se oyó un estampido más fuerte y más cercano, un disparo de uno de los cañones de seis libras que tenía a su cargo el guardiamarina Bracegirdle en el camino empedrado.
Inmediatamente hubo un revuelo en la cocina. Un oficial derramó una taza, y un chorro negro se deslizó por la mesa formando remolinos. Otro perdió el equilibrio porque se le engancharon las espuelas y cayó en brazos del más cercano. Parecía que todos hablaban a la vez. Hornblower estaba tan excitado como los demás. Tenía ganas de salir corriendo para averiguar lo que pasaba, pero en ese momento recordó que en la Indefatigable todos mantenían la calma y observaban la disciplina cuando iban a entrar en combate. Él no era de la misma raza que los franceses, y para probarlo se llevó la taza a los labios y bebió con calma. La mayoría de los oficiales ya había salido de la cocina y pedía a gritos sus caballos. Sin duda se tardaría mucho tiempo en ensillarlos. La mirada de Hornblower se cruzó con la de Pouzauges, que caminaba de un lado a otro de la cocina, pero el guardiamarina terminó de beberse el café. Estaba demasiado caliente para ser reconfortante, pero le parecía que era bueno. Quedaba pan, y se obligó a masticarlo y tragarlo a pesar de que no tenía apetito. No sabía cuándo iba a volver a comer, probablemente pasaría todo el día en el campo de batalla, así que se metió media barra de pan en el bolsillo como pudo y salió.
Trajeron los caballos al patio para ensillarlos. La excitación general les había afectado también a ellos, se encabritaban, piafaban, se movían inquietos entre las blasfemias de los oficiales. Pouzauges montó de un salto en la silla de su caballo y se alejó cabalgando a todo escapar seguido de sus hombres excepto de uno, el que sujetaba el caballo ruano de Hornblower. Hornblower pensó que eso era lo mejor que podía haber pasado, pues sabía que no se mantendría en la silla ni medio minuto si a su caballo se le ocurría corcovear o retroceder. Se acercó despacio al animal, que estaba más tranquilo ahora que el mozo de cuadra le acariciaba, y subió a la silla con lentitud y cautela infinitas. Con un tirón movió el bocado del freno y moderó el brío del caballo, circunstancia que aprovechó para cabalgar despacio, salir a la calle y avanzar hacia el puente siguiendo la estela de los soldados que se dirigían allí al galope. Pensó que era mejor cabalgar despacio y tener la seguridad de llegar que galopar y caerse. Todavía los cañones estaban disparando, y pudo ver algunas volutas de humo salir de los cañones de seis libras a cargo de Bracegirdle. A su izquierda el sol asomaba en el cielo despejado.
La situación en el puente era clarísima. A cada lado del boquete abierto donde se había volado el arco se encontraban unos pocos soldados disparando contra los que estaban en el lado opuesto, y en el extremo más lejano del camino empedrado que atravesaba el Marais, una nube de humo se elevaba indicando la presencia de una batería enemiga que disparaba a largos intervalos desde una considerable distancia. Bracegirdle, de pie entre los cañones que manejaban los marineros que estaban bajo su mando, con el sable colgando del cinto, saludó alegremente a Hornblower con la mano en cuanto le vio. Una columna de Infantería apareció en el extremo del camino empedrado. Los cañones a cargo de Bracegirdle repitieron su fatídico, ¡bum!, ¡bum! El caballo de Hornblower corcoveó al oír el ruido, y eso le distrajo, pero cuando volvió a mirar hacia allí, la columna había desaparecido. La parte del parapeto del camino empedrado más cercana a él saltó en pedazos y algo chocó con tremenda fuerza contra el camino cerca de las patas de su caballo, produciendo un terrible estruendo, que braceó levantando sus manos en el aire. Era una bala de cañón, la bala de cañón que había pasado más cerca de él en toda su vida. Había perdido un estribo luchando con su caballo a consecuencia de lo sucedido, y en cuanto logró controlarlo otra vez, pensó que era más sensato desmontar y apartar al animal del camino empedrado y acercarlo más a los cañones. Bracegirdle le recibió con una amplia sonrisa.
—No podrán cruzar por aquí —dijo—. Al menos mientras las Ranas sigan haciendo su trabajo. Parece que tienen muchas ganas de seguir. Se puede alcanzar el otro lado del boquete con metralla, así que esas tropas nunca podrán pasar. No me explico para qué gastan tanta pólvora.
—Supongo que para averiguar la fuerza que tenemos —dijo Hornblower en un tono que parecía el de un militar entendido en estrategia.
Habría temblando de miedo si hubiera dejado que su cuerpo hiciera lo que quisiera. No sabía si se le notaba su falta de naturalidad, pero, en caso de que se le notara, era mejor eso que mostrar su miedo. Estar allí simulando ser un curtido veterano mientras las balas de cañón pasaban silbando por encima de su cabeza le producía una sensación rara, pero agradable, como la provocada a veces por las pesadillas. También Bracegirdle estaba alegre y sonriente y parecía seguro de sí mismo, y Hornblower le observaba preguntándose si estaba fingiendo como él.
—Ahí vienen otra vez —dijo Bracegirdle—. Sólo son unos cuantos soldados.
Unos cuantos soldados corrían por el camino hacia el puente. Cuando llegaron a tiro de mosquete de sus enemigos, se echaron cuerpo a tierra y abrieron fuego. En ese lugar ya había algunos cadáveres, y los soldados se parapetaron tras ellos. Desde el otro lado de la abertura les disparaban los soldados enemigos, mucho mejor protegidos que ellos.
—No podrán pasar por aquí de ninguna manera —dijo Bracegirdle—. ¡Mira!
El grueso del ejército monárquico, reunido y fortificado en la ciudad, avanzaba por el camino. Estaban ellos mirándolo, cuando una bala de cañón disparada desde el otro lado del río cayó en la vanguardia de la columna y siguió moviéndose entre los soldados. Hornblower vio caer muertos a algunos hombres y cómo la columna huía a la desbandada. Pouzauges se acercó al lugar de los hechos para poner orden, y entonces la columna, dejando atrás los muertos y los heridos, cambió de dirección y fue a refugiarse en el terreno pantanoso que estaba junto al camino empedrado.
Ahora que estaban reunidas casi todas las tropas monárquicas, parecía imposible que los revolucionarios cruzaran por aquel sitio.
—Debería decirle esto a las Langostas —aconsejó Hornblower.
—Al amanecer se oyeron disparos allí abajo —replicó Bracegirdle.
Un sendero que bordeaba los terrenos pantanosos y atravesaba los campos cubiertos de verde hierba, llevaba hasta el vado que vigilaba el XLIII regimiento de Infantería. Hornblower llevó el caballo hasta el sendero antes de montarse en él, porque creía que así podría persuadir más fácilmente al caballo de que lo siguiera. Poco tiempo después vio una mancha escarlata en la ribera del río y se dio cuenta de que allí estaban los piquetes que habían sido separados de las tropas británicas para que les cubrieran ese flanco impidiendo a los enemigos cruzar los terrenos pantanosos. Luego vio la casa de campo que indicaba dónde estaba el vado, y en el campo adyacente, una gran área de color escarlata, pues el grueso de las tropas se encontraba allí en espera de los acontecimientos. En ese punto la zona pantanosa se estrechaba, pues había una pequeña elevación del terreno cerca de la orilla del río. Una compañía británica estaba apostada allí, y junto a ella, montado en su caballo, se encontraba lord Edrington. Hornblower subió a la loma e informó de lo ocurrido estremeciéndose, pues su caballo estaba inquieto y se movía constantemente.
—¿Y dice usted que no ha habido ningún ataque importante? —preguntó Edrington.
—No hubo ninguno hasta que me fui de allí, señor.
—¿De veras? —preguntó Edrington, mirando hacia el otro lado del río—. Aquí pasa lo mismo. No intentan cruzar el vado a la fuerza. ¿Por qué amagan y no atacan?
—Creo que están quemando pólvora inútilmente, señor —dijo Hornblower.
—No son tontos —contestó Edrington y volvió a mirar hacia el otro lado del río—. Bueno, suponer que no lo son no nos hace daño.
Se acercó adonde estaba el grueso de las tropas cabalgando despacio y dio una orden a un capitán, que había desmontado para recibirla. El capitán se la transmitió a los soldados de su compañía, que se pusieron de pie y formaron unas apretadas filas y se quedaron firmes. El capitán dio dos órdenes más, y los soldados giraron a la derecha y se alejaron marchando, todos al mismo paso y con el mosquete con el mismo ángulo de inclinación.
—No nos hace daño tener un flanco cubierto.
El estampido de un cañonazo al otro lado del río les hizo acercarse a él otra vez. Al otro lado de los terrenos pantanosos marchaba una columna paralelamente a la ribera del río.
—Ésa es la misma columna otra vez, señor —dijo el capitán de la compañía—. Y si no, es una exactamente igual.
—Marchan de un lado a otro y disparan al azar —dijo Edrington—. Señor Hornblower, ¿hay algunas tropas de los émigrés cubriendo el flanco próximo a Quiberon?
—¿A Quiberon, señor? —preguntó Hornblower, sorprendido.
—¡Maldita sea! ¿No puede entender una pregunta tan simple? ¿Las hay o no?
—No lo sé, señor —respondió Hornblower, abatido.
En Quiberon había cinco mil soldados del ejército de los émigrés, así que parecía innecesario que hubiera soldados protegiendo ese flanco de la posición.
—Entonces presente mis respetos al general francés y dígale que le sugiero que mande a un gran grupo de hombres a apostarse en el camino, si no lo ha hecho ya.
—Sí, señor.
Hornblower bajó de nuevo al sendero y empezó a cabalgar en dirección al puente. El sol brillaba con intensidad sobre los campos desiertos. Todavía podía oír los esporádicos cañonazos, pero en ese momento oyó cantar a una alondra en el cielo azul. Luego, cuando subía la última loma antes de llegar al puente cercano a Muzillac, oyó varios cañonazos uno detrás de otro, y después le pareció oír gritos y quejidos. En efecto, al llegar a la parte alta de la loma, vio algo que le hizo tirar de las riendas y detener al caballo. Los campos que se extendían ante su vista estaban llenos de soldados de uniforme azul y bandolera blanca que corrían desesperados en dirección contraria a la que él llevaba. Entre los fugitivos había algunos soldados de caballería, blandiendo sables que lanzaban destellos a la luz del sol. Por la izquierda se acercaba trotando una compañía de caballería entera, y a lo lejos el sol hacía brillar las bayonetas de los soldados que corrían en dirección al mar.
No había duda de qué era lo que había ocurrido. Durante los terribles instantes que Hornblower pasó allí mirando a su alrededor, comprendió lo que había pasado: los revolucionarios habían logrado situar algunas tropas entre Muzillac y Quiberon y habían entretenido a los émigrés disparándoles desde el otro lado del río mientras esas tropas se les acercaban por el lado por donde no las esperaban, y finalmente les habían atacado por sorpresa. Sólo Dios sabe lo que había pasado en Quiberon, pero Hornblower pensó que ése no era el momento para intentar averiguarlo. Preocupado por la situación volvió grupas y, clavando las espuelas a su montura, avanzó a galope tendido por el sendero en dirección al regimiento británico. Daba saltos en la silla y tenía las riendas fuertemente agarradas por miedo a caerse y ser capturado por los franceses que le seguían.
Cuando ya llegaba adonde estaba el regimiento británico, el ruido de los cascos de su caballo hizo a todos volver la mirada hacia él. Edrington estaba de pie junto a su corcel con las bridas sobre el hombro.
—¡Los franceses! —replicó Hornblower con voz ronca, señalando hacia atrás—. ¡Se acercan!
—No esperaba otra cosa —dijo Edrington.
Dio una orden antes de poner el pie en el estribo para montarse en el caballo, y cuando se sentó en la silla, ya el grueso del XLIII regimiento de Infantería había formado una columna. A su ayudante de campo le faltó tiempo para salir al galope a buscar a la compañía que estaba apostada en la ribera del río.
—Supongo que en las tropas francesas hay soldados de infantería y de caballería y también artilleros con cañones —dijo Edrington.
—Al menos soldados de infantería y de caballería, señor —dijo Hornblower, jadeando—. No he visto cañones.
—Y los émigrés huyen como conejos, ¿no es cierto? —Sí, señor.
—Aquí llegan los primeros.
En la loma más cercana aparecieron algunos uniformes azules, y los hombres que los vestían corrían con la lengua fuera a causa de la fatiga.
—Creo que debemos cubrir su retirada, aunque no se lo merecen —dijo Edrington—. ¡Mire!
La compañía a la que había ordenado cubrir un flanco del regimiento estaba en lo alto de una colina, formando un pequeño cuadrado rojo sobre la verde hierba, y en el momento en que ellos miraron hacia allí, un grupo de soldados de caballería que subía por la colina la rodeó.
—Por suerte mandé a esos hombres a apostarse allí —dijo Edrington tranquilamente—. ¡Ah, ahí viene la compañía de Mayne!
Las tropas que habían permanecido junto al vado se acercaban a buen paso. Los oficiales daban órdenes con voz bronca. El sargento mayor hizo dar media vuelta a dos compañías, regulando el compás y la alineación con su sable y su bastón con empuñadura de plata, como si estuviera con los soldados en el patio del cuartel.
—Le recomiendo que se quede junto a mí, señor Hornblower —pidió Edrington.
Entonces se dirigió hacia el espacio que había entre las dos columnas, y Hornblower le siguió en silencio. Se oyó otra orden, y las tropas empezaron a atravesar el valle. Mientras avanzaban, los sargentos marcaban el compás y el sargento mayor vigilaba la separación existente entre las filas. Alrededor de ellos los émigrés huían en todas direcciones, la mayoría casi exhaustos. Hornblower vio a varios caer a tierra jadeando porque eran incapaces de seguir moviéndose. Luego, en lo alto de la colina que estaba a su derecha, apareció una línea de plumas y de sables: era un regimiento de Caballería que se acercaba trotando. Hornblower vio a los hombres levantar los sables y empezar a correr al galope y les oyó gritar preparados para cargar. Los Casacas Rojas que le rodeaban se detuvieron. Se oyó otra orden, y los soldados volvieron a hacer una serie de lentos movimientos y formaron un cuadrado. En el centro se situaron los oficiales a caballo y las banderas, que ondeaban por encima de sus cabezas. Los soldados de caballería se encontraban ahora a menos de cien metros de distancia. Un oficial de voz grave dio una serie de órdenes con voz solemne, como si estuviera participando en una ceremonia. Después de la primera orden, los soldados se quitaron los mosquetes del hombro, y la segunda fue seguida por muchos clics simultáneos producidos por las cazoletas de los mosquetes al abrirse. Después de la tercera orden, los soldados de uno de los lados del cuadrado apuntaron los mosquetes al objetivo.
—¡Demasiado alto! —gritó el sargento mayor—. ¡Más bajo, número siete!
Los soldados de caballería se encontraban sólo a treinta metros de distancia. Hornblower veía claramente a los que venían al frente del grupo, que estaban inclinados sobre la cabeza del caballo, con las capas al viento, y, con el brazo extendido, mantenían el sable frente a ellos apuntado hacia delante.
—¡Fuego! —gritó la voz grave.
En respuesta hubo un solo estallido, pues todos los mosquetes dispararon a la vez. El humo formó remolinos alrededor del cuadrado y al fin desapareció. En el lugar hacia el que Hornblower miraba antes, había un montón de caballos y hombres que yacían en tierra, unos agonizantes, otros muertos. El regimiento de caballería se dividió como el agua de un torrente al chocar con una roca y pasó velozmente por los lados del cuadrado sin causar ningún daño.
—Muy bien —dijo Edrington.
La voz grave hablaba otra vez en tono solemne. Como marionetas movidas por las mismas cuerdas, los soldados que habían disparado volvieron a cargar sus armas, todos cogiendo una bala a la vez, atacando la carga a la vez, metiendo la bala en el cañón del mosquete a la vez con la misma inclinación de cabeza. Edrington observaba al regimiento de caballería, que ahora formaba un desordenado grupo en el valle.
—¡Regimiento, avanzar! —ordenó.
Con la solemnidad con que se celebra un rito, el cuadrado se dividió en dos columnas otra vez y reanudó la marcha. La compañía que estaba separada se reunió con ellas, después de salir de un círculo de hombres y caballos muertos. Alguien dio un viva.
—¡Silencio! —bramó el sargento mayor—. ¡Sargento, anote el nombre de ese hombre!
Hornblower notó que el sargento mayor se fijaba en el espacio que había entre las dos columnas, que debía ser siempre el mismo para que la compañía que diera la media vuelta pudiera llenarlo y así formar el rectángulo con la otra.
—Ahí vienen otra vez —anunció Edrington.
Los soldados de caballería habían formado para volver a cargar contra ellos. Ahora los caballos resoplaban y los soldados estaban menos animados, y no se acercaban a ellos formando un muro, sino en grupos separados. Primero les atacaron por un flanco y luego por otro, pero unos se detenían y otros se apartaban a un lado cuando llegaban a la fila de bayonetas. Los ataques eran demasiado débiles para responderles con una descarga cerrada, así que sólo algunas secciones de la compañía, obedeciendo órdenes expresas, disparaban contra grupos más determinados. Hornblower vio cómo un hombre, un oficial, a juzgar por sus galones dorados, refrenaba el caballo delante de las bayonetas y sacaba una pistola. Pero antes de que el hombre pudiera hacer fuego, media docena de mosquetes dispararon a la vez, y su cara se convirtió en una máscara sanguinolenta. Entonces el hombre y su caballo cayeron a tierra y de repente la compañía dio media vuelta, como una bandada de estorninos sobre un campo, y se alejó. Ellos reanudaron la marcha.
—Las Ranas no tienen disciplina, ni las de un bando ni las del otro —dijo Edrington.
Se dirigían al mar para buscar refugio en la bendita Indefatigable, y a Hornblower le pareció que avanzaban a un ritmo demasiado lento. Los soldados marchaban como si estuvieran en un desfile, con una lentitud exasperante, mientras a su alrededor los émigrés corrían en tropel hacia el lugar donde estarían a salvo. Hornblower miró hacia atrás y vio los campos llenos de compañías de infantería del Ejército Revolucionario que avanzaban juntas como un enjambre y con gran rapidez para darles alcance.
—Si uno deja que los hombres corran, luego no puede conseguir que hagan nada —dijo Edrington, volviendo la vista hacia donde miraba Hornblower.
A un lado se oyeron unos gritos y unos disparos que llamaron su atención. Un carro tirado por un penco venía por el camino a gran velocidad dando saltos en los baches. Un hombre vestido con jersey y pantalones de marinero llevaba las riendas. Por encima de los costados, otros marineros disparaban con sus mosquetes a los soldados de caballería que se les acercaban. Era Bracegirdle en el carro del estiércol. Había perdido los cañones, pero había salvado a sus hombres. Los soldados de caballería se retiraron cuando el carro se acercaba a las columnas. Bracegirdle se puso de pie en el carro y vio a Hornblower en su caballo, le saludó alegremente con la mano.
—¡Boadicea en su carro! —gritó.
—¡Le agradeceré que siga adelante y lo prepare todo para que embarquemos, señor!
—¡Sí, señor!
El penco continuó trotando, y el carro, con los sonrientes marineros encima, agarrados a sus varales, lo seguía dando bandazos. Por un flanco del XLIII regimiento de Infantería apareció un enjambre de soldados gritando furiosos y haciendo gestos con las manos y avanzando con rapidez con la intención de cortar la retirada al regimiento.
—¡Regimiento, formar filas! —gritó.
Como una gran máquina bien engrasada, el regimiento se volvió hacia los soldados y la columna se transformó en una fila en que los soldados estaban situados hombro con hombro, tan juntos como los ladrillos de una pared.
—¡Regimiento, avanzar!
La línea escarlata avanzó lenta e inexorable. El enjambre de soldados fue a su encuentro apresuradamente, y al frente de él iban los oficiales blandiendo los sables y gritándoles que les siguieran.
—¡Preparados!
Todos los mosquetes bajaron a la vez. Luego se abrieron las cazoletas haciendo clic.
—¡Apunten!
Los mosquetes subieron. Los soldados enemigos vacilaron ante la terrible amenaza y algunos retrocedieron para volver a meterse en el grupo y protegerse de la descarga cerrada con los cuerpos de sus compañeros.
—¡Fuego!
Una descarga cerrada. Hornblower, por estar sobre el caballo, una posición ventajosa, podía ver por encima de las cabezas de los soldados de infantería británicos, y vio a todos los soldados del frente del grupo caer al mismo tiempo. La línea roja siguió moviéndose hacia delante, y en cada paso que daban los soldados para volver a cargar sus armas, se oyó una orden que fue obedecida maquinalmente y quinientas balas entraron por la boca de quinientos mosquetes a la vez y quinientas manos derechas levantaron los atacadores a la vez. Cuando los soldados británicos apuntaron los mosquetes, estaban junto a la fila de muertos y heridos, pues los demás soldados habían retrocedido ante su avance y aún más ante la amenaza de una descarga cerrada. Los mosquetes volvieron a hacer una descarga cerrada. Y el avance continuó. Otra descarga cerrada. Y el avance siguió. Ahora el enjambre de soldados se dispersaba. Ahora muchos de los soldados se alejaban corriendo. Ahora todos huían de los terribles mosquetes. Ahora había tantos soldados huyendo por la ladera como émigrés antes.
—¡Alto!
El avance cesó. La fila se transformó en dos columnas, y los soldados reanudaron la retirada.
—Muy bien —dijo Edrington.
El caballo de Hornblower hacía movimientos bruscos mientras escogía por dónde atravesar una alfombra de muertos y heridos, y el guardiamarina se preocupaba tanto de no caerse de la silla de montar y estaba tan turbado que no se dio cuenta de que habían alcanzado la cima de la última colina, desde donde se veían las cristalinas aguas del estuario, hasta unos momentos después de llegar. La estrecha playa cenagosa estaba llena de émigrés. Más allá estaban los barcos anclados, balanceándose suavemente, y por fortuna, también las lanchas que se acercaban a la costa. Llegarían en buen momento, pues las compañías más aguerridas del Ejército Revolucionario ya estaban muy cerca y les disparaban. Algunos hombres habían caído.
—¡Cierren filas! —gritaron los sargentos.
Los soldados, impasibles, siguieron marchando y dejaron atrás a los heridos y a los muertos.
De repente, el caballo del ayudante de campo resopló y corcoveó antes de caer de rodillas y luego de lado, dando coces. El pecoso joven pudo sacar el pie del estribo y bajar de la silla a tiempo para no quedar debajo de él.
—¿Está herido, Stanley? —preguntó Edrington.
—No, milord, estoy sano y salvo —respondió el ayudante de campo, sacudiéndose la casaca escarlata.
—No tendrá que caminar mucho —dijo Edrington—. No es necesario mandar a algunos destacamentos a apartar a esos tipos. Ésa será nuestra posición.
Miró a su alrededor, a las casas de pescadores que había junto a la playa, a los aterrados émigrés en la orilla y a la masa de soldados de infantería del Ejército Revolucionario que subía por la colina para alcanzarles y que no les daría mucho tiempo para preparar su defensa. Algunos Casacas Rojas entraron en las casas y un momento después se colocaron junto a las ventanas. Por suerte, el espacio por donde había que pasar para ir a la playa tenía a un lado la aldea de pescadores y al otro un promontorio inaccesible, en cuya cima se apostó otro grupo de Casacas Rojas. En ese espacio, las cuatro restantes compañías formaron de un lado a otro una larga fila, protegida solamente por el montículo que estaba a la entrada de la playa.
Los aterrorizados émigrés ya estaban subiendo a las lanchas de la escuadra entre los cachones[6]. Hornblower oyó el estampido de una pistola y dedujo que uno de los oficiales que estaban allí abajo había hecho cumplir sus órdenes de la única forma que podía con el fin de evitar que subieran demasiados hombres a las lanchas y las hundieran. Luego, aparentemente en respuesta, el rugido de un cañón se propagó desde el otro lado. Un grupo de artilleros con sus cañones se había colocado en un lugar cercano, pero donde no podía ser alcanzado por los mosquetes, y había empezado a disparar contra la posición británica; las compañías de infantería del Ejército Revolucionario se agrupaban en torno a los artilleros. Las balas de cañón pasaban silbando muy cerca de sus cabezas.
—Dejemos que disparen —dijo Edrington—. Y mientras más, mejor.
Los artilleros no podían hacer mucho daño a los británicos porque estaban protegidos por el montículo, y seguramente el capitán revolucionario se dio cuenta de eso, además de comprender que no había tiempo que perder. A cierta distancia, los tambores tocaron un amenazador redoble, y las compañías empezaron a avanzar. Estaban ya tan cerca que Hornblower pudo ver la expresión de los oficiales que marchaban al frente agitando sus sombreros y sus sables.
—¡Regimiento, preparado! —gritó Edrington, y todas las cazoletas de los mosquetes hicieron clic a la vez—. ¡Siete pasos adelante! ¡Marchen!
Uno, dos, tres… siete pasos, dados cuidadosamente, hicieron desplazarse la fila hasta el montículo.
—¡Apunten! ¡Fuego!
Una descarga cerrada imposible de soportar. Las compañías se detuvieron, se tambalearon, recibieron otra devastadora descarga, y otra, y se retiraron desmoralizadas.
—¡Excelente! —exclamó Edrington.
Los cañones volvieron a disparar. Dos soldados británicos saltaron por el aire como si fueran muñecos y cayeron cerca de las patas del caballo de Hornblower, formando una masa sanguinolenta.
—¡Cierren filas! —gritó un sargento.
Los soldados que antes estaban al lado de ellos se acercaron para llenar el espacio que ocupaban.
—¡Regimiento, siete pasos atrás! ¡Mar… chen!
Los Casacas Rojas retrocedieron al mismo tiempo como marionetas y la fila volvió a colocarse debajo del montículo. Los soldados del Ejército Revolucionario regresaron en dos o tres ocasiones, en las que fueron repelidos por los disciplinados mosqueteros, pero Hornblower no pudo recordar después cuántas fueron. El sol estaba a punto de ocultarse tras el horizonte cuando miró hacia atrás y vio que la playa estaba casi vacía y que Bracegirdle se aproximaba a ellos con un mensaje.
—Puedo prescindir de una compañía ahora —dijo Edrington en respuesta al mensaje sin quitar la vista de la masa de soldados franceses—. Después que estén a bordo del barco, haga que todas las lanchas nos aguarden preparadas para zarpar.
Una compañía se fue. Otro ataque fue repelido, pero el ataque no fue llevado a cabo con el ímpetu de los primeros, debido a los fracasos anteriores. Los cañones fueron dirigidos hacia el promontorio y empezaron a disparar contra los soldados que se encontraban en la cima; un batallón de franceses avanzó hacia allí para atacar por ese lado.
—Eso nos dará tiempo —dijo Edrington—. Capitán Griffin, puede llevarse a los soldados. Que se quede la guardia de la bandera.
Las compañías centrales bajaron en fila por la playa hasta las lanchas que las aguardaban, pero en el espacio que habían ocupado, aún ondeaba la bandera que los franceses podían ver por encima del montículo. La compañía que estaba en las casas salió de ellas, formó en fila y también bajó. Edrington fue hasta el pie del promontorio. Miró hacia los franceses, que formaban para lanzar el ataque, y luego hacia los soldados de infantería, que ya estaban caminando por el agua para subir a bordo de las lanchas.
—¡Atención, granaderos! —gritó—. ¡Guardia de la bandera! ¡Sálvese quién pueda!
Por la ladera del promontorio que daba al mar, bajó la última compañía corriendo y dando tumbos. Un mosquete que alguien llevaba con descuido se disparó. Cuando el último soldado bajó la ladera, la guardia de la bandera llegó a la orilla del mar y subió a una lancha con su preciosa carga. La masa de soldados franceses corrió hacia la posición evacuada dando furiosos gritos.
—¡Ahora, señor! —dijo Edrington, volviendo el caballo hacia la playa.
Hornblower se cayó de la silla cuando el caballo empezó a caminar por el agua. Entonces soltó las riendas y siguió andando, con el agua a la cintura primero y al cuello después, hasta llegar adonde aguardaba la lancha, en cuya proa estaba Bracegirdle, de pie junto al cañón de cuatro libras, preparado para ayudarle subir a bordo. Alzó la vista justo en el momento en que ocurrió un curioso suceso. Edrington había llegado al esquife de la Indefatigable sujetando todavía las riendas de su caballo, pero al ver que los franceses se acercaban corriendo por la playa, se volvió hacia el soldado que tenía al lado, cogió su mosquete y apoyó la boca en la testa del caballo y disparó. El caballo cayó al agua agonizando. La única presa que hicieron los revolucionarios fue el caballo ruano de Hornblower.
—¡Ciar! —ordenó Bracegirdle.
La lancha empezó a alejarse de la playa. Hornblower estaba sentado en la proa y no se encontraba con fuerzas para mover ni un miembro. La playa estaba llena de franceses que gritaban y gesticulaban a la luz rojiza del crepúsculo.
—¡Un momento! —gritó Bracegirdle, y cogió la driza del cañón de cuatro libras y tiró de ella con fuerza.
El cañón dio un rugido justo en el oído de Hornblower, y su carga dejó una estela de destrucción en la playa.
—Era un bote de metralla —dijo Bracegirdle—. Con ochenta y cuatro balas. ¡Adelante, babor! ¡Ciar, estribor!
La lancha viró, apartando la proa de la playa y dirigiéndola hacia los acogedores barcos. Hornblower miró hacia atrás, hacia la oscura costa francesa. Ése era el final de un suceso. La tentativa de su país de derrocar la Revolución había tenido un sangriento rechazo. Los periódicos de París hablarían de ello con júbilo; la Gazette de Londres le dedicaría cinco escuetas líneas. Hornblower fue clarividente cuando se dijo que al cabo de un año casi nadie recordaría el suceso y que al cabo de veinte, todos lo habrían olvidado. Pero pensó que los hombres descabezados en Muzillac, los Casacas Rojas caídos y los franceses muertos en la explosión del bote de metralla lanzado por el cañón de cuatro libras habían muerto creyendo que aquel día cambiaría la historia. Y se sintió agotado. Y notó que todavía tenía en el bolsillo el pan que había metido por la mañana y que había olvidado por completo.