CAPÍTULO 5

EL HOMBRE QUE VIO A DIOS

El invierno había llegado al golfo de Vizcaya. Después del equinoccio, las tormentas eran más violentas y aumentaban las dificultades y los peligros de los barcos de la Armada Real que vigilaban la costa francesa. Los barcos eran zarandeados con frecuencia por las tormentas y tenían que soportar como podían el embate del frío viento del este, que provocaba que el agua entrara por el casco como por una cesta y hacía congelarse las salpicaduras de agua en las velas, y también del viento del oeste, que los obligaba a alejarse de la costa a sotavento hasta un lugar lo bastante lejano para que estuvieran seguros, pero desde el cual pudieran capturar cualquier barco francés que se atreviera a salir del puerto. Los barcos eran zarandeados por las tormentas, pero sus numerosos tripulantes eran zarandeados también, y semana tras semana y mes tras mes tenían que soportar el frío penetrante, la humedad, el enorme esfuerzo físico, el tasajo, las incomodidades y las privaciones de la vida en una escuadra que hacía un bloqueo en un lugar como ése. Incluso en las fragatas, las mejores embarcaciones para hacer un bloqueo, los tripulantes debían soportar muchas incomodidades, como por ejemplo, que las escotillas permanecieran cubiertas por los cuarteles durante largos períodos, que les mojaran las gotas de agua que caían de las juntas de la cubierta cuando estaban abajo, y también debían soportar las largas noches, los cortos días, la falta de sueño y el hecho de no tener muchas cosas que hacer.

Incluso en la Indefatigable había una atmósfera de inquietud, e incluso un simple guardiamarina como Hornblower se dio cuenta de ello cuando inspeccionaba su brigada antes de que el capitán pasara revista, como hacía habitualmente una vez por semana.

—¿Qué tiene en la cara, Styles? —preguntó.

—Forúnculos, señor. Muy malos.

Styles tenía en las mejillas y en los labios media docena de pequeñas cataplasmas.

—¿Ha tomado algo para que se le curen?

—El ayudante del cirujano me puso cataplasmas, señor, y dice que dentro de poco se me curarán.

—Muy bien.

Parecía que los hombres que estaban a ambos lados de Styles tenían un gesto irónico. Parecía que se rieran interiormente. A Hornblower no le gustaba ser objeto de burlas. Las burlas no eran buenas para la disciplina, y aún era peor que varios marineros compartieran un secreto que un oficial desconocía. Volvió a mirar atentamente a todos los marineros de la fila. Styles parecía un tronco, pues en su rostro curtido no se reflejaba ningún sentimiento; su negro pelo formaba perfectos bucles que le cubrían las orejas, y su apariencia no era censurable. No obstante, Hornblower notó que la reciente conversación era fuente de diversión, y eso no le gustaba.

Después de pasar revista fue a hacer algunas preguntas al señor Low, el cirujano, a quien encontró en la sala de oficiales.

—¿Forúnculos? —respondió Low—. Naturalmente que los marineros tienen forúnculos. Llevan nueve semanas comiendo carne de cerdo salada y guisantes secos. ¿Esperaba otra cosa que no fueran forúnculos? Forúnculos… pústulas… sabañones… todas las plagas de Egipto.

—¿En la cara?

—Ése es uno de los lugares en que se forman los forúnculos. Descubrirá otros por el cuerpo de usted mismo.

—¿Su ayudante los cura? —insistió Hornblower.

—Desde luego.

—¿Qué tal es?

—¿Muggridge?

—¿Ése es su nombre?

—Es un buen ayudante de cirujano. Pídale que le prepare la pócima negra y ya verá usted. Creo que voy a recetársela a usted, joven, porque me parece que está de mal humor.

El señor Low terminó de beberse el vaso de ron y golpeó la mesa para que viniera el despensero. Hornblower se dio cuenta de que había tenido suerte porque había encontrado a Low lo bastante sobrio para darle esa información y salió de allí con la intención de subir a la jarcia para reflexionar sobre la cuestión en la cofa del mesana, porque allí estaría solo. Ése era el nuevo puesto que le correspondía ocupar en las batallas, y cuando los marineros no tenían que hacer ninguna tarea en ese lugar, cualquier tripulante podía encontrar allí la soledad, algo difícil de hallar en la abarrotada Indefatigable. Envuelto en su chaquetón de lana gruesa, Hornblower se sentó en la cofa del mesana. Por encima de su cabeza, el mastelero de sobremesana describía erráticos círculos en el cielo plomizo; a su lado los obenques del mastelero vibraban cuando el fuerte viento pasaba silbando entre ellos; por debajo de él, seguía su curso la vida de la Indefatigable mientras la fragata, cabeceando y balanceándose, navegaba con rumbo norte con las gavias arrizadas. Cuando se oyeron las ocho campanadas, la fragata viraría y navegaría hacia el sur para proseguir la interminable vigilancia de esas aguas. Hasta entonces Hornblower tendría tiempo de reflexionar sobre los forúnculos que Styles tenía en la cara y sobre las risitas de los otros marineros de la brigada.

Dos manos aparecieron en el grueso pretil de madera que rodeaba la cofa. Hornblower las miró con rabia porque le habían distraído de sus meditaciones, y en ese momento apareció por encima de ellas la cabeza de Finch, otro de los marineros de su brigada, quien también tenía que estar en la cofa del mesana en la batalla. Era un hombre bajo, de constitución débil, pelo ralo, ojos azules y una sonrisa estúpida, una sonrisa que le iluminó el rostro cuando reconoció a Hornblower, después de que su gesto traicionara la decepción sufrida porque la cofa ya estaba ocupada.

—Perdone, señor, no sabía que estaba usted aquí —dijo Finch, que estaba en una postura incómoda, colgando con la espalda hacia abajo, a medio camino entre los obenques sujetos a los genoles y la cofa, y cada vez que la fragata se balanceaba, corría el peligro de soltarse.

—Venga, si quiere —dijo Hornblower, maldiciéndose por haber sido tan blando, pues pensaba que un oficial severo habría dicho a Finch que se fuera por donde había venido y que no le molestara.

—Gracias, señor, gracias —dijo Finch, pasando la pierna por encima del pretil y aprovechando el balanceo de la fragata, se dejó caer dentro de la cofa.

Se agachó para mirar hacia el tope del palo mayor por debajo del pujamen de la sobremesana y luego se volvió hacia Hornblower con una sonrisa inocente, como la de un niño cogido en falta. Hornblower sabía que Finch estaba mal de la cabeza (las brigadas reclutadoras reclutaban idiotas y campesinos para tripular los barcos de la Armada), a pesar de ser un marinero hábil que sabía aferrar, arrizar y llevar el timón.

—Se está mejor aquí que allí abajo —dijo Finch como si quisiera disculparse.

—Tiene razón —dijo Hornblower en un tono indiferente para cortar la conversación.

Entonces apartó la mirada de Finch y volvió a ponerse en una posición cómoda, con la espalda apoyada, deseando que el vaivén de la cofa le ayudara a abstraerse para encontrar la solución del problema. Pero no era fácil lograrlo, ya que Finch se inclinaba para mirar hacia delante, y cambiaba tanto de posición que se movía como una ardilla en una jaula, interrumpiendo el curso de su pensamiento y haciéndole perder los preciosos minutos de su media hora de libertad.

—¿Qué diablos le pasa, Finch? —preguntó al fin en tono áspero, después de que se le agotara la paciencia.

—¿El diablo, señor? —preguntó Finch—. El diablo no está aquí. No está aquí arriba, señor.

Otra vez asomó a los labios de Finch la misteriosa sonrisa, la sonrisa de niño travieso. Sus profundos ojos azules parecían guardar muchos secretos. Miró por debajo de la sobremesana otra vez, como si estuviera jugando a un juego de niños.

—Ahí le vi aquella vez, señor —dijo Finch—. Dios viene a la cofa del mayor, señor.

—¿Dios?

—Sí, señor. A veces viene a la cofa del mayor. Muy a menudo, señor. Le vi aquella vez, con la barba flotando al viento. Sólo se puede ver desde aquí.

¿Qué se podía decir a un hombre que tenía una idea como aquélla? Hornblower se devanó los sesos para encontrar una respuesta, pero no encontró ninguna. Finch parecía haber olvidado su presencia y se inclinaba una y otra vez hacia delante para mirar por debajo de la sobremesana.

—Ahí está —dijo Finch como para sí—. Ahí está otra vez. Dios está en la cofa del mayor, y el diablo está en el sollado.

«Muy bien», dijo Hornblower para sí irónicamente, pues no quería burlarse de las creencias de Finch.

—El diablo está en el sollado durante las guardias de cuartillo —dijo Finch otra vez—. Dios siempre se queda en la cofa del mayor.

—Un curioso horario —comentó Hornblower sotto voce.

Desde la cubierta llegaron las primeras de las ocho campanadas, y en ese mismo momento los ayudantes del contramaestre empezaron a sonar los silbatos, y luego Waldron, el contramaestre, gritó con todas sus fuerzas:

—¡Qué suban los marineros que están abajo! ¡Todos a virar! ¡Todos a virar! ¡Usted, ayudante, apunte el nombre del último que salga por la escotilla! ¡Todos a virar!

El corto intervalo de paz, que había sido interrumpido por la molesta presencia de Finch, estaba a punto de terminar. Hornblower pasó por encima del pretil y se agarró a los obenques para descender porque no podía hacerlo de la forma más fácil, a través de la boca de lobo, cuando el primer oficial le estaba mirando, ya que podría reprenderle por no comportarse como un verdadero marino. Finch dejó que Hornblower saliera de la cofa primero, pero, a pesar de empezar a descender más tarde, le adelantó, ya que era un hábil marinero y podía bajar por los obenques con la agilidad de un mono. Hornblower dejó de pensar temporalmente en las curiosas ideas de Finch para ocuparse de virar la fragata hacia su nuevo rumbo.

Pero más tarde Hornblower volvió a pensar inevitablemente en las extrañas cosas que Finch le había dicho. No había duda de que Finch creía verdaderamente que había visto lo que decía que había visto. Tanto sus palabras como su expresión lo demostraban. Finch había dicho que Dios tenía barba… Era una lástima que no dijera qué aspecto tenía el diablo cuando aparecía en el sollado. ¿Tendría cuernos, patas hendidas y un bieldo? Hornblower siguió pensando. ¿Por qué el diablo sólo estaba en el sollado durante las guardias de cuartillo? Era extraño que tuviera un horario fijo. Entonces a Hornblower se le ocurrió que posiblemente había una explicación razonable para eso. Posiblemente cuando Finch decía que el diablo estaba en el sollado durante las guardias de cuartillo hablaba metafóricamente. Allí debía de pasar algo que parecía hecho por el diablo. Hornblower tenía que decidir qué debía hacer y luego cuál era la mejor forma de hacerlo. Podía contarle a Eccles, el primer oficial, lo que sospechaba, pero después de un año de servicio sabía bien lo que le pasaría a un guardiamarina que molestara al primer oficial con sospechas infundadas. Era mejor que viera las cosas por sí mismo. No sabía lo que iba a encontrar allí, ni sabía si iba a encontrar algo, ni sabía cómo iba a resolver el problema. Tampoco sabía si sería capaz de resolverlo como correspondía a un oficial. Era posible que hiciera el ridículo. Podría actuar inapropiadamente en la situación que se encontrara y ser reprendido y ridiculizado por ello, además de que perjudicaría la disciplina de la fragata, es decir, haría aún más fino el hilo de lealtad que servía de unión a los marineros y los oficiales y que mantenía sometidos a las órdenes del capitán a trescientos hombres, soportando grandes dificultades sin quejarse, preparados para afrontar la muerte cuando recibieran la orden de luchar. Cuando las ocho campanadas anunciaron el final de la guardia de tarde y el principio de la de primer cuartillo, Hornblower, muy nervioso, bajó a poner una vela en un farol y luego se dirigió al sollado.

El sollado estaba oscuro y tan mal ventilado que la atmósfera era pestilente. Hornblower tropezó con varios obstáculos que estorbaban en su camino debido al cabeceo y el balanceo de la fragata. Pero de pronto vio una luz un poco más adelante y oyó rumor de voces y tragó saliva al pensar que tal vez los marineros estaban planeando un motín. Puso la mano sobre la portezuela del farol para tapar la luz y siguió avanzando con dificultad. Dos faroles colgaban de los baos de la cubierta, y debajo de ellos se encontraba una veintena de marineros o quizá más, y Hornblower podía oír bien sus voces, aunque no podía distinguir qué decían. En ese momento el rumor llegó a convertirse en un griterío y alguien en el centro del círculo se puso de pie, aunque sólo estiró el cuerpo hasta donde los baos se lo permitían. Se volvía hacia un lado y hacia otro violentamente sin motivo aparente. Hornblower no podía verle la cara, pero sí distinguió que tenía las manos atadas a la espalda. Los marineros volvieron a gritar, como los espectadores de un espectáculo de boxeo, y el hombre con las manos atadas se dio la vuelta y Hornblower pudo verle la cara. Era Styles, el hombre con forúnculos. Hornblower le reconoció enseguida. Pero no fue eso lo que más le impresionó. A la luz mortecina de las velas, pudo ver que de la cara de Styles colgaba una forma gris que se retorcía y que parecía algo sobrenatural. Comprendió que el hombre se movía violentamente para desprenderse de ella. Era una rata. Hornblower se horrorizó y sintió náuseas.

Styles sacudió la cabeza con violencia y consiguió que la rata, asida a él con los dientes, se soltara y cayera al suelo, e inmediatamente se puso de rodillas y, aún con las manos atadas, la persiguió tratando de cogerla con los dientes.

—¡Tiempo! —gritó alguien en ese momento.

Era la voz de Partridge, un ayudante del contramaestre. Esa voz había despertado a Hornblower con frecuencia más que suficiente para reconocerla enseguida.

—Cinco muertas —dijo otro hombre—. Paguen las apuestas.

Hornblower se inclinó hacia delante. Parte de la cadena del ancla había sido adujada para hacer con ella una especie de trampa de diez pies de diámetro, en cuyo centro se encontraba Styles de rodillas, rodeado de ratas vivas y muertas. Partridge estaba agachado junto al borde con el reloj de arena que se usaba para las mediciones con la corredera.

—¡Seis muertas! —protestó alguien—. ¡Ésa está muerta!

—No, no lo está.

—Ésa se rompió el lomo, así que está muerta.

—Ésa no está muerta —aseguró Partridge.

En ese momento el hombre que había protestado miró hacia arriba y vio a Hornblower y no llegó a pronunciar las palabras que iba a decir. Al ver que guardaba silencio, los otros miraron hacia donde tenía dirigida la vista y se quedaron paralizados. Hornblower dio un paso adelante, aún preguntándose qué debía hacer y con las náuseas que le habían producido las horribles cosas que había visto. Trató desesperadamente de vencer su horror y buscó ideas con rapidez y recurrió a la disciplina para empezar.

—¿Quién dirige esto? —preguntó.

Miró uno a uno a los componentes del círculo. Entre ellos había muchos suboficiales y algunos ayudantes del contramaestre y del carpintero. También estaba Muggridge, el ayudante del cirujano, cuya presencia explicaba muchas cosas. Pero la posición de Hornblower no era fácil. La autoridad de un guardiamarina de poca experiencia como él dependía en gran medida de la fuerza de su propia personalidad, y, por otra parte, él era simplemente un oficial asimilado. Pensó además que un guardiamarina apenas tenía importancia entre la tripulación, y él sería reemplazado mucho más fácilmente que, por ejemplo, el ayudante del tonelero que estaba allí ahora, Washburn, que sabía muy bien cómo hacer los toneles de agua y cómo estibarlos.

—¿Quién dirige esto? —preguntó otra vez, y otra vez su pregunta quedó sin respuesta.

—No estamos de guardia —dijo alguien al fondo.

Hornblower ya había vencido el horror, y aunque todavía sentía indignación, logró aparentar calma.

—No, no están de guardia, están jugando —dijo secamente.

Muggridge rebatió su afirmación.

—¿Jugando, señor Hornblower? —preguntó—. Ésa es una acusación muy seria. Ésta es una noble competición. Le costará mucho probar que estábamos jugando.

Era obvio que Muggridge había estado bebiendo, tal vez siguiendo el ejemplo de su jefe. Siempre había coñac en el botiquín. Hornblower se estremeció de rabia y tuvo que hacer un enorme esfuerzo para seguir aparentando calma. Pero el aumento de la tensión le trajo nuevas ideas a la mente.

—Señor Muggridge, le aconsejo que no hable demasiado —dijo secamente—. Puedo presentar cargos contra usted por otras cosas, señor Muggridge. Un miembro de la Armada de Su Majestad puede ser castigado por encontrarse, por su propia negligencia, en condiciones inadecuadas para servirle. Además, también podría acusarle de complicidad, y eso le incluiría a usted. Si yo fuera usted, señor Muggridge, consultaría el Código Naval. Creo que el castigo por una falta de esa clase es ser azotado delante de los barcos de la escuadra.

Hornblower había señalado a Styles, a quien le corría la sangre por la cara llena de mordiscos, y con su gesto había dado más fuerza a su argumentación. Había refutado los argumentos de los marineros con otros del mismo jaez, pero más convincentes. Ellos se habían defendido aduciendo razones legales, y él las había rebatido con otras razones legales. Ahora tenía la superioridad moral y podía dar rienda suelta a su rabia.

—Podría presentar cargos contra cada uno de ustedes —gritó—. Y todos y cada uno de ustedes serían juzgados por un consejo de guerra y, sin duda, degradados o azotados. Otra mirada como ésa, señor Partridge, y le juro que lo haré. Oldroyd y Lewis, suelten esas ratas. Styles, vuelva a ponerse cataplasmas en la cara. Partridge, usted y estos hombres vuelvan a adujar la cadena del ancla correctamente antes de que el señor Waldron la vea. En el futuro les vigilaré a todos ustedes, y al primer indicio de mal comportamiento serán azotados en el enrejado. ¡Bien sabe Dios que hablo en serio!

Hornblower estaba sorprendido tanto por su locuacidad como por su aplomo. No sabía que fuera capaz de resolver un asunto tan fácilmente. Buscó en su mente la última frase con que poder retirarse con dignidad y la encontró cuando se había dado la vuelta para irse, así que tuvo que volverse de nuevo para decirla.

—Después de esto, durante las guardias de cuartillo quiero verles paseando por la cubierta, no escorados en el sollado como un puñado de franceses.

Ésa era la clase de frase que podía esperarse de un capitán viejo y pomposo, no de un joven guardiamarina, pero le sirvió para retirarse con dignidad. Apenas Hornblower comenzó a alejarse del grupo, oyó un ruido confuso de voces detrás de él. Subió a cubierta, sobre la cual se extendía el cielo nublado y oscurecido por las prematuras sombras de la noche, y se paseó de arriba abajo y de abajo arriba para mantenerse en calor mientras la Indefatigable navegaba contra el fuerte viento del oeste, que hacía que la proa se cubriera de agua y espuma, que desde las juntas cayeran gotas de agua y que su casco crujiera quejumbroso. Era el final de un día como todos los que lo habían precedido y como los muchos que probablemente lo seguirían.

Los días pasaban monótonos, y con ellos llegó al fin un momento en que se rompió la monotonía. Un rosado amanecer el serviola dio un grito que hizo a todos volver la vista a barlovento, donde se veía una mancha sobre el horizonte, que indicaba la presencia de un barco. Los hombres de guardia corrieron a las brazas y la Indefatigable viró hasta que su quilla formó el ángulo más pequeño posible con la dirección del viento. El capitán Pellew subió enseguida a cubierta. Tenía un chaquetón encima de la camisa de dormir y en la cabeza no llevaba peluca, sino un ridículo gorro de dormir rosado. Dirigió su catalejo hacia el barco desconocido (ya una docena de catalejos estaban dirigidos en aquella dirección). Hornblower miró a través del reservado a los guardiamarinas de menos antigüedad y vio un rectángulo gris dividirse en tres, luego vio cómo las tres partes disminuían de tamaño primero y aumentaban después y, al final, volvían a formar un solo rectángulo otra vez.

—Va a cambiar de rumbo —dijo Pellew.

La Indefatigable amuró las velas hacia el otro lado. Los marineros de guardia subieron a la jarcia para soltar un rizo de las gavias y desde la cubierta los oficiales miraron hacia ella para determinar si el fuerte viento que silbaba entre los aparejos podría hacer desprenderse las velas o derribar los palos. La Indefatigable escoró tanto a sotavento que era difícil mantener el equilibrio en la empapada cubierta, y todos los que no tenían tareas urgentes que realizar se agruparon en el costado de barlovento, desde donde pudieron mirar hacia el barco.

—El palo trinquete y el mayor exactamente iguales —dijo el teniente Bolton a Hornblower, mirando por el catalejo—. Las velas son blancas como los dedos de una dama. No hay duda de que es un barco franchute.

Los barcos británicos, en efecto, tenían las velas de color oscuro por haber estado navegando durante largo tiempo en toda clase de condiciones climáticas; en cambio, los barcos franceses que violaban el bloqueo de los puertos tenían las velas inmaculadas porque no habían estado expuestos a los elementos, y eso permitía saber cuál era su nacionalidad sin necesidad de fijarse en otras características técnicas menos obvias.

—Nos acercamos a él por barlovento —dijo Hornblower.

Le dolía el ojo por tener apoyado el catalejo tanto tiempo contra él y estaba cansado de tener los brazos encogidos para sostenerlo, pero la persecución le producía tanta excitación que no podía relajarse.

—No tan rápidamente como yo quisiera —dijo Bolton.

—¡Marineros a la braza mayor! —gritó Pellew en ese momento.

Era muy importante orientar las velas para que la quilla formara el ángulo más pequeño posible con la dirección del viento, pues aproximarla cien yardas más equivalía a adelantar una milla en la persecución. Pellew miró hacia las velas de la fragata, luego hacia la amplia estela y después hacia el barco francés mientras calculaba mentalmente la fuerza del viento y la presión que ejercía sobre las jarcias, y haciendo todo lo que la experiencia adquirida a lo largo de su vida podía indicarle para disminuir la distancia entre las dos embarcaciones. Pellew dio otra orden, y todos los marineros corrieron a sacar los cañones de la banda de barlovento. Esto contrarrestaba la escora de la Indefatigable y hacía que la fragata tuviera más estabilidad.

—¡Ya estamos muy cerca! —gritó Bolton con optimismo.

—¡Zafarrancho de combate! —gritó Pellew.

Los tripulantes estaban esperando esa orden. Los infantes de marina que tocaban los tambores tocaron un redoble que retumbó en toda la fragata; el contramaestre y sus ayudantes repitieron la orden y dieron fuertes pitidos; y los marineros corrieron ordenadamente a realizar sus tareas. Hornblower corrió hasta los obenques del palo mesana, y en el trayecto vio a media docena de marineros sonrientes, para quienes la lucha y la posibilidad de morir romperían la eterna monotonía del bloqueo. Cuando llegó a la cofa del palo de mesana, miró a su alrededor para ver lo que hacían sus hombres. Ya los marineros estaban destapando las llaves de los mosquetes y poniendo el cebo en su interior; Hornblower, satisfecho por la rapidez con que se preparaban para la batalla, dedicó su atención al cañón giratorio. Quitó la lona alquitranada de la recámara del cañón y el tapabocas de la boca y luego soltó las retrancas que lo sujetaban y comprobó que el pivote y los muñones se movían fácilmente. Dio un tirón a una driza y comprobó que la llave del cañón producía chispas sin dificultad y que, por tanto, no era necesario ponerle otro pedernal. Las bolsas con balas de mosquetes estaban en una chillare sujeta al pretil, y Finch subió a la cofa llevando al hombro una tira de lona que contenía las cargas del cañón. Finch metió una de las cargas por la boca del cañón y la atacó. Hornblower tenía preparada una bolsa con balas para ponerla encima de las cargas. Luego cogió una aguja de fogón y la metió por éste hasta que notó que la punta traspasaba la fina envoltura del cartucho. En la cofa era necesario tener una aguja de fogón y pedernal, pues no se debía tener una mecha de combustión lenta porque podría provocar un incendio que probablemente se extendería a las velas y aparejos, donde sería muy difícil de controlar. Sin embargo, los disparos del cañón giratorio y de los mosquetes desde las cofas era muy importante desde el punto de vista estratégico. Si los barcos luchaban penol a penol, los hombres de Hornblower podían hacer estragos en el alcázar del barco enemigo, donde se encontraban los que dirigían las operaciones en él.

—¡Basta, Finch! —gritó Hornblower, irritado.

Se había vuelto hacia Finch y le había visto mirando hacia la gavia mayor y le molestó que el marinero siguiera pensando cosas extrañas en un momento de tensión.

—Perdone, señor —dijo Finch, y continuó su trabajo.

Pero un momento después Hornblower oyó a Finch hablando consigo mismo.

—El señor Bracegirdle está allí —susurró Finch—. Y Oldroyd y todos los demás están allí. Pero Él está allí también.

En ese momento llegó desde la cubierta el grito: «¡Todos a virar!».

La Indefatigable viró la proa y sus vergas crujieron cuando las brazas las hicieron girar hacia el lado opuesto. El barco francés había hecho el atrevido intento de disparar a la proa de la fragata mientras viraba, pero la rápida maniobra que Pellew ordenó hizo que fracasara. Ahora las dos embarcaciones estaban a tiro de cañón, tenían las baterías frente a frente y navegaban con el viento en popa.

—¡Miren eso! —gritó Douglas, uno de los hombres armados con mosquetes en la cofa—. ¡Veinte cañones en cada banda! Parece poderoso, ¿verdad?

Hornblower, que estaba detrás de Douglas, miró hacia la cubierta del barco francés. Ya los cañones estaban fuera, rodeados por las nutridas brigadas de artilleros, y los oficiales, con calzones blancos y chaquetas azules, iban de un lado para otro, y a medida que el barco avanzaba con viento en popa la proa hacía saltar a gran altura el agua y la espuma.

—Parecerá más poderoso todavía cuando entremos con él en el puerto de Plymouth —dijo el marinero que estaba más alejado de Hornblower.

La Indefatigable navegaba un poco más rápidamente que el barco. De vez en cuando el timonel viraba un poco el timón a estribor para aproximarla más al barco francés, para que sus cañones pudieran alcanzar al enemigo sin que éste pudiera llegar a su proa. Hornblower estaba asombrado del silencio que había en ambas embarcaciones. Creía que los franceses solían abrir fuego cuando el enemigo estaba justamente al alcance de sus cañones y malgastaban en la primera andanada la carga puesta cuidadosamente en los cañones.

—¿Cuándo va a disparar? —preguntó Douglas, haciéndose eco de los pensamientos de Hornblower.

—Cuando le parezca oportuno —contestó Finch.

La franja de agua revuelta que separaba a las dos embarcaciones era cada vez más estrecha. Hornblower giró el cañón y miró por la mirilla. Podía apuntar al alcázar del barco francés con el cañón con bastante exactitud; sin embargo, el barco estaba demasiado lejos para poder alcanzarlo con una bolsa de balas de mosquete. En cualquier caso, no se atrevería a disparar sin recibir antes la orden de Pellew.

—¡Ahí están nuestros oponentes! —gritó Douglas, señalando la cofa del palo mesana del barco francés.

Por el uniforme azul y la bandolera de los hombres que había allí arriba, parecía que eran soldados. A menudo los franceses suplían con soldados la falta de expertos marineros en sus tripulaciones, mientras que en la Armada británica nunca se mandaba a las cofas a los infantes de marina. Los soldados franceses, al ver ese gesto, agitaron el puño cerrado en el aire, y un joven oficial que había en el grupo desenfundó el sable y lo agitó en el aire por encima de su cabeza. Como las dos embarcaciones estaban paralelas, la cofa del mesana del barco francés sería el objetivo de Hornblower si decidía hacer cesar el fuego allí en vez de causar estragos en el alcázar. Miró con curiosidad a los hombres a los que debía matar. Estaba tan abstraído que le sorprendió oír un cañonazo, y antes de que mirara hacia abajo, ya habían disparado los restantes cañones de la batería francesa en diferentes momentos. Un instante después la Indefatigable disparó todos los cañones de la batería juntos, lo que la hizo dar un bandazo. El viento se llevaba el humo hacia la proa, así que no molestaba a los hombres que estaban en la cofa del palo de mesana. Hornblower pudo ver a algunos hombres caer muertos en la cubierta de la Indefatigable y también en la del barco francés. Todavía le parecía que estaba demasiado lejos como para que lo alcanzaran los disparos de los mosquetes.

—Nos están disparando, señor —dijo Herbert.

—Déjeles —contestó Hornblower.

Ningún tiro de mosquete disparado a aquella distancia desde el tope de un palo que se movía podía dar en el blanco. Eso era obvio, tan obvio que incluso Hornblower, que estaba sumamente excitado, se daba cuenta de ello, y su certeza se notaba en su tono de voz. Y era curioso ver que esa palabra dicha con voz tranquila había calmado a los marineros. Abajo los cañones no paraban de rugir, y los dos barcos se acercaban cada vez más.

—¡Abran fuego ahora! —gritó Hornblower—. ¡Finch!

Miró por encima del cañón. En la V que había encima de la boca del cañón pudo ver el timón del barco francés, y detrás a los dos timoneles, y al lado a dos oficiales. Tiró de la driza. Pasó una décima de segundo y entonces el cañón rugió. Antes de que el humo formara un remolino en torno a él, se dio cuenta de que la aguja del fogón había salido disparada y le había pasado cerca de la sien. Finch ya estaba limpiando el cañón. Las balas de mosquete debían de haberse dispersado mal, pues sólo habían derribado a un timonel, y ya alguien se dirigía a ocupar su lugar. En ese momento la cofa dio un bandazo. Hornblower lo sintió, pero se explicaba qué había ocurrido. Estaban pasando demasiadas cosas a la vez. Hornblower sintió vibrar las firmes tablas sobre las que estaba apoyado y pensó que posiblemente una bala había dado en el palo mesana. Finch estaba atacando la carga ahora. Algo golpeó la recámara del cañón y dejó una señal brillante en el metal; había sido una bala de mosquete procedente de la cofa del palo de mesana del barco francés. Hornblower trató de mantener la calma. Cogió otra aguja de fogón y la introdujo en el fogón del cañón. Tenía que introducirla hasta el final, pero debía hacerlo muy despacio, ya que una aguja rota en el fogón causaría un grave problema. Notó que la punta de la aguja perforaba el cartucho. Entonces Finch colocó el taco encima de la bolsa de balas de mosquete. Cuando Hornblower apuntaba el cañón hacia abajo, una bala dio en el pretil justo a su lado, pero él no se inmutó. Era evidente que la cofa se movía mucho más de lo que lo haría normalmente a causa de la marejada. Pero eso no importaba. Tenía dirigido el cañón al alcázar del enemigo. Tiró de la driza. Vio caer a algunos hombres e incluso dar vueltas a las cabillas del timón cuando éste quedó desatendido. Fue entonces cuando los dos barcos, con gran estruendo, se juntaron y el mundo volvió a convertirse en un caos comparable al que había precedido al momento en que Dios puso su orden en él.

El mástil se estaba cayendo. La cofa osciló, describiendo un gran arco, y, por fortuna, Hornblower logró agarrarse fuertemente al cañón y evitar salir despedido como una piedra lanzada por una honda. Después dio media vuelta. El mástil se bamboleaba y tenía dos balas de cañón incrustadas y los obenques de un lado cortados. Entonces el mástil se inclinó hacia delante, empujado por el viento que hinchaba la gavia y los estayes de mesana dieron un tirón hacia estribor, debido al de los otros obenques, y después se rompieron los estayes de popa. El mástil cayó hacia delante y el mastelero chocó con la verga mayor; todo el conjunto quedó allí colgando antes de que las partes que lo formaban empezaran a separarse. La base del mástil se había partido, pero todavía se apoyaba en la cubierta; el mástil y el mastelero aún quedaban unidos por el tamborete, y la cruceta al mastelero, de manera que entre todos formaban un conjunto compacto, si bien no se sabía por qué el mastelero no se había desprendido del tamborete. Puesto que la base del mástil se sostenía precariamente sobre la cubierta y el mastelero descansaba sobre la verga mayor, Hornblower y Finch todavía tenían la posibilidad de salvarse, pero el movimiento de la fragata, una bala lanzada por el barco francés o la ruptura de cualquier parte del conjunto sometida a una excesiva presión harían imposible su salvación. Cabía la posibilidad de que el mástil se moviera hacia fuera, que el mastelero se partiera, que la base del mástil se deslizara por la cubierta, así que antes de que ocurriera todo eso, que parecía inminente, los dos tenían que hacer algo por salvarse como pudieran. El mastelero mayor y todo lo que había por encima de él también habían sufrido graves daños, de modo que el mastelero también había caído hacia delante y colgaba de él una espantosa maraña de velas, palos y cabos. La sobremesana se había soltado. Hornblower miró a Finch. Los dos estaban agarrados al cañón giratorio, y no había nadie más en la cofa, demasiado inclinada.

Los obenques de estribor del mastelero de sobremesana todavía se encontraban en buenas condiciones y, al igual que el mastelero, descansaban sobre la verga mayor, todos tensos como las cuerdas de un violín, pues la verga los tensaba del mismo modo que el puente de un violín tensa sus cuerdas. Sin embargo, esos obenques eran el único medio de salvación: si subían por ellos podía dejar atrás la peligrosa cofa y llegar a un lugar bastante más seguro, la verga mayor.

El mástil se balanceaba y se movía en dirección al penol. Suponiendo que la verga mayor resistiera, el mastelero pronto caería al mar. Alrededor de ellos sólo se oían ruidos ensordecedores. Se oía cómo se destrozaban los palos, cómo se rompían los cabos, el rugido de los cañones y tantos gritos en la cubierta como marineros se encontraban allí, chillando todos desesperados.

La cofa dio otro peligroso bandazo. Dos de los obenques se partieron por la excesiva tensión, produciendo un estrépito que pudo oírse claramente entre los otros ruidos, y entonces el mástil dio una sacudida e hizo girar la cofa y con ella giraron el cañón y los dos desafortunados seres que estaban agarrados a él. Los azules ojos de Finch se movían a un lado y a otro mientras la cofa se movía. Más tarde Hornblower supo que la caída del mástil no había durado más que unos pocos segundos, pero en ese momento le pareció que aún tenía largos minutos para pensar. Al igual que Finch, miró a su alrededor y vio el medio de escapar.

—¡La verga mayor! —gritó.

En el rostro de Finch había aparecido su estúpida sonrisa. Aunque se agarraba al cañón giratorio movido por su instinto o por su experiencia, parecía que no tenía miedo ni quería avanzar hasta la verga para ponerse a salvo.

—¡Finch, tonto! —gritó Hornblower.

Con desesperada inquietud pasó la pierna por encima del cañón para sujetarse con ella y soltar una mano con la que hacer un gesto a Finch, pero no logró que el marinero se moviera.

—¡Salte! —gritó Hornblower—. ¡Los obenques! ¡La verga!

Finch sólo sonreía.

—¡Salte y trate de alcanzar la cofa del mayor! ¡Dios mío! —gritó. Tuvo una idea—: ¡La cofa del mayor! ¡Dios está allí, Finch! ¡Rápido, Finch, vaya a reunirse con Dios!

Estas palabras fueron las que penetraron en la confusa mente de Finch. Asintió con la cabeza con una expresión grave como si obedeciera a algo sobrenatural; soltó el cañón y saltó como una rana. Cayó en los obenques del mastelero y empezó a trepar por ellos. El mástil volvió a dar un bandazo, y cuando Hornblower saltó a los obenques tuvo que dar un salto más grande todavía. Sólo tocó con los hombros el último obenque, pero giró y se colgó de él. Casi llegó a quedar descolgado, pero, gracias a que el mástil dio un bandazo hacia el otro lado, volvió a agarrarse bien de nuevo. Entonces empezó a trepar por los obenques, dominado por el pánico. Allí estaba la preciada verga mayor. Hornblower se echó sobre ella y se agarró con el cuerpo, satisfecho de estar sobre algo firme, y empezó a buscar el marchapié. Tenía estabilidad y seguridad en la verga sólo mientras el balanceo de la Indefatigable no diera el empujón final a los palos que se balanceaban y provocara que el mastelero de sobremesana se separara del palo mesana y ambos cayeran al mar con la maraña de aparejos. Se movía despacio por la verga, por donde Finch había pasado antes, y en la cofa del palo mayor fue recibido con gran alegría por el guardiamarina Bracegirdle. Bracegirdle no era Dios, pero cuando Hornblower pasó por encima del pretil de la cofa del palo mayor, pensó que si no hubiera dicho que Dios estaba allí, Finch no habría saltado.

—Creía que te perdíamos —dijo Bracegirdle mientras le ayudaba, y después le dio unas palmaditas en la espalda—. El guardiamarina Hornblower es un ángel alado.

Finch también se encontraba en la cofa, con su sonrisa estúpida, rodeado de los marineros que allí tenían su puesto. Todos estaban eufóricos. Hornblower recordó de pronto que estaban en el ojo del huracán de una infernal batalla, pero ya los disparos habían amainado y casi no se oían gritos desesperados. Se acercó hasta el borde de la cofa tambaleándose (era increíble que tuviera tantas dificultades para caminar) y miró hacia abajo. Bracegirdle le acompañó. Desde esa altura podía distinguir un grupo de figuras en el alcázar del barco francés. Las camisas de cuadros que tenían eran las que usaban los marineros británicos. Entonces vio en el alcázar a Eccles, el primer oficial de la Indefatigable, con una bocina.

—¿Qué ha pasado? —preguntó a Bracegirdle, desconcertado.

—¿Qué ha pasado? —repitió Bracegirdle, mirándole extrañado—. Abordamos el barco y lo capturamos. Eccles y un grupo de marineros lo abordaron en el momento en que las dos embarcaciones se tocaron. Pero ¿no lo viste?

—No, no lo vi —respondió Hornblower, y se obligó a seguir bromeando—. Otros asuntos requerían mi atención en aquel momento.

Recordó cómo había oscilado y dado bandazos la cofa del palo mesana y sintió náuseas, pero no quería que Bracegirdle se diera cuenta de eso.

—Tengo que bajar a cubierta para dar parte —dijo.

El descenso por los obenques del palo mayor fue lento y difícil, ya que parecía que ni sus manos ni sus pies querían ponerse donde trataba de colocarlos. Se sentía inseguro incluso cuando llegó a cubierta. Bolton estaba en el alcázar, supervisando la retirada de los restos del palo mesana y sus aparejos. Miró con sorpresa a Hornblower cuando se le acercaba.

—Pensé que había caído al mar —dijo.

—Sí, señor.

—Estupendo. Creo que ha nacido usted para estar colgado, Hornblower.

Bolton se volvió hacia los marineros y gritó:

—¡Basta de perder el tiempo! ¡Clynes, baje al pescante central con esa estrellera! Tenga cuidado de que no se le caiga.

Siguió mirando unos momentos cómo trabajaban sus hombres y después se volvió hacia Hornblower y le dijo:

—No tendremos ningún problema con los marineros durante un par de meses. Tendrán que hacer las reparaciones y les haremos trabajar hasta que caigan rendidos. Habrá menos tripulantes porque algunos se verán obligados a tripular la presa y ha habido algunas bajas. No desearán que ocurra un nuevo encuentro hasta dentro de mucho tiempo. Me imagino que usted tampoco, señor Hornblower.